La lentitud confortable

13 09 2011

Degustar un Yoichi 20 años, fabricado por Nikka, es una experiencia memorable. Un whisky cargado de matices –violetas, cuero, tabaco, grosellas— que abandonan en el paladar una larga memoria de las excelentes aguas de Hokkaido y de la turba purificadora en sus suelos. No por casualidad fue elegido en 2008 el mejor single malt en el World Whisky Awards, desbancando por primera vez a un whisky escocés.

Ese sabor se lo debemos a Masataka Taketsuru (1894–1979), un joven que tomó clases de química orgánica en la Universidad de Glasgow en 1919 y, posteriormente, trabajó en varias destilerías escocesas. En 1920 regresó a Japón cargado de cuadernos donde fue anotando el proceso de producción, y allí comenzó a trabajar para la destilería de Shinjiro Torii, creando en 1934 su propia empresa, Nikka, en Hokkaido, la Escocia japonesa.

De haber nacido en el Japón tradicionalista y hermético de la primera mitad del siglo XIX, el empeño innovador de Masataka Taketsuruno no habría fructificado; pero coincidió con la apertura del país a las nuevas tecnologías que convirtió a Japón en una potencia de primer orden. El país comprendió que no se trataba de reinventar la rueda, sino de adaptarla a su entorno. Ni de importar bisuterías de consumo, sino de estudiarlas, mejorarlas y producirlas con una eficiencia óptima. Treinta años después de los hermanos Wright, Japón fabricaba el Mitsubishi A6M, Zero, uno de los mejores cazas de la época.

En su libro Armas, gérmenes y acero: breve historia de la humanidad en los últimos trece mil años (Debate, 2006), Jared Diamond ofrece la explicación más convincente de por qué la humanidad se ha desarrollado diferencialmente en distintas regiones. Revela las causas objetivas de que en Mesoamérica y Los Andes surgieran las grandes civilizaciones americanas, y no en la Patagonia o en los Grandes Lagos. Y las razones geográficas, biológicas y climáticas gracias a las cuales las culturas de Eurasia y del Creciente Fértil han dominado el mundo durante los últimos milenios: la disponibilidad de animales y plantas domesticables y de alto rendimiento, pero, sobre todo, la posibilidad de expandir tecnologías, cultivos y ganado en un eje paralelo (y no meridiano, como en América o África) con franjas climáticas semejantes.

Gracias a ello, un puñado de conquistadores españoles vencieron a los imperios maya, azteca e inca, no porque fueran seres superiores, sino porque, entre otras razones, venían armados con acero (facturado por primera vez en India, Sri Lanka y China, donde también se inventó la pólvora) y sobre caballos que fueron domesticados por vez primera en Asia Central. Anotaban sobre papel (de origen chino) sus experiencias, mapas y conquistas gracias a una escritura muy perfeccionada a partir de sus orígenes babilonios. Y, sobre todo, venían armados con gérmenes contra los cuales los eurasiáticos se habían inmunizado a lo largo de milenios. Los americanos carecían de anticuerpos. Cómputos recientes demuestran que la gripe, la viruela, el sarampión, el tifo y la influenza fueron los grandes genocidas de la conquista.

Karl Marx realizó en su momento el análisis más exhaustivo del capital, pero pecó de escolástico al conferir a sus leyes de la dialéctica un carácter universal e inmutable. A ellas debía someterse, a las buenas o a las malas, la naturaleza y la historia. Y su Materialismo Histórico –determinista, eurocentrista y racista, entre otras istas–, intenta embutir en la horma europea el devenir histórico de toda la humanidad, sin considerar la historia como la compleja interacción entre múltiples procesos, no un mero resultado de la lucha de clases. De ahí que las sociedades construidas a punta de bayoneta como modelos más o menos (in)fieles a sus tesis hayan demostrado su caducidad histórica.

Jared Diamond, biólogo y biogeógrafo, profesor de la Universidad de California, parte de los datos objetivos e intenta explicar los hechos probados mediante razones comprobables. China, la gran potencia tecnológica del primer milenio, se subdesarrolló tras impermeabilizarse a lo nuevo y confinarse dentro de sus fronteras en una suerte de endogamia histórica. Lo contrario que Japón cuando a mediados del XIX asimiló el acervo tecnológico de Occidente. O la gran cultura islámica, dueña de la sabiduría medieval, que caducó tras imponer la transmisión de la fe sobre la transmisión del conocimiento.

El libro de Diamond hace referencia a un caso singular, el de Tasmania, una de las sociedades más primitivas del planeta a inicios del siglo XX. Unida a Australia mediante un puente de tierra durante milenios, hacia ella migraron las tecnologías australianas, según demuestra el registro arqueológico. Sumergido el puente, bastó que una epidemia o una guerra mataran a los artesanos de una aldea para que dejara de fabricarse el bumerang y otros instrumentos, y la comunidad fuera sumiéndose en una economía cada vez más precaria, sin posibilidad de reactivación tecnológica por transmisión. Por el contrario que en Eurasia, estaban condenados a reinventar, una y otra vez, la rueda.

Cuba es un caso singular de aplicación de las tesis de Jared Diamond. Exterminada en su casi totalidad la población autóctona por los gérmenes y el acero de la conquista, la isla, extensión occidental de la cultura occidental, adoptó rápidamente la ganadería europea, la caña de la India y el café etíope, pero también las tecnologías navales más avanzadas. Más tarde aprovechará, desde inicios del siglo XIX, el estrecho puente de mar que la separa de una de las sociedades más innovadoras, la norteamericana. De modo que la colonia dispone de ferrocarril antes que la metrópoli y crea durante el XIX una industria, especialmente la azucarera, de tecnología punta, al tiempo que se forma una clase empresarial y una tecnocracia capaces de operarla eficazmente, algo que se acelera y diversifica tras la independencia, durante la primera mitad del siglo XX.

Con todas las objeciones que pueda, justamente, hacérsele –inestabilidad política, diferencia entre la ciudad y el campo, monocultivo, corrupción, etc.–, aquella era una sociedad en crecimiento, ágil en la implantación de las novedades tecnológicas, y que se encontraba en proceso de diversificación –tabacalera, industria ligera y textiles, alimentaria, transporte, minería, metalurgia, entre otras–, gracias a contar con un creciente sector de personal altamente calificado. Como en el Japón de Masataka Taketsuru, no se trataba de importar bisutería norteamericana, sino de realizar producciones propias ajustando la tecnología a las condiciones y posibilidades locales.

