Mozart en la sierra o la ignorancia de Einstein

29 03 1990

Yo era geólogo entonces: las rocas, la soledad, el silencio con silbido de insectos y pájaros asustados en la Sierra de Cristal; veinte kilómetros diarios de camino por cañadas como cuchilladas y cauces de ríos intocados. Aquella tarde llegué a la casa de La Fernanda donde acamparía una semana. Después de los saludos y el baño, me acomodé en el portal para marcar las muestras y ordenar los mapas. Mientras, coloqué un casette en la pequeña grabadora. La música se hizo cómplice de la tarde y yo ni me percaté del campesino ──su vida entera en estas serranías── que se sentó en silencio, casi devotamente, a unos pasos de distancia. Concluido el último movimiento, preguntó:

──¿Quién toca la música esa?

──Es de Mozart, un músico alemán que murió hace doscientos años..

──Lástima que se haya acabado.

──¿Quieres que te lo ponga otra vez?

──¿El radiecito ese puede…?

──Sí.

Esa noche escuchó cinco veces la sinfonía completa. Al día siguiente la tarareaba mientras daba de comer a los carneros.

 

Cosas de maricones

Universidad de Oriente. 1974. Seis de la tarde.

Termino de vestirme y casi al salir, un amigo, por demás inteligente, receptivo, de ideas abiertas a lo nuevo, que podría llamarse Pepe:

──¿Te vas de rumba?

──No exactamente. Voy al teatro.

──¿Qué ponen?

──Es un ballet…

──¿Un ballet?

──Sí. ¿Por qué? ¿Quieres ir?

──¿Yo? ¿Tú estás loco? Eso es cosa de maricones.

 

La cultura también es relativa

El ron ya ha desatado las lenguas ──que nunca estuvieron muy amarradas── y la conversación discurre a saltos de un tema a otro para caer, por fin, en la relatividad y Einstein y la famosa fórmula E = m c2, tan imprescindible para comprender el siglo XX como el Ulyses de Joyce. En ese momento un escritor amigo, de quien daría las mejores referencias, argumenta:

──No me compares una ecuación con la Oda a la Alegría de Beethoven, ni una computadora con la Gioconda. Si la tecnología formara parte de la cultura, eso sería la deshumanización de la cultura. Para mí la matemática es como la escritura cuneiforme y mi literatura no va a ganar nada con que yo aprenda a calcular integrales. Yo sería feliz aunque no supiera ni multiplicar. Mi ignorancia científica no me apena.

(Dicho en un tono de casi *me enorgullece+)

 

Cultura, incultura y acultura

Durante cierta inspección a una escuela en el campo, una funcionaria del MINED escuchó varias veces que *Se habían colocado 400 estéticas en la escuela+, que *cada estudiante tenía su estética+, hasta que descubrió que las *estéticas+ eran los perritos de yeso, las muñecas y los búcaros que los muchachos traían para *adornar+ la parte superior de sus escaparates.

Algo similar puede ocurrir con la palabra cultura ──que equivale a la sabiduría acumulada por el hombre, por una nación o, en su sentido más vasto, por toda la humanidad. A veces el uso indiscriminado de una palabra la va vaciando de contenido. Existe hasta un Ministerio de Cultura ──lo que equivaldría a un Ministerio de la Sabiduría──, aunque se ocupe sólo de un pedacito de esa palabra.

Cualquier persona clasificaría sin vacilar a sus vecinos en *cultos+ e *incultos+. Cualquiera ofrece una definición de qué es la cultura y no habría dos iguales.

El campesino de la Sierra ¿es inculto? Desde el punto de vista artístico sí. Como el estudiante. Pero mientras el campesino es inculto por desconocimiento, de una incultura ávida  de cierta belleza que hasta entonces desconocía; el estudiante, más que inculto es aculto, porque rechaza a priori, por prejuicios, ciertas manifestaciones culturales que ni siquiera conoce. ¿Quiere decir eso que ambos son absolutamente incultos? No. Cuánta sabiduría de la tierra, de las siembras y los animales, no aprendí de él en unos pocos días. ¿No me ayudó Pepe a estudiar Resistencia de Materiales? La diferencia es que mientras uno se abría a otras formas de la cultura, el otro se había atrincherado en cierta sabiduría científica, negándose a lo desconocido. La misma acultura, pero más consciente, del escritor, que se alimenta sólo de arte ──como si el arte no fuera un animal omnívoro.

Ningún ser humano es absolutamente culto o absolutamente inculto, porque la sabiduría humana es ya tan vasta, que son inconcebibles los genios del Renacimiento, doctos en todo al mismo tiempo. Puede que hoy la verdadera cultura de un hombre no sea sino conocer cada vez con mayor exactitud la pavorosa extensión de su incultura.

A los veinte años yo me consideraba una persona *culta+, efecto sobre todo de la incultura ambiental. Hoy, me creo apenas medianamente informado. He aprendido a saber todo lo que no sé. Y es demasiado.

A veces pensamos que adquirir cultura es atragantarse de libros, mientras más, mejor, olvidando que la sabiduría es un acto de reflexión que tiene lugar en profundidad. Más valen cien libros leídos con fervor, degustados, analizados hasta el fondo, que cinco mil devorados con prisa, de los cuales sólo quedará el recuerdo borroso de un autor y un título. A menos que sólo aspires a pavonearte, exhibiendo las listas bibliográficas sobre las que has resbalado. O que seas  asiduo a la cultura de sobaco. Leer mejor es más importante que leer más.

La cultura no es tampoco un pantalón o un peinado, que uno puede comparar con el del vecino, para ver cuál es más bonito o quién tiene más. Sería como comparar huellas dactilares.

Entre otras cosas, ¿para qué sirve la cultura?

Es obvio que un ingeniero químico que sepa más de química será mejor trabajador. Pero además, basta que no hayas perdido aquel instinto que te hacía decir ¿por qué? cuando eras niño, para que acercarte a la sabiduría sea, no una obligación, sino un placer. Si el amor a una mujer es ese acto maravilloso mediante el cual se llegan a conocer los sentimientos y sueños de otra persona casi tan bien como se creen conocer los de uno mismo; el amor a la vida es echarse a esa aventura infinita de conocerla, no sólo a través de los libros y las ecuaciones de segundo grado, sino también vigilando el vuelo de una hoja seca en octubre, el azul que asume el mar ciertas mañanas, o los sueños de los otros hombres que son, que fueron, que serán.

 

“Mozart en la Sierra”, en: Rev. Somos Jóvenes No. 124. La Habana, marzo de 1990.

 





Cuba: el Archipiélago Subterráneo

29 12 1989

«La isla entera parece ser por debajo un

laberinto de cuevas y que reposa su suelo

sobre una prolongada bóveda»

Miguel Rodríguez Ferrer

(Naturaleza y civilización de

la grandiosa isla de Cuba, 1876)

Extenuado mientras exploraba una caverna al sur de Matanzas, en el occidente de Cuba, el joven espeleólogo se quitó el casco y, sentado sobre una estalagmita, bebió un sorbo de agua. A los pocos minutos se puso bruscamente de pie y ahí fue cuando el tiburón lo mordió. Fue necesario atenderlo, restañar la sangre y vendarlo. Cuando miraron hacia arriba se  percataron que del techo sobresalía un diente de Carcharodon megalodon, el tiburón que, veinticinco millones de años después de muerto, seguía mordiendo. Y de qué modo. Cada uno de sus dientes mide veinte centímetros.

Miguel Rodríguez Ferrer tenía razón: cualquier cosa es posible en las cavernas cubanas. Aunque no baten récords, aunque ninguna de las exploradas alcanza los 1332 metros de profundidad de Pierre Saint‑Martin (Francia‑España) o los 297,08 kilómetros de Flint‑Mamouth (Kentucky, Estados Unidos), han sido descubiertas decenas de miles, que en algunos lugares hacen pensar que los cultivos y las casas, las arboledas y los caminos, no son más que la segunda planta de ese archipiélago que es Cuba.

Otro archipiélago lo subyace, y no son sólo las maravillas, como el sumidero del río Guaso, que se adentra hasta 400 metros de profundidad, o los sistemas cavernarios de Perdidos y Majaguas, de treinta kilómetros cada uno. La maravilla espera por quienes se adentren en la cueva de Martín, en el Escambray, hasta el salón donde crece la estalagmita más grande de Cuba, con cuarenta metros de diámetro en la base y sesentiocho metros de alto; por quienes lleguen hasta la Sierra de Cubitas y busquen la sima de Rolando, con sus 85 metros de caída libre, que terminan en un lago subterráneo de cuarenta metros de diámetro y hasta siete de profundidad. Espera la maravilla en el sistema Los Perdidos, uno de los más grandes de las Antillas, poblado de sifones y lagunas. Espera por quienes se atrevan con Cueva Jíbara, la más brava de Cuba, porque hay que bajarla casi en vertical, bajo los chorros de ocho cascadas, la mayor de las cuales tiene 41 metros de alto; una cueva que varias expediciones no han podido vencer, y que continúa siendo un reto.

Bellamar,

la cueva más famosa de Cuba por la afluencia turística, descubierta en 1861, en el lugar donde había una cantera, se abrió a los ojos del hombre por obra de la casualidad. Un esclavo que horadaba la roca, perdió de pronto la barreta. La tierra se la tragó y desde entonces ha tragado (devolviéndolos siempre) a miles de turistas. Allí esperan por el visitante «El Manto de Colón», «La Mano de Piedra», «La Teta de Ubre Blanca», «La Marimba de Cristal» y «El Baño de la Americana», e incluso se puede beber en «La Fuente de la Juventud».

El trino de las cuevas

No siempre el descubrimiento de una caverna es tan casual como el de Bellamar. Como las aves, también las cuevas tienen su trino que las denuncia.

En ocasiones, es la voz de un campesino que anuncia: «Al pie de aquella loma pelada hay una cueva. Esa debe salir en China de lo honda que es». Y ahí van los espeleólogos, pero la malograda exploración concluye a pocos metros de la entrada, en una gatera impracticable, precisamente bajo una cochiquera, cuyas aguas pestilentes se filtran sobre los jóvenes que esperaban llegar por galerías encantadas al otro lado del mundo.

Pero hay trinos más sutiles.

Es común el nombre «cueva del Jagüey» entre las espeluncas cubanas, dado que ese árbol siempre verde, alto, frondoso, suele crecer en la boca de las cuevas. Sus raíces penetran profundamente en la cueva en busca de humedad. Localizar jagüeyes es, con frecuencia, encontrar cuevas.

