Se ha entablado una batallita por el término con qué definir a los dos millones de cubanos que residen fuera de la Isla —el 15% de todos los cubanos que habitan el planeta—. Se reivindica la palabra exilio para conferir un carácter político a esa emigración. Se apela a la palabra emigración para restar contenido político a ese exilio. Lo cierto es que en su gran mayoría los cubanos que hemos optado por vivir out of borders somos migranxiliados.
Según el Diccionario de la Real Academia, exilio es la expatriación generalmente por motivos políticos. Y emigración es “abandonar la residencia habitual (…) en busca de mejores medios de vida” o, “dicho de algunas especies animales: cambiar periódicamente de clima o localidad por exigencias de la alimentación o de la reproducción”. En cambio, la migración es la “acción y efecto de pasar de un país a otro para establecerse en él (…) generalmente por causas económicas o sociales”. Por último, la diáspora, término que originalmente se refiere a la “dispersión de los judíos exiliados de su país”, se extiende ya a cualquier “dispersión de grupos humanos que abandonan su lugar de origen”. Obviamente, salvo contadas excepciones, los cubanos no somos desterrados. Hemos abandonado el país por voluntad propia, sean cuales sean las razones, aunque en una proporción tan desmedida que puede emplearse el término diáspora para definirnos, más aun dada nuestra dispersión: hay cubanos en casi todo el planeta, incluso en los territorios más inesperados.
De hecho, es muy probable que el 90% de la diáspora cubana no tuviera ninguna intención de constituirse en exilio político. Buscaban libertades, sustento digno, una tierra de promisión. Pero si una persona, por el simple hecho de buscar fuera lo que no encuentra en casa, sufre todo tipo de escarnios y saqueos, si su legítima aspiración, que (hoy nos enteramos en el sitio oficial del MINREX) “Cuba no tiene dificultad en reconocer”, le convierte en escoria social, tarde o temprano sus motivaciones económicas se refuerzan por una vindicatoria voluntad política. De ahí que el gobierno de Cuba, al satanizar toda emigración, al castigar con extremo rigor todo intento de fuga, al despojar de sus bienes a quien ose escapar y arrebatar su condición nacional a quien lo consigue, sea el principal artífice de su propio exilio político. Por eso reivindico el término “migranxiliado” y prefiero hablar de diáspora.
Desde el primero de enero de 1959, Cuba emprende una trayectoria histórica singular, lo que generó un copioso éxodo, comenzando por las clases altas y medias, y que se ha extendido con el tiempo a todos los sectores sociales, diversificándose en la medida que el país pasaba de la “Era del Entusiasmo”, los 60, cuando La Habana ocupó la capitalidad cultural del continente, a la “Era Welcome Tovarich”, los 70 y 80, hasta la desaparición de la Unión Soviética y sus subsidios, que dio inicio a la “Era Good Bye Lenin” que se extiende hasta hoy. El llamado “Período Especial en Tiempos de Paz”, un eufemismo para nombrar la mayor crisis de la historia cubana, ha convertido el éxodo en una tradición nacional.
Esa diáspora ha creado su propia capital, Miami, la segunda ciudad cubana del planeta, y, curiosamente, ha conservado durante medio siglo su impronta nacional, extensible incluso a nuevas generaciones de cubanos nacidos fuera de la Isla. Pero, ¿ha creado su propia literatura? ¿Qué es la literatura de la diáspora si acaso puede hablarse de algo semejante? Me confieso incapaz de definir con precisión un fenómeno tan fluido, que quizás adopte la forma del recipiente que lo contiene. ¿Era una literatura diaspórica la de Alejo Carpentier, quien practicó una narrativa posnacional precursora y vivió casi toda su vida fuera de la Isla, aunque preservara sus lazos administrativos con ella? ¿Es literatura diaspórica la de Cabrera Infante, quien jamás abandonó la Isla de su imaginación? En cualquier caso, son numerosas las carreras literarias iniciadas en Cuba y continuadas en la diáspora sin deshacerse jamás de la impronta insular. Como existe en la Isla una zona literaria escrita desde una suerte de virtualidad diaspórica, una geografía trashumante. Ni las unas ni las otras suponen un juicio de calidad.
Una mirada rápida a la narrativa contemporánea de autores cubanos nos permite observar algunos caminos por los cuales transita, independientemente de la geografía. En el capítulo “El campo roturado”, de su libro Tumbas sin sosiego[1], Rafael Rojas afirma que
Hoy la cultura cubana experimenta todos los síntomas del quiebre de un canon nacional. Emergen nuevas hibridaciones en el arte y nuevas subjetividades en la literatura. (…) Un orden postcolonial comienza a ser rebasado por otro transnacional, (…) El despliegue de alteridades en la isla y la diáspora dibuja un nuevo mapa de actores culturales que rompe el molde machista de la ciudadanía revolucionaria. (…) La moralidad de esos actores se funda, como diría Jean Francois Lyotard[2], en atributos posmodernos: alteridad, diferencia, transgresión, ingravidez, marginalidad, resistencia, impostura.
Según él, existen tres políticas intelectuales en la narrativa cubana: la política del cuerpo, la de la cifra y la del sujeto. La “política del cuerpo” propone sexualidades y erotismos, morbos y escatologías como prácticas liberadoras del sujeto. La “política de la cifra” practica una interlocución más letrada con los discursos nacionales, descifra o traduce la identidad cubana en códigos estéticos de la alta literatura occidental. Un territorio fecundo de “la cifra”, según Rojas, es el de la novela histórica. Búsqueda de significantes de ficción en ciertas zonas del pasado que apela al recurso de la alegoría para narrar oblicuamente el presente político. La “política del sujeto” es más convencional que la del cuerpo y menos erudita que la de la cifra. Anclada en el canon realista de la novela moderna, ésta se propone clasificar e interpretar las identidades de los nuevos sujetos, como si se tratara de un ejercicio taxonómico.
