Naturaleza viva con abejas muertas

1 06 1998

En la contraportada de la novela Naturaleza muerta con abejas, de Atilio Caballero, se lee:

“(…) es la historia de un impulso vital de liberación personal, de escapar de una sociedad cerrada (…) la descripción y el análisis de las concecuencias que el poder absoluto tiene sobre el individuo, de las utopías utilizadas como valor supremo frente a otros aspectos de la vida (…) un simple ser humano en lucha permanente por recuperar su identidad. Naturaleza muerta con abejas es una novela que dará mucho que hablar”.

Y si confío, con los autores de la solapa, que esta novela dé mucho de qué hablar, cabría añadir que, en primera instancia, es una novela que da mucho qué pensar.

Como es ya norma en la narrativa de Atilio, el hilo argumental es apenas una excusa: las aventuras (mayoritariamente introspectivas) de un joven confinado en el “Convento” ─por la palabra “guardia” que le espeta su hermano, lo suponemos una unidad donde pasa su servicio militar, pero bien podría ser una escuela, una beca: tan parecidos en su rígida estratificación diaria, en su estricta planificación de las conductas externas que pretende como fin último la planificación neuronal de todos los elementos─. Sus escapadas del hermético círculo conventual, cercado de muros y jerarquías, hacia el otro círculo, la ciudad, de muros difusos. Espectador y partícipe casual de los tumultos y represalias que acompañaron en 1980 al éxodo por el Mariel, el joven roza el tránsito hacia la otredad: la salida hacia el vasto círculo del mundo. Pero a lo largo de toda la novela, su éxodo ocurre en sentido opuesto: es una éxodo hacia sí mismo.

Aunque el personaje represente, al mismo tiempo, esa voracidad de horizontes, esa vocación apátrida (en su sentido universal) que ya Lezama achacara a la insularidad. Si el ciudadano continental cree con frecuencia haber contraído el mundo por vía genética, el insular se siente compulsado a conquistar y digerir ese mundo, a tender los puentes que le permitan enlazar culturas y órdenes de pensamiento, para lograr, en un efecto de contrapunteo, esclarecer las coordenadas de su propia circunstancia. Arquetípico en su construcción, este personaje que hilvana filosofías para explicar(se) el mundo inmediato, asedia el bostezo de un hipopótamo, o responde a las acusaciones del stablishment mediante un alegato sobre el sentido de la creación y la “utilidad” de la poesía, ese joven recluta que por momentos compone una retórica punto menos que imposible, es, al mismo tiempo, el que ríe con La Comedia Silente (tan parecida a la cotidianía), el que se acoge al placer gregario de la amistad y descubre con pavor que la complicidad y el miedo pueden ser siameses. Un personaje, en suma, que se nos convierte en persona casi sin darnos cuenta. Que nos conmueve a su pesar, como si quisiera mantener siempre a distancia los intrusos ojos del lector.

Y ese juego de acercamientos y alejamientos alternos es seguido, en cuidadas dosis, por el punto de vista, que se mueve desde un narrador semiomnisciente en tercera persona, hasta la franca primera persona, pasando en ocasiones por el estilo indirecto libre, ese modo de estar dentro y fuera al mismo tiempo. Como tampoco es gratuito que sea un capítulo en minúsculas el VIII: es la rapidez, el juego, las mutaciones, los disfraces que derriban categorías, la farsa igualizadora del travestismo carnavalesco.

No es un “ser humano en lucha permanente por recuperar su identidad”,es un ser humano suya identidad se va conformando al margen, sesgadamente, respecto a la identidad colectiva que postula el criador de abejas en el capítulo IX (Prólogo), donde se hace más explícita la naturaleza tránsfuga del personaje respecto a la fe oficial, al papel de cada individuo en (y supeditado a) la colmena, los mecanismos de opresión y supresión del individuo, presuntamente al servicio de la colmena. En realidad, al servicio del criador de abejas, que es quien dicta las normas, vigila el obediente curso de los acontecimientos, y determina en última instancia dónde y cómo colocar los cristales que confinarán a las obreras tras una frontera invisible.

Pero, en este caso, “escapar de una sociedad cerrada”tiene una connotación más amplia: el personaje reivindica su libertad a la diferencia, su derecho a la individualidad. Es la abeja que ha descubierto la parte superior de la colmena, donde no hay barreras de vidrio. Y echa a volar, aunque el criador sospeche de inmediato que se pasará a la colmena enemiga. El personaje ya ha detectado “la similitud que existe entre este elemento [el oleaje] y su nuevo régimen disciplinario: ambos comienzan donde termina la razón”; dado que el poder aplica a los súbditos técnicas de apicultor. Para su mal, los humanos somos con frecuencia coleópteros más complicados. Atilio Caballero, en esta novela de intensa lectura, lo demuestra.

 

Naturaleza viva con abejas muertas, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena Letra. n.º 8/9, primavera/verano, 1998, pp. 238-240. (Caballero, Atilio: Naturaleza muerta con abejas. Olalla Ediciones. Madrid, 1997. 210 pp.)

 





Remember, Sampson, Remember

1 12 1997

Remember The Maine

(William R. Hearst, 1895)

 

Acodado en la amura, en esta noche del 2 de julio de 1898, el Almirante William Thomas Sampson (Palmyra, NY, 9-2-1840) contempla un prodigioso espectáculo que quizás nunca se repita: la entrada a la bahía de Santiago de Cuba iluminada desde el mar por los potentes reflectores del Iowa, sobre la que se ciernen, flotando en conos de luz, los altos artillados del Morro y la Socapa: colmillos de la bahía. Sampson lamenta que fracasara el intento de cegar la entrada hundiendo el Merrimac, reduciendo la escuadra de Cervera a cuatro patos en un estanque. Sabe que tras la victoria fulminante de Dewey en Filipinas, los lectores adictos al sensacionalismo de Hearst y Pulitzer claman por otra batallita que arrase a la marina española de este lago (norte)americano, el Caribe. El presidente Adams ya codició públicamente la Isla en 1820 y, en 1823, el doctrinario Monroe exponía una curiosa geografía: “el cabo Florida y Cuba forman parte de la desembocadura del Mississippi y de los demás ríos que desembocan en el Golfo de Méjico”; de modo que en el 26 logró frustrarse el intento de independizar las islas por las naciones latinoamericanas reunidas en el Congreso de Panamá. Una república antiesclavista a sus puertas era intolerable para el Sur; no así comprarla, como propuso en el 53 el Documento de Ostende ─pero entonces el Norte no estaba dispuesto a adquirir una milla más de territorio esclavista y sureño─. Después de la derrota confederada, el presidente Cleveland apostó por la autonomía de Cuba como paso previo a la anexión, y no reconoció la beligerancia de los cubanos, a pesar de que España, con 210.000 soldados, es incapaz de evitar que 34.500 mambises dominen las tres cuartas partes del territorio. Cleveland aducía que los cubanos “no tienen un gobierno civil”. Pero al Almirante le consta que no es cierto. Recuerda la grata impresión que le causó, en las dos entrevistas que sostuvieron, el General Calixto García: alto, elegante, culto, y portando como una condecoración la cicatriz del tiro con que intentó suicidarse antes que caer prisionero. Las palabras de los políticos, piensa Sampson, tienen un doble fondo, como baúles de mago. Y recuerda el mensaje del presidente MacKinley al Congreso del 11 de abril:

“Comprometer a los Estados Unidos a reconocer a un gobierno en Cuba podría sujetarnos a molestas y complicadas condiciones (…) a la aprobación o desaprobación de dicho Gobierno; tendríamos que someternos a su dirección, asumiendo el papel de mero aliado amistoso”.

El Almirante sabe que la opinión pública norteamericana apuesta por la independencia de la Isla, como los senadores Bailey, Stewart y sobre todo Redfield Proctor, quien se refirió a “la capacidad de de sus muchos patriotas y educadores [cubanos], los grandes sacrificios realizados, el temperamento pacífico de su pueblo, y las aptitudes para un buen gobierno propio…. y la estabilidad de las instituciones republicanas”. Y que, al cabo, lograrían la inclusión de la Enmienda Teller, según la cual

“…los Estados Unidos (…) niegan que tengan ningún deseo ni intención de ejercer jurisdicción, ni soberanía, ni de intervenir en el gobierno de Cuba, si no es para su pacificación, y afirman su propósito de dejar el dominio y gobierno de la Isla al pueblo de éste, una vez realizada dicha pacificación”.

Enmienda aprobaba con el apoyo de honrados partidarios de la lucha cubana, convencidos antiimperialistas, y de los intereses tabacaleros y azucareros que temen el ingreso de Cuba en la Unión. Poco antes de morir, en 1902, Sampson escuchará el rumor, recogido documentalmente por algunos historiadores, de que los representantes cubanos, por medio de un tal Samuel Janey, compraron conUS$2.000.000en bonos al 6%, emisión 1896-97 (que no se harían efectivos de no hacerse efectiva la República), los votos de algunos políticos. El 31 de diciembre de 1932, la República de Cuba deberá aún, por ese concepto, US$7.650. Tampoco el decrépito Sherman, Secretario de Estado, está por la anexión (propone que Cuba se anexe a México); ni los demócratas: Su plataforma electoral hablaba de “nuestra simpatía hacia el pueblo de Cuba en su heroica batalla por la libertad y la independencia”, aunque otros, en The Evening Post of NY, invocan sin cesar el peligro negro, como Cleveland y su Secretario Olney, que anunciaban la partición de la Isla en una república blanca y otra negra, comentando que lo mejor sería sumergir la Isla durante un tiempo, para así adquirirla, pero sin cubanos. Qué fauna, piensa Sampson. Ni los articulistas de The Manufacturer, porque al adquirir la Isla, Estados Unidos adquiriría una población “con todos los defectos de la raza paterna, más el afeminamiento, la pereza, la moral deficiente, la incapacidad para la ciudadanía, falta de fuerza viril y de respeto propio” y una negrada al nivel de la barbarie, de modo que “el negro más degradado de Georgia está mejor preparado para la presidencia que el negro común de Cuba para la ciudadanía americana”. Habría entonces que “americanizar a Cuba por completo, cubriéndola con gente de nuestra propia raza”. Como recomendaba al General Miles, jefe supremo del ejército, el Subsecretario de Guerra, J. G. Breckenridge:

“Es evidente que la inmediata anexión de estos elementos [la población cubana] a nuestra propia Federación sería una locura y, antes de hacerlo, debemos limpiar el país (…) destruir todo lo que esté dentro del radio de acción de nuestros cañones (…) concentrar el bloqueo, de modo que el hambre y su eterna compañera, la peste, minen a la población civil y diezmen al ejército cubano.

‘Este ejército debe ser empleado constantemente en reconocimientos y acciones de vanguardia, de modo que sufra entre dos fuegos, y sobre él recaerán las empresas peligrosas y desesperadas”

Sampson se encoge de hombros: Esos mismos políticos le prohibieron bombardear La Habana.

Cuando el Almirante Sampson presidió la comisión investigadora del hundimiento del Maine, ya barruntaba que en breve se vería frente a la flota de Cervera. Al cabo, el presidente MacKinley decidió apelar a

“la causa de la humanidad, la defensa de la vida e intereses de ciudadanos norteamericanos radicados en Cuba, los gravísimos perjuicios al comercio y negocios mercantiles de nuestros ciudadanos, la destrucción gratuita de la propiedad y la devastación de la Isla”.

Ya las exportaciones de Cuba a Estados Unidos habían ascendido de 54 a 79 millones de dólares entre el 90 y el 93, y las importaciones, desde 18 a 24 millones sólo entre 1892 y 1893. Ello cuadruplicaba el comercio de la Isla con su Metrópoli. Más la creciente importación de maquinaria norteamericana tras la abolición. Y los 50 millones invertidos, según el Secretario Olney, la mitad en la industria azucarera, devastada ahora por la guerra. Inadmisible, piensa el Almirante. Sin olvidar lo que afirmaba hace dos meses el Senador Thurston: “La guerra con España aumentará los negocios y ganancias (…) una acción en una empresa americana valdrá más dinero del que vale hoy”.

Pero en lo que debe concentrar su atención hoy el almirante Sampson es en la reunión que tendrá mañana con el General William Rufus Shafter (Galesburg, Michigan, 16-10-1835, 140 kilos) ─si la montaña no viene a mi…─, traído a la carrera desde la Florida para que con sus tropas de tierra tomara las fortificaciones que guardan la entrada de la bahía y así poder desmantelar las minas y entrar a por el combate final con Cervera. El Almirante monta en cólera de nuevo al recordar el mensaje de Shafter: que fuerce con mis buques la entrada de la bahía para evitar más bajas a los suyos. Es increíble que no se dé cuenta: sus infantes son reemplazables; nuestros barcos, no. Y si no puede, que solicite ayuda al hermano que Jesse James, que se ofreció a invadir Cuba con sus cowboys; o a Búfalo Bill, que proponía pacificar la Isla con indios salvajes. Qué pintorescos. Y Sampson sonríe a su pesar. Mañana aclararemos las cosas, o decidirá Washington. Al dirigirse a su camarote, el jefe de la escuadra norteamericana ignora que una decisión más grave impide esta noche dormir a Cervera: desvelado en cubierta, mira a los hombres que han de morir mañana.