O la menos usual práctica del Dr. A. Núñez Jiménez en la Sierra de Cubitas. Después de los aguaceros torrenciales, limpio y frío el aire, de las bocas de las cuevas se elevan corrientes de vapor, corrientes con casi 90% de humedad, que se condensan rápidamente formando columnas de neblina que se divisan desde la distancia. Aunque no pocas cavernas fueron detectadas así, más fácil es

Descubrirlas desde el sofá

Y ese es el caso de la gran caverna Majagua‑Canteras. Cierto día Manuel Acevedo examinaba un mapa de la Sierra San Carlos sentado en el sofá de su casa, cuando descubrió que el arroyo Majagua corre en dirección a la pared de las montañas y allí desaparece, surgiendo otro arroyo, que desemboca en el Cuyaguateje, del lado opuesto de la serranía, a 2,5 km de distancia. La realidad sobrepasó sus esperanzas, dado que el sistema cavernario tiene treinta kilómetros mapeados de galerías. Aunque, según los campesinos de la zona, el verdadero descubridor de la caverna  fue otro. Cuentan que durante cierto ciclón, el agua del río crecido arrastró un puerco desprevenido que paseaba por sus márgenes. Envuelto en las aguas turbulentas, se sumergió en la cueva y fue arrastrado por debajo de la sierra saliendo, sanito y comestible, al otro lado de la ensenada de Bordayo. Días más tarde, el cerdo fue rescatado por sus auténticos dueños.

Comunicarse con los dioses

parece ser otro empleo de las cavernas, como lo demuestran los reiterados motivos de las pictografías indígenas, prácticamente idénticos en lugares tan distantes entre sí como Punta del Este (Isla de la Juventud), Península de Hicacos (Matanzas), Cayo Caguanes (Villa Clara) y Sierra de Cubitas (Camagüey), casi todos elaborados con ocres naturales de color negro y marrón, aplicados a las paredes y techo de las cuevas.

Hay casos excepcionales, como son los murales rupestres de la cueva de Los Generales, que consta de una galería de 31 metros de largo. Desde 85 centímetros de altura hasta 2,30 metros se elevan, uno frente al otro, dos murales. En el principal aparecen, en el extremo superior izquierdo, siete figuras de mujeres y niños. A su derecha, catorce aborígenes armados con lanzas, listos para la guerra. Hacia la parte inferior encontramos soldados españoles con caballos, armas, escudos y hasta una cruz. Quizás la escena sea el reflejo de los enfrentamientos con las partidas de Diego Velázquez, Francisco Morales y Pánfilo de Narváez, en los mismos albores de la conquistas, o quizás señale la gran matanza de Caonao (1513) a pocas decenas de kilómetros de la cueva.

Cenotes y no sagrados

En los cenotes de Yucatán han sido hallados valiosas joyas y esqueletos de doncellas inmoladas a las deidades por los mayas. También en Cuba abundan los cenotes, sobre todo en Guanahacabibes, al extremo occidental de la Isla. Son pequeños y en forma de pozos, casi siempre llenos de agua. Alimentados desde abajo y desde arriba por las aguas marinas y pluviosas respectivamente, la salinidad se incrementa hacia abajo.

Los aborígenes cubanos eran, en sus ofrendas a los dioses, de costumbres menos truculentas que los mayas, o acaso los dioses eran menos exigentes. Sólo una excepción de esta regla ha sido confirmada. Es

La cueva de los sacrificios,

una caverna vertical, horadada por las aguas de lluvia cerca de Bacuranao. En ella se ha estudiado uno de los entierros más grandes de Cuba: en el centro de la cueva fue exhumada una pareja de adultos rodeada por seis hombres y, lejos, formando un círculo a su alrededor, los esqueletos de 26 niños. El hombre de la pareja central probablemente murió como consecuencia de varias fracturas en los huesos del cuerpo y una en el cráneo. El resto habían sido sacrificados del mismo modo: un golpe contundente en el cráneo. Quizás el hechicero decidió que, muerto el jefe, en su viaje al otro mundo fuera compañado por selectos guerreros, su mujer y los niños de la tribu.

ET en la cueva

Tal como en la famosa caverna del Sahara, en la Cueva de Ambrosio, situada en la Península de Hicacos, un pintor aborigen dibujó una figura humana con una orla radiante alrededor de la cabeza y una protuberancia breve y roma entre las piernas, que recuerda el atuendo de un  cosmonauta con un tubo propulsor personal, similar al empleado en la inauguración de la olimpiada de Los Ángeles.

En toda la Isla abundan, en cuevas y asentamientos, idolillos, adornos de barro y piedras talladas que representan figuras semejantes. Pero no se apresuren los extraterretólogos. Quizás la explicación más sencilla de estas figuras es que en ellas se ha tratado de reproducir, de modo inexperto, los adornos más complejos de los rituales. El tubo propulsor podría ser una simple cola, dado que ya Colón recibió noticias de que vivían hombres con  cola en el interior de Cuba. Postizos que,  durante los rituales propiciatorios, los asemejaban a los animales que cazaban.

Aunque el nombre Cueva del Indio lo tienen numerosísimas espeluncas cubanas, por las huellas de siboneyes, taínos y guanajatabeyes, ellos y los ET no han sido los únicos habitantes de las cuevas.

Los cuevícolas

no son escasos. Antiguos y modernos. Casi a la llegada de los seres humanos al archipiélago desaparecieron, como consecuencia de los  fuertes cambios climáticos producidos durante el Pleistoceno, las águilas gigantes que dominaban el cielo diurno y los buhos y lechuzas gigantes, que se adueñaron de las noches. El Megalonnus rodens, hervíboro tan corpulento como un oso pardo, nos ha legado en las cuevas sólo sus huellas y sus huesos.

En Boca del Purial, una cueva de Sancti Spíritus, fue donde primero se hallaron dientes de simio. Más tarde se encontraron restos en La Chorrera y Laguna Limones, mientras en Cueva Limón hay un simio claramente dibujado en una estalactita. Se pudo comprobar que era un tipo de mono araña bien distinto del que hoy existe en Centro y Sudamérica.

La espeleofauna incluye arácnidos, insectos pequeños y peces ciegos, oriundos del mar pero que se fueron adaptando paulatinamente a las aguas dulces al ser confinados al interior de la isla por los levantamientos de la costa. Peces blanquecinos, ciegos, silenciosos y un tanto tristes, pero, sobre todo, los pobladores por excelencia de las cuevas son las 27 especies vivas de murciélagos  (de ocho especies ya extintas se han hallado huellas). La más  pequeña es el murciélago mariposa, con un peso de 2 a 3 gramos y una envergadura de 18 a 23 centímetros; y el mayor es el murciélago pescador, con un peso de 54 a 87 gramos y envergadura de 55 a 71 centímetros. Animalitos que, a pesar de su mala fama y pérfido aspecto, son completamente inofensivos, a menos que usted desee estrangularlos y pretenda que ellos reaccionen con alegría.

Las grandes colonias de murciélagos atraen a sus enemigos naturales. En la Cueva de los Gatos, situada en la meseta del Guaso, en Guantánamo, al este de la Isla, fueron hallados varios gatos comunes cazando murciélagos, en plena oscuridad, a 150 metros de la entrada de la cueva. Suceso muy raro.

Lo que sí es espectáculo cotidiano, no sólo en esa cueva, sino en la Cueva de los Majaes, al oeste de Santiago de Cuba, y donde quiera que haya grandes concentraciones de murciélagos, es el rito de la caza vespertina. Si usted se para frente a alguna de esas cuevas  a la caída de la tarde, verá decenas de majaes de Santa María que esperan. Minutos más tarde, como un anuncio de la sombra, saldrá por la abertura un chorro de murciélagos.

Los ofidios, aprovechando la brevísima  temporada de caza (en varios minutos la cueva se habrá vaciado), lanzan dentelladas casi sin mirar, atrapando cuanto murciélago salió ese día a volar con el ala izquierda, para retirarse después, concluida la función, a deglutir con calma sus presas.

Las cuevas de calor

En las Escaleras de Jaruco hay una (de las tantas) Cueva del Indio, que mide 300 metros de norte a sur a lo largo de una galería bastante rectilínea con pendiente de 12 a 17 grados, y termina en un río subterráneo que corre de Este a Oeste. Basta penetrar algunas decenas de metros en la cueva para sentir un calor agobiante. La luz de los faroles despierta a decenas de miles de murciélagos que se agolpan en el techo. Trastornado su reloj biológico por esa iluminación repentina, vuelan como locos en todas direcciones golpeando, a pesar de su infalible radar, a los exploradores, que se ven obligados a lanzarse al piso, donde los espera una capa mullida de excrementos frescos de murciélago, habitat ideal para pulgas, cucarachas, arañas peludas, garrapatas y ciertas arañas blancas de patas delgadas y larguísimas. Estas son las cuevas  de calor, producido por la descomposición del guano y por la respiración de las enormes colonias de murciélagos.

De todos modos, los murciélagos siguen siendo bichitos simpáticos. Y agradezcamos que sean ellos los habitantes de las cuevas cubanas. Peor sería habérselas con los

Vampiros de Mayajigua,

localidad donde cincuenta y cuatro cuevas pequeñas, que suman apenas 2.000 metros de galerías, se reúnen en Punta Judas en la zona central de Cuba. Allí, en la Cueva del Vampiro, han sido hallados restos de estos parientes del murciélago que vivieron  hace algunas decenas de miles de años en la Isla, y que hoy son la pesadilla de numerosos granjeros en México, Centro y Sudamérica. Aunque pequeñitos, al morder no solo chupan sangre, sino que transmiten la rabia a los animales domésticos, enfermedad que puede pasar al hombre a través de la leche. Los granjeros eliminan a los vampiros tapiando las entradas de las cuevas o incendiando el interior. Por suerte, alguna maldición ecológica nos evitó el problema y nos dejó el recuerdo.

Aunque quizás el más raro habitante de las cavernas cubanas sea

El yeti cubano,

un animal avistado con cierta frecuencia por los campesinos de Pinar del Río. Se le describe como un ser fuerte, peludo, de color carmelita claro, de rabo largo y que alcanza el tamaño de un ternero. Algunos lo han visto pararse en dos patas.

Cuenta la ya casi leyenda de un hombre que lo encontró en medio del camino, se enfrascó en lucha con él y perdió un brazo. Otros dicen haberlo visto destrozar un cerdo de dos zarpazos, y según otros, en menos de una semana se comió cincuenta gallinas.

Durante los años 60, un miembro de un grupo espeleológico le disparó y logró ahuyentarlo. En la carrera hacia las lomas altas fue partiendo ramas y bejucos, abriendo una verdadera trocha bien expedita y visible.

