Lunes 2 de agosto
5,40 am. Veintiséis jóvenes bajan del ómnibus donde, durante diecinueve horas, han cubierto los 956 kilómetros que separan La Habana de Santiago de Cuba. Después del desayuno, cambian sus ropas de ciudad por pantalones de lona, botas de suela gruesa o tenis, y revisan que en las mochilas no sobre un gramo. Saben que después, cada gramo pesará dos, tres, cien veces más.
Regresamos a la carretera, rumbo norte. Atrás van quedando plantaciones de caña, pequeños poblados que se arremolinan alrededor de los centrales, la entrada al zoológico de piedra, hoy parque nacional, donde un campesino‑escultor convirtió en elefantes, rinocerontes, leones, las rocas desperdigadas por su finca. Recogemos a los guías en distintos puntos del camino y a las diez ya estamos en la Jaiba, al pie del macizo montañoso que forma parte del Moa‑Baracoa, en el extremo este de la isla.
El objetivo del viaje es practicar un recorrido inédito: seguir, desde el nacimiento hasta la desembocadura, el curso del río más caudaloso de Cuba: el Toa. Con su longitud de 100 kilómetros, su cuenca de 326 kilómetros cuadrados y sus 71 afluentes es apenas un arroyo en comparación con sus colegas del continente, sólo que este río discurre por la región más escabrosa del país, muy despoblada, y donde los bruscos cambios en el régimen de las lluvias provocan súbitas crecidas, cuya fuerza y peligrosidad descubrimos días más tarde.
Después de almuerzo iniciamos la subida. El camino arranca con una fuerte pendiente que remonta el firme desde 480 hasta 680 metros, en apenas un kilómetro de distancia, a lo cual se suman 32 grados sobre cero y 85% de humedad. Las piernas estrenan un cansancio olvidado.
Entre Aguas Blancas y La Munición, el camino se hace más practicable. Un pedregal de calizas salpicado de arbustos, montes espinosos y varías, que elevan quince metros sus troncos agrietados y grises. Tomamos un atajo que nos ahorra poco más de un kilómetro y entramos en la zona de serpentinitas cubiertas por suelos lateríticos, de un rojo profundo, donde, como consecuencia del altísimo contenido de hierro, no crece otra vegetación que algunas zarzas y pinus cubensis, oriundos de las Antillas, donde los montes se elevan más allá de los 700 metros. Erguidos, muy rectos, escasos de follaje, son los adolescentes de la montaña.
Ya en lo alto de la meseta de Cupeyal del Norte, el guía detiene la columna. Por aquí debe nacer el río, pero nadie sabe exactamente dónde. Mapa en mano, compruebo la posición y con un pequeño grupo me desprendo, cañada abajo, en busca de la intersección entre dos arroyos, al noreste de nuestra posición.
A medida que bajamos, la maleza se hace más espesa, la topografía, engañosa, esconde bajo la hierba numerosos huecos de hasta dos metros.
Entramos a la primera cañada y unas veces saltando sobre filosas piedras, otras, a golpe de machete entre lianas y troncos derribados, alcanzamos la confluencia donde se iniciará mañana nuestro viaje: el nacimiento del río cuyo nombre, según algunos, es obra de los aborígenes, como onomatopeya del croar de las ranas (hay quienes afirman que toa era la palabra rana en su lenguaje). Según otros, la denominación pudiera derivarse de toatoo (totí) en dialecto malinké, o del inglés toad (sapo). De cualquier manera, el Toa es aquí no más que un arroyo de veloces aguas huyendo entre guijarros.
Llenamos las cantimploras para llevarle a los compañeros que acamparon en la meseta y avanzamos por el cauce, dado que la espesa vegetación no nos permite el acceso a las orillas. Ya oscurece cuando decidimos abrirnos paso entre la selva loma arriba. El camino que aparece en el mapa ya no existe, devorado por la furia de las plantas, que en las Antillas sólo necesitan algunas semanas para borrar las huellas del hombre.