La revolución de 1959 cortó el puente marítimo con la capital tecnológica del siglo XX y estableció un puente transoceánico con la Tasmania soviética, de donde comenzamos a recibir hachas de piedra y otras tecnologías obsoletas. El proceso de desmantelamiento de la economía precedente concluyó, en lo esencial, con la Ofensiva Revolucionaria y la Zafra de los Diez Millones. Los artesanos de la aldea no perecieron en guerras o epidemias. Se exiliaron masivamente en menos de un decenio.

Entre 1968 y 1989, la aristocracia verde olivo disfrutó su Edad de Oro. Eliminada la competencia y abolida la sociedad civil y la prensa libre, dueños absolutos del poder político y económico, la nueva oligarquía, subvencionada por razones geopolíticas, no tenía siquiera que ser eficiente. El sueño dorado de cualquier dictadura. Sin inquietud por la opinión pública, la prensa o la oposición, abolida la inquietud electoral, podían dedicarse impunemente a juegos de guerras y guerrillas o a la prestidigitación económica: vacas como elefantes que harían correr ríos de leche, zafras que inundarían de azúcar el planeta, café caturra, arroz, naranjales estudiantiles. Cada desastre era el prólogo, a golpes de consigna, de un nuevo milagro que nos colocaría a la cabeza del universo. Mientras, bajo el manto de una presunta planificación modelo GOSPLAN, se echaron al olvido palabras obsoletas propias del ancien régime: contabilidad, fiscalidad, rentabilidad, auditoría, control de gastos y resultados, facturación, beneficios, eficiencia.

Posiblemente la gerontocracia criolla recuerde hoy con nostalgia aquellos años felices cuando era mayor su esperanza de (buena) vida.

Ahora la supervivencia obliga a reinventar a trompicones la empresa privada (pero si incentivos fiscales, ni apoyo financiero, ni mayoristas); se entregan tierras en usufructo sin insumos ni banco agrícola y con trabas a la producción y la comercialización; se reinstauran la contabilidad y el control de gastos y resultados; se impone un sistema fiscal que abrume adecuadamente a los pequeños empresarios; palabras como rentabilidad, facturación, beneficios y eficiencia se rescatan de los viejos diccionarios. Y las auditorías, como un ras de mar, amenazan a los jerarcas que habitan al nivel del mar. Difícilmente la marea suba hasta las altas cumbres.

Lo más llamativo para los expertos es la lentitud y los reiterados “errores” y “olvidos” en la reimplantación de esas viejas tecnologías. Si la pólvora o la imprenta se distribuyeron gracias al eje meridiano de Eurasia, hoy los nuevos medios de transporte y el eje multidireccional de Internet permiten la difusión instantánea de las tecnologías en todas direcciones. Cualquier Manual de negocios para Dummies permite al más lerdo la reimplantación de la empresa privada, con todo su aparato subsidiario, en un par de meses. El raulismo, en cambio, repite que todo se hará con calma y sosiego para no equivocarse. (Son los mismos que se equivocaron a toda velocidad durante los 60, pero la tercera edad ya no está para esos trotes). Y aun así, se equivocan, comenzando por los tempos. En una economía globalizada y dinámica que se mueve a saltos tecnológicos, la lentitud es el primer error.

Pero no es un error ni un olvido. Una parte de la aristocracia verde olivo hace retranca al cambio, anclada aún en la nostalgia por su Edad Dorada. Triste jubilación sería soportar el alzheimer y los males de próstata, como almas en pena de museo, en un mundo de pequeños empresarios exitosos y solventes. Otros, más emprendedores y ya de civil, aunque conserven sus al(r)mas de generales, saben que mientras afianzan la administración o la gerencia de las corporaciones y empresas de las que mañana serán dueños, necesitan un período de carencia, un plazo de gracia sin la competencia desleal de un empresariado advenedizo, aunque sean ingenieros y licenciados condenados a oficios del siglo XIX: arrieros, aguadores o forradores de botones.

Y no es que la espera sea demasiado inconfortable. Como aquellos emperadores de la China hermética que sólo permitían la importación de relojes para su uso y entretenimiento, pero prohibían construirlos a los artesanos locales (los autócratas siempre han querido monopolizar el usufructo del tiempo), la aristocracia verde olivo cuenta en privado con la parafernalia tecnológica de última generación para su disfrute, lo que facilita la redacción de los llamados al sacrificio y la abnegación de los súbditos, entre sorbos de un Yoichi 20 años, fruto del emprendedor Masataka Taketsuru y de la apertura japonesa.

 

“La lentitud confortable”; en: Cubaencuentro, Madrid, 13/09/2011. http://www.cubaencuentro.com/opinion/articulos/la-lentitud-confortable-268066





Un leve rasguño en tu memoria

8 09 2011

Manuel Díaz Martínez (Santa Clara, Cuba, 1936) no sólo es un excelente poeta y periodista, miembro correspondiente de la Real Academia Española, y un conversador impenitente que deja caer como al descuido ironías afiladas que hieren a los miserables sin causar daños colaterales; es también un hombre que se hace querer a la primera. Miembro de la generación poética de los 50, fue primer secretario y consejero cultural de la embajada de Cuba en Bulgaria, investigador del Instituto de Literatura y Lingüística de la Academia de Ciencias de Cuba, redactor-jefe del suplemento cultural Hoy Domingo (del diario Noticias de Hoy) y de La Gaceta de Cuba, codirector de la revista Encuentro de la Cultura Cubana y miembro del consejo editorial de la Revista Hispano Cubana. Ha publicado catorce volúmenes de poesía, entre ellos Paso a nivel (2005) y la antología personal Un caracol en su camino (2005). Sólo un leve rasguño en la solapa (2002) es el primer volumen de sus memorias y Oficio de opinar (2008) recoge periodismo y ensayos. Su antología Poemas Cubanos del Siglo XX (2002) fue publicada en Madrid por Hiperión. Amigo y colega de Lezama Lima, compartió con él el jurado que otorgó a Heberto Padilla el premio UNEAC por su libro Fuera de Juego. Protagonista y testigo de excepción de la cultura cubana en la segunda mitad del siglo XX, suscribió en 1991 la Carta de los Diez, preparada por la poeta María Elena Cruz Varela. Represaliado por ello, se marchó al exilio en 1992 y reside en Las Palmas de Gran Canaria, su isla de repuesto.

Sus memorias, escuetas y sugerentes como un buen poema, nos dejan con hambre. Aprovecho esta ocasión para saciarla.