Poco después, se le tendió un cerco. Eran veinte hombres armados que al cabo de dos días infructuosos, escucharon un gran alboroto en la cueva Los Soterráneos, logrando divisar desde lejos a varios animales que escapaban por otra entrada. Al penetrar a la cueva, hallaron bosta y huellas frescas.

Los estudios determinaron que se trata de animales omnívoros con grandes patas provistas de fuertes garras. ¿Un animal autóctono y diferente? ¿Un relicto de otras épocas? ¿O será acaso un animal exótico, escapado allá a mediados de siglo cuando un político local, deseoso de crear su coto de caza particular y ahorrarse el viaje hasta Kenya, importó animales oriundos de Africa y Asia?  Por ahora, quién sabe. No obstante, la más variada fauna es la de

Los huecos azules

En dirección al norte, frente a Bacuranao, se puede ver desde lejos en el mar una mancha casi circular y añil, que interrumpe el azul verdoso del Caribe ¾en inglés, blue holes, huecos azules¾. Si te sumerges, encontrarás, a 45 metros de profundidad, una abertura circular de ocho metros de diámetro, cuyo fondo se difumina entre el azul y el negro. Si continúas bajando, verás que las paredes se separan, el hueco se amplía hasta alcanzar cien metros de diámetro en el fondo,  que yace a 70 metros de profundidad bajo la superficie.

El piso de la caverna es irregular, quizás por los bloques desprendidos del techo. En ella habitan corales, algas, langostas y numerosísimas especies de peces.

Aun se discute el origen de este tipo de cuevas que en Cuba son frecuentes ¾Carapachibey, Isla de la Juventud, norte de La Habana, Matanzas y Gibara, etc.¾. Una de las hipótesis supone que el manto freático descarga parte de sus aguas en ciertas regiones costeras por debajo del nivel del mar, sobre todo cuando las aguas provienen de una zona aledaña elevada. A cierta distancia, ya dentro del mar, el agua logra encontrar caminos para subir, va disolviendo la roca y construye cavernas verticales de abajo hacia arriba. El chorro de agua dulce no se mezcla inmediatamente con el mar, y se aprecia desde lejos en forma de borboteo. Son los ojos de agua que emplean con frecuencia los pescadores para reabastecerse sin regresar a tierra. Basta sumergir un balde en estos pozos de agua dulce en medio del mar.

La segunda hipótesis es que estas cavernas submarinas se formaron cuando las rocas se encontraban en la superficie terrestre. Al desprenderse el techo de la cueva, luego de sumergida la región, se origina el blue hole.

Ríos que no suben

La Cueva de la Amistad, en Pinar del Río, ha sido horadada por el arroyo Alcalde, afluente del Cuyaguateje. Las exploraciones de la cueva han demostrado que además del cauce actual hay otro nivel superior de galerías por donde alguna vez corrió el río.

En Santo Tomás esto es mucho más complejo, no solo porque hay ya 25 kilómetros mapeados, sino porque aparecen cinco niveles superpuestos de galerías, el más alto de los cuales se encuentra a 66,33 metros sobre el nivel del inferior, por donde corre el arroyo actual. ¿Cómo pudo la corriente de agua subir y correr por las galerías superiores? La pregunta tendría sentido si pensáramos en las montañas tal y como son hoy, pero la respuesta es bien sencilla si sabemos que la región se ha ido elevando paulatinamente. A medida que esto ocurría, el río iba buscando cauces más bajos y abandonando los anteriores. De este modo, los cauces superpuestos son como una especie de regla para medir el crecimiento de las montañas.

Gas

La exploración de las cavernas depara no solo bellezas que ver, sino también algunos riesgos, conjurables mediante el uso de los medios de protección, el conocimiento de las técnicas de alpinismo subterráneo y la sabiduría que cada hombre debe acumular acerca de sus propias posibilidades.

Pero a veces hay sorpresas, como ocurrió a algunos espeleólogos en la Cueva de Gas, allá en la Sierrra de Cubitas. En una galería poco ventilada  se les apagaron de pronto los faroles. Varios intentos  de encenderlos resultaron infructuosos, hasta que elevaron las lámparas, por pura casualidad, cerca del techo de la caverna, y comprobaron que se encendían, para apagarse tan pronto las bajaban.

Resultó que las aguas, saturadas de CO2, lo desprendían continuamente y el gas, más pesado que el aire, en el ambiente tranquilo y sin circulación del pequeño salón, se acumulaba como un estrato en la parte inferior. Fue mayor el susto que el riesgo, dado que las concentraciones nunca llegan a ser letales.

Sin noción del tiempo

Pero los espeleólogos cubanos son empecinados, y hasta se mudan a las cuevas, como ocurrió entre el 10 y el 17 de agosto de 1977, cuando, en colaboración con la Academia de Ciencias de Cuba y la Escuela de Psicología  de la Universidad de La Habana, un grupo de espeleólogos se sumergió en una caverna, sin relojes. Durante la semana que transcurrieron sin ver el Sol, cada cual se hacía su horario e informaba de la ejecución del plan de trabajo a través de un teléfono militar.

Durante esas 160 horas sin noción del tiempo, para algunos el día se extendía por veinte horas y para otros por treinta. Cuando hubo llegado el momento de salir, solo uno tenía una idea más o menos cercana del lapso transcurrido.

¿Para qué

arriesgar la piel en la exploración de una caverna? Hay razones sin razones, como el amor por la aventura o por la belleza, que ningún espeleólogo necesita explicar. Recordemos que la explicación más convincente de por qué los alpinistas arriesgan la vida para subir picos de 8.000 metros es “porque están ahí”. También existen razones más pragmáticas, porque las cuevas son, ante todo, importantes fuentes de agua. Los embalses en suelos cavernosos incrementan la afluencia de agua a ciertos manantiales, como ocurre con la presa Lenin, en las cercanías de La Habana, que alimenta los manantiales de Vento y los pozos de Paso Seco. O las cuevas de Laguellón, en montañas con rocas impermeables con cascos de calizas. Las aguas se filtran desde arriba y al llegar a la base del casquete, salen por cientos de manantiales que se mantienen activos mucho tiempo después de las lluvias, porque la piedra caliza actúa como una esponja y permite a los campesinos tender acueductos de bambú con que atender las necesidades cotidianas.  También en muchas cavernas cubanas hay sanatorios antiasmáticos y se les suele emplear con fines militares ¾la cueva Los Portales fue el puesto de mando para la defensa del territorio occidental cubano, comandado por Ernesto Che Guevara, durante la Crisis de Octubre de 1962¾. Sirven para cultivar champiñones, agricultura subterránea que comenzó por Paredones y se ha extendido a otras cavernas cubanas.  O para extraer guano de murciélago, excelente abono natural.

Un conde perdido y un túnel hallado

La Cueva del Túnel, al sur de La Habana, tiene una entrada natural y otra artificial, abierta a pico hasta el más profundo salón. Un túnel de 150 metros de longitud en la dura roca no es tarea fácil. Se comprobó que en su suelo existen aún las huellas de antiguos rieles por donde corrieron vagonetas transportando algún (?) material, huellas que mueren justamente en la pared de uno de los salones principales.

Iniciadas las excavaciones por los espeleólogos, hallaron clavos de hierro antiguo, forjados a mano, en cantidades tales que les hicieron pensar en un cofre o arcón, cerámica fina francesa, lámparas rústicas de aceite y una medalla de plata con la inscripción: «Conde de Pozo Redán, 1810».

Cuenta Pedro Blanco, campesino de los alrededores, que en los años 40 una compañía norteamericana instaló un cercado alrededor de la cueva y durante varios meses trabajó en la extracción de varias cajas metálicas desde el interior.

Algunos han supuesto la existencia de un tesoro escondido. ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Por quién?

La primera versión, inadmisible, supone que el pirata Morgan, en su intento de atacar La Habana desde el sur, atravesó toda la provincia saqueando caseríos y, por alguna razón inexplicable, enterró en la cueva su botín. Pero Morgan murió en 1668, muchísimo antes de acuñada la medalla.

La segunda versión es que durante la colonia se enterró en la cueva un tesoro para evitar que lo robaran en La Habana, pero un gran derrumbe que cegó el paso a la cueva los obligó a abandonarlo.

Hay algo cierto: por la vía natural el paso es sumamente peligroso a causa de un derrumbe, y quizás esa sea la razón de la apertura del túnel.

Ahora bien, ¿quién es el Conde de Pozo Roldán? ¿Por qué el Túnel? ¿Qué hubo (hay) bajo el suelo de esta cueva?

Quizás un conde y un túnel esperen por los espeleólogos.

De momento, se puede visitar cierta

Catedral subterránea

que yace en el vientre de la cueva Paredones, en la llanura sur de Habana‑Matanzas.

Una amplia galería se extiende por 300 metros, y termina en una poza de aguas límpidas y frías poblada por peces ciegos. Pero un poco antes, a doscientos metros de la entrada, el techo de la galería alcanza un puntal de treinta metros, y en el centro de la bóveda se asoma todos los días el sol a la hora del cenit, dejando caer un chorro de luz amarilla a través de una claraboya. La cascada de luz ilumina un pozo de veinte metros de profundidad cortado a pico en la roca; seguramente por manos esclavas, que fueron las encargadas de tallar figuras humanoides en las estalagmitas que rodean el pozo, como si hubieran querido dejar allí, para siempre, a sus dobles de piedra: evadidos de la esclavitud y sumergidos en el chorro de luz del mediodía y en ese silencio reverente que inspira la belleza.





El río de los siete soles

29 01 1989

Lunes 2 de agosto

5,40 am. Veintiséis jóvenes bajan del ómnibus donde, durante diecinueve horas, han cubierto los 956 kilómetros que separan La Habana de Santiago de Cuba. Después del desayuno, cambian sus ropas de ciudad por pantalones de lona, botas de suela gruesa o tenis, y revisan que en las mochilas no sobre un gramo. Saben que después, cada gramo pesará dos, tres, cien veces más.

Regresamos  a la carretera, rumbo norte. Atrás van quedando plantaciones de caña, pequeños poblados que se arremolinan alrededor de los centrales, la entrada al zoológico de piedra, hoy parque nacional, donde un campesino‑escultor convirtió en elefantes, rinocerontes, leones, las rocas desperdigadas por su finca. Recogemos a los guías en distintos puntos del camino y a las diez ya estamos en la Jaiba, al pie del macizo montañoso que forma parte del Moa‑Baracoa, en el extremo este de la isla.