Mientras navega hacia Siboney a bordo del Nueva York para reunirse con Shafter en la mañana espléndida de este domingo 3 de julio de 1898, jaspeada aún a tramos por girones de la niebla nocturna, Sampson se pregunta cómo una España venida a menos se ha embarcado en esta guerra contra la Unión. Les costará el doble de lo que habrían ganado vendiendo la Isla a su debido tiempo, calcula. Quizás el presidente Sagasta estuviera de acuerdo con Martínez Campos, quien, según el Cónsul inglés en Santiago de Cuba, confesó en octubre del 95 su deseo de que Estados Unidos reconociese la beligerancia de los cubanos. Iremos a la guerra y, con algunos buques hundidos, España abandonará Cuba sin más descrédito y con el honor nacional a salvo. Perder una guerra con la potencia del siglo XX no es lo mismo que perderla frente a un puñado de insurrectos.

Pero Sampson no puede distraerse más en divagaciones políticas, porque escucha el disparo de una pieza naval y se dirige corriendo a cubierta para presenciar desde lejos como el primer buque de Cervera, el María Teresa, sale de la bahía a toda máquina. Da orden de girar en redondo y enfila hacia la batalla inminente con el mal presentimiento de que Schley, su eterno rival quedado al mando mientras él bajaba a tierra, dirigirá la batalla que él lleva un mes preparando y con la sensación de ridículo por ser el primer almirante que conducirá una batalla naval en botas de montar y espuelas.

Se acerca a toda máquina al escenario del combate, lo suficiente para ver como Schley desde el Brooklyn eleva las señales, transmitiendo las órdenes de combate, y se ve aparecer, directamente hacia los barcos norteamericanos, para eludir el bajo que existe en la entrada, al Vizcaya, al Cristóbal Colón y al Almirante Oquendo. Cerrando la marcha, vienen los cazatorpederos Furor y Plutón. Rebasada la boca, los buques tuercen inmediatamente a estribor, intentando alejarse hacia Occidente. Ahora el María Teresa, con Cervera a bordo, enfila directamente contra el buque insignia norteamericano, el que más estorba la salida española por cerrar el círculo al oeste. Dispuesto viene el almirante a partirlo en dos con tal de abrir brecha a los suyos. Y Sampson contempla maldiciendo la extraña maniobra que hace ahora Schley ─ya le costará un expediente disciplinario─: El Brooklyn gira a estribor, alejándose de la batalla, y abriendo paso a Cervera. Dispuesto a perseguir a los españoles ─como diría Schley─, pero a prudencial distancia. Y cruzándose en la ruta de los otros barcos norteamericanos que vienen a toda máquina en persecución del enemigo. El Texas tiene que frenar con toda su potencia para evitar un choque, y la escuadra queda por un momento en completo desorden ante la desesperación de Sampson, que aún dista de darles alcance. El humo de las andanadas de ambos bandos nubla toda visión, y durante un buen rato no puede saber qué está ocurriendo. Al cabo, una ráfaga de brisa despeja la humareda, y puede ver al Plutón y al Furor. Sólo con ellos se cumplió su plan original: hundirlos uno por uno en la boca. Especialista en torpedos, Sampson respira aliviado. Y recuerda aquel torpedo que en Charleston hundió su Patapsco. Salvó la vida de milagro.

Prosigue la caza rumbo al oeste. Pero el Nueva York lleva quince minutos de retraso respecto a su escuadra, enzarzada con los navíos españoles que huyen a toda máquina pegados a la costa y disparando sus cañones de popa. El María Teresa está tocado de muerte: los puentes y cubiertas de madera arden, las piezas rodeadas de llamas hacen imposible la defensa. Un proyectil ha roto los conductos de agua e impide sofocar el incendio. Las municiones estallan, causando más estrago que las ajenas. Cuando embarranca en la costa, sólo quedan tres barcos enemigos. El siguiente no tarda en encallar, envuelto en llamas hasta la cofa. Fuerza al máximo la máquina del Nueva York, y logra acortar ligeramente la distancia, lo suficiente para ver cómo nueve millas más adelante embarranca el Vizcaya, acribillado. Milla a milla va dando alcance al resto de sus buques, lanzados tras el último español, el Colón, muy marinero y que los aventaja claramente en velocidad. Será difícil impedirle refugio en la bahía de Cienfuegos. Habrá que entrar en su busca (si las defensas de tierra y las minas no lo impiden), piensa Sampson. La persecución se prolonga. Tres horas más tarde, advierte con sorpresa un parón del enemigo. Piensa en una avería de las máquinas. No sospecha que el Colón ha quemado su última paletada de carbón de alta calidad. El carbón inferior que cargó en Santiago anula su única ventaja. Todos los buques le cañonean; incluso el Nueva York logra cuatro disparos. Al fin, el último buque de la escuadra española gira lentamente a estribor y encalla.

Tras 9.433 cañonazos de la escuadra norteamericana, Sampson comunica: “La flota a mis órdenes ofrece al país como regalo por la fiesta nacional del cuatro de julio la totalidad de la flota de Cervera”.

“Después de un combate desigual con fuerzas más que triples de las mías, toda mi escuadra quedó destruida (…) Hemos perdido todo y necesitaré fondos”, informa Cervera, prisionero en el Iowa.

La escuadra española es ya puro recuerdo. El Imperio, nostalgia. La Historia Made In USA acaba de empezar frente a la costa sudoriental cubana.

 

“Remember, Sampson, Remember”; en: El País. Memorias del 98, Madrid, diciembre, 1997.

 





Fidelidad a plazo fijo

1 09 1997

En su reciente artículo de Caribe, «Teoría política de la corrupción», Carlos J. Báez Evertsz define a la corrupción como procedimiento y práctica universal de la clase política (no de todos los políticos, por supuesto, aunque la sabia Vox Populi no suele concederles la presunción de inocencia), manejando el tema a escala global con una soltura que no oso. Pero su lectura me ha conducido a la pregunta, no tan fácil de responder como quisieran los indios y los cowboys: ¿Existe corrupción en la clase política cubana?

Si tomamos como referente el escándalo de la Lookheed en Alemania. el affaire Mario Conde, la «piñata» de los dirigentes sandinistas cuando perdieron las elecciones o la fortuna que levantaron Trujillo y Fulgencio Batista con el sudor de sus cargos, no. Tomemos en cuenta que en una sociedad donde el ciudadano «disfruta» la cartilla de racionamiento más larga de que se tienen noticias, un Ferrari sería tan escandaloso como La Veneno en una reunión anual de Oxford, y un jet particular sería un OVNI. Máxime cuando entre los postulados iniciales de la Revolución estaba la igualdad (que llegó a leerse como igualitarismo), y el borrón y cuenta nueva con el pasado, que se tildaba en bloque y sin excepciones de corrupto ─recuerdo que las clases de historia republicana que recibí en cuarto grado eran lo más parecido a Alí Babá y los cuarenta ladrones─. El fervor de los 60 impuso la proletarización (al menos aparente) de la clase política, que hizo del caqui verde oliva y gris (fuese militar o civil) el uniforme institucional. Su incuestionable honradez y desprendimiento quedaba fuera de dudas: habían aprobado con sobresaliente el detector de burgueses que fue la Sierra Maestra.

Aceptemos también que un jefe de Estado debe recibir, dada la estatura de su posición, una vivienda acorde, escolta, coches y toda la parafernalia; como en menor escala, los más altos (pero no tan altos) cargos. Hasta ahí, normal. Pero ya desde 1959, los cuarteles se convirtieron en escuelas, y muchas viviendas abandonadas por los burgueses (con todo su contenido), en viviendas de los más listos guerrilleros, y los coches y algunos yates, etc., etc. (para que esto no parezca un inventario). Ramiro Valdés llegó a decir que quienes se habían jugado lo más excepcional, la vida, por la Patria, tenían derecho a una retribución excepcional. Hay que decir, para ser justos, que Ramiro ha sido siempre consecuente con sus ideas. De modo que la Patria pagó sin rechistar ese derecho de pernada. No en balde el Che, tan temprano como en 1964, y precisamente en una reunión del Ministerio del Interior, lanzó aquello de que «contrarrevolucionario es aquel señor que valiéndose de sus cargos…», que debió ruborizar a todos los presentes.

Pero aún cuando aceptáramos aquello como botín de guerra, pasó el tiempo y pasó que la pobreza se institucionalizó, la libreta se eternizó, la miseria digna se convirtió en el modus vivendi nacional, y fue defendida con fervor, como paradigma de igualdad. Así y todo, el funcionariado no estaba dispuesto a aceptar grandes responsabilidades con un salario que sólo superaba al de un médico en un 10-20%, de modo que mientras defendía el racionamiento, creó un intrincado sistema para violar el racionamiento: tiendas «especiales», viajes de servicio con dietas serviciales, distribución discrecional de viviendas y autos, más la sustracción pura de medios destinados a sus empresas y ministerios. Llegó un momento que se instituyó como parámetro económico el «faltante», cuyos parámetros «normales» oscilaban entre 10-15%. Quien robara dentro de lo «aceptable» no era sancionado. Quien no tuviera «faltante» era destacado en la prensa como un ejemplo, una rara avis digna de ingresar al Zoológico Nacional. Así, los casos más sonados de corruptos caídos han coincidido sospechosamente con personajes políticamente inconvenientes. Desde los 60 hasta Luis Orlando Domínguez o Aldana, por no llenar demasiados folios. O el ajuste global de cuentas de las Fuerzas Armadas al Ministerio del Interior tras el Caso Ochoa. Pero lo más curioso es que sólo se descubra al corrupto en ese instante y no mientras traficaba cocaína, regalaba decenas de casas y coches, abría cuentas en Panamá, embutía fajos de dólares en su caja fuerte, o disfrazaba de soldados a «niñas» que volvían de las fiestas porno en Luanda incluso condecoradas. Y eso en un país donde «siempre hay un ojo que te ve», un ojo del poder que, al parecer, padece presbicia, porque divisa la corrupción en Miami, pero no en el ministerio de los bajos. Y sólo ahora (ingenuo de mí) me pregunto ¿a quién beneficia esa presbicia? Por supuesto que, en primera instancia, al corrupto. Pero, a su vez, el corrupto sabe que El Poder (sólo hay un Poder con mayúscula) lo sabe y, por tanto, paga el precio de su libertad condicional, que puede ser derogada al menor asomo de incontinencia política. Sabe que no se le exige probidad (aunque los haya), ni siquiera eficacia en el ejercicio de su cargo (aunque también los haya), sino (y sobre todo), incondicionalidad. Y mientras más ineficaz y torpe sea el «cuadro político» (nunca mejor dicho), más incondicional deberá ser para garantizar la pensión vitalicia de que disfruta y que en ningún sitio de la galaxia le otorgarán por sus servicios. Pero nada de esto ocurre «in vitro». Hay 22 millones de ojos que lo ven. Y aprenden cada día del ejemplo, que es el mejor sistema pedagógico. Pero eso es otro costal de harina, que rebasaría las dos cuartillas.

Un proceso que se ha intensificado y ha buscado nuevas rutas en la Era del Dólar, arrimándose al amparo de las empresas mixtas y el turismo. Un regreso al verde que sólo muy lejanamente recuerda el verde olivo de los 60, cuando un ministro que se preciara debía embarrarse un poco el caqui del uniforme antes de entrar a la Junta de Administración, para resultar así más proletario.

“Fidelidad a plazo fijo”; en: Prensa del Caribe. Año 1, n.º 3, Madrid, septiembre, 1997, p. 15.





Cuba para neófitos

1 06 1997

Los juicios sobre Cuba cumplen con asiduidad el axioma de que “no llegan, o se pasan”. Si una izquierda nostálgica persiste en culpar exclusivamente al embargo norteamericano de que la Ínsula no sea una sucursal del paraíso, la derecha más tuerta incurre en la intrínseca maldad de Fidel Castro. Una de las virtudes de este libro, Cuba, la hora de la verdad, del ecuatoriano Eduardo Durán-Cousin, es eludir ambos extremos.

No podría decirse que aporte algo a la ya vasta bibliografía de tema cubano. Pero el prólogo de Simón Espinosa bien podría iluminar con más eficacia un par de ideas sobre las que pivotea el texto, si no ocupara tanto espacio en comparar las realidades cubana y ecuatoriana con más persistencia que suerte.

“La dictadura del carisma”, título de la primera parte, constituye la médula del libro. En ella se repasa de modo ágil la historia de la revolución cubana, enfatizando los aspectos económicos que, como de costumbre, condicionan los otros. Uno de los elementos que puntualiza Durán-Cousin es la diferencia entre el castrismoy la profunda reformulación del marxismo original que se puso en práctica en la Europa Oriental bajo la etiqueta de marxismo-leninismo. De ello extrae una conclusión que merece la pena citar: “el castrismo se estructuró en torno a una personalidad dominante cuya autoridad se deriva de un acto de rebeldía y cuyo poder se ha mantenido por la permanente movilización de la población en torno a sus ideas (…) el elemento fundamental del castrismo es Castro mismo”. Con lo que diferencia la autocracia cubana de la inmensa mayoría de las dictaduras al uso padecidas por Latinoamérica; y obliga al lector a un análisis particular y no genérico. Subraya una realidad ya sancionada por los más perspicaces observadores —ningún descubrimiento sorprende en este libro a los conocedores de la realidad cubana—, pero que con frecuencia se soslaya, bien sea por puro maniqueísmo o por la beligerancia explícita de los autores.