Yo prefiero hablar de cinco caminos por los que discurren las nuevas narrativas, tanto en Cuba como en la diáspora: Iluminación de lo cotidiano; Reformulación de la memoria; Realismo escatológico; Ensayo narrativo y Neopolicíaco. Así como una literatura posnacional que puede ingresar en cualquiera de las categorías anteriores.
La Iluminación de lo cotidiano participaría de las políticas de la cifra y la del sujeto, definidas por Rojas, iluminando la realidad inmediata mediante diferentes procedimientos con participación variable de lo testimonial o del libre juego de lo imaginario. Entre las obras producidas dentro de la Isla, encontramos aquí, por ejemplo, Tuyo es el reino (1998), de Abilio Estévez; Misiones (2001), de Reinaldo Montero; La noche del aguafiestas (2000), de Antón Arrufat; Cuentos de todas partes del imperio (2000) y Contrabando de sombras (2002), de Antonio José Ponte; El libro de la realidad (2001), de Arturo Arango, y Habanecer, de Luis Manuel García Méndez (1993, 2005). En cuanto a las producidas en la diáspora, encontramos Esther en ninguna parte (2006), de Eliseo Alberto Diego; Espacio Vacío (2003), de Daniel Iglesias Kennedy; Un ciervo herido (2003), de Félix Luis Viera, y El navegante dormido (2008), de Abilio Estévez, por sólo citar algunas. Y su reflejo invertido en la naciente literatura del Miami cubano es una poética del desarraigo, angustiosa como un grito en la novela Boarding Home, de Guillermo Rosales, publicada en España como La casa de los náufragos (2003), y particularmente sublimada en la obra de Carlos Victoria (1950-2007), a la que me referiré con más detalle.
La Reformulación de la memoria es la novela histórica que, directa o indirectamente, ilumina las zonas oscuras de lo contemporáneo mediante la reconstrucción del pasado. En Cuba, podemos mencionar La novela de mi vida (2001), de Leonardo Padura, y su reciente El hombre que amaba a los perros (2009), así como La visita de la Infanta (2005), de Reinaldo Montero. Fuera de la Isla, se insertan en esta corriente Como un mensajero tuyo (1998), de Mayra Montero; Mujer en traje de batalla (2001), de Antonio Benítez Rojo, y El restaurador del almas (2002), de Luis Manuel García Méndez.
El Realismo escatológico es, posiblemente, la zona que más éxito comercial y difusión ha otorgado a los autores cubanos que escriben tanto dentro como fuera de la Isla. El Período Especial ha generado ya un subgénero. Sus ingredientes esenciales son miseria, desesperación, atmósfera sofocante, claustrofóbica, y escatología de lo cotidiano. Una nueva picaresca recorre las novelas y cuentos que aparecen durante los últimos dos decenios en todas las orillas. En Cuba, encajan en esta formulación obras como Trilogía sucia de la Habana (1998), de Pedro Juan Gutiérrez[3]; Cuentos frígidos (1998), de Pedro de Jesús; Perversiones en el Prado (1999), de Miguel Mejides, y El paseante cándido (2001), de Jorge Ángel Pérez. Así como las obras de Ena Lucía Portela que participan de varias sensibilidades: El pájaro: pincel y tinta china (1999) y Cien botellas en una pared (2002). En esta vertiente se inserta también Mayra Montero con Púrpura profundo (2001); varias novelas de Zoe Valdés, como La nada cotidiana (1995) y Te dí la vida entera (1996); Al otro lado (1997), de Yanitzia Canetti, y El hombre, la hembra y el hambre (1998), de Daína Chaviano, caso singular de una autora que hasta entonces había eludido todo anclaje en la realidad inmediata. Suele argumentarse a favor de esta narrativa, cuyas calidades son variables, la autenticidad como valor literario per se. Pero, al menos en su lectura lineal, de fidelidad a una circunstancia, de reflejo exacto, la autenticidad, tiene valor para las calidades del azogue, de la historiografía o del testimonio, pero la naturaleza de la literatura es más elusiva. En ese sentido, cualquier “autenticidad” constatable puede falsear la veracidad literaria. Y el lector atento detecta de inmediato cuándo el escritor ha puesto, como decía D.H. Lawrence en Morality and the novel, “el pulgar en el platillo para hacer bajar la balanza de acuerdo a sus propios gustos” y cuándo ha respetado lo que para él era “la moral en la novela”: “la temblorosa inestabilidad de la balanza”.
El ensayo narrativo pretende calificar a los textos que se encuentran a medio camino entre lo narrativo y lo ensayístico, o donde el argumento es mera excusa para hilvanar un discurso ensayístico. Y éste es un camino casi exclusivo de la narrativa diaspórica, dado que dispone de un mercado de ideas donde cualquier mercancía puede circular y ser tasada de acuerdo a su valía, pero ninguna es punible. Es el caso de Eliseo Alberto, en su Informe contra mí mismo (1997); de Iván de la Nuez, en Fantasía Roja (2006), y de Antonio José Ponte en La fiesta vigilada (2007), entre otros. A ellos se suma una ya extensa nómina de autores que han publicado memorias (noveladas o no), libros testimoniales, reportajes con una fuerte carga narrativa y ensayística que intentan taponar los baches de la historia y la sociedad cubanas durante el último medio siglo. De La fiesta vigilada es el siguiente fragmento, que bien podría ser ejemplar de este procedimiento, de esta tierra de nadie (de ambos) entre ficción y reflexión, “reficción” que continúa el largo proceso de mulatez genérica:
Putas y putos un tanto metafísicos, la mayor parte daba poca importancia a las contundencias corporales. Decanos del oficio, se hallaban ya por encima del sexo. Y ofrecían, sobre todo, tiempo a sus clientes.
Pedían que se les contestara con una invitación al viaje. Daban historia a cambio de geografía.
Merodeaban hoteles ya que no podían hacer lo mismo con embajadas y consulados.
El dinero podía volar ante sus ojos, que ellos tomarían flemáticamente un espectáculo de tal clase. ¿Qué significaba una transacción efectuada con billetes cuando se la comparaba con esa otra donde trocaban tiempo por espacio?