 

Manolo, a pesar de ser un joven miembro del Partido Socialista Popular, el viejo Partido Comunista, uno de los primeros periódicos en que escribiste fue en el diario Tiempo, de Rolando Masferrer, jefe de la banda paramilitar más feroz del batistato. Confiesas que en tus brevísimas visitas a la redacción te sentías asqueado por un sitio donde había más metralletas que máquinas de escribir. Sin embargo, consideraste más importante decir lo que querías que la filiación del espacio donde eso apareciera. Coincido plenamente contigo. Sin embargo, la historia política y cultural cubana está plagada de publicaciones “nuestras” o “de ellos”, “amigas” y “enemigas”, síntoma de nuestra escasa cultura para el diálogo, algo que la revolución ha potenciado.

MDM: Este detalle de mi biografía lo narro ampliamente en mi libro de recuerdos Sólo un leve rasguño en la solapa. El periódico de Masferrer, Tiempo en Cuba, formaba parte del entramado propagandístico del batistato, pero su jefe de redacción, el crítico de arte Joaquín Texidor, con quien yo mantenía buenas relaciones, me invitó a colaborar en él. Después de pensarlo mucho, me decidí a colaborar en ese periódico porque me dije que lo importante era lo que yo dijese en mis artículos y no el medio que me los publicara. Cuando salió publicado mi artículo sobre Rigoberto López Pérez, el joven nicaragüense que mató a Anastasio Somoza, Texidor me avisó del interés que había mostrado Masferrer por saber quién era yo, y me aconsejó que suspendiera las colaboraciones, que no me portara por el periódico y que me ausentara de La Habana durante un tiempo. Era lógica la reacción de Masferrer porque en aquel artículo, titulado “El drama de Nicaragua” y aparecido el 5 de octubre de 1956, yo sostenía la tesis de que matar a un tirano no es un crimen.

 

Conociste a Agustín Acosta, poeta nacional hasta que un jurado le arrebató el título a favor de Guillén, sin siquiera tener que subirse al ring. Como expropiaron a Regino Pedroso, a quien también conociste, la medalla de gran poeta social cubano. ¿Cómo recuerdas a esos tres grandes nombres de la poesía cubana?

MDM: Fui amigo de los tres y los recuerdo con nostalgia porque están vinculados a mis ilusiones juveniles. Agustín Acosta Bello era primo de mi abuela paterna, Dolores Bello Casaña, y lo vi por primera vez, siendo yo niño, en su casa de Jagüey Grande. La última vez que conversamos fue en mi casa de La Habana, poco antes de que, ya viejo, se fuera de Cuba con su mujer. Agustín era de ideas liberales, tenía una historia política impecable en la República y no confiaba en la revolución castrista. Conocía todo lo que había que conocer de la industria azucarera cubana y en nuestra última conversación me vaticinó el fracaso de la Zafra de los Diez Millones, quizás la más sonada de las costosas memeces faraónicas de Fidel Castro. Se llevaba bien con Nicolás, a quien le escribió una carta angustiosa en la cual le pedía que lo ayudase a obtener el permiso para viajar que el Gobierno le demoraba. Me consta que Guillén, con quien trabajé como redactor-jefe de La Gaceta de Cuba, que él dirigía, era una noble persona y un buen amigo, y no dudo de que Agustín lograra alcanzar su propósito gracias a los buenos oficios de Nicolás. Quien no tenía las mejores relaciones con “el mulato sabrosón”, como le decía Lezama a Guillén, era Regino Pedroso. Se masticaban pero no se tragaban. Los distanciaba el hecho –no sé si había otro– de que Regino había sido desplazado por Nicolás del trono de la poesía social en Cuba, en el que Regino se sentó cuando en 1930 publicó su libro Nosotros, y del cual lo bajó definitivamente el Partido Comunista cuando el poeta publicó, en 1955, El ciruelo de Yuan Pei Fu, su mejor libro, exponente de un escepticismo político que el mesianismo comunista no podía deglutir. Desde entonces, Regino fue difuminándose en el olvido, al tiempo que Nicolás fue monopolizando el centro de la poesía nacional, de la que llegó a ser el gran tótem gracias a la revolución castrosta, a pesar del desprecio que la nomenklatura guerrillera, empezando por el propio Castro, le manifestaba. El desprecio que esa gente sentía hacia Nicolás se debía a que no era un hombre de acción, no tiraba tiros y se limitaba a actuar como intelectual, aparte de que, a los ojos de esos que murmuraban contra él, arrastraba el “defecto” antiproletario de tener gustos refinados. Por lo mismo se burlaban también, pero con discreción, de Juan Marinello. Castro le colgó el nombrete de “Juan de América”.

 

Intentaste crear una revista cultural en 1957 en colaboración con el pintor Adigio Benítez, el cineasta Roberto Fandiño y los poetas Roberto Branly, José Álvarez Baragaño y Serafina Núñez. ¿Algo en aquel instante te habría permitido prever que el destino de cada uno sería tan diferente?

MDM: No, nada. Lo que recuerdo es que a aquellos amigos, aparte del deseo de fundar una revista cultural con filo político, los unía entonces el repudio a la tiranía de Batista. Tras la llegada de la revolución al poder cada uno decantó su identidad ideológica y tomó su rumbo personal. Tengo entendido que Adigio, que fue compañero mío en el periódico Hoy, vive aún y sigue atado al castrismo. Baragaño, Branly y Serafina Núñez fallecieron en armonía con la revolución. Baragaño murió muy pronto, en 1962. Conociéndolo como lo conocí y recordando cosas que me dijo en nuestras frecuentes conversaciones, propiciadas por la circunstancia de que éramos concuños, creo que tarde o temprano se habría ido al exilio, como hicimos Fandiño y yo.

 

¿Cómo fue tu relación con Virgilio Piñera, el que murió sin saber si estaba rehabilitado, y con quien publicaste en el último número de Ciclón? ¿En qué medida se corresponde tu imagen personal con la imagen mítica que se ha creado de él?

MDM: Mi relación con Virgilio fue extraordinariamente cordial. Nos conocimos en La Habana antes de la revolución, a su regreso de Buenos Aires. Nuestra amistad duró hasta su muerte. Murió condenado al silencio por el régimen castrista, que lo persiguió como escritor y como homosexual. El canciller Raúl Roa se mofaba de él llamándolo “escritor epiceno”. Virgilio era corajudo intelectualmente, y ajeno por completo a las poses, la petulancia y la hipocresía. No ocultaba ni su homosexualidad ni lo que pensaba. En las reuniones de los intelectuales con Fidel Castro en 1961 le hizo saber al líder, cara a cara, su oposición a la cultura dirigida, aberración totalitaria que Castro canonizó en el discurso con que puso fin a aquellas reuniones convocadas precisamente para dejar establecido el control estatal de la cultura. Virgilio produjo una obra literaria heterodoxa respecto del dogma estético oficial y fue una víctima del régimen, de modo que estaba destinado a ser repelido por unos e idolatrado por otros. Mi opinión es que quienes lo hemos idolatrado estamos más cerca de su realidad.

