Vivir (o morir) del cuento

2 07 2013

Intervención de Luis Manuel García Méndez en la presentación de su antología personal Vindicación de Macbeth (Editorial Verbum, Madrid, 2013), y la Mesa redonda sobre el presente y el destino del cuento, con la participación de Juana Martínez, catedrática de la Universidad Complutense, y la escritora española Cristina Cerrada.

Casa de América, Madrid, 2 de julio, 2013

El cuento es un extraño artefacto literario. Novela con vocación de poema. Poema con ínfulas de novela. Se le atribuye brevedad, tensión, intensidad; un único tema y una nómina limitada de personajes. Pero no siempre ocurre. Género mudable, en evolución, inasible, resbaladizo, suele ser difícil encontrar los factores comunes entre cuentos largos, demorados, fluviales, donde el protagonista es el ambiente, y microcuentos como bengalas, más cerca del poema que de la narrativa. Hay cuentos que gravitan alrededor de un acontecimiento y otros, alrededor de un personaje. Cuentos que nos mantienen en vilo hasta saber qué, y otros, hasta saber cómo. Historias protagonizadas, incluso, por la estructura narrativa.

Siempre que se intenta definir el cuento, recuerdo aquella sabia definición de “novela” como “cualquier libro que se anuncie en su portada con la palabra novela”, e invoco la posibilidad de aplicárselo al cuento.

Lo cierto es que la novela camina hacia su desenlace como un transeúnte curioso que se desvía cada vez que algo llama su atención. El cuento, en cambio, se mueve como una flecha. Cualquier distracción puede convertirlo en un disparo fallido. Y aunque los cuentos suelen reunirse en colecciones, e incluso en cuentinovelas con una sólida vocación unitaria, todo cuento debe cerrarse en sí mismo, ser autosuficiente, crear sin muletas un efecto particular en el lector.

Etimológicamente, la palabra “cuento” deriva de contar, computare, es decir, calcular. De modo que existe una equivalencia entre contar o enumerar objetos y contar o enumerar sucesos, de ahí esa vocación matemática que exhibe todo buen cuento: cada línea, cada palabra cuenta. Quien haya intentado sustraer una palabra o una oración a un cuento de Jorge Luis Borges, habrá descubierto que en él todas las palabras son lo que los arquitectos llamarían estructurales. Hay peligro de derrumbe. Y esta necesidad de narrar con la máxima economía de medios es común al cuento popular tradicional, al chiste callejero y al cuento literario moderno.

Parecería que en tiempos de twits y SMS, cuando todos afirman no disponer de tiempo (salvo para perderlo); en una época de lecturas a retazos en autobuses y vagones de metro, los lectores deberían inclinarse por el cuento breve e intenso que puede paladearse en cuatro paradas de metro. Sin embargo, desde hace varios decenios, al menos en España, el cuento cede espacio a la novela, a pesar de que en este país existen más de mil concursos anuales de cuentos, entre ellos algunos de los mejor dotados del planeta. La explicación de este fenómeno merecería un capítulo aparte. Podría achacarse, sin dudas, al marketing editorial y la incidencia del best seller, pero sólo en parte. A ello se sumaría no una cuestión de extensión, sino de intensidad. No es lo mismo la lectura desatenta de una novela (en especial, del tipo de novela de lectura masiva), donde a veces puedes deslizarte sobre tres o cuatro páginas sin perder el hilo, que la intensa lectura de un cuento, donde cinco líneas pueden ser cruciales.

Hoy Cristina Cerrada nos ha hablado del cuento en España y ofrece signos alentadores protagonizados por algunas editoriales de literatura (es necesario hacer la salvedad dada la proliferación de editoriales que publican otra cosa) que incluyen cada vez más libros de cuentos en su línea de trabajo. La profesora Juana Martínez ya ha explicado que es bien diferente el comportamiento del género en América Latina, donde ha contabilizado más de 6000 libros de cuentos publicados, un ejercicio literario del que se han ocupado, casi sin excepción, todos los maestros de la narrativa continental.

A pesar de que aún es un fenómeno reciente, y que la narrativa suele responder despacio a los desafíos tecnológicos, las nuevas formas de literatura digital, las narrativas corales, los textos abiertos donde el lector puede elegir, conscientemente o al azar, entre varios desenlaces que se bifurcan, todo ello tendrá, sin dudas, sus efectos sobre el destino del cuento. Como ya lo tienen sobre el mercado del libro las ediciones digitales y la lectura online, desde la edición hasta la publicación y la distribución de los textos. De modo que las conjeturas sobre el futuro del género entran cada vez más en un territorio cuya cartografía es incierta.

En el caso de Cuba, el cuento ha sido un género cultivado por los mejores narradores desde las primeras décadas del siglo XX, con las obras de Enrique Serpa (Felisa y yo, 1937), Carlos Montenegro y Lino Novás Calvo. Montenegro, además de su excepcional novela Hombres sin mujer (1938), nos dejó grandes relatos como “El caso de William Smith”. De Lino Novás Calvo son dos extraordinarios libros de cuentos: La luna nona y otros cuentos (1942) y Cayo Canas (1946), y escribió uno de los mejores cuentos de la literatura latinoamericana, “La noche de Ramón Yendía”. Y esa gran cuentística alcanzó su esplendor en los años 50 con libros como El gallo en el espejo (1953), de Enrique Labrador Ruiz; Aquelarre (1954), de Ezequiel Vieta; Cuentos fríos (1956), de Virgilio Piñera; El cuentero (1958), de Onelio Jorge Cardoso; El otro Cayo (1959), de Lino Novás Calvo, y Guerra del tiempo (1958), de Alejo Carpentier; más los cuentos de Lydia Cabrera, Ángel Arango, Félix Pita Rodríguez, Eliseo Diego, Dora Alonso y Lezama Lima. Con eso bastaría para hablar de una sólida cuentística cubana. Pero esa tradición se mantendrá y se enriquecerá durante el medio siglo siguiente, con voces singulares y diversas que “tocan todos los palos”, como dirían los cantaores flamencos: cuentos “realistas” (en las más diversas interpretaciones de este término), oníricos, fantásticos, históricos, futuristas, tecnológicos, alucinados, terroríficos, policíacos. La diversidad de temas y motivos asumidos por el cuento en Cuba supera ampliamente el espectro que abarca la novela. Y la nómina de autores es tan extensa que cualquier intento agotaría la paciencia de ustedes o pecaría de parcial e injusta.

¿Por qué se mantiene la tradición del cuento en Cuba?

Pienso que existen motivos de diversa índole. En primer lugar, las editoriales continúan publicando libros de cuentos con, al menos, la misma intensidad que otras formas narrativas, y desde criterios de calidad, dado de los condicionamientos de mercado nunca han sido una prioridad para la industria editorial cubana. En segundo lugar, los escritores continúan escribiendo cuentos, no sólo porque es un excelente espacio de aprendizaje narrativo, y permite experimentaciones y ensayos “a escala” que quizás mañana se trasvasarán a la novela, sino también porque existe una industria editorial donde esos libros tendrán cabida. Y también porque entre las urgencias del pan ganar, es más fácil cerrar un cuento sin perder el tono, la intensidad, que cerrar una novela de 300 páginas. Aunque no me avalan estadísticas fiables, opino que hay en Cuba un público lector de cuentos, y habría varias razones para que así fuera: El cuento está más cerca de la elipsis y el sobreentendido que caracterizan la oralidad cubana. La larga tradición del género y su peso editorial a lo largo de muchos años tiene que haber modulado el mercado.

Además de lo anterior, hay una peculiaridad del cuento en Cuba que merece una mención aparte. Medio siglo de periodismo anémico, elusivo, obediente, silencioso, ha provocado en el lector cubano una inanición informativa crónica. La historia, como los ríos, tiene sus meandros, sus mansas desembocaduras y sus rápidos. La de Cuba entre 1959 a la fecha ha discurrido casi siempre entre peligrosos rápidos y sinuosos meandros, excelente materia prima para los narradores. Mijaíl Bajtín afirmó que «cada día posee su lema, sus vocabularios, sus acentos», y eso es particularmente visible en una buena parte de la cuentística cubana escrita desde 1959. Por el contrario que la novela, cuya respuesta a las urgencias de lo cotidiano sufre una suerte de retraso inercial, la respuesta del cuento es relativamente rápida. Basta repasar la presencia del héroe en la cuentística cubana para descubrir una evolución desde el héroe épico de los años 60 hasta el superviviente como héroe del “Período Especial” y el “héroe a su pesar” de las guerras africanas que aparece en la cuentística desde mediados de los años 90; pasando por el “héroe nacional del trabajo”, figura fugaz, cercana al realismo-socialista, en la segunda mitad de los 60 y en los 70.

Bastaría un ejemplo para ilustrar ese atractivo adicional, extraliterario: cuando se publicó el cuento de Senel Paz El lobo, el bosque y el hombre nuevo (1991), en varias redacciones periodísticas había artículos, reportajes, entrevistas sobre los temas de la homosexualidad y la intolerancia. Permanecían pospuestos, olvidados, en proceso de aprobación (algo que en la dinámica de la prensa cubana puede durar varios años) o rechazados, en ocasiones con consecuencias desagradables para sus autores. La publicación del cuento “liberó” de su prisión domiciliaria algunos de esos textos y generó un saludable debate social. Esto se explica por la minuciosa gradación de la censura, desde la televisión en el más alto grado hasta los libros de literatura y las revistas culturales de escasa tirada que gozan de una censura de “baja intensidad” (es un decir).

 

El libro que nos sirve de excusa para reunirnos esta noche, Vindicación de Macbeth, es el primero de una colección que ha iniciado la editorial Verbum: autoantologías de diferentes autores, cada uno de los cuales se encargará de ese ejercicio difícil y penoso que es seleccionar lo que consideras mejor de tu propia obra.

A la altura de 2013, dos tercios de mi vida, cuarenta años, discurrieron en la Isla, y los siguientes diecinueve, en España. Escribí mi primer libro de cuentos en 1981, aunque no se publicaría hasta 1987. Trece años de escritor insiliado y diecinueve de escritor exiliado. Tres de mis quince libros publicados o en prensa han aparecido dentro y fuera de la Isla; cuatro, sólo en Cuba, y los ocho restantes, sólo fuera. De estos quince libros, seis son de cuentos para adultos: Sin perder la ternura (1987), Los amados de los dioses (1987), Los Forasteros (1987), Habanecer (1992), El éxito del Tigre (2003) y El Señor de los Naufragios (2011). A los que se suman tres volúmenes inéditos de cuentos: Jardines Invisibles (2010), Test de Rorschach  (2012) y el último, Topografía del tiempo  (2013).

Entresacar de esos nueve libros los que considero mis mejores cuentos ha sido una labor temeraria. Raras veces el autor es un buen crítico de su obra. Además de la propia impericia, desde luego, pesan demasiado el afecto por los textos, las huellas que deja en su percepción el proceso de la escritura. Para un antologador externo, en cambio, todos los textos son contemporáneos, nacen en el momento de la lectura, y los observa con idéntico desapego. El autor sufre una persistente asincronía. De mi primer libro de cuentos, Sin perder la ternura, me separan treinta y dos años; del último, Topografía del tiempo, dos semanas. Sólo por eso me sé incapaz de evaluarlos imparcialmente. El antologador que soy yo a la altura de 2013 es muy diferente al yo que escribió su primer libro, pero lo recuerdo perfectamente, y eso también condiciona el resultado final.

En mis cuentos, como en buena parte de la narrativa cubana, coexisten pacíficamente realismo y fabulación, lo cotidiano y lo fantástico, el siglo XVI con el hoy y el mañana, geografías inmediatas que se pueden recorrer calle por calle y mundos alucinados, de coordenadas inquietantes. En este libro hay bares trashumantes; fusiles que se niegan a obedecer a su soldado;  una guerra entre los escribas de un país muy raro; la historia de un tigre que compone ficciones con gran éxito de crítica y de público. Aquí un náufrago puebla con la imaginación su isla desierta; las calles, los edificios y los objetos se amotinan contra sus creadores; los dioses peregrinan en busca de sus creyentes y son devueltos a sus cielos de origen.

Pero también aparece un antiguo profesor de Física mientras pesca sobre una cámara de camión, asediado por los tiburones del estrecho de la Florida, intentando, cuando menos, mantenerse inmóvil en la corriente. El viejo héroe de la guerra despierta de madrugada sabiendo que mañana será expulsado deshonrosamente del trabajo, y un joven rememora las consecuencias personales de lo ocurrido en 1980, cuando 125.000 cubanos huyeron por el puerto del Mariel.

Son también muy diversas las perspectivas desde las cuales están escritas estas historias: su concepción y la  panoplia de temas y motivos las instalan en tres espacios diferentes: La literatura posnacional y sus fronteras líquidas donde se situarían la mayor parte de los cuentos de El éxito del Tigre, El Señor de los Naufragios, Test de Rorschach y Topografía del tiempo. La literatura nacional (Sin perder la ternura o Habanecer). Y la “literatura exonacional”, aquella que, por su sintaxis, norma lingüística, temas y motivos, podría inscribirse en el canon de lo nacional, pero al estar escrita desde otra perspectiva (geográfica, artística, e incluso ideológica en el caso sui géneris de Cuba), aporta a ese canon una mirada excéntrica. Además de que, como ya afirmara Valle Inclán, “las cosas no son como las vemos sino como las recorda­mos». Es el caso de Jardines invisibles, y de las novelas El restaurador de almas (2001) y Bitácora del silencio (2012).

Durante esta inmersión, este buceo en mis propios textos —los que todavía soy incapaz de leer sin corregirlos, y los que leo como si los hubiera escrito un desconocido—, me pregunté qué tendrían en común historias tan dispares, tan diversas y tan distantes en el tiempo y el espacio. Entrevistado, Augusto Monterroso afirmó en cierta ocasión: “todo lo que escribí era un llamado a la revolución, pero estaba hecho de manera tan sutil que lo único que logré a la postre fue que los lectores se volvieran reaccionarios”. Mi obra no es, obviamente, un llamado a ninguna revolución (ni a la contrarrevolución, la involución, la evolución o cualquier otra proclama que termine en “ción”), sobre todo porque ignoro lo que significa esa palabra. Al cabo, toda revolución se contrarrevoluciona a sí misma. Nace preñada de su enemigo. Entonces, ¿qué podrían tener en común estas historias? Y descubrí que más allá de su diversidad, ellas están transitadas por lo que Mijaíl Bajtín llamaría un cronotopo: “el hombre como víctima de la historia”.

A mi generación, políticos, padres y maestros nos repitieron una y otra vez que nuestro destino luminoso, como hombres nuevos del siglo XXI, sería construir la historia. Tuvimos que crecer para percatarnos de que nuestro verdadero destino sería padecerla.

 





Abolición de las islas (Narrativas nacionales y posnacionales en el Caribe contemporáneo)

31 10 2012

Una mirada sobre los principales caminos de la actual narrativa del Caribe hispanohablante, especialmente a la pos-posmodernidad: la narrativa de la reformulación de la memoria, la metaforización de lo cotidiano en los descendientes de García Márquez, el realismo escatológico, el nuevo policíaco, la literatura posnacional y el ensayo narrativo en las literaturas cubana, dominicana y portorriqueña, pero también en las diaspóricas: cubanamericans, newricans, dominicans, caribeños, especialmente cubanos, dispersos desde México a Rusia y de Canadá a Chile, con polos muy intensos en Madrid, Barcelona, México D. F. y Miami.

 

El siglo XX literario comienza en América Latina a fines del XIX, con el modernismo, cuando el subcontinente deja de copiar a Europa y empieza a transcribir su propia naturaleza, busca sus esencias y transita desde una literatura que intenta otorgar ciudadanía letrada a las selvas y a una naturaleza inédita, hasta las vanguardias y la literatura urbana que emergerá de los nuevos bosques de cemento en Buenos Aires, México, Bogotá, La Habana, Montevideo.

Una literatura que se multiplica durante los períodos de bonanza económica de las guerras mundiales con la consiguiente expansión del mercado de la cultura. Argentina se convierte en el centro editorial de la lengua, seguida por México. Ello coincide con las dictaduras políticamente correctas durante la primera mitad del siglo, gracias al papel imperial de Estados Unidos que considera el resto del continente su propio patio. La fractura de 1959, con la Revolución Cubana, y la utopía guerrillera que cunde por todo el Sur, prefiguran no un caso (nunca cumplido) de civilización contra barbarie, sino, por acción y reacción, de barbarie contra barbarie. El eclipse de la guerrilla y de los gobiernos dictatoriales marcó el inicio de la utopía neoliberal que, en menos de un decenio, demostraría su incapacidad para subvertir las enormes diferencias distributivas y los grandes déficits estructurales de la región. Mientras Asia fomentaba el crecimiento de tigres y otros felinos económicos, América Latina perdía (con excepciones, desde luego) no años, sino decenios. Pero algo había cambiado. En todo el continente brotaban democracias estables como nunca antes en nuestra historia. Tan creíbles, que permitieron la aparición, por la vía de las urnas, de aquello que con la caída de Allende en Chile se había frustrado: la multiplicación de los modelos, desde la socialdemocracia en Chile, Brasil, Argentina y Uruguay, hasta el despertar de los populismos en Venezuela, Bolivia, Nicaragua y Ecuador: la guerrilla de las urnas; otra vuelta de tuerca, como diría Carson McCullers.

En República Dominicana, Puerto Rico y Cuba, los tres países que nos ocupan, la historia discurrió por caminos divergentes aunque con muchos puntos de contacto. Los tres provienen de un largo estadio colonial, pero, tras las respectivas guerras contra la metrópoli española, mientras República Dominicana y Cuba emergen como repúblicas independientes (aun con el yugo de la Enmienda Platt en esta última, que duraría hasta los años 30), Puerto Rico, donde no existió un poderoso impulso independentista, se convierte en un “Estado libre asociado” a Estados Unidos, frase a la que sólo le sobraba la palabra “libre”, porque pasarían muchos años antes que los boricuas fueran consultados al respecto. En esa isla, tras la II Guerra Mundial, aparecería, eso sí, un fuerte movimiento nacionalista, expresión del sector más radical de la burguesía puertorriqueña, y apelativo emocional para una juventud que comienza a tener conciencia histórica. Es entonces cuando Pedro Albizu Campos alcanza la categoría de símbolo. Un movimiento que se atenúa en los 60, cuando cunde una suerte de posnacionalismo. La isla cuenta con estabilidad política, caudalosos créditos e inversión extranjera. Dadas las garantías que le ofrece un territorio sujeto a la voluntad congresional, Puerto Rico es un destino óptimo para el capital norteamericano. La comunidad boricua en Estados Unidos se multiplica y los nexos con el Norte ya no son entre Estados o territorios, sino entre ramas de una misma familia. Los newricans son el primer gueto latino en Nueva York. Al mismo tiempo, en Puerto Rico el proceso de anexión se amplía. La estrecha simbiosis económica con el capital norteamericano se convierte en simbiosis política, especialmente del Partido Popular, cuya política de gobierno queda sometida a las necesidades de la inversión extranjera. No sería hasta la generación de los 70 que se produciría un repunte de un nacionalismo de inspiración marxista. Aunque minoritario, como han demostrado los referendos de los últimos lustros: la mayor parte del electorado rechaza por igual independizarse de la Unión y convertirse en un Estado de la Unión. Prefieren el status quo.

En República Dominicana, la inestabilidad (1900-1916) fue seguida por la invasión norteamericana de 1916, que se extendería hasta 1924, cuando tendría lugar en todo el Caribe un período de bonanza económica, la Danza de los Millones (1924-1929), que concluiría con el día negro en la bolsa de Nueva York. Desde 1930, Rafael Leónidas Trujillo estableció una de las peores dictaduras del continente, ya pródigo en dictaduras, y convirtió a Santo Domingo en su propia finca, donde hombres, bienes y mujeres ajenas eran propiedad del capo hasta 1961, cuando lo cosieron a tiros, abriendo un nuevo período de inestabilidad que culminará con una nueva invasión norteamericana en 1965. Desde 1966 hasta 1978 y del 86 al 96 impera la semidictadura de Joaquín Balaguer, antiguo acólito de Trujillo y eminencia gris de la política dominicana durante décadas, ejerciendo el poder personalmente o por delegación en Leonel Fernández, su ahijado político y presidente entre el 96 y el 2000 y, de nuevo, de 2004 a 2008, con períodos intermedios de dominio del PRD y de Hipótito Mejías. Es durante las últimas cuatro décadas, entre crisis cíclicas y escándalos, cuando se produce una acelerada “modernización” del país: las maquiladoras, la explosión de la industria turística, la emigración masiva hacia Estados Unidos y España que se revierte en forma de remesas, inyección de capital que activa la pequeña empresa y desarrolla una creciente clase media que comienza a remodelar la sociedad dominicana.

Un panorama sui géneris se produce en Cuba. Durante los primeros 57 años del siglo (1902-1959) tiene lugar un período republicano menos turbulento que el de otras naciones del continente, pero no exento de sobresaltos (asonadas, revueltas y dictaduras, principalmente las de Gerardo Machado, 1929-1933, y la dictadura batistiana entre 1952 y 1958), a pesar de lo cual, el país consiguió despojarse de la Enmienda Platt, cláusula impuesta en 1902 por Estados Unidos, y aprobar la Constitución de 1940, una de las más progresistas de su época. Durante esa primera mitad de siglo, Cuba recibe más de un millón de inmigrantes, mayoritariamente españoles, y registra un sostenido crecimiento económico que convierte a la Isla, devastada a fines del XIX por las guerras de Independencia, en una de las naciones más prósperas de América Latina, aun sin contar con los recursos energéticos de Venezuela o la tradición educacional y desarrollista de Argentina y Uruguay, que se encontraban por entonces a la cabeza de la región en casi todos los índices. La revolución contra Fulgencio Batista entroniza en el poder a Fidel Castro en enero de 1959, momento en que se inicia en Cuba una trayectoria histórica singular, marcada por la enemistad hacia Estados Unidos, antiguo socio económico y político, y su acercamiento al Este de Europa tras establecerse una “república popular”, al estilo de los totalitarismos del llamado “campo socialista”, pero condimentada con una fuerte dosis de caudillismo hispanoamericano de corte mesiánico —Tirano Banderas con la hoz y el martillo–. Un gobierno que, durante su primera década, contó con un mayoritario apoyo popular, enfrentó durante los 60 una guerra civil que se extendió por casi toda la isla, y un éxodo masivo de las clases altas y medias, creadoras de la segunda ciudad cubana del planeta: Miami. Tras esa primera “Era del Entusiasmo”, cuando La Habana ocupó la capitalidad cultural del continente y se convirtió en el mayor exportador mundial de guerrillas, los 70 y los 80 presenciaron su alineación con la Unión Soviética (la “Era Welcome Tovarich”) y el desvío hacia África de su vocación hegemónica en el patrocinio de los movimientos insurgentes. Entre 1989 y 1990, tras la desaparición de la Unión Soviética y sus subsidios, comienza la “Era Good Bye Lenin” que dura hasta hoy. Cuba deja de ser un país subvencionado y queda librada a su suerte, entre el embargo y la ineficacia, sólo paliada en los últimos años por el salvavidas petrolero de Venezuela. Es lo que se ha denominado “Período Especial en Tiempos de Paz”, un eufemismo para nombrar la mayor crisis de la historia cubana, que ha conducido a la Isla en medio siglo de discutir los primeros puestos en América Latina a discutir los últimos, intentando evitar el descenso a la tercera división del Tercer Mundo. A la literatura de esta era postsoviética vamos a referirnos.

 

¿Existen elementos comunes entre las tres islas, a pesar de la marcada singularidad de cada una? Además de su pasado hispánico, su presente poscolonial y cierta comunión de idiosincrasia que proviene de la cocción de similares ingredientes étnicos en un mismo clima, las tres están marcadas por la cercanía de Estados Unidos. Decisiva, aunque diferente en magnitud y sentido entre las tres. Puerto Rico es, de hecho, parte de la Unión. Su emigración es interna, no sometida a los malabarismos de la emigración ilegal. Es, sin dudas, la que menos sobresaltos ha sufrido en el orden político y económico y, curiosamente, se ha negado a la anglización, manteniendo lengua y cultura como hecho diferencial. En Dominicana, como en Cuba, es muy acusada la dualidad amor/odio hacia Estados Unidos, admiración a su prosperidad y sus avances tecnológicos y odio a su prepotencia materializada en sucesivas invasiones. En Dominicana, la presencia de una gran comunidad emigrada que retroalimenta continuamente la economía del país, y los intensos lazos socio-económicos con Estados Unidos componen un entramado casi insoluble. Cuba, en cambio, aunque en 1959 era la más norteamericana de las naciones latinoamericanas, rompió bruscamente esos nexos y cambió radicalmente de bando en el tablero de la Guerra Fría, hecho que ha determinado su radical singularidad, su perfil político e ideológico en el continente y en una zona importante del Tercer Mundo poscolonial. Aunque de distinta naturaleza y severidad, el trujillismo y el castrismo han marcado sus destinos, como las diferentes naturalezas de sus respectivas diásporas han marcado desde la distancia la conformación de una nacionalidad posnacional.

 

Narrativas del Caribe hispanohablante

En Puerto Rico, una cualidad que salta generaciones y estilos es el uso lúdico de la lengua coloquial, la musicalidad de la isla permeando el discurso literario. Tras la generación de escritores de 1950, ideológicamente nacionalista, los narradores de los 70, desde el coloquialismo, la yuxtaposición de códigos y la ironía, se proponen dar voz a ciertas zonas de lo real puertorriqueño que antes habían sido ignoradas o poco trabajadas artísticamente: la sexualidad homoerótica y lesbiana, la negritud, el submundo de los toxicómanos. Protagonizan esta etapa Edgardo Rodríguez Juliá (1946), Manuel Ramos Otero (1948-1992), Magali García Ramis (1946) y Rosario Ferré (1942). Hay que mencionar a Rafael Luis Sánchez, con La guaracha del Macho Camacho (1976)[1] y La importancia de llamarse Daniel Santos (1988)[2], y a Ana Lydia Vega, autora de Pasión de historia y otras historias de pasión (1987)[3], en particular, del cuento “Sobre tumbas y héroes”. En los escritores de la generación de los 90, la palabra no es tanto la queja de los 80, sino la denuncia directa, el grito, la amenaza, la invitación. Ahí encontramos a Luis López Nieves (“Seva”, 1984)[4]; Eduardo Lalo (“Naturaleza muerta”, 1992)[5]; Mayra Santos Febres (“Marina y su olor”, 1995)[6]; José Liboy (Cada vez te despides mejor, 2004)[7]; Pedro Cabiya (“Historia del hombre que huyó a buscar la fortuna”, 1999)[8]; Elidio La Torre Lagares (“El día que llovió dinero en Adjuntas”, 2000)[9], y Francisco Font (“Érase un hombre pegado a una oreja pegada a un hombre”, 2004)[10].

En la isla vecina, la nueva camada de la narrativa dominicana retoma lo experimental y juega con las técnicas del flash back o del fade out, del cine; del fluir síquico; de la improvisación del jazz o el rock; se experimenta con los planos narrativos, las fragmentaciones temporales, las fusiones de lo real con lo deseado o con lo imaginario; dominan el juego, el erotismo, el humor y la ironía que gira alrededor del gran producto de exportación literaria dominicana: el trujillato. Un precursrs de esta nueva narrativa fue José Luis González[11]. En esta horneada encontramos La fértil agonía del amor (1982)[12], de Marcio Veloz Maggiolo; El recurso de la cámara lenta (1996)[13] y particularmente el cuento “Los ojos de Sara”, de Ramón Tejada Holguín; Piedra de sacrificio (1999)[14], de Ángela Hernández Núñez, y La tercera cara de la moneda (1987)[15], de Manuel García Cartagena.

En el capítulo “El campo roturado”, de su libro Tumbas sin sosiego[16], Rafael Rojas afirma que

Hoy la cultura cubana experimenta todos los síntomas del quiebre de un canon nacional. Emergen nuevas hibridaciones en el arte y nuevas subjetividades en la literatura. (…) Un orden postcolonial comienza a ser rebasado por otro transnacional, (…) El despliegue de alteridades en la isla y la diáspora dibuja un nuevo mapa de actores culturales que rompe el molde machista de la ciudadanía revolucionaria. (…) La moralidad de esos actores se funda, como diría Jean Francois Lyotard[17], en atributos posmodernos: alteridad, diferencia, transgresión, ingravidez, marginalidad, resistencia, impostura.

Según Rojas, existen tres políticas intelectuales en la narrativa cubana: la política del cuerpo, la de la cifra y la del sujeto. La política del cuerpo propone sexualidades y erotismos, morbos y escatologías como prácticas liberadoras del sujeto. La política “de la cifra” practica una interlocución más letrada con los discursos nacionales. Descifrar o traducir la identidad cubana en códigos estéticos de la alta literatura occidental. Un territorio fecundo de “la cifra”, según Rojas, es el de la novela histórica. Búsqueda de significantes de ficción en ciertas zonas del pasado de Cuba que apela al recurso de la alegoría para narrar oblicuamente el presente político. La política del sujeto es más convencional que la del cuerpo y menos erudita que la de la cifra. Anclada en el canon realista de la novela moderna, esta política se propone clasificar e interpretar las identidades de los nuevos sujetos, como si se tratara de un ejercicio taxonómico.

Yo prefiero hablar de cinco caminos por los que discurren las nuevas narrativas del Caribe: Iluminación de lo cotidiano; Reformulación de la memoria; Realismo escatológico; Ensayo narrativo y Neopolicíaco. Así como una literatura posnacional que puede ingresar en cualquiera de las categorías anteriores.

 

Iluminación de lo cotidiano

Esta zona participaría de las políticas de la cifra y la del sujeto, definidas por Rojas, iluminando la realidad inmediata mediante diferentes procedimientos con participación variable de lo testimonial o el libre juego de lo imaginario.

En el caso de Cuba, encontramos aquí Tuyo es el reino (1998)[18], de Abilio Estévez[19]; Misiones (2001)[20], de Reinaldo Montero; La noche del aguafiestas (2000)[21], de Antón Arrufat; Cuentos de todas partes del imperio (2000)[22] y Contrabando de sombras (2002)[23], de Antonio José Ponte; El libro de la realidad (2001)[24], de Arturo Arango; Habanecer, de Luis Manuel García Méndez (1993, 2005)[25] y Esther en ninguna parte (2006)[26], de Eliseo Alberto Diego.

En Dominicana iluminan lo cotidiano “Así llenamos nuestros espacios temporales” (1986)[27] y “La verdadera historia de la mujer que era incapaz de amar” (1987)[28], de Ramón Tejada Holguín, desde el humor, el erotismo, el juego entre autor y personajes. En Un día en la vida de Joe Di Magio II (1985)[29] y Cartas al espejo (1985)[30], Manuel García Cartagena aparece el flujo de la conciencia heredero de Joyce con oportunos toques de humor y una eficaz instrumentalización del idioma. En Cómo recoger la sombra de las flores (1988)[31], Ángela Hernández Núñez juega con diferentes texturas del idioma, desde un lenguaje poético hasta la estructuración directa y cuidada de los diálogos en textos de  atmósfera. Hay que mencionar también a Julio Adames, con “Unos gatos empujan la pared” (1990)[32], y “El bocal de seis flores” (1993)[33], de Rafael García Romero. Un ejemplo de la simbiosis entre discursos yuxtapuestos, lo encontramos en Rita Indiana Hernández (La estrategia de Chochueca, 2000)[34]:

El local empezaba a llenarse de gente como a la una, chamaquitos hermosos, todavía sin barba, bailoteando en esta gelatina absurda que nos han dejado nuestros padres, después de tanto que queremos, tanto we want the world and we want it, tanta carcajada histórica, tanto Marx y compañero para esto, esta brincadera de pequeñas bestias sin idea, este mac universo en el que o te tumbas a contemplar burbujas en el screensaver o te tumbas (p. 73).