No obstante sus aciertos en la clara exposición del tema, cierto afán pedagógico, o las limitaciones de un material de campo recogido en sólo dos visitas a la Isla, le conducen a simplificaciones rayanas en el error —a veces recuerda aquella Cuba para principiantes, de Rius, pero sin su sentido del humor—, amén de errores en la apreciación de las funciones de los CDR, o en la relación entre Proceso de Rectificación y Perestroika, cuyo andamiaje de vasos comunicantes es mucho más sutil y complejo. No obstante, expone de una manera coherente el verdadero peso del embargo norteamericano en la crisis cubana y, por otro lado, el desastroso resultado de la nueva era de voluntarismo económico que se inicia a mediados de los 80; sin valorar, en cambio, el nivel de ineficiencia que se produjo durante la “era dorada”, entre el 75 y el 85, quizás porque el manto de subvenciones y ayudas, así como el secretismo de las informaciones oficiales, permitieron enmascarar la realidad, esta vez con una notable eficiencia.

En la segunda parte, “Y llegó la hora de la verdad…”, Durán-Cousin intenta una visión de la circunstancia actual, empezando por una correcta valoración del carácter de la ayuda prestada durante 30 años por la URSS, que unos llaman subvención y otros “modelo de relación comercial entre países desarrollados (?) y subdesarrollados”. Pero al explicar el desplome del nivel y las expectativas de vida de los cubanos con el advenimiento del Período Especial, en comparación con los 80, llega a exageraciones inadmisibles: “sus 11 millones de habitantes, acostumbrados a un standard de vidaenvidiable en el mundo entero..”. Refiriéndose a índices alimentarios y de consumo más aparentes que reales. Si la realidad se hubiera comportado como afirma Durán-Cousin, las visitas familiares desde Estados Unidos, que se produjeron a fines de los 70, no habrían reportado un devastador efecto ideológico sobre la doctrina oficial, que estalló al abrirse en Mariel la válvula de escape en 1980. Por el contrario, se hablaría hoy de los cayohuesitos, que huyeron en masa de Estados Unidos hacia la Isla, paraíso de la abundancia.

La valoración de la crisis actual es una zona del texto que el lector deberá leer con atención si desea adquirir aunque sea una noción aproximada de su magnitud. La descripción de lo cotidiano es pálida, aunque podría decirse (en descargo del autor) que para transmitir una imagen verídica de su dramatismo, necesitaría algo más que dos visitas a Cuba y mucho más espacio que las 63 páginas de este libro. No obstante, las cifras son suficientemente explícitas como para que el lector atento supla lo anterior: el desplome de las calorías percápita a niveles de desnutrición, la reducción del producto social global en un 65% entre 1989 y 1993, la escasa rentabilidad efectiva del turismo, o los 50 años de crecimiento continuo a un 6% que serían necesarios para que la economía regresara a 1989 (ni H. G. Wells habría imaginado una máquina del tiempo semejante).

A pesar de la adecuada valoración que hace el autor del derribo de las avionetas y su corolario, la aprobación de la Ley Helms- Burton, como reafirmación de ambas “líneas duras”, en Miami y La Habana, y contra los intereses de supervivencia del pueblo cubano; aún cree posible que:

“… en una apertura pronta —y quizás todavía no resulte demasiado tarde— la sociedad cubana podría elevarse rápidamente a una vigorosa posición de desarrollo, la que si se conservan algunos rasgos del colectivismo del régimen, como el sentido de solidaridad social de la población y se transforma la propiedad estatal en cooperativa, bien podría aportar un nuevo modelo de organización social para los países de América Latina.

“… una democracia socialista, que conjugue en Cuba el régimen de libertades de las sociedades de occidente con una economía cooperativa”.

Envidio su optimismo y quisiera compartirlo. Lamentablemente, el propio Fidel Castro, citado en el libro, se encarga de contradecirlo:

“¿Cuándo llegará el día en que desaparecerá el racionamiento? A mí me parece que ese día está tan lejano, que quizás sólo los nietos o bisnietos de algunos de ustedes lo verán”.

Consecuencia evidente de su noción de inmovilidad en las reglas del juego. Pero nietos y bisnietos no deben aterrarse desde ahora en sus espermatozoides y óvulos por venir. La política es el arte de lo inmediato y los decretos se firman en los palacios presidenciales, no en los mausoleos.

 

Cuba para neófitos, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena Letra. n.º 4/5, primavera/verano, 1997, pp. 247-249. (Eduardo Durán-Cousin; Cuba, la hora de la verdad; Ecuador, 1996, 64 pp.)





De cómo el lobo feroz se hizo cómplice de la Caperucita Roja

1 01 1997

La misteriosa explosión del acorazado Maine con 276 tripulantes a bordo fue el motivo necesario para que Estados Unidos entrara en la guerra anticolonial cubana, justo cuando España sólo dominaba las ciudades importantes. La teoría de la fruta madura, la Doctrina Monroe refrendada por la U.S Navy, fue la causa. A mediados del XIX, la metrópoli económica de Cuba era ya el vecino del Norte, que acaparaba casi el 60% de su comercio; no España.

Ahora, la ley Helms-Burton dispara sus andanadas económicas contra la Isla. Si entonces Estados Unidos se enfrentó a un Imperio venido a menos que intentó en vano una coalición europea en su ayuda, y al final se resignó a capitular ante la potencia emergente, nunca ante los mambises, verdaderos artífices de la independencia, esta vez se enfrenta a intereses económicos de sus aliados.

En 1898, Estados Unidos acudió a salvar a la colonia martirizada, aunque para ello algunos propusieran un método sui géneris, como se desprende del memorándum de J. G. Breckenridge, Secretario de Guerra norteamericano:

[la población cubana] “consiste de blancos, negros y asiáticos y sus mezclas. Los habitantes son generalmente indolentes y apáticos. Es evidente que la inmediata anexión de estos elementos a nuestra propia Federación sería una locura y, antes de hacerlo, debemos limpiar el país (…) destruir todo lo que esté dentro del radio de acción de nuestros cañones (…) concentrar el bloqueo, de modo que el hambre y su eterna compañera, la peste, minen a la población civil y diezmen al ejército cubano. Este ejército debe ser empleado constantemente en reconocimientos y acciones de vanguardia, de modo que sufra entre dos fuegos, y sobre él recaerán las empresas peligrosas y desesperadas”.

Un siglo después, los cañones modelo Helms-Burton intentan salvar a los nativos de la dictadura castrista y forzar un tránsito a la democracia… de los que sobrevivan a su aplicación. El restablecimiento de los derechos humanos merece cualquier sacrificio, incluso el de la vida… de los cubanos.

La Helms-Burton, o Ley para la libertad y la solidaridad democrática cubanas, de 1996, “procura sanciones internacionales contra el Gobierno de Castro en Cuba, planificar el apoyo a un gobierno de transición que conduzca a un gobierno electo democráticamente en la Isla y otros fines”. Su presupuesto básico es sancionar y reparar “el robo por ese Gobierno [el de Castro] de propiedades de nacionales de los Estados Unidos”, haciendo de ello un instrumento para la democratización de Cuba. He leído varios artículos que invocan el carácter justiciero de la Ley, que salvaguarda el sagrado derecho a la propiedad. Ninguno ejemplifica con el terrateniente expropiado o la United Fruit Company. Suenan demasiado a monopolio, expoliación, riqueza desmedida flotando en un océano de miseria. Se invoca al pobre galleguito que sufragó su bodega con años de sudor y malcomer, para que Fidel se la quitara. Yo recordé al chino de Genios e Industria que vino huyendo de Mao, montó su almacén, apareció Fidel y terminó de asalariado en Miami. Pero el chino y el gallego, así sean ciudadanos norteamericanos, sólo podrán recuperar su bodega “si el monto de la reclamación supera la suma o el valor de 50.000 dólares sin considerarse los intereses, gastos y honorarios de abogados” (sic.). De modo que ya sabemos quiénes serán los presuntos beneficiarios.

Y será el presidente de Estados Unidos quien determine cuándo existe un gobierno de transición[1]. Dimanar de elecciones libres e imparciales y una clara orientación hacia el mercado, sobre la base del derecho a poseer y disfrutar propiedades, son las condiciones adicionales para que el mismo presidente concluya que se trata de un gobierno elegido democráticamente, momento en que la felicidad reinará en la Isla, ya que el bienestar del pueblo cubano se ha afectado, según la ley, por el deterioro económico y por “la renuencia del régimen a permitir la celebración de elecciones democráticas”. La primera razón es obviamente correcta. La segunda, indemostrable. Taiwán, Corea y Chile, por un lado; Haití, Nicaragua y Rusia, por el otro, demuestran que la democracia de las urnas y la democracia del pan no forman un matrimonio indisoluble. Pero, ¿es verdaderamente democracia y derechos humanos lo que se reclama para Cuba? Si nos atenemos a la historia de nuestro continente, un pliego de demandas como éste habría hecho inadmisibles a Somoza, Pinochet, Duvalier, Batista, Trujillo, etc., etc., dictaduras apoyadas y, con frecuencia, instauradas por Washington. Y habría garantizado la existencia de Allende, Jacobo Arbenz, Joao Goulart. Pero aceptemos que la política norteamericana ha cambiado. ¿Acaso el petróleo concede un tinte democrático a las feroces dictaduras árabes? ¿Por qué los chinos mantienen el status de nación más favorecida? Cedo la palabra al destacado periodista norteamericano Robert Novak:

“¿No será que estoy inclinando la cabeza ante el poderío chino y ensañándome con la débil Cuba? Confieso que así es. (…) Mantener buenas relaciones con el creciente gigante de Asia es un interés nacional indiscutible”.

No coments.

Sólo me queda claro un derecho que Occidente defiende sin reticencia: “la garantía del derecho a la propiedad privada”, como reza la ley.

¿Cómo restablecer en Cuba ese derecho?, es una pregunta que intenta responder el tándem Helms-Burton: En teoría, logrando, mediante medidas de presión, el desmoronamiento del gobierno cubano. En la práctica, estrangulando al pueblo cubano por cualquier medio, incluso “un embargo internacional obligatorio” de la ONU, hasta que la subversión brutal a cualquier costo sea el único y estrecho pasadizo hacia la supervivencia probable.

Claro que aun las más drásticas medidas (no importa sobre quién recaigan) están justificadas, dado que “el Gobierno de Cuba ha planteado y continúa planteando una amenaza a la seguridad nacional de los Estados Unidos”. Y reitera en varios párrafos “las amenazas de terrorismo constantes del Gobierno de Castro”, e incluso advierte que “la terminación y explotación de cualquier instalación nuclear” y “cualquier nueva manipulación política del deseo de los cubanos de escapar que provoque una emigración en masa hacia los Estados Unidos, se considerará un acto de agresión que recibirá la respuesta adecuada…”. De esto, cualquier lector ingenuo derivaría que el monstruoso embargo y las continuas amenazas que la potencia castrista impone a los pobrecitos Estados Unidos justifican cualquier medida defensiva, y que, según el derecho de reciprocidad, el gobierno cubano puede decidir qué instalaciones nucleares norteamericanas son admisibles.

Y un lector no tan ingenuo detectaría que la ley padece cierta amnesia, resultado quizás del “Síndrome Mariel”: la emigración cubana pos revolucionaria, que muy en sus inicios pudo ser política ─Estados Unidos acogió incluso a criminales de guerra buscados por la justicia cubana, con lo que sentó un pésimo precedente que Castro ha retomado─, se convirtió muy pronto en mayoritariamente económica; con la diferencia (respecto a los mexicanos, por ejemplo, que sí emigran masivamente) de que siempre fue objeto de manipulación política por ambos bandos: Estados Unidos obstaculiza la emigración legal y alienta la ilegal. Cuba abre y cierra a conveniencia la válvula de escape. Unas dantescas elecciones donde los cubanos sólo han votado con sus cadáveres, arrastrados por la Corriente del Golfo a algún cementerio secreto del Atlántico Norte.

La “amenaza castrista” permite a la ley incluso apelar a la extraterritorialidad y sancionar a terceros países, dado que “El derecho internacional reconoce que una nación puede establecer normas de derecho respecto de toda conducta ocurrida fuera de su territorio que surta o está destinada a surtir un efecto sustancial dentro de su territorio” (sic). No sólo a entidades y personas que “trafiquen con propiedades confiscadas reclamadas por nacionales de los Estados Unidos”, sino a quienes aporten personal técnico, asesor o colaboren de algún modo con la central nuclear de Juraguá, obra del actual gobierno cubano en colaboración con la Unión Soviética (EPD); a quienes establezcan con Cuba cualquier comercio en condiciones más favorables que las del mercado; donen, concedan derechos arancelarios preferenciales, condiciones favorables de pago, préstamos, condonación de deudas, etc., etc. Es decir, todo lo que proporcione al Gobierno Cubano “beneficios financieros que mucho necesita (…) por lo cual atenta contra la política exterior que aplican los Estados Unidos”. De modo que el planeta Tierra y sus alrededores quedan advertidos: Cualquier acción que contradiga la política exterior norteamericana hacia Cuba queda terminantemente prohibida. El resultado, hasta ahora, es que sólo dieciséis empresas han suspendido sus negocios con Cuba. ¿Razones? Helms y Burton no tomaron en cuenta que esas actividades económicas son también beneficiosas para los inversionistas. Como la primera ley del capital es la ganancia, la primera libertad democrática es la libertad de empresa, y el primer deber de un gobierno es defender a sus ciudadanos, y si son empresarios, más aún, la protesta ha sido unánime: la Unión Europea está dispuesta a dar batalla y prepara sanciones si al fin Clinton decide aplicar la ley tal cual; México y Canadá han elevado protestas formales; incluso la hasta ayer dócil OEA ha repudiado la ley, consiguiendo de rebote la solidaridad hacia el pueblo cubano (que, de un modo u otro, se convierte en apoyo al gobierno de Fidel Castro). En lugar de quedar “aislado el régimen cubano”, la ley ha conseguido aislar a Estados Unidos.