Durante una hora, por una pendiente de cuarenta y cinco a sesenta grados, entablamos una batalla silenciosa con las espinas rectas del palo bronco y las garras de las uñas de gato. Alcanzamos la cima con veinte o treinta cortadas cada uno como trofeo. Una espina rajó el traje de campaña de Preval y siete centímetros de piel. Sangra bastante.
Vamos marcando el camino para regresar con todo el grupo mañana.
Desde arriba, y casi en la más completa oscuridad, Pincho, uno de los guías, descubre un trillo y lo fija, como en un mapa, en el instinto de orientación que poseen casi todos los hombres criados en la montaña. Los compañeros encienden fósforos que, a 400 metros de distancia, nos guían en la oscuridad como faros.
Nos acomodamos en un rancho abandonado.
A las tres de la madrugada me despierta la luna. Salgo afuera. Excepto hacia arriba, donde el cielo abarrotado de estrellas parece de una transparencia total, la visibilidad se reduce a pocos metros. En medio de la niebla, nuestro desvencijado rancho, maquillado por la luz de la hoguera, parece el sitio más acogedor del mundo. Comemos, bebemos café y fumamos arrimados a la lumbre. Faltan dos horas aún para que amanezca.
Martes 3 de agosto
El sol va derritiendo la niebla y a las ocho de la mañana todo el grupo ha alcanzado la cabecera del río.
El cauce será nuestro camino durante los próximos días, por lo que casi todos los pantalones terminan en el fondo de las mochilas y continuamos en short.
El Toa corre cerrado, entre rocas ultrabásicas oscuras y lustrosas, que ocasionalmente obstruyen el cauce, convirtiéndolo en un puñado de chorros y a nosotros, en un puñado de cabras trepando por los riscos.
Más alante, el río se orienta sobre la cicatriz entre dos tipos de rocas: al noreste, serpentinitas, que constituyen el extremo oriental del cinturón hiperbasítico de Cuba; al suroeste, lavas andesito‑basálticas y tobas de 58 millones de años, producto de una actividad volcánica muy similar a la de los arcos de islas del Pacífico actual.
Un gavilán planea a doscientos metros de altura y se deja caer sobre una presa invisible, mientras el sol alcanza el fondo del valle y hace presa de nosotros.
Mario avanza a la vanguardia con la pierna muy hinchada por su caída de ayer.
El río tuerce constantemente su rumbo y apenas puedo sacar la brújula. Algunas pozas nos obligan a vadear con el agua al pecho. Otras veces, tenemos que pasar las mochilas con cuerdas y cruzar a nado. Las laderas son cada vez más verticales y la vegetación más impenetrable.
Gipsy se empieza a sentir mal y nuestra marcha se retarda. Ya el grupo se ha escindido en pequeños equipos a lo largo de tres o cuatro kilómetros de río. Al caer la noche, Guillermo, Gipsy y yo acampamos en un playazo de la margen derecha. El machete se ha partido y tenemos que recoger ramas arrojadas por la crecida para hacer fuego. Comemos algo y compruebo que la brújula está llena de agua. Preparamos con los nylons un tipi sobre una armazón de varas.
De vez en cuando, alimentamos la hoguera con ramas verdes para mantener el humo. Es lo único que nos espantará los mosquitos, para los cuales somos un regalo inesperado, dada la escasez de mamíferos tan corpulentos por estos alrededores. Ni tan pintorescos como Gipsy con mi ropa de recambio, porque su mochila se fue con uno de los guías que ahora debe quedar a quién sabe cuántos kilómetros.
A las dos y quince de la madrugada, Guillermo nos levanta pensando que amanece, pero es sólo la luna. Bastante trabajo me cuesta convencerlo.
Miércoles 4 de agosto
Guillermo sale antes. Yo acompaño a Gipsy, que no puede andar muy rápido. Una hora después vemos por última vez a Guillermo, sorteando una larga poza. Las dos mochilas que llevo me van pesando más a cada paso.