 

José Álvarez Baragaño, a quien conociste muy bien, ¿era el que era, el que quería que creyeran que era o el que los demás pensaban que era? A veces pienso que Baragaño y Escardó fueron los dos cadáveres de poetas jóvenes que la revolución (como otras tantas revoluciones antes y después) necesitaba.

MDM: El Baragaño que se conoce es el que él quería que creyeran que era. Por razones que Virgilio Piñera relacionó con la infeliz niñez del poeta y que sólo un psicólogo podría desentrañar, el Bara, como le decíamos, se fabricó una imagen pública de “maldito”, de “raro”, que tenía mucho menos que ver con su personalidad que con algunas de sus deidades literarias francesas, como sus amados Baudelaire y Rimbaud y los surrealistas. Durante un tiempo, su íntimo amigo Roberto Branly lo secundó en el malditismo, con menos acrimonia y con humor más chispeante. En mi libro de recuerdos narro una enternecedora anécdota de Baragaño, de cuando ya estaba casado con la pintora Hortensia Gronlier, que desvela su auténtica personalidad.

 

Cuando yo era niño, compraba la leche en la calle Trocadero, y para mí, que lo vi muchas veces, Lezama era el gordo que vivía frente al punto de leche. Después de ser ignorado, marginado y atacado, Lezama ha sido momificado por la admiración. ¿Cómo conociste a Lezama y cómo era en realidad aquel hombre en el que la posteridad ha fundido obra y vida en una suerte de personaje mítico? ¿Pudiera afirmarse que una cosa es Lezama y otra muy diferente la lezamamanía?

MDM: Conocí a Lezama en la década de los 50, en una emisora de radio situada en los bajos del Centro Asturiano, de la que él era asesor jurídico o algo así. Fue Branly quien me lo presentó. Pero mi amistad con el Gordo empezó cuando, al comienzo de la revolución, me invitó a su casa para explicarme, a propósito de unos comentarios inicuos que le propinamos Baragaño, Heberto Padilla y yo, que él tuvo un puesto en Bellas Artes en tiempos de Batista pero que nunca fue batistiano. Me convenció y le tomé afecto. Me sentí culpable ante los temores y la humildad de aquel hombre excepcional, obeso, asmático, pobre y que me doblaba la edad. Me reprocho muchas de las cosas que he hecho y una de ellas es haber atacado a Lezama, aunque si no hubiese sido por esa estupidez quizás no habría existido la amistad que hubo entre él y yo, una amistad que se estrechó cuando trabajamos juntos en el Instituto de Literatura y Lingüística de la Academia de Ciencias. Recuerdo que en esa época raro era el mes en que yo no le prestara dinero o me lo prestara él a mí para llegar al siguiente sueldo. Lezama estaba tan seguro de su valía intelectual, que jugaba con la posibilidad de que en algún momento tocara a su puerta “el viejito de Suecia”, y pienso que el hecho de estar convencido de la importancia de su obra lo salvó de la arrogancia y la inmodestia, unos excesos que no necesitaba. La lezamamanía, que él conoció cuando esa moda alboreaba, debe de haber sido para él una satisfactoria compensación por el Nobel que, como Borges, se quedó esperando.

 

Tu relación con Guillén fue compleja y has confesado que tras tener con él, incluso, una bronca pública (y publicada), terminaste apreciándolo. Pienso que Guillén fue excesivamente mimado en vida y excesivamente maltratado por la posteridad, todo lo contrario que Lezama, y que fue un hombre superado por las servidumbres a que lo condenaba su sitial en el Olimpo de la literatura cubana. Un hombre que quizás no supo administrar adecuadamente la gloria y el miedo. ¿En qué medida su trayectoria posrevolucionaria fue diferente a la de Alejo Carpentier, a quien no sólo conociste, sino que fue tu jefe?

MDM: Estoy de acuerdo contigo cuando dices que Guillén fue excesivamente mimado en vida y maltratado después que murió. No es el único que ha pasado de la fama al olvido tras el último suspiro. Guillén es un gran poeta que supo alcanzar un estilo inconfundible. La conciencia que tenía de su propio valor, inflada por la celebridad ecuménica que le facilitó el entramado propagandístico del comunismo internacional –como sucedió también con Neruda, Louis Aragon, Rafael Alberti, Jorge Amado y otros–, lo llenó de una vanidad pueril que lo condujo a cometer algunas tonterías impropias de su rango intelectual. Una de ellas fue la de acusarme injustamente, en un artículo que publicó en el periódico Hoy, de haber censurado yo su nombre en una entrevista que le hice a Nazim Hikmet. Según su paranoia, era imposible que Hikmet no lo hubiese mencionado en esa entrevista. Arremetió contra mí y me vi obligado a responderle. Mi respuesta fue publicada también en el Hoy, motivo por el cual se enfadó con el director del periódico, que era Blas Roca, y durante meses suspendió la columna que mantenía en el Hoy. Como detrás de su rabieta estaba su creencia de que los jóvenes poetas cubanos lo negábamos, lo cual era falso, algunos decidimos escribir sobre él en una página de homenaje que le dedicamos en el suplemento cultural Hoy Domingo, que yo dirigía. Nicolás aceptó de buen grado el homenaje y me devolvió la amistad que me había retirado. Lo hizo dedicándome generosamente un ejemplar de un libro suyo. A partir de ahí mantuvimos estupendas relaciones. No olvido que, en un acto público celebrado en la Unión de Escritores y presidido por él, me invitó inesperadamente a incorporarme a los poetas que leerían textos en aquella velada. Esos poetas estaban en el programa, pero yo no. Y yo no estaba porque no podía estar: sobre mí pesaba el veto que el régimen me había impuesto por haber votado, como jurado del Premio de Poesía de la Unión de Escritores, en 1968, al libro Fuera del Juego, de Heberto Padilla. La invitación de Nicolás me cogió “desarmado” y de la biblioteca de la Unión tuvieron que traerme un libro mío, porque nunca he sido capaz de decir de memoria ninguno de mis poemas. Esa indisciplina política de un hombre tan políticamente disciplinado como Nicolás fue, a mi entender, un gallardo gesto de protesta contra la pena de silencio que se me había impuesto. Se lo agradeceré toda la vida. En una conversación que sostuvimos años después, me dijo: “Usted sabe que yo nunca estuve de acuerdo con la política de persecución a los intelectuales”, y, lanzando los puños al frente como quien para golpes, me aseguró haber frenado algunas acciones punitivas del régimen contra escritores, y se refirió al caso concreto de David Chericián. Quizás eso figure entre las causas de que no goce hoy del predicamento oficial de que goza Alejo Carpentier, al cual no se le vio un gesto ni se le oyó una palabra contra aquella política. Trabajé con Carpentier en la Imprenta Nacional y hablé bastante con él. Al menos conmigo, jamás aludió a la erupción zhdanovista de la que yo mismo había sido víctima.