Está claro que Fidel Castro jamás aceptará las decisiones de una corte norteamericana, de modo que no será él quien pague las propiedades que expropió. ¿Quién las pagará entonces? Aunque la Ley Helms-Burton estipula que el presidente de Estados Unidos podrá derogarla una vez se democratice la Isla, las reclamaciones anteriores a esa fecha tendrán que ser satisfechas (incluso la voluntad de satisfacerlas es condición para que el nuevo gobierno sea aceptable); de modo que se da el contrasentido de que una ley dirigida contra Castro sólo afectará al gobierno de transición o al “democráticamente electo” que lo suceda ─justo el gobierno que, al menos teóricamente, propugna la ley─. Gobierno que no sólo heredará un país arruinado por el desbarajuste económico, sino también una deuda que no contrajo. A lo que se sumará la mediatización impuesta por las preferencias de Estados Unidos sobre el futuro político de Cuba. Aunque la ley Helms-Burton afirma “No dispensar ningún tratamiento de preferencia a persona o entidad alguna ni influir a su favor en la selección que haga el pueblo cubano de su futuro gobierno”, veta, de entrada, a los Castro, y, de salida, exige el levantamiento de interferencias a Tele y Radio Martí (lo lógico sería su desmantelamiento una vez concluida la beligerancia), que se convertirían en medios de propaganda electoral no sujetos a la equitativa distribución de espacios entre formaciones políticas que la propia ley exige a las futuras autoridades cubanas. Como si no bastara la diferencia “de león a mono amarrao” entre cualquier formación política que recién aparezca en la Isla y la solvencia de las formaciones políticas del exilio, en especial las que constituyen fuertes lobbies de presión en Washington. Si el propósito es fomentar el nacimiento de una democracia precaria, está muy bien pensado.

Al parecer, el famoso pragmatismo norteamericano falla cuando se trata de lidiar con Fidel Castro, superviviente del embargo y del desastre económico, del rechazo internacional, el descontento y el éxodo, incluso de la caída de la URSS. Lección clara: la ley del garrote sólo consigue incrementar el repudio mundial hacia una política incompatible con el derecho internacional (e ineficaz, de contra), y aunque el embargo (que la ley pretende recrudecer) haga más difícil la vida del cubano de a pie, su efecto político es contradictorio: en 37 años, cada presión no ha hecho sino consolidar al pueblo alrededor del líder y frente al enemigo externo. “Ahí viene el lobo”, grita la Caperucita Roja. Y el lobo viene, como si se hubieran puesto de acuerdo para comerse a la abuelita que hace la cola para el pan en La Habana Vieja. De modo que el embargo carga las culpas que le corresponden y todas las demás, de contrabando. Si alguna vez Estados Unidos comprendiera esto y levantara el embargo, la ineficaz burocracia cubana desfilaría en manifestación denunciando “esa nueva maniobra del Imperialismo”.

Pero me asombra más, incluso me aterroriza, que la comunidad cubana de Miami se decante abrumadoramente por la solución Helms-Burton; sabiendo ─no hay que ser muy perspicaz─ que con ley o sin ella, si a alguien faltará lo elemental no será a Fidel Castro, sino a mi hermana y a tus primos, cuyo único derecho es el de soportar el peso de la pirámide, para que ahora se le sienten encima Helms, Burton y un millón de exiliados. No importa cuántos mueran por falta de un medicamento o de una intervención quirúrgica (que en el último año se han reducido casi a la mitad). Es el castigo por haberse quedado en Cuba. El gobierno norteamericano, que —a mediano y largo plazo, obviemos ese cíclico interés cuatrienal por el exilio cubano— responde a sus intereses, puede pasar por alto esta pequeña circunstancia. Los cubanos, no. Si lo que se pretende es una Cuba mejor, libre y democrática (ningún político reconocerá lo contrario), deberán tener en cuenta algo que Tucídides ya sabía hace dos milenios: que la ciudad no son sus murallas sino sus gentes. Y los habitantes de la Isla serán los primeros en sospechar de quienes pretenden inmolarlos “por su bien”. Alguno ha afirmado que se trata de “alentar” a los cubanos a “derrocar la dictadura”. Una especie de “Sublevación o Muerte”. Solo que quienes instan al martirologio ya votaron con los pies y sólo lo verán por televisión.

“Duro oficio el exilio”, dijo Nazim Hikmet. Duro oficio el insilio, añadiría yo, pensando en los que permanecen en la Isla. Lo cierto es que para ninguna orilla de la cubanía han sido un lecho de rosas estos 37 años. Va siendo hora de que la política sea un acto de servicio; que el odio, la desconfianza y la revancha no sean el pavimento de nuestro destino. Que los nostálgicos se acostumbren a que la Cuba de 1958 y la de 1984, esas no volverán, como bien dijo Bécquer. Hora de preguntarnos con realismo: ¿Cuál sería el camino menos doloroso de Cuba hacia el futuro? Pero antes: ¿de qué futuro hablamos?

Obviamente, la ultracentralizada economía socialista, tal como se ha puesto en práctica, sólo genera ineficiencia. Y la distribución equitativa de la miseria ha resultado al cabo, más injusta. El teorema de una clase gubernamental que encarne y ejerza, sin control democrático, la voluntad popular, sólo ha servido de coartada ideológica a la autocracia. En cambio, la voluntad socializadora ha permitido índices educacionales y sanitarios propios del desarrollo.

La pregunta se completa: ¿Cuál sería el camino menos doloroso de Cuba hacia una sociedad democrática y una economía de mercado, atemperada por una política social que reduzca la distancia entre los más y los menos favorecidos? Respondamos por exclusión:

Aplicar a rajatabla las fórmulas neoliberales, aún cuando se implante por decreto una democracia representativa de corte occidental, no haría sino incurrir en la fórmula rusa: Hambre con democracia. Fórmula que en buena parte del Tercer Mundo ha demostrado su ineficacia, porque la primera democracia es la del pan.

Mantener el statu quo sería peor: Desde el desplome económico, que colocó al gobierno cubano entre la espada y la pared, es decir, entre el embargo y su propia ineficiencia, más que gobernar, han ejercido el equilibrismo sobre la cuerda floja del descalabro. Evitando introducir profundas transformaciones económicas (que pondrían en peligro el monopolio del poder político), han optado por vender en porciones la Isla (capitalismo para extranjeros que subvencione el socialismo para cubanos) y paliar la miseria mediante tímidas aperturas. Pero sin un plan coherente y a largo plazo. ¿Pruebas? En apenas cinco años, el gobierno ha contradicho reiteradamente su propio discurso: Desde la negativa rotunda al Mercado Libre Campesino, hasta su reapertura; desde “el capital extranjero sólo operará mediante empresas mixtas en cooperación con el Estado”, hasta empresas 100% extranjeras; desde las condenas a prisión por tenencia de dólares hasta su despenalización; desde la caza de jineteras hasta la admisión de que son “las más cultas del mundo” (FC, verbigracia); desde la prohibición de la pequeña empresa privada, hasta la proliferación del timbiriche ─aunque acosado hasta la asfixia por restricciones e impuestos; no así el inversionista extranjero, de quien depende que los niveles de miseria no alcancen el punto crítico de la desesperación─. Puras medidas de supervivencia cuya única lógica es la perpetuación del poder. Así se incumpla una verdad universal postulada por José Martí hace cien años: “Gobernar es prever”.

El terror a la aparición de una burguesía nacional, sumado a la acelerada venta del país al capital foráneo, es la mejor combinación para que un día los cubanos heredemos un país que no nos pertenezca. La negativa a cualquier fórmula democrática (por tímida y paulatina que sea), incluso al diálogo con la oposición más amable, sumado a un vago proyecto de sucesión dinástica que ya nadie cree viable, pueden producir, por un error de cálculo o tras la muerte del líder, un vacío de poder en que todo sea posible: desde un neo estalinismo tropical hasta la rebatiña entre facciones, el reparto del pastel en la piñata de la burocracia, la entrega incondicional al mejor postor, o la peor y menos probable: la confrontación civil. De modo que la perpetuación del statu quo resulta óptima para el cumplimiento del axioma: “Después de mi, el caos”. ¿Cuál sería entonces el camino menos doloroso…?

Una transición ordenada y rápida bajo la égida de Fidel Castro es pura ciencia-ficción. Salvo raras excepciones, ninguna autocracia se suicida.

Tampoco hay indicios de que las tímidas reformas transgredan lo indispensable para mantenerlo en el trono “hasta que la muerte nos separe”, y evitar otro agosto del 94, más peligroso mientras menos posibilidades tenga de abrir la balsa, perdón, la válvula de escape.

¿Queda alguna opción? Quizás. Aunque el riesgo de desnacionalizar la Isla deje de ser mera hipótesis; no quedaría otro camino que la inversión masiva de capital, precisamente lo que la nueva ley pretende evitar. La solución Breckenridge-Helms-Burton o la pasiva espera a una transición dictada por la necrología son soluciones infinitamente más penosas. ¿Y esas inversiones no apuntalarían al gobierno actual? A corto plazo, sí. Pero también aliviarían la dramática supervivencia de los cubanos que viven en la Isla, cuyo sufrimiento no puede ser la moneda con que se compre una presunta “transición democrática”. Y, a mediano plazo, cada empresa que se deslice a otro tipo de gestión demostrará la ineficacia de la economía estatal ultracentralizada al uso, debilitará los instrumentos de control del individuo por parte del Estado. La descentralización de la economía desverticalizará paulatinamente la sociedad, abrirá nuevos márgenes de libertad y concederá al pueblo cubano una percepción más universal, más abierta, una noción más clara de sus propios derechos, o de su falta de derechos, en contraste con los que se otorgan al extranjero en su propia tierra; desmitificando el camino trazado desde arriba como el único posible. Amén de que la dinámica del capital exigirá nuevos espacios, nuevas aperturas.

Y a esta reflexión no es ajeno el gobierno cubano, de ahí que le infunda más pánico la inversión (descentralizadora) que el embargo (aglutinador) y sólo muy cautelosamente la vaya permitiendo. Aunque más teme toda iniciativa privada de los cubanos, porque el dueño de una paladar contrae, con su independencia económica, el germen de su independencia política.

A fines de los 70, cuando los cubanos de Miami recién llegados a La Habana abrieron sus maletas, demolieron veinte años de propaganda. Hoy, los turistas y los empresarios extranjeros corroen más que cualquier embargo las doctrinarias exhortaciones al sacrificio. Muchos empiezan a sospechar que el porvenir no queda hacia delante, por la línea trazada que se pierde más allá del horizonte y cuyo destino es por tanto invisible, sino hacia el lado. Más al alcance de la mano.

En La Habana, ciudad que por falta de mantenimiento constructivo e inversión inmobiliaria puede ser declarada inhabitable en un 50% a fin de siglo, se invierte el cemento en una red de refugios antiaéreos (“Ahí viene el lobo”, de nuevo). Pero el gobierno sabe que no hay refugio posible si el bombardeo es con dólares. Helms y Burton todavía no se han enterado.

 

“De cómo el lobo feroz se hizo cómplice de la Caperucita Roja”; en: Encuentro de la Cultura Cubana, n.º 3, invierno, 1996-1997, pp. 31-37.

 


 [1]Es condición necesaria que ese gobierno de transición haya legalizado todas las actividades políticas, dado la libertad a los presos políticos, disuelto la Seguridad del Estado, los Comités de Defensa y las Brigadas de Acción Rápida; se haya comprometido a realizar elecciones libres a más tardar en 18 meses bajo supervisión internacional, dando espacios equitativos de difusión a las diferentes formaciones, haya levantado las interferencia a Radio y TeleMartí, respete los derechos humanos, establezca un poder judicial independiente y permita la libertad sindical, de expresión y de prensa, garantice la distribución de la asistencia al pueblo cubano, demuestre su voluntad de tránsito de la «dictadura comunista» a la «democracia representativa», permita el establecimiento de observadores internacionales, extradite a delincuentes buscados en Estados Unidos, reponga la nacionalidad cubana a los exiliados y devuelva o indemnice a los estadounidenses expropiados desde 1959. Y sobre todo, ese gobierno tendría que excluir expresamente a Fidel y Raúl Castro.





Crónica de la inocencia perdida (La cuentística cubana contemporánea)

30 10 1996

 

“Es difícil vivir sobre los puentes

Atrás quedó la negra boca el odio

y no aparece el esplendor

esto es también el esplendor

pero tampoco”

Ramón Fernández Larrea: “Poema transitorio”[1]

 

Si una muchacha de 15 años, cuyos padres militan en el Partido Comunista, se enamora de un joven que está a punto de partir hacia el exilio de Miami, nuevos Montescos y Capuletos aparecen, demostrando que del amor a la muerte, de la política al dinero, los temas siguen siendo eternos. Incluso en Cuba, de cuyos autores siempre se espera una escritura política, una tesis política, hasta una sintaxis quizás y una gramática políticas.