El Neopolicíaco se caracteriza por su aproximación a la novela negra y porque la trama apenas es la apoyatura del planteamiento de una literatura más social que lo habitual del género. Una formulación que ha rebasado ampliamente el planteamiento maniqueo de los 60, 70 y 80. En Cuba, encontramos las obras de Lorenzo Lunar (Que en vez de infierno encuentres gloria, 2003), Daniel Chavarría (Adiós muchachos, 1994) y Leonardo Padura (Máscaras, 1997). Este último es, posiblemente, no sólo el escritor policíaco más conocido en Cuba, sino el escritor cubano vivo más conocido fuera de la Isla, y su saga de novelas protagonizada por el detective Mario Conde ha sido ampliamente estudiada. Se incluye aquí la primera producción de Amir Valle (Las puertas de la noche, 2001), quien ha continuado en la diáspora su carrera con obras como Largas noches con Flavia (2008).
Existe también una literatura de ciencia-ficción, tanto en la Isla como en la diáspora, que responde a los cánones del género y que merecería un análisis particular que yo, al no ser experto en el tema, prefiero no aventurar. Aun así, creo que en nuestra lengua la ciencia-ficción no ha alcanzado las cotas de excelencia que exhibe en otras culturas y que en castellano sí son frecuentes en otros planteamientos literarios.
Estos caminos de la narrativa cubana reciente no son senderos que se bifurcan. Puede establecerse una continuidad, una sintonía sin fronteras entre lo que se hace en la Isla y lo que se hace en la diáspora, entre otras razones, por el continuo trasvase de escritores que comienzan sus carreras en Cuba y la continúan fuera. Y por esa suerte de “fijación nacional” que se observa en escritores cuyo mundo ficcional ha permanecido en la Isla aunque vivan lustros o decenios en otras geografías. Apunta Rafael Rojas[4] también otro punto de integración: La Habana:
Existe, sin embargo, un lugar donde el campo literario comienza a dar muestras de una sorprendente integración: ese lugar es La Habana. Cualquiera que lea las interesantes novelas El pájaro: pincel y tinta china (1998), de Ena Lucía Portela, Perversiones en el Prado (1999), de Miguel Mejides, y El paseante cándido (2001) de Jorge Ángel Pérez, (…) retoman una línea de la alta modernidad literaria, transitada por Guillermo Cabrera Infante en Tres tristes tigres y Reinaldo Arenas en El color del verano, que consiste en estetizar los rumores y chismes de la ciudad letrada. (…) Esta topología simbólica de la ciudad es más legible aún en una narrativa como la de El Rey de la Habana (1999) de Pedro Juan Gutiérrez o La sombra del caminante (2001) de Ena Lucía Portela. (…) la estetización de las ruinas que practican novelas como Los palacios distantes de Abilio Estévez y Contrabando de sombras de Antonio José Ponte.
Podríamos hacer un largo inventario de las obras escritas fuera de Cuba que recorren cualquiera de los caminos anteriores, pero dejo esa tareas a otras preceptivas más prolijas y autorizadas, además de que una argumentación cuantitativa no esclarecerá si existe, verdaderamente, alguna singularidad en la literatura del outside que sea verdaderamente distintiva respecto a aquello que se escribe en la Isla. En cambio, prefiero subrayar en la literatura de la diáspora dos de esos caminos que han alcanzado una personalidad distintiva gracias, en buena medida, a las propias condiciones en que se producen: la iluminación de lo cotidiano, en este caso relocalizado, y la literatura posnacional. Y he optado por sumergirme en las obras de dos autores paradigmáticos.
La iluminación de lo (otro) cotidiano
Las tres novelas publicadas por Carlos Victoria[5], Puente en la oscuridad, La travesía secreta y La ruta del mago, tienen nombres viales: puente, travesía, ruta. Mientras, sus tres libros de cuentos[6], Las sombras en la playa, El resbaloso y otros cuentos y El salón del ciego, invocan instantes capturados con sus nombres de instantánea, de lienzo, de daguerrotipo. Y no se trata de meras casualidades. Con instantáneas y caminos el autor ha fabricado un mundo cercano, doloroso, tan verosímil que cuesta vencer la tentación de buscar a César y a Adela en las calles, de abandonar unas flores sobre las tumbas de Enrique, de William, de Ricardo; de consolar a Abel, inquietarnos por el destino de Natán Velázquez, o alcanzarle a Marcos Manuel Velazco un par de analgésicos que le alivien la resaca existencial.
Carlos Victoria podría ser catalogado como “un escritor del exilio” (si eso existe, porque una definición de tal calibre sería tan engañosa como las nóminas culturales de La Habana). Sus tres novelas son verdaderos Bildungsromanen, especialmente La travesía secreta y La ruta del mago, dado que Puente en la oscuridad es una suerte de búsqueda inversa, de retorno a la infancia en el intento de localizar a ese hermano elusivo que no sólo mantiene en tensión al lector, sino que desdibuja la frontera entre realidad, nostalgia y mitología. Independientemente de que Abel (La ruta del mago, 1997), Marcos Manuel Velazco (La travesía secreta, 1994) y Natán Velázquez (Puente en la oscuridad, 1993) tengan diferentes nombres, los tres podrían perfectamente componer un mismo Aprendizaje de Wilhelm Meister, desde la infancia de Abel hasta la torturada edad adulta de Natán, pasando por la juventud llena de preguntas, de senderos tortuosos, y tanteos sexuales, culturales y políticos, de Marcos Manuel. En contraste con las novelas de becados, personajes insertos en la maquinaria sociopolítica cubana, el adolescente Abel sufre una suerte de extrañamiento ante el paisaje de la flamante Revolución y ve pasar la manifestación y las consignas sin sumarse. Éste da paso al Marcos Manuel, quien intenta encontrar respuestas personales, un espacio de libertad y un encaje auténtico en la sociedad, eludiendo por igual la marginalidad y el oportunismo, con lo que consigue la expulsión de la universidad, el desmoronamiento de una red de amigos cuando cada hilo se marcha a pescar por su cuenta, la cárcel y esa suerte de destierro que es el regreso a los orígenes. De ahí que encontremos a Natán ya en el exilio, donde ha obtenido otros grados de libertad, aunque tampoco encaje, aunque esté condenado a la búsqueda de un hermano que es la búsqueda de sí mismo. Novelas de aprendizaje que culminan en una novela de misterio que, a su vez, rebusca en los orígenes como si le fuera dado reeditar la historia. A lo largo de las tres, presenciamos los intentos de exorcizar a los mismos fantasmas: la soledad, el desarraigo y el difícil ajuste en dos sociedades que exigen su tributo, cada una en su propia moneda.