A las diez alcanzamos en un playazo los restos de un campamento. A las doce, una poza bastante honda, donde nadamos para mejorar nuestro humor. A las dos de la tarde, llegamos al paso de los resbalones: Una sucesión de pozas y roquedales cubiertos de escaramujo, que resbala como jabón. Entre caídas e inmersiones, pasamos al otro lado.
Comienza a llover y lo que más me preocupa es la cerrazón de nubes hacia la cabecera del río. Si llueve mucho en esa zona, podría crecerse horas después y las huellas en la orilla indican la fuerza de las crecidas: arbustos y árboles corpulentos arrancados o doblados.
Aparecen grandes bloques de caliza rosada y brechas. En una piedra de la margen derecha, alguien ha escrito «1/2 kilómetro», pero al medio kilómetro sólo aparecen huellas que se dirigen río abajo, donde nos espera una profunda laguna. No se puede vadear y la cruzamos a nado. Yo hago dos viajes para transportar las mochilas.
Al anochecer, trato de subir por un camino para encontrar el alto de Raisú, pero cien metros más arriba, la maleza lo borra totalmente. Regreso y encuentro una hoguera a punto de apagarse. La reanimo y ponemos a secar sobre una piedra los fósforos, la ropa, los cigarros. Mi pequeña antología «Los poetas románticos ingleses», hinchada por el agua, va alimentando la hoguera. Puede que no sea un mal final para Lord Byron y familia.
La comida va en la vanguardia y la ración de emergencia se acabó ayer, por lo tanto nos conformamos con dos paqueticos de sales digestivas que nos ayudan a bien digerir el agua en que los disolvemos.
A Gipsy le sube la fiebre hasta cuarenta grados, los perros jíbaros aúllan cerca de la hoguera y el sonido inquieto del río me hace buscar el camino más corto hacia el lugar donde los árboles tumbados indican el límite de crecida.
Esta es, posiblemente, la noche más larga que pasé en el Toa.
Jueves 5 de agosto
Arrancamos a caminar temprano y casi inmediatamente escuchamos gritos río abajo. Son Preval y Eulises, que vienen de Río Frío, una finca que dista apenas medio kilómetro. Ayer encontraron a unas muchachas lavando, que los llevaron hasta la casa, donde se quedaron esa noche.
Cuando alcanzamos el alto, vemos al primer campesino en tres días.
En la casa, unos vasos de leche y el café nos devuelven cierta alegría estomacal. El termómetro que le colocan a Gipsy sube hasta 40,2.
Después de almuerzo, salimos hacia Raisú. Tres horas de camino entre platanales, bosquecitos de majaguas azules y almácigos colorados, y sobre un pavimento de lajas calcáreas. Gipsy va a caballo. Esa noche será evacuada hacia Baracoa, donde nos esperará, ya repuesta, al final del camino.
Dormimos en un albergue cafetalero, en literas (un verdadero lujo) y todo el campamento es como un gran taller de reparaciones: ampollas, heridas, golpes, picadas de insectos (mosquitos, roedores, jejenes, abujes, garrapatas y moscas macagueras, de 2,5 centímetros y que muerden o pican, quién sabe) de las cuales mi espalda es una variada muestra.
Casi de noche, un grupo de porteadores, seleccionado entre los más frescos, se lleva a Gypsi, corriendo, en una parihuela improvisada.
Después de comer, los campesinos del lugar nos invitan a su casa, elevada dos metros sobre pilotes, una protección adicional contra las crecidas, que en esta zona han alcanzado hasta diez metros sobre el nivel medio del río. Bebemos infusión de cañasanta, una hierba alargada, como la hoja de la caña (tres centímetros y medio de ancho en la base y medio metro de largo), que tiene el sabor del té con limón.
Más tarde, mi sueño es una especie de muerte temporal.