Por suerte, ya en 1976 un precursor de la narrativa de los 80, Rafael Soler, en un cuento de su libro “Noche de fósforos”, donde un joven le escribe a su madre:

“Comprendió que no podría volver a escribir como antes. Y tampoco le salía nada en otro tono. Como ni siquiera sabía en qué tono iba a escribir, decidió escribir sin ninguno, sino simplemente, como si le contara a la madre lo que quería contarle, con las palabras que le salieran. Sólo así pudo escribir. Al terminar, se sentía como si de verdad hubiera hablado con ella. De cómo había escrito no podía opinar”.[2]

Desde que Rafael Soler “Comprendió que no podía volver a escribir como antes”, la narrativa cubana, sumida en la primera mitad de los 70 en lo que Ambrosio Fornet llamó acertadamente “el quinquenio gris”, empezó a ser otra.

Y hasta me atrevería a afirmar que la cuentística cubana de los últimos quince años es la historia de la pérdida de la inocencia. Para comprenderlo, valdría la pena recordar lo ocurrido hasta entonces.

Durante lo que he llamado el Primer Período Didáctico de la cuentística revolucionaria (1959‑1966), ocurrió el proceso de consolidación revolucionaria. El acto de vivir se convierte en algo tan impostergable, que el hecho literario queda relegado por la realidad a muy segundo plano. Tienen lugar los sucesos que alimentarán en gran medida la Narrativa de la Violencia que se producirá en el período posterior: desde el enfrentamiento armado a la contrarrevolución, que se prolongó casi un decenio, con su elevado costo en vidas y recursos, Playa Girón, la actividad terrorista de la CIA y los grupos más agresivos del exilio.

Ángel Rama, analizando el devenir literario de las revoluciones rusa, mexicana y en cierta medida, la cubana, señala que en los albores de la revolución se produce poca literatura y quienes están en mejores condiciones para hacerla son, precisamente, los derrotados. Aunque esto no se cumpla estrictamente en nuestro caso, sí tiene lugar el proceso de creación en dos vertientes opuestas: una literatura sin asidero en la circunstancia inmediata, por un lado, y una literatura circunstancial por el otro. Esta última, comprometida, deslumbrada por la Revolución, trata de explicarla desde la perspectiva poco fiable que concede el asombro, haciendo uso de un didactismo a veces ingenuo y excesivamente explícito. A ella me refiero al nombrar la etapa.

Al tiempo que se radicalizaba la Revolución y tenía lugar el auge de los movimientos guerrilleros en América Latina, ocurre el paso de la lucha contra bandidos, episodio central del período anterior, a la lucha ideológica, cuyo suceso fundamental fue el combate contra la microfacción; a la lucha económica que culmina, en 1970, con la zafra, un decenio permeado de voluntarismo.

Entre 1966 y 1970 se produce la mejor cuentística de la Revolución, cuya calidad sólo recientemente ha sido igualada y en parte superada. La narrativa de la violencia tiene como tema central la guerra, desde el período insurreccional hasta la lucha contra bandidos recién concluida. Caracterizada por conflictos de alto dramatismo, evade la mitificación de la guerra mediante una disección participante y crítica a la vez de la realidad narrada. Esto escandaliza la concepción maniquea al uso de la guerra como choque entre malos malos y buenos buenos, lo que desata la inquisición ideológica contra los principales autores, la censura de los mejores libros, que no serían reeditados sino 20 años después; quedando sobreentendida a partir de entonces la incuestionabilidad del modelo paradigmático, caldo de cultivo donde florecerá la Narrativa del Cambio (1970‑1978) ó Segundo Período Didáctico.

El inicio de los 70 propició una literatura didacticoide que se siente obligada a explicitar sus posiciones ideológicas ─recordar la carta de Engels a Nina Kautsky─, medicina preventiva para evitar la combustión de barbas que ya habían ardido en el capítulo anterior. Al negar la creación artística como patrimonio de «cenáculos» o «individuos aislados», es decir, artistas ni juntos ni solitarios, y contraponer a esto las masas como genio creador, se cayó en la simplificación de negar el papel del individuo en la creación artística. A esto se unió una feroz precaución contra la «cultura capitalista» ─por lo cual se entendía generalmente la facturada en países capitalistas─. Se generó un autobloqueo cultural del que aún estamos emergiendo.

En este contexto se produce una narrativa anémica, que tiene como tema fundamental y perspectiva el hombre viejo en un mundo nuevo; excluyendo en general los conflictos que tensarían las fuerzas de la sociedad hacia su ulterior evolución. Pulularon personajes tan asépticos, con una ideología tan bien planchada, que sólo les faltaba para alcanzar la perfección que los lectores se los creyeran.

Ya desde los 70 se entronizaron en el país desviaciones y males que no serían “descubiertos” hasta mediados de los 80. Y es en este contexto que se produce la Narrativa de la Adolescencia (1978‑1988) que tiene su precursor en Rafael Soler.

Una nueva promoción de narradores se abre paso con libros que tienen, como común denominador, el estar escritos desde el punto de vista del niño‑joven‑adolescente, es decir, desde la perspectiva del asombro y del descubrimiento. Visión que coincide con la de los propios narradores.

Una literatura de la cotidianía, juzgada a través  de una óptica nueva. Una literatura del descubrimiento, donde lo ético y lo moral condicionan una visión más abierta, menos maniquea y que elude la politización explícita; más humanista, capaz de juzgar fenómenos como el exilio o la intolerancia sin apoyarse en slogans. Un ejemplo temprano es la antología Hacer el amor, preparada por Alex Fleites en 1986.

Literatura rica en matices, diversa, que aún enfocada esencialmente hacia lo cotidiano, puede moverse con comodidad en disímiles universos espacio‑temporales, excluye, por lo general, la concisión anecdótica de los narradores de la violencia, dado que aquí la anécdota no es más que una justificación para el planteamiento de acuciosas inquietudes éticas.

Libros como Salir al mundo de Arturo Arango (1982), Los otros héroes, de Carlo Calcines (1983), cuentos de Francisco López Sacha, como Me gusta la fiesta y Examen final. Vivimos en el submarino amarillo y Mañana es fin de curso, de José Ramón Fajardo y Carlo Calcines, entre otros, se suman a la cuentística de Leonardo Padura, Antonio Álvarez Gil, Ricardo Ortega, Alberto Rodríguez Tosca, Roberto Luis Rodríguez, Sergio Cevedo.

De cierto modo, podría llamarse a esta la narrativa de la ética, porque con el decursar del decenio se va acusando el tratamiento cada vez más frecuente e intenso de los conflictos éticos de la sociedad. Si en El niño aquel o Un rey en el jardín, de Senel Paz, el punto de vista es el de un espectador que descubre, ya en El lobo, el bosque y el hombre nuevo, el encuentro entre un joven comunista y un homosexual, da pie a una bellísima historia de la amistad que pivotea alrededor de la intolerancia, sin necesidad de convertirse en un alegato, y que juzga la sociedad desde ese punto de vista no explorado, que es el de los marginados por una moral estereotipada y por momentos capaz de sacrificar el árbol en aras de una supuesta salud del bosque.

Carlos Rafael Rodríguez[3] ha afirmado que el escritor no es «conciencia crítica de la sociedad», sino «testigo de la verdad». Yo creo, en cambio, que la pasividad de ese papel sería incompatible con las nuevas proposiciones de la narrativa cubana, que no intenta ser, sino formar parte de la conciencia crítica, perteneciente  a toda la sociedad, sin distingos ni parcelación del derecho a la crítica en cotos privados de sectores o grupos.

Y un medio frecuente de ejercer esta conciencia crítica es lo satírico, “colecciones en las que el absurdo de la vida cotidiana de personajes a veces inocuos, ofrecen una mirada (…) caricaturesca sobre la realidad capaz de dimensionarla y trascenderla[4]“.

El planteamiento es casi siempre más importante que la anécdota ─por lo que, refiriéndonos a la definición clásica del posmodernismo, podría hablarse de ciertas dosis en toda esta narrativa─, más en autores donde la dinamitación del argumento tiene un peso decisivo.

Una literatura que discurre en el ahora, por momentos el hoy, una literatura urbana, de ambiente básicamente habanero, ciudad donde por nacimiento o adopción reside el grueso de los narradores, y que opera por inferencia, a través de conflictos soterrados bajo la aparente inocuidad de lo cotidiano.

Los personajes crecen al compás de sus autores: Aquel niño de Senel y los de Carlo Calcines, con el tiempo se fueron convirtiendo en adolescentes, para terminar en estudiantes u obreros transidos de rebeldía. Porque la crónica de esta narrativa es la crónica de la pérdida de la inocencia, alcanzando el desacato, el sentido de culpa, la reafirmación.

Pero la perspectiva se desplaza y el punto de vista adultece hasta una gran diversidad, confirmándose que “Una vez institucionalizada la vida social son ya muy diferentes las formas literarias emergentes”.[5]

Entre los narradores de los 80, la disección crítica de la sociedad, tímida en sus inicios, se va acentuando hacia fines del período. Ya no basta contemplar la vida y descubrirla.

Esto se subraya como tendencia a fines de los 80, en una decena de narradores que aún no alcanzan los treinta años o apenas los sobrepasan. De modo que la épica de lo cotidiano deja ver una violencia  implícita, que no excluye (y por el contrario, obliga a) búsquedas en los resortes sicológicos que mueven a los personajes.

Si en El jardín de las flores silvestres, de Miguel Mejides, obra típica de inicios de los 80, el viejo va quedando arrinconado y es finalmente acusado por los adultos, para quienes ya es un estorbo, ya a fines del decenio aparece el parque donde los ancianos de Atilio Caballero cuentean, el parque en vísperas de demolición para construir quién sabe qué. Y los viejos, en un acto de resistencia desesperada de su parque, se niegan a moverse, hasta que hijas, nietas y nueras, los llaman a almorzar y sólo entonces se retiran derrotados, cediendo el espacio a las bulldozers, que no son aquí lo nuevo contra lo viejo, el progreso contra la decadencia; sino una fuerza mecánica y ciega en función de sus propias leyes, apta para demoler una ética, un modo de vida, un sentido de la dignidad.

Pero sobre todo, en Solo de violín y viejo de Ricardo Ortega, el anciano estrafalario y maniático, que toca el violín a un vecindario indiferente cuando no hostil, y convoca la magia frente al niño lisiado y sensible, termina siendo arrojado al asilo por una mass media unida por la aureas mediocritas y un espíritu gregario contra el que se alza el niño, una vez muerto el viejo, para tocarles el violín, que gana entonces una lectura simbólica.

Los ultimísimos, narradores que se dan a conocer en los 90, bucean en una materia narrativa de reciente adquisición: la marginalidad, insinuándose con ellos (aún incipiente) una narrativa escrita desde cierta contracultura emergente. En ellos la drogadicción, la sexualidad como alucinógeno, la inadaptación, el heavy rock y la alienación, conforman una cultura friqui (neo hippies) que va a beber directamente en las fuentes de Henry Miller.

 