En su obra narrativa, Carlos Victoria explora las trastiendas de la realidad, los desagües donde la sociedad intenta ocultar sus desechos. Recorrer su obra es asistir a una galería de personajes que, en el menos dramático de los casos, se mueven en los márgenes de la corriente, cuando no se trata de seres marginados y marginales, sumergidos en la bruma del alcohol o las drogas, o intentando bracear desesperadamente para escapar de ella. Seres que intentan ser ellos mismos y huir de la maquinaria estandarizadora que pretende cortarlos y editarlos de acuerdo al patrón de una presunta “normalidad”.
Tres son sus temas recurrentes, enlazados entre sí: la intolerancia, la inadaptación y la huida. Sobre todo, la huida. En su obra todos huyen de algo. El exilio es apenas una de las expresiones de esa huida.
Tanto en “El Armagedón”, con su mirada a la cárcel, como en “El resbaloso”, “El novelista” y “La estrella fugaz”, está presente, directa o indirectamente, esa fuerza oscura que obliga a huir a los personajes. Liliane Hasson[7] afirma que
(…) la inconformidad caracteriza a la mayoría de los personajes, tan inaptos [sic] como inadaptados para vivir en la sociedad que les ha tocado en suerte, sea en la Cuba revolucionaria, sea en Miami (…) Ciertos personajes son impotentes, unos luchan por mantenerse a flote, algunos se refugian en la bebida o en otras drogas, en el sexo, en la locura, hasta en el suicidio. Otros más buscan el apoyo de la religión, del misticismo, de la especulación filosófica, de la cultura…
La angustia del desarraigo y la marginalidad tiene lugar en un exilio que no es sólo ese espacio físico de la diáspora, esa patria de repuesto, especialmente Miami. El exilio puede ser La Habana; puede ser todo tiempo presente, en contraste con esa patria vívida que es la juventud y la infancia. El exilio puede ser la muerte; como puede ser una forma del exilio la noche o la literatura; excepto el propio cuerpo, ese refugio último.
Habría que subrayar que los avatares de la “exterioridad”, tienen en él un valor desencadenante. Los verdaderos exilios son esas huidas interiores a las que parecen propensos muchos de sus personajes, una suerte de respuesta transgresora a las presiones de la realidad exterior. Reinaldo García Ramos[8] califica a toda su obra como “la crónica del exilio en los años posteriores a Mariel”. Pero Carlos Victoria es el cronista de su intimidad. Los acontecimientos, las noticias, la sociedad, el entorno, son los toques a la puerta. El autor está tratando de saber qué ocurre dentro de la habitación cerrada. Marcos Manuel Velazco transita 477 páginas intentando delimitar las coordenadas de su propia geografía.
La complejidad de sus personajes se traduce con frecuencia en ambigüedad o ambivalencia. El sinuoso curso de una vida en “Un pequeño hotel de Miami Beach”. La escabrosa relación con una prostituta ladrona en “La franja azul”. La ambigüedad sexual en “El atleta”, en La travesía secreta, en La ruta del mago, y, desde luego, la ambigüedad por excelencia que campea en “El resbaloso”, uno de sus cuentos más inquietantes. Ese resbaloso que deambula por la ciudad, posible alter ego del escritor, inasible, intocable, fisgoneando la vida ajena sin un propósito definido.
Una ambigüedad que, en sus novelas, se traduce en búsqueda de las claves de futuro (La travesía secreta y La ruta del mago) o de las claves del pasado (Puente en la oscuridad), aunque las conjugaciones son engañosas. Las encarnaciones de Carlos Victoria en sus personajes son incapaces de sumarse, de desaparecer disueltas en una marcha del pueblo combatiente o en la marea humana de un centro comercial; de modo que su pregunta es siempre la misma: quién soy, qué hago aquí, hacia dónde voy. La ambigüedad es la materialización de la duda.
Si habláramos de la presencia de claves políticas, los textos de Carlos Victoria me recuerdan la famosa respuesta de Augusto Monterroso: “…todo lo que escribí era un llamado a la revolución, pero estaba hecho de manera tan sutil que lo único que logré a la postre era que los lectores se volvieran reaccionarios”[9]. Y, desde luego, si dependen de la absorción de un mensaje explícito, los lectores de Carlos Victoria pueden volverse lo que les venga en gana. Es cierto que en su obra no hay “resentimiento ni énfasis en la denuncia política”[10] y que “aun en aquellos relatos y novelas donde los personajes se mueven con desgarramiento, Victoria deja que su voz sosegada los contamine”[11]. Y aunque, efectivamente, ”dista mucho de ser comprometida”[12], al menos en la más común acepción del término, estamos frente a una literatura políticamente incorrecta. Incorrecta para casi todos los bandos y facciones de la política: virtud añadida.