 

Navarro Luna unía en una amalgama extraña la bonhomía, la generosidad y la intransigencia militante aplicada a la literatura que no concebía sino en su función social. Jorge Luis Borges dijo: “Eso de literatura comprometida me suena lo mismo que equitación protestante”. Tú presenciaste el arduo debate entre literatura a secas y equitación protestante. ¿Cómo recuerdas ese debate?

MDM: Para tener una idea de aquel debate entre los ángeles y los arcángeles respecto a la literatura, es útil saber que, cuando en 1961 publiqué El amor como ella, Nicolás Guillén, aludiendo claramente a mi libro, recordó en un discurso que Stalin, refiriéndose a un poemario erótico aparecido en la URSS, de autor soviético, dijo que de esa obra sólo se debieron imprimir dos ejemplares: uno para el poeta y otro para su novia. Esta gracieta procedente del Kremlin revelaba que el camarada Zhdanov desembarcaba en Cuba. Con Manuel Navarro Luna, a quien quise mucho por su altísima calidad humana, viejo y aguerrido militante del Partido Comunista, discutí mucho sobre la “poesía comprometida”, que a él le parecía un arma revolucionaria indispensable. En nuestras conversaciones siempre defendí la buena poesía, fuese la que fuese, y la libertad del poeta para escoger sus temas. Nunca nos pusimos de acuerdo. Pero la polémica de aquellos años sobre la relación arte-política fue más enconada, si cabe, en el terreno de la pintura. Surgió por entonces un muralista criollo llamado Orlando Suárez, seguidor del mexicano Diego Rivera pero ostensiblemente mediocre, a quien la burocracia cultural fidelista, acuartelada en el Departamento de Orientación Revolucionaria, elevaba a los altares mientras se desmontaba a golpe de piqueta el bellísimo mural de la gran pintora Amelia Peláez que decoraba el frontis del hotel Habana Libre. Claro, el de Amelia era un mural abstracto, o sea, burgués, decadente, en fin, contrarrevolucionario.

 

A pesar de que Severo Sarduy decidió no regresar a Cuba tras su estancia en París, donde también permaneciste durante un año, la amistad entre ustedes no se truncó nunca, como demuestra el epistolario entre ambos. La amistad, el amor, las convicciones íntimas, todo aquello que nos hace humanos, con frecuencia nos hace sospechosos ante el ojo policíaco de la política que divide el mundo en acólitos y enemigos. ¿Cuánto cuesta conservar la humanidad en esas circunstancias?

MDM: Cuesta lo suyo. Esa correspondencia a la que te refieres fue un desafío a un régimen que penalizaba a los cubanos residentes en Cuba que mantuviesen relaciones de cualquier tipo, incluyendo las epistolares, con los que habían “desertado” de la revolución y vivían en el extranjero. En uno de los interrogatorios a que me sometieron en el Comité Central del Partido, con motivo de la “microfracción”, me echaron en cara que yo siguiera carteándome con Severo Sarduy a pesar de que él se había quedado en Francia. Según mis interrogadores, ésa era una de las “debilidades ideológicas” por las que me juzgaban. La prueba de que nuestra correspondencia era violada por la Seguridad del Estado la tuve cuando mis interrogadores me mostraron la fotocopia de una carta que le envié a Severo mediante Julio Cortázar, quien se brindó como correo. En este caso, no sólo violaron mi carta sino también las valijas de Julio, registradas seguramente en algún momento en que éste estaba fuera del hotel.

 

Contaba Mario Parajón que tras la famosa reunión de Fidel Castro con los intelectuales en la Biblioteca Nacional, Lisandro Otero le dijo que no podía abandonar el país, porque “quienes nos quedemos, vamos a repartirnos la cultura cubana”. Tu generación, la de los 50, alcanzó su plenitud con el triunfo de la Revolución y fue, literalmente, dinamitada por la política entre la militancia sincera y la simulada, la resignación silenciosa y la desafección abierta y el exilio. ¿Cómo fue ese proceso de “deconstrucción” de amores y desamores contaminados por la política como nunca antes en la historia cubana?

MDM: Para responderte cabalmente tendría que escribir un libro. La generación del 50 tiene la complejidad del período histórico que le tocó en suerte. Es muy numerosa y, a la luz de tu pregunta, cada uno de los intelectuales empadronados en ella viene a ser un caso digno de análisis. Resumiéndola, diré que es una generación que abrió los ojos ante la mayor esperanza que conoció la Cuba republicana y los está cerrando dentro de un fiasco de idéntica magnitud. En un texto sobre Rafael Alcides escribí que los del 50 constituimos una legión frustrada en “lo esencial político”, que dijo Lezama, porque, por oportunismo, ceguera, cobardía o molicie, se dejó avasallar en lo esencial ético.

 

¿Cómo fue tu encuentro con Allen Ginsberg cuando lo entrevistaste? ¿Es cierto que te recibió desnudo y en una pose yoga sobre la cama y que pretendía que el gobierno revolucionario legalizara la marihuana?

MDM: En mi libro de recuerdos Sólo un leve rasguño en la solapa cuento cómo fue mi encuentro con Ginsberg. Fue a comienzos de los 60, en la habitación 1802 del hotel Habana-Riviera. Tuve la extravagante idea de entrevistarlo para el periódico comunista Hoy, que no la publicó. Habría sido un milagro que la publicara. La entrevista puede leerse en mi libro. Ginsberg me recibió desnudo, sentado en la cama en posición yoga. Era un provocador y me dio una entrevista burlona en la que no sólo ponderó las propiedades de la marihuana sobre las del tabaco, sino que recomendó a Castro abolir la pena de muerte y condenar a los contrarrevolucionarios a comer hongos alucinógenos y a trabajar de ascensoristas en el Habana-Riviera. Días después lo echaron de Cuba porque, según me contaron, en una recepción en la Casa de las Américas le había pegado una nalgada a Haydée Santamaría al tiempo que le espetaba “Chica, tú todavía estás buena”.