Anagnórisis y saturación. Censura y autocensura

Desde la cuentística didáctica de los 60 a la narrativa de la violencia, desde la segunda didáctica del quinquenio gris a la pérdida de la inocencia de los 80 y 90, el espectro de asuntos y enfoques ha discurrido  a través de un corsi e ricorsi, donde anagnórisis y saturación han devenido móviles del ejercicio literario. Una censura extraordinariamente susceptible decretó la anulación de la narrativa de la violencia, condenó Paradiso de Lezama (que sólo se reeditaría un cuarto de siglo más tarde), suprimió de casas editoriales y manuales a cuantos escritores abandonaran el país; de modo que un lector no avisado podría suponer a Guillermo Cabrera Infante, Lino Novas Calvo, Severo Sarduy y Reinaldo Arenas, entre otros, escritores netamente noruegos. Exclusión que empezó a quebrarse (aún tímidamente) a fines de los 80. La falta de papel, ingrediente de la crisis actual, fue la causa o la excusa que sirvieron para detener la publicación de algunos autores del exilio. Aunque en honor a la verdad, el exilio no ha sido menos intolerante con los escritores que permanecen en la Isla. Una censura que  produjo el quinquenio gris y dosis notables de autocensura en los narradores de los 70. La más reciente cuentística emerge a lo largo de esa paulatina apertura que fueron los 80. La perspectiva  infantil y adolescente de sus inicios, no despertó inmediatas suspicacias, y cuando ese punto de vista adulteció, ya eran otros los tiempos, aunque no tanto como quisiéramos. Libros inconvenientes, premiados a inicios de los 90, aún permanecen inéditos. Claro que la escasez de papel bien podría explicarlo. ¿O no? En otros casos, la demora editorial consigue mellar en todo o parte el filo de actualidad de algunos libros. Porque la anagnórisis ha actuado, quiéralo o no, sobre buena parte de la narrativa de los 80. Gracias a las escasas posibilidades de diálogo y a un periodismo edulcorado, donde triunfalismo, maniqueísmo y sinflictivismo (rayanos en el surrealismo) han conseguido una crónica desnutrición informativa de los lectores, conforman un hambre de verse de cuerpo entero en letra impresa, sin subterfugios ni eufemismos. Y por momentos la literatura se ha visto tentada a suplantar el papel que al periodismo correspondía, extraviándose en la crítica de ocasión, que aterroriza a los burócratas y envejece temprano. Para suerte de la literatura, como contrapartida, aparece en los 80 la saturación. Por abuso, el mensaje político que bombardea al cubano medio desde los libros en que aprende a leer a los seis años hasta el periódico, la TV, la radio, las consignas y vallas y hasta los impresos en las camisetas, va perdiendo sentido hasta convertirse en una especie de ruido ambiental. La saturación provoca una despolitización —en el plano de lo evidente— de la narrativa, que va más al fondo, hasta los resortes personales, humanos, profundos, del devenir cotidiano. Una inmersión en lo puntual que con frecuencia permite desentrañar con más acierto los conflictos raigales del hombre sumergido en el hoy y el ahora de la Isla. Pero el cambio de perspectiva  también se explica por la sucesión generacional. Si los autores de los 80, que asistieron a los últimos actos de la época heroica y participaron en la institucionalización del proceso revolucionario, sufren un desgarramiento al verse abocados a una perspectiva crítica de la realidad; en los narradores de los 90 el desasimiento es un proceso natural; su herejía es consustancial, casi diría cromosomática. La inocencia, que en las obras más recientes de los narradores de los 80 ha devenido conciencia crítica, es ya escepticismo en los ultimísimos. Los milicianos enfrentados a vida o muerte con los bandidos en la narrativa de la violencia, se han trocado por antihéroes extraviados en la selva angoleña y en la selva de una guerra donde no saben cómo ni por qué han venido a dar. Los obreros que en los 70 intentaban deshacerse de sus lastres ideológicos para alcanzar la estatura de la sociedad nueva, son los que para sobrevivir hurtan tiempo de la jornada y piezas de repuesto en la fábrica. Los impecables policías de los 70, han devenido enemigos irreconciliables de muchos personajes acuñados por los novísimos. Aquella Vivian desvirgada por Senel Paz en un lóbrego cuartucho lleno de poesía bien pudiera ser la hermana mayor de la Merchy que Raúl Aguiar prostituye mientras se evade hacia las visiones luminosas de su infancia ya ida para eludir el asco.

Si algún silencio persiste, no será culpable la censura. En definitiva, como ocurrió a sus homólogos norteamericanos con el Ulyses de Joyce, el silencio sólo han conseguido prestigiar el Paradiso de Lezama. Una censura omnipresente en los medios masivos de difusión, pero que se atenúa exponencialmente al decrecer el número de ejemplares. Bien sabe que un chiste indeseable frente a cuatro millones de teleespectadores es más peligroso que un poemario. El chiste y la política operan en lo inmediato. La literatura, fondista por definición, trata de asaltar la eternidad. Como resultado, una autocensura que, al menos entre los narradores más jóvenes, es tan rara como un caso de viruelas. Hablamos, por supuesto, de autocensura inducida; excluyéndose la que dimana de las propias convicciones y prejuicios. Mientras, una censura del mercado que desapareció durante tres décadas, asoma ahora la nariz, dada la escasez de papel que ha obligado a los narradores cubanos a buscar editores allende los mares.

Perdidos el asombro y la inocencia, madura la distancia histórica que permite calibrar los cómo y los por qué de su circunstancia histórico‑social, alcanzado un dominio de sus recursos técnicos, plena de diversidad y teniendo a la mano una de las materias primas históricas y socio‑culturales más ricas y contradictorias del planeta, la narrativa cubana contemporánea  constituye hoy, a juicio del crítico y narrador mexicano Hernán Lara Zavala, el corpus más interesante y prometedor de la literatura contemporánea en el continente.

Una narrativa con voz propia, pero sin micrófono. Carente de medios de difusión que sacien  a la impresionante masa de lectores conformada durante tres decenios de alfabetismo, ediciones masivas, instrucción generalizada y libros baratos.  Una narrativa condenada a ediciones minúsculas  o extranjeras y plaquettes sólo aptas para cuentos cortos. Una narrativa que, en su mejor momento, se debate entre proyectarse al exterior o condenarse al manuscrito. Para bien o para mal: la ganancia de un lector universal y la pérdida de su lector más natural y cómplice: el de aquí y ahora.

¿Y desde cuándo se escriben cosas así en Cuba? —preguntó un prestigioso profesor de la Universidad Nacional Autónoma de México luego de una lectura de tres cuentistas cubanos. Aún no tenía noticias del feliz divorcio entre la nueva narrativa y algún que otro paradigma idílico. Ni del compromiso entre cada narrador y su próxima página.

 

Crónica de la inocencia perdida”. “Encuentro sobre el Cuento en la Literatura Cubana”; en: Encuentro de la Cultura Cubana, n.º 1, verano, 1996, pp. 121-127.

 


[1]Fernández Larrea, Ramón: El pasado del cielo. Ed. Unión. La Habana, 1987. p. 81

[2]Soler, Rafael: Noche de fósforos. Ed. Arte y Literatura. La Habana, 1976. pp. 37-39

[3]Ex-Vicepresidente del Consejo de Estado y de Ministros.

[4]Padura, Leonardo: El derecho de nacer, en: La Gaceta de Cuba. La Habana, marzo-abril, 1992. p. 41

[5]Rama, Angel: Diez problemas para el novelista latinoamericano, en: Casa de las Américas. La Habana. p. 41





El premeditado azar de la cuerda

1 10 1996

En la costa norte de Cuba Central hay una región donde cualquier espeleólogo se perdería con gusto para siempre. Miles de cavernas: archipiélago subterráneo que subyace al otro. En aquellos tiempos me interesaban tanto los laberintos de la Tierra como los de la imaginación, y tuve el privilegio de recorrer algunas. Tras la lectura de El azar y la cuerda, cuentos de Atilio Caballero (nacido frente por frente a esas cuevas, en la costa sur de la Isla) una de ellas convoca mi memoria. Discurría, extensa y casi horizontal, a poca profundidad. Dado su tortuoso juego de galerías, la oscuridad era total. Pero de repente podías chocar contra una columna de luz: una claraboya, abierta por un desplome de la bóveda, permitía minúsculos pero frondosos bosquecillos. Los tránsitos entre la intimidad de la sombra y la lujuriosa fronda que poblaba la luz eran tan súbitos (y memorables) como efímeros.

Ya se sabe que de los escritores cubanos, y en especial de los que viven en Cuba, se espera incluso una sintaxis política. Pero quien busque en este libro, escrito y publicado en Cuba, una narrativa al servicio de la circunstancia ─circunstancial, diríamos─, quedará felizmente defraudado. Desde Dark Side of the Moon, declaración de intenciones, arte narrativa que hace las veces de pórtico, Atilio nos advierte que no se trata de describir, testificar o enjuiciar. La subjetiva visión individual, lo exterior trasuntado a través de la agónica experiencia personal, son las materias primas con que intenta construir sus ficciones:

«La percepción se legitima a través de lo particular, porque la realidad exterior nunca es la misma cuando es observada por más de una persona» (p. 8)

De modo que el ejercicio narrativo se convierte en espeleología de la naturaleza humana, búsqueda de los resortes más oscuros e inmanentes, signado a trechos por atisbos de luz, cuando la realidad exterior asoma en las colas que la mujer del amigo exiliado en Rusia no desea hacer (“Un aire que bate”), en el presunto troque de tenedores de plata por quincallería y champú (“Una tranquila sobremesa…”), ininteligible para ajenos, en la kafkiana muerte sin confirmación burocrática (“Los caballos de la noche”) o en el inquietante final de “Manguaré, buena música”, «porque, del otro lado, los policías cruzaron la calle» (p. 40).

Como nos dice Atilio en la página 9, «Observo a mi alrededor y no puedo hacer otra cosa que interpretar».  Pero su ejercicio de interpretación es el equivalente metafórico de comprobar que el siete y medio de su pie encaja perfectamente en la huella fósil de quien huyó corriendo sobre la lava. No se trata de datar la erupción o diseccionar el metabolismo del volcán, sino de convocar la angustia, el miedo, la soledad o la esperanza de salvación.

Tampoco deberá pretender el lector de El azar y la cuerda una dramaturgia al uso, ni el obediente cumplimiento de decálogos u otras preceptivas cuya validez no discuto ─los hombres, niños al fin y al cabo, necesitamos que nos cuenten una historia, masticando pernil de mamut a la orilla de una hoguera o por Internet─, pero que distan de la intención y el cumplido propósito de Atilio: operar con la materia prima en su estado prístino: el juego de espejos entre la vida y la muerte en “Los caballos de la noche”, la evasión salvadora en “Manguaré, buena música”, la amistad y esas trampas que tiende la distancia en Un aire que bate, o la soledad abisal que trasunta “Steinway & Sons”. No se trata de contar una historia, sino de arrancar un fragmento de la realidad (incluyo en este concepto continentes completos de la imaginación) y condensarlo de tal modo que las evidencias salten, como tigres, al cuello de los lectores.

El tratamiento del idioma dista tanto, por su parte, de cierto slang facilongo como del protagonismo barroco (que, en ocasiones, oculta el vacío del qué bajo la cáscara del cómo: puro cobertor de palabras). El idioma es aquí una herramienta, no exenta de dosificadas alegrías y lujos verbales. Aunque no se pretende la implacable precisión de un láser, sino el efecto de círculos concéntricos y espirales que nos van conduciendo de los arrabales al centro, ya que, según Atilio:

«Mallarmé pensaba, con mucha razón, que nombrar un objeto priva al lector del placer de ir descubriéndolo poco a poco, ayudado por la sugerencia de las palabras que no lo nombran”.(p. 12)

Efecto conseguido a pesar de la reincidencia filosofante, raras veces imprescindible y frecuentemente innecesaria. Vicios ensayísticos o alardes bibliográficos, lo cierto es que restan fluidez a los textos, adensan el discurso sin añadir otra cosa que acotaciones al margen, ofensivas para la percepción del lector atento e inteligente. El lector que, precisamente, exige este libro, dada su necesidad de hallar cómplices y no de conquistar mercados.

Al final del libro, tropezamos con “De Rerum Novarum”, cuyo sorprendente arranque nos saca de un discurso cuidadosamente homogéneo para dejarnos caer en los pastizales de la alegoría, pero no es sino el prólogo a “La escalera de Jacob (Coloquio-Pieza Narrativa Dialogada)”, que apela al ejercicio de la parábola sin explicitar moraleja alguna, dejando caer esa inquietante cuerda, como una invitación.

Confirmación de algo que ya Atilio nos anunciaba al inicio:

«Yo perseguía una ilusión, y ahora padezco la inmovilidad del perseguido. No hay testigos, y tengo la impresión de estar tartamudeando la visión del último invitado. Bien visto, nunca los hubo, aunque pienso que de esa forma es mucho mejor: la presencia del otro convierte en espectáculo lo que desde el inicio está concebido como experiencia personal”.(p. 9)

Libro, en suma, que exige con la misma intensidad que entrega, que devela sin revelar, persiste en cierta anfibología conceptual porque, como todo buen texto literario, nos descubre que la ambigüedad es no sólo una materia prima respetable, sino imprescindible. Un libro que no se conforma con la superficie esmeralda del mar lamiendo un arenal vigilado por escuadrones de palmeras (cuando vienes a ver ya estás preso dentro de una postal turística camino a Hamburgo Vía Air Mail); sino que intenta bucear, no sólo porque el mar es su espesor más que su superficie, sino porque a ras de fondo yacen los peces y los corales vivos, no etiqueteados en la vitrina del bazar. Aunque los folkloristas de la literatura puedan argumentar en su defensa que es una temeridad aventurarse a la vecindad de los escualos.

 

El premeditado azar de la cuerda, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena Letra. n.º 2, otoño, 1996, pp.157-158 (Caballero, Atilio: El azar y la cuerda. Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1996. 92 pp.)

 





Olimpiadas, exilios, devociones

7 09 1996

Atlanta’96 quedará en mi memoria no sólo como los juegos de la CNN y la Coca Cola, gigantesco show en que lo más deportivo es el marketing y se nos vuelve historia antigua el deporte como aspiración de una mente sana en un cuerpo sano, para acercarse de modo inquietante al circo romano sin pena de muerte, a las carreras de perros en que lo más importante no son los galgos, entrenados hasta la deformidad, ni la liebre de la fama que va delante, ni siquiera los espectadores, sino las apuestas (monetarias, políticas, televisivas). Desde que resido lejos de Cuba,Atlanta’96 son las primeras olimpiadas a las que asisto, televisor mediante.

Al menos desde 1936, los juegos han servido de feria a nacionalismos e ideologías. Mediante la organización imperial y los récords, Hitler mostró una maqueta de la arquitectura geopolítica que más tarde pondría en ejecución. Durante casi medio siglo Estados Unidos y la Unión Soviética entablaron cada cuatro años guerras en que los saltos y las carreras sustituíana los misiles. Los entrenadores se ocupaban del cuerpo de los atletas. Los comisarios ideológicos convertían un gol o medio segundo en victorias de la Patria y de la Idea. Con su ingreso en el Campo Socialista, Cuba entró en el juego. Se dedicaron ingentes esfuerzos (desproporcionados, dada la riqueza del país que no le permitía una masificación de la práctica deportiva) a prospectar, entrenar y situar en el mercado a deportistas que elevaran en la bolsa olímpica las acciones de la Isla. Preocupado por eso que en Cuba se llamó “campeonismo” en detrimento de la masividad, entrevisté a funcionarios del INDER, Instituto que se dedica al fomento del deporte cubano. Algunos defendieron las élites, artistas del bíceps cuya función era proporcionar espectáculo, emociones y belleza a la abrumadora masa de espectadores. Pero todos admitieron que el propósito del deporte era acentuar la salud y la armonía de todos, a pesar de lo cual el 98% del los trabajadores del INDER se dedicaba a atender al 0,1% de la población: los deportistas de alto rendimiento.