Esa vida que se desmorona en “Un pequeño hotel de Miami Beach”; la inadaptación de escritores doble o triplemente exiliados en “La estrella fugaz”; la dura vida cotidiana en “El repartidor”; la desolación que transita “Las sombras de la playa”, y la marginalidad en “La franja azul”, “El novio de la noche”, “Pornografía”, y, sobre todo, el buceo en las cloacas de la sociedad miamense que es “El novelista”; la incapacidad adaptativa de Natán Velázquez a una sociedad (de y para el) consumo, sucedáneo hedonista de la ideología, su búsqueda de claves, de asideros en el pasado, el desfile de vidas fracturadas, solitarias. Todos ellos son un muestrario de la otra cara de ese exilio próspero frente a la crisis perpetua de la Isla. Una vivisección de la otra Cuba. La narrativa de Carlos Victoria sólo es política en la medida en que ello es la “actividad del ciudadano cuando interviene en los asuntos públicos”, como reza el diccionario de la Real Academia.
Tiene razón Carlos Espinosa cuando declara que Victoria ejerce el “desplazamiento Cuba-Miami, a veces poético, a veces real”[13], corroborando al autor, quien ha declarado: “Yo nací y viví treinta años en Cuba, y eso es parte vital, para bien o para mal, de lo que soy. Pero al final lo que queda es la obra, que si es valiosa opaca la nacionalidad e incluso la vida del autor, aunque éstas estén implícitas de alguna forma en cada página”[14]. Si nos pidieran delimitar geográficamente el coto de caza literario al que acude Carlos Victoria, tendríamos que dibujar una parcela que va de Camagüey a La Habana y que termina en los suburbios septentrionales de Miami. Pero esa sola parcela es insuficiente. Carlos Victoria hace también
(…) una literatura de la transmutación y hasta de la transmigración. Tocados por una suerte de ubicuidad trágica estamos en dos sitios a la vez. Y por lo mismo no estamos en ninguno. “Un pequeño hotel en Miami Beach” puede estar situado en un extraño paraje donde el personaje al doblar Collins Avenue entra en las calles Galiano y San Rafael, en La Habana[15].
La geografía de Carlos Victoria es incierta, dubitativa, los personajes transitan de un paisaje a otro sin pausas. Pero es aun más sutil: viven en Miami con el mismo gesto de habitar La Habana. A ello contribuyen los tránsitos dictados por el autor, y donde unos pocos recursos de la literatura fantástica, estratégica y discretamente dispuestos, consiguen de soslayo que, sin forzar el tono, el lector sienta la “naturalidad” de esas transmigraciones. Pero no es, de cualquier modo, una literatura acotada por la geografía. Sin dejar de ser cubanos, sus personajes y sus entornos, los conflictos que aquejan a los habitantes de sus ficciones resultan familiares a cualquier hombre, especialmente a aquellos que han padecido dictaduras y destierros, es decir, a la tercera parte de la humanidad. Y, seguramente, son más exactas para ubicar el hecho literario estas coordenadas de la sensibilidad y la imaginación, que meros paralelos y meridianos acotando la página.
“Recios y perfectos” llamó a sus cuentos Reinaldo Arenas en la contraportada de Las sombras de la playa, y “precisos mecanismos de relojería”[16], apostilló Benigno Dou. Lejos por igual del barroco, sobre todo de Lezama o Sarduy, y de la prosa majestuosa, por momentos hierática, de Carpentier, de la oralidad desbordante de Cabrera Infante y del atropellado discurso narrativo de Arenas, la contención de Victoria es, justamente, la búsqueda de una prosa al servicio de la historia. Una prosa contenida, equidistante, que rehúye tanto el desaliño como la pirotecnia. Una concisión, una desnudez que ya constituyen un estilo propio, una sobriedad que bien podría proceder, como bien dice Emilio de Armas[17], de “la sencillez expresiva de la [literatura] norteamericana”, con el añadido de todos los castellanos adventicios que pueblan la oralidad de su ciudad adoptiva, y que han conformado una norma lingüística ajena a los localismos, aunque con un finísimo sentido de la pertenencia y transitada por oportunos cubanismos: un goteo que, sin abrumar, establece coordenadas idiomáticas difíciles de pasar por alto.
Ya en abril de 1987, en una conferencia dictada en La Sorbona, Reinaldo Arenas calificaba las primeras obras de Carlos Victoria, entonces inéditas, como “una especie de lucidez desolada”, y subrayaba lo que tenían en común, a pesar de sus diferencias, los escritores cubanos del exilio[18]. En 1999, Jesús Díaz alababa a Guillermo Rosales y a Carlos Victoria por haber inventado “un Miami littéraire”[19], y Olga Connor[20] cita al segundo como ejemplo de una literatura del exilio, al contrario que autores surgidos en Cuba o que, aun exiliados, “sólo escriben sobre Cuba”. Es comprensible la necesidad que tiene un exilio sangrante de verse reflejado en un corpus artístico o literario que le pertenezca (cierto orden de manipulación política de la cultura no se detiene ante la palabra “pertenencia”). Aunque el propio Victoria afirmaba: “A la larga ‘las literaturas’ no importan, lo que queda es la obra individual de los buenos escritores, que más que pertenecer a una literatura, tienen un nombre y un apellido”[21].
Narrativas posnacionales o la literatura que será
La redefinición del concepto de nacionalidad no es nada nuevo, aunque la globalización ha reavivado no sólo el tema, sino el hecho. Edward W. Said[22], al referirse a su identidad, sustituye la metáfora del árbol que hunde sus raíces en la tierra (que alimenta y encarcela el árbol) por “un cúmulo de flujos y corrientes” antes que como “una identidad sólida”. La nación de desterritorializa y se desacraliza, en palabras de Bernat Castany Prado[23].
Según Christopher Domínguez Michael, “la extinción de las literaturas nacionales, al menos en América Latina, no será desde luego un proceso ni natural ni lineal. Implica la desmantelación de un concepto firmemente establecido en la academia, en la opinión pública, en el espíritu de muchos escritores aún ligados sentimentalmente al nacionalismo cultural. Contra lo que suele pensarse en el extranjero (y en México mismo), ese proceso de desarraigo arranca con el siglo veinte: la tradición cosmopolita es la tradición central —aunque no la única— de la literatura mexicana moderna”[24]. Y subraya que en el presente globalizado, donde la información viaja a una velocidad sin precedentes y el español recobra la universalidad del Siglo de Oro, “la narrativa (y la poesía) latinoamericanas, además, se benefician de una globalización cultural que, permitiéndonos abandonar la obsoleta noción romántica de literatura nacional, nos devuelve, con más ganancias que pérdidas, al universalismo de las Luces”[25]. Es “el fin de nuestra excepcionalidad y de los fueros que el realismo mágico, falso o verdadero, conllevó”[26].