 

El joven Manuel Díaz Martínez, militante comunista (cosa que años después te echarían en cara) y redactor-jefe del suplemento cultural Hoy Domingo será años más tarde codirector de la revista Encuentro de la Cultura Cubana y miembro del consejo editorial de la Revista Hispano Cubana; el entusiasta del 59, conoció el Budapest de los 60, frescas las huellas de la invasión rusa; premió el Fuera de juego de Padilla, fue arrinconado durante varios lustros en un limbo creado especialmente para los artistas sospechosos; firmó en 1991 la Carta de los Diez y se vio obligado al exilio en 1992. ¿Cuáles fueron las estaciones de ese tránsito entre el entusiasmo y la desilusión, entre el fervor y la disidencia?

MDM: Ese tránsito, con estaciones más o menos similares, lo efectuamos algunos cuantos. A medida que el proceso revolucionario fue cuajando como tiranía, fui tropezando cada vez más con él. Mi primer tropiezo de importancia fue el Caso Padilla, y el último, inmediatamente precedido por mi apoyo público a la Perestroika y la Glasnost, fue la Carta de los Diez y su rosario de represalias policiales y administrativas, el cual significó la ruptura sin marcha atrás. Por firmar la Carta me echaron del trabajo, de la Unión de Escritores y de la Unión de Periodistas. Por darle mi voto al libro de Padilla como jurado del Premio “Julián del Casal” estuve 17 años sin poder publicar nada en mi país. Después de la aparición de la Carta, mi situación en Cuba se hizo insostenible. Logré exiliarme con mi mujer y mis hijas gracias a la ayuda de Manuel Fraga Iribarne, entonces presidente de la Xunta de Galicia e íntimo de Castro.

 

Parafraseando a Virgilio Piñera, creo que los cubanos hemos padecido “la maldita circunstancia de la política por todas partes”. ¿Crees que alguna vez superaremos esa maldición ya casi bíblica y conseguiremos relegar la política al sitio que se merece? ¿Volveremos a ser personas y no rehenes ideológicos?

MDM: Espero que sí. Prodigios mayores se han visto.

 

“Un leve rasguño en tu memoria”; en: Cubaencuentro, Madrid, 08/09/2011. http://www.cubaencuentro.com/entrevistas/articulos/un-leve-rasguno-en-tu-memoria-267917





La revista del país que será

1 07 2011

 La experiencia demuestra que toda revista cultural importante requiere de un país que le aporte patrocinios gubernamentales y de un público natural e inmediato. Sobrevivir sin apoyos institucionales es un deporte de riesgo para cualquier revista cultural del mundo que, por su propia naturaleza y limitado público, difícilmente podrá cubrir sus costes con anunciantes y suscripciones. Y la cultura cubana no es la excepción. La Revista de Avance publicó el 15 de septiembre de 1930 su último número, el 50, a los tres años de su nacimiento. Orígenes alcanzó los 40 números, con una tirada de algunos cientos de ejemplares, entre 1944 y 1956. (Más los dos números apócrifos, el 35 y el 36, que publicó en paralelo José Rodríguez Feo). Ciclón circuló entre 1955 y 1957, con un número epigonal aparecido en 1959, tras lo cual “dejó de existir (…) muerta de cansancio”, como diría en Lunes de Revolución Virgilio Piñera. Y se trataba de revistas hechas en la Isla, cerca de su público natural, y dirigidas a un mercado concreto, inmediato, lo que favorecía la prospección de anunciantes y sponsors. En cambio, las revistas patrocinadas por el gobierno cubano a partir de 1959 han disfrutado de una larga vida y de una extensa tirada. Casa de las Américas, por ejemplo, ha alcanzado el número 256 con 3.000 ejemplares por número.

La revista Encuentro de la Cultura Cubana es, por tanto, un caso sui géneris. Una revista sin país, o destinada a ese país virtual que es la diáspora y al país real que le cierra sus puertas y donde casi la mitad de su tirada ha debido circular clandestinamente durante todos estos años. Una revista hecha en Madrid para un público disperso por todo el planeta y un país cerrado. Aun así, ha durado 53 números en 13 años, con una tirada de entre 2.000 y 4.000 ejemplares por número. Es, sin dudas, el mayor empeño cultural cubano en el exilio durante este medio siglo y, para muchos, la mejor revista cultural de tema cubano en circulación.

Su historia se remonta a 1994, cuando se conmemoró el cincuentenario de la revista Orígenes. La Secretaría de Estado para la Cooperación Internacional y para Iberoamérica del Ministerio de Asuntos Exteriores de España organizó el seminario La Isla Entera, con el propósito de reunir a un numeroso grupo de creadores y críticos literarios cubanos, tanto residentes en la Isla como en otras latitudes, al margen de sus ideas políticas. Amigos que no se habían encontrado en muchos años. Jóvenes que veían por primera vez en “carne y hueso” al mito Padilla. Todos se reunieron en Madrid con una cordialidad sin fronteras ni ideologías. El escritor cubano Jesús Díaz, recién llegado de Berlín, venía a Madrid con una idea fija: fundar una revista donde encontrara cabida “un debate sobre el presente, el pasado y el futuro del país”. Expuso su proyecto, se produjo un diálogo marcado por el entusiasmo, y los asistentes confirmaron su apoyo y lo enriquecieron con sugerencias e ideas.

En 1995 se fundó la Asociación Encuentro de la Cultura Cubana, y en 1996 la Agencia Española de Cooperación Internacional donó los primeros fondos al nuevo proyecto. El primer número de la revista Encuentro apareció en el verano de ese año en condiciones bastantes precarias. A partir del segundo año, las fuentes de financiación se diversificaron: la National Endowment for Democracy (NED),  el Centro Internacional Olof Palme, del Partido Socialdemócrata Sueco, la Fundación Pablo Iglesias, del Partido Socialista Obrero Español, la Fundación ICO (Instituto Oficial de Crédito) española, la Fundación Ford, el Open Society Institute, la Dirección General del Tesoro, la Fundación Caja Madrid, la Junta de Andalucía, la Dirección General del Libro, la Unión Europea, etc. En 2000 se creó el diario digital y en 2002, gracias al apoyo la Unión Europea, se lanzó un portal llamado a convertirse en un sitio de referencia de la cultura cubana.