Posiblemente el más notable narrador dominicano que ilumina tangencialmente lo cotidiano sea Marcio Veloz Maggiolo (Santo Domingo, 1936), narrador, poeta, ensayista, crítico literario, arqueólogo y antropólogo, especialmente en sus novelas El hombre del acordeón (2003)[35] y La mosca soldado (2004)[36].

En Puerto Rico, la Generación McOndo de los 90, por oposición al Macondo del realismo mágico, se convierte en un nuevo, refrescante y llamativo referente de la literatura regional. Precursor, Manuel Abreu Adorno se anticipa en 15 años al McOndismo con su libro de relatos Llegaron los hippies (1978)[37].

 

Reformulación de la memoria

Llamo así al campo de la novela histórica que, directa o indirectamente, ilumina las zonas oscuras de lo contemporáneo mediante la reconstrucción del pasado. Esto ocurre en la obra de Ana Lydia Vega (1946), escritora puertorriqueña que practica la recuperación de lo histórico haciendo hincapié en la mujer y lo femenino. Demetria (2007)[38], novela de Pedro Amador Lloréns, recoge el ambiente de las haciendas del siglo XIX en Puerto Rico, y Demetria, su protagonista, es un modelo feminista del siglo XIX. Luis López Nieves[39], quien ha creado leyendas urbanas que los puertorriqueños asumen como verdades históricas literalmente legendarias, escribe en 1984 su cuento “Seva”, que crea conmoción nacional al reescribir la historia oficial de la invasión norteamericana a Puerto Rico del 25 de julio de 1898. Comienza simulando ser una carta escrita por el autor a un periódico de San Juan, y que fue publicado por éste, se habla de documentos que comprobarían que la invasión se produjo en verdad en mayo de 1898, y que encontró una resistencia tan heroica en Seva que las tropas norteamericanas liquidaron al pueblo completo, instalaron sobre sus escombros la base militar Roosevelt Roads y construyeron en las inmediaciones otro pueblo, llamado Ceiba, que existe realmente, para evitar una rebelión popular y trastocar la historia. Fue infructuoso que López Nieves intentase explicar que aquello era solamente ficción, porque “Seva” se convirtió en historia de inmediato y la gente comenzó a exigir justicia y esclarecimiento del pasado. Rosario Ferré[40], por su parte, despliega en su poderosa obra la historia de su país vista desde la clase dominante, y su tránsito de la independencia de España a la dependencia de Estados Unidos.

En República Dominicana, Marcio Veloz Maggiolo reformula la memoria en Cuentos, recuentos y casicuentos (1986)[41], El Jefe iba descalzo (1993)[42], Trujillo, Villa Francisca y otros fantasmas (1996)[43], El hombre del acordeón (2003) y La mosca soldado (2004).

En Cuba, podemos mencionar Como un mensajero tuyo (1998)[44], de la cubano-portorriqueña Mayra Montero; La novela de mi vida (2001)[45], de Leonardo Padura; Mujer en traje de batalla (2001)[46], de Antonio Benítez Rojo, La visita de la Infanta (2005)[47], de Reinaldo Montero, y El restaurador del almas (2002)[48], de Luis Manuel García Méndez.

 

Realismo escatológico

Según la portorriqueña Mayra Santos Febres (1966)[49], “la sensualidad es la manera más directa de conectarse con el mundo. Sin los sentidos no vemos, ni olemos, ni tocamos, ni oímos, ni gustamos del mundo. El resto es derivativo. El pensamiento es la huella de los sentidos y a veces su trampa. Por querer escapar de la trampa, regreso a la sensualidad. Quizás así podamos repensar el mundo de una manera más íntegra. (…) Yo no creo en marginalidades fijas, quizás porque pertenezco a varias. Soy mujer, negra, caribeña y quién sabe qué otras cosas más que me colocan en un margen. Pero he observado que este margen siempre es móvil. A veces estoy en el centro (por cuestiones de educación, de clase quizás) y a veces soy la abyecta (por razones de piel, por pertenecer a un país colonizado por EE.UU.). Precisamente por esa movilidad me doy permiso para transitar por varios mundos, por varios márgenes”[50]. De su cuento “Resinas para Aurelia”[51] es el siguiente fragmento:

Así fue como de jardinero municipal, Lucas se convirtió en rescatador de cadáveres de putas ahogadas. Pues, para su asombro, seguían apareciendo cuerpos de rameras entre las aguas del rio, mucho después de que él rescatara a todas las que habría ahogado la inundación. De vez en cuando, lo llamaban del municipio para que fuera a recoger cadáveres realengos. Otra puta ahogada por «la inundación» decían entre risitas los policías que llamaban a Lucas a trabajar. Se acopló a la costumbre, después de los primeros meses, e iba ya él solo, patrullando las riberas del rio, para economizarle las llamadas a los oficiales y no tener que interrumpir su rutina de jardinero, a la que volvió después de la primera tanda de rescates.

Con los cadáveres recuperados siempre era la misma historia. Primero se tiraba al rio, nadando, para desenredar los cuerpos de entre la maleza que lograba detener la deriva de las putas ahogadas. Les desenmarañaba el pelo para ver si podía identificarlas. Cuando llegaba a ellas, algunas ya tenían los labios picados por los peces, o los párpados poblados de crustáceos, y las tripas habitadas por pequeños camarones y pulgas acuáticas. Era difícil identificarlas, si no llega a ser por la cadenita en el tobillo izquierdo que delataba profesión. A las desfiguradas las cargaba suavemente, como si estuvieran dormidas y las llevaba directamente a la morgue. Con otras, casi todas de muerte más fresca, se encariñaba, no sabía por qué razón. Entonces se las llevaba para la casa. Les preparaba algún aceite con esencia de olor para quitarles del rostro el rictus de la sorpresa de encontrarse ahogadas, el susto de pesadilla en la faz y los músculos. Les acariciaba experto la carne, les destensaba el semblante con las manos pensando en cómo nadie las iría a reclamar, en cómo las tirarían al vertedero, cremadas, sin una sola caricia de despedida, aquellos cuerpos que el pueblo entero había manoseado y de los cuales ahora se querían desentender. «Nadie te quiere tocar,» les decía Lucas por lo bajo, «nadie te quiere tocar y nadie sabría cómo hacerlo ahora más que yo.» No era gran cosa lo que hacía por ellas, lo sabía. Pero al entregar a la morgue un cuerpo nuevo de aquellos que le provocaban cariño, se enorgullecía de lo bellos que quedaban, con la piel tersa y aceitada, con olor a plantas frescas de menta, con la cara en reposo. Antes de montarlas de nuevo en su guincha municipal, les destrababa del tobillo la infame cadenita de oro, y se la guardaba en el bolsillo de su pantalón. Quizás así las tratarían mejor.

En esta vertiente se inserta también Mayra Montero, quien nació en La Habana en 1952, pero desde hace muchos años vive en Puerto Rico. Ha publicado varias novelas que han sido traducidas a numerosos idiomas. Entre ellas, La última noche que pasé contigo (1991)[52], Del rojo de su sombra  (1998)[53] y Como un mensajero tuyo (1998)[54], todas publicadas por Tusquets Editores. Obtuvo el XXII premio La sonrisa vertical, para literatura erótica, por su novela Púrpura profundo (2001)[55].

De República Dominicana es José Alcántara Almánzar (1946), quien ha publicado, entre otros, Las máscaras de la seducción (Premio Anual de Cuento, 1983)[56], La carne estremecida (Premio Anual de Cuento, 1989)[57], El sabor de lo prohibido. Antología personal de cuentos (1993)[58], y Presagios de la noche. Antología de cuentos (2005)[59]. Alcántara nos dice:

En cuanto al “tema del hombre marginado” a que te refieres, es algo que llevo muy dentro, pues crecí en un barrio humilde de Santo Domingo, donde la marginación en todas sus formas me conmovió desde que tuve uso de razón, llevándome a tomar conciencia de lo que significan la desigualdad, el rechazo, el ostracismo: el neorrealismo social, el neorrealismo psicológico y lo fantástico.

El erotismo, que es la expresión cultural de la sexualidad, ocupa en mi obra un espacio nuclear, tanto en los personajes marginales como en los de clase media o alta. Con una franqueza que a veces raya en el atrevimiento, las manifestaciones eróticas y las obsesiones sexuales de mis personajes son, más que juegos, respuestas de la condición humana ante situaciones diversas[60].

En Cuba, esta formulación tiene numerosos ejemplos, tanto de escritores residentes dentro como fuera de la Isla: Te dí la vida entera (1996)[61], de Zoé Valdés; Al otro lado (1997)[62], de Yanitzia Canetti; El hombre, la hembra y el hambre (1998)[63], de Daína Chaviano; Trilogía sucia de la Habana (1998)[64], de Pedro Juan Gutiérrez[65]; Cuentos frígidos (1998)[66], de Pedro de Jesús; Perversiones en el Prado (1999)[67], de Miguel Mejides; Siberiana (2000)[68], de Jesús Díaz, y El paseante cándido (2001)[69], de Jorge Ángel Pérez. Así como otras obras que participan de varias sensibilidades: de Ena Lucía Portela, Cien botellas en una pared (2002)[70] y El pájaro: pincel y tinta china[71] (1999). El Período Especial ha generado ya un subgénero dentro de la narrativa cubana de ambas orillas: miseria, desesperación, atmósfera sofocante y claustrofóbica, y escatología de lo cotidiano son sus ingredientes esenciales. Una nueva picaresca recorre las novelas y cuentos que aparecen durante los últimos dos decenios en la Isla. Y su reflejo invertido en la naciente literatura del Miami cubano es una poética del desarraigo, contenida y con frecuencia sublimada en la obra de Carlos Victoria (1950-2007), angustiosa como un grito en la novela Boarding Home, de Guillermo Rosales, publicada en España como La casa de los náufragos[72] (2003).

 

El ensayo narrativo

Se trata de textos que se encuentran a medio camino entre lo narrativo y lo ensayístico, o donde el argumento es mera excusa para hilvanar un discurso ensayístico. Es el caso de Antonio José Ponte en La fiesta vigilada (2007)[73]; Iván de la Nuez, en Fantasía Roja (2006)[74]; o Eliseo Alberto, en su Informe contra mí mismo (1997)[75]. De La fiesta vigilada es el siguiente fragmento, que bien podría ser ejemplar de este procedimiento, de esta tierra de nadie (de ambos) entre ficción y reflexión, “reficción” que continúa el largo proceso de mulatez genérica:

Putas y putos un tanto metafísicos, la mayor parte daba poca importancia a las contundencias corporales. Decanos del oficio, se hallaban ya por encima del sexo. Y ofrecían, sobre todo, tiempo a sus clientes.

Pedían que se les contestara con una invitación al viaje. Daban historia a cambio de geografía.

Merodeaban hoteles ya que no podían hacer lo mismo con embajadas y consulados.

El dinero podía volar ante sus ojos, que ellos tomarían flemáticamente un espectáculo de tal clase. ¿Qué significaba una transacción efectuada con billetes cuando se la comparaba con esa otra donde trocaban tiempo por espacio?

 

Neopolicíaco

Se caracteriza por su aproximación a la novela negra y porque la trama apenas es la apoyatura del planteamiento de una literatura más social que lo habitual del género.

En Puerto Rico encontramos a Ana Lydia Vega, con su Pasión de historia y otras historias de pasión (1987). En Cuba, a Amir Valle[76], Lorenzo Lunar, Daniel Chavarría y Leonardo Padura[77]. Leonardo Padura es, posiblemente, no sólo el escritor policíaco más conocido en Cuba, sino el escritor cubano vivo más conocido fuera de la Isla, y su saga de novelas protagonizadas por el detective Mario Conde ha sido ampliamente estudiada.

Prefiero subrayar las singularidades de Lorenzo Lunar. Con la novela negra Que en vez de infierno encuentres gloria (2003)[78], Lunar consigue construir, en las primeras diez páginas, un universo particular: el barrio: cerrado, con leyes propias y, sobre todo, vivo. Un universo real, literariamente real. En Polvo en el viento (2005)[79], el barrio se expande a la ciudad, que no funciona como un espacio cerrado, sino como un espejo del país, del tiempo angustioso, de la desesperanza, esta sí, cerrada, donde son prisioneros todos los personajes por igual: policías y bandidos, funcionarios y drogadictos, creyentes y ateos, “fieles” por decreto a una religión laica. Personajes de vidas rotas, machacadas por la miseria, extraviadas en un mundo donde el relativismo moral no es perversión sino garantía de supervivencia. Una corte de los milagros donde cualquier destello de esperanza, cualquier aspiración es aplastada sin piedad. El lector se sienta voyeur, mirahuecos, fisgón, a medida que el policía va abriendo las puertas del barrio, ventilando intimidades. En Polvo en el viento parece que César (¿el mismo César ansioso de culpables, lo sean o no, de la novela anterior?) no conoce verdaderamente a nadie. Universo paralelo donde el sexo (hetero, homo, bi, múltiple, incestuoso), el arte, las drogas, la música, no cumplen una función orgiástica. Son rituales funerarios, preámbulos de una muerte buscada como único revulsivo de la realidad. Es una suerte de última cena donde los comensales engullen desaforadamente de todos los platos con la certeza de que nunca concluirán la digestión. Si el sexo es el último reducto de libertad individual en la Isla, en esta isla de Lunar es siempre dominio o amenaza, instrumento, moneda, compra, venta, huida o muerte. Si en Que en vez de infierno… una muerte real convocaba al policía a desbrozar un mundo que conoce; en Polvo en el viento, la presunta muerte de un símbolo, de una alegoría (en consonancia con toda la muerte simbólica que atraviesa la novela) empuja a otro policía completamente distinto a forzar una realidad que le resulta ajena, que es incapaz de comprender, para acompasarla a sus necesidades. Si la primera es una historia simple, convincente y fragmentada con inteligencia para construir la trama, donde, al final, gana el delincuente (“a veces es mejor que olvides que sabes cosas”, le dicen al policía cuando pierde); en la segunda, una novela de trama más compleja, donde hay un juego evanescente entre lo inmediato y lo simbólico, todos pierden. Como si César hubiera echado a andar una maquinaria de destrucción. Que en vez de infierno… es una novela tragicómica, ha declarado el autor, porque en Cuba “vivimos un humor negro tristón”[80].

 

La música y la narrativa de la ciudad

Rafael Rojas[81] apunta que:

Existe, sin embargo, un lugar donde el campo literario comienza a dar muestras de una sorprendente integración: ese lugar es La Habana. Cualquiera que lea las interesantes novelas El pájaro: pincel y tinta china (1998), de Ena Lucía Portela, Perversiones en el Prado (1999), de Miguel Mejides, y El paseante cándido (2001) de Jorge Ángel Pérez, (…) retoman una línea de la alta modernidad literaria, transitada por Guillermo Cabrera Infante en Tres tristes tigres y Reinaldo Arenas en El color del verano, que consiste en estetizar los rumores y chismes de la ciudad letrada. (…) Esta topología simbólica de la ciudad es más legible aún en una narrativa como la de El Rey de la Habana (1999) de Pedro Juan Gutiérrez o La sombra del caminante (2001) de Ena Lucía Portela. (…) la estetización de las ruinas que practican novelas como Los palacios distantes de Abilio Estévez y Contrabando de sombras de Antonio José Ponte.

Algo equivalente ocurre con la música en la narrativa del Caribe, En República Dominicana, la isla se escucha gracias al bolero. Es el caso de la novela Sólo cenizas hallarás (Bolero) (1980)[82], de Pedro Vergés, y de Enriquillo Sánchez y su Musiquito. Anales de un déspota y un bolerista (1993)[83]. Textos que no alcanzan la cota de excelencia de la puertorriqueña Mayra Santos Febres en su «Sirenita Selena se viste de pena” (2000)[84] o la excepcional novela El hombre del acordeón (2003), de Marcio Veloz Maggiolo.

 

Literaturas posnacionales

La redefinición del concepto de nacionalidad no es nada nuevo, aunque la globalización ha reavivado no sólo el tema, sino el hecho.

Edward W. Said[85], al referirse a su identidad, sustituye la metáfora del árbol que hunde sus raíces en la tierra (que alimenta y encarcela el árbol) por “un cúmulo de flujos y corrientes” antes que como “una identidad sólida”. La nación de desterritorializa y se desacraliza, en palabras de Bernat Castany Prado[86]. Ya Claudio Magris[87] proponía una concepción líquida, fluida, de la identidad: “el río es por excelencia la figura interrogativa de la identidad, con la eterna pregunta de si podemos o no bañarnos dos veces en sus aguas”. Y Carlos Monsiváis ha denominado «posnacionalista» al proceso de crisis política, económica y cultural del país, precedido, a fines de los 60 y principios de los 70 por una reformulación de las representaciones culturales de la nación.

Según Christopher Domínguez Michael, “la extinción de las literaturas nacionales, al menos en América Latina, no será desde luego un proceso ni natural ni lineal. Implica la desmantelación de un concepto firmemente establecido en la academia, en la opinión pública, en el espíritu de muchos escritores aún ligados sentimentalmente al nacionalismo cultural. Contra lo que suele pensarse en el extranjero (y en México mismo), ese proceso de desarraigo arranca con el siglo veinte: la tradición cosmopolita es la tradición central –aunque no la única– de la literatura mexicana moderna”[88]. Domínguez recuerda cómo la sociedad letrada de América Latina siempre se sintió el extremo occidental de la cultura occidental, de modo que “narradores como Salvador Elizondo y Alejandro Rossi (ambos nacidos en 1932 y ambos traducidos al francés) se desplazan por la literatura mundial con absoluta libertad, viajando indistintamente hacia el mundo de los suplicios chinos o regresando a las raíces del caudillismo hispánico; un Sergio Pitol (1933) hace suya la literatura centroeuropea, lo mismo que otros escritores, como Juan García Ponce (1932-2003), Hugo Hiriart (1942) o Fabio Morábito (1955), corroboran en sus obras ese fenómeno del cual Borges es un epítome: el cosmopolitismo latinoamericano es una de las grandes escuelas del siglo veinte”. Y subraya que en el presente globalizado, donde la información viaja a una velocidad sin precedentes y el español recobra la universalidad del Siglo de Oro, “La narrativa (y la poesía) latinoamericanas, además, se benefician de una globalización cultural que, permitiéndonos abandonar la obsoleta noción romántica de literatura nacional, nos devuelve, con más ganancias que pérdidas, al universalismo de las Luces”[89]. De este modo, se cancela “la identificación romántica entre cultura y nación, misma que convertía al escritor latinoamericano en una suerte de embajador ontológico de su país, destinado a explicar los misterios esotéricos de México, del Perú, de Colombia al público europeo”[90]. Es “el fin de nuestra excepcionalidad y de los fueros que el realismo mágico, falso o verdadero, conllevó”[91].

La traslación hacia lo posnacional de una importante zona literaria es algo que se observa con extraordinaria claridad en el Caribe, tras medio siglo (el doble, en el caso de Puerto Rico) de emigraciones masivas e intercambio fluido con Norteamérica y Europa, más que con otras naciones del continente. Si ya puede hablarse de una cultura chicana, que no es propiamente mexicana ni propiamente norteamericana (la nacionalidad reformulada), también puede hablarse de los newricans, los dominicanamericans y los cubanamericans, pero en otros términos: escrituras posnacionales, descentradas, multifocales.

Es particularmente interesante el boon de la narrativa dominicana en New York, donde encontramos a Loida Martiza Pérez (Geographies of Home, 1999)[92], Julia Álvarez (Yo, 1997)[93], Viriato Sención (Los que falsificaron la firma de Dios, 1995)[94], Nelly Rosario, Angie Cruz y Junot Díaz. Factor común entre ellos es el desarraigo insular y la recreación de un país anclado en la memoria, el país de la infancia, y el uso de un lenguaje que encaja en la estructura del inglés tanto los modismos y aportaciones del gueto, como las piezas de un español dominicano que nadan en el discurso como peces perfectamente aclimatados a esas nuevas aguas. Por el contrario que lo que ocurre en escritores norteamericanos de origen cubano, como Cristina García[95] y Oscar Hijuelos[96], para quienes lo cubano es escenografía y contexto, para ellos lo dominicano (temas, personajes y caracterizaciones) es la sustancia narrativa. Así como los conflictos del gueto por componer una identidad que ya no es dominicana y que aún no es norteamericana (en Junot Díaz[97] y en Soledad de Cruz, por ejemplo). Pero existe también una literatura anclada en una sensibilidad posnacional escrita por autores cubanos o de origen cubano desperdigados por el mundo. Obras que eluden “lo cubano” sin asumirse como apófisis de las culturas de sus países de acogida. Es el caso de José Manuel Prieto (Enciclopedia de una vida en Rusia, 1997; Livadia, 1999, y Rex, 2007)[98], de muchas obras de Mayra Montero[99] o de Orestes Hurtado (Cuentos de salir, 2009)[100].

La globalización, con su extraordinaria movilidad de las personas, la información y las ideas, ha terminado de abolir la dictadura de escuelas estéticas y movimientos culturales dominantes. Las periferias se aproximan, la alternancia y movilidad de los centros emisores de la cultura es un hecho al que no son ajenos los mecanismos del mercado global y su manipulación del arte en tanto que mercancía.   De ahí que la diversidad de los caminos, de las búsquedas y las indagaciones que hoy siguen las literaturas del Caribe no sean indicios de singularidad, sino de concurrencia. La Historia comienza a subsanar la Geografía. El siglo XXI prefigura la abolición de las islas.

 

Abolición de las islas (Narrativas nacionales y posnacionales en el Caribe contemporáneo)”; Madrid, 2012


[1] Sánchez, Luis Rafael; La guaracha del Macho Camacho; Ed. De la Flor, Buenos Aires, 1976.

[2] Sánchez, Luis Rafael; La importancia de llamarse Daniel Santos, Ediciones del Norte, Hanover, 1988.

[3] Vega, Ana Lydia; Pasión de historia y otras historias de pasión; Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1987.

[4] López Nieves, Luis; “Seva” (cuento, 1984); Ed. Norma, Colombia, 2006.

[5] Lalo, Eduardo; “Naturaleza muerta” (cuento, 1992); en: La isla silente, Isla Negra Editores, San Juan de Puerto Rico, 2002.

[6] Santos Febres, Mayra; “Marina y su olor” (cuento, 1995); en: Pez de vidrio y otros cuentos; Ediciones Huracán, Río Piedras, Puerto Rico, 1996.

[7] Liboy, José; Cada vez te despides mejor, Isla Negra Editores, San Juan, Puerto Rico, 2003.

[8] Cabiya, Pedro; “Historia del hombre que huyó a buscar la fortuna”; en: Historias tremendas; Isla negra Editores, San Juan, Puerto Rico, 1999.

[9] La  Torre Lagares, Elidio; “El día que llovió dinero en Adjuntas” (cuento); en: Septiembre, Editorial Cultural,  San Juan, Puerto Rico, 2000.

[10] Font, Francisco; “Érase un hombre pegado a una oreja pegada a un hombre”; en: Caleidoscopio; Isla Negra Editores, San Juan de Puerto Rico, 2004.

[11] Ver González, José Luis; “Al fondo del caño había un negrito” (cuento); en: La galería y otros cuentos; Ediciones Era, México D.F., 1972. “La carta” (cuento); en: El hombre de la calle, San Juan, Puerto Rico, 1948. “La noche que volvimos a ser gente” (cuento); en: Mambrú se fue a la guerra; Ed. Joaquín Mortiz, México D.F., 1972.

[12] Veloz Maggiolo, Marcio; La fértil agonía del amor, Ed. Taller, Santo Domingo, 1982. Ver también Florbella; Editora Taller, Santo Domingo, 1986. Materia prima; Fundación Cultural Dominicana, Santo Domingo, 1988.   Ritos de cabaret; Fundación Cultural Dominicana, 1991.

[13] Tejada Holguín, Ramón; El recurso de la cámara lenta; Biblioteca Nacional, Santo Domingo, 1996.

[14] Hernández Núñez, Ángela; Piedra del sacrificio; Secretaría de Estado de Educación, Santo Domingo, 1999.

[15] García Cartagena, Manuel; “La tercera cara de la moneda” (cuento); en: Cuentos Premiados 1987; Casa de Teatro, Santo Domingo, 1987.

[16] Tumbas sin sosiego. Revolución, disidencia y exilio del intelectual cubano Ed. Anagrama, Barcelona, 2006.

[17] Moralidades postmodernas; Tecnos, Madrid, 1996.

[18] Estévez, Abilio; Tuyo es el reino; Ed. Tusquets, Barcelona, 1998.

[19] Ver también Estévez, Abilio; Los palacios distantes; Ed. Tusquets, Barcelona, 2002. Inventario secreto de La Habana; Ed. Tusquets, Barcelona, 2005.

[20] Montero, Reinaldo; Misiones; Ed. Letras Cubanas, La Habana, 2001.

[21] Arrufat, Antón; La noche del aguafiestas; Ed. Letras Cubanas, La Habana, 2000.

[22] Ponte, Antonio José; Cuentos de todas partes del imperio; Éditions Delatur, París, 2000.

[23] Ponte, Antonio José; Contrabando de sombras; Ed. Mondadori, Barcelona, 2002.

[24] Arango, Arturo; El libro de la realidad; Ed. Tusquets, Barcelona, 2001, ISBN: 978-84-8310-165-0
224 pp.

[25] García Méndez, Luis Manuel; Habanecer; Ed. Mono Azul, Sevilla, 2005.

[26] Diego, Eliseo Alberto; Esther en ninguna parte; Ed. Espasa, Madrid, 2006.

[27] Cuentos premiados; Concurso de Cuentos de Casa de Teatro, Santo Domingo, 1986.

[28] Cuentos premiados; Concurso de Cuentos de Casa de Teatro, Santo Domingo, 1987.

[29] Cuentos premiados; Concurso de Cuentos de Casa de Teatro, Santo Domingo, 1985.

[30] Íd.

[31] Cuentos premiados; Concurso de Cuentos de Casa de Teatro, Santo Domingo, 1988.

[32] Adames, Julio; “Unos gatos empujan la pared” (cuento); en: Cuentos premiados 1990; Casa de Teatro, Santo Domingo, 1990.

[33] García Romero, Rafael; “El bocal de seis flores” (cuento); en: Los ídolos de Amorgos; Ed. Alfa y Omega, Santo Domingo, 1993.

[34] Hernández, Rita Indiana; La estrategia de Chochueca; Isla Negra Editores, San Juan de Puerto Rico, 2000.

[35] Veloz Maggiolo, Marcio;  El hombre del acordeón; Ed. Siruela, Barcelona, 2003.

[36] Veloz Maggiolo, Marcio;  La mosca soldado; Ed. Siruela, Barcelona, 2004.

[37] Abreu Adorno, Manuel; Llegaron los hippies y otros cuentos; Huracán, Río Piedras, Puerto Rico, 1978.

[38] Amador Lloréns, Pedro; Demetria; Ed. Tanamá, San Juan de Puerto Rico, 2007.

[39] Ver López Nieves, Luis; El corazón de Voltaire; Ed. Norma, Colombia, 2005. Escribir para Rafa, cuentos; Ed. De la Flor, Argentina, 1987. La verdadera muerte de Juan Ponce de León; Ed. Norma, Colombia, 2006.

[40] Ver Ferré, Rosario; Maldito amor; Ed. Joaquín Mortiz, México D.F., 1987.

[41] Veloz Maggiolo, Marcio;  Cuentos, recuentos y casicuentos; Editora Taller, Santo Domingo, 1986.

[42] Veloz Maggiolo, Marcio;  El Jefe iba descalzo; Ed.  Alfa y Omega, Santo Domingo, 1993.

[43] Veloz Maggiolo, Marcio;  Trujillo, Villa Francisca y otros fantasmas; Banco de Reservas de la República Dominicana, Santo Domingo, 1996.

[44] Montero, Mayra; Como un mensajero tuyo; Ed. Tusquets, Barcelona, 1998.

[45] Padura, Leonardo; La novela de mi vida; Ed. Tusquets, Barcelona, 2001.

[46] Benítez Rojo, Antonio; Mujer en traje de batalla; Ed. Alfaguara, Madrid, 2001.

[47] Montero, Reinaldo; La visita de la Infanta; Ed. Letras Cubanas, La Habana, 2005.

[48] García Méndez, Luis Manuel; El restaurador de almas; Ed. Algar, Valencia, 2002.

[49] De esta autora son también Cualquier miércoles soy tuya; Ed. Mondadori, Barcelona, 2002. El cuerpo correcto; R&R Editoras, San Juan de Puerto Rico, 1998. Nuestra señora de la noche; Ed. Espasa Calpe Mexicana, S.A., México D.F., 2006. Pez de vidrio y otros cuentos; Ediciones Huracán, Río Piedras, Puerto Rico, 1996. Tercer Mundo; Trilce Ediciones, Puerto Rico, 2000.

[50] “Literatura para curar el asma”; en: http://www.barcelonareview.com/17/s_ent_msf.htm

[52] Montero, Mayra; La última noche que pasé contigo; Ed. Tusquets, Barcelona, 1991.

[53] Montero, Mayra; Del rojo de su sombra; Ed. Tusquets, Barcelona, 1998.

[54] Montero, Mayra; Como un mensajero tuyo; Ed. Tusquets, Barcelona, 1998.

[55] Montero, Mayra; Púrpura profundo; Ed. Tusquets, Barcelona, 2001.

[56] Alcántara Almánzar, José; Las máscaras de la seducción; Editora Taller, Santo Domingo, 1983.

[57] Alcántara Almánzar, José; La carne estremecida; Fundación Cultural Dominicana, Santo Domingo, 1989.

[58] Alcántara Almánzar, José; El sabor prohibido. Antología personal de cuentos; Editorial de la Universidad de Puerto Rico, Puerto Rico, 1993.

[59] Alcántara Almánzar, José; Presagios de la noche. Antología de cuentos (2005).

[60] “José Alcántara Almánzar : un clásico de la narrativa dominicana contemporánea”; en:  http://www.caribenet.info/pensare_06_mayor_alcantara.asp?l=

[61] Valdés, Zoé; Te di la vida entera; Ed. Planeta, Bercelona, 1996.

[62] Canetti, Yanitzia; Al otro lado; Seix Barral, Barcelona, 1997.

[63] Chaviano, Daína; El hombre, la  hembra y el hambre; Ed. Planeta, Bercelona, 1998.

[64] Gutiérrez, Pedro Juan; Trilogía sucia de la Habana; Ed. Anagrama, Barcelona, 1998.

[65] Ver también Gutiérrez, Pedro Juan; Carne de perro; Ed. Anagrama, Barcelona, 2003. El nido de la serpiente. Memorias del hijo del heladero; Ed. Anagrama, Barcelona, 2006.

[66] Jesús, Pedro de; Cuentos frígidos; Ed. Olalla, España, 1998.

[67] Mejides, Miguel; Perversiones en el Prado; Ed. Unión, La Habana, 1999.