El objetivo del viaje es practicar un recorrido inédito: seguir, desde el nacimiento hasta la desembocadura, el curso del río más caudaloso de Cuba: el Toa. Con su longitud de 100 kilómetros, su cuenca de 326 kilómetros cuadrados y sus 71 afluentes es apenas un arroyo en comparación con sus colegas del continente, sólo que este río discurre por la región más escabrosa del país, muy despoblada, y donde los bruscos cambios en el régimen de las lluvias provocan súbitas crecidas, cuya fuerza y peligrosidad descubrimos días más tarde.

Después de almuerzo iniciamos la subida. El camino arranca con una fuerte pendiente que remonta el firme desde 480 hasta 680 metros, en apenas un kilómetro de distancia, a lo cual se suman 32 grados sobre cero y 85% de humedad. Las piernas estrenan un cansancio olvidado.

Entre Aguas Blancas y La Munición, el camino se hace más practicable. Un pedregal de calizas salpicado de arbustos, montes espinosos y varías, que elevan quince metros sus troncos agrietados y grises. Tomamos un atajo que nos ahorra poco más de un kilómetro y entramos en la zona de serpentinitas cubiertas por suelos lateríticos, de un rojo profundo, donde, como consecuencia del altísimo contenido de hierro, no crece otra vegetación que algunas zarzas y pinus cubensis, oriundos de las Antillas, donde los montes se elevan más allá de los 700 metros. Erguidos, muy rectos, escasos de follaje, son los adolescentes de la montaña.

Ya en lo alto de la meseta de Cupeyal del Norte, el guía detiene la columna. Por aquí debe nacer el río, pero nadie sabe exactamente dónde. Mapa en mano, compruebo la posición y con un pequeño grupo me desprendo, cañada abajo, en busca de la intersección entre dos arroyos, al noreste de nuestra posición.

A medida que bajamos, la maleza se hace más espesa, la topografía, engañosa, esconde bajo la hierba numerosos huecos de hasta dos metros.

Entramos a la primera cañada y unas veces saltando sobre filosas piedras, otras, a golpe de machete entre lianas y troncos derribados, alcanzamos la confluencia donde se iniciará mañana nuestro viaje: el nacimiento del río cuyo nombre, según algunos, es obra de los aborígenes, como onomatopeya del croar de las ranas (hay quienes afirman que toa era la palabra rana en su lenguaje). Según otros, la denominación pudiera derivarse de toatoo (totí) en dialecto malinké, o del inglés toad (sapo). De cualquier manera, el Toa es aquí no más que un arroyo de veloces aguas huyendo entre guijarros.

Llenamos las cantimploras para llevarle a los compañeros que acamparon en la meseta y avanzamos por el cauce, dado que la espesa vegetación no nos permite el acceso a las orillas. Ya oscurece cuando decidimos abrirnos paso entre la selva loma arriba. El camino que aparece en el mapa ya no existe, devorado por la furia de las plantas, que en las Antillas sólo necesitan algunas semanas para borrar las huellas del hombre.

Durante una hora, por una pendiente de cuarenta y cinco a sesenta grados, entablamos una batalla silenciosa con las espinas rectas del palo bronco y las garras de las uñas de gato. Alcanzamos la cima con veinte o treinta cortadas cada uno como trofeo. Una espina rajó el traje de campaña de Preval y siete centímetros de piel. Sangra bastante.

Vamos marcando el camino para regresar con todo el grupo mañana.

Desde arriba, y casi en la más completa oscuridad, Pincho, uno de los guías, descubre un trillo y lo fija, como en un mapa, en el instinto de orientación que poseen casi todos los hombres criados en la montaña. Los compañeros encienden fósforos que, a 400 metros de distancia, nos guían en la oscuridad como faros.

Nos acomodamos en un rancho abandonado.

A las tres de la madrugada me despierta la luna. Salgo afuera. Excepto hacia arriba, donde el cielo abarrotado de estrellas parece de una transparencia total, la visibilidad se reduce a pocos metros. En medio de la niebla, nuestro desvencijado rancho, maquillado por la luz de la hoguera, parece el sitio más acogedor del mundo. Comemos, bebemos café y fumamos arrimados a la lumbre. Faltan dos horas aún para que amanezca.

Martes 3 de agosto

El sol va derritiendo la niebla y a las ocho de la mañana todo el grupo ha alcanzado la cabecera del río.

El cauce será nuestro camino durante los próximos días, por lo que casi todos los pantalones terminan en el fondo de las mochilas y continuamos en short.

El Toa corre cerrado, entre rocas ultrabásicas oscuras y lustrosas, que ocasionalmente obstruyen el cauce, convirtiéndolo en un puñado de chorros y a nosotros, en un puñado de cabras trepando por los riscos.

Más alante, el río se orienta sobre la cicatriz entre dos tipos de rocas: al noreste, serpentinitas, que constituyen el extremo oriental del cinturón hiperbasítico de Cuba; al suroeste, lavas andesito‑basálticas y tobas de 58 millones de años, producto de una actividad volcánica muy similar a la de los arcos de islas del Pacífico actual.

Un gavilán planea a doscientos metros de altura y se deja caer sobre una presa invisible, mientras el sol alcanza el fondo del valle y hace presa de nosotros.

Mario avanza a la vanguardia con la pierna muy hinchada por su caída de ayer.

El río tuerce constantemente su rumbo y apenas puedo sacar la brújula. Algunas pozas nos obligan a vadear con el agua al pecho. Otras veces, tenemos que pasar las mochilas con cuerdas y cruzar a nado. Las laderas son cada vez más verticales y la vegetación más impenetrable.

Gipsy se empieza a sentir mal y nuestra marcha se retarda. Ya el grupo se ha escindido en pequeños equipos a lo largo de tres o cuatro kilómetros de río. Al caer la noche, Guillermo, Gipsy y yo acampamos en un playazo de la margen derecha. El machete se ha partido y tenemos que recoger ramas arrojadas por la crecida para hacer fuego. Comemos algo y compruebo que la brújula está llena de agua. Preparamos con los nylons un tipi sobre una armazón de varas.

De vez en cuando, alimentamos la hoguera con ramas verdes para mantener el humo. Es lo único que nos espantará los mosquitos, para los cuales somos un regalo inesperado, dada la escasez de mamíferos tan corpulentos por estos alrededores. Ni tan pintorescos como Gipsy con mi ropa de recambio, porque su mochila se fue con uno de los guías que ahora debe quedar a quién sabe cuántos kilómetros.

A las dos y quince de la madrugada, Guillermo nos levanta pensando que amanece, pero es sólo la luna. Bastante trabajo me cuesta convencerlo.

Miércoles 4 de agosto

Guillermo sale antes. Yo acompaño a Gipsy, que no puede andar muy rápido. Una hora después vemos por última vez a Guillermo, sorteando una larga poza. Las dos mochilas que llevo me van pesando más a cada paso.

A las diez alcanzamos en un playazo los restos de un campamento. A las doce, una poza bastante honda, donde nadamos para mejorar nuestro humor. A las dos de la tarde, llegamos al paso de los resbalones: Una sucesión de pozas y roquedales cubiertos de escaramujo, que resbala como jabón. Entre caídas e inmersiones, pasamos al otro lado.

Comienza a llover y lo que más me preocupa es la cerrazón de nubes hacia la cabecera del río. Si llueve mucho en esa zona, podría crecerse horas después y las huellas en la orilla indican la fuerza de las crecidas: arbustos y árboles corpulentos arrancados o doblados.

Aparecen grandes bloques de caliza rosada y brechas. En una piedra de la margen derecha, alguien ha escrito «1/2 kilómetro», pero al medio kilómetro sólo aparecen huellas que se dirigen río abajo, donde nos espera una profunda laguna. No se puede vadear y la cruzamos a nado. Yo hago dos viajes para transportar las mochilas.

Al anochecer, trato de subir por un camino para encontrar el alto de Raisú, pero cien metros más arriba, la maleza lo borra totalmente. Regreso y encuentro una hoguera a punto de apagarse. La reanimo y ponemos a secar sobre una piedra los fósforos, la ropa, los cigarros. Mi pequeña antología «Los poetas románticos ingleses», hinchada por el agua, va alimentando la hoguera. Puede que no sea un mal final para Lord Byron y familia.

La comida va en la vanguardia y la ración de emergencia se acabó ayer, por lo tanto nos conformamos con dos paqueticos de sales digestivas que nos ayudan a bien digerir el agua en que los disolvemos.

A Gipsy le sube la fiebre hasta cuarenta grados, los perros jíbaros aúllan cerca de la hoguera y el sonido inquieto del río me hace buscar el camino más corto hacia el lugar donde los árboles tumbados indican el límite de crecida.

Esta es, posiblemente, la noche más larga que pasé en el Toa.

Jueves 5 de agosto

Arrancamos a caminar temprano y casi inmediatamente escuchamos gritos río abajo. Son Preval y Eulises, que vienen de Río Frío, una finca que dista apenas medio kilómetro. Ayer encontraron a unas muchachas lavando, que los llevaron hasta la casa, donde se quedaron esa noche.

Cuando alcanzamos el alto, vemos al primer campesino en tres días.

En la casa, unos vasos de leche y el café nos devuelven cierta alegría estomacal. El termómetro que le colocan a Gipsy sube hasta 40,2.

Después de almuerzo, salimos hacia Raisú. Tres horas de camino entre platanales, bosquecitos de majaguas azules y almácigos colorados, y sobre un pavimento de lajas calcáreas.  Gipsy va a caballo. Esa noche será evacuada hacia Baracoa, donde nos esperará, ya repuesta, al final del camino.

Dormimos en un albergue cafetalero, en literas (un verdadero lujo) y todo el campamento es como un gran taller de reparaciones: ampollas, heridas, golpes, picadas de insectos (mosquitos, roedores, jejenes, abujes, garrapatas y moscas macagueras, de 2,5 centímetros y que muerden o pican, quién sabe) de las cuales mi espalda es una variada muestra.

Casi de noche, un grupo de porteadores, seleccionado entre los más frescos, se lleva a Gypsi, corriendo, en una parihuela improvisada.

Después de comer, los campesinos del lugar nos invitan a su casa, elevada dos metros sobre pilotes, una protección adicional contra las crecidas, que en esta zona han alcanzado hasta diez metros sobre el nivel medio del río. Bebemos infusión de cañasanta, una hierba alargada, como la hoja de la caña (tres centímetros y medio de ancho en la base y medio metro de largo),  que tiene el sabor del té con limón.

Más tarde, mi sueño es una especie de muerte temporal.