Durante estos trece años, la revista Encuentro ha publicado a centenares de autores cubanos y no cubanos, residentes en la Isla o en el exilio, y ha reafirmado su vocación plural en varias direcciones. La cultura como un espacio sin fronteras, de modo que en la revista dialogan todas las geografías. Un espacio pluritemático donde se codean la literatura y la música con las artes visuales, las ciencias sociales, la economía, la historia, la ecología y la política. Sin fronteras generacionales, porque sus páginas no se constriñen a una generación o una estética. Y, al mismo tiempo, prefigura la Cuba plural de mañana ofreciendo espacio a proyecciones ideológicas muy diversas y, con frecuencia, contradictorias, favoreciendo el diálogo necesario.

Dos de los principios fundacionales de Encuentro de la cultura cubana fueron su independencia, al no constituirse en plataforma de ningún partido u organización política de Cuba o del exilio,  y su carácter abierto, al conciliar en un solo espacio de diálogo las hasta entonces antitéticas nociones de “nosotros” y “ellos”, “adentro” y “afuera”. No obstante, y quizás por ello, la revista ha sido objeto de los más persistentes ataques por parte de las autoridades cubanas y de una zona del exilio.

Según La Habana, esos principios han sido mediatizados bajo la influencia de nuestros patrocinadores, especialmente la National Endowment of Democracy, condicionando una línea editorial pro-norteamericana. Pero basta hojear la revista desde sus orígenes hasta hoy para percatarse de la falsedad de esas acusaciones. Tan temprano como en el número 1, ya aparece una mirada crítica hacia el embargo y, en especial, hacia la ley Helms-Burton. De ahí en adelante, Encuentro ha dado cabida, a lo largo de sus 52 números, a numerosos textos que cuestionan la política norteamericana hacia Cuba, firmados por Jorge I. Domínguez, Luis Manuel García, Jesús Díaz, Joaquín Roy, René Vázquez Díaz, Alberto Recarte, Ignacio Sotelo, Max J. Castro, Marifeli Pérez-Stable, Guillermo Rodríguez Rivera, Iván de la Nuez, Tzvetan Todorov, Rafael Alcides, Beatriz Bernal, Carmelo Mesa-Lago, Juan Antonio Blanco, Diego Hidalgo, Andrés Ortega, Javier Solana, Alejandro Armengol, Haroldo Dilla y Arturo López-Levy, entre otros, sin que exista un hiatus en esta política, ni un punto de inflexión que permita a los funcionarios cubanos sustentar la tesis del “desvío” del mesurado proyecto inicial, aunque eso es lo que afirma Iroel Sánchez, director del Instituto Cubano del Libro:  que la revista “se inicia con una posición política no totalmente contraria a la Revolución, pero va evolucionando en esa dirección” (http://www.lajiribilla.cu/2003/n100_04/100_07.html). Una acusación que no es nueva. Según ella, el “giro” se produce alrededor de 2000-2001, con los dossiers Cuba, 170 años de presencia en Estados Unidos, Polémica en LASA 2000, Literatura Cubana en Miami y, desde luego, El presidio político en Cuba (No. 20, primavera de 2001). Pero la acusación entraña una contradicción. Si Encuentro, como afirma La Habana, ha seguido el diktat de la CIA a través del patrocinio de la NED, ese presunto “giro” se produce justo cuando la NED cede protagonismo ante las aportaciones de la Fundación Ford y la Unión Europea.

La consolidación de Encuentro, su talante abierto y la sostenida calidad de los trabajos publicados, le han valido un prestigio que atrae incesantemente a nuevos colaboradores y lectores. Encuentro ha conseguido lo que el gobierno cubano ha intentado evitar durante casi medio siglo: la nación posible donde quepan todos los cubanos. De ahí que sus ataques contra la revista sean más enconados y persistentes que contra otras publicaciones donde el anticastrismo puro y duro marca toda la línea editorial, sin espacios para el diálogo. Porque es precisamente el diálogo lo que más teme La Habana.

Para la nomenklatura de la Isla es muy difícil digerir la relación de personalidades a las que Encuentro ha rendido homenaje subrayando su aporte a nuestra cultura, no el bando o la geografía en que habitan: Tomás Gutiérrez Alea y Gastón Baquero, Eliseo Diego y Luis Cruz Azaceta, Fina García Marruz y Julio Miranda, César López y Manuel Moreno Fraginals, Antón Arrufat y Heberto Padilla,  Abelardo Estorino y José Triana, Virgilio Piñera y Antonio Benítez Rojo, Aurelio de la Vega y Reina María Rodríguez, entre otros. No se trata, al estilo de las autoridades culturales cubanas, de rescatar post-mortem del ostracismo a escritores indefensos, filtrando hacia el lector de la Isla sus obras previamente escardadas de “malas hierbas”.  Homenajeamos a intelectuales en activo que, en muchos casos, han recibido distinciones gubernamentales y/o militan activamente a favor del régimen.

Razón por la que una zona del exilio más beligerante ha acusado a Encuentro de ser una operación de la Seguridad de Estado cubana, destinada a dividir al exilio y “ablandarlo” frente al régimen de la Isla. Defienden el anticastrismo puro e intolerante con el mismo énfasis que el régimen propugna un castrismo sin “desviaciones” y castiga la más mínima disidencia. Acusaciones difíciles de conciliar con extensos dossiers sobre el papel de los militares en Cuba, el estado catastrófico de la economía, la transición, el desastre urbanístico, la Cuba post Castro, o el número especial sobre la represión durante la Primavera Negra de 2003. Encuentro siempre ha apreciado como un buen síntoma ese “equilibrio” entre las acusaciones de ambos extremos. La “pureza revolucionaria” que refrenda el monólogo se mira en el espejo de la “pureza contrarrevolucionaria” que refrenda el… qué casualidad. La supervivencia de ambos requiere un enemigo. Y para ambos, cualquier diálogo es perverso.