La traslación hacia lo posnacional de una importante zona literaria es algo que se observa con extraordinaria claridad en el Caribe, tras medio siglo (el doble, en el caso de Puerto Rico) de emigraciones masivas e intercambio fluido con Norteamérica y Europa, más que con otras naciones del continente. Si ya puede hablarse de una cultura chicana, que no es propiamente mexicana ni propiamente norteamericana (la nacionalidad reformulada), también puede hablarse de los newricans, los dominicanamericans y los cubanamericans, pero en otros términos: escrituras posnacionales, descentradas, multifocales.
Por el contrario que lo que ocurre en escritores norteamericanos de origen cubano, como Cristina García[27] y Oscar Hijuelos[28], para quienes lo cubano es escenografía y contexto, existe también una literatura anclada en una sensibilidad posnacional escrita por autores cubanos o de origen cubano desperdigados por el mundo. Obras que eluden “lo cubano” sin asumirse como apófisis de las culturas de sus países de acogida. Es el caso de José Manuel Prieto (Enciclopedia de una vida en Rusia, 1997; Livadia, 1999, y Rex, 2007)[29], y de muchas obras de Mayra Montero[30].
La globalización, con su extraordinaria movilidad de las personas, la información y las ideas, ha terminado de abolir la dictadura de escuelas estéticas y movimientos culturales dominantes. Las periferias se aproximan, la alternancia y movilidad de los centros emisores de la cultura es un hecho al que no son ajenos los mecanismos del mercado global y su manipulación del arte en tanto que mercancía. La Historia comienza a subsanar la Geografía.
Livadia es una “novela ejemplar” de esa literatura cuyas fronteras se extienden desde el Caribe hasta Estados Unidos por el Norte y Siberia por el Este, pasando por toda Europa. José Manuel Prieto (La Habana, 1962) se fue a estudiar a la URSS a inicios de los 80 y se graduó de ingeniero en Novosibirsk, Siberia Occidental. Vivió en Rusia más de doce años, se trasladó a México D.F. y enseñó en el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) desde 1994 hasta 2004. Actualmente es director del Joseph A. Unanue Latino Institute de la Universidad Seton Hall, en Nueva York.
En Livadia (también publicada como Mariposas nocturnas del imperio ruso), un joven contrabandista de origen cubano (origen apenas esbozado en unos pocos momentos) trafica visores nocturnos y otros artilugios “desviados” de los arsenales de un Ejército Rojo en plena descomposición. Se mueve continuamente por el Norte y Este de Europa hasta que recibe de un cliente sueco el encargo de conseguir una mariposa rarísima, cuyo último ejemplar conocido fue capturado hacia 1912 por el zar Nicolas II en los jardines del palacio que la familia imperial rusa se hizo construir en Livadia, cerca de Yalta, en la península de Crimea. Instalado en esa localidad —medio siglo después de la Conferencia de Yalta, que marcó un nuevo reparto del mundo y el inicio de la Guerra Fría—, en la que (en teoría) permanece al acecho de la mariposa, el narrador redacta el borrador de lo que pretende ser una respuesta a las cartas que allí le envía V., la muchacha siberiana que lo abandonó después de que él, no sin correr riesgos, la ayudara a escapar del burdel de Estambul donde trabajaba.
Prieto apela a moldes propios de la novela de aventuras, del libro de viajes, de la novela epistolar, la novela negra y del relato iniciático; cuando en realidad todos ellos sólo son el soporte argumental de un largo repaso a toda la tradición epistolar, con ciertos tintes de ensayo filosófico. Un libro organizado sobre la excusa de cartas recibidas por el autor, pero que nunca conoceremos. Presuntamente estamos en presencia del largo borrador de su respuesta (que más tarde desaparecerá). O de un rescate (mal planeado y peor ejecutado) que no termina en fracaso gracias a la divina intervención de una capa propia de Harry Potter. La historia de un entomólogo aficionado y rico que encomienda a un contrabandista la persecución (condenada al fracaso) de una mariposa rara cuya descripción es incierta. Todo el entramado sólo pretende otorgar un esqueleto narrativo a la educación sentimental del protagonista y, sobre todo, a un delicioso repaso de toda la tradición epistolar que desemboca drásticamente en las urgencias del email. Relato jalonado por las cartas que el autor-protagonista recibe de V. y con cada capítulo perfectamente ubicado en la múltiple geografía del relato, lo cual es también una ubicación temporal.
El protagonista de J. M. Prieto, su alter ego, ha residido en la metrópoli del comunismo mundial, en la casa matriz del Imperio que en su día fue el llamado “Campo Socialista”, y asiste, diez años después, a su caída. Ya el protagonista de Enciclopedia de una vida en Rusia[31], un retrato sociopolítico del derrumbe de la URSS, reflexionaba: «El imperio, que había proyectado su pesadez hacia la lejanía de un futuro perfecto, cayó por el peso de mullidas alfombras persas, jaguares descapotables, perros de raza, debilitado por la meta de un vivir placentero que logró suplantar sus objetivos celestes». Una lectura suspicaz permite atribuir a estas palabras, también, un destinatario lejano, un país que colapsaría, al menos económicamente, tras la desaparición de la URSS. Claro que un análisis histórico de esta naturaleza, leído desde el dandismo que recorre toda la obra de Prieto, no pasa de ser una boutade con algunas certezas de fondo.
