El mundo recién estrenaba el siglo XX cuando, en Hoyo de los Indios, cerca de las fincas El Merino y Ojo del Agua, fue descubierto «El Peludo de Mayajigua». Herido durante la guerra de 1868 en dos lugares, en el cuerpo y en la valentía, se escondió en la zona durante treinta años, sin llegar a curarse nunca de la segunda herida.
Desde tiempo atrás, los campesinos habían notado hurtos de viandas en las vegas, y de gallinas que se alejaban más allá de lo prudente. Algunos creyeron verlo alguna vez, pero la visión se les antojó más de aparecido que de humano. Se santiguaron y prosiguieron presurosos, para evitar los arrimos de las apariciones. Y no andaban desencaminados, porque el hombre solo suele ir involucionando en dirección al mundo de los fantasmas.
Cuando lo hallaron ya era un hombre viejo, aunque nunca se sabe lo viejo que puede ser un hombre cuando tiene miedo. Digamos: sesenta años. De haber alcanzado los ochenta, habría oído, escondido tras un ocuje, a los caminantes comentar el reciente ferrocarril, a cuyo paso se abrió Florencia sobre las fincas, marcada en el nombre con las nostalgias de un ingeniero italiano. Ya entonces se habría adentrado en su cueva despavorido por los disparos: las guerritas del seis y del diecisiete contra Estrada Palma y Menocal.
A los noventa, el viento le habría traído el olor de la masacre: Machado era el dueño de la isla. El fascismo emparentaba a Florencia con su tocaya italiana.
Si aún hubiera alcanzado los ciento veinte hurtando viandas a los montunos, corría el peligro de ser descubierto por aquellos hombres de pies rotos, hambre y furia, que cargaban como único lujo la esperanza. Su pánico de desertor lo habría empujado al fondo de la cueva, como si se le viniera encima el juicio del hombre flaco, de sombrero alón y barbas que traían adentro todas las barbas. Pero ya para entonces la columna cruzaría el río más arriba, por una escarpa, en dirección a la victoria.
Pero si aún más, el «Peludo de Mayajigua» hubiera empinado la cuesta de los cientocincuenta años, habría muerto como consecuencia de los gritos y las risas de los muchachos en la base de campismo: en su río, al pie de su cueva. Porque ellos traerían en sus ojos todas las guerras y todas las historias, todos los hombres y mujeres que arrimaron las piedras para que el pueblecito nostálgico que asomaba los ojos tras el andén, vistiera los pantalones largos. Porque vendrían además a pecho limpio, porque no se esconderían, porque son el futuro, un lugar muy peligroso del que se apartan los que tienen miedo.
“Crónica con los ojos del miedo”; en Somos Jóvenes, La Habana, 1984
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