Viernes 6 de agosto

Aún de noche, salimos en dirección noreste. A pesar de las linternas, vamos tropezando en el irregular camino de esquistos y calizas. Atravesamos el río después del batey Durano y continuamos bordeando el curso por la margen derecha, guarnecida por mariposas blanquísimas (la flor nacional), hortensias, flores naranjas, amarillas, violetas. A fuerza de colocarse flores en el pelo, en las mochilas, en la ropa, las muchachas comienzan a establecer una simbiosis con el mundo vegetal, hasta el punto que ya no se sabe dónde terminan las flores y comienzan las muchachas.  El Toa tiene esas mañas de ser jardín apenas unas horas después de ser roquedal y chorros espumosos.

Cerca de Arroyo Bueno improvisamos un desayuno de conservas, galletas, mantequilla y tomates.

A las once llegamos a Bernardo, donde nos esperaban ayer. De ahí a Playita, el almuerzo y el descanso de una hora con baño en las pocetas y una pequeña dosis de turismo.

Pincho, uno de los guías, pesca (y efectivamente pesca) con una azagaya de madera aguzada y endurecida al fuego. Espera durante diez o quince minutos, en una inmovilidad perfecta, a que la presa se acerque, para después ensartarla con un movimiento vertiginoso del brazo. Parece que estamos contemplando una escena precolombina en los umbrales del siglo XXI.

Loma arriba tropezamos con un arria de mulos, el principal transporte de estas zonas. Capaces de largas jornadas con cientos de libras a cuestas, no pierden el equilibrio ni en los pasos más arduos. Breves en el descanso, resistentes a las enfermedades y tercos «como mulos». Se les siente venir desde la distancia por el cencerro anunciador al compás de la marcha. Esta vez son diecinueve, pero hay arrias que suman varias decenas de animales. Alguien tendrá que hacerle alguna vez un monumento al mulo en las montañas. Lo merece.

Llegamos a casa de Flora, la única mujer entre los guías. Flora Rojas, miembro del clan de los Rojas, descendientes de nuestros aborígenes que conservan una pureza racial extinguida en el resto del país. La frente huidiza, los pómulos abultados, los ojos oblicuos y el rostro ovalado, la complexión fuerte y la estatura discreta los diferencian. Bernardo es la única región donde es posible encontrar este biotipo, dado que en ella, por lo intrincado del monte  y la falta de caminos, el coloniaje español apenas si fue una referencia más o menos lejana hasta fines del siglo XIX. Y el acceso a la civilización no ocurrió sino en este siglo, y especialmente en los últimos decenios, con la red de caminos y carreteras que enlazan las localidades más importantes.

La presencia de rocas olistostrómicas con edades entre 60 y 70 millones de años, denuncian la existencia de un mar en esta región, cercano a una costa montañosa y frecuentemente azotada por los sismos. Pero eso ocurrió hace 70 millones de años. No hay por qué inquietarse.

Loma arriba, loma abajo, alcanzamos Paulino al final de la tarde. Median no pocos accidentes de importancia menor y cansancios de importancia mayor. Alguien trae enrrollada al brazo una pequeña serpiente que no acaba de acostumbrarse a nuestro humano ajetreo.

Los dos kilómetros desde Paulino al lugar donde dormiremos discurre entre cafetales, poblados de ceteyes (xaxabi en lengua aborigen) que se dejan apenas entrever por su plumaje verde esmeralda salpicado de rojo ‑‑idéntica combinación que los cafetales maduros. Se escucha el to‑to‑to del cartacuba, pero nos resulta imposible ver a este bellísimo pajarito.

Tras el lugar donde acamparemos, descubrimos un mapen o árbol del pan, cuyos frutos (de 2 kg.), cortados y cocidos, tienen el sabor de la malanga, como pudimos comprobar esa noche.

Preparamos madera  para una gran hoguera con lecturas y música esta noche, pero el torrencial aguacero es la única música de que disfrutaremos hasta mañana.

La naturaleza también prepara sus tertulias.

Sábado 7 de agosto

Amanece diluviando. Amaina a ratos, pero no cesa. A las nueve, empapados, dejamos paso por un estrechísimo camino, a dos hombres que portan una parihuela con un muchacho enfermo. Detrás van otros dos para turnarse y al final, la madre a caballo. Hace un día que vienen de camino, lo cual da una pálida idea de lo intrincadas que son estas regiones, donde ni siquiera los helicópteros podrían aterrizar. Vegetación desbordada, barrancos, cuestas abruptas, ríos de mal humor.

La lluvia va añadiendo cada vez más peso a las mochilas.

Nos calentemos un poco con té y café antes de trepar la «Loma o subida de la Kalunga», 520 metros de diferencia vertical en tres kilómetros.

Al llegar a la cima, una de nuestras bravas muchachas se deja caer en una piedra y sorpresivamente empieza a llorar. )Por qué? Ni ella misma lo sabe. Puede que el llanto le aliviara el cansancio, porque minutos más tarde ya está riendo como siempre. En el desván de un viejo almacén que ahora sirve de tienda, encontramos una máquina de coser Singer de 1902. Comemos carne y plátanos. Y esto merece capítulo aparte, porque aquí el plátano hervido ocupa el lugar del arroz o el trigo. Es el carbohidrato esencial que determina una cultura gastronómica del plátano, en un país arrocero como Cuba. Por eso hemos acordado que este viaje podría llamarse La Vuelta al Toa en Ochenta Plátanos.

Seguiremos plataneando río abajo.

Bajamos por platanales sin límite y los de alante cortan de vez en vez un racimo maduro, que colocan a la vera del camino para que cada cual se sirva, y así alimente su motor de plátanos.

En el alto, encontramos un zun‑zun (Chlorostilbon ricordii), una de las aves más pequeñas del mundo, que espera pacientemente a que aparezca Wilfredo, para dejarse retratar sin objeciones. Es la única ave capaz de mantenerse estática en el aire gracias al rapidísimo batir de sus alas (75 veces por segundo). Como un helicóptero. Liba en ángulo de 45 grados y la coloración es verde hasta azuloso en la punta de las alas.

Después de subir por encima de los 700 metros, descendemos por un caminito que se abre paso a duras penas entre la maleza. En ese momento, escuchamos voces y gritos en la vanguardia. Un campesino, ajeno en estas soledades a la posibilidad de encontrarse con alguien, se bañaba desnudo en un arroyo. No le quedó más remedio que salir, envolverse en su toalla y pararse al borde del camino, como quien presencia un desfile militar. Vamos pasando de uno en uno, a lo largo de medio kilómetro, y él da las buenas tardes, aunque cuando se trata de alguna muchacha, no sabe donde poner los ojos.

Abandonamos la selva espesa por un bosque de pinares en suelos lateríticos (las mayores reservas de lateritas niquelíferas del planeta) y más tarde entramos a un bosque de helechos arborescentes vago recuerdo de los que cubrieron grandes extensiones de la Tierra durante el Carbonífero.

Frente al panorama impresionante de Pico Galán, que empina su estatura, su corbata de nubes, comienza la bajada de «La Malanga», que es otra prueba, dado que se combinan un suelo de arcillas muy resbalosas, una colección de chubascos y entre 30 y 45 grados de pendiente, con mi abultada mochila llena de muestras de rocas, y que ya debe andar cerca de los 35 kilogramos.

A las siete alcanzamos el arroyo Mal Nombre, pero aún nos quedan dos horas hasta el sitio donde acamparemos, en un albergue desolado y lluvioso (siempre menos que afuera). Esas últimas dos horas proporcionan más caídas que el resto del día: de noche, a ciegas, por un camino desconocido que entra intermitentemente al arroyo.

A las diez, el golpetear de la lluvia sobre el techo de zinc funciona como una canción de cuna. Aunque ninguno de nosotros necesita somníferos.

Domingo 8 de agosto

El de pie se produce a las cinco, pero decidimos dormir un poco más. De todos modos, es imposible salir en la oscuridad y bajo un torrencial aguacero que no ha cesado en toda la noche.

El arroyo se ha convertido en una riada embravecida de aguafango carmelita rojizo. Ramas, troncos, islitas de vegetación son arrastradas a gran velocidad. En los numerosos pasos, vados en condiciones normales, el agua alcanza la cintura. Formamos cadenas para sortearlos. Algunos son desprendidos por la corriente y arrastrados arroyo abajo, pero la «brigada de rescate» los incorpora de nuevo. Catorce pasos en total caminando bien despacio, con los pies encajados en el fondo resbaladizo.

El arroyo Mal Nombre justifica su mal nombre.

Es imposible continuar por el camino, que cruza continuamente el Toa crecido. Habrá que ir bordeando las empinadas lomas que flanquean el río.

Caminamos  cerca de la casa de un campesino que vive solo, sin familia, en un rancho casi inaccesible. «Baracutey», dice uno de los guías. Denominación para los hombres solos que ya Cirilo Villaverde recoge en su Excursión a Vuelta Abajo a mediados del siglo XIX.

Alcanzamos el Toa a las diez. Ya por aquí ha asimilado como un buen río adulto la crecida del Mal Nombre y resbala casi inmutable sobre el cascajo, dejando entrever, sólo por el color de sus aguas, que en las cabeceras hubo carnaval de lluvias. Caminamos por la margen septentrional. Las laderas se suavizan. El valle se abre paulatinamente en U, y en las orillas se levantan frecuentes cañaverales, bambúes y cocoteros. Paramos en un cocotal bastante poblado y rebosamos la cantimplora del estómago con una mezcla suculenta de guarapo y agua de coco.

La alternancia de inmersiones, asoleamientos y lloviznas, con el consiguiente humedecimiento‑secado‑humedecimiento de mi short, me provoca dos gigantescos pelados (como del tamaño de un huevo) en el envez de los muslos. Eso me obliga a continuar, durante el resto del día, con paso de vaquero a quien escamotearon de súbito el caballo. Ensimismado en mi nuevo estilo de andarín paleolítico, me sorprenden dos jóvenes en trusa y aspecto bien forastero, que vienen corriendo a nuestro encuentro. Llevan dos días esperándonos en un embarcadero de cayucas (botes de fondo plano) que encontraremos 300 metros más alante.

En la caseta nos tienen café caliente, dulces, vino, aguardiente y una pesa donde compruebo que he bajado doce libras en menos de una semana. Diez o doce semanas a este ritmo bastarían para hacerme desaparecer.

Poco después llegamos a casa de  Patricio Ramos, campesino y cayuquero, que concluye de reparar una ambarcación. Aquí los medios de locomoción se bifurcan: una parte irá en cayuca, otra parte a pie (nuestro medio más tradicional) y la última adoptará un sistema más insólito.