Siempre he sido alérgico a los nacionalismos que pretenden confirmar el yo a costa del no yo.Toda ideología cuyo propósito no sea la felicidad del hombre es inmoral; aunque la historia nos demuestre con pavorosa asiduidad que las ideologías suelen usar al hombre como materia prima.

Eso me permite disfrutar con idéntico placer un salto de Sotomayor, la zancada imponente de Michael Johnson o un gol de Caminero. Por la misma razón, deploro los conteos de medallas que sólo pertenecen a quienes las consiguieron con su sudor, y la euforia de ciertos cronistas deportivos ante la caída de un contrario o la lesión del enemigo que abre al nuestro las puertas del podium. Para esos señores, el deporte es mero pretexto para la medalla. Los griegos clásicos vomitarían quizás ante esa manifestación de “espíritu olímpico”. Espíritu que existe, pero sólo en los atletas que compiten contra si mismos, contra su propia imperfección humana, para llegar más alto o más lejos.

Ahora viene lo contradictorio. O quizás no.

Si cumpliera a rajatabla mis propios preceptos, asistiría a una final de los cien metros lisos con el desasimiento y la imparcialidad de quien ve competir a venusinos, marcianos y selenitas. Y aplaudiría exclusivamente al mejor, sin reticencias. Pero eso sólo me ocurre cuando no compiten deportistas de mi país.

No puedo evitar el dolor casi físico de la derrota cuando Sotomayor falla en su último intento. Ni ponerme de pie frente al televisor como si eso ayudara a Ana Fidelia a conseguir el oro que se le escapa de las manos. Debía bastarme el esfuerzo sobrehumano que ha hecho para estar allí. O el golpe de adrenalina eufórica ante la cara de indefensión de una voleibolista china fusilada por un remate de Regla Bell.

¿Será algun atávico espíritu tribal? ¿Un instinto de pertenencia al clan que viene desde las cacerías de mamuts? ¿O esa propensión gregaria, ingrediente por igual de pueblos, clubs de ex-alumnos y asociaciones filatélicas? Lo cierto es que en un mundo de intereses contrapuestos y feudos ideológicos, el nacionalismo deportivo cumple una rara función conciliatoria. Ante la implacable parcialidad de las transmisiones televisivas norteamericanas durante Atlanta’96, que excluyó, o casi, todo evento donde no hubiera participación norteamericana, los cubanos de Miami se las ingeniaron para direccionar sus antenas hacia… La Habana. Tras 15, 20, 30 años de exilio, aún se ponen de pie frente al televisor como si eso ayudara a Ana Fidelia o celebran los bloqueos espléndidos de Magaly Carvajal a gritos en espanglish o en puro cubiche. Conceden el segundo corazón de su entusiasmo a atletas formados por la Revolución. Como si aplaudieran cierta dignidad muscular de una patria sin fronteras ni partidos. Los sectores más beligerantes de Miami jamás concederían semejante indulto a un escritor o a un cineasta, y menos aún a un ideólogo o un político cuyos errores son axiomáticos. Los músicos, en cambio, gozan de un status intermedio. Deportistas del arte, quizás porque conmueven el caderamen y las piernas, alma bailadora de la nacionalidad cubana. Y lo mismo ocurre del otro lado, pero sotto voce (aunque ya no tanto). Muchos en la Isla habrán sufrido la derrota de Tahimí Chapé, aunque compitiera bajo bandera española, y todos bailan con Gloria Estefan, Willy Chirino y Albita.

Pero algo más me ha ocurrido durante mi asistencia televisiva a Atlanta’96: he descubierto mi entusiasmo cómplice ante el triunfo español en waterpolo y se me hizo un nudo en la garganta ante las lágrimas de las chicas de oro de la gimnasia rítmica. Y eso, más que cualquier otra consideración intelectual o permiso de residencia, me ha permitido parafrasear aquellos versos de Martí: “dos patrias tengo yo: Cuba y la noche”. Porque de algún modo, sin pretenderlo pero sin eludirlo, dos patrias tengo yo: la primera se niega, por suerte, a abandonarme; la segunda me invade subrepticiamente, con cada conversación, cada copa de vino, cada certeza compartida. No necesitan disputarse un espacio. El corazón dispone de muchas habitaciones.

Y todo eso me remite al destino de un pueblo fracturado por odios y devociones que al cabo quizás no sean tan decisivas como desearían los políticos quienes aspiran a recibir su medalla de oro sobre el podium de las espaldas ajenas. Y barrunto la utilidad de cierto “espíritu olímpico” de la tolerancia, que buena falta haría. O un fair play del diálogo que sustituya consignas deshilachadas por abuso,o leyes del garrote global que jamás matarán de hambre a Helms, ni a Burton, ni a Fidel Castro, sólo a los once millones de cubanos que en la olimpiada cotidiana corren los cien lisos en 8,5 y saltan un metro más que Sotomayor. Sin que nadie les conceda ni bronce en el decatlón de la supervivencia.

Lamentablemente, puede que no sean sino sueños de una noche de verano, rezagos de mi adolescencia que discurrió peace and love durante los 60. Al menos, mientras el “espíritu olímpico” se cotice en bolsa y los máximos medallistas sean las multinacionales del dinero, o la trasnacional que patentaron ciertos políticos del siglo XX en secretas sastrerías ideológicas al hacerse un traje con la tela del marxismo a la medida de sus ambiciones: la transnacional de la esperanza.

“Olimpiadas, exilios, devociones”; en: Diario de Jaén, Jaén, España, 7 de septiembre, 1996, p. 32.

 





Más se perdió en Cuba

21 06 1996

La misteriosa explosión del acorazado Maine, de visita en la rada de La Habana, con 276 tripulantes a bordo, fue el motivo necesario para que Estados Unidos entrara en la guerra anticolonial cubana, justo cuando ya España sólo dominaba algunas ciudades importantes. La causa: desde mediados del XIX, la metrópoli económica de la Isla era el vecino del Norte, no España. La teoría imperial de la fruta madura, refrendada por el US Navy. Y para el Imperio venido a menos fue más decoroso capitular ante el poderoso Norte, que ante los desastrados mambises cubanos, verdaderos artífices de la independencia.

A partir del 11 de agosto, la ley Helms-Burton disparará sus andanadas económicas contra la Isla. Pero esta vez el fuego graneado puede herir intereses económicos de Europa, Canadá, México y otros presuntos aliados (mientras no me toquen el bolsillo). De modo que la protesta ha sido unánime.

En 1898, Estados Unidos acudió a salvar a la colonia martirizada, aunque para ello algunos propusieran aplicar un método sui géneris, como se desprende del memorándum de J. G. Breckenridge, Secretario de Guerra norteamericano:

[la población cubana] “consiste de blancos, negros y asiáticos y sus mezclas. Los habitantes son generalmente indolentes y apáticos. Es evidente que la inmediata anexión de estos elementos a nuestra propia Federación sería una locura y, antes de hacerlo, debemos limpiar el país (…) destruir todo lo que esté dentro del radio de acción de nuestros cañones (…) concentrar el bloqueo, de modo que el hambre y su eterna compañera, la peste, minen a la población civil y diezmen al ejército cubano. Este ejército debe ser empleado constantemente en reconocimientos y acciones de vanguardia, de modo que sufra entre dos fuegos, y sobre él recaerán las empresas peligrosas y desesperadas”.

En 1996, los cañones modelo Helms-Burton intentan salvar a los nativos de la dictadura castrista y forzar un tránsito a la democracia… de los que sobrevivan a su aplicación. El restablecimiento de los derechos humanos merece cualquier sacrificio, incluso el de la vida… de los cubanos. ¿Por qué los chinos mantienen el status de nación más favorecida, dice usted? Cedo la palabra al destacado periodista norteamericano Robert Novak:

“¿No será que estoy inclinando la cabeza ante el poderío chino y ensañándome con la débil Cuba? Confieso que así es. (…) Mantener buenas relaciones con el creciente gigante de Asia es un interés nacional indiscutible”.

No coments.

 

Por el contrario que en el 98, ahora España y Estados Unidos militan en el mismo bando. Se suspende toda colaboración con el gobierno cubano (lo que incluye, curiosamente, las becas a estudiantes de la Isla), aunque el presidente Aznar afirma ante Al Gore: “No haremos nada que pueda fortalecer a Castro, no haremos nada que pueda perjudicar a los ciudadanos de Cuba y defenderemos los intereses de las empresas españolas”.

Lo cual resulta un contrasentido, porque la supresión de la ayuda al primero que perjudica es al ciudadano cubano, no a Castro. En 37 años, cada presión no ha hecho sino consolidar al pueblo cubano alrededor del líder y frente al enemigo externo. Ahí viene el lobo, grita Fidel. Y el lobo viene, como si se hubieran puesto de acuerdo. Benditas agresiones. Así, el único modo de defender los intereses de las empresas españolas es negarse diametralmente a la extraterritorialidad de la ley Helms-Burton, cosa que no está por ahora muy clara.

El propio Aznar sanciona los tres pilares de la relación con Cuba: “democracia, derechos humanos y ayuda humanitaria”. Pero, ¿es verdaderamente democracia y derechos humanos lo que reclama Occidente para Cuba? ¿Por qué no sancionar entonces con la misma crudeza a países donde se asesina aldeas enteras, se prostituye a los niños y se comercia con la miseria? ¿Acaso el petróleo concede un tinte democrático a las feroces dictaduras árabes? Sólo me queda claro un derecho que Occidente defiende con fervor: el derecho comercial. Desde China hasta Kuwait. Y aunque las razones no sean de índole moral, vale reconocer que los derechos comienzan con la solvencia económica: la mujer que con su acceso al trabajo deja de depender del varón que trae a casa el dinero y es, por ello, el patrón. O los países cuya autosuficiencia económica los acerca a la autosuficiencia política. Un derecho que prácticamente no existe para los cubanos. Las actividades económicas por cuenta propia son acosadas hasta la asfixia por restricciones e impuestos. En cambio, el inversionista extranjero tiene las puertas abiertas. De él depende que los niveles de miseria no alcancen el punto crítico de la desesperación y se produzca un estallido. Ahora bien, si Occidente desea que esa libertad comercial vuelva a imperar en Cuba en toda su extensión, tiene dos caminos: El embargo total, que estrangule al pueblo cubano hasta que la sublevación sea el único y estrecho pasadizo hacia la supervivencia probable. O el camino de la inversión masiva de capital.

¿Y la inversión no apuntalaría al gobierno actual? A corto plazo, sí. Pero a mediano plazo, cada empresa que transite a otro tipo de gestión demostrará la ineficacia de la economía estatal ultracentralizada al uso, debilitará los instrumentos de control del individuo por parte del Estado. La descentralización de la economía desverticalizará paulatinamente la sociedad cubana, abrirá nuevos márgenes de libertad y concederá al pueblo cubano una percepción más universal, más abierta, y de ahí una mayor noción de sus propios derechos o de su falta de derechos, en contraste con los que se otorgan al extranjero en su propia tierra, desmitificando el camino trazado desde arriba como el único posible. Y a esta reflexión no es ajeno el gobierno cubano, de ahí que sienta más pánico ante la inversión (que descentraliza) que ante el embargo (que cohesiona) y sólo muy cautelosamente la vaya permitiendo, por la misma razón que permite a regañadientes pero torpedea con saña toda apertura a la iniciativa privada de los cubanos. En La Habana se invierte el cemento en una red de refugios antiaéreos (Ahí viene el lobo, de nuevo). Pero el gobierno sabe que no hay refugio posible si el bombardeo es con dólares.

Aunque como cubano me duela —de masificarse la inversión extranjera, el riesgo de heredar alguna vez un país que no nos pertenezca es más que una hipótesis—, la solución Breckenridge o la pasiva espera a una transición dictada por la necrología son soluciones infinitamente más penosas. De ahí que si el actual gobierno de España pretendiera la protección de sus empresas y la felicidad de los cubanos, se opondría a la Ley Helms-Burton y, especialmente, a su extraterritorialidad. Para ello podría apoyarse en una razón comercial y otra moral: la primera es que la Cuba de hoy, coto cerrado a los inversionistas norteamericanos y dotada de una mano de obra calificada y barata, es un destino espléndido para el capital español que recibe, además, un trato preferencial por parte de las autoridades cubanas. Mientras no se abra la puerta al Norte. En ese caso, la pelea puede ser de león a mono amarrao.

Y la razón moral es que en Cuba se hizo la guerra anticolonial más cruenta de América, pero fue “la guerra sin odio” convocada por Martí (el enemigo era el poder colonial, no el galleguito de a pie), gracias a lo cual el proceso de emigración hacia la Isla apenas se interrumpió después de la independencia, y fue masivo hasta los años 40. El inmigrante español nunca fue tratado en Cuba como extranjero. Así, cuando con el teórico propósito de beneficiar se implementan medidas que consiguen todo lo contrario, ellas lesionan no a un exótico extranjero, sino a un primo o a un hermano que habita en otra calle de la aldea planetaria, pero no en otro ventrículo de nuestros afectos.