No es en la opaca presencia del régimen cubano —nunca mencionado— donde afloran las coordenadas de la experiencia totalitaria. Las alusiones al imperio y su caída se pueden rastrear en la escritura tangencial, la naturalidad con que se asume la poda de libertades e, incluso, en cierto momento, el protagonista maldice “la libertad de expresión, un valor rastreramente burgués” (p. 291) y apuesta por “una ley que permitiera la violación de la correspondiera en aras de la seguridad nacional”, reivindicando la restauración de “gabinetes negros” para el saqueo de la correspondencia privada (p. 292).
En Prieto, la retórica totalitaria es un sustrato que yace bajo la aparente libertad, en un tono, un susurro, una cuidada elección de las palabras:
“el estilo de gobierno que impera en un país se transparenta en la actitud que asumen los padres de familia, los directores de escuela y hasta los administradores de poca monta. Kizmovna había visto infinidad de filmes con escenas de interrogatorios a miembros díscolos del partido y había copiado a la perfección las inflexiones…” (p. 140).
Y estos contextos geográficos se convierten en contextos culturales. Prieto escribe desde la tradición rusa, que fluye a través de toda la obra en el tempo, en la naturaleza de las descripciones (Turguéniev más que Dostoievski), en un cierto regodeo en los circunloquios, un pausado acercamiento a la materia narrativa, una prosa tersa y otoñal. Un español escrito desde LO ruso, como un traductor de sí mismo, explicando al lector los giros de la lengua que un eslavo comprendería de inmediato:
“Le gritó—: Ponial? —que quería decir ‘¿Has entendido?’, pero en masculino, como dicho a un hombre, sin la a al final, indispensable para poner la frase en femenino; cambio de género que debía transmitirle a Leilah la gravedad de su amenaza. (…) la llamó Masha, porque es como si dijéramos ‘un Iván cualquiera’”. (p. 182).
O cuando dice: “darle a entender que había ‘mordido de parte a parte su juefo’, para utilizar una exacta expresión rusa. Mordido de parte a parte hasta dar con el hueso, lo duro” (p. 184).
Un lenguaje que busca, y con frecuencia consigue, una máxima precisión, aunque sea a costa de reajustar el tempo narrativo, y que evade ex profeso las coordenadas no sólo de la oralidad cubana sino del discurso letrado de la Isla, y no sólo del léxico, sino de la propia construcción sintáctica que suele denunciar al narrador cubano. A cambio: un español neutro, transparente para todos los hispanohablantes. Una voluntad de aproximación a un lector invisible (internacional, posnacional, ¿el mercado?), una voluntad mercadotécnica, sin que ello sea peyorativo.
Prieto viene de una tradición occidental, de otro canon de lo maravilloso, de modo que cuando se ve a sí mismo desde afuera en su propia habitación, no apela a los orishas o a los santos mulatos del catolicismo sincrético de la Isla, sino a la memoria de madame Blavatzki y la magia de sus cartas instantáneas. Y eso es parte de la tradición cultural como objeto de elección. No encaja sus ficciones en una tradición heredada, sino en una tradición elegida. No es casual entonces que el alter ego del autor se catalogue en Livadia como “alguien con el alma dividida, que albergaba la sospecha (…) de una presencia ahora mismo en otro lugar (…) Yo no era una divinidad. Tampoco era un exiliado, no me gustaba esa palabra (…) Era sólo un viajero” (pp. 116-117). Un viajero cosmopolita que asume su naturaleza nómada situándose, como un observador de paso, en todos los lugares. O en el no lugar. Es el pasajero que asume paisajes como aeropuertos: tránsitos, no destinos. Nadie como él resume la ciudadanía como flujo. Desde ese punto de vista es, posiblemente, el escritor más posnacional en la nueva literatura cubana (o escrita por cubanos, para ser más exacto).
Antes y después de este libro, Prieto confirma el perfil de su narrativa. Con su precedente Enciclopedia de una vida en Rusia, y en la posterior novela, Rex, construida como un juego de espejos en torno a un joven maestro de origen cubano que trabaja en casa de unos neomillonarios rusos radicados en la Costa del Sol.
El autor asume su posnacionalidad, no como respuesta o reivindicación del no lugar, sino como el resultado natural de su propia biografía. No ser un escritor nacional es el producto de no ser un individuo nacional. Su identidad es el “no lugar” o, mejor, el “todos los lugares”. Prieto elude el concepto mismo de nacionalidad, e instala sus escrituras en el universo líquido de una nacionalidad fluyente, imprecisa, trashumante, electiva.
Concurrencia y deriva de las islas
Una lectura atenta a la narrativa escrita por cubanos en los últimos lustros demuestra que si en la Isla se ha rebasado en lo esencial el “realismo socialista” que lastró una parte de la literatura, sobre todo de los 60 y 70, en la diáspora ha perdido adeptos un “realismo antisocialista” que circuló más o menos por esas mismas fechas. Se observa un continuum, un flujo y reflujo entre todas las orillas que puede rastrearse en los temas, en el idioma y en las proyecciones de esa narrativa. Sobre ello incide el continuo trasvase de carreras literarias entre la Isla y la diáspora. Pero también el hecho de que la vida en la Isla sigue constituyendo la primera materia prima sobre la cual se construyen las ficciones, sin importar la geografía desde donde se redacten. Tampoco es ajeno a este fenómeno cierto boom de la narrativa de autores cubanos que se produce durante los 90, al mismo tiempo que se desmorona la industria editorial en Cuba, con lo que numerosos escritores rebasan el carácter endogámico de una literatura hasta entonces ensimismada en el mercado interno, y acuden en busca de nuevos horizonte editoriales, nuevos públicos a los cuales se debe acceder desde una intelección menos hermética. Christopher Domínguez Michael nos recuerda que “el mercado editorial predica la uniformidad y castiga, más que nunca antes en la historia moderna del libro, la dificultad intelectual y el riesgo formal”[32]. Y eso también se constata en la literatura hecha por cubanos desde los 90. La fluidez de las comunicaciones y los intercambios, la inmediatez en el conocimiento mutuo de las escrituras que se fraguan en diferentes geografías también influyen en esta suerte de deriva continental de las diferentes narrativas que, más que distanciarse, convergen en formulaciones semejantes, aunque conserven sus personalidades.