[68] Díaz, Jesús; Siberiana; Ed. Espasa, Madrid, 2000.

[69] Pérez, Jorge Ángel; El paseante cándido; Ed. Unión, La Habana, 2001.

[70] Portela, Ena Lucía; Cien botellas en una pared; Fundación Caja de Granada, Ed. Debate, España, 2002.

[71] Portela, Ena Lucía; El pájaro: pincel y tinta china; Casiopea, Barcelona, 1999.

[72] La casa de los náufragos; Editorial Siruela, Barcelona, 2003.

[73] Ponte, Antonio José; La fiesta vigilada; Ed. Anagrama, Barcelona, 2007.

[74] Nuez, Iván de la; Fantasía roja; Ed. Debate, Barcelona, 2006.

[75] Diego, Eliseo Alberto; Informe contra mí mismo; Ed. Alfaguara, Madrid, 1997.

[76] Ver Valle, Amir; Entre el miedo y las sombras; Ed. Zoela, Granada, 2003.

[77] Ver Padura, Leonardo; Máscaras; Ed. Tusquets, Barcelona, 1997.

[78] Lunar, Lorenzo; Que en vez de infierno encuentres gloria; Ed. Zoela, Granada, 2003.

[79] Lunar, Lorenzo; Polvo en el viento; Plaza Mayor, San Juan de Puerto Rico, 2005.

[80] El País, 11 de julio, 2004. Dos nuevas entregas de la saga Leo Martín acaban de aparecer: La vida es un tango (2006) y Usted es la culpable (2007)

[81] Ob. Cit.

[82] Vergés, Pedro; Sólo cenizas hallarás (Bolero); Ed. Destino, Barcelona, 1982. 

[83] Sánchez, Enriquillo; Musiquito. Anales de un déspota y un bolerista; Editora Taller, Santo Domingo, 1993.

[84] Santos Febres, Mayra; Sirena Selena vestida de pena; Ed. Mondadori, Barcelona, 2000.

[85] Fuera de lugar; De Bolsillo, Barcelona, 2002, p. 377.

[86] “Las nuevas metáforas identitarias de la literatura posnacional”, en Konvergencias, Filosofía y Culturas en Diálogo, n.º 9, año III, junio de 2005, en http://www.konvergencias.net/literaturaposnacional.htm. Ver también: Bernat Castany Prado; Literatura Posnacional; Editum, Ediciones de la Universidad de Murcia, Servicio de Publicaciones, 2007.

[87] El Danubio; Anagrama, Barcelona, 1997, p. 21.

[88] “¿Fin de la literatura nacional?”; en: Reforma, Ciudad de México, agosto 21, 2005, en: http://atari2600.blogspot.com/2005_08_01_atari2600_archive.html

[89] Íd.

[90] Íd.

[91] Íd.

[92] Pérez, Loida Maritza; Geographies of Home; Viking Penguin Inc., Estados Unidos, 1999.

[93] Álvarez, Julia; Yo; Algonquin Books of Chapel Hill; Nueva York, 1997.

[94] Sención, Viriato; Los que falsificaron la firma de Dios; Editorial Taller, Salto Domingo, 1992

[95] García, Cristina; Soñar en cubano; Espasa Calpe, Madrid, 1993.

[96] Hijuelos, Oscar; Los reyes del mambo bailan canciones de amor; Ed. Siruela, Barcelona, 1992.

[97] Díaz, Junot; La maravillosa vida breve de Oscar Wao; Ed. Mondadori, Barcelona, 2008.

[98] Prieto, José Manuel; Enciclopedia de una vida en Rusia; Ed. Mondadori, Barcelona, 1997. PrietoMariposas nocturnas del Imperio Ruso (Livadia); Ed. Mondadori, Barcelona, 1999. Rex; Ed. Anagrama, Barcelona, 2007.

[99] Montero, Mayra; El capitán de los dormidos; Ed. Tusquets, Barcelona, 2002.

[100] Hurtado, Orestes; Cuentos de salir; Verbum, Madrid, 2009.





Mudanzas

20 04 2012

El término mudanza se refiere a lo que en América y Andalucía conocemos como mudada. Quizás nuestra mudada venga de la isla de El Hierro, en las Canarias, donde se conoce como “las mudadas”, “los cambios de domicilio que numerosos herreños realizaban a lo largo del año (…) por diferentes razones: de una parte el mejor aprovechamiento de los pastos para el ganado, de otro estos cambios coincidían con la realización de las faenas agrícolas y también en busca de unas mejores condiciones climáticas”, según cuenta Venancio Acosta Padrón.

Y, efectivamente, quienes hemos optado por el éxodo (exilio, emigración, destierro o como cada cual quiera llamar a su propio ejercicio diaspórico), nos hemos desplazado, entre otras razones, en busca de mejores pastos y de mejores condiciones climáticas, entendida la meteorología en sentido amplio.
Añade Acosta Padrón que los herreños trasladaban “los escasos enseres necesarios para pasar la temporada en el sitio de la mudada, utilizando para ello los burros como animales de carga”, lo cual nos diferencia, porque nosotros hemos sido nuestros propios burros.

También el diccionario de la RAE contempla otras acepciones de mudada: “cambio de traje”, mudada de la “epidermis de los ofidios”, y de ello también hay, porque tras la mudada de ecosistema suele observarse la conversión de comunistas más ortodoxos que Brezhniev al neoliberalismo militante. Incluso no es raro que los intransigentes del castrismo sufran en un vuelo de nueve horas, o de cuarenta y cinco minutos, una radical conversión a la intransigencia anticastrista. No tan asombrosa si consideramos que su verdadera ideología no es el adjetivo, sino el sustantivo: la intransigencia, que durante decenios nos han vendido como virtud, escamoteando que es sinónimo de intolerancia.

Como el término “mudanza” es el que se emplea en la península, el diccionario de la RAE le añade muchas acepciones, desde la “inconstancia”, “portarse con inconsecuencia, ser inconstante en amores”, “cierto número de movimientos que se hacen a compás en los bailes y danzas”, etcétera. Y algo de ello hay en toda mudada.

Desde luego, cada mudada o mudanza es una muda: cambio de domicilio, de país, de casa, de costumbres, de idioma. Como la muda de las aves cuando renuevan su plumaje, o la muda de ropa interior que en ocasiones equivale a enfundar la conciencia en calzoncillos nuevos. La mudada puede ser como aquel “tránsito o paso de un timbre de voz a otro que experimentan los muchachos regularmente cuando entran en la pubertad”. El tránsito entre un tono atiplado, chillón (consignas, lemas), al tono grave que mejor se acomoda a la categoría de solista en un mundo donde cada cual es dueño de sus palabras. Gracias a la muda, dejamos de ser mudos, o de hablar mediante persona interpuesta: el líder con salvoconducto para verter nuestras palabras impronunciadas en el molde la de unanimidad (y no es una nimiedad).

Como algunos saben, acabo de mudarme, razón por la que he estado ausente de estas páginas durante algunas semanas. Un enroque corto: no he cambiado de país, de ciudad, ni siquiera de barrio, pero aun así toda mudada es una pequeña revolución. Toca donar a la biblioteca más cercana los libros que no leeremos de nuevo (o que no leeremos); podar la papelería de documentos inútiles; descubrir objetos que han pasado a la categoría de lastre pero ni siquiera contribuyen a la navegación.

Y es también ocasión de reencontrarnos con el yo que fuimos y que en buena medida habíamos olvidado: poemas impublicables, cartas de amor, buenos propósitos en viejos planes de trabajo que nunca llegamos a cumplir, ideas desvanecidas que recobran protagonismo. Una colección de espejuelos caducados demuestra que ahora vemos peor, lo que no significa que veamos menos.

Si el exilio es la gran mudada de nuestras vidas, el que trastoca todas las coordenadas, cada mudada es también un exilio bonsái que reacomoda el pasado a un nuevo espacio, pero también a un nuevo tiempo. Como los cangrejos ermitaños que al crecer abandonan su vieja concha y vagan desnudos hasta encontrar otra concha vacía de su talla, ya no seremos los mismos, o no lo pareceremos.

Y todo esto para decir que mudarse es una desgracia, pero también una oportunidad. Como el exilio.

«Mudanzas»; en: Cubaencuentro, Madrid, 20/04/2012





Hablar en cubano

2 12 2011

Luis Roberto Choy López (Santiago de Cuba, 1946) fue investigador del Departamento de Lingüística del Instituto de Literatura y Lingüística de la Academia de Ciencias de Cuba y del Departamento de Filología Española de la Universitat de València. Doctorado en Filosofía por la Universidad Carolina de Praga y en Filología Española por la Universitat de València, ha impartido cursos regulares en universidades de Cuba, España y Estados Unidos, país donde reside. Durante décadas, sus investigaciones han girado en torno al español de los cubanos: sus orígenes y su historia, el consonantismo en el habla culta y en el habla popular urbana de Cuba; los contrastes entre el español de Cuba y el de España; el Atlas Lingüístico de Cuba; los procesos asimilatorios y el sistema fonético y sistema fonológico en el español actual de Cuba. Por todo ello, nadie más capacitado que él para esclarecer nuestras dudas sobre la lengua que hablamos los cubanos.

 

En la evolución del español en Cuba hablas de tres períodos: La koineización, que se divide a su vez en “El surgimiento” (1492-1599) y “La estabilización” (1600-1762). La estandarización, dividida en “La africanización” (1763-1867) y “La españolización” (1868-1898). Y La independización, compuesta por “La identificación” (1899-1958) y “La homogeneización” (de1959 al presente). ¿Qué tipifica cada uno de estos períodos?

Luis Roberto Choy (LRC): En primer lugar, Luis Manuel, gracias por este encuentro para hablar sobre temas que han ocupado parte de mi vida. Hay otras personas sumamente capacitadas para hablar sobre este asunto, cada una de acuerdo con sus investigaciones y sus experiencias personales. Parece que, en general, me he visto atraído por las clasificaciones —las taxonomías, como hubiera dicho nuestro Max Figueroa— en torno al español hablado en Cuba. En algún momento, intenté describir el sistema fonético y fonológico; en otro, las zonas dialectales y, finalmente, los períodos de la historia del español de Cuba. Como han sido prácticamente las primeras clasificaciones, por supuesto que con importantes antecedentes, corren el riesgo de estar llenas de inexactitudes, pues los datos factuales con los que he contado han sido limitados. Mi mayor deseo es que estas clasificaciones se continúen corrigiendo y enriqueciendo por las actuales y futuras generaciones de lingüistas. Con respecto a los tres períodos principales en la historia del español hablado en Cuba, te los podría resumir así:

El primer período (La koineización, 1492-1762) es de formación, estabilización y consolidación de la koiné en Cuba. Como consecuencia de que la Corriente del Golfo era el recorrido ideal para los viajes de América a Europa, la ciudad de San Cristóbal de La Habana, desde mediados del siglo XVI, cambiaría su vida de villa marginal y olvidada, y con ella la de las restantes villas del país. En un primer período, la convivencia y mezcla de nativos con europeos y, más tarde, con africanos, dio lugar a una sociedad que nacía mestiza, a pesar de las insalvables barreras raciales de entonces. Los nacidos en el país, mestizados o no, comenzaron a denominarse criollos; más tarde, criollos rellollos, los criollos hijos de criollos, descendientes de españoles o de esclavos africanos. Asimismo, la coexistencia de diferentes dialectos hispánicos —andaluz, castellano, murciano, extremeño, canario— en un mismo territorio, en el cual recibían también la influencia secundaria de lenguas indoamericanas y africanas, dio lugar a un proceso lingüístico de intercambio, selección y simplificación de rasgos dialectales que posibilitaría la aparición de una lengua común, diferente a los dialectos que la habían originado: la koiné cubana.

Uno de los rasgos de esta forma de expresarse los criollos es la fuerte influencia que, en líneas generales, ejercen en ella los dialectos meridionales hispánicos, con predominio del andaluz, en un primer y breve lapso, y del canario, en una etapa posterior y más prolongada. En este período, la capacidad de expresarse adecuadamente en la koiné cubana —el habla del país— se erige como el rasgo más caracterizador de los criollos cubanos, independientemente de su origen europeo, africano o indoamericano.

El período de la koineización lo he dividido en dos subperíodos. Durante el primero (El surgimiento de la koiné, 1492-1599) hay una población de lento crecimiento, que había residido en ese territorio desde las primeras décadas, con la esporádica entrada de grupos europeos, africanos e indoamericanos de otros territorios. Esto había propiciado que el seseo se impusiera como la característica más general de la koiné cubana, presente ya en documentos de la segunda década del siglo XVI.

En el segundo subperíodo (Estabilización y consolidación de la koiné, 1600-1762), Santiago de Cuba pierde su hegemonía dentro de la Isla y La Habana legitima su condición de capital. Desde entonces, se reafirmarían las diferencias este-oeste que caracterizarían la variación lingüística territorial del país. El aumento poblacional, al margen de los múltiples y diversos aportes demográficos foráneos, tenía como núcleo básico, al igual que en el subperíodo anterior, a los habitantes criollos, independientemente de su ascendencia. Este núcleo exhibiría como seña común de identidad su competencia en el uso del español koiné, a la que debían aspirar todos los que llegaban. Ya a finales de este período, la koiné parece estar completamente estabilizada. En 1757, Nicolás Joseph de Ribera señalaba de los bozales que era cosa admirable ver cómo en pocos años individuos de veinte “naciones diferentes” se reducían a un idioma y cómo los criollos o hijos de ellos solo en el color se distinguían de los españoles o sus hijos.

El segundo período (La estandarización, 1763-1898) se caracteriza, desde el punto de vista del crecimiento demográfico, por la entrada masiva de dos grupos humanos principales: africanos y españoles. Coincide, en líneas generales, con el cambio operado en la economía cubana hacia una producción azucarera de base plantacional, lo cual provocó una necesidad imperiosa de mano de obra esclava. El gran desarrollo socioeconómico de estos años posibilita la creación de centros de estudios e instituciones que propagan, como modelo de corrección idiomática, el habla centro-norteña peninsular —con sus eses, jotas y zetas—. Este período, que hemos denominado estandarización, no pudo borrar los rasgos más característicos de la koiné cubana, sobre todo en los grupos menos favorecidos socioeconómica y culturalmente. Sin embargo, de manera general, se restituyeron eses, volvieron a distinguirse en gran medida las consonantes /r/ y /l/, desapareció, en la mayor parte del país, el voseo —el uso del pronombre vos en lugar de tú— y, en general, el vocabulario se enriqueció gracias a los avances educativos. Para entonces, el español académico peninsular se vería situado, como norma supradialectal ideal, por encima de la koiné criolla, muchas veces como meta inalcanzable.

En el primer subperíodo de la estandarización (La africanización, 1763-1867), como consecuencia de la entrada masiva de mano esclava, la sangre africana llegó en 1817, según Ramiro Guerra, a ser mayoritaria en el país. En los últimos años de este subperíodo, los canarios o isleños constituían un grupo muy importante: en 1862 formaban el 42% de toda la población española radicada en Cuba.

Todos estos inmigrantes tenían que acomodar su manera de hablar a la koiné cubana, la cual resultaba más asequible, pues había sufrido los procesos de nivelación y simplificación que habían eliminado oposiciones fonológicas e incluso gramaticales con un limitado rendimiento funcional, es decir, diferencias que cuando se eliminaban —por ejemplo, entre la zeta y la ese—, no creaban grandes problemas de comunicación, resueltas en general por el contexto lingüístico o extralingüístico.

En el segundo subperíodo (La españolización, 1868-1898) se producen las guerras independentistas cubanas. El cese de la inmigración forzada procedente de África —proceso que culmina con la supresión de la trata— se vio compensado con una avalancha de inmigrantes procedentes de España, premeditado contraataque a las ideas independentistas.

La diversidad de la emigración, no solo española, había creado un ambiente cosmopolita. La ya patente penetración económica y cultural de los Estados Unidos fue contrarrestada por la presencia masiva de españoles. Al finalizar este subperíodo, casi la mitad de la población blanca cubana había nacido en España, donde el español centro-norteño se había erigido ya desde mucho antes, sobre todo en los estratos más escolarizados, en norma modélica. Este hecho reforzó el proceso de estandarización, por lo que este modelo europeo alcanzó su momento de mayor prestigio, a pesar del peso canario que tenían estos españoles. Una reminiscencia de ello la podemos percibir en las primeras grabaciones de la música popular cubana de las décadas iniciales del siglo XX, en las cuales ciertos cantantes pronunciaban /z/, aunque de manera asistemática, donde era esperable /s/ de acuerdo con la norma objetiva cubana, vacilación derivada de la incongruencia entre la norma objetiva, el habla real, y la norma axiológica, ideal, del período precedente.

El último período (La independización, 1899- presente), se identifica por la sustitución del ideal modélico centro-norteño peninsular por pautas de carácter nacional. Desde el punto de vista demográfico, el crecimiento poblacional se fundamenta ahora en la reproducción autogenerativa de la sociedad, aunque no cesa el flujo de inmigrantes, mayoritariamente españoles, en la primera parte del siglo.

En el subperíodo inicial (La identificación, 1899-1958), a pesar de la presencia de intereses foráneos, la variación regional y social del lenguaje está claramente definida sobre la base de una identidad lingüística nacional. En consecuencia, hay un afán, tanto en las artes como en la literatura, de destacar «lo cubano» a través de una búsqueda de elementos autóctonos, muchas veces indocubanos o africanos. La influencia del modo de vida de Estados Unidos en el país —the American way of life— también tiene su repercusión lingüística, particularmente en el léxico de algunos sectores de la sociedad.

El segundo subperíodo (La homogeinización, 1959 — presente) se distingue en sus primeras décadas por el aislamiento y distanciamiento, desde el punto de vista lingüístico, con respecto al resto de los países de habla española, y, al mismo tiempo, por la disminución de la influencia ejercida por el inglés estadounidense en el léxico del país. El movimiento migratorio invierte su dirección: desde Cuba hacia otros países. El español de Cuba sufre, a partir de entonces, un proceso de popularización, como consecuencia de la intensificación del transvase de elementos del habla popular o marginal al habla de los estratos más escolarizados. Al mismo tiempo, elementos del habla culta y especializada, como resultado de la extensión de la educación, pasan al habla común. Todo esto, sumado a las intensas migraciones internas y al monolitismo político e ideológico de las instituciones y de los medios de comunicación masiva, provoca una tendencia a la homogeneización lingüística y al desvanecimiento de la variación regional y social de la lengua.

En una visita a Cuba, en 1984, el lingüista español Manuel Alvar advertía sobre la urgencia de estudiar el español de Cuba antes de que se convirtiera, desde el punto de vista de la cartografía lingüística, en una “mancha uniforme”.

 

Has escrito sobre el español de América en sus quinientos años. ¿puede hacerse un mapa a groso modo de las normas del español hablado en las diferentes zonas de América? ¿Cómo se insertaría Cuba en ese mapa?

LRC: Según Eugenio Coseriu, las zonas dialectales o los dialectos no existen sino después de que, partiendo de un criterio determinado, se establecen. Es decir, si nos decidimos por el comportamiento de la /s/ final de sílaba, los resultados van a ser completamente diferentes a otra zonificación basada en el voseo (el uso del pronombre vos en lugar de ) o en la sustitución, en el caso del modo subjuntivo, del imperfecto por el presente (Ella quería que la rescate en lugar de Ella quería que la rescatara).

En español, a la división simplista de español peninsular y español americano ─con el canario como puente─ ha sucedido la de Diego Catalán (1958), de gran difusión, en español del centro y norte de España frente al español atlántico, puesta en tela de juicio por Zamora Munné y Guitart (1982), quienes proponen en su lugar tres modalidades: dos peninsulares, centro-norteña y meridional, y una americana. Sus objeciones en torno al llamado español atlántico parten de que la distribución del seseo (pronunciación de ese en lugar de zeta) y el ceceo (pronunciación de zeta en lugar de ese), los cambios de /r/ o /l/ al final de sílaba ─conjuntamente con la distinción ustedes/vosotros─ es muy diferente si se compara el español meridional con el español americano. Basado sobre todo en el comportamiento de la /s/ y /r/ y /l/ finales de sílaba, Montes Giraldo (1984) sugiere, para los dialectos histórico-estructurales del español, un superdialecto A, que comprende el centro-norte peninsular y las zonas andinas e interiores de América, y un superdialecto B, representado por las hablas meridionales peninsulares, incluido el canario, y el español insular y costero de América.Si el superdialecto A mantiene los fonemas /s/ y /r/ y /l/ finales de sílaba, el superdialecto B los modifica o elimina.

Hispanoamérica, por su parte, cuenta con una primera división (1882), que debemos al cubano Juan Ignacio de Armas y Céspedes, donde se proponen, de manera imprecisa, cuatro o cinco zonas dialectales. Esta zonificación ─según José Pedro Rona─ ha servido de base a Pedro Henríquez Ureña para la suya (1921), donde se señalan cinco zonas dialectales, sin dudas la más difundida, sustentada, de manera apriorística, en la supuesta influencia indoamericana (náhuatl, caribe-arahuaca, quechua, araucana, guaraní). De mejor suerte y mayor vigencia ha gozado, sin embargo, la distribución de igual fecha del español americano en tierras altas y tierras bajas del mismo Henríquez Ureña, la cual Rosenblat identifica, jocosamente, por su «régimen alimenticio»: «las tierras altas se comen las vocales, las tierras bajas se comen las consonantes». Para Canfield, las regiones altas representan generalmente los principios del andalucismo, mientras las costas, el pleno desarrollo. Rosenblat, siguiendo a Wagner, considera que la diferencia se debe a que los españoles se establecieron en regiones similares a las que habitaban en la Península: andaluces en tierras bajas, castellanos en las altas. Menéndez Pidal prefiere hablar de tierras marítimas o de la flota y tierras interiores.

A José Pedro Rona debemos la primera zonificación dialectal del español americano sobre una base puramente lingüística (cuatro rasgos de carácter fonológico, fonético, morfológico y sintáctico). Si bien sus veintitrés zonas dialectales (1964) se resienten por el estado incipiente y desigual de los estudios dialectológicos hispanoamericanos de aquel momento, su valor metodológico y sus aportes son innegables. Asimismo, Melvin Resnick (1975), si bien no pretende establecer una división en zonas dialectales, proporciona un voluminoso cuerpo de datos de carácter fónico con el objetivo de identificar las hablas hispanoamericanas. Posteriormente, Zamora Munné y Guitart proponen nueve zonas dialectales para el español de América (1982), sustentados en el comportamiento de /-s/, /x/ (jota) y el voseo. Finalmente, en 2000, Francisco Moreno-Fernández establece cinco zonas dialectales americanas (1- Caribe, 2- México y Centroamérica, 3- los Andes, 4- La Plata y el Chaco y 5- Chile), para cuyo establecimiento se basa en datos de la fonética y la fonología, la gramática y el léxico característicos de estas zonas.

Lógicamente, el español de Cuba se enmarca dentro del español del Caribe hispánico, con sus rasgos distintivos.

 

¿Cuáles son, en general, las características más distintivas del español hablado hoy en Cuba?

LRC: Basado en las ideas y los procedimientos de Ralph Penny al explicar el carácter “revolucionario” del dialecto castellano como resultado de su expansión por gran parte de la Península Ibérica, he expuesto, al analizar tres factores —la marginalidad, las redes sociales y la interdialectalización— referentes a las condiciones que estimulan o frenan el cambio lingüístico, que los dialectos hispánicos antillanos (Cuba, República Dominicana y Puerto Rico) son dialectos revolucionarios, innovadores desde los momentos iniciales de la koiné en estos países.

Aparte de numerosos cubanismos léxicos (guagua, hayaca, hanyaca, tayuyo, jimagua, fruta bomba, jaba, cederista, jinetera), hallamos usos léxicos especiales como rectificar en una cola o rectificar la cola, en lugar de ratificar o confirmar el lugar en la cola, conductor de un transporte publico, en lugar de cobrador, uso que comienza a debilitarse.

Desde el punto de vista gramatical, llama la atención el voseo tipo A (-áis, -éis, ís: amáis, teméis, partís), sumamente infrecuente, con un paradigma gramatical etimológico: vos (sujeto), vos (término de preposición), os (objeto) y vuestro (posesivo). Estas manifestaciones del voseo cubano se localizan, coincidentemente, dentro de la denominada zona III, en la región centro-oriental: Camagüey, Las Tunas, Holguín, Manzanillo y Bayamo. Encontramos otros usos, como ¿Cómo tú está(s) en lugar de ¿Cómo estás?, donde el uso de sirve para evitar la ambigüedad, lo cual afecta al resto de los pronombres personales, que también anteponemos, aunque no haya riesgo de confusión; o expresiones como “Si yo tuviera ruedas, fuera bicicleta”, en lugar de “Si yo tuviera ruedas, sería bicicleta”, que compartirmos con otras regiones del Caribe hispánico.

Como sabes, mis zonas dialectales de Cuba se basan en el consonantismo, especialmente, las consonantes finales de sílaba. Debo aclararte que cuando transcribo [j], para facilitar la comprensión, no es el sonido fuerte español, sino, por el contrario un sonido mucho más débil, aspirado, como el de jaba [jaba] en la pronunciación cubana.

I-Zona occidental (Pinar del Río, Ciudad de La Habana, Matanzas, Cienfuegos y Trinidad): Ésta es una zona innovadora desde el punto de vista fonético, si bien persisten restos de usos gramaticales antiguos, como la presencia de pronombres enclíticos en ciertos contextos: díceme, dígole. Los cambios fonéticos más llamativos son: asimilación de las consonantes /r/ o /l/ por la consonante siguiente: vuelta [buédta], parque [págke], Alberto [abbédto], Jorge [jóje]; aspiración de /s/ final de sílaba y medial de palabra: desde [déjde], mismo [míjmo], isla [íjla]; aspiración de /r/ ante /n/ o /l/: carnaval [cajnabál], Orlando [ojlándo], dejarla [dejájla]; debilitamiento de /y/ (grafías y o ll) intervocálica: playa [pláia], pepilla [pepíia], desmaya [dejmáia], bello [béio].

II-Zona central (Santa Clara, Sancti Spíritus y Ciego de Ávila): En esta zona son perceptibles rasgos fonéticos descritos en la occidental, pero bastante atenuados: asimilación de las consonantes /r/ o /l/ por la consonante siguiente: calvo [cábbo], cartera [cadtéra], Albita [abbíta]; debilitamiento de /y/ (grafías y o ll) intervocálica: Padilla [padíia], camilla [camíia]. Persisten con similar intensidad: aspiración de /s/ final de sílaba y medial de palabra: gasto [gájto], bastante [bajtánte], complejista [complejíjta]; aspiración de /r/ ante /n/ o /l/: Carlitín [kajlitín], horno [ójno], diurna [diújna].

III-Zona centro-oriental (Camagüey, Las Tunas, Holguín, Manzanillo y Bayamo): Ésta es la zona dialectal fonéticamente más conservadora del país. Es precisamente en algunas regiones pertenecientes a esta zona donde se han registrado restos de voseo (uso del pronombre personal vos en lugar de y sus formas verbales correspondientes: ¿Qué vos queréi(s)?, ¿Cómo estái(s)? Aquí los rasgos fonéticos referidos a las zonas anteriores están sumamente atenuados. Sólo persisten con igual intensidad la aspiración de /r/ ante /n/ o /l/: Mirna [míjna], contarle [kontájle]; y la aspiración de /s/ final de sílaba y medial de palabra: mosca [mójka], espera [ejpéra], estudio [ejtúdio].

IV-Zona sur-oriental (Santiago de Cuba y Guantánamo): Es también una zona lingüísticamente innovadora; el rasgo fonético más llamativo se refiere a la baja frecuencia de aspiración de /s/ final de sílaba y medial de palabra, descrita para las zonas anteriores. En su lugar, es muy frecuente la asimilación de /s/ por la consonante siguiente, lo cual lleva comúnmente a su desaparición: desde [dédde], mismo [mímo], espiritista [epiritíta]. También son más frecuentes aquí que en otras zonas los trueques entre /r/ y /l/, que tienen como resultado más general la pronunciación de [l]: por favor [pol faból], parque [pálke], Alberto [albélto], Jorge [jólje]. Muy esporádicamente esta confusión se produce a favor de [r]: dulce [dúrse], volver [borbér]. En esta zona dialectal no se han registrado, sin embargo, casos de aspiración de /r/ y /l/ ante /n/ del tipo carne [kájne].

V-Zona extremo-oriental (Baracoa): Ésta es una zona pequeña, durante siglos confinada a un relativo aislamiento con respecto a las otras regiones del país, donde confluyen tendencias lingüísticas innovadoras y conservadoras. Aquí la propensión a la sustitución de la aspiración por la asimilación o pérdida de la /s/ llega a un grado aún mayor que en las otras zonas del país: después [depué], estudioso [etudióso], especialista [epesialíta]. También son comunes las omisiones de /r/, sobre todo en las formas verbales de infinitivo: fregar [fregá], mortificar [mortificá], perder [perdé]. Por otro lado, no se escuchan aquí aspiraciones de /r/ ante /l/ o /n/, del tipo turno [tújno], y en líneas generales no son frecuentes las modificaciones fonéticas más llamativas en otras regiones.

Es sumamente significativo el hecho de que en estas dos últimas zonas (IV y V), con una notable influencia franco-haitiana, sea más perceptible un fenómeno llevado a consecuencias extremas en el francés y en el criollo haitiano: la pérdida de /s/ final de sílaba, como explicaré más adelante.

 

Cuáles son sus principales diferencias con el español de España. ¿Hay una norma de excelencia que funcione como patrón, de modo que acercarnos o alejarnos de esa norma implique un juicio de valor?

LRC: Es difícil hablar de un español de Cuba, con sus interesantísimas variaciones regionales, pero mucho más de un español de España, donde el mapa lingüístico muestra una variedad y riqueza insospechadas. Muchas de las diferencias de nuestro español con respecto al peninsular las compartimos, por supuesto, con el resto de América y a veces también con el sur de España y, sobre todo, con las islas Canarias.

Cuando los cubanos llegamos a España, lo primero que tenemos que hacer es ajustar nuestro léxico al peninsular con el objetivo de poder comunicarnos sin interferencias. Así, tenemos que olvidarnos de jaba, fruta bomba, guagua, bodeguero, etc. Por otro lado, comenzamos a utilizar o a acostumbrarnos a formas como vale, ¡joder!; igual, en lugar de a lo mejor, tal vez, quizás, rumorear en lugar de rumorar, picor en lugar de picazón. Los cambios en la fonética y en la gramática son más lentos. Primeramente tenemos que restituir eses y reforzar algunos sonidos como el de la jota, que a veces les cuesta trabajo percibir. El uso de vosotros y sus correspondientes formas verbales y pronominales es menos común entre los cubanos. Una de las dificultades mayores de los españoles es distinguir entre cuando decimos las dos y las doce.

Para algunos cubanos la norma ideal de corrección sigue estando en el español de España y en la Real Academia Española, aunque su uso se aleje más o menos de este ideal. Para los cubanos, en general, existe una norma suprarregional, un ideal común creado por la tradición, las normas académicas y nuestra percepción, a través del cine, la televisión, la radio e Internet, de lo que debe ser el habla correcta representada por los escritores, actores, profesores, científicos, diplomáticos. Es una norma que nos dice que debemos decir parque en lugar de págke; escuela en lugar de ekuéla; haya en lugar de haiga. Es una norma ideal, axiológica, que no tiene que ver con la norma objetiva, el uso real, de la que solo a veces se percatan los hablantes sobre todo cuando se ponen en contacto con hablantes de otra variedad regional o social del español. En alguna época, la norma ideal de la lengua rusa estaba representada por el ruso hablado por los actores del Teatro Mali de Moscú. En Cuba, nunca hemos tenido un tipo de referencia tan definida.