Poco antes, habíamos visto a un muchacho de diez años lanzar al río una caña de bambú de 4 o 5 metros de largo, echarse a horcajadas sobre ella y dejarse llevar por la corriente, con el único trabajo de mantener el rumbo braceando ligeramente. Y este es el tercer medio de locomoción: el bambúcross, «deporte nacional del Toa».

Por último, aunque este sí es un caso muy particular, Preval se lanza río abajo a bordo de su chaleco salvavidas (la moto). La caña en que van Lapuente, Omar y Vladimir sería el auto. Y  la cayuca, con quince de tripulación, el ómnibus.

La cayuca se desliza en los rápidos sin esfuerzo, corrigiendo el rumbo en la proa mediante una palanca de tres y medio metros. En los remansos, la palanca se apoya en el fondo y sirve para ayudar al único remo, colocado en la popa, que maneja un hombre de pie, moviéndolo como la cola de un pez.

En uno de los rápidos (chorros), la embarcación sobrecargada casi se vuelca y los cayuqueros deben lanzarse al agua para sostenerla, a brazo limpio, con los pies sembrados en el fondo.

Hay que achicar constantemente para evitar el hundimiento.

La confluencia con el río Jaguaní, en forma de T muy abierta, es bellísima y desde ese momento el paisaje se dulcifica, las márgenes se amplían y el universo (cuando menos el universo que tenemos a mano) se hace menos agresivo.

Poco después, arribamos a la casa donde acamparemos ésta, nuestra última noche en el río. Magdalena, la dueña, nos permite, con esa natural amabilidad campesina, que le tomemos la casa por asalto y colguemos nuestras hamacas en los sitios más inesperados.

Lunes 9 de agosto

La claridad se escurre lentamente cobija abajo, a medida que el sol se levanta, por séptima vez para nosotros, sobre las verdes aguas del río.

El desayuno de leche, malangas con mojo de cebolla y ajo, café y buenos días, es un buen preludio para la última jornada.

A las siete, Patricio Matos ya espera por nosotros bebiendo café en la terracita soleada, a cuatro metros sobre la superficie escarpada de la loma, dado que la casa se yergue sobre pilotes recios de jiquí, lo que le confiere una arquitectura entre vivienda arbórea y palomar.

Río abajo aprendemos que nuestro cayuquero conoce cada chorro por su nombre, que la embarcación debe entrar por el sitio exacto, en el ángulo preciso, si no quiere correr el riesgo de estrellarse contra los acantilados de anfibolitas y esquistos. A veces parece que nos estrellaremos, pero la entrada ha sido perfecta y a último momento, sin un golpe de palanca, la corriente nos desliza paralelos a las rocas que podemos tocar extendiendo el brazo.

Yabas y yamaguas frondosas se alzan en las orillas, y bajo ellas vienen nuestros guías, que le hacen la competencia a la cayuca ((corriendo!! desde casa de Magdalena.

Cuando llegamos a La Perrera, y Patricio, sin aceptar apenas gratificación por su viaje, se vuelve a vela río arriba, aprovechando la brisa que viene del norte, aún no sabíamos que en el segundo chorro tuvo lugar una «catástrofe». Omar había cambiado su puesto en la caña por el salvavidas de Preval, por lo que fue el único en salvarse. Resultó que no pudieron dirigir bien la caña y la punta chocó contra una piedra que sobresalía medio metro del agua. Cuando Preval, que encabezaba la tripulación, miró hacia arriba, vio a Lapuente y Vladimir en el aire, como garrochistas a punto de romper récord. La caída fue más contusa que el vuelo y decidieron continuar empleando medios de transporte más convencionales: a pie. Omar continuó en su «moto» hasta que un campesino, que pasó por su lado en una balsa cargada de plátanos, lo invitó a subir, convirtiéndose en el único de nosotros (y en el único que yo conozca) que haya hecho balsastop en el Toa.

Los náufragos van apareciendo mientras estamos en café y conversación con la abuela de la casa, una lúcida mujer de 80 años que acaba de llegar a pie de no sé dónde.

Reunidos todos, almorzamos arroz con pollo, viandas y café. Recogemos nuestras mochilas, olorosas (es un decir) a monte, y ascendemos la última cuesta, hasta la carretera que nos conducirá, paralela al río, hasta la desembocadura.

Parecemos una tropa de forajidos contentos, que casi habían olvidado la existencia del asfalto.

El río serpentea plácido, se hincha hasta alcanzar 200 metros de orilla a orilla en algunos sitios. Las márgenes suaves, salpicadas de casas, postes telefónicos y automóviles que se dirigen a Baracoa, nos indican el próximo fin de una jornada que comenzó en lugares que se conservan como hace millones de años, y termina en la actualidad.

Al fin, cerca de Duaba, alcanzamos el estuario del Toa, donde el río hace solemne entrega al Mar Caribe de los tesoros arrancados a la sierra.

El río de los siete soles, en: Rev. Bacrup Svieta (en ruso) Moscú, 1989.





Andar la Sierra

29 12 1988

Andar los caminos de la Sierra Maestra es algo que puede comenzar una mañana de agosto en la terminal de ferrocarriles de La Habana: trasiego de mochilas, cajas de conservas, botas recién amanecidas después de prolongado letargo en el closet, pies sin curtir, manos hechas a lápices y libretas, ansiedad, silbidos de tren, sonrisas y buen viaje.

Puede continuar bajo el sol inclemente de Santiago de Cuba, por el Circuito Sur, en un ómnibus repleto hasta los hombros de mochilas y muchachos, bordeando la breve cornisa entre las montañas y el mar, en dirección a Las Cuevas, al pie mismo del Turquino.

Antes de la trepada, que nos conducirá por el firme de la Maestra hasta El Hombrito, comandancia del Che, acampamos junto al mar y nos apresuramos a nadar, es decir, a capear las olas en algo que no se sabe bien si es diversión o pelea con la violenta resaca de la mar que nos lanza de un lado a otro, como probando la resistencia de nuestros huesos para la prueba de la montaña.

Cuesta arriba

A las dos de la madrugada, se da el de pie.

Arrancamos por un camino ancho, en pronunciada pendiente, bajo una luna amiga que alumbra casi como un sol, con la ventaja de que no calienta ‑‑luz fría, dice alguien.

La peor parte del Turquino será esta arrancada, porque nuestros músculos, reblandecidos por las horizontales y el asfalto de la ciudad, por el hábito de moverse sobre cuatro ruedas, se asustan de estos caminos que no van para allá o para acá, sino para arriba. Antes de una hora ya hay rodillas resentidas, asmas inaugurales, bajones de presión y no llego, qué va, yo no sabía, esto es del carajo… Pero aquí está Polo Torres, el «capitán descalzo», sierrero inclaudicable (más de 100 veces ha subido el Turquino), guía del Che en la guerra, cargando mochilas extenuadas, alentando, chisteando, sonriendo o conminando a los ponchados: «Aquí no se raja nadie, coño. Por donde entre el primero tenemos que entrar todos. Esta es la Sierra, carajo. Arriba. Arriba.» Y la columna, fraccionada, va reagrupándose loma arriba.

El Jíbaro, guía y cincopicos de los viejos ‑‑de cuando subir uno era tremendo por el escarpado y largo camino, como una prueba de fuego para iniciarse en el oficio de ser hombre‑‑, un cincopicos que hoy está subiéndolo por trigésimosegunda vez, en un desvío del camino nos indica: «Por aquí» ‑‑dos palabras que ahorran un kilómetro.

El Cuba

La ascensión al Pico Cuba termina a las once de la mañana para los primeros, y a las dos de la tarde para los últimos, después de una pendiente que no cesa, sorbos de agua hasta verle el fondo a la cantimplora y algún trago de vino o ron para reanimar el espíritu (por eso les dicen bebidas espirituosas).

Ya han quedado atrás la aguada de La Majagua, la Loma del Caldero, el Paso del Cadete ‑‑que se fue barranco abajo una noche de lluvia‑‑, cuando nos adentramos entre coníferas frondosas, fresas silvestres, ciprillas (barriles para los lugareños), helechos arborescentes, gladiolos y gardenias que pueblan los alrededores de la antigua estación botánica, casi en la cima del Cuba (casi en la cima de Cuba), donde pasaremos la noche.

A falta de algo mejor, nos conformamos con el agua estancada, llena de larvas de mosquitos, que duerme en algunos charcos limosos. Sólo más tarde, San Pedro nos obsequiará un torrencial aguacero con que llenar las cantimploras y las gargantas.

Al final de la tarde, después que las nubes se deshacen en lluvia, queda abierto el paisaje hasta la costa, la testa del Turquino, coronada espumas, como un silencioso animal de piedra con sombrero.

La noche discurre entre luciérnagas y estrellas heladas a 1800 metros sobre el nivel del mar.

El Turquino

El Paso de las Angustias (que no angustia a nadie) es el puente que une al Cuba con el Turquino. La ascensión es casi dulce, en comparación con la dura jornada del día anterior, y ya a las nueve y algo nos reunimos todos en la cima, junto al busto de Martí que por derecho propio ‑‑quién mejor podría estar en la cima de Cuba‑‑ y a hombros de campesinos. subió hasta aquí a inicios de los cincuenta.

Después de un breve homenaje a Polo Torres y Juanita ‑‑su esposa que, varias veces abuela, subió sin resollar al paso de los más jóvenes‑‑ y las interminables poses para las interminables fotos, descendemos rumbo nordeste, hacia el alto a cuyo pie descansa la aguada de Joaquín.

Nos reunimos allí con un percance: Alexis se ha virado un tobillo, y los que cerramos la marcha tenemos que ayudar repartiéndonos la carga, para que él pueda trepar el Paso de los Monos ‑‑a cuatro patas y sin cola prensil para  más desgracia.

El camino a La Gloria

Rebasado el alto, nos reunimos tres o cuatro kilómetros después para decidir: son casi las cuatro de la tarde y aún nos quedan seis u ocho kilómetros (según los más optimistas) o quién sabe (según los menos) para alcanzar La Gloria, nuestro destino de hoy. Un cruce de caminos nos permitiría bajar hasta un campamento en Agua Revés, a dos o tres kilómetros, y pernoctar allí, pero tendríamos que volver mañana a trepar el firme.

Alexis, aún con el pie negro ‑‑un derrame, después nos enteraremos‑‑ está de acuerdo en intentar el camino a La Gloria.

Tomamos entonces el trillo medio borrado y descendemos hasta el pie de la Loma del Cojo («Mira tu loma, Alexis»), donde se junta la tropa pasadas las seis.