Por eso, cada vez que escucho a alguno de nuestros mayores decir, casi maquinalmente, “Más se perdió en Cuba”, siempre pienso: “Más se puede perder”.

 

“Más se perdió en Cuba”; en: El País. Madrid, España, 21 de junio, 1996, p. 14.





Helms, Burton y la Caperucita Roja

1 06 1996

Mientras Dinamarca, país que pocas inversiones tiene en Cuba, veta el reglamento comunitario contra la Ley Helms-Burton aduciendo que vulnera su Constitución; la Cumbre Iberoamericana rechaza terminantemente la Ley. Pero quizás se habla demasiado y se sabe poco de esa Ley que «procura sanciones internacionales contra el Gobierno de Castro en Cuba, planificar el apoyo a un gobierno de transición que conduzca a un gobierno electo democráticamente en la Isla y otros fines». Su presupuesto básico es sancionar y reparar «el robo por ese Gobierno (el de Castro) de propiedades de nacionales de los Estados Unidos», haciendo de ello un instrumento para la democratización de Cuba. He leído varios artículos que invocan su carácter justiciero. Se invoca al pobre galleguito que sufragó su bodega con años de sudor y malcomer, para que Fidel se la quitara. Yo recordé al chino de Genios e Industria, que vino huyendo de Mao, montó su almacén, apareció Fidel y terminó de asalariado en Miami. Pero el chino y el gallego, así sean ciudadanos norteamericanos, sólo podrán recuperar su bodega «si el monto de la reclamación supera la suma o el valor de 50 000 dólares sin considerarse los intereses, gastos y honorarios de abogados» (sic). De modo que ya sabemos quiénes serán los presuntos beneficiarios.

Y será el Presidente de los Estados Unidos quien determine cuándo existe un gobierno de transición. Dimanar de elecciones libres e imparciales y una clara orientación hacia el mercado, sobre la base del derecho a poseer y disfrutar propiedades, son las condiciones adicionales para que el mismo Presidente concluya que se trata de un gobierno elegido democráticamente, momento en que la felicidad reinará en la Isla, ya que el bienestar del pueblo cubano se ha afectado, según la ley, por el deterioro económico y por «la renuencia del régimen a permitir la celebración de elecciones democráticas». La primera razón es obviamente correcta. La segunda, indemostrable. Taiwán, Corea y Chile, por un lado; Haití, Nicaragua y Rusia, por el otro, demuestran que la democracia de las urnas y la democracia del pan no forman un matrimonio indisoluble. Sólo me queda claro un derecho que Occidente defiende sin reticencia: «la garantía del derecho a la propiedad privada», como reza la ley.

)Cómo restablecer en Cuba ese derecho?, es una pregunta que intenta responder el tándem Helms-Burton: En teoría, logrando mediante medidas de presión el desmoronamiento del gobierno cubano. En la práctica, estrangulando al pueblo cubano por cualquier medio, incluso «un embargo internacional obligatorio» de la ONU, hasta que la subversión brutal a cualquier costo sea el único y estrecho pasadizo hacia la supervivencia probable.

Claro que aún las más drásticas medidas (no importa sobre quién recaigan) están justificadas, dado que «el Gobierno de Cuba ha planteado y continúa planteando una amenaza a la seguridad nacional de los Estados Unidos». Y reitera en varios párrafos «las amenazas de terrorismo constantes del Gobierno de Castro», e incluso advierte que «la terminación y explotación de cualquier instalación nuclear» y «cualquier nueva manipulación política del deseo de los cubanos de escapar que provoque una emigración en masa hacia los Estados Unidos, se considerará un acto de agresión que recibirá la respuesta adecuada…». De ésto cualquier lector ingenuo derivaría las siguientes conclusiones:

11. El monstruoso bloqueo y las continuas amenazas que la potencia castrista impone a los pobrecitos Estados Unidos justifican cualquier medida defensiva. Y

21. Según el derecho de reciprocidad, el gobierno cubano puede decidir qué instalaciones nucleares norteamericanas son admisibles.

Y un lector no tan ingenuo detectaría que la ley padece cierta amnesia: la emigración cubana post-revolucionaria, que muy en sus inicios pudo ser política ─Estados Unidos acogió incluso a criminales de guerra buscados por la justicia cubana, con lo que sentó un pésimo precedente que Castro ha retomado─, se convirtió muy pronto en mayoritariamente económica; con la diferencia (respecto a los mexicanos, por ejemplo, que sí emigran masivamente) de que siempre fue objeto de manipulación política por ambos bandos: Estados Unidos obstaculiza la emigración legal y alienta la ilegal. Cuba abre y cierra a conveniencia la válvula de escape. Unas dantescas elecciones donde los cubanos sólo han votado con sus cadáveres, arrastrados por la Corriente del Golfo a algún cementerio secreto del Atlántico Norte.

La Ley Helms-Burton está destinada a defender los intereses de las grandes corporaciones norteamericanas a costa de quien sea. Pero aún más, la «amenaza castrista» permite a la ley apelar a la extraterritorialidad y sancionar a terceros países, dado que «El derecho internacional reconoce que una nación puede establecer normas de derecho respecto de toda conducta ocurrida fuera de su territorio que surta o está destinada a surtir un efecto sustancial dentro de su territorio» (sic). No sólo a entidades y personas que «trafiquen con propiedades confiscadas reclamadas por nacionales de los Estados Unidos», sino a quienes aporten personal técnico, asesor o colaboren de algun modo con la central nuclear de Juraguá (obra del actual gobierno cubano en colaboración con la Unión Soviética (e.p.d.); a quienes establezcan con Cuba cualquier comercio en condiciones más favorables que las del mercado; donen, concedan derechos arancelarios preferenciales, condiciones favorables de pago, préstamos, condonación de deudas, etc, etc. Es decir, todo lo que proporcione al Gobierno Cubano «beneficios financieros que mucho necesita (…) por lo cual atenta contra la política exterior que aplican los Estados Unidos». De modo que el planeta Tierra y sus alrededores quedan advertidos: Cualquier acción que contradiga la política exterior norteamericana respecto a Cuba, queda terminantemente prohibida.  El resultado hasta ahora: sólo 16 empresas han suspendido sus negocios con Cuba. )Razones? Helms y Burton no tomaron en cuenta que esas actividades económicas son también beneficiosas para los inversionistas; y como la primera ley del capital es la ganancia, y la primera libertad democrática es la libertad de empresa, y el primer deber de un gobierno es defender a sus ciudadanos, y si son empresarios, más aún, la protesta ha sido unánime: La Unión Europea está dispuesta a dar batalla y prepara sanciones si al fin Clinton decide aplicar la ley tal cual; México y Canadá han elevado protestas formales; incluso la hasta ayer dócil OEA ha repudiado la ley, consiguiendo de rebote la solidaridad hacia el pueblo cubano (que de un modo u otro se convierte en apoyo al gobierno de Fidel Castro). En lugar de quedar «aislado el régimen cubano», la ley ha conseguido aislar a los Estados Unidos.

Está claro que Fidel Castro jamás aceptará las decisiones de una corte norteamericana, de modo que no será él quien pague las propiedades que expropió. )Quién las pagará entonces? Aunque la Ley Helms-Burton estipula que el Presidente de Estados Unidos podrá derogarla una vez se democratice la Isla, las reclamaciones anteriores a esa fecha tendrán que ser satisfechas (incluso la voluntad de satisfacerlas es condición  para que el nuevo gobierno sea aceptable); de modo que se da el contrasentido: Una ley dirigida contra Castro sólo afectará al gobierno de transición o al «democráticamente electo» que lo suceda ─los que, al menos teóricamente, propugna la ley─. Gobierno que no sólo heredará un país arruinado por el desbarajuste económico, sino también una deuda que no contrajo. A lo que se sumará la mediatización impuesta por las preferencias, posiblemente decisivas, de Estados Unidos sobre el futuro político de Cuba. Aunque la ley Helms-Burton afirma «No dispensar ningun tratamiento de preferencia a persona o entidad alguna ni influir a su favor en la selección que haga el pueblo cubano de su futuro gobierno», de entrada veta a los Castro, y de salida exije el levantamiento de interferencias a Tele y Radio Martí (lo lógico sería su desmantelamiento una vez concluida la beligerancia), que se convertirían en medios de propaganda electoral no sujetos a la equitativa distribución de espacios entre formaciones políticas que la propia ley exige a las futuras autoridades cubanas.  Como si no bastara la diferencia «de león a mono amarrao» entre la solvencia de las formaciones políticas del exilio, en especial la que constituye el lobby de presión más fuerte de Washington, y cualquiera que recién aparezca en la Isla. Si el propósito es fomentar el nacimiento de una democracia precaria, está muy bien pensado.

Los efectos de la Ley Helms-burton, pueden ser diametralmente contradictorios, y entorpecer más que facilitar una transición democrática en Cuba. Pero ya eso es una tradición en la política norteamericana hacia la Cuba revolucionaria. Al parecer, su famoso pragmatismo falla cuando se trata de lidiar con Fidel Castro, superviviente del bloqueo y el desastre económico,  del rechazo internacional, el descontento y el éxodo, incluso de la caída de la URSS. Lección clara: la ley del garrote sólo consigue incrementar el repudio mundial hacia una política incompatible con el derecho internacional (e ineficaz, de contra); y aunque el bloqueo (que la ley pretende recrudecer) haga más difícil la vida del cubano de a pie, su efecto político es contradictorio: en 37 años, cada presión no ha hecho sino consolidar al pueblo alrededor del líder y frente al enemigo externo. Ahí viene el lobo, grita la Caperucita Roja. Y el lobo viene, como si se hubieran puesto de acuerdo para comerse a la abuelita que hace la cola para el pan en la Habana Vieja. De modo que el bloqueo carga las culpas que le corresponden, y algunas más de contrabando. Si alguna vez Estados Unidos comprendiera ésto y lo levantara, la ineficaz burocracia cubana desfilaría en manifestación denunciando «esa nueva maniobra del Imperialismo».

Pero me asombra más, incluso me aterroriza, que la comunidad cubana de Miami se decante abrumadoramente por esta solución; sabiendo ─no hay que ser muy perspicaz─ que con ley o sin ella, si a alguien faltará lo elemental, no será a Fidel Castro, sino a mi hermana y a tus primos, cuyo único derecho es soportar el peso de la pirámide, para que ahora se le sienten encima Helms, Burton y un millón de exiliados. No importa cuántos mueran por falta de un medicamento o de una intervención quirúrgica (que en el último año se han reducido casi a la mitad). Es el castigo por haberse quedado en Cuba. El gobierno norteamericano, que a mediano y largo plazo (obviemos ese cíclico interés cuatrianual por el exilio cubano) responde a sus intereses, puede pasar por alto esta pequeña circunstancia. Los cubanos, no. Si lo que se pretende es una Cuba mejor, libre y democrática (ningun político reconocerá lo contrario), deberán tener en cuenta algo que Tucídices ya sabía hace dos milenios: que la ciudad no son sus murallas sino sus gentes. Y los habitantes de la Isla serán los primeros en sospechar de quienes pretenden inmolarlos «por su bien». Alguno ha afirmado que se trata de «alentar» a los cubanos a «derrocar la dictadura». Una especie de «Sublevación o Muerte». Sólo que quienes instan al martirologio sólo lo verán por televisión.

Aunque el riesgo de desnacionalizar la Isla deje de ser mera hipótesis; no quedaría otro camino que la inversión masiva de capital, precisamente lo que la nueva ley pretende evitar.  )Y esas inversiones no apuntalarían al gobierno actual? A corto plazo, sí. Pero también aliviarían la hoy dramática supervivencia de los cubanos que viven en la Isla, cuyo sufrimiento no puede ser la moneda con que se compre una presunta «transición democrática». Y a mediano plazo, cada empresa que se deslice a otro tipo de gestión demostrará la ineficacia de la economía estatal ultracentralizada al uso, debilitará los instrumentos de control del individuo por parte del estado. La descentralización de la economía desverticalizará paulatinamente la sociedad, abrirá nuevos márgenes de libertad y concederá al pueblo cubano una percepción más universal, más abierta, y de ahí una mayor noción de sus propios derechos, o de su falta de derechos, en contraste con los que se otorgan al extranjero en su propia tierra; desmitificando el camino trazado desde arriba como el único posible. Amén de que la dinámica del capital exigirá nuevos espacios, nuevas aperturas.

Hoy los turistas y los empresarios extranjeros corroen más que cualquier bloqueo las doctrinarias exhortaciones al sacrificio. Muchos empiezan a sospechar que el porvenir no queda hacia delante, por la línea trazada que se pierde más allá del horizonte y cuyo destino es por tanto invisible, sino hacia el lado. Más al alcance de la mano.

En La Habana, ciudad que por falta de mantenimiento constructivo e inversión inmoviliaria puede ser declarada inhabitable en un 50% a fin de siglo, se invierte el cemento en una red de refugios antiaéreos (Ahí viene el lobo, de nuevo). Pero el gobierno sabe que no hay refugio posible si el bombardeo es con dólares. Helms y Burton todavía no se han enterado.