 

Todos hemos abrevado alguna vez en el Catauro de cubanismos, de Fernando Ortiz, y en el Diccionario provincial casi razonado de vozes y frases cubanas, de Esteban Pichardo. A este último te refieres como “ciencia y ficción”. ¿Por qué?

LRC: El diccionario de Esteban Pichardo tuvo cuatro ediciones (1836, 1849, 1862 y 1875). En ellas, como nunca antes, se describe nuestro léxico regional, algunos de nuestros rasgos fonéticos, el voseo en ciertas zonas, los diminutivos, la influencia franco-haitiana en el este del país y, además, para situar estos fenómenos, sugiere algunas zonas dialectales. A este estudio minucioso y serio es a lo que llamo “ciencia” cuando me refiero a la labor lingüística de este sabio cubano. En 1866, entre la tercera y cuarta edición de su diccionario, Pichardo publica en La Habana la novela El fatalista, en la que trata de reflejar “varias costumbres locales” y en la que se hacen patentes algunos de los usos que refleja en su diccionario. A esta incursión de nuestro investigador en la literatura es a lo que llamo “ficción”. En fin, con su “ciencia” y “ficción”, este hombre extraordinario nos ayudó a conocer como nadie la geolingüística cubana del siglo XIX.

 

Afirmas que la frecuentísima elisión de “s” en dialectos dominicanos y extremosurorientales cubanos es, posiblemente, una influencia francohaitiana. ¿Qué pruebas hay al respecto? ¿Existe alguna explicación lingüística semejante para el peculiar “habanero”, con su sustitución de la “r” por la “g”?

LRC: Para referirme a la influencia francohaitiana en el español de los dialectos dominicanos y extremosurorientales cubanos (zona IV: Guantánamo y Santiago de Cuba; zona V: Baracoa), me baso en el hecho que fueron estas zonas donde la presencia de haitianos y franceses provenientes de la cercana Haití se hizo patente a partir de los disturbios de 1791. De manera que, además de la general tendencia de los dialectos caribeños a perder las consonantes finales de sílaba, este proceso de mestizaje cultural y lingüístico aceleró una evolución del español costero o de las tierras llanas, sumamente desarrollado en el Caribe hispánico. Valgan de ejemplo las semejanzas entre escuela:[ekuéla], école; hospital: [opitál], hôpital; mismo: [mímo], meme.

En el caso de las asimilaciones en contacto regresivas (ACR) propias de las zonas dialectales occidentales cubanas, responden a la tendencia general del español al debilitamiento de las consonantes finales de sílaba; es decir, al establecimiento de sílabas del tipo CV (consonante + vocal) en detrimento del tipo CVC (consonante + vocal + consonante). Esta tendencia se vio reforzada sobre todo en el subperíodo de la africanización, cuando grupos que hablaban lenguas subsaharianas, donde el tipo de sílaba predominante es CV (consonante + vocal) vinieron a reforzar una tendencia propia de la lengua española. En el caso del español de las ACR (asimilaciones en contacto regresivas), típicas de La Habana y de gran parte de la región occidental no son ajenas al español de otros países caribeño, pero en el oeste de Cuba alcanzan una intensidad y amplitud sin paralelo: Alberto [abbédto], Jorge [jóje], barco [bágko].

 

En un chiste bastante conocido, el cura que tiene a Pepito como monaguillo se queja de que los cubanos siempre van muy rápido, que cuando él dice “Dios te salve, María”, ya Pepito está “entre todas las mujeres”. Y en el chiste, como en casi todos, hay una dosis de verdad. Y no me refiero a “las mujeres”. He notado en Perú, en México y en Centroamérica, no así en España, que los cubanos hablamos demasiado rápido para ser inteligibles a la primera, por lo que debemos repetir con frecuencia reduciendo las revoluciones. ¿Tiene ello alguna explicación lingüística? ¿Por qué no ocurre con los españoles?

LRC: En realidad, nunca he estudiado este tema. Sin embargo, en otros países existen los mismos tópicos, que no dudo tengan una base real. Por ejemplo, en España he escuchado que los andaluces hablan con una velocidad que los hace ininteligibles. Para otros, el habla chilena es la más rápida y difícil de comprender. En Perú dicen que las hablas más veloces están al norte, cerca de la frontera con Ecuador, y de modo particular en Lima. Me arriesgaría a asegurar que la ininteligibilidad a la que en muchas veces se refieren se debe no solo a la velocidad, sino también a otros factores coadyuvantes como la entonación, la pronunciación o el léxico.En el caso de Cuba, he notado que en ciertas regiones el tempo de habla es mucho más lento que en otras. Por ejemplo, te diría que el habla en la ciudad de Bayamo es mucho más lenta que la de Santiago de Cuba.

 

En el sur de Pinar del Río, entre los plantadores de tabaco, la mayoría de origen canario y que permanecieron durante siglos en un relativo aislamiento, he detectado una norma del español sustancialmente diferente a la de sus vecinos geográficos. Siempre pensé que se trataba de arcaísmos en desuso en otras geografías de la lengua. Muchos investigadores españoles subrayan también la pervivencia de arcaísmos en América de donde deducen el carácter arcaizante del español americano. Tú anotas, en cambio, que el 90 % del acervo lingüístico americano es común a todos los hablantes de la lengua, y que sus koineizaciones (del griego koiné: “lengua común” surgida por la coincidencia en un determinado territorio de diversas variedades regionales de una misma lengua, como sucedió en América cuando confluyeron allí diferentes dialectos hispánicos) sucesivas (y precursoras) han producido normas lingüísticas “mejor niveladas, más simplificados, con mayor vocación de cosmopolitismo. En resumen, dialectos mucho más modernos”. En suma, que el español moderno se perfila antes en América que en España.

LRC: El español de América se incorpora a la historia general de la lengua española en el período de transición entre el castellano medieval (siglos XIV y XV) y el español clásico (siglos XVI y XVII). Participa —como es de suponer por el constante flujo y reflujo de los españoles hacia tierras americanas— en los cambios fonológicos y morfosintácticos de esta última época, pero perviven en él formas desaparecidas en la Península, al menos en el uso estándar, lo cual ha conducido a la reiterada superficialidad de subrayar el carácter arcaizante del español americano, fundamentalmente de su léxico, sin percatarse de que es absurdo tal calificativo referido a palabras que tienen absoluta vigencia en el habla de alrededor de un 90% de los hispanohablantes: somos muchos más en América que en España. Asimismo, podríamos señalar, entre otros ejemplos, que si en muchos territorios americanos se conserva el pronombre vos, en España continúa vivo el pronombre vosotros, desaparecido de la norma hispanoamericana. Y, si aceptamos la idea de Ralph Penny de que la lengua española es una historia de continuas koineizaciones que comienza con las vicisitudes del primitivo dialecto castellano y llega hasta la lengua española actual, deberíamos admitir también que el español americano muestra dialectos resultantes de koineizaciones sucesivas, que es lo mismo que decir mejor nivelados, más simplificados, con mayor vocación de cosmopolitismo. En resumen, dialectos mucho más modernos.

 

Durante el último período del español en Cuba, “La homogeneización”, tuvo lugar una escolarización masiva pero, al mismo tiempo, la dejación de una “norma culta” de la lengua (en consonancia con la dejación de normas de educación y cortesía ciudadana tildadas de “burguesas”), la parcial disolución de las barreras entre clases y razas y un amplio éxodo interior, así como el parcial aislamiento de influencias externas. ¿Cómo ha incidido todo ello en la norma lingüística actual de los cubanos?

LRC: El español actual de Cuba sigue sufriendo un proceso de homogeneización tanto en el aspecto territorial como en social. En estos momentos, muchas hablas regionales, debido a las migraciones internas, confluyen en las grandes ciudades, especialmente en La Habana  —“¡Que La Habana no aguanta más!”, cantaban los Van Van—, de modo que hay un intercambio constante de usos siempre regidos por el habla habanera, dado el prestigio lingüístico que suelen emanar las capitales. La elevación del nivel de educación y el desprecio a las normas cultas, en un principio identificadas con las maneras burguesas, ha tenido consecuencias contradictorias. En el caso de la pronunciación, los rasgos del habla popular y vulgar se siguen trasvasando a la supuesta habla culta. No sucede así con el léxico, que por una parte se ha enriquecido en diversos campos, mientras que, por otro lado, se ha visto invadido de expresiones vulgares o marginales. En la gramática también ha habido una elevación de la corrección idiomática, sin perder los rasgos del español caribeño. Por ejemplo, en Cuba no es muy habitual escuchar “haiga”, “descriminación” o “íbanos”… tan comunes en otras hablas populares del ámbito hispanohablante. A la cerrazón inicial al mundo hispánico ha sucedido un contacto más directo con otros hispanohablantes —sobre todo españoles—, facilitado principalmente por el turismo. De este modo, en el área del turismo, identificable muchas veces con el mundo marginal, es posible escuchar expresiones como ¡Vale!,¿Tienes fuego?, follar. Por último, llama la atención en el habla semiformal o formal el uso de formas tomadas del lenguaje oficial de la prensa, de la televisión, de los actos oficiales, muletillas que afloran en el habla de los cubanos como una muestra de la influencia de un lenguaje oficialista, simplista y dogmático.

 

En 1992 llegué a Ciudad México procedente de La Habana y llamé por teléfono a un colega habanero. Del otro lado de la línea me contestó un mariachi. Era mi amigo. Esa noche, mientras comíamos juntos, empecé hablando con Jorge Negrete y, a los postres, ya su modo lingüístico era el de Ñico Saquito. He observado que en países con poca presencia de hispanohablantes los cubanos conservan incontaminada su norma lingüística original, que en Miami está transitada de spanglish; en Houston, de mexicanismos, y en España y algunos países latinoamericanos, de los usos locales. ¿Existe algún estudio sobre el “cubano” de la diáspora?

LRC: Por supuesto, que hay un proceso de acomodación siempre que una persona se expone a otra variedad de su lengua, principalmente cuando en esa comunidad se utiliza la variante de prestigio, modélica, de la lengua en cuestión. En primer lugar, adopta el léxico y luego, de acuerdo con cuestiones personales y sociales, puede acomodar su pronunciación y su gramática. A mí me resulta muy curioso que cuando los cubanos visitan España encuentran un acento completamente “español” en los cubanos radicados allí, mientras que los españoles los siguen identificando por su acento “cubano”.

Como tú señalas, cuando el inmigrante se siente arropado por una gran comunidad de su mismo origen, no solo mantiene con más fijeza sus hábitos lingüísticos, sino también sus memorias, sus tradiciones y su orgullo nacional.

Con relación a los trabajos sobre el español cubano de la diáspora, hay que destacar en primer lugar el estudio de Beatriz Valera, El español cubano-americano, una abarcadora introducción al español cubano de un sector de la diáspora, aparecido en 1992. Finalmente, resulta imprescindible nombrar el trabajo de Humberto López Morales (“’Latinos e hispanohablantes:Grados de dominio del español. Cubanos”) aparecido en Enciclopedia del español en los Estados Unidos, 2009, bajo su coordinación. Por cierto, este lingüista, Secretario General de Asociación de Academias de la Lengua Española, desarrolla planes sumamente serios y rigurosos para la enseñanza de la lengua española y la lingüística hispánica en una Cuba que todos esperamos democrática y abierta a la cultura contemporánea.

“Hablar en cubano”; en: Cubaencuentro, Madrid, 02/12/2011. http://www.cubaencuentro.com/entrevistas/articulos/hablar-en-cubano-271175





El Puente: la poética de la libertad (Entrevista a Jesús J. Barquet)

4 10 2011

Poeta y ensayista, Jesús J. Barquet (La Habana, 1953) es también profesor de la New Mexico State University, en Las Cruces, ciudad donde reside desde 1991. Ha publicado los libros de ensayos literarios Consagración de La Habana (1991), Escrituras poéticas de una nación: Dulce María Loynaz, Juana Rosa Pita y Carlota Caulfield (1999) y Teatro y Revolución Cubana: Subversión y utopía en “Los siete contra Tebas” de Antón Arrufat (2002); así como los poemarios Sin decir el mar (1981), Sagradas herejías (1985), Ícaro (plaquette, 1985), El Libro del desterrado (1994), El Libro de los héroes (plaquette, 1994), Un no rompido sueño (1994), Naufragios (1998; edición bilingüe, Naufragios/Shipwrecks, 2001), Sin fecha de extinción (2004) y la compilación Cuerpos del delirio (sumario poético, 1971-2008) (2010).

Tras diez años de trabajo, Barquet acaba de publicar Ediciones El Puente en La Habana de los años 60. Lecturas críticas y libros de poesía (Ediciones del Azar, Chihuahua, México, 2011), para “redocumentar la existencia de una poesía cubana verdaderamente joven que estaba expresando el impacto del momento histórico desde 1960 y no a partir de 1965, como se hizo creer por algún tiempo dentro de Cuba”. Este es el acercamiento más serio al fenómeno editorial y cultural que fue El Puente, el primer y último proyecto cultural independiente realizado dentro de Cuba hasta la llegada del movimiento blogger en el presente siglo. En las 630 páginas del libro encontramos un suculento ensayo, dividido en siete “glosas”, de Barquet, dos esclarecedoras visiones a cargo de Sílvia Cezar Miskulin y María Isabel Alfonso, y la mayor compilación hecha hasta el momento de los poemarios publicados por El Puente, muchos de ellos textos ya inencontrables, incluso en Cuba, y que permiten a los lectores acudir a las fuentes originales.

Entre 1961 y 1965, un grupo de jóvenes con inquietudes literarias, comandado por José Mario, publicó con medios propios y al margen de las instituciones oficiales 25 poemarios, 8 libros de cuentos y 4 volúmenes de teatro en ediciones de entre 500 y 1.000 ejemplares. Acosada y atacada hasta su cierre y aun después, Ediciones El Puente fue condenada al silencio por la historiografía cultural cubana dentro de la Isla. No es hasta 2005 que La Gaceta de Cuba le dedica un excelente dossier. Y aún hoy no ha recibido el lugar que le corresponde en el corpus de la cultura cubana de ese medio siglo. Sobre ellos nos habla Jesús J. Barquet.

 

Habitualmente, un grupo literario se reúne en torno a una estética común, un corpus de ideas filosóficas, políticas o religiosas, o todo mezclado. Visitar la excelente muestra de textos publicados por El Puente que ofreces en tu libro nos entrega, en cambio, un caleidoscopio de poéticas. Allí aparecen las “raíces cansadas” de José Mario, campanas asustadas y soledad, una poesía que afirma que “no nos pertenece la pregunta, ni la respuesta”. Está la intensa desolación adolescente de Mercedes Cortázar. Silvia Barros y sus centelleos de un poema por escribir. “Muerdo entonces mis rebeldías frágiles”, nos dice Reinaldo Felipe García Ramos. El intimismo desasido de Nancy Morejón. Los versos de trinchera de Joaquín González Santana. Los alardes de excelencia y la madurez precoz de Georgina Herrera cuando se calza “los zapatos de andar triste”. La poética enérgica, rotunda, de Belkis Cuza Malé, o Ana Garbinski y sus fabulaciones como un cantar de alguna gesta suave. ¿Qué une a estos jóvenes tan diferentes en sus propuestas, ideas, credos, razas? Y, sobre todo, ¿qué los mantiene unidos durante cuatro intensos años? ¿Es más una confluencia de intereses literarios, un círculo de amigos con el mismo entusiasmo vital y creativo, que un proyecto estético, ideológico o político?

JJ Barquet: En general, no creo que, para entender lo que conforma un determinado grupo literario, debamos tomar como normas los factores que aglutinaron u operaron en otros grupos en sus respectivos momentos históricos y literarios. Entiendo que, por esta diversidad ideoestética de los poemarios del grupo y por no haber producido un manifiesto literario como tal –aunque, como se explica ampliamente en mi libro, algunos textos críticos y declaraciones del grupo funcionan en este sentido–, se pueda cuestionar la existencia de El Puente como grupo y concebirla solo como un proyecto editorial. Pero si conocemos a fondo los debates ideoestéticos, culturales y sociopolíticos que caracterizaron el momento específico en que vive El Puente, podríamos entonces repensar los criterios “habituales” y ver la peculiaridad literaria que El Puente, ya como grupo, tuvo dentro de la literatura cubana de su época.

Aunque El Puente no lo teorice en un manifiesto (pero, ¿cuántos “grupos” han existido que cuentan con más manifiestos que obras concretas que los realicen artísticamente?), practicar y materializar de forma efectiva la diversidad ideoestética, la independencia de gestión editorial y la inclusión de autoras exiliadas en la poesía cubana, implicaba, en su momento, un concepto peculiar de los siguientes tres aspectos: (1) la poesía por hacer en aquellos años, en el sentido de no reducirla a una sola forma o tema (como muchos creían que podría ocurrir), sino salvaguardar precisamente lo contrario: la libertad ideoestética del poeta; (2) la labor independiente del artista, ahora asalariado estatal, con relación al Estado, mientras muchos presienten que se impondrá lo contrario; y (3) la integridad de la cultura cubana sin cortapisas políticas, en medio de una época en que se están borrando de la historia literaria nombres y títulos. Son estos tres aspectos, entre otros, los que precisamente comienzan a ser discutidos, supervisados y/o controlados progresivamente por las instituciones estatales en esos años de 1961-1965 de El Puente. Estos tres aspectos, inútiles para entender la Generación del 98 o el ultraísmo hispano, son, sin embargo, los que sí operaron de forma caracterizadora en la conformación del grupo El Puente, o de lo que constituyó su centro: José Mario, Ana María Simo, Gerardo Fulleda León, Ana Justina, Reinaldo Felipe García Ramos, Nancy Morejón, etc.

En vez de aplicarle a El Puente los criterios de aglutinación que operaron en otros grupos y épocas, quizás sea más apropiado entonces reconocer que una peculiar propuesta coherente (más o menos implícita) y hasta alternativa frente al Estado (aunque no de forma antagónica) existió entre ellos y los llevó a mantener, aun con altibajos internos, su unidad coral escribiendo, publicando y reclutando a nuevas voces inéditas incesantemente, de forma tal que el núcleo inicial del grupo se fue enriqueciendo al paso de los años. Y esa propuesta tácita, pero también táctica, de El Puente se nos revela mejor a la luz o en diálogo con los dos textos canónicos de la época, los cuales fueron, curiosa y reveladoramente, el marco temporal de existencia de Ediciones El Puente: Palabras a los intelectuales, de Fidel Castro, de 1961, y El socialismo y el hombre en Cuba, de Ernesto Che Guevara, de 1965. Es decir, El Puente funcionó durante un período sociopolítico sumamente complejo y arriesgado para el creador cubano. La creciente intromisión del Estado en la cultura cargó de sus propios significados a la labor de El Puente como proyecto editorial, pero también como grupo que llevó a eficaz realización dicho proyecto. Quizás hoy día esto nos resulte incluso más visible que en su momento.

Si en otras épocas la obvia diversidad ideoestética de los poemarios de El Puente constituye, abstractamente hablando, una muestra de falta de cohesión como grupo, en la Cuba de inicios de los 60 es precisamente esa diversidad, entendida entonces como libertad del artista, lo que le da a Ediciones El Puente su coherencia, sentido e importancia como grupo en aquellos años. Mientras los textos de Castro y Guevara trataban de abordar los asuntos de contenido y forma a partir de cuestionar y deconstruir, cada cual a su manera, la consabida “libertad del artista” (ese “reflejo del idealismo burgués en la conciencia”, según afirma Guevara en El socialismo y el hombre en Cuba [Nueva York: Pathfinder, 1992, p. 64]), El Puente practicó dicha libertad ampliamente como manifiesta propuesta consensual de grupo en medio de una sociedad socialista que oficialmente condenaba y proponía erradicar todo “lastre” (“tara”, “lacra”) “heredado” de conciencia burguesa en la población y, muy especialmente, entre sus intelectuales.

Partiendo de esa necesaria contextualización del grupo se entiende mejor otro de sus intereses comunes: la urgencia por ser poetas publicados (alguna curiosa intuición los impelía a apurarse), por inscribir libremente en el panorama poético y sociopolítico de entonces su propia voz joven y su derecho a un espacio público, es decir, no esperar por la generosidad o los requisitos editoriales de los otros grupos o individuos que rápidamente se establecieron dentro de las instituciones y vehículos culturales que estaba creando el nuevo Estado.

A la diversidad ideoestética, El Puente añadió la diversidad identitaria de sus autores, lo cual en términos literarios puede asociarse (no mecánicamente) a la entrada de inéditos sujetos y temas poéticos en la poesía cubana. Gracias a El Puente, cobran amplia visibilidad en la isla letrada poetas provenientes de segmentos tradicionalmente subalternos de la sociedad que habían sido más o menos desatendidos, desconocidos o excluidos por la alta cultura cubana: mujeres, negros, clases pobres, homosexuales y practicantes de religiones afrocubanas conforman así esa diversa otredad nacional que logra cohesionar El Puente. En este sentido, sus poemarios reflejan fielmente la mayor visibilidad que, en particular, las mujeres, los negros y los pobres estaban obteniendo en la vida pública nacional.

Pero la mayoritaria entrada de dichas voces poéticas en la poesía cubana de El Puente cobra en esos años un peculiar carácter políticamente alternativo en lo referente a dos aspectos: la homosexualidad y la religiosidad afrocubana como arraigada práctica cotidiana del pueblo y no solo como materia de folclore académico y teatral. A medida que avanza el lustro, ambos aspectos son deslegitimados y hasta considerados inadmisibles en la construcción de la nueva sociedad socialista heteronormativa y atea. Hay que apuntar aquí que, a diferencia de las escasísimas y discretas intromisiones homoeróticas en algunos de sus poemarios, El Puente sí le dio una consciente visibilidad recurrente al rescate e inserción de voces y temas negros en sus publicaciones. Es decir, en un lustro que retoma las “taras” de heteronormatividad, machismo, moralismo católico y occidentecentrismo “heredadas” de las sociedades anteriores para ideológica y políticamente readecuarlas a la construcción del socialismo; en un lustro que, gracias a ciertas leyes antidiscriminatorias del nuevo Estado, da como incuestionablemente resueltos los también “heredados” prejuicios sociales y culturales contra la raza negra, la súbita invasión y afirmación de estas numerosas otredades homosexuales, santeras y negras resultó también una forma de identificarse El Puente como grupo, ya que a medida que avanza el lustro se va revelando cada vez más el carácter alternativo que implicaba la inclusiva diversidad identitaria que practicaron sus miembros.

A partir de 1959, la oficialidad de la Isla crea, además, para invisibilizarlo y borrarlo, un nuevo otro: el exiliado político. Y en este sentido El Puente como grupo también revela su peculiaridad: además de no exigirles a sus autores una ideología determinada ni una conducta o moral afín al nuevo sistema, el grupo El Puente no olvida e incluye en sus proyectos, incluso con cierto protagonismo, a autoras que optan por el exilio. A diferencia de las borraduras o exclusiones que ya están practicando las casas editoras y las publicaciones del Estado, El Puente publica y distribuye los poemarios de Mercedes Cortázar e Isel Rivero aun cuando las autoras ya habían salido del país, las incluye en una antología, anuncia futuros poemarios de ellas en “Lo por publicar”, nunca las borra de sus listas de “Lo publicado” ni olvida mencionarlas en sus textos críticos. El Puente mostraba así, además de su libertad de elección como artistas y editores, el amplio concepto inclusivo de cultura cubana que los animaba y que entonces, ante los embates divisionistas oficiales, les daba identificación y peculiaridad como grupo.

Por esa diversidad estética (pues aunque rechazaban, por ejemplo, el panfleto y el hermetismo, hay poemarios de El Puente que los practican), por la amplia inclusión temática (pues aunque abogaban por una poesía a tono con el momento histórico, hay algunos excelentes poemarios que no cumplieron con tal objetivo o lo cumplieron de forma diferente a la esperada u optaron por temas intimistas), y por no exigirle al joven autor ninguna otra credencial personal que escribir poesía, indico en la dedicatoria del libro que El Puente logró crear y mantener, como grupo, una realidad utópica en medio de crecientes reducciones y obligaciones ideoestéticas impuestas al artista y la cultura en general. Esa es tal vez la marca principal del proyecto de El Puente, lo que les dio coherencia y sentido como grupo expresándose libremente desde un espacio alternativo en aquellos años en que el nuevo Estado extendía también su monopolio editorial e ideológico.

Bueno, te he resumido aquí, quizás con algún nuevo giro, lo que Miskulin, Alfonso y yo tratamos más detallada y documentadamente en los diversos ensayos de la sección crítica de mi compilación.

En tu pregunta sugieres, como elemento de cohesión del grupo, la amistad. Efectivamente, todos los testimonios apuntan a que los unía la amistad, la cual incluso varios conservan hasta hoy día, aunque sea bifurcada por el exilio. Es cierto que en los años 60 hubo algunos desencuentros entre ellos, pero eso no obstruyó el trabajo colectivo hasta el momento mismo del cierre de las Ediciones en 1965. Signo de la vitalidad del grupo hasta entonces, son las publicaciones constantes y los proyectos colectivos que quedaron truncos pero bastante avanzados en su realización, como la edición de una revista y de otras antologías de autores jóvenes.

Los poetas, en particular, comparten varios intereses culturales y hasta personales, y aunque no tuvieran ese manifiesto o documento detallado de intereses artísticos con que otros grupos pretenden validarse, Miskulin, Alfonso y yo proponemos ciertas afinidades mayormente temáticas derivadas tanto de los poemarios como de los prólogos, reseñas y textos de contraportada y solapa que los autores se escribieron entre sí. Documentamos así, y citamos de forma suficiente, un importante corpus bibliográfico de la época, porque esta compilación quiere facilitarle al lector el acceso no solo a los poemarios y antologías poéticas de El Puente, sino también a los textos críticos de entonces en torno a dicha producción.

 

En El Puente, la diversidad estética era también diversidad política. Están “nuestros monstruosos niños adultos”, de Isel Rivero, en el Canto VI de La marcha de los hurones (poemario precursor junto con El grito, de José Mario, de Ediciones El Puente); pero también está la poesía directa de Manolo Granados, esperanzada en esa ciudad limpia con himnos, tambores y banderas, por no hablar de la poesía panfletaria de Joaquín González Santana. Creo que, en general, la mayoría no se oponía a la Revolución, sino que simpatizaba con el espíritu juvenil, libertario, aunque se opusieran, eso sí, al neoestalinismo de figuras como Edith García Buchaca. A pesar de ello, el Máximo Líder propuso dinamitar ese puente, y Jesús Díaz lo catalogó como un grupo ideológico “con posiciones políticas, estéticas y éticas bastante cuestionables”, lo acusó de una actitud “liberaloide” y lo dio por muerto al apostillar que “sería bastante triste ser conocido como el asesino de un muerto”. ¿Atribuirles una connotación como grupo ideológico enemigo fue un mero síntoma de la intolerancia que ya se adueñaba de la vida cubana? ¿Una excusa en la guerrilla generacional? ¿Una pequeña batalla en la guerra por convertir al ciudadano republicano en súbdito? (Isel Rivero ha hablado de “la voluntad de independencia” de El Puente, una palabra peligrosa. Y José Mario proponía la integración armónica entre el individuo y el colectivo, pero el individualismo era ya una “lacra del pasado”). ¿O de todo un poco?

JJ Barquet: Como bien has percibido en el libro, parece que el cierre de El Puente se debió a una trágica confluencia de diversos factores tanto literarios como extraliterarios. Mi respuesta anterior creo que indica cuáles pudieron haber sido algunos de ellos. Obviamente, la variada libertad que practicaron los puenteros llegó a concebirse, con el avance del lustro, como una actitud “liberaloide”. Incluso la nacionalización de las imprentas privadas, algo que afectó a toda la sociedad, también repercutió en el destino de Ediciones El Puente. Y aunque la inmensa mayoría de ellos, por su juventud, no arrastraba conflictos intergeneracionales del pasado republicano, las consabidas pugnas entre generaciones o promociones literarias que se continuaron en los 60 llegaron igualmente a afectarles negativamente. Ni Miskulin ni Alfonso ni yo nos atrevimos a apuntar una única causa, excluyente de otras, que llevara al cierre de El Puente. Registramos, en cambio, la complejidad ideológica y artística de aquellos años y, dentro de ella, la creciente imposición de criterios reduccionistas de los más disímiles asuntos relacionados con el artista, la creación, la cultura nacional, el individuo y la sociedad; criterios que, para fines de los años 60, lograron regir tanto lo que debía ser, hacer, leer, creer, pensar, escribir y difundir un poeta (que quisiera ser tenido como) revolucionario, como el objeto al que debía dirigir sus más íntimos impulsos sexoafectivos. Obviamente los chicos de El Puente, con José Mario al frente –aunque no debemos olvidar que Ana María SImo y otros del grupo intervinieron también en muchas decisiones editoriales–, no cumplían con todos esos “deberes”.

Como pudiste constatar en tu lectura de los poemarios recogidos en mi compilación, fueron injustamente acusados de vivir a espaldas del momento histórico. Es cierto que, en algunas ocasiones, poemas de El Puente cuestionan la realidad en que viven, pero no son escasos los poemas de puenteros que resultan celebratorios del nuevo Estado y hasta panfletarios. Es cierto que la ciudad se presenta a veces como una vía para adentrarse en uno mismo, pero exceden en número los poemas en que la ciudad en efervescencia revolucionaria es un motivo de salida del ser hacia los otros. Es ese el espacio utópico de libertad temática y formal que El Puente logró salvaguardar por unos años, hasta que los disímiles factores, convertidos en ineludibles “deberes”, lo sacan de circulación y estigmatizan.

 

A pesar de sus diferencias notables, tú propones leer La conquista, de José Mario, como “un texto que dialoga claramente con La marcha de los hurones”, de Isel Rivero. ¿Puedes explicar esto con más detalle?

JJ Barquet: En el prólogo a Novísima poesía cubana, los editores Reinaldo Felipe García Ramos y Ana María Simo expresan su admiración por ese excelente poema largo de 1960 de Isel, quien se hallaba ya en exilio, pero desde el punto de vista temático le objetan las reservas (que resultarían proféticas) que su sujeto poético tiene ante el momento histórico habanero y nacional en que vivían. Entienden que no se debe acelerar ningún proceso ideológico en el poeta y reconocen la honestidad poética de Isel por haberlo escrito (y, añado aquí, de todos ellos por no ningunearla ni negarle calidad estética por cuestiones ideológicas), pero indirectamente están implicando que ese poema admirable no era temáticamente representativo de los “novísimos” propósitos ideoestéticos del grupo.

José Mario, quien a pesar de ser el centro magnético del grupo no constituía su centro estético, parece querer “corregir” ese déficit de representatividad de La marcha con un raro poemario en su obra: La conquista, donde pretende borrar su “heredado” pesimismo existencial con una inmersión en los temas digamos afirmativos del proceso político, lo cual lo lleva incluso por momentos al panfleto. Al final de su poema anterior, El grito (1960), ya se percibía esa necesidad de abandonar tonos y temas tenidos como “lastres” del pasado capitalista, pero el salto lo da en La conquista, poemario que curiosamente no es aceptado como logro literario por el grupo, según se ve en los reclamos estéticos que le hacen a su poesía los dos editores mencionados y Fulleda León en una reseña.