Viernes 6 de agosto
Aún de noche, salimos en dirección noreste. A pesar de las linternas, vamos tropezando en el irregular camino de esquistos y calizas. Atravesamos el río después del batey Durano y continuamos bordeando el curso por la margen derecha, guarnecida por mariposas blanquísimas (la flor nacional), hortensias, flores naranjas, amarillas, violetas. A fuerza de colocarse flores en el pelo, en las mochilas, en la ropa, las muchachas comienzan a establecer una simbiosis con el mundo vegetal, hasta el punto que ya no se sabe dónde terminan las flores y comienzan las muchachas. El Toa tiene esas mañas de ser jardín apenas unas horas después de ser roquedal y chorros espumosos.
Cerca de Arroyo Bueno improvisamos un desayuno de conservas, galletas, mantequilla y tomates.
A las once llegamos a Bernardo, donde nos esperaban ayer. De ahí a Playita, el almuerzo y el descanso de una hora con baño en las pocetas y una pequeña dosis de turismo.
Pincho, uno de los guías, pesca (y efectivamente pesca) con una azagaya de madera aguzada y endurecida al fuego. Espera durante diez o quince minutos, en una inmovilidad perfecta, a que la presa se acerque, para después ensartarla con un movimiento vertiginoso del brazo. Parece que estamos contemplando una escena precolombina en los umbrales del siglo XXI.
Loma arriba tropezamos con un arria de mulos, el principal transporte de estas zonas. Capaces de largas jornadas con cientos de libras a cuestas, no pierden el equilibrio ni en los pasos más arduos. Breves en el descanso, resistentes a las enfermedades y tercos «como mulos». Se les siente venir desde la distancia por el cencerro anunciador al compás de la marcha. Esta vez son diecinueve, pero hay arrias que suman varias decenas de animales. Alguien tendrá que hacerle alguna vez un monumento al mulo en las montañas. Lo merece.
Llegamos a casa de Flora, la única mujer entre los guías. Flora Rojas, miembro del clan de los Rojas, descendientes de nuestros aborígenes que conservan una pureza racial extinguida en el resto del país. La frente huidiza, los pómulos abultados, los ojos oblicuos y el rostro ovalado, la complexión fuerte y la estatura discreta los diferencian. Bernardo es la única región donde es posible encontrar este biotipo, dado que en ella, por lo intrincado del monte y la falta de caminos, el coloniaje español apenas si fue una referencia más o menos lejana hasta fines del siglo XIX. Y el acceso a la civilización no ocurrió sino en este siglo, y especialmente en los últimos decenios, con la red de caminos y carreteras que enlazan las localidades más importantes.
La presencia de rocas olistostrómicas con edades entre 60 y 70 millones de años, denuncian la existencia de un mar en esta región, cercano a una costa montañosa y frecuentemente azotada por los sismos. Pero eso ocurrió hace 70 millones de años. No hay por qué inquietarse.
Loma arriba, loma abajo, alcanzamos Paulino al final de la tarde. Median no pocos accidentes de importancia menor y cansancios de importancia mayor. Alguien trae enrrollada al brazo una pequeña serpiente que no acaba de acostumbrarse a nuestro humano ajetreo.
Los dos kilómetros desde Paulino al lugar donde dormiremos discurre entre cafetales, poblados de ceteyes (xaxabi en lengua aborigen) que se dejan apenas entrever por su plumaje verde esmeralda salpicado de rojo ‑‑idéntica combinación que los cafetales maduros. Se escucha el to‑to‑to del cartacuba, pero nos resulta imposible ver a este bellísimo pajarito.
Tras el lugar donde acamparemos, descubrimos un mapen o árbol del pan, cuyos frutos (de 2 kg.), cortados y cocidos, tienen el sabor de la malanga, como pudimos comprobar esa noche.
Preparamos madera para una gran hoguera con lecturas y música esta noche, pero el torrencial aguacero es la única música de que disfrutaremos hasta mañana.
La naturaleza también prepara sus tertulias.