La Loma del Cojo

Allá vamos, persiguiendo a Polo Torres y llenando las cantimploras con el agua de lluvia acumulada en minúsculos charquitos donde el suelo arcilloso no la ha dejado alimentar la tierra, y la humedad del monte cerrado le ha impedido evaporarse.

Pasadas las ocho y casi noche, encontramos un cartel que anuncia: LA GLORIA/8 km. No es el primero. Desde el alto, más  acá del Paso de los Monos, vienen apareciendo anuncios de La Gloria, a seis, ocho, cuatro, tres kilómetros; porque así es de indefinida La Gloria. Pero este, al borde de la noche, nos hace desistir. Acamparemos en el monte, acomodándonos lo mejor posible en una cornisa de la montaña. Un grupo continúa loma abajo, pero es vano el intento. Cuando cierra la noche, la columna, fragmentada a lo largo del camino, duerme en pequeños grupos, sin agua, al descampado, y con pocas posibilidades de hacer fuego por lo mojada que está la leña.

Nosotros logramos recaudar dos cantimploras de agua lodosa para siete y hacemos una hoguerita precaria que alcanza para un té ‑‑a esa hora adquiere el sabor del néctar y la ambrosía.

Reflexiones sobre la humana vanidad

La superpoblación de estrellas es quizás la culpable de que hilemos reflexiones sobre lo difícil que es el camino hacia La Gloria. Difícil y difuso. Nadie sabe cuántos pasos pueden conducirnos a La Gloria, ese lugar que casi siempre se alcanza cuando uno no se lo propone, y casi nunca con premeditación y alevosía. De cualquier modo, concluimos antes de caer rendidos, es un camino arduo, espinoso, sediento, plagado de incertidumbre y sobresaltos.

Humana vanidad que la persigues, para que te enteres: La Gloria no es más que dos barracas, un puñado de hombres y un vivero de repoblación forestal. Pero eso lo sabremos después del mediodía, ya aliviados de la larga sed y recién bañados en un arroyo que brincotea entre peñascos al pie del firme, que hemos descendido con la premura de quien busca la tierra prometida.

Santa Ana

Costeando las lomas, subiendo y bajando al compás de las peripecias del camino, alcanzamos Santa Ana a media tarde: casa, techo y tienda para reabastecernos y comprar pránganas, esas tortas dulzonas pero no tanto, que son el pan, las galletas y los dulces de la Sierra.

En la noche homenajeamos al patriarca de los Torres, colaborador durante la guerra y autor de una extensísima familia que puebla todos estos contornos. Hay canciones y poemas, para concluir con abundante fricasé de macho (puerco en el idioma de aquí, aunque sea hembra), que nos ahuyentan del paladar ese sabor fósil, a muerte antigua, de las conservas que venimos consumiendo desde el primer día.

El Hombrito

es la meta del día siguiente. Tan fácil, después de los sinsabores por alcanzar La Gloria, que más parece ronda en poblado llano que camineo de montaña. Evacuado Alexis, la marcha se aligera y los paisajes nos sorprenden ansiosos por admirar, y Mijaíl, malacólogo de profesión y vocación, escarba el follaje en busca de sacricias.

El Hombrito a las tres horas: un hombrecito de piedra  como emergiendo hasta los hombros, guardián eterno, del pico de una loma. Cercado de montañas e imposible de cercar ‑‑harían falta decenas de miles de hombres‑‑ el valle que la sabiduría táctica del Che escogió para instalar la comandancia, panadería, archivo, el refugio contra los bombardeos, y hasta la piedra donde se sentaba a fumar y discurrir sus sueños de mañana, como nos contará en la tarde Ramón Castellanos, después de un chapuzón en la poza del río, entre pinares, eucaliptos, guayabos y mariposas.

En El Hombrito, donde se fundó la cooperativa «Hermes Leyva», sembramos árboles como mínimo gesto para agradecer tanta generosidad en la acogida.

De El Hombrito a Pinar Quemao, donde dormiremos al día siguiente, es camino bastante descansado. Hacemos noche en un campamento del Plan Turquino, serio esfuerzo por repoblar estas montañas casi desiertas, de hombres, de café y de árboles.

A veces para siempre

En Pinar Quemao concluye (por ahora) este medirle a pierna limpia el costillar a la Sierra.

Sólo nos queda el viaje en camión hasta Buey Arriba, donde inauguramos la exposición del fotógrafo Helio Ojeda, para continuar a Manzanillo y terminar en fiesta de despedida con Polo Torres, Juanita y los incontables hijos y nietos, de anfitriones.

Ni la cerveza fría, ni la música, ni la comida suculenta de Juanita, ni el regreso a La Habana serán capaces de borrar los caminos cuya memoria guardamos en las botas, en las magulladuras de la piel, en las cortaduras del tibisí o las picadas de los insectos, pero sobre todo en el corazón, que es donde suelen alojarse los mejores paisajes de la Sierra, los más arduos caminos, a veces para siempre.

Andar la sierra; en: Somos Jóvenes, nº 109, La Habana, diciembre, 1988.

 





Juegos de sílice

29 11 1988

La naturaleza, esa exhibicionista, es propensa a convocar la admiración de los humanos. A veces en serio, fabricando ríos Amazonas, desiertos del Sahara, barreras coralinas de 3.000 kilómetros, desiertos de hielo, pesadillas en blanco y blanco, tsunamis, terremotos o erupciones volcánicas como la del Krakatoa, que puso en órbita las piedras setenta años antes que los hombres inventaran el sputnik. O lo hace reflexivamente y selecciona con delicadeza mendeliana los animales y las plantas que poblarán el futuro. Y otras veces lo hace jugando, como cuando toma el sílice, uno de los compuestos más comunes del planeta (el mismo que se esconde tras la chispa de los encendedores gracias a su efecto piezoeléctrico, el mismo transductor de los altavoces), y ordena o desordena los cristales, le inserta mínimas impurezas para fabricar, con una admirable economía de medios, la extensa gama del asombro.

A veces deja el cristal aséptico y purísimo, para que después lo llamemos cristal de roca, o amatista, si consta en él una pincelada de hierro que lo empuja hacia el violeta. Entonces lo esconde en el interior de las geodas allá por los Urales. Contaban los griegos que la amatista fue creada por Dionisio vertiendo vino sobre el puro cristal de roca en que se había convertido la doncella Amethystos para escapar al acoso de aquel dipsómano, y que es antídoto infalible contra la embriaguez. Más caro y menos aburrido que la abstinencia.

Con un toque de aluminio y flúor, aparece el topacio, ese diamante de Braganza engarzado en la corona portuguesa. O el rauch‑topacio, transparente y grisáceo como el humo.

Cuando desordena la estructura cristalina del cuarzo y le añade unas gotas de agua, inventa el ópalo (del upala sánscrito), pardo, rojo, verde, negro, que esconde allá por Pontezuela, en Camagüey, o en el desierto Sur de Australia.

O las calcedonias de Bayamo en forma de hachas petaloides y puntas de lanza, sin que ningún taíno haya puesto manos a la obra.

Labor paciente cuando hace crecer, alrededor de un grano pequeñísimo, bandas de sílice de diferentes colores, arcoiris de piedra que no cruza el cielo, sino el tiempo. Esas son las ágatas de Palmira. Piedra de la ciencia y del ojo, que rellena las cuencas de algunas momias egipcias.

Los cristales negros de morión. La citrina dorada o amarillo limón. Cuarzo ahumado, lechoso, hematoideo y rosa, citrino o jaspe.

A veces la naturaleza se apropia de un bosque sepultado en Najasa, Camagüey, y sustituye, con esa paciencia que sólo ella acredita, cada partícula, cada fibra, con cristales de sílice; de modo que un cedro y una palma sigan siendo sin ser madera y piedra. Ese bosque de sílice podría ser un engaño si no fuera un juego, el más difícil de los juegos.

“Juegos de sílice”; en: Somos Jóvenes, n.º 108, La Habana, noviembre, 1988.





Caminos del agua

1 02 1988

Primero fue esa manía que tienen las cañabravas de crecer bien al borde de los arroyos. Más tarde, cuando el hacha y el machete suprimieron su vocación por las alturas y las tajaronlongitudinalmente en piezas largas y acanaladas, fue la fidelidad de las cañabravas al agua más allá del hacha o del machete.

El campesino buscó manantiales de montaña, y a cada ojo de agua arrimó, con la cortesía de quien pide permiso, una cañabrava. Desde ese momento el lloro de los montes baja por las canaletas, salta, dobla, se escurre, vuela en los declives pronunciados, camina con andar de viejo pensativo en los tramos suaves, se escapa por alguna grieta. Chispea el agua en los recodos bruscos. Salpica la tierra donde una semilla de picuala o cañasanta abreva agradecida. Y aunque no lo parezca, siguen vivas para siempre las cañabravas, gracias a esa  complicidad, a esa alegría contagiosa y secreta del agua, que canta en un idioma que sólo el viento, las cañas, el rocío y algunos, muy pocos, hombres comprenden. Aunque este rústico acueducto no sea eterno ni ponderable a los turistas, como los acueductos romanos, cañas abajo esperan por el agua en el bohío las cazuelas sucias del almuerzo, la garganta reseca del hombre que durante  toda la mañana ha roturado la tierra. O quizás antes, a medio andar, encuentre el agua la sed del caminante, o se detendrá para que el pájaro trashumante beba unas gotas, humedezca sus alas y eche de nuevo a volar hacia el mundo.

“Caminos del agua”; en: Somos Jóvenes, n.º 99, La Habana, febrero, 1988.





Cada barco fabrica su arcoíris

29 03 1986

El Viejo Canal de las Bahamas usa un azul entre hondo y transparente, un azul con resabios de playa, de arena mojada. Una pradera de olas donde las nubes no quieren hoy pastar. Quizás por desconfianza hacia nosotros, que nos escurrimos, a dieciocho nudos, en ese mínimo espacio entre el cielo y las aguas. La proa afeita el lomo de las olas. Después el viento, cómplice, esparce aureolas de goticas finísimas donde el Sol se fragmenta en siete puñados de color. Cada barco fabrica su arcoiris, lo lleva siempre por delante, no puede navegar sin él. Y quién sabe si asustados por este pez enorme donde viajan los hombres, o contagiados por la fiesta de los colores, la confabulación del Sol y el agua, los peces voladores se ciernen en bandadas sobre montañas de espuma. Y allá, contra el cordel del horizonte, salta el castero: un puñal de plata que acuchilla el costado del mar, por donde se desangran mis recuerdos.