En realidad, te he hecho aquí un resumen de lo que se explica y ejemplifica mucho más detalladamente en mis glosas 3 y 4. En estas, como en el resto de la sección crítica del libro, encontrará el lector una cuidadosa reconstrucción e interpretación de nuestra historia literaria a partir de los documentos originales apropiados para tratar de entenderla en lo que fue, y no en lo que ciertas agendas personales hoy día, de forma reductora o prejuiciada o perezosamente desinformad(or)a, quisieran convertirla.

 

Es admirable la producción de El Puente en tan pocos años y con recursos propios, considerando que ninguno de ellos se dedicaba de forma exclusiva al trabajo editorial, sino que estudiaban, trabajaban y aún les quedaba tiempo para reunirse y celebrar recitales de poesía en El Gato Tuerto. ¿De dónde salían los recursos humanos y materiales para una empresa así, tomando en cuenta que por entonces no se trataba de entregar un pdf a una imprenta digital? Sabemos que a partir de 1964, cuando se nacionalizan las imprentas y toda palabra impresa pasó a ser un monopolio del Estado, les resultaba legalmente imposible imprimir sus propios libros. Entonces tuvieron el apoyo de Nicolás Guillén como presidente de la UNEAC, que duró hasta 1965. ¿Cuál fue la magnitud de ese apoyo? ¿Condicionó en alguna medida los contenidos?

JJ Barquet: Tu pregunta me lleva a resumir los aspectos factuales que, como viste, la historiadora cultural brasilera Miskulin desarrolla ampliamente en su ensayo. Los puenteros utilizaron por varios años una imprenta privada y se mantuvieron totalmente independientes en sus decisiones editoriales, lo cual constituía cada vez más una rareza en la Cuba de entonces. Costeaban las ediciones con dinero de José Mario y, en ocasiones, con aportes personales de los autores, pero muchos, como Georgina Herrera, publicaron allí de forma totalmente gratuita. Cuando desaparecieron las imprentas privadas, José Mario se vio obligado a recurrir a una imprenta estatal. Recibió entonces la ayuda del presidente de la UNEAC, Nicolás Guillén, sin comprometer con ello la independencia de sus decisiones editoriales. Hay quienes presentan esto como el paso a una semi-independencia, o semi-dependencia, de El Puente, pero parece solo una medida pragmática que adoptó José Mario para que pudiera continuar la obra editorial del grupo. Así lo confirman no solo los testimonios de varios puenteros, sino también los dos últimos poemarios publicados en la imprenta estatal, ya que ambos revelan las preferencias editoriales de José Mario: el poemario radicalmente experimental, Consejero del lobo, de Rodolfo Hinostroza, un peruano amigo de algunos puenteros y que residía entonces en La Habana, y el poemario Muerte del amor por la soledad, de José Mario, totalmente dedicado al amor, con evidentes registros homoeróticos.

 

Una primicia de tu libro es la publicación de la Segunda novísima de poesía cubana, terminada por José Mario en 1964 pero inédita hasta ahora. Resulta curioso encontrar en ella nombres inesperados y que más tarde abjuraron de su condición de puenteros. Son los casos de Sigifredo Álvarez Conesa y Guillermo Rodríguez Rivera. Hay que considerar que varios puenteros fueron represaliados y que pertenecer a El Puente fue por décadas un demérito en el “escalafón revolucionario”.

JJ Barquet: En realidad, publicar esa antología era una deuda con la historia de la literatura cubana y para algunos autores ha significado hasta un rescate de poemas que habían extraviado, ya que se cuenta que José Mario, en su fiebre editorial, prácticamente les “arrebataba” a los autores sus manuscritos. Entre otras cosas, esta Segunda novísima documenta la pertenencia de autoras como Lilliam Moro y Lina de Feria a la órbita de El Puente, como efectivamente ocurrió en el plano personal; ilustra el afán inclusivo de José Mario de continuar sumando jóvenes a sus proyectos editoriales, de demostrar que El Puente no buscaba convertirse en un espacio cerrado sobre sí mismo y sus logros.

Es bien sabido que Álvarez Conesa y Rodríguez Rivera fueron integrantes de El Caimán Barbudo, es decir, de la segunda promoción poética de los nacidos en los años 40, la cual ha solido presentarse como rival de los puenteros, aunque El Puente fue cerrado antes de que El Caimán Barbudo comenzara a publicarse. Pero el conocer ahora más apropiadamente la diversidad ideoestética de las publicaciones de El Puente y ver a estos caimanes aceptar su inclusión en una antología de aquel grupo tachado después de “liberaloide” nos lleva a pensar que, al parecer, en 1964 no existía aún tal rivalidad literaria ni tal opinión desacreditadora del grupo, sino que todo ello fue un producto posterior rápidamente articulado y aupado por motivos mayormente extraliterarios.

Entendido esto, varias afirmaciones tradicionales sobre la joven poesía cubana de los años 60 requieren ser revisadas con el apoyo ahora de todos estos textos poéticos incluidos en mi compilación y que han sido desconocidos o desatendidos por décadas. Entre otros asuntos, se debe revisar la existencia real o no de dos promociones literariamente “opuestas” entre todos esos autores nacidos en los años 40, sus vínculos con los autores de la llamada Generación de los Años 50 (algunos puenteros nacieron en los años 30 y cabrían dentro de esta Generación; el prólogo-manifiesto a la Novísima poesía cubana guarda curiosas semejanzas con el prólogo de Roberto Fernández Retamar y Fayad Jamís a Joven poesía cubana [1960]), el arraigo del coloquialismo en la Cuba de los años 60, etc.

Es bueno recordar que ese “demérito” (o tabú) que mencionas con referencia a El Puente ocurrió solo dentro de la Isla. Fuera hemos estado más informados al respecto, gracias en parte a la labor de divulgación desplegada no solo por José Mario desde su exilio a fines de los años 60 y por otros puenteros exiliados, sino también por académicos tales como Rita Geada, Yara González Montes, Matías Montes Huidobro y Orlando Rossardi, entre los pioneros durante los años 60 y 70.

Ese “demérito” fue el resultado de una malsana fabricación a partir de motivos mayormente extraliterarios pero apoyados, ocasional e intencionalmente, en uno u otro poemario o poema, pero ya habrás comprobado con tu lectura de los textos cuán endeble resulta el apoyo literario de dicha fabricación. La relevancia de esos motivos extraliterarios nos obligó a dedicarles detenida atención en nuestros ensayos, especialmente los motivos referidos a aspectos identitarios tales como la raza, la sexualidad y la religiosidad.

Mencionaste también al inicio el hito que marcó La Gaceta de Cuba de julio-agosto de 2005 en el rescate de la labor de El Puente dentro de Cuba. Pero fue en realidad Virgilio López Lemus quien en su artículo de 1989 “Poetas en la Isla (treinta años después: 1959-1989)” (Unión, vol. 2, no. 7, julio-sept. 1989, pp. 65-70) comienza a romper allá ese tabú y escapar de los prejuicios y reduccionismos ad usum. Con más aseveraciones que en su Palabras del trasfondo (1988), López Lemus analiza brevemente en su artículo de Unión los avatares editoriales de El Puente, comenta sus vínculos con el coloquialismo de los años 60 y propone a Ediciones El Puente como “parte de una promoción intergeneracional, cuya línea estética tiene mucho que ver con el coloquialismo”. Apunta ya que “no es un grupo homogéneo”, que en la Novísima se encuentran su núcleo y su prólogo-“manifiesto” y que en este se advierten “las cercanías con el coloquialismo no tanto en los postulados de los puentistas, sino en  sus propias prácticas de la poesía, muy similares a las que en esos momentos desarrollan los integrantes de la Generación de los Años 50” (p. 68). Más tarde, en El siglo entero (publicado en 2008, pero merecedor del Premio Academia en 2002, tres años antes de La Gaceta de Cuba mencionada), López Lemus se detendrá mucho más en la dinámica de las Ediciones El Puente y en el análisis poético de algunas de sus figuras claves, en particular l’enfant terrible (así lo llama Felipe Lázaro) del grupo: José Mario.

 

El destino de los poetas y/o editores puenteros incluidos en tu libro ha sido muy diverso. Isel Rivero, precursora, abandonó el país en 1961; Mercedes Cortázar lo hizo un año antes. Más tarde, en los años 60 y durante los 70, partieron José Mario, Lilliam Moro, Ana María Simo, Silvia Barros y Pío E. Serrano. En 1980 marcharon al exilio Reinaldo Felipe García Ramos, Belkis Cuza Malé y Héctor Santiago Ruiz. En los años 90, Manolo Granados y Pedro Pérez Sarduy se instalaron en Europa. Y en Cuba murieron o permanecen aún Nancy Morejón, Georgina Herrera, Ana Justina, Rogelio Martínez Furé, Miguel Barnet, Gerardo Fulleda León, Joaquín González Santana, Lina de Feria, Sigifredo Álvarez Conesa y Guillermo Rodríguez Rivera, entre otros. Sus trayectorias literarias han sido disímiles. ¿Qué ha quedado de aquella experiencia y de aquella estética inicial en sus obras posteriores?

JJ Barquet: Sobre el legado de El Puente en la trayectoria posterior de sus autores no creo que haya una respuesta única. Recordemos que muchos eran muy jóvenes cuando publicaron dichos libros y que estos fueron en realidad sus primeras incursiones en la escritura literaria, por lo que no todos los recuerdan como sus mejores logros. Algunos prefieren olvidarlos. Como es lógico, décadas después, con otras lecturas, experiencias e intereses artísticos, varios condujeron su poesía por vías muy diferentes. Esto es notorio en Reinaldo Felipe García Ramos, quien en su libro Acta exhibe un lenguaje sumamente metafórico para pasar en los años 80 a una poesía mucho más transparente y comunicativa en forma y contenido. Lo mismo se aprecia en la obra de Belkis Cuza Malé, aunque hay que reconocer que un tema clave de su Tiempos de sol (a saber, la denuncia frontal y urgente del militarismo y la amenaza de destrucción atómica sobre el mundo) justificaba, en más de un sentido, el tono caóticamente trágico de su libro.

A diferencia de estos dos autores, hay poetisas como Isel Rivero y Lina de Feria cuyas colaboraciones en El Puente muestran ya el estilo que las identificará. El caso de Isel resulta incluso singular, pues aunque cuenta con poemarios posteriores estéticamente diferentes a La marcha de los hurones pero igualmente valiosos (a saber, Nacimiento de Venus y El banquete), ha pasado a nuestra poesía como la autora de ese clásico de la poesía posrevolucionaria que constituye La marcha de los hurones, cuyo legado ideoestético se continúa en 1963 con Tundra. En su reseña de Tundra (Revista Iberoamericana, vol. 34, no. 65, enero-abril de 1968, pp. 174-176), Rita Geada habla precisamente de ese enlace entre ambos poemarios como un “indicio de la continuidad de[l] orbe interior” de la autora, “orbe que aparece ya insinuado en [La marcha de los hurones] pero con características más locales mientras que en [Tundra] se eleva a categorías universales testimoniándonos de este modo su acucioso estar en nuestro planeta Tierra y en este nuestro tiempo presente” (p. 175).

Otras evoluciones serían, por ejemplo, las de Gerardo Fulleda León, Silvia Barros y Héctor Santiago Ruiz, quienes hoy día no se (re)conocen como poetas, sino como dramaturgos. De igual forma, Manolo Granados y Joaquín González Santana pasaron a ser narradores.

Hay casos en que la madurez poética ocurre durante el breve período de existencia de El Puente. Son los casos de Fulleda León (aunque después cesara de publicar poesía) desde su poemario Algo en la nada a su colaboración en la Segunda novísima de poesía cubana, y de Nancy Morejón desde su primer Mutismos a su esplendente Amor, ciudad atribuida.

José Mario constituye un caso aparte: los seis poemarios que publicó bajo Ediciones El Puente, además de El grito, nos lo presentan cambiante, ambicioso y arriesgado en su afán de ser inclusivo temática y formalmente, pero nunca sin llegar a sus posteriores rupturas y experimentos madrileños de Falso T (1978). De alguna forma, su diversa pero coherente propuesta ideoestética de los años de El Puente se cierra como un círculo con el primer poemario que publica en el exilio: No hablemos más de la desesperación (1970).

En el caso de Rogelio Martínez Furé, su antología de Poesía yoruba en El Puente marcó para siempre su trayectoria literaria. Fue la semilla de la cual surgieron después, por décadas y en numerosas ediciones, otras antologías similares tales como Poesía anónima africana.

Además de lo que ha quedado de El Puente en sus autores está lo que ha quedado para la poesía cubana de la segunda mitad del siglo XX. Aquellas publicaciones juveniles le dieron a la poesía cubana varios logros hasta entonces inéditos. Entre ellos, la confluencia, por primera vez en Cuba, de un número considerable de poetisas de calidad dentro de un mismo grupo. El hecho de que varias de ellas fueran de la raza negra también significó una ganancia para nuestra poesía. Creo, además, que varios poemarios de estas puenteras se hallan entre la mejor poesía de los años 60: a saber, el poderoso exteriorismo profético de La marcha de los hurones; la audaz reformulación revitalizadora de la “heredada” poesía urbana en Amor, ciudad atribuida, de Nancy Morejón; la hermosa y lenta prefiguración de la ausencia que deshila El largo canto, de Mercedes Cortázar, como anunciándonos, sin querer, uno de los tonos de la futura poesía de exilio; la denuncia aterrada del infierno que constituye la época contemporánea, irónicamente referida como Tiempos de sol, por Belkis Cuza Malé; el intimismo hábilmente resuelto desde la inédita condición personal de Georgina Herrera en GH

La reformulación de la poesía urbana (en ocasiones, referida explícitamente a La Habana de los años 60) halla feliz cumplimiento tanto en Morejón como en otros puenteros. Incluso la reseña de García Ramos de 1964 sobre Amor, ciudad atribuida podría leerse como una compartida “poética urbana” para mejor entendimiento de este tema en el grupo.

No satisfechos con las propuestas ideoestéticas de la poesía negrista de los años 20 y 30 y más cercanos a Lydia Cabrera y Fernando Ortiz, algunos puenteros quisieron reformular también el afrocubanismo, pero a diferencia del tema urbano, el tema afrocubano no logró cuajar en varios poemarios de calidad.

La Poesía yoruba, de Martínez Furé, comenzó a llenar un lamentable vacío cultural, y de ahí proviene su importancia: dar a conocer en Cuba, en español, esa producción poética negroafricana que forma parte de nuestra herencia cultural. El prólogo de Martínez Furé y las reseñas que Barnet escribió sobre esta antología y la siguiente de Martínez Furé dejaron bien clara, de forma incluso didáctica, la propuesta cultural que ambos compartían: a saber, revisión del canon Occidental, ampliación de los criterios estéticos del lector cubano, cuestionamiento del occidentecentrismo cultural. Otro aporte podría hallarse en la presencia del tema homoerótico, aunque discretamente, en varios textos de José Mario. Todo esto y más se documenta y ejemplifica ampliamente en el libro, especialmente en el ensayo de Alfonso y mi glosa 6.

 

Colaboraciones de las investigadoras Sílvia Cezar Miskulin y María Isabel Alfonso, quienes escribieron sus tesis doctorales sobre El Puente, aparecen en este libro. ¿Podemos esperar de ellas próximamente nuevos ensayos sobre El Puente?

JJ Barquet: Miskulin lleva más de diez años investigando y escribiendo sobre las políticas y prácticas culturales cubanas de los años 60 y 70. Dedicó su tesis de maestría a Lunes de Revolución y de ahí publicó en 2003 el libro Cultura Ilhada: imprensa e Revolução Cubana (1959-1961). Para su tesis doctoral estudió las Ediciones El Puente y El Caimán Barbudo y de ahí publicó en 2009 otro libro: Os intelectuais cubanos e a política cultural da Revolução (1961-1975). Además de estas tesis y libros, los cuales conozco prácticamente desde sus inicios pues hemos mantenido estrechos vínculos de trabajo por más de una década, Miskulin ha publicado artículos de temas afines en revistas y monografías, y últimamente se ha dedicado a estudiar la presencia de los intelectuales cubanos en la revista mexicana Vuelta. Para mi compilación, le pedí a Miskulin que, partiendo de su libro, elaborara un resumen de la trayectoria histórica de Ediciones El Puente.

A Alfonso la conocí primero por su tesis doctoral de 2007, Dinámicas culturales de los años 60 en Cuba: El Puente y otras zonas creativas de conflicto. Ha publicado varios artículos sobre este tema y ha estado enriqueciendo y actualizando la documentación, incluso oral, sobre este período. Para mi compilación le pedí que desarrollara algunas ideas generales de su tesis pero aplicándolas a la poesía y ejemplificándolas convenientemente. A partir de su primer borrador, tuvimos algunas conversaciones de trabajo.

A ambas les agradezco haber cumplido cabalmente con lo solicitado y es obvio que sus colaboraciones enriquecieron la sección crítica del libro, la cual se presenta de forma coral, como un diálogo entre sus textos y mis glosas y notas al pie.

Hay otro colaborador, unas veces explícito, otras implícito, y es Reinaldo García Ramos, quien generosamente ayudó con sus atinadas sugerencias y observaciones a los primeros borradores de la sección crítica del libro. A él también, muchas gracias. Y a ti, Luis Manuel, por tu lectura tan puntual del libro y por esta entrevista que me ha obligado a repensar y reordenar mis ideas sobre Ediciones El Puente.

 

“El Puente: la poética de la libertad”; en: Cubaencuentro, Madrid, 04/10/2011. http://www.cubaencuentro.com/entrevistas/articulos/el-puente-la-poetica-de-la-libertad-268902





La revista del país que será

1 07 2011

 La experiencia demuestra que toda revista cultural importante requiere de un país que le aporte patrocinios gubernamentales y de un público natural e inmediato. Sobrevivir sin apoyos institucionales es un deporte de riesgo para cualquier revista cultural del mundo que, por su propia naturaleza y limitado público, difícilmente podrá cubrir sus costes con anunciantes y suscripciones. Y la cultura cubana no es la excepción. La Revista de Avance publicó el 15 de septiembre de 1930 su último número, el 50, a los tres años de su nacimiento. Orígenes alcanzó los 40 números, con una tirada de algunos cientos de ejemplares, entre 1944 y 1956. (Más los dos números apócrifos, el 35 y el 36, que publicó en paralelo José Rodríguez Feo). Ciclón circuló entre 1955 y 1957, con un número epigonal aparecido en 1959, tras lo cual “dejó de existir (…) muerta de cansancio”, como diría en Lunes de Revolución Virgilio Piñera. Y se trataba de revistas hechas en la Isla, cerca de su público natural, y dirigidas a un mercado concreto, inmediato, lo que favorecía la prospección de anunciantes y sponsors. En cambio, las revistas patrocinadas por el gobierno cubano a partir de 1959 han disfrutado de una larga vida y de una extensa tirada. Casa de las Américas, por ejemplo, ha alcanzado el número 256 con 3.000 ejemplares por número.

La revista Encuentro de la Cultura Cubana es, por tanto, un caso sui géneris. Una revista sin país, o destinada a ese país virtual que es la diáspora y al país real que le cierra sus puertas y donde casi la mitad de su tirada ha debido circular clandestinamente durante todos estos años. Una revista hecha en Madrid para un público disperso por todo el planeta y un país cerrado. Aun así, ha durado 53 números en 13 años, con una tirada de entre 2.000 y 4.000 ejemplares por número. Es, sin dudas, el mayor empeño cultural cubano en el exilio durante este medio siglo y, para muchos, la mejor revista cultural de tema cubano en circulación.

Su historia se remonta a 1994, cuando se conmemoró el cincuentenario de la revista Orígenes. La Secretaría de Estado para la Cooperación Internacional y para Iberoamérica del Ministerio de Asuntos Exteriores de España organizó el seminario La Isla Entera, con el propósito de reunir a un numeroso grupo de creadores y críticos literarios cubanos, tanto residentes en la Isla como en otras latitudes, al margen de sus ideas políticas. Amigos que no se habían encontrado en muchos años. Jóvenes que veían por primera vez en “carne y hueso” al mito Padilla. Todos se reunieron en Madrid con una cordialidad sin fronteras ni ideologías. El escritor cubano Jesús Díaz, recién llegado de Berlín, venía a Madrid con una idea fija: fundar una revista donde encontrara cabida “un debate sobre el presente, el pasado y el futuro del país”. Expuso su proyecto, se produjo un diálogo marcado por el entusiasmo, y los asistentes confirmaron su apoyo y lo enriquecieron con sugerencias e ideas.

En 1995 se fundó la Asociación Encuentro de la Cultura Cubana, y en 1996 la Agencia Española de Cooperación Internacional donó los primeros fondos al nuevo proyecto. El primer número de la revista Encuentro apareció en el verano de ese año en condiciones bastantes precarias. A partir del segundo año, las fuentes de financiación se diversificaron: la National Endowment for Democracy (NED),  el Centro Internacional Olof Palme, del Partido Socialdemócrata Sueco, la Fundación Pablo Iglesias, del Partido Socialista Obrero Español, la Fundación ICO (Instituto Oficial de Crédito) española, la Fundación Ford, el Open Society Institute, la Dirección General del Tesoro, la Fundación Caja Madrid, la Junta de Andalucía, la Dirección General del Libro, la Unión Europea, etc. En 2000 se creó el diario digital y en 2002, gracias al apoyo la Unión Europea, se lanzó un portal llamado a convertirse en un sitio de referencia de la cultura cubana.

Durante estos trece años, la revista Encuentro ha publicado a centenares de autores cubanos y no cubanos, residentes en la Isla o en el exilio, y ha reafirmado su vocación plural en varias direcciones. La cultura como un espacio sin fronteras, de modo que en la revista dialogan todas las geografías. Un espacio pluritemático donde se codean la literatura y la música con las artes visuales, las ciencias sociales, la economía, la historia, la ecología y la política. Sin fronteras generacionales, porque sus páginas no se constriñen a una generación o una estética. Y, al mismo tiempo, prefigura la Cuba plural de mañana ofreciendo espacio a proyecciones ideológicas muy diversas y, con frecuencia, contradictorias, favoreciendo el diálogo necesario.

Dos de los principios fundacionales de Encuentro de la cultura cubana fueron su independencia, al no constituirse en plataforma de ningún partido u organización política de Cuba o del exilio,  y su carácter abierto, al conciliar en un solo espacio de diálogo las hasta entonces antitéticas nociones de “nosotros” y “ellos”, “adentro” y “afuera”. No obstante, y quizás por ello, la revista ha sido objeto de los más persistentes ataques por parte de las autoridades cubanas y de una zona del exilio.

Según La Habana, esos principios han sido mediatizados bajo la influencia de nuestros patrocinadores, especialmente la National Endowment of Democracy, condicionando una línea editorial pro-norteamericana. Pero basta hojear la revista desde sus orígenes hasta hoy para percatarse de la falsedad de esas acusaciones. Tan temprano como en el número 1, ya aparece una mirada crítica hacia el embargo y, en especial, hacia la ley Helms-Burton. De ahí en adelante, Encuentro ha dado cabida, a lo largo de sus 52 números, a numerosos textos que cuestionan la política norteamericana hacia Cuba, firmados por Jorge I. Domínguez, Luis Manuel García, Jesús Díaz, Joaquín Roy, René Vázquez Díaz, Alberto Recarte, Ignacio Sotelo, Max J. Castro, Marifeli Pérez-Stable, Guillermo Rodríguez Rivera, Iván de la Nuez, Tzvetan Todorov, Rafael Alcides, Beatriz Bernal, Carmelo Mesa-Lago, Juan Antonio Blanco, Diego Hidalgo, Andrés Ortega, Javier Solana, Alejandro Armengol, Haroldo Dilla y Arturo López-Levy, entre otros, sin que exista un hiatus en esta política, ni un punto de inflexión que permita a los funcionarios cubanos sustentar la tesis del “desvío” del mesurado proyecto inicial, aunque eso es lo que afirma Iroel Sánchez, director del Instituto Cubano del Libro:  que la revista “se inicia con una posición política no totalmente contraria a la Revolución, pero va evolucionando en esa dirección” (http://www.lajiribilla.cu/2003/n100_04/100_07.html). Una acusación que no es nueva. Según ella, el “giro” se produce alrededor de 2000-2001, con los dossiers Cuba, 170 años de presencia en Estados Unidos, Polémica en LASA 2000, Literatura Cubana en Miami y, desde luego, El presidio político en Cuba (No. 20, primavera de 2001). Pero la acusación entraña una contradicción. Si Encuentro, como afirma La Habana, ha seguido el diktat de la CIA a través del patrocinio de la NED, ese presunto “giro” se produce justo cuando la NED cede protagonismo ante las aportaciones de la Fundación Ford y la Unión Europea.

La consolidación de Encuentro, su talante abierto y la sostenida calidad de los trabajos publicados, le han valido un prestigio que atrae incesantemente a nuevos colaboradores y lectores. Encuentro ha conseguido lo que el gobierno cubano ha intentado evitar durante casi medio siglo: la nación posible donde quepan todos los cubanos. De ahí que sus ataques contra la revista sean más enconados y persistentes que contra otras publicaciones donde el anticastrismo puro y duro marca toda la línea editorial, sin espacios para el diálogo. Porque es precisamente el diálogo lo que más teme La Habana.

Para la nomenklatura de la Isla es muy difícil digerir la relación de personalidades a las que Encuentro ha rendido homenaje subrayando su aporte a nuestra cultura, no el bando o la geografía en que habitan: Tomás Gutiérrez Alea y Gastón Baquero, Eliseo Diego y Luis Cruz Azaceta, Fina García Marruz y Julio Miranda, César López y Manuel Moreno Fraginals, Antón Arrufat y Heberto Padilla,  Abelardo Estorino y José Triana, Virgilio Piñera y Antonio Benítez Rojo, Aurelio de la Vega y Reina María Rodríguez, entre otros. No se trata, al estilo de las autoridades culturales cubanas, de rescatar post-mortem del ostracismo a escritores indefensos, filtrando hacia el lector de la Isla sus obras previamente escardadas de “malas hierbas”.  Homenajeamos a intelectuales en activo que, en muchos casos, han recibido distinciones gubernamentales y/o militan activamente a favor del régimen.

Razón por la que una zona del exilio más beligerante ha acusado a Encuentro de ser una operación de la Seguridad de Estado cubana, destinada a dividir al exilio y “ablandarlo” frente al régimen de la Isla. Defienden el anticastrismo puro e intolerante con el mismo énfasis que el régimen propugna un castrismo sin “desviaciones” y castiga la más mínima disidencia. Acusaciones difíciles de conciliar con extensos dossiers sobre el papel de los militares en Cuba, el estado catastrófico de la economía, la transición, el desastre urbanístico, la Cuba post Castro, o el número especial sobre la represión durante la Primavera Negra de 2003. Encuentro siempre ha apreciado como un buen síntoma ese “equilibrio” entre las acusaciones de ambos extremos. La “pureza revolucionaria” que refrenda el monólogo se mira en el espejo de la “pureza contrarrevolucionaria” que refrenda el… qué casualidad. La supervivencia de ambos requiere un enemigo. Y para ambos, cualquier diálogo es perverso.

Todos nuestros colaboradores, cubanos y no cubanos residentes en cualquier geografía, son los artífices del proyecto Encuentro. Sin ellos, la idea no habría pasado de ser una ilusión compartida. Y eso es algo que conoce perfectamente el gobierno cubano, por lo que ha ejercido enormes presiones sobre los intelectuales de la Isla, y sobre muchos del exilio, para que se abstengan de publicar en nuestras páginas. Nueve de nuestros colaboradores fueron condenados a penas de hasta 25 años de privación de libertad y consta en las actas de los juicios que escribir para Encuentro era uno de sus “delitos”.  La táctica de coaccionar a los autores de intramuros  no es sólo un ejercicio de autoritarismo. Su lógica es más perversa: una vez cortado el tráfico intelectual con la Isla, se puede acusar a Encuentro de ser una revista “del” y “para” el exilio. Eso explica que muchos intelectuales se hayan abstenido de escribir en nuestras páginas, debido a las extrañas disciplinas que rigen las instituciones cubanas y a la presión total que puede ejercer un Estado totalitario. Pero una de las razones por las que Encuentro no se ha convertido en una revista “del” y “para” el exilio, fue expresada por un intelectual de la Isla cuyo nombre no mencionaré por prudencia: “Como antes había que publicar en Orígenes, ahora hay que publicar en Encuentro. Es la revista”. Aunque la primera razón es que muchos intelectuales, como el resto de la población, comprenden que el proyecto político ha caducado y que es imprescindible un diálogo abierto, sin servidumbres, para refundar un país que se desploma económica y socialmente. Durante los primeros treinta años de su gobierno, Fidel Castro exigió como paradigma el “intelectual comprometido” (con su proyecto, desde luego). Tras la catástrofe y el descrédito, ante la profunda desilusión de la ciudadanía, se invita a los intelectuales a recluirse en sus tareas profesionales, lo más asépticas posibles. Si no aplauden, al menos no hagan ruido. No soportan al intelectual comprometido, si no pueden manipular ese compromiso.  Y este nuevo “intelectual comprometido”, ahora con sus propias ideas, empieza a ser cada vez más frecuente.

En sus ataques, el gobierno cubano ha afirmado que Encuentro “con sus aparentes fines culturales, esconde propósitos políticos”.  Algo absolutamente falso. Desde el primer número hicimos explícito nuestro proyecto político: una Cuba plural y democrática, abierta al diálogo, en las antípodas de la Cuba totalitaria.

Pero esos ataques no se han traducido en un debate de ideas, a pesar de que Encuentro siempre ha estado dispuesta a publicar cualquier “versión oficial”. ¿Habría algo más natural que enviarnos un texto con una mirada diferente, que discrepe o polemice? Las poquísimas veces que esto ha sucedido, siempre se han reproducido fielmente. Pero no es éste un territorio cómodo para las autoridades de la Isla, habituadas a rehuir el debate ideológico con sus críticos y opositores, a menos que dispongan del derecho al veto, y a sustituirlo por la deslegitimación, que se ejerce desde una prensa cautiva y sin espacio a la réplica. Toda disidencia es etiquetada como “anexionista”, agente de la CIA y vendida a Washington. El insulto suplanta al argumento.

Y ese ataque se ha centrado en nuestras fuentes de financiación que, según ellos, condicionan una servidumbre política. Para esto no sólo utilizan su burocracia cultural y la prensa orgánica (un portal en internet, el diario Granma y la televisión), encargada de  manipular y ocultar datos, sino que instrumentalizan la desinformación de intelectuales extranjeros a los que invitan y agasajan, llegando al extremo de circular en la Feria del Libro de Guadalajara un copioso libelo anónimo.

Parten de una falacia: que los sistemas de cooperación y mecenazgo en sociedades democráticas operan según los mismos principios que en una sociedad totalitaria, la cual no sólo evita subvencionar cualquier proyecto que vaya contra su monopolio del poder y del pensamiento único, sino que prohíbe la búsqueda de fuentes de financiamiento al margen del Estado, penaliza la producción y distribución del pensamiento alternativo y elabora su propio Index de ideas y autores prohibidos. La trasgresión de esta norma está recogida en el Código Penal cubano. Si una sociedad democrática es, por definición, plural, admitiendo grados de libertad que permiten, incluso, navegar contra la corriente de la política oficial; un estado  totalitario sólo admite la circulación en un sentido.  Toda infracción de la norma de tránsito, es penada.