Sábado 7 de agosto
Amanece diluviando. Amaina a ratos, pero no cesa. A las nueve, empapados, dejamos paso por un estrechísimo camino, a dos hombres que portan una parihuela con un muchacho enfermo. Detrás van otros dos para turnarse y al final, la madre a caballo. Hace un día que vienen de camino, lo cual da una pálida idea de lo intrincadas que son estas regiones, donde ni siquiera los helicópteros podrían aterrizar. Vegetación desbordada, barrancos, cuestas abruptas, ríos de mal humor.
La lluvia va añadiendo cada vez más peso a las mochilas.
Nos calentemos un poco con té y café antes de trepar la «Loma o subida de la Kalunga», 520 metros de diferencia vertical en tres kilómetros.
Al llegar a la cima, una de nuestras bravas muchachas se deja caer en una piedra y sorpresivamente empieza a llorar. )Por qué? Ni ella misma lo sabe. Puede que el llanto le aliviara el cansancio, porque minutos más tarde ya está riendo como siempre. En el desván de un viejo almacén que ahora sirve de tienda, encontramos una máquina de coser Singer de 1902. Comemos carne y plátanos. Y esto merece capítulo aparte, porque aquí el plátano hervido ocupa el lugar del arroz o el trigo. Es el carbohidrato esencial que determina una cultura gastronómica del plátano, en un país arrocero como Cuba. Por eso hemos acordado que este viaje podría llamarse La Vuelta al Toa en Ochenta Plátanos.
Seguiremos plataneando río abajo.
Bajamos por platanales sin límite y los de alante cortan de vez en vez un racimo maduro, que colocan a la vera del camino para que cada cual se sirva, y así alimente su motor de plátanos.
En el alto, encontramos un zun‑zun (Chlorostilbon ricordii), una de las aves más pequeñas del mundo, que espera pacientemente a que aparezca Wilfredo, para dejarse retratar sin objeciones. Es la única ave capaz de mantenerse estática en el aire gracias al rapidísimo batir de sus alas (75 veces por segundo). Como un helicóptero. Liba en ángulo de 45 grados y la coloración es verde hasta azuloso en la punta de las alas.
Después de subir por encima de los 700 metros, descendemos por un caminito que se abre paso a duras penas entre la maleza. En ese momento, escuchamos voces y gritos en la vanguardia. Un campesino, ajeno en estas soledades a la posibilidad de encontrarse con alguien, se bañaba desnudo en un arroyo. No le quedó más remedio que salir, envolverse en su toalla y pararse al borde del camino, como quien presencia un desfile militar. Vamos pasando de uno en uno, a lo largo de medio kilómetro, y él da las buenas tardes, aunque cuando se trata de alguna muchacha, no sabe donde poner los ojos.
Abandonamos la selva espesa por un bosque de pinares en suelos lateríticos (las mayores reservas de lateritas niquelíferas del planeta) y más tarde entramos a un bosque de helechos arborescentes vago recuerdo de los que cubrieron grandes extensiones de la Tierra durante el Carbonífero.
Frente al panorama impresionante de Pico Galán, que empina su estatura, su corbata de nubes, comienza la bajada de «La Malanga», que es otra prueba, dado que se combinan un suelo de arcillas muy resbalosas, una colección de chubascos y entre 30 y 45 grados de pendiente, con mi abultada mochila llena de muestras de rocas, y que ya debe andar cerca de los 35 kilogramos.
A las siete alcanzamos el arroyo Mal Nombre, pero aún nos quedan dos horas hasta el sitio donde acamparemos, en un albergue desolado y lluvioso (siempre menos que afuera). Esas últimas dos horas proporcionan más caídas que el resto del día: de noche, a ciegas, por un camino desconocido que entra intermitentemente al arroyo.
A las diez, el golpetear de la lluvia sobre el techo de zinc funciona como una canción de cuna. Aunque ninguno de nosotros necesita somníferos.