Si algo podría singularizar a la narrativa de (algunos) autores cubanos instalados en la diáspora son los tres fenómenos subrayados (aunque no exclusivos): La acusada presencia de una literatura posnacional que llega, incluso, a desdibujarse de un presunto cannon al apelar a tradiciones culturales diferentes o escribirse en otra lenguas, con el consiguiente ingreso en una tierra de nadie (o de todos). La aparición de lo que Jesús Díaz llamó un Miami littéraire, y cuyo mejor representante es Carlos Victoria, con el corpus más abarcador y sostenido, aunque por su contundencia y eficacia narrativa quizás el más glamoroso ejemplo sea Boarding Home, de Guillermo Rosales (en España, La casa de los náufragos, 2003). Y la existencia de un ensayo narrativo que ya cuenta con varios libros de primera línea, en consonancia con el florecimiento en la diáspora del ensayo durante los últimos quince años. Lo posnacional es un resultado de la trashumancia, y la construcción de un Miami literario deriva de la propia ciudad como cubanía alternativa. Ambos son, de algún modo, subproductos de la Geografía. El ensayo narrativo, en cambio, relocaliza su geografía en la diáspora sólo en la medida que ésta ofrece hospedaje a la Historia. El ensayo, incluso el ensayo narrativo, no puede acogerse a la ambigüedad y los juegos elusivos de la narrativa pura (¿existe narrativa pura?). El comercio de las ideas conlleva riesgos que lo hacen más vulnerable a la censura. En las atracciones de feria, los avioncitos sujetos a un pivote central jamás consiguen despegar. Las ideas requieren pistas sin obstáculos, donde ninguna maniobra sea punible, para emprender el vuelo.
(Espacio Laical, nº 1, 2010)
[1] Tumbas sin sosiego. Revolución, disidencia y exilio del intelectual cubano Ed. Anagrama, Barcelona, 2006.
[2] Moralidades postmodernas; Tecnos, Madrid, 1996.
[3] Ver también Gutiérrez, Pedro Juan; Carne de perro; Ed. Anagrama, Barcelona, 2003. El nido de la serpiente. Memorias del hijo del heladero; Ed. Anagrama, Barcelona, 2006.
[5] Puente en la oscuridad (Premio Letras de Oro, 1993); Instituto de Estudios Ibéricos, Centro Norte-Sur, Universidad de Miami, Coral Gables, EE. UU., 1994. La travesía secreta; Ediciones Universal, Miami, 1994. La ruta del mago; Ediciones Universal, Miami, 1997.
[6] Las Sombras en la playa; Ediciones Universal, Miami, 1992. El resbaloso y otros cuentos; Ediciones Universal, Miami, 1997. El salón del ciego; Ediciones Universal, Miami, 2004. Reunidos en Cuentos, 1992-2004; Ed. Aduana Vieja, Cádiz, 2004.
[7] Hasson, Liliane; Carlos Victoria, un escritor cubano atípico, en Reinstädler, Janett y Ette, Ottmar (coordinadores); Todas las islas la isla: nuevas y novísimas tendencias en la literatura y cultura de Cuba, Iberoamericana, Madrid, 2000, pp. 153-162.
[8] García Ramos, Reinaldo; “La playa se ilumina”; en Stet, n.º 6, 1993.
[9] Bianchi Ross, Ciro; Voces de America Latina; Ed. Arte y Literatura, La Habana, 1988, pp. 234‑35.
[10] Espinosa, Carlos; El peregrino en comarca ajena; Society of Spanish and Spanish-American Studies, University of Colorado, Boulder, Colorado, 2001.
[11] Gladis Sigarret citada por Cardona, Eliseo; “Narrativa centrada en dos geografías”; en El Nuevo Herald, 16 de noviembre, 1997, p. 3E.
[12] Hasson, Liliane; ob. cit.
[14] Armengol, Alejandro; “Carlos Victoria: oficio de tercos”; en Linden Lane Magazine; enero, 1995.
[15] Hasson, Liliane; ob. cit.
[16] Dou, Benigno; “Como precisos mecanismos de relojería”; en El Nuevo Herald, 16 de noviembre de 1997, p. 3E.
[17] De Armas, Emilio; Reseña sobre Las sombras de la playa; septiembre, 1992.
[18] Hasson, Liliane; ob. cit.
[20] “Victoria en lo interior”; en El Nuevo Herald, 20 de septiembre,1992.
[21] Cardona, Eliseo; “Narrativa centrada en dos geografías”; en El Nuevo Herald, 16 de noviembre, 1997, p. 3E.
[22] Fuera de lugar; De Bolsillo, Barcelona, 2002, p. 377.
[23] “Las nuevas metáforas identitarias de la literatura posnacional”, en Konvergencias, Filosofía y Culturas en Diálogo, n.º 9, año III, junio de 2005, en http://www.konvergencias.net/literaturaposnacional.htm. Ver también: Bernat Castany Prado; Literatura Posnacional; Editum, Ediciones de la Universidad de Murcia, Servicio de Publicaciones, 2007.
[27] García, Cristina; Soñar en cubano; Espasa Calpe, Madrid, 1993.
[28] Hijuelos, Oscar; Los reyes del mambo bailan canciones de amor; Ed. Siruela, Barcelona, 1992.
[29] Prieto, José Manuel; Enciclopedia de una vida en Rusia; Ed. Mondadori, Barcelona, 1997. Mariposas nocturnas del Imperio Ruso (Livadia); Ed. Mondadori, Barcelona, 1999. Rex; Ed. Anagrama, Barcelona, 2007.
[30] Montero, Mayra; El capitán de los dormidos; Ed. Tusquets, Barcelona, 2002.
[31] José Manuel Prieto; Mondadori, Barcelona, 1997.
[32] “¿Fin de la literatura nacional?”; en Reforma, Ciudad de México, agosto 21, 2005.
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