Un vistazo al sistema de cooperación que ponen en práctica las fundaciones públicas y privadas en sociedades democráticas demuestra que éstas suelen ejercer un mecenazgo atento al interés del destinatario, más que a una presunta “coincidencia ideológica”. En un ejercicio de independencia inconcebible para las reglas del juego totalitarias, contravienen, incluso, la política exterior de los países donde radican. Así, tanto la Unión Europea como la Agencia Española para la Cooperación Internacional, Caja de Madrid y la Fundación Ford donan fondos a instituciones de Cuba y también a Encuentro de la cultura cubana. GSF y Arca, instituciones norteamericanas, al igual que la Fundación Rockefeller, donan fondos a instituciones de Cuba para promover el deshielo y no a  Encuentro. En cambio, el National Endowmenf for Democracy (NED), cuyo propósito es promover la democratización, dona fondos a  Encuentro y no a instituciones de la Isla.

Fernando Rojas,  portavoz oficial de Cuba en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, declaró en Granma que Encuentro «ha sido financiada por la National Endowment for Democracy, (…) pantalla de la CIA».  Los voceros del gobierno cubano dan por sentado el carácter axiomático de la frase y que, por carácter transitivo, Encuentro es una operación de la CIA y del gobierno norteamericano. En ese caso, La Habana debería revisar sus relaciones con Gabriel García Márquez, amigo personal de Fidel Castro, cuya Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) ha recibido fondos de la NED y de otras entidades demonizadas por La Habana: el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), el Council on Foreign Relations norteamericano, la USIS (U.S. Investigations Services) y la Embajada de los EE. UU. en Bogotá. Del mismo modo, las acusaciones de Cuba a la Fundación Ford, donante de Encuentro, como pantalla de la CIA, ponen en entredicho a las propias instituciones de la Isla, ya que esa Fundación ha apoyado la conservación y modernización de la biblioteca de Casa de las Américas, en La Habana; el intercambio entre la Universidad John Hopkins y el Instituto de Relaciones Internacionales del Ministerio de Relaciones Exteriores de Cuba, y ha invertido fondos para crear un estado de opinión  favorable a la apertura de la política norteamericana hacia la Isla.

Argumentar que la línea editorial y la agenda de Encuentro están al servicio de la política norteamericana por razones de financiación es un razonamiento peligroso para el propio gobierno cubano. En treinta años de patrocinio soviético, Cuba recibió 39.500 millones en préstamos, de los cuales 20.000 millones permanecen impagados, 60.500 millones en subsidios y 13.400 millones en ayuda militar[1]. Siguiendo su propio razonamiento, podría aducirse que durante treinta años Cuba no fue un país, sino una operación del gobierno soviético.

Claro que las verdaderas razones de ese recurrente y patético intento de descalificar a Encuentro son la soberbia, el miedo y la impotencia. El gobierno de la Isla, desde una soberbia sin límites, se considera dueño y señor de las vidas y haciendas de todos los cubanos, y no tolera una publicación independiente y plural. En su arrogancia, se cree el administrador de la obra que hacemos incluso fuera de sus linderos territoriales. Pero tras esa soberbia se esconde el miedo ante el libre debate de las ideas, ante un espacio donde se puede hablar sin eufemismos ni discursos trucados, y donde nadie está obligado a refugiarse en el suelo sagrado de un silencio. Y la impotencia, porque al ser incapaces de rebatir ideas, se ven obligados al insulto, el engaño y la intimidación. Tanto los intelectuales de la Isla como los del exilio conocen el precio de saltarse la fatwa dictada por La Habana. Unos no recibirán permiso de salida; otros no recibirán permiso de entrada.

Y una razón que es síntesis de las anteriores: la ecología. El hábitat donde medra a sus anchas el totalitarismo es la beligerancia, la intolerancia, el miedo y la amenaza. Sobre la beligerancia permanente con Estados Unidos –cuyo mantenimiento se han esmerado en proteger de distensiones y aperturas– ha prosperado el estado de exención en que viven los cubanos hace medio siglo. Su “guerra permanente” sirve de coartada para trocar un país en cuartel, exigir obediencia y fidelidad ciegas,  y declarar desertor al que huye. Todo puente hacia la reconciliación debe ser dinamitado, a riesgo de que se desmorone la retórica de plaza sitiada y el poder omnímodo del régimen.

¿Por qué una revista editada en España por un grupo de escritores y artistas despojados de todos sus derechos dentro de Cuba, y cuya única arma son las palabras, preocupa tanto a un régimen que domina la vida de sus once millones de habitantes, y el intercambio de ideas y personas? ¿Será que no pueden controlar ese otro territorio inaprensible: la mente de sus ciudadanos?

 

Recién publicado el número 51/52 de la revista, la Asociación Encuentro de la Cultura Cubana cerró su oficina de Madrid en octubre de 2009 por falta de fondos. Prácticamente todos los trabajadores nos hemos ido a engrosar la mayor empresa de España, el Instituto Nacional de Empleo (¿o de Desempleo?). Desde que se conoció la noticia del cierre, no pocas botellas habrán sido descorchadas en el Ministerio de Cultura cubano y en el Comité Central. Con el alivio que supone sacarse una piedra del zapato, los funcionarios de la cultura (la unión de esas dos palabras es una verdadera aberración) dormirán mejor sabiendo que los jóvenes lectores de la Isla no serán corrompidos por textos de Carlos Victoria, Gastón Baquero o Reinaldo Arenas; ni violará su inocencia algún dossier sobre el papel de los militares, el suicidio o las ruinas de La Habana; ni se pasearán por las calles de la ciudad los cadáveres de los balseros y de los fusilados en el Escambray y La Cabaña. Tampoco deberán temer que una nueva ola de represión tenga como respuesta una carta abierta firmada por cientos de los más prestigiosos intelectuales europeos y americanos.

Pero también se habrán descorchado botellas en algunos recintos del exilio. El cierre de nuestra oficina demuestra que las subvenciones de la CIA o de la Seguridad del Estado (según versiones) no han sido suficientes. Y, hasta donde sabemos, no ha habido ofertas del KGB, ni del Mosad, del MI6 o de la Sûreté Nationale.

Aunque en ciertos corrillos del exilio (y del insilio también, why not?) puede haber otro ingrediente. Omar Torrijos contaba que a la entrada de un pueblo perdido de Panamá encontró el siguiente cartel: “Abajo el que suba”. Un enunciado a priori contra todas las políticas y los políticos (hasta que no se demuestre lo contrario) también podría servir de slogan al deporte nacional español y latinoamericano: la envidia. La diáspora cubana ha visto nacer y extinguirse a decenas, cientos de proyectos, muchos de los cuales habrían merecido mejor suerte. La persistencia de Encuentro ha hecho más difícil para algunos la digestión de esos fracasos. Otros han clamado por el cese de la financiación a Encuentro como si ello pudiera trasvasarse automáticamente en financiación propia. Y algunos han apelado incluso a la fórmula ejemplar de la envidia socialista: aquel hombre que sentado en la puerta de su casa ve pasar un flamante Mercedes Benz y desea de corazón que se estrelle en la próxima curva para que todos seamos peatones.

La más importante revista cultural hecha por la diáspora cubana está abocada a su desaparición. Pero soy portador de malas nuevas para los empresarios de pompas fúnebres. El muerto patalea. Existe la posibilidad de que Encuentro regrese en 2010 de entre los muertos para enturbiarle los sueños a los funcionarios cubanos.

«Perdonen que no me levante» es, posiblemente, el más conocido de los epitafios, que se atribuye a Groucho Marx; aunque en su tumba del Eden Memorial Park de San Fernando, Los Ángeles, sólo figura su nombre, las fechas de su nacimiento y de su muerte (1890-1977) y una estrella de David. Parafraseando ese epitafio sin lápida, me gustaría inscribir hoy en la tumba provisional de Encuentro: “Perdonen que sí me levante”, para que pueda seguir siendo una revista sin país. O mejor, la revista de ese país virtual donde habitamos todos los cubanos del planeta. O mejor, la revista del país que será mañana.

 

“La revista del país que será”; en: Madrid habanece; Iberoamericana Vervuert, Madrid, 2011.

 


[1] Carmelo Mesa-Lago; Breve historia económica de la Cuba socialista. Políticas, resultados y perspectivas. Alianza Editorial. Madrid, 1994).





El ruinoso esplendor, Vicente Botín

20 12 2010

Presentación de Diario Delirio Habanero (Mono Azul Editora, Col. Vuelapluma; Sevilla, 2010, 308 pp.), de Luis Manuel García Méndez, a cargo del periodista y escritor español Vicente Botín, en Casa de América, Madrid.

Portada Diario Delirio

Cuenta la leyenda que cuando Marco Polo estaba en su lecho de muerte, su familia le pidió que confesara que había mentido, que su Libro de las Maravillas era un conjunto de fábulas que poco o nada tenían que ver con la realidad. Pero Marco Polo se reafirmó en lo que había escrito y dijo: “¡Sólo he contado la mitad de lo que vi!”.

En su libro Las ciudades invisibles, Ítalo Calvino pone en boca de Marco Polo estas palabras: “De una ciudad no disfrutas las siete o las setenta y siete maravillas, sino la respuesta que da a una pregunta tuya”.

Esas palabras, que Marco Polo dirige a Kublai Kan, emperador de los tártaros, están contenidas en un hermoso libro que Ítalo Calvino, nacido, por cierto, en Santiago de las Vegas, dice haber escrito como “un último poema de amor a las ciudades, cuando es cada vez más difícil vivirlas como ciudades”.

Diario delirio habanero, de Luis Manuel García Méndez, contiene no pocas “maravillas”, palabra que el Diccionario de la Real Academia Española, define como “suceso o cosa extraordinarios que causan admiración”, porque admiración es lo que provoca este viaje por un país, una ciudad sobre todo, en la que el viajero, nada más llegar, puede encontrarse con un Conejo Blanco de ojos rosas muy apurado que dice: “¡Ay, Dios mío! ¡Díos mío! ¡Voy a llegar tarde!”. Porque el viajero va a entrar en un mundo irreal, lleno de sorpresas, que le llevará a decir, como a Alicia: “¡Ay, Dios mío! ¡Hoy que raro es todo! ¡Y ayer todo era tan normal!”.

No es extraño, pues, que este libro lleve por título Diario delirio habanero. Es un diario y es un delirio, un diario delirante o un delirante diario, porque desde la llegada, desde el reencuentro del autor con su ciudad, se suceden los asombros. Cuba, La Habana, se parece mucho a Brigadoom, la película de Vincente Minnnelli, en la que un pueblo de Escocia, sometido a un encantamiento, permanece dormido, y una vez cada cien años, tan solo por un día, recobra la vida.

En ese día, los viajeros como Luis Manuel pueden llegar a Cuba, sabiendo que después de su partida la isla desaparecerá durante otros cien años. Los recuerdos, sin embargo, permanecerán muy vivos pero, al relatar el viaje, muchos pensarán que, como el Libro de las Maravillas, nada es verdad, aunque, como Marco Polo, Luis Manuel haya contado solo la mitad de lo que vio porque son tantas las “maravillas” que es difícil describirlas en un solo viaje.

El aeropuerto José Martí de La Habana, la puerta de entrada a ese otro mundo, es como el patio de Monipodio, donde una cofradía de ladrones disfrazados de aduaneros esquilman a los recién llegados, sobre todo a los cubanos, a los que exigen el pago de un “impuesto revolucionario” en concepto de exceso de equipaje, ya pagado, lógicamente, en origen. Pero la lógica en Cuba es un bien escaso. No es extraño, por tanto, ver a los recién llegados abrir en el suelo sus maletas-mercado y distribuir ropa y alimentos en bolsas, sacos o maletas menos llenas, mientras degustan o reparten o trocean y tiran a la basura exquisitos embutidos para evitar que les sean confiscados bajo excusa fitosanitaria. Claro que siempre pueden recuperarlos más tarde, porque los productos incautados para su incineración les serán ofrecidos a precio de bolsa negra por los taxistas del aeropuerto, socios en sociedad de los aduaneros.

Y así, franqueado el umbral, el viajero se adentra por la ruta que le conduce a una ciudad oscurecida para no dar pistas a los bombarderos del imperio, cuidando de bloquear bien las puertas del coche para evitar que desaparezcan las maletas en alguna de las paradas del camino.

El amanecer sorprende al viajero en una ciudad bombardeada, con manantiales y riachuelos de aguas albañales que fluyen por las aceras y se estancan en los cráteres de las calles o entre las riostras que apuntalan muchos edificios o lo que queda de ellos. “En Cuba ya está en proyecto —dice Luis Manuel García— incluir un bache, al pie de la palma, en el escudo nacional”. Sorteando la carrera de obstáculos, por la que pululan guaguas, taxibuses, bicitaxis, cocotaxis, almendrones y fotingos, el viajero llega a la CADECA, donde los parientes de los aduaneros le cambian los euros por pesos convertibles al precio que les da la gana y si lleva la moneda del imperio, le descontarán  un impuesto revolucionario del 20 por ciento.

Provisto de pesos convertibles, el viajero entra en una cuarta dimensión, en un mundo que, como diría H.G. Wells en La máquina del tiempo, está en un “estado de ruinoso esplendor”, donde émulos de Rinconete y Cortadillo, el Lazarillo de Tormes, el Buscón don Pablos y otros cofrades del Siglo de Oro español, se le aparecen al viajero en forma de taxistas, camareros, jineteras o jineteros, en el marco de lo que los cubanos llaman “resolver”, que no es otra cosa que buscarse la vida mediante la picaresca, el robo o la prostitución para hacerse con pesos convertibles y evitar morirse de hambre en lo que el autor llama “la patriótica moneda nacional”.

Luis Manuel García va más allá de la descripción de las mil y una argucias de que se valen los cubanos para poder sobrevivir después de más de medio siglo de dictadura. Como un hábil cirujano hunde el bisturí en la podredumbre de la “moral socialista” en los llamados “logros” de una revolución que predicó la igualdad, la justicia y la equidad y no es sino una cárcel donde una casta de privilegiados goza de todo tipo de bienes y servicios mientras el resto de la población sobrevive a duras penas o emprende el duro y difícil camino del exilio jugándose la vida en precarias balsas. Por el contrario, los extranjeros disfrutan de prerrogativas y derechos —libertades de movimiento, de empresas, acceso a bienes y servicios— que ni lejanamente se conceden a los nacionales.

Luis Manuel García describe al responsable, a Fidel Castro, como “un dictador histriónico como Mussolini, en su oratoria repetitiva, didáctica; mesiánico como Hitler; sin escrúpulos si se trata de conservar el poder, al estilo de Stalin, y tan hábil en la intriga y en tejer su propia leyenda como Mao”. Ese hombre que prometió la Luna, deja detrás de él un paisaje lunar. “El Comandante, dice el autor del libro, no ha legado un zigurat ni una pirámide, ni un museo monumental o una torre emblemática, ni la configuración institucional del un país, ni un ideario… Arquitecto de su propio ego, Fidel Castro, dice Luis Manuel García, es la única obra perdurable de Fidel Castro”.

Este diario delirio habanero viene acompañado de una valiosísima documentación, muy necesaria para entender la transformación o mejor dicho la transfiguración de un país llamado Cuba en la isla del doctor Castro. En 1958, la llamada Perla del Caribe estaba entre los tres primeros lugares de América Latina en casi todos los índices y hoy figura en la cola. Naturalmente, el autor del desastre no es Fidel Castro sino Estados Unidos, el cruel enemigo imperialista que paradójicamente y a pesar del bloqueo o del embargo, según desde donde se mire, se ha convertido en el quinto socio comercial de Cuba y en el principal suministrador de alimentos a la isla, datos que oculta el diario Granma, donde el todavía Comandante en Jefe publica sus fatwuas con recetas para salvar al mundo y para recordar a su hermano quien es el verdadero amo del país.

La Cuba que refleja Luis Manuel García podría parecer una obra de ficción, tantas son las maravillas que encierra, y ya dijimos al principio que maravillas son sucesos o cosas extraordinarios que causan admiración. Admiración causan las cosas aquí contadas, tan bien contadas, con un rico lenguaje sabiamente utilizado por este hábil artesano del verbo y la palabra. Pero este libro también causa dolor, mucho dolor. Cuba duele, Cuba nos duele a los que la amamos, a los que la contamos, a los que como Luis Manuel la cuentan con la esperanza de que pronto acabe la larga noche que cayó sobre ella hace ya demasiado tiempo.





Dos mulatos posnacionales

1 06 2010

Un mulato de 150 kilos, nacido y criado al norte de New Jersey, un “nerd” del gueto con vocación de escritor, se encuentra en un momento impreciso, a fines de los años 90, en un cañaveral dominicano frente a dos hombres mal encarados quienes le exigen la traducción exacta de la palabra “fire”.

Un mulato cosmopolita, nacido y criado en La Habana, con vocación de escritor, se encuentra en un momento impreciso, a inicios de los años 90, en Livadia, Crimea, medio siglo después de la Conferencia de Yalta, que marcó un nuevo reparto del mundo y el inicio de la Guerra Fría. Allí el mulato cosmopolita intenta atrapar una yazikus, la mítica mariposa cuyo último ejemplar conocido fue cazado por el último zar de todas las Rusias, Nicolás II, una mañana de 1912.

¿Qué relación podría existir entre ellos? Es la pregunta que intentaré responder, partiendo de la base que tanto Livadia[1], la novela que protagoniza el mulato de Yalta, como Brief Wondrous Life of Oscar Wao[2], la que protagoniza el “nerd” de New Jersey, son “novelas ejemplares” de una literatura posnacional cuyas fronteras se extienden, en el Caribe, desde el norte de Estados Unidos hasta Siberia Occidental, pasando por toda Europa.

La mirada posnacional

Edward W. Said[3], al referirse a su identidad, sustituye la metáfora del árbol que hunde sus raíces en la tierra (que alimenta y encarcela el árbol) por “un cúmulo de flujos y corrientes” antes que como “una identidad sólida”. La nación de desterritorializa y se desacraliza, en palabras de Bernat Castany Prado[4]. Ya Claudio Magris[5] proponía una concepción heraclitiana, líquida, de la identidad: “el río es por excelencia la figura interrogativa de la identidad, con la eterna pregunta de si podemos o no bañarnos dos veces en sus aguas”. Y Carlos Monsiváis ha denominado «posnacionalista» al proceso de crisis política, económica y cultural de su país, precedido, a fines de los 60 y principios de los 70, por una reformulación de las representaciones culturales de la nación.

Según Christopher Domínguez Michael, “la extinción de las literaturas nacionales, al menos en América Latina, no será desde luego un proceso ni natural ni lineal. Implica la desmantelación de un concepto firmemente establecido en la academia, en la opinión pública, en el espíritu de muchos escritores aún ligados sentimentalmente al nacionalismo cultural. Contra lo que suele pensarse en el extranjero (y en México mismo), ese proceso de desarraigo arranca con el siglo veinte: la tradición cosmopolita es la tradición central —aunque no la única— de la literatura mexicana moderna”[6]. Domínguez recuerda cómo la sociedad letrada de América Latina siempre se sintió el extremo occidental de la cultura occidental, de modo que “narradores como Salvador Elizondo y Alejandro Rossi (ambos nacidos en 1932 y ambos traducidos al francés) se desplazan por la literatura mundial con absoluta libertad, viajando indistintamente hacia el mundo de los suplicios chinos o regresando a las raíces del caudillismo hispánico; un Sergio Pitol (1933) hace suya la literatura centroeuropea, lo mismo que otros escritores, como Juan García Ponce (1932-2003), Hugo Hiriart (1942) o Fabio Morábito (1955), corroboran en sus obras ese fenómeno del cual Borges es un epítome: el cosmopolitismo latinoamericano es una de las grandes escuelas del siglo veinte”. Y subraya que en el presente globalizado, donde la información viaja a una velocidad sin precedentes y el español recobra la universalidad del Siglo de Oro, “la narrativa (y la poesía) latinoamericanas, además, se benefician de una globalización cultural que, permitiéndonos abandonar la obsoleta noción romántica de literatura nacional, nos devuelve, con más ganancias que pérdidas, al universalismo de las Luces”[7]. De este modo, se cancela “la identificación romántica entre cultura y nación, misma que convertía al escritor latinoamericano en una suerte de embajador ontológico de su país, destinado a explicar los misterios esotéricos de México, del Perú, de Colombia al público europeo”[8]. Es “el fin de nuestra excepcionalidad y de los fueros que el realismo mágico, falso o verdadero, conllevó”[9].

J Vs. Wao

Tanto el mulato cosmopolita que caza mariposas en Yalta como el “nerd” de origen dominicano pero nacido y criado al norte de New Jersey, son los protagonistas y alter ego de sus autores: Junot Díaz  y José Manuel Prieto. Junot Díaz (Santo Domingo, 1968) emigró a los siete años a Nueva Jersey con su familia. Se licenció en Rutgers University e hizo un master en Cornell. Actualmente imparte escritura creativa en el Massachussets Tecnological Institute. José Manuel Prieto (La Habana, 1962) se fue a estudiar a la URSS a inicios de los 80 y se graduó de ingeniero en Novosibirsk, Siberia Occidental. Vivió en Rusia más de doce años, se trasladó a México D.F. y enseñó en el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) desde 1994 hasta el 2004. Actualmente vive en Nueva York y es director del Joseph A. Unanue Latino Institute de la Universidad Seton Hall.

La maravillosa vida breve de Oscar Wao es una saga de inmigrantes dominicanos, pero es también medio siglo de historia dominicana. Una novela acerca de “un pobre nerd[10] negro y jodido del gueto llamado Óscar Wao”, un chico dominicano gordo que no conquista a las chicas, que no puede bailar, que es el opuesto de todos los estereotipos que tenemos los dominicanos de lo que son los “hombres”. “Óscar no iba a ser el caribeño sexy por el que la industria del turismo vive y muere. Me di cuenta de que podía escribir acerca de este chico nerd que vive obsesionado por la historia y por las chicas, que sólo es bueno para la fantasía y para la ciencia ficción y que sin embargo (trágica, cómicamente) pertenece a una comunidad y a una cultura que propiamente no se enloquece por los nerd de color ni por sus intereses”, según el propio Junot.

Pero es también la historia de una maldición, el fukú, que persigue a los dominicanos, según Díaz, desde la llegada de Colón a América, y de cómo esta desgracia se ceba en la familia de Óscar durante el trujillismo y el postrujillismo, con sus secuelas de violencia. Una historia que parece marcar el destino de toda la descendencia y cuya larga mano los atrapa incluso lejos de la isla, en el gueto.

En Livadia (también publicada como Mariposas nocturnas del imperio ruso), un joven contrabandista de origen cubano (origen apenas esbozado en unos pocos momentos) trafica visores nocturnos y otros artilugios “desviados” de los arsenales de un Ejército Rojo en plena descomposición. Se mueve continuamente por el Norte y Este de Europa hasta que recibe de un cliente sueco el encargo de conseguir una mariposa rarísima, cuyo último ejemplar conocido fue capturado hacia 1912 por el zar Nicolas II en los jardines del palacio que la familia imperial rusa se hizo construir en Livadia, cerca de Yalta, en la península de Crimea. Instalado en esa localidad, en la que (en teoría) permanece al acecho de la mariposa, el narrador redacta el borrador de lo que pretende ser una respuesta a las cartas que allí le envía V., la muchacha siberiana que lo abandonó después de que él, no sin correr riesgos, la ayudara a escapar del burdel de Estambul donde trabajaba.

Prieto apela a moldes propios de la novela de aventuras, del libro de viajes, de la novela epistolar, la novela negra y del relato iniciático; cuando en realidad todos ellos sólo son el soporte argumental de un largo repaso a toda la tradición epistolar, con ciertos tintes de ensayo filosófico. Un libro organizado sobre la excusa de cartas recibidas por el autor, pero que nunca conoceremos. Presuntamente estamos en presencia del largo borrador de su respuesta (que más tarde desaparecerá). O de un rescate (mal planeado y peor ejecutado) que no termina en fracaso gracias a la divina intervención de una capa propia de Harry Potter. La historia de un entomólogo aficionado y rico que encomienda a un contrabandista la persecución (condenada al fracaso) de una mariposa rara cuya descripción es incierta. Todo el entramado sólo pretende otorgar un esqueleto narrativo a la educación sentimental del protagonista y, sobre todo, a un delicioso repaso de toda la tradición epistolar que desemboca drásticamente en las urgencias del email. Relato jalonado por las cartas que el autor-protagonista recibe de V. y con cada capítulo perfectamente ubicado en la múltiple geografía del relato, lo cual es también una ubicación temporal.

Junot Díaz, por su parte, organiza el relato en una cronología recta con oportunos flashback que van a esclarecer los antecedentes de la línea argumental maestra, capítulos acotados cronológicamente para facilitar la lectura y que se hunden en un pasado más remoto a medida que el lector necesita de esas subtramas complementarias. Las frecuentes notas al pie, firmadas descaradamente por el autor, esclarecen figuras y episodios de la historia dominicana y están dirigidas, obviamente, a un público anglo que no conoce necesariamente los pormenores históricos de la isla. En ese sentido, en ambos autores hay una voluntad de allanar el camino a un lector abstracto, no necesariamente cómplice. Los títulos de los subcapítulos en la novela de Díaz acentúan esa voluntad didáctica, aunque operan como contralectura desde la ironía y el desparpajo. Incluso las frases iniciales tras cada subtítulo subrayan el momento exacto de su engaste en la historia, del mismo modo que la sucesión de cartas y la localización geográfica de los capítulos lo hacen en Prieto. En la página 81, por ejemplo, nos dice Díaz: “Antes de que hubiera una Historia Americana, antes de que… (…)  estaba la madre, Hypatía Belicia Cabral”. Y esa progresión se mueve hacia atrás, desentrañado el pasado como un arqueólogo frente a los estratos del yacimiento: Belicia Cabral (1955-1962)… Pobre Abelardo (1944-1946).

En La maravillosa vida breve de Oscar Wao, éste es el alter ego de Junot Diaz. Es el Oscar Wao a Junot como el Wow es lo sorpresivo del spanglish transdicho como “guau” dominicano. Mientras, el verdadero J. de Livadia es J. M. Prieto.

También, los contextos en que se mueven ambos protagonistas y autores tienen cursos paralelos. Ambos residen en las capitales, en las casas matrices de sus respectivos imperios. Junot madura en el NY que se ratifica como capital, de Occidente primero y, más tarde (tras el desmerengamiento de la URSS), del mundo. Mientas, J. M. Prieto cursa sus estudios en la metrópoli del comunismo mundial. Y asiste, diez años después, a su caída, como Oscar Wao asiste desde el otro extremo al fin de la Guerra Fría y da cuenta de ello. Ya el protagonista de Enciclopedia de una vida en Rusia[11], un retrato sociopolítico del derrumbe de la URSS, reflexionaba: «El imperio, que había proyectado su pesadez hacia la lejanía de un futuro perfecto, cayó por el peso de mullidas alfombras persas, jaguares descapotables, perros de raza, debilitado por la meta de un vivir placentero que logró suplantar sus objetivos celestes». Una lectura suspicaz permite atribuir a estas palabras, también, un destinatario lejano, un país que también colapsaría, al menos económicamente, tras la desaparición de la URSS. Claro que un análisis histórico de esta naturaleza, leído desde el dandismo que recorre toda la obra de Prieto, no pasa de ser una boutade con algunas certezas de fondo. Pero también Prieto sitúa su obra en Yalta, donde 45 años antes se había firmado el nuevo reparto del mundo y el inicio de la Guerra Fría y donde el autor-protagonista (¿por casualidad?) busca la rara mariposa cuyo último ejemplar conocido fue capturado (¿otra casualidad?) por Nicolás II, último zar de Rusia.

Y estos contextos geográficos se convierten en contextos culturales.

Díaz asume la cultura popular, la literatura de género, como alimento de su protagonista. Prieto, la tradición letrada europea.

Ambos difieren también, radicalmente, en el vehículo literario empleado.

Díaz se define como un escritor de lengua inglesa aunque, obviamente, su universo narrativo es el mundo de LO dominicano. Es el escritor del gheto (el “ghetto writer”) que escribe con las palabras del gueto, la lengua de sus propias experiencias, un inglés mechado de español, un inglés manipulado con la libertad de la oralidad y sujeto siempre a la tensión dramática del argumento. Porque el lenguaje es también argumento. No hay plecas ni comillas, los parlamentos se ensamblan con las descripciones, las voces de narrador y personajes se  suceden sin interrupción y sin que perdamos el hilo de quién habla, captando inmediatamente los juegos temporales. Un lenguaje directo y descarnado, sincopado, diríase, que empuja continuamente al lector hacia delante. Ese inglés del gueto mechado de dominicanismos guarda todo su sabor gracias a la excelente traducción de una cubana, Achy Obejas:

“En cualquier lugar del mundo su promedio de bateo triple cero con las muchachas podía haber pasado inadvertido, pero se trataba de un varoncito dominicano, de una familia dominicana: se suponía que fuera un tíguere salvaje con las hembras (…) Un fracatán de familiares lo aconsejó (…) Escúchame, palomo, coge una muchacha y méteselo ya. Eso lo resuelve todo. Empieza con una fea”. (p. 35).

Pero también puede hablarnos de “la fokin sorpresa”, de que nadie quería ser “roommate del socio”, de los “bichos raros y losers y freaks y afeminaos”.

Prieto, por su parte, escribe desde la tradición rusa, que fluye a través de toda la obra en el tempo, en la naturaleza de las descripciones (Turguéniev más que Dostoievski), en un cierto regodeo en los circunloquios, un pausado acercamiento a la materia narrativa, una prosa tersa y otoñal. Un español escrito desde LO ruso, como un traductor de sí mismo, explicando al lector los giros de la lengua que un eslavo comprendería de inmediato:

“Le gritó—: Ponial? —que quería decir ‘¿Has entendido?’, pero en masculino, como dicho a un hombre, sin la a al final, indispensable para poner la frase en femenino; cambio de género que debía transmitirle a Leilah la gravedad de su amenaza. (…) la llamó Masha, porque es como si dijéramos ‘un Iván cualquiera’”. (p. 182).

O cuando dice: “darle a entender que había ‘mordido de parte a parte su juefo’, para utilizar una exacta expresión rusa. Mordido de parte a parte hasta dar con el hueso, lo duro” (p. 184).

En Prieto, el lenguaje puede llegar a ser cientificista, rebuscado, como cuando refiere que “Sudábamos a chorros, las papilas subcutáneas nos humectaban como después de un largo invierno” (p. 268). O: “el lente de estos googles recoge el flujo de fotones (…) en una banda de frecuencia inferior al rojo (…) los fotones en vuelo son acelerados por el alto voltaje (…) golpean con fuerza la pantalla fosforescente…” (p. 54).

Un lenguaje que busca, y con frecuencia consigue, una máxima precisión, aunque sea a costa de reajustar el tempo narrativo.

Un escritor dominicanamerican que escribe en inglés desde LO dominicano.

Un escritor cubano que escribe en español desde LO ruso.

Dos perspectivas desde lo posnacional.