Domingo 8 de agosto
El de pie se produce a las cinco, pero decidimos dormir un poco más. De todos modos, es imposible salir en la oscuridad y bajo un torrencial aguacero que no ha cesado en toda la noche.
El arroyo se ha convertido en una riada embravecida de aguafango carmelita rojizo. Ramas, troncos, islitas de vegetación son arrastradas a gran velocidad. En los numerosos pasos, vados en condiciones normales, el agua alcanza la cintura. Formamos cadenas para sortearlos. Algunos son desprendidos por la corriente y arrastrados arroyo abajo, pero la «brigada de rescate» los incorpora de nuevo. Catorce pasos en total caminando bien despacio, con los pies encajados en el fondo resbaladizo.
El arroyo Mal Nombre justifica su mal nombre.
Es imposible continuar por el camino, que cruza continuamente el Toa crecido. Habrá que ir bordeando las empinadas lomas que flanquean el río.
Caminamos cerca de la casa de un campesino que vive solo, sin familia, en un rancho casi inaccesible. «Baracutey», dice uno de los guías. Denominación para los hombres solos que ya Cirilo Villaverde recoge en su Excursión a Vuelta Abajo a mediados del siglo XIX.
Alcanzamos el Toa a las diez. Ya por aquí ha asimilado como un buen río adulto la crecida del Mal Nombre y resbala casi inmutable sobre el cascajo, dejando entrever, sólo por el color de sus aguas, que en las cabeceras hubo carnaval de lluvias. Caminamos por la margen septentrional. Las laderas se suavizan. El valle se abre paulatinamente en U, y en las orillas se levantan frecuentes cañaverales, bambúes y cocoteros. Paramos en un cocotal bastante poblado y rebosamos la cantimplora del estómago con una mezcla suculenta de guarapo y agua de coco.
La alternancia de inmersiones, asoleamientos y lloviznas, con el consiguiente humedecimiento‑secado‑humedecimiento de mi short, me provoca dos gigantescos pelados (como del tamaño de un huevo) en el envez de los muslos. Eso me obliga a continuar, durante el resto del día, con paso de vaquero a quien escamotearon de súbito el caballo. Ensimismado en mi nuevo estilo de andarín paleolítico, me sorprenden dos jóvenes en trusa y aspecto bien forastero, que vienen corriendo a nuestro encuentro. Llevan dos días esperándonos en un embarcadero de cayucas (botes de fondo plano) que encontraremos 300 metros más alante.
En la caseta nos tienen café caliente, dulces, vino, aguardiente y una pesa donde compruebo que he bajado doce libras en menos de una semana. Diez o doce semanas a este ritmo bastarían para hacerme desaparecer.
Poco después llegamos a casa de Patricio Ramos, campesino y cayuquero, que concluye de reparar una ambarcación. Aquí los medios de locomoción se bifurcan: una parte irá en cayuca, otra parte a pie (nuestro medio más tradicional) y la última adoptará un sistema más insólito.
Poco antes, habíamos visto a un muchacho de diez años lanzar al río una caña de bambú de 4 o 5 metros de largo, echarse a horcajadas sobre ella y dejarse llevar por la corriente, con el único trabajo de mantener el rumbo braceando ligeramente. Y este es el tercer medio de locomoción: el bambúcross, «deporte nacional del Toa».
Por último, aunque este sí es un caso muy particular, Preval se lanza río abajo a bordo de su chaleco salvavidas (la moto). La caña en que van Lapuente, Omar y Vladimir sería el auto. Y la cayuca, con quince de tripulación, el ómnibus.
La cayuca se desliza en los rápidos sin esfuerzo, corrigiendo el rumbo en la proa mediante una palanca de tres y medio metros. En los remansos, la palanca se apoya en el fondo y sirve para ayudar al único remo, colocado en la popa, que maneja un hombre de pie, moviéndolo como la cola de un pez.
En uno de los rápidos (chorros), la embarcación sobrecargada casi se vuelca y los cayuqueros deben lanzarse al agua para sostenerla, a brazo limpio, con los pies sembrados en el fondo.