“Cada barco fabrica su arcoiris”; en: Somos Jóvenes, nº 77, La Habana, marzo, 1986.





El nombre propio de la nostalgia

29 01 1986

Son las seis y cuarenta de la tarde. La hora precisa en que resuella la ciudad, después de contenerse la hemorragia: hombres y mujeres por las venas decapitadas de las oficinas, rumbo a la ducha, la tarea de los niños y el amor. Son las seis y cuarenta de la tarde para la tripulación del buque Océano Artico. La proa: su compás de distancia, mientras enfilamos el canal del puerto. Atrás quedaron las tareas de los niños y el amor. Quince mil quinientos caballos de fuerza empujan los sesenta y tres metros de eslora, los veintidós de manga, en busca de su viejo hábito: el azul. En el muro del malecón dos o tres parejas tempraneras estrenan alguna caricia y no vuelven la cabeza. Los autos van absortos en el tránsito; los niños, en sus juegos; los hombres del anfiteatro, en la cerveza. Y algunos pescadores de orilla saludan con el sedal donde pica siempre, si no pargos o chernas, al menos la paciencia. Las calles desembocan en nosotros y desaparecen. El Morro muestra sus costados hasta el 1843 sobre la frente. Rebasamos la boca. Puede que nosotros vayamos quedando cada vez más a proa o la ciudad a popa, no sé bien si del barco o los recuerdos. La Habana es ya un muro patinado por el orfebre de la tarde, donde el azul se acaba. Después, una guirnalda de luces que alguien ha colgado al final del paisaje. Y por último, una imagen precisa, cuidadosamente plegada en la valija aún a medio cerrar de los recuerdos.
Porque esta tarde es la Habana el nombre propio de la nostalgia.

 
“El nombre propio de la nostalgia”; en: Somos Jóvenes, nº 75, La Habana, enero, 1986.





Cayo Caimán: el día que no cesa

27 05 1985

No lo busquen en atlas escolares, ni siquiera en mapas medianos. Solo en mapas detallados asoma Cayo Caimán Grande su rostro tímido: una almendra de piedra lamida por la Corriente del Golfo, un guijarro de trescientos metros que dejó caer quizás algún gigante mitológico en el mar; cualquiera de estas definiciones sirve para imaginarlo, aunque lo de «grande» sea relativo. Lo es respecto a los caimancitos que lo rodean, entre ellos, al oeste, Cayo Caimán de la Mata de Cocos, donde lo más típico es que no hay ninguna mata de cocos.

 

Seis horas de mar

El agua, de un verdiazul para postal turística, sangra espuma en la herida de la proa. Arriba, el cielo blanqueado por un Sol que dan ganas de enlatarlo para enviarle a los esquimales. Siempre al nordeste, playas en que se pierde la noción común de arena y transparencia. Deslumbrados, avistamos el faro siete millas antes.

En el recorrido nos hemos detenido dos veces, aprovechando para nadar en aguas de seis brazas, con el fondo al alcance de la mano (parece); aunque en el último chapuzón la advertencia de un viejo pescador nos hace salir con cierta premura ‑‑no somos aficionados a nadar entre picúas.

Detalle curioso es un antiguo barco encallado años atrás, sobre el que se ha montado un centro de acopio pesquero y una procesadora de langostas. Sobre la cubierta despojada de grúas y mástiles, se halla la pequeña fábrica, como un injerto de tierra y mar.

 

María

A la salida del puerto, una mujer que ronda los cuarenta, con la sonrisa a punto siempre de dispararse en los labios, se incorpora al grupo. Después sabremos que María Suárez lleva a cuestas, con el heroísmo de todos los días, que es el más difícil, tres hijos y trece años de matrimonio con el teniente Evelio Cabrera Moreina, miembro fundador  de las tropas guardafronteras (veintiún años, que no es poco), ex‑combatiente de la lucha contra bandidos en el Escambray y jefe del puesto de Cayo Caimán. Ha pasado estos trece años en los cayos mientras María hace de padre y madre, porque sabe que él ‑‑nunca voy a encontrar otro mejor‑‑ tiene su lugar de padre en el sitio más duro de la patria. Y nadie sabe quièn es más héroe, si el hombre o la mujer, porque son dos pechos para una sola medalla.

Ahora atraviesa con nosotros las seis horas de mar. María y Evelio hace quince días que no se encuentran.

 

Caimán de piedra

7:15 p.m.: El barco toca el muelle que se prolonga, como una lengua de hierro y madera, desde el islote calcáreo. A la derecha: el faro, un enorme caramelo a listas rojas y blancas. Al frente, en la misma cima, la torre y el edificio azul del puesto. En la escalera de hormigón que sube hasta el, un perro solitario nos husmea curioso. Pero apenas traspuesta la entrada, un puñado de jóvenes en perfecta formación nos ofrece la bienvenida, que es aún más cálida cuando se mezclan saludos y preguntas con sonrisas y asombro (nuestro) sobre la plazoleta de cemento rodeada por un cantero donde crecen, en este islote de piedra y sal, las más bellas plantas ornamentales, traídas desde Cuba, sembradas en tierra, (también traída desde Cuba!, y regada con agua ((nada menos que de Cuba!! La patana que la trae viene cada dos meses y se conserva en cuatro cisternas, ya que el cayo no posee agua dulce y aquí hasta la lluvia es un acontecimiento.

Después de la comida, conversamos con los combatientes: Héctor Cobiella, un viboreño que entró de cocinero y tuvo comiendo arroz crudo a toda la guarnición hasta que más o menos. José Manuel Artiles, de Santa Clara, que espera obtener la orden 18 e ingresar en arquitectura. Ramón Antonio González, que pasó de técnico en agronomía en su Esperanza natal, a guardafronteras.

Pocas palabras bastan para que se haga una brecha en el silencio y por ahí se evadan las anécdotas, los recuerdos, los chistes. Y es que la alegría de los veinte años puede ser el arma mejor engrasada.

Hablan del jefe recto pero justo, y en la voz no hay ni rastros de adulación. Solo respeto por el hombre, más que jefe.

Comentan que los únicos animales (irracionales) en el cayo son el perro curioso, y un guanajo peremnemente en celo ‑‑sin remedio‑‑, porque no hay ni mosquitos ‑‑tampoco los añoran‑‑, salvo cuando el viento del sur trae algo de «plaga» (tábanos, jejenes y hasta bichos sin nombre) desde los cayos vecinos.

Vuelve el jardín «que no se puede secar»‑‑son palabras de Evelio‑‑»por un problema de principios». Y regarlo con el fusil al hombro es casi un símbolo de esta especie de hombres horneados por la soledad, el peligro y la belleza.

Después de la televisión, nos ceden sus camas. Los baños impecables. El gesto codicioso de ofrecer, como antes compartieron con nosotros la ración sabrosa y abundante del guardafronteras.

Al día siguiente vamos juntos al muelle, y a la preciosa playita del este, donde se nada a diario. Pero además, nos enteramos por qué en Cayo Caimán el día comienza a las seis de la tarde.

 

Comienza el día

¿Qué hacer? Sería la primera pregunta para iniciar un día. Y es ésta la que lo inicia aquí. Solo que ocurre a las seis de la tarde y se denomina «cálculo operativo». Designan las misiones y los responsables: unos cocinarán y atenderán los equipos, turnos de guardia, limpieza, nadar, descanso, instrucción militar, clases políticas y deporte en un gimnasio construido por ellos. Cuando se disipa el humo de las fábricas, cuando se vacían las aulas y los arados abandonan la tierra, entonces comienza el día para los combatientes. Su mediodía es nuestra medianoche, y por eso regresamos sin tristeza, mar al sur,  con la confianza de que en el archipiélago cubano, hay siempre alguien que no duerme.

 

“Cayo Caimán: el día que no cesa”; en: Somos Jóvenes, nº 67, La Habana, mayo, 1985.





Crónica con los ojos del miedo

1 07 1984

El mundo recién estrenaba el siglo XX cuando, en Hoyo de los Indios, cerca de las fincas El Merino y Ojo del Agua, fue descubierto «El Peludo de Mayajigua». Herido durante la guerra de 1868 en dos lugares, en el cuerpo y en la valentía, se escondió en la zona durante treinta años, sin llegar a curarse nunca de la segunda herida.
Desde tiempo atrás, los campesinos habían notado hurtos de viandas en las vegas, y de gallinas que se alejaban más allá de lo prudente. Algunos creyeron  verlo alguna vez, pero la visión se les antojó más de aparecido que de humano. Se santiguaron y prosiguieron presurosos, para evitar los arrimos de las apariciones. Y no andaban desencaminados, porque el hombre solo suele ir involucionando en dirección al mundo de los fantasmas.
Cuando lo hallaron ya era un hombre viejo, aunque nunca se sabe lo viejo que puede ser un hombre cuando tiene miedo. Digamos: sesenta años. De haber alcanzado los ochenta, habría oído, escondido tras un ocuje, a los caminantes comentar el reciente ferrocarril, a cuyo paso se abrió Florencia sobre las fincas, marcada en el nombre con las nostalgias de un ingeniero italiano. Ya entonces se habría adentrado en su cueva despavorido por los disparos: las guerritas del seis y del diecisiete contra Estrada Palma y Menocal.
A los noventa, el viento le habría traído el olor de la masacre: Machado era el dueño de la isla. El fascismo emparentaba a Florencia con su tocaya italiana.
Si aún hubiera alcanzado los ciento veinte hurtando viandas a los montunos, corría el peligro de ser descubierto por aquellos hombres de pies rotos, hambre y furia, que cargaban como único lujo la esperanza. Su pánico de desertor lo habría empujado al fondo de la cueva, como si se le viniera encima el juicio del hombre flaco, de sombrero alón y barbas que traían adentro todas las barbas. Pero ya para entonces la columna cruzaría el río más arriba, por una escarpa, en dirección a la victoria.
Pero si aún más, el «Peludo de Mayajigua» hubiera empinado la cuesta de los cientocincuenta años, habría muerto como consecuencia de los gritos y las risas de los muchachos en la base de campismo: en su río, al pie de su cueva. Porque ellos traerían en sus ojos todas las guerras y todas las historias, todos los hombres y mujeres que arrimaron las piedras para que el pueblecito nostálgico que asomaba los ojos tras el andén, vistiera los pantalones largos. Porque vendrían además a pecho limpio, porque no se esconderían, porque son el futuro, un lugar muy peligroso del que se apartan los que tienen miedo.

“Crónica con los ojos del miedo”; en Somos Jóvenes, La Habana, 1984