La estilización y traslación al inglés de la oralidad dominicana, de la oralidad del gueto. Y la construcción de un lenguaje terso, metabolización de una tradición letrada europea, particularmente rusa, que evade ex profeso las coordenadas no sólo de la oralidad cubana sino del discurso letrado de la Isla, y no sólo del léxico, sino de la propia construcción sintáctica que suele denunciar al narrador de la Isla. A cambio: un español neutro, transparente para todos los hispanohablantes.

También desde el lenguaje hay en ambos una voluntad de aproximación a un lector invisible (internacional, posnacional, ¿el mercado?), una voluntad  mercadotécnica, sin que ello sea peyorativo. Christopher Domínguez Michael nos recuerda que “el mercado editorial predica la uniformidad y castiga, más que nunca antes en la historia moderna del libro, la dificultad intelectual y el riesgo formal”[12].

En Junot Díaz la novela empieza por la detallada explicación del fukú americanus, la desgracia inicial de nuestra sufrida historia (según él, Dominicana es el kilómetro cero del fukú), y desfilan en los momentos clave del pasado y del presente la mangosta y el hombre sin rostro, tanto en sueños como en una realidad que sobrepasa a las peores pesadillas.

Prieto viene de una tradición occidental, de otro canon de lo maravilloso, de modo que cuando se ve a sí mismo desde afuera en su propia habitación, no apela a los orishas o a los santos mulatos del catolicismo sincrético de la Isla, sino a la memoria de madame Blavatzki y la magia de sus cartas instantáneas. Y eso es parte de la tradición cultural como objeto de elección. Prieto no encaja sus ficciones en una tradición heredada, sino en una tradición elegida.

Por su parte, Díaz no expresa la alienación de quien se siente ajeno a dos culturas, sino que condensa sin complejos los elementos de esas dos culturas y lee en clave de cultura popular norteamericana, en clave Marvel, por decirlo de alguna manera, la maldición ancestral del fukú. Oscar Wao y, por inferencia, el autor, descodifica la realidad en claves de Akira, idioma élfico, Dongeous and Dragons, juegos de rol, Star Trek, Robotech, Madame X, caballeros jedays, Space Opera, Terminator 2 y, en sus propias palabras, “la fokin Tierra-Media” (p. 183).

J., personaje-autor de José Manuel Prieto, se cataloga en Livadia como “alguien con el alma dividida, que albergaba la sospecha (…) de una presencia ahora mismo en otro lugar (…) Yo no era una divinidad. Tampoco era un exiliado, no me gustaba esa palabra (…) Era sólo un viajero” (pp. 116-117). Un viajero cosmopolita en la mejor tradición occidental que asume su naturaleza nómada situándose, como un observador de paso, en todos los lugares. O en el no lugar. Es el pasajero que asume paisajes como aeropuertos: tránsitos, no destinos. Nadie como él resume la ciudadanía como flujo. Desde ese punto de vista es, posiblemente, el escritor más posnacional de los dos.

Ambos autores proceden, salvando las distancias, de una experiencia dictatorial. En Díaz, el trujillismo, principal producto dominicano de exportación literaria, está presente en toda la saga familiar con la fatalidad del fokú, maldición que alcanza al protagonista tres decenios después de la muerte de Trujillo. En Prieto, no es en la opaca presencia del castrismo —nunca mencionado— donde afloran las coordenadas de la experiencia totalitaria. Las alusiones al imperio y su caída se pueden rastrear en la escritura tangencial, la naturalidad con que se asume la poda de libertades e, incluso, en cierto momento, el protagonista maldice “la libertad de expresión, un valor rastreramente burgués” (p. 291) y apuesta por “una ley que permitiera la violación de la correspondiera en aras de la seguridad nacional”, reivindicando la restauración de “gabinetes negros” para el saqueo de la correspondencia privada (p. 292).

En Díaz, la tradición dictatorial y sus secuelas desencadenan la historia, son argumento. En Prieto, la retórica totalitaria es un sustrato que yace bajo la aparente libertad, en un tono, un susurro, una cuidada elección de las palabras. Escribe Prieto:

“el estilo de gobierno que impera en un país se transparenta en la actitud que asumen los padres de familia, los directores de escuela y hasta los administradores de poca monta. Kizmovna había visto infinidad de filmes con escenas de interrogatorios a miembros díscolos del partido y había copiado a la perfección las inflexiones…” (p. 140).

Antes y después de este libro, Prieto confirma el perfil de su narrativa. Con su precedente Enciclopedia de una vida en Rusia, un retrato sociopolítico de la caída del imperio a inicios de los años 90, y en la posterior novela, Rex[13], construida como un juego de espejos en torno a un joven maestro privado de origen cubano que trabaja en casa de unos archimillonarios rusos radicados en la Costa del Sol.

En ambos casos, no nos encontramos ante lo que Bernat Castany Prado llama “posnacionalismo reactivo”[14], que “suele estar protagonizado por un emigrante o un bicultural que, viéndose presionado explícita o implícitamente a elegir la identidad nacional del país de recepción, decide enrocarse en una apatridia crítica hacia todo nacionalismo. Está claro que este tipo de posnacionalismo puede apelar a valores cosmopolitas, neoliberales, nihilistas o democráticos para justificar sus posiciones pero, más que su contenido, lo que lo caracteriza es su punto de partida: el rechazo a dejarse encerrar en unas categorías que no dan cuenta de la complejidad y la ambigüedad de las identidades individuales”. Tanto Díaz como Prieto asumen su posnacionalidad, no como respuesta o reivindicación del no lugar, sino como el resultado natural de sus propias biografías. No son escritores nacionales porque no son individuos nacionales. Su identidad es el “no lugar” o, mejor, el “todos los lugares”. Por el contrario que los chicanos, que “se reivindican como tales (…) [y que construyen, por tanto] un falso posnacionalismo puesto que no trasciende las categorías nacionales sino que inventa nuevas, manteniendo, de este modo, la cosmovisión nacionalista”[15], Díaz y Prieto eluden el concepto mismo de nacionalidad, para instalar sus escrituras en el universo líquido de lo posnacional, lo cual puede parecer más obvio en la obra de Prieto, pero es igualmente constatable en la de Díaz, desde el vehículo que emplea: un inglés impuro, transgresor de los cánones de una presunta excelencia hacia la frontera mudable de la hibridación. Y ambos, desde luego, están lejos de incurrir en lo que se ha llamado  “literatura posnacionalista”, empeñada en “hacer pedagogía de la cosmovisión posnacional”[16].

Ya sabemos, entonces, que el mulato del cañaveral dominicano y el  mulato de Yalta están en escenarios antípodas, que protagonizan propuestas diferentes, pero también sabemos que un cañaveral dominicano y un palacio de veraneo en Yalta pueden estar unidos por la misma corriente de una nacionalidad fluyente, imprecisa, trashumante, electiva.

“Dos mulatos posnacionales”, Madrid, 2010


[1] Mariposas nocturnas del Imperio Ruso (Livadia); Mondadori, Barcelona, 1999.

[2] La maravillosa vida breve de Oscar Wao; Mondadori, Barcelona, 2008.

[3] Fuera de lugar; De Bolsillo, Barcelona, 2002, p. 377.

[4] “Las nuevas metáforas identitarias de la literatura posnacional”, en Konvergencias, Filosofía y Culturas en Diálogo, n.º 9, año III, junio de 2005, en http://www.konvergencias.net/literaturaposnacional.htm. Ver también: Bernat Castany Prado; Literatura Posnacional; Editum, Ediciones de la Universidad de Murcia, Servicio de Publicaciones, 2007.

[5] El Danubio; Anagrama, Barcelona, 1997, p. 21.

[6] “¿Fin de la literatura nacional?”; en: Reforma, Ciudad de México, agosto 21, 2005, en: http://atari2600.blogspot.com/2005_08_01_atari2600_archive.html

[7] Íd.

[8] Íd.

[9] Íd.

[10] Estereotipo de persona inteligente que persigue apasionadamente, actividades intelectuales y conocimientos impropios de su edad, y con malas habilidades sociales, por lo que suele ser objeto de burlas.

[11] José Manuel Prieto; Mondadori, Barcelona, 1997.

[12] “¿Fin de la literatura nacional?”; en Reforma, Ciudad de México, agosto 21, 2005.

[13] Ed. Anagrama, Barcelona, 2007.

[14] “Literatura postnacional en Latinoamérica”; en: http://www.habanaelegante.com/SpringSummer2006/Expresion.html

[15] Íd.

[16] Íd.





Multiplicación de las islas (Narrativa cubana de la diáspora)

1 04 2010

Se ha entablado una batallita por el término con qué definir a los dos millones de cubanos que residen fuera de la Isla —el 15% de todos los cubanos que habitan el planeta—. Se reivindica la palabra exilio para conferir un carácter político a esa emigración. Se apela a la palabra emigración para restar contenido político a ese exilio. Lo cierto es que en su gran mayoría los cubanos que hemos optado por vivir out of borders somos migranxiliados.

Según el Diccionario de la Real Academia, exilio es la expatriación generalmente por motivos políticos. Y emigración es “abandonar la residencia habitual (…) en busca de mejores medios de vida” o, “dicho de algunas especies animales: cambiar periódicamente de clima o localidad por exigencias de la alimentación o de la reproducción”. En cambio, la migración es la “acción y efecto de pasar de un país a otro para establecerse en él (…) generalmente por causas económicas o sociales”. Por último, la diáspora, término que originalmente se refiere a la “dispersión de los judíos exiliados de su país”, se extiende ya a cualquier “dispersión de grupos humanos que abandonan su lugar de origen”. Obviamente, salvo contadas excepciones, los cubanos no somos desterrados. Hemos abandonado el país por voluntad propia, sean cuales sean las razones, aunque en una proporción tan desmedida que puede emplearse el término diáspora para definirnos, más aun dada nuestra dispersión: hay cubanos en casi todo el planeta,  incluso en los territorios más inesperados.

De hecho, es muy probable que el 90% de la diáspora cubana no tuviera ninguna intención de constituirse en exilio político. Buscaban libertades, sustento digno, una tierra de promisión. Pero si una persona, por el simple hecho de buscar fuera lo que no encuentra en casa, sufre todo tipo de escarnios y saqueos, si su legítima aspiración, que (hoy nos enteramos en el sitio oficial del MINREX) “Cuba no tiene dificultad en reconocer”, le convierte en escoria social, tarde o temprano sus motivaciones económicas se refuerzan por una vindicatoria voluntad política. De ahí que el gobierno de Cuba, al satanizar toda emigración, al castigar con extremo rigor todo intento de fuga, al despojar de sus bienes a quien ose escapar y arrebatar su condición nacional a quien lo consigue, sea el principal artífice de su propio exilio político. Por eso reivindico el término “migranxiliado” y prefiero hablar de diáspora.

Desde el primero de enero de 1959, Cuba emprende una trayectoria histórica singular, lo que generó un copioso éxodo, comenzando por las clases altas y medias, y que se ha extendido con el tiempo a todos los sectores sociales, diversificándose en la medida que el país pasaba de la “Era del Entusiasmo”, los 60, cuando La Habana ocupó la capitalidad cultural del continente, a la “Era Welcome Tovarich”, los 70 y 80, hasta la desaparición de la Unión Soviética y sus subsidios, que dio inicio a la “Era Good Bye Lenin” que se extiende hasta hoy. El llamado “Período Especial en Tiempos de Paz”, un eufemismo para nombrar la mayor crisis de la historia cubana, ha convertido el éxodo en una tradición nacional.

Esa diáspora ha creado su propia capital, Miami, la segunda ciudad cubana del planeta, y, curiosamente, ha conservado durante medio siglo su impronta nacional, extensible incluso a nuevas generaciones de cubanos nacidos fuera de la Isla. Pero, ¿ha creado su propia literatura? ¿Qué es la literatura de la diáspora si acaso puede hablarse de algo semejante? Me confieso incapaz de definir con precisión un fenómeno tan fluido, que quizás adopte la forma del recipiente que lo contiene. ¿Era una literatura diaspórica la de Alejo Carpentier, quien practicó una narrativa posnacional precursora y vivió casi toda su vida fuera de la Isla, aunque preservara sus lazos administrativos con ella? ¿Es literatura diaspórica la de Cabrera Infante, quien jamás abandonó la Isla de su imaginación? En cualquier caso, son numerosas las carreras literarias iniciadas en Cuba y continuadas en la diáspora sin deshacerse jamás de la impronta insular. Como existe en la Isla una zona literaria escrita desde una suerte de virtualidad diaspórica, una geografía trashumante. Ni las unas ni las otras suponen un juicio de calidad.

Una mirada rápida a la narrativa contemporánea de autores cubanos nos permite observar algunos caminos por los cuales transita, independientemente de la geografía. En el capítulo “El campo roturado”, de su libro Tumbas sin sosiego[1], Rafael Rojas afirma que

Hoy la cultura cubana experimenta todos los síntomas del quiebre de un canon nacional. Emergen nuevas hibridaciones en el arte y nuevas subjetividades en la literatura. (…) Un orden postcolonial comienza a ser rebasado por otro transnacional, (…) El despliegue de alteridades en la isla y la diáspora dibuja un nuevo mapa de actores culturales que rompe el molde machista de la ciudadanía revolucionaria. (…) La moralidad de esos actores se funda, como diría Jean Francois Lyotard[2], en atributos posmodernos: alteridad, diferencia, transgresión, ingravidez, marginalidad, resistencia, impostura.

Según él, existen tres políticas intelectuales en la narrativa cubana: la política del cuerpo, la de la cifra y la del sujeto. La “política del cuerpo” propone sexualidades y erotismos, morbos y escatologías como prácticas liberadoras del sujeto. La “política de la cifra” practica una interlocución más letrada con los discursos nacionales, descifra o traduce la identidad cubana en códigos estéticos de la alta literatura occidental. Un territorio fecundo de “la cifra”, según Rojas, es el de la novela histórica. Búsqueda de significantes de ficción en ciertas zonas del pasado que apela al recurso de la alegoría para narrar oblicuamente el presente político. La “política del sujeto” es más convencional que la del cuerpo y menos erudita que la de la cifra. Anclada en el canon realista de la novela moderna, ésta se propone clasificar e interpretar las identidades de los nuevos sujetos, como si se tratara de un ejercicio taxonómico.

Yo prefiero hablar de cinco caminos por los que discurren las nuevas narrativas, tanto en Cuba como en la diáspora: Iluminación de lo cotidiano; Reformulación de la memoria; Realismo escatológico; Ensayo narrativo y Neopolicíaco. Así como una literatura posnacional que puede ingresar en cualquiera de las categorías anteriores.

La Iluminación de lo cotidiano participaría de las políticas de la cifra y la del sujeto, definidas por Rojas, iluminando la realidad inmediata mediante diferentes procedimientos con participación variable de lo testimonial o del libre juego de lo imaginario. Entre las obras producidas dentro de la Isla, encontramos aquí, por ejemplo, Tuyo es el reino (1998), de Abilio Estévez; Misiones (2001), de Reinaldo Montero; La noche del aguafiestas (2000), de Antón Arrufat; Cuentos de todas partes del imperio (2000) y Contrabando de sombras (2002), de Antonio José Ponte; El libro de la realidad (2001), de Arturo Arango, y Habanecer, de Luis Manuel García Méndez (1993, 2005). En cuanto a las producidas en la diáspora, encontramos Esther en ninguna parte (2006), de Eliseo Alberto Diego; Espacio Vacío (2003), de Daniel Iglesias Kennedy; Un ciervo herido (2003), de Félix Luis Viera, y El navegante dormido (2008), de Abilio Estévez, por sólo citar algunas. Y su reflejo invertido en la naciente literatura del Miami cubano es una poética del desarraigo, angustiosa como un grito en la novela Boarding Home, de Guillermo Rosales, publicada en España como La casa de los náufragos (2003), y particularmente sublimada en la obra de Carlos Victoria (1950-2007), a la que me referiré con más detalle.

La Reformulación de la memoria es la novela histórica que, directa o indirectamente, ilumina las zonas oscuras de lo contemporáneo mediante la reconstrucción del pasado. En Cuba, podemos mencionar La novela de mi vida (2001), de Leonardo Padura, y su reciente El hombre que amaba a los perros (2009), así como La visita de la Infanta (2005), de Reinaldo Montero. Fuera de la Isla, se insertan en esta corriente Como un mensajero tuyo (1998), de Mayra Montero; Mujer en traje de batalla (2001), de Antonio Benítez Rojo, y El restaurador del almas (2002), de Luis Manuel García Méndez.

El Realismo escatológico es, posiblemente, la zona que más éxito comercial y difusión ha otorgado a los autores cubanos que escriben tanto dentro como fuera de la Isla. El Período Especial ha generado ya un subgénero. Sus ingredientes esenciales son miseria, desesperación, atmósfera sofocante, claustrofóbica, y escatología de lo cotidiano. Una nueva picaresca recorre las novelas y cuentos que aparecen durante los últimos dos decenios en todas las orillas. En Cuba, encajan en esta formulación obras como Trilogía sucia de la Habana (1998), de Pedro Juan Gutiérrez[3]; Cuentos frígidos (1998), de Pedro de Jesús; Perversiones en el Prado (1999), de Miguel Mejides, y El paseante cándido (2001), de Jorge Ángel Pérez. Así como las obras de Ena Lucía Portela que participan de varias sensibilidades: El pájaro: pincel y tinta china (1999) y Cien botellas en una pared (2002). En esta vertiente se inserta también Mayra Montero con Púrpura profundo (2001); varias novelas de Zoe Valdés, como La nada cotidiana (1995) y Te dí la vida entera (1996); Al otro lado (1997), de Yanitzia Canetti, y El hombre, la hembra y el hambre (1998), de Daína Chaviano, caso singular de una autora que hasta entonces había eludido todo anclaje en la realidad inmediata. Suele argumentarse a favor de esta narrativa, cuyas calidades son variables, la autenticidad como valor literario per se. Pero, al menos en su lectura lineal, de fidelidad a una circunstancia, de reflejo exacto, la autenticidad, tiene valor para las calidades del azogue, de la historiografía o del testimonio, pero la naturaleza de la literatura es más elusiva. En ese sentido, cualquier “autenticidad” constatable puede falsear la veracidad literaria. Y el lector atento detecta de inmediato cuándo el escritor ha puesto, como decía D.H. Lawrence en Morality and the novel, “el pulgar en el platillo para hacer bajar la balanza de acuerdo a sus propios gustos” y cuándo ha respetado lo que para él era “la moral en la novela”: “la temblorosa inestabilidad de la balanza”.

El ensayo narrativo pretende calificar a los textos que se encuentran a medio camino entre lo narrativo y lo ensayístico, o donde el argumento es mera excusa para hilvanar un discurso ensayístico. Y éste es un camino casi exclusivo de la narrativa diaspórica, dado que dispone de un mercado de ideas donde cualquier mercancía puede circular y ser tasada de acuerdo a su valía, pero ninguna es punible. Es el caso de Eliseo Alberto, en su Informe contra mí mismo (1997); de Iván de la Nuez, en Fantasía Roja (2006), y de Antonio José Ponte en La fiesta vigilada (2007), entre otros. A ellos se suma una ya extensa nómina de autores que han publicado memorias (noveladas o no), libros testimoniales, reportajes con una fuerte carga narrativa y ensayística que intentan taponar los baches de la historia y la sociedad cubanas durante el último medio siglo.  De La fiesta vigilada es el siguiente fragmento, que bien podría ser ejemplar de este procedimiento, de esta tierra de nadie (de ambos) entre ficción y reflexión, “reficción” que continúa el largo proceso de mulatez genérica:

Putas y putos un tanto metafísicos, la mayor parte daba poca importancia a las contundencias corporales. Decanos del oficio, se hallaban ya por encima del sexo. Y ofrecían, sobre todo, tiempo a sus clientes.

Pedían que se les contestara con una invitación al viaje. Daban historia a cambio de geografía.

Merodeaban hoteles ya que no podían hacer lo mismo con embajadas y consulados.

El dinero podía volar ante sus ojos, que ellos tomarían flemáticamente un espectáculo de tal clase. ¿Qué significaba una transacción efectuada con billetes cuando se la comparaba con esa otra donde trocaban tiempo por espacio?

El Neopolicíaco se caracteriza por su aproximación a la novela negra y porque la trama apenas es la apoyatura del planteamiento de una literatura más social que lo habitual del género. Una formulación que ha rebasado ampliamente el planteamiento maniqueo de los 60, 70 y 80. En Cuba, encontramos las obras de Lorenzo Lunar (Que en vez de infierno encuentres gloria, 2003), Daniel Chavarría (Adiós muchachos, 1994) y Leonardo Padura (Máscaras, 1997). Este último es, posiblemente, no sólo el escritor policíaco más conocido en Cuba, sino el escritor cubano vivo más conocido fuera de la Isla, y su saga de novelas protagonizada por el detective Mario Conde ha sido ampliamente estudiada. Se incluye aquí la primera producción de Amir Valle (Las puertas de la noche, 2001), quien ha continuado en la diáspora su carrera con obras como Largas noches con Flavia (2008).

Existe también una literatura de ciencia-ficción, tanto en la Isla como en la diáspora, que responde a los cánones del género y que merecería un análisis particular que yo, al no ser experto en el tema, prefiero no aventurar. Aun así, creo que en nuestra lengua la ciencia-ficción no ha alcanzado las cotas de excelencia que exhibe en otras culturas y que en castellano sí son frecuentes en otros planteamientos literarios.

 

Estos caminos de la narrativa cubana reciente no son senderos que se bifurcan. Puede establecerse una continuidad, una sintonía sin fronteras entre lo que se hace en la Isla y lo que se hace en la diáspora, entre otras razones, por el continuo trasvase de escritores que comienzan sus carreras en Cuba y la continúan fuera. Y por esa suerte de “fijación nacional” que se observa en escritores cuyo mundo ficcional ha permanecido en la Isla aunque vivan lustros o decenios en otras geografías. Apunta Rafael Rojas[4] también otro punto de integración: La Habana:

Existe, sin embargo, un lugar donde el campo literario comienza a dar muestras de una sorprendente integración: ese lugar es La Habana. Cualquiera que lea las interesantes novelas El pájaro: pincel y tinta china (1998), de Ena Lucía Portela, Perversiones en el Prado (1999), de Miguel Mejides, y El paseante cándido (2001) de Jorge Ángel Pérez, (…) retoman una línea de la alta modernidad literaria, transitada por Guillermo Cabrera Infante en Tres tristes tigres y Reinaldo Arenas en El color del verano, que consiste en estetizar los rumores y chismes de la ciudad letrada. (…) Esta topología simbólica de la ciudad es más legible aún en una narrativa como la de El Rey de la Habana (1999) de Pedro Juan Gutiérrez o La sombra del caminante (2001) de Ena Lucía Portela. (…) la estetización de las ruinas que practican novelas como Los palacios distantes de Abilio Estévez y Contrabando de sombras de Antonio José Ponte.

 

Podríamos hacer un largo inventario de las obras escritas fuera de Cuba que recorren cualquiera de los caminos anteriores, pero dejo esa tareas a otras preceptivas más prolijas y autorizadas, además de que una argumentación cuantitativa no esclarecerá si existe, verdaderamente, alguna singularidad en la literatura del outside que sea verdaderamente distintiva respecto a aquello que se escribe en la Isla. En cambio, prefiero subrayar en la literatura de la diáspora dos de esos caminos que han alcanzado una personalidad distintiva gracias, en buena medida, a las propias condiciones en que se producen: la iluminación de lo cotidiano, en este caso relocalizado, y la literatura posnacional. Y he optado por sumergirme en las obras de dos autores paradigmáticos.

 

La iluminación de lo (otro) cotidiano

Las tres novelas publicadas por Carlos Victoria[5], Puente en la oscuridad, La travesía secreta y La ruta del mago, tienen nombres viales: puente, travesía, ruta. Mientras, sus tres libros de cuentos[6], Las sombras en la playa, El resbaloso y otros cuentos y El salón del ciego, invocan instantes capturados con sus nombres de instantánea, de lienzo, de daguerrotipo. Y no se trata de meras casualidades. Con instantáneas y caminos el autor ha fabricado un mundo cercano, doloroso, tan verosímil que cuesta vencer la tentación de buscar a César y a Adela en las calles, de abandonar unas flores sobre las tumbas de Enrique, de William, de Ricardo; de consolar a Abel, inquietarnos por el destino de Natán Velázquez, o alcanzarle a Marcos Manuel Velazco un par de analgésicos que le alivien la resaca existencial.

Carlos Victoria podría ser catalogado como “un escritor del exilio” (si eso existe, porque una definición de tal calibre sería tan engañosa como las nóminas culturales de La Habana). Sus tres novelas son verdaderos Bildungsromanen, especialmente La travesía secreta y La ruta del mago, dado que Puente en la oscuridad es una suerte de búsqueda inversa, de retorno a la infancia en el intento de localizar a ese hermano elusivo que no sólo mantiene en tensión al lector, sino que desdibuja la frontera entre realidad, nostalgia y mitología. Independientemente de que Abel (La ruta del mago, 1997), Marcos Manuel Velazco (La travesía secreta, 1994) y Natán Velázquez (Puente en la oscuridad, 1993) tengan diferentes nombres, los tres podrían perfectamente componer un mismo Aprendizaje de Wilhelm Meister, desde la infancia de Abel hasta la torturada edad adulta de Natán, pasando por la juventud llena de preguntas, de senderos tortuosos, y tanteos sexuales, culturales y políticos, de Marcos Manuel. En contraste con las novelas de becados, personajes insertos en la maquinaria sociopolítica cubana, el adolescente Abel sufre una suerte de extrañamiento ante el paisaje de la flamante Revolución y ve pasar la manifestación y las consignas sin sumarse. Éste da paso al Marcos Manuel, quien intenta encontrar respuestas personales, un espacio de libertad y un encaje auténtico en la sociedad, eludiendo por igual la marginalidad y el oportunismo, con lo que consigue la expulsión de la universidad, el desmoronamiento de una red de amigos cuando cada hilo se marcha a pescar por su cuenta, la cárcel y esa suerte de destierro que es el regreso a los orígenes. De ahí que encontremos a Natán ya en el exilio, donde ha obtenido otros grados de libertad, aunque tampoco encaje, aunque esté condenado a la búsqueda de un hermano que es la búsqueda de sí mismo. Novelas de aprendizaje que culminan en una novela de misterio que, a su vez, rebusca en los orígenes como si le fuera dado reeditar la historia. A lo largo de las tres, presenciamos los intentos de exorcizar a los mismos fantasmas: la soledad, el desarraigo y el difícil ajuste en dos sociedades que exigen su tributo, cada una en su propia moneda.

En su obra narrativa, Carlos Victoria explora las trastiendas de la realidad, los desagües donde la sociedad intenta ocultar sus desechos. Recorrer su obra es asistir a una galería de personajes que, en el menos dramático de los casos, se mueven en los márgenes de la corriente, cuando no se trata de seres marginados y marginales, sumergidos en la bruma del alcohol o las drogas, o intentando bracear desesperadamente para escapar de ella. Seres que intentan ser ellos mismos y huir de la maquinaria estandarizadora que pretende cortarlos y editarlos de acuerdo al patrón de una presunta “normalidad”.

Tres son sus temas recurrentes, enlazados entre sí: la intolerancia, la inadaptación y la huida. Sobre todo, la huida. En su obra todos huyen de algo. El exilio es apenas una de las expresiones de esa huida.

Tanto en “El Armagedón”, con su mirada a la cárcel, como en “El resbaloso”, “El novelista” y “La estrella fugaz”, está presente, directa o indirectamente, esa fuerza oscura que obliga a huir a los personajes. Liliane Hasson[7] afirma que

(…) la inconformidad caracteriza a la mayoría de los personajes, tan inaptos [sic] como inadaptados para vivir en la sociedad que les ha tocado en suerte, sea en la Cuba revolucionaria, sea en Miami (…) Ciertos personajes son impotentes, unos luchan por mantenerse a flote, algunos se refugian en la bebida o en otras drogas, en el sexo, en la locura, hasta en el suicidio. Otros más buscan el apoyo de la religión, del misticismo, de la especulación filosófica, de la cultura…

La angustia del desarraigo y la marginalidad tiene lugar en un exilio que no es sólo ese espacio físico de la diáspora, esa patria de repuesto, especialmente Miami. El exilio puede ser La Habana; puede ser todo tiempo presente, en contraste con esa patria vívida que es la juventud y la infancia. El exilio puede ser la muerte; como puede ser una forma del exilio la noche o la literatura; excepto el propio cuerpo, ese refugio último.

Habría que subrayar que los avatares de la “exterioridad”, tienen en él un valor desencadenante. Los verdaderos exilios son esas huidas interiores a las que parecen propensos muchos de sus personajes, una suerte de respuesta transgresora a las presiones de la realidad exterior. Reinaldo García Ramos[8] califica a toda su obra como “la crónica del exilio en los años posteriores a Mariel”. Pero Carlos Victoria es el cronista de su intimidad. Los acontecimientos, las noticias, la sociedad, el entorno, son los toques a la puerta. El autor está tratando de saber qué ocurre dentro de la habitación cerrada. Marcos Manuel Velazco transita 477 páginas intentando delimitar las coordenadas de su propia geografía.

La complejidad de sus personajes se traduce con frecuencia en ambigüedad o ambivalencia. El sinuoso curso de una vida en “Un pequeño hotel de Miami Beach”. La escabrosa relación con una prostituta ladrona en “La franja azul”. La ambigüedad sexual en “El atleta”, en La travesía secreta, en La ruta del mago, y, desde luego, la ambigüedad por excelencia que campea en “El resbaloso”, uno de sus cuentos más inquietantes. Ese resbaloso que deambula por la ciudad, posible alter ego del escritor, inasible, intocable, fisgoneando la vida ajena sin un propósito definido.

Una ambigüedad que, en sus novelas, se traduce en búsqueda de las claves de futuro (La travesía secreta y La ruta del mago) o de las claves del pasado (Puente en la oscuridad), aunque las conjugaciones son engañosas. Las encarnaciones de Carlos Victoria en sus personajes son incapaces de sumarse, de desaparecer disueltas en una marcha del pueblo combatiente o en la marea humana de un centro comercial; de modo que su pregunta es siempre la misma: quién soy, qué hago aquí, hacia dónde voy. La ambigüedad es la materialización de la duda.

Si habláramos de la presencia de claves políticas, los textos de Carlos Victoria me recuerdan la famosa respuesta de Augusto Monterroso: “…todo lo que escribí era un llamado a la revolución, pero estaba hecho de manera tan sutil que lo único que logré a la postre era que los lectores se volvieran reaccionarios”[9]. Y, desde luego, si dependen de la absorción de un mensaje explícito, los lectores de Carlos Victoria pueden volverse lo que les venga en gana. Es cierto que en su obra no hay “resentimiento ni énfasis en la denuncia política”[10] y que “aun en aquellos relatos y novelas donde los personajes se mueven con desgarramiento, Victoria deja que su voz sosegada los contamine”[11]. Y aunque, efectivamente, ”dista mucho de ser comprometida”[12], al menos en la más común acepción del término, estamos frente a una literatura políticamente incorrecta. Incorrecta para casi todos los bandos y facciones de la política: virtud añadida.