Hay que achicar constantemente para evitar el hundimiento.
La confluencia con el río Jaguaní, en forma de T muy abierta, es bellísima y desde ese momento el paisaje se dulcifica, las márgenes se amplían y el universo (cuando menos el universo que tenemos a mano) se hace menos agresivo.
Poco después, arribamos a la casa donde acamparemos ésta, nuestra última noche en el río. Magdalena, la dueña, nos permite, con esa natural amabilidad campesina, que le tomemos la casa por asalto y colguemos nuestras hamacas en los sitios más inesperados.
Lunes 9 de agosto
La claridad se escurre lentamente cobija abajo, a medida que el sol se levanta, por séptima vez para nosotros, sobre las verdes aguas del río.
El desayuno de leche, malangas con mojo de cebolla y ajo, café y buenos días, es un buen preludio para la última jornada.
A las siete, Patricio Matos ya espera por nosotros bebiendo café en la terracita soleada, a cuatro metros sobre la superficie escarpada de la loma, dado que la casa se yergue sobre pilotes recios de jiquí, lo que le confiere una arquitectura entre vivienda arbórea y palomar.
Río abajo aprendemos que nuestro cayuquero conoce cada chorro por su nombre, que la embarcación debe entrar por el sitio exacto, en el ángulo preciso, si no quiere correr el riesgo de estrellarse contra los acantilados de anfibolitas y esquistos. A veces parece que nos estrellaremos, pero la entrada ha sido perfecta y a último momento, sin un golpe de palanca, la corriente nos desliza paralelos a las rocas que podemos tocar extendiendo el brazo.
Yabas y yamaguas frondosas se alzan en las orillas, y bajo ellas vienen nuestros guías, que le hacen la competencia a la cayuca ((corriendo!! desde casa de Magdalena.
Cuando llegamos a La Perrera, y Patricio, sin aceptar apenas gratificación por su viaje, se vuelve a vela río arriba, aprovechando la brisa que viene del norte, aún no sabíamos que en el segundo chorro tuvo lugar una «catástrofe». Omar había cambiado su puesto en la caña por el salvavidas de Preval, por lo que fue el único en salvarse. Resultó que no pudieron dirigir bien la caña y la punta chocó contra una piedra que sobresalía medio metro del agua. Cuando Preval, que encabezaba la tripulación, miró hacia arriba, vio a Lapuente y Vladimir en el aire, como garrochistas a punto de romper récord. La caída fue más contusa que el vuelo y decidieron continuar empleando medios de transporte más convencionales: a pie. Omar continuó en su «moto» hasta que un campesino, que pasó por su lado en una balsa cargada de plátanos, lo invitó a subir, convirtiéndose en el único de nosotros (y en el único que yo conozca) que haya hecho balsastop en el Toa.
Los náufragos van apareciendo mientras estamos en café y conversación con la abuela de la casa, una lúcida mujer de 80 años que acaba de llegar a pie de no sé dónde.
Reunidos todos, almorzamos arroz con pollo, viandas y café. Recogemos nuestras mochilas, olorosas (es un decir) a monte, y ascendemos la última cuesta, hasta la carretera que nos conducirá, paralela al río, hasta la desembocadura.
Parecemos una tropa de forajidos contentos, que casi habían olvidado la existencia del asfalto.
El río serpentea plácido, se hincha hasta alcanzar 200 metros de orilla a orilla en algunos sitios. Las márgenes suaves, salpicadas de casas, postes telefónicos y automóviles que se dirigen a Baracoa, nos indican el próximo fin de una jornada que comenzó en lugares que se conservan como hace millones de años, y termina en la actualidad.
Al fin, cerca de Duaba, alcanzamos el estuario del Toa, donde el río hace solemne entrega al Mar Caribe de los tesoros arrancados a la sierra.
El río de los siete soles, en: Rev. Bacrup Svieta (en ruso) Moscú, 1989.
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