Esa vida que se desmorona en “Un pequeño hotel de Miami Beach”; la inadaptación de escritores doble o triplemente exiliados en “La estrella fugaz”; la dura vida cotidiana en “El repartidor”; la desolación que transita “Las sombras de la playa”, y la marginalidad en “La franja azul”, “El novio de la noche”, “Pornografía”, y, sobre todo, el buceo en las cloacas de la sociedad miamense que es “El novelista”; la incapacidad adaptativa de Natán Velázquez a una sociedad (de y para el) consumo, sucedáneo hedonista de la ideología, su búsqueda de claves, de asideros en el pasado, el desfile de vidas fracturadas, solitarias. Todos ellos son un muestrario de la otra cara de ese exilio próspero frente a la crisis perpetua de la Isla. Una vivisección de la otra Cuba. La narrativa de Carlos Victoria sólo es política en la medida en que ello es la “actividad del ciudadano cuando interviene en los asuntos públicos”, como reza el diccionario de la Real Academia.

Tiene razón Carlos Espinosa cuando declara que Victoria ejerce el “desplazamiento Cuba-Miami, a veces poético, a veces real”[13], corroborando al autor, quien ha declarado: “Yo nací y viví treinta años en Cuba, y eso es parte vital, para bien o para mal, de lo que soy. Pero al final lo que queda es la obra, que si es valiosa opaca la nacionalidad e incluso la vida del autor, aunque éstas estén implícitas de alguna forma en cada página”[14]. Si nos pidieran delimitar geográficamente el coto de caza literario al que acude Carlos Victoria, tendríamos que dibujar una parcela que va de Camagüey a La Habana y que termina en los suburbios septentrionales de Miami. Pero esa sola parcela es insuficiente. Carlos Victoria hace también

(…) una literatura de la transmutación y hasta de la transmigración. Tocados por una suerte de ubicuidad trágica estamos en dos sitios a la vez. Y por lo mismo no estamos en ninguno. “Un pequeño hotel en Miami Beach” puede estar situado en un extraño paraje donde el personaje al doblar Collins Avenue entra en las calles Galiano y San Rafael, en La Habana[15].

La geografía de Carlos Victoria es incierta, dubitativa, los personajes transitan de un paisaje a otro sin pausas. Pero es aun más sutil: viven en Miami con el mismo gesto de habitar La Habana. A ello contribuyen los tránsitos dictados por el autor, y donde unos pocos recursos de la literatura fantástica, estratégica y discretamente dispuestos, consiguen de soslayo que, sin forzar el tono, el lector sienta la “naturalidad” de esas transmigraciones. Pero no es, de cualquier modo, una literatura acotada por la geografía. Sin dejar de ser cubanos, sus personajes y sus entornos, los conflictos que aquejan a los habitantes de sus ficciones resultan familiares a cualquier hombre, especialmente a aquellos que han padecido dictaduras y destierros, es decir, a la tercera parte de la humanidad. Y, seguramente, son más exactas para ubicar el hecho literario estas coordenadas de la sensibilidad y la imaginación, que meros paralelos y meridianos acotando la página.

“Recios y perfectos” llamó a sus cuentos Reinaldo Arenas en la contraportada de Las sombras de la playa, y “precisos mecanismos de relojería”[16], apostilló Benigno Dou. Lejos por igual del barroco, sobre todo de Lezama o Sarduy, y de la prosa majestuosa, por momentos hierática, de Carpentier, de la oralidad desbordante de Cabrera Infante y del atropellado discurso narrativo de Arenas, la contención de Victoria es, justamente, la búsqueda de una prosa al servicio de la historia. Una prosa contenida, equidistante, que rehúye tanto el desaliño como la pirotecnia. Una concisión, una desnudez que ya constituyen un estilo propio, una sobriedad que bien podría proceder, como bien dice Emilio de Armas[17], de “la sencillez expresiva de la [literatura] norteamericana”, con el añadido de todos los castellanos adventicios que pueblan la oralidad de su ciudad adoptiva, y que han conformado una norma lingüística ajena a los localismos, aunque con un finísimo sentido de la pertenencia y transitada por oportunos cubanismos: un goteo que, sin abrumar, establece coordenadas idiomáticas difíciles de pasar por alto.

Ya en abril de 1987, en una conferencia dictada en La Sorbona, Reinaldo Arenas calificaba las primeras obras de Carlos Victoria, entonces inéditas, como “una especie de lucidez desolada”, y subrayaba lo que tenían en común, a pesar de sus diferencias, los escritores cubanos del exilio[18]. En 1999, Jesús Díaz alababa a Guillermo Rosales y a Carlos Victoria por haber inventado “un Miami littéraire[19], y Olga Connor[20] cita al segundo como ejemplo de una literatura del exilio, al contrario que autores surgidos en Cuba o que, aun exiliados, “sólo escriben sobre Cuba”. Es comprensible la necesidad que tiene un exilio sangrante de verse reflejado en un corpus artístico o literario que le pertenezca (cierto orden de manipulación política de la cultura no se detiene ante la palabra “pertenencia”). Aunque el propio Victoria afirmaba: “A la larga ‘las literaturas’ no importan, lo que queda es la obra individual de los buenos escritores, que más que pertenecer a una literatura, tienen un nombre y un apellido”[21].

 

Narrativas posnacionales o la literatura que será

La redefinición del concepto de nacionalidad no es nada nuevo, aunque la globalización ha reavivado no sólo el tema, sino el hecho. Edward W. Said[22], al referirse a su identidad, sustituye la metáfora del árbol que hunde sus raíces en la tierra (que alimenta y encarcela el árbol) por “un cúmulo de flujos y corrientes” antes que como “una identidad sólida”. La nación de desterritorializa y se desacraliza, en palabras de Bernat Castany Prado[23].

Según Christopher Domínguez Michael, “la extinción de las literaturas nacionales, al menos en América Latina, no será desde luego un proceso ni natural ni lineal. Implica la desmantelación de un concepto firmemente establecido en la academia, en la opinión pública, en el espíritu de muchos escritores aún ligados sentimentalmente al nacionalismo cultural. Contra lo que suele pensarse en el extranjero (y en México mismo), ese proceso de desarraigo arranca con el siglo veinte: la tradición cosmopolita es la tradición central —aunque no la única— de la literatura mexicana moderna”[24]. Y subraya que en el presente globalizado, donde la información viaja a una velocidad sin precedentes y el español recobra la universalidad del Siglo de Oro, “la narrativa (y la poesía) latinoamericanas, además, se benefician de una globalización cultural que, permitiéndonos abandonar la obsoleta noción romántica de literatura nacional, nos devuelve, con más ganancias que pérdidas, al universalismo de las Luces”[25]. Es “el fin de nuestra excepcionalidad y de los fueros que el realismo mágico, falso o verdadero, conllevó”[26].

La traslación hacia lo posnacional de una importante zona literaria es algo que se observa con extraordinaria claridad en el Caribe, tras medio siglo (el doble, en el caso de Puerto Rico) de emigraciones masivas e intercambio fluido con Norteamérica y Europa, más que con otras naciones del continente. Si ya puede hablarse de una cultura chicana, que no es propiamente mexicana ni propiamente norteamericana (la nacionalidad reformulada), también puede hablarse de los newricans, los dominicanamericans y los cubanamericans, pero en otros términos: escrituras posnacionales, descentradas, multifocales.

Por el contrario que lo que ocurre en escritores norteamericanos de origen cubano, como Cristina García[27] y Oscar Hijuelos[28], para quienes lo cubano es escenografía y contexto, existe también una literatura anclada en una sensibilidad posnacional escrita por autores cubanos o de origen cubano desperdigados por el mundo. Obras que eluden “lo cubano” sin asumirse como apófisis de las culturas de sus países de acogida. Es el caso de José Manuel Prieto (Enciclopedia de una vida en Rusia, 1997; Livadia, 1999, y Rex, 2007)[29], y de muchas obras de Mayra Montero[30].

La globalización, con su extraordinaria movilidad de las personas, la información y las ideas, ha terminado de abolir la dictadura de escuelas estéticas y movimientos culturales dominantes. Las periferias se aproximan, la alternancia y movilidad de los centros emisores de la cultura es un hecho al que no son ajenos los mecanismos del mercado global y su manipulación del arte en tanto que mercancía. La Historia comienza a subsanar la Geografía.

Livadia es una “novela ejemplar” de esa literatura cuyas fronteras se extienden desde el Caribe hasta Estados Unidos por el Norte y Siberia por el Este, pasando por toda Europa. José Manuel Prieto (La Habana, 1962) se fue a estudiar a la URSS a inicios de los 80 y se graduó de ingeniero en Novosibirsk, Siberia Occidental. Vivió en Rusia más de doce años, se trasladó a México D.F. y enseñó en el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) desde 1994 hasta 2004. Actualmente es director del Joseph A. Unanue Latino Institute de la Universidad Seton Hall, en Nueva York.

En Livadia (también publicada como Mariposas nocturnas del imperio ruso), un joven contrabandista de origen cubano (origen apenas esbozado en unos pocos momentos) trafica visores nocturnos y otros artilugios “desviados” de los arsenales de un Ejército Rojo en plena descomposición. Se mueve continuamente por el Norte y Este de Europa hasta que recibe de un cliente sueco el encargo de conseguir una mariposa rarísima, cuyo último ejemplar conocido fue capturado hacia 1912 por el zar Nicolas II en los jardines del palacio que la familia imperial rusa se hizo construir en Livadia, cerca de Yalta, en la península de Crimea. Instalado en esa localidad —medio siglo después de la Conferencia de Yalta, que marcó un nuevo reparto del mundo y el inicio de la Guerra Fría—, en la que (en teoría) permanece al acecho de la mariposa, el narrador redacta el borrador de lo que pretende ser una respuesta a las cartas que allí le envía V., la muchacha siberiana que lo abandonó después de que él, no sin correr riesgos, la ayudara a escapar del burdel de Estambul donde trabajaba.

Prieto apela a moldes propios de la novela de aventuras, del libro de viajes, de la novela epistolar, la novela negra y del relato iniciático; cuando en realidad todos ellos sólo son el soporte argumental de un largo repaso a toda la tradición epistolar, con ciertos tintes de ensayo filosófico. Un libro organizado sobre la excusa de cartas recibidas por el autor, pero que nunca conoceremos. Presuntamente estamos en presencia del largo borrador de su respuesta (que más tarde desaparecerá). O de un rescate (mal planeado y peor ejecutado) que no termina en fracaso gracias a la divina intervención de una capa propia de Harry Potter. La historia de un entomólogo aficionado y rico que encomienda a un contrabandista la persecución (condenada al fracaso) de una mariposa rara cuya descripción es incierta. Todo el entramado sólo pretende otorgar un esqueleto narrativo a la educación sentimental del protagonista y, sobre todo, a un delicioso repaso de toda la tradición epistolar que desemboca drásticamente en las urgencias del email. Relato jalonado por las cartas que el autor-protagonista recibe de V. y con cada capítulo perfectamente ubicado en la múltiple geografía del relato, lo cual es también una ubicación temporal.

El protagonista de J. M. Prieto, su alter ego, ha residido en la metrópoli del comunismo mundial, en la casa matriz del Imperio que en su día fue el llamado “Campo Socialista”, y asiste, diez años después, a su caída. Ya el protagonista de Enciclopedia de una vida en Rusia[31], un retrato sociopolítico del derrumbe de la URSS, reflexionaba: «El imperio, que había proyectado su pesadez hacia la lejanía de un futuro perfecto, cayó por el peso de mullidas alfombras persas, jaguares descapotables, perros de raza, debilitado por la meta de un vivir placentero que logró suplantar sus objetivos celestes». Una lectura suspicaz permite atribuir a estas palabras, también, un destinatario lejano, un país que colapsaría, al menos económicamente, tras la desaparición de la URSS. Claro que un análisis histórico de esta naturaleza, leído desde el dandismo que recorre toda la obra de Prieto, no pasa de ser una boutade con algunas certezas de fondo.

No es en la opaca presencia del régimen cubano —nunca mencionado— donde afloran las coordenadas de la experiencia totalitaria. Las alusiones al imperio y su caída se pueden rastrear en la escritura tangencial, la naturalidad con que se asume la poda de libertades e, incluso, en cierto momento, el protagonista maldice “la libertad de expresión, un valor rastreramente burgués” (p. 291) y apuesta por “una ley que permitiera la violación de la correspondiera en aras de la seguridad nacional”, reivindicando la restauración de “gabinetes negros” para el saqueo de la correspondencia privada (p. 292).

En Prieto, la retórica totalitaria es un sustrato que yace bajo la aparente libertad, en un tono, un susurro, una cuidada elección de las palabras:

“el estilo de gobierno que impera en un país se transparenta en la actitud que asumen los padres de familia, los directores de escuela y hasta los administradores de poca monta. Kizmovna había visto infinidad de filmes con escenas de interrogatorios a miembros díscolos del partido y había copiado a la perfección las inflexiones…” (p. 140).

Y estos contextos geográficos se convierten en contextos culturales. Prieto escribe desde la tradición rusa, que fluye a través de toda la obra en el tempo, en la naturaleza de las descripciones (Turguéniev más que Dostoievski), en un cierto regodeo en los circunloquios, un pausado acercamiento a la materia narrativa, una prosa tersa y otoñal. Un español escrito desde LO ruso, como un traductor de sí mismo, explicando al lector los giros de la lengua que un eslavo comprendería de inmediato:

“Le gritó—: Ponial? —que quería decir ‘¿Has entendido?’, pero en masculino, como dicho a un hombre, sin la a al final, indispensable para poner la frase en femenino; cambio de género que debía transmitirle a Leilah la gravedad de su amenaza. (…) la llamó Masha, porque es como si dijéramos ‘un Iván cualquiera’”. (p. 182).

O cuando dice: “darle a entender que había ‘mordido de parte a parte su juefo’, para utilizar una exacta expresión rusa. Mordido de parte a parte hasta dar con el hueso, lo duro” (p. 184).

Un lenguaje que busca, y con frecuencia consigue, una máxima precisión, aunque sea a costa de reajustar el tempo narrativo, y que evade ex profeso las coordenadas no sólo de la oralidad cubana sino del discurso letrado de la Isla, y no sólo del léxico, sino de la propia construcción sintáctica que suele denunciar al narrador cubano. A cambio: un español neutro, transparente para todos los hispanohablantes. Una voluntad de aproximación a un lector invisible (internacional, posnacional, ¿el mercado?), una voluntad mercadotécnica, sin que ello sea peyorativo.

Prieto viene de una tradición occidental, de otro canon de lo maravilloso, de modo que cuando se ve a sí mismo desde afuera en su propia habitación, no apela a los orishas o a los santos mulatos del catolicismo sincrético de la Isla, sino a la memoria de madame Blavatzki y la magia de sus cartas instantáneas. Y eso es parte de la tradición cultural como objeto de elección. No encaja sus ficciones en una tradición heredada, sino en una tradición elegida. No es casual entonces que el alter ego del autor se catalogue en Livadia como “alguien con el alma dividida, que albergaba la sospecha (…) de una presencia ahora mismo en otro lugar (…) Yo no era una divinidad. Tampoco era un exiliado, no me gustaba esa palabra (…) Era sólo un viajero” (pp. 116-117). Un viajero cosmopolita que asume su naturaleza nómada situándose, como un observador de paso, en todos los lugares. O en el no lugar. Es el pasajero que asume paisajes como aeropuertos: tránsitos, no destinos. Nadie como él resume la ciudadanía como flujo. Desde ese punto de vista es, posiblemente, el escritor más posnacional en la nueva literatura cubana (o escrita por cubanos, para ser más exacto).

Antes y después de este libro, Prieto confirma el perfil de su narrativa. Con su precedente Enciclopedia de una vida en Rusia, y en la posterior novela, Rex, construida como un juego de espejos en torno a un joven maestro de origen cubano que trabaja en casa de unos neomillonarios rusos radicados en la Costa del Sol.

El autor asume su posnacionalidad, no como respuesta o reivindicación del no lugar, sino como el resultado natural de su propia biografía. No ser un escritor nacional es el producto de no ser un individuo nacional. Su identidad es el “no lugar” o, mejor, el “todos los lugares”. Prieto elude el concepto mismo de nacionalidad, e instala sus escrituras en el universo líquido de una nacionalidad fluyente, imprecisa, trashumante, electiva.

 

Concurrencia y deriva de las islas

Una lectura atenta a la narrativa escrita por cubanos en los últimos lustros demuestra que si en la Isla se ha rebasado en lo esencial el “realismo socialista” que lastró una parte de la literatura, sobre todo de los 60 y 70, en la diáspora ha perdido adeptos un “realismo antisocialista” que circuló más o menos por esas mismas fechas. Se observa un continuum, un flujo y reflujo entre todas las orillas que puede rastrearse en los temas, en el idioma y en las proyecciones de esa narrativa. Sobre ello incide el continuo trasvase de carreras literarias entre la Isla y la diáspora. Pero también el hecho de que la vida en la Isla sigue constituyendo la primera materia prima sobre la cual se construyen las ficciones, sin importar la geografía desde donde se redacten. Tampoco es ajeno a este fenómeno cierto boom de la narrativa de autores cubanos que se produce durante los 90, al mismo tiempo que se desmorona la industria editorial en Cuba, con lo que numerosos escritores rebasan el carácter endogámico de una literatura hasta entonces ensimismada en el mercado interno, y acuden en busca de nuevos horizonte editoriales, nuevos públicos a los cuales se debe acceder desde una intelección menos hermética. Christopher Domínguez Michael nos recuerda que “el mercado editorial predica la uniformidad y castiga, más que nunca antes en la historia moderna del libro, la dificultad intelectual y el riesgo formal”[32]. Y eso también se constata en la literatura hecha por cubanos desde los 90. La fluidez de las comunicaciones y los intercambios, la inmediatez en el conocimiento mutuo de las escrituras que se fraguan en diferentes geografías también influyen en esta suerte de deriva continental de las diferentes narrativas que, más que distanciarse, convergen en formulaciones semejantes, aunque conserven sus personalidades.

Si algo podría singularizar a la narrativa de (algunos) autores cubanos instalados en la diáspora son los tres fenómenos subrayados (aunque no exclusivos): La acusada presencia de una literatura posnacional que llega, incluso, a desdibujarse de un presunto cannon al apelar a tradiciones culturales diferentes o escribirse en otra lenguas, con el consiguiente ingreso en una tierra de nadie (o de todos). La aparición de lo que Jesús Díaz llamó un Miami littéraire, y cuyo mejor representante es Carlos Victoria, con el corpus más abarcador y sostenido, aunque por su contundencia y eficacia narrativa quizás el más glamoroso ejemplo sea Boarding Home, de Guillermo Rosales (en España, La casa de los náufragos, 2003). Y la existencia de un ensayo narrativo que ya cuenta con varios libros de primera línea, en consonancia con el florecimiento en la diáspora del ensayo durante los últimos quince años. Lo posnacional es un resultado de la trashumancia, y la construcción de un Miami literario deriva de la propia ciudad como cubanía alternativa. Ambos son, de algún modo, subproductos de la Geografía. El ensayo narrativo, en cambio, relocaliza su geografía en la diáspora sólo en la medida que ésta ofrece hospedaje a la Historia. El ensayo, incluso el ensayo narrativo, no puede acogerse a la ambigüedad y los juegos elusivos de la narrativa pura (¿existe narrativa pura?). El comercio de las ideas conlleva riesgos que lo hacen más vulnerable a la censura. En las atracciones de feria, los avioncitos sujetos a un pivote central jamás consiguen despegar. Las ideas requieren pistas sin obstáculos, donde ninguna maniobra sea punible, para emprender el vuelo.

 

(Espacio Laical, nº 1, 2010)

 

 


[1] Tumbas sin sosiego. Revolución, disidencia y exilio del intelectual cubano Ed. Anagrama, Barcelona, 2006.

[2] Moralidades postmodernas; Tecnos, Madrid, 1996.

[3] Ver también Gutiérrez, Pedro Juan; Carne de perro; Ed. Anagrama, Barcelona, 2003. El nido de la serpiente. Memorias del hijo del heladero; Ed. Anagrama, Barcelona, 2006.

[4] Ob. Cit.

[5] Puente en la oscuridad (Premio Letras de Oro, 1993); Instituto de Estudios Ibéricos, Centro Norte-Sur, Universidad de Miami, Coral Gables, EE. UU., 1994. La travesía secreta; Ediciones Universal, Miami, 1994. La ruta del mago; Ediciones Universal, Miami, 1997.

[6] Las Sombras en la playa; Ediciones Universal, Miami, 1992. El resbaloso y otros cuentos; Ediciones Universal, Miami, 1997. El salón del ciego; Ediciones Universal, Miami, 2004. Reunidos en Cuentos, 1992-2004; Ed. Aduana Vieja, Cádiz, 2004.

[7] Hasson, Liliane; Carlos Victoria, un escritor cubano atípico, en Reinstädler, Janett y Ette, Ottmar (coordinadores); Todas las islas la isla: nuevas y novísimas tendencias en la literatura y cultura de Cuba, Iberoamericana, Madrid, 2000, pp. 153-162.

[8] García Ramos, Reinaldo; “La playa se ilumina”; en Stet, n.º 6, 1993.

[9] Bianchi Ross, Ciro; Voces de America Latina; Ed. Arte y Literatura, La Habana, 1988, pp. 234‑35.

[10] Espinosa, Carlos; El peregrino en comarca ajena; Society of Spanish and Spanish-American Studies, University of Colorado, Boulder, Colorado, 2001.

[11] Gladis Sigarret citada por Cardona, Eliseo; “Narrativa centrada en dos geografías”; en El Nuevo Herald, 16 de noviembre, 1997, p. 3E.

[12] Hasson, Liliane; ob. cit.

[13] Ob. cit.

[14] Armengol, Alejandro; “Carlos Victoria: oficio de tercos”; en Linden Lane Magazine; enero, 1995.

[15] Hasson, Liliane; ob. cit.

[16] Dou, Benigno; “Como precisos mecanismos de relojería”; en El Nuevo Herald, 16 de noviembre de 1997, p. 3E.

[17] De Armas, Emilio; Reseña sobre Las sombras de la playa; septiembre, 1992.

[18] Hasson, Liliane; ob. cit.

[19] Íd.

[20] “Victoria en lo interior”; en El Nuevo Herald, 20 de septiembre,1992.

[21] Cardona, Eliseo; “Narrativa centrada en dos geografías”; en El Nuevo Herald, 16 de noviembre, 1997, p. 3E.

[22] Fuera de lugar; De Bolsillo, Barcelona, 2002, p. 377.

[23] “Las nuevas metáforas identitarias de la literatura posnacional”, en Konvergencias, Filosofía y Culturas en Diálogo, n.º 9, año III, junio de 2005, en http://www.konvergencias.net/literaturaposnacional.htm. Ver también: Bernat Castany Prado; Literatura Posnacional; Editum, Ediciones de la Universidad de Murcia, Servicio de Publicaciones, 2007.

[24] “¿Fin de la literatura nacional?”; en: Reforma, Ciudad de México, agosto 21, 2005, en: http://atari2600.blogspot.com/2005_08_01_atari2600_archive.html

[25] Íd.

[26] Íd.

[27] García, Cristina; Soñar en cubano; Espasa Calpe, Madrid, 1993.

[28] Hijuelos, Oscar; Los reyes del mambo bailan canciones de amor; Ed. Siruela, Barcelona, 1992.

[29] Prieto, José Manuel; Enciclopedia de una vida en Rusia; Ed. Mondadori, Barcelona, 1997. Mariposas nocturnas del Imperio Ruso (Livadia); Ed. Mondadori, Barcelona, 1999. Rex; Ed. Anagrama, Barcelona, 2007.

[30] Montero, Mayra; El capitán de los dormidos; Ed. Tusquets, Barcelona, 2002.

[31] José Manuel Prieto; Mondadori, Barcelona, 1997.

[32] “¿Fin de la literatura nacional?”; en Reforma, Ciudad de México, agosto 21, 2005.





Perdonen que sí me levante

1 11 2009

Recién publicado el número 51/52 de la revista Encuentro de la Cultura Cubana, cierra su oficina por falta de fondos la asociación homónima, que también publica desde el año 2000 el diario digital Cubaencuentro. Prácticamente todos los trabajadores nos hemos ido al paro, es decir, hemos pasado a engrosar la mayor empresa de España, el Instituto Nacional de Empleo (¿o de Desempleo?), el INEM, de modo que nuestro jefe es ahora el mismísimo José Luis Rodríguez Zapatero. Es la historia de una muerte anunciada. Durante muchos años, la asociación ha vivido entre sobresaltos del dinero que llega y no llega, del que prometen y el que cumplen, del que llega tarde y obliga a pedir un préstamo que luego se cobrará su tasa de gastos financieros. Y, al mismo tiempo, no se ha podido (sabido, querido) buscar fuentes propias y alternativas de financiación que cubrieran los huecos negros dejados por las subvenciones. Tras varios principios de infarto, llegó el infarto masivo. Lo milagroso no es que Encuentro cierre sus puertas, sino que haya durado 52 números y trece años con una calidad sostenida.

Sobrevivir sin apoyos institucionales es un deporte de riesgo para cualquier revista cultural del mundo que, por su propia naturaleza y limitado público, difícilmente podrá cubrir sus costes con anunciantes y suscripciones. La Revista de Avance publicó el 15 de septiembre de 1930 su último número, el 50, a los tres años de su nacimiento. Orígenes alcanzó los 40 números entre 1944 y 1956. (Más los dos números apócrifos, el 35 y el 36, que publicó en paralelo José Rodríguez Feo). Ciclón circuló entre 1955 y 1957, con un número epigonal aparecido en 1959, tras lo cual “dejó de existir (…) muerta de cansancio”, como diría en Lunes de Revolución Virgilio Piñera. Y se trataba de revistas hechas en la Isla, cerca de su público natural, y dirigidas a un mercado concreto, inmediato, lo que favorecía la prospección de anunciantes y sponsors.

Encuentro es, en cambio, desde su nacimiento, una revista sin país, o destinada a ese país virtual que es la diáspora y al país real que le cierra sus puertas y donde casi la mitad de su tirada ha debido circular clandestinamente durante todos estos años. También el diario se ha visto obligado a penetrar en la Isla por trillos y pasadizos de la red para eludir la censura. Era natural que así ocurriera. Tanto la revista como el diario nacieron y crecieron con una voluntad de diálogo entre la Cuba insular y la diaspórica, entre generaciones, estéticas, tendencias políticas, entre poetas, narradores y ensayistas, entre la academia y la creación. Y el gobierno cubano ha insistido durante medio siglo en el monólogo o en el diálogo monitoreado con mando a distancia desde la Plaza de la Revolución. Mediante el viejo sistema del palo y la zanahoria han intentado que los creadores de la Isla eludan las páginas de la revista y del diario. De conseguirlo, Encuentro se habría convertido en una revista más de y para el exilio. Para su desesperación, muchos de sus súbditos se proclaman ciudadanos, son alérgicos a la zanahoria y temen más a la autocastración que al palo. Basta recorrer nuestra nómina de colaboradores.

Desde que se conoció la noticia del cierre, no pocas botellas habrán sido descorchadas en el Ministerio de Cultura cubano y en el Comité Central. Con el alivio que supone sacarse una piedra del zapato, los funcionarios de la cultura (la unión de esas dos palabras es una verdadera aberración) dormirán mejor esta noche sabiendo que los jóvenes lectores de la Isla no serán corrompidos por textos de Carlos Victoria, Gastón Baquero o Reinaldo Arenas; ni violará su inocencia algún dossier sobre el papel de los militares en la Isla, la represión o las ruinas de La Habana; ni se pasearán por las calles de la ciudad los cadáveres de los balseros y de los fusilados en el Escambray y La Cabaña. Tampoco deberán temer que una nueva ola de represión tenga como respuesta una carta abierta firmada por cientos de los más prestigiosos intelectuales europeos y americanos.

Pero también se habrán descorchado botellas en algunos recintos del exilio. Encuentro ha sido acusado desde sus orígenes de ser una operación de la CIA (según el gobierno cubano) o de la Seguridad del Estado (según ciertos sectores del exilio). El cierre de nuestra oficina demuestra que las subvenciones de unos y otros no han sido suficientes. Y, hasta donde sabemos, no ha habido ofertas del KGB, ni del Mosad, del MI6 o de la Sûreté Nationale. La “pureza revolucionaria” que refrenda el monólogo se mira en el espejo de la “pureza contrarrevolucionaria” que refrenda el… qué casualidad. La supervivencia de ambos requiere un enemigo. Y para ambos, cualquier diálogo es perverso.

Aunque en ciertos corrillos del exilio (y del insilio también, why not?) puede haber otro ingrediente. Omar Torrijos contaba que a la entrada de un pueblo perdido de Panamá encontró el siguiente cartel: “Abajo el que suba”. Un enunciado a priori contra todas las políticas y los políticos (hasta que no se demuestre lo contrario) también podría servir de slogan al deporte nacional español y latinoamericano: la envidia. La diáspora cubana ha visto nacer y extinguirse a decenas, cientos de proyectos, muchos de los cuales habrían merecido mejor suerte. La persistencia de Encuentro ha hecho más difícil para algunos la digestión de esos fracasos. Otros han clamado por el cese de la financiación a Encuentro como si ello pudiera trasvasarse automáticamente en financiación propia. Y algunos han apelado incluso a la fórmula ejemplar de la envidia socialista: aquel hombre que sentado en la puerta de su casa ve pasar un flamante Mercedes Benz y desea de corazón que se estrelle en la próxima curva para que todos seamos peatones.

Claro que, financiación aparte, Encuentro y el diario no sólo han sido posibles por el empeño de un grupo reducido de personas, sino, y sobre todo, gracias a la generosidad de cientos de colaboradores que han alimentado el proyecto de más largo aliento durante estos cincuenta años de exilio. Su pérdida es también una pérdida para ellos y para los cientos de miles de lectores cubanos y no cubanos que han seguido ambas publicaciones.

Una revista cultural y un diario cubanos hechos en la diáspora, a base de subvenciones públicas y privadas y de un esfuerzo sostenido, están abocados a su desaparición. Pero soy portador de malas nuevas para los empresarios de pompas fúnebres. El muerto patalea.

Como comprobarán los lectores del diario, éste continúa saliendo. Los periodistas de Cubaencuentro han acordado continuar haciendo el diario ad honorem, desde sus casas y desde el paro –el trabajo voluntario no es monopolio del socialismo cubano–, a la espera de que una nueva fuente de financiación permita reanudar su publicación como hasta ahora. Y existe la posibilidad de que la revista regrese el año próximo de entre los muertos para enturbiarle los sueños a los funcionarios cubanos. De momento, siguiendo el ejemplo de los colegas de la red, yo me he comprometido a concluir el número 52/53, de modo que pueda imprimirse tan pronto existan fondos para ello. Sería lamentable que un número prácticamente terminado se quedara en manuscrito, sobre todo por respeto a los colaboradores que nos han confiado sus textos y a los lectores que nos han seguido durante trece años.

Que el número 52/53 sea o no el último depende del “azar concurrente”. Pero el azar también necesita ayuda.

«Perdonen que no me levante» es, posiblemente, el más conocido de los epitafios, que se atribuye a Groucho Marx. Aunque en su tumba del Eden Memorial Park de San Fernando, Los Ángeles, sólo figura su nombre, las fechas de su nacimiento y de su muerte (1890-1977) y una estrella de David. Parafraseando ese epitafio sin lápida, me gustaría inscribir hoy en la tumba provisional de Encuentro: “Perdonen que sí me levante”.

“Perdonen que sí me levante”; en: Cubaencuentro, Madrid, 2009