Todos nuestros colaboradores, cubanos y no cubanos residentes en cualquier geografía, son los artífices del proyecto Encuentro. Sin ellos, la idea no habría pasado de ser una ilusión compartida. Y eso es algo que conoce perfectamente el gobierno cubano, por lo que ha ejercido enormes presiones sobre los intelectuales de la Isla, y sobre muchos del exilio, para que se abstengan de publicar en nuestras páginas. Nueve de nuestros colaboradores fueron condenados a penas de hasta 25 años de privación de libertad y consta en las actas de los juicios que escribir para Encuentro era uno de sus “delitos”.  La táctica de coaccionar a los autores de intramuros  no es sólo un ejercicio de autoritarismo. Su lógica es más perversa: una vez cortado el tráfico intelectual con la Isla, se puede acusar a Encuentro de ser una revista “del” y “para” el exilio. Eso explica que muchos intelectuales se hayan abstenido de escribir en nuestras páginas, debido a las extrañas disciplinas que rigen las instituciones cubanas y a la presión total que puede ejercer un Estado totalitario. Pero una de las razones por las que Encuentro no se ha convertido en una revista “del” y “para” el exilio, fue expresada por un intelectual de la Isla cuyo nombre no mencionaré por prudencia: “Como antes había que publicar en Orígenes, ahora hay que publicar en Encuentro. Es la revista”. Aunque la primera razón es que muchos intelectuales, como el resto de la población, comprenden que el proyecto político ha caducado y que es imprescindible un diálogo abierto, sin servidumbres, para refundar un país que se desploma económica y socialmente. Durante los primeros treinta años de su gobierno, Fidel Castro exigió como paradigma el “intelectual comprometido” (con su proyecto, desde luego). Tras la catástrofe y el descrédito, ante la profunda desilusión de la ciudadanía, se invita a los intelectuales a recluirse en sus tareas profesionales, lo más asépticas posibles. Si no aplauden, al menos no hagan ruido. No soportan al intelectual comprometido, si no pueden manipular ese compromiso.  Y este nuevo “intelectual comprometido”, ahora con sus propias ideas, empieza a ser cada vez más frecuente.

En sus ataques, el gobierno cubano ha afirmado que Encuentro “con sus aparentes fines culturales, esconde propósitos políticos”.  Algo absolutamente falso. Desde el primer número hicimos explícito nuestro proyecto político: una Cuba plural y democrática, abierta al diálogo, en las antípodas de la Cuba totalitaria.

Pero esos ataques no se han traducido en un debate de ideas, a pesar de que Encuentro siempre ha estado dispuesta a publicar cualquier “versión oficial”. ¿Habría algo más natural que enviarnos un texto con una mirada diferente, que discrepe o polemice? Las poquísimas veces que esto ha sucedido, siempre se han reproducido fielmente. Pero no es éste un territorio cómodo para las autoridades de la Isla, habituadas a rehuir el debate ideológico con sus críticos y opositores, a menos que dispongan del derecho al veto, y a sustituirlo por la deslegitimación, que se ejerce desde una prensa cautiva y sin espacio a la réplica. Toda disidencia es etiquetada como “anexionista”, agente de la CIA y vendida a Washington. El insulto suplanta al argumento.

Y ese ataque se ha centrado en nuestras fuentes de financiación que, según ellos, condicionan una servidumbre política. Para esto no sólo utilizan su burocracia cultural y la prensa orgánica (un portal en internet, el diario Granma y la televisión), encargada de  manipular y ocultar datos, sino que instrumentalizan la desinformación de intelectuales extranjeros a los que invitan y agasajan, llegando al extremo de circular en la Feria del Libro de Guadalajara un copioso libelo anónimo.

Parten de una falacia: que los sistemas de cooperación y mecenazgo en sociedades democráticas operan según los mismos principios que en una sociedad totalitaria, la cual no sólo evita subvencionar cualquier proyecto que vaya contra su monopolio del poder y del pensamiento único, sino que prohíbe la búsqueda de fuentes de financiamiento al margen del Estado, penaliza la producción y distribución del pensamiento alternativo y elabora su propio Index de ideas y autores prohibidos. La trasgresión de esta norma está recogida en el Código Penal cubano. Si una sociedad democrática es, por definición, plural, admitiendo grados de libertad que permiten, incluso, navegar contra la corriente de la política oficial; un estado  totalitario sólo admite la circulación en un sentido.  Toda infracción de la norma de tránsito, es penada.

Un vistazo al sistema de cooperación que ponen en práctica las fundaciones públicas y privadas en sociedades democráticas demuestra que éstas suelen ejercer un mecenazgo atento al interés del destinatario, más que a una presunta “coincidencia ideológica”. En un ejercicio de independencia inconcebible para las reglas del juego totalitarias, contravienen, incluso, la política exterior de los países donde radican. Así, tanto la Unión Europea como la Agencia Española para la Cooperación Internacional, Caja de Madrid y la Fundación Ford donan fondos a instituciones de Cuba y también a Encuentro de la cultura cubana. GSF y Arca, instituciones norteamericanas, al igual que la Fundación Rockefeller, donan fondos a instituciones de Cuba para promover el deshielo y no a  Encuentro. En cambio, el National Endowmenf for Democracy (NED), cuyo propósito es promover la democratización, dona fondos a  Encuentro y no a instituciones de la Isla.

Fernando Rojas,  portavoz oficial de Cuba en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, declaró en Granma que Encuentro «ha sido financiada por la National Endowment for Democracy, (…) pantalla de la CIA».  Los voceros del gobierno cubano dan por sentado el carácter axiomático de la frase y que, por carácter transitivo, Encuentro es una operación de la CIA y del gobierno norteamericano. En ese caso, La Habana debería revisar sus relaciones con Gabriel García Márquez, amigo personal de Fidel Castro, cuya Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) ha recibido fondos de la NED y de otras entidades demonizadas por La Habana: el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), el Council on Foreign Relations norteamericano, la USIS (U.S. Investigations Services) y la Embajada de los EE. UU. en Bogotá. Del mismo modo, las acusaciones de Cuba a la Fundación Ford, donante de Encuentro, como pantalla de la CIA, ponen en entredicho a las propias instituciones de la Isla, ya que esa Fundación ha apoyado la conservación y modernización de la biblioteca de Casa de las Américas, en La Habana; el intercambio entre la Universidad John Hopkins y el Instituto de Relaciones Internacionales del Ministerio de Relaciones Exteriores de Cuba, y ha invertido fondos para crear un estado de opinión  favorable a la apertura de la política norteamericana hacia la Isla.

Argumentar que la línea editorial y la agenda de Encuentro están al servicio de la política norteamericana por razones de financiación es un razonamiento peligroso para el propio gobierno cubano. En treinta años de patrocinio soviético, Cuba recibió 39.500 millones en préstamos, de los cuales 20.000 millones permanecen impagados, 60.500 millones en subsidios y 13.400 millones en ayuda militar[1]. Siguiendo su propio razonamiento, podría aducirse que durante treinta años Cuba no fue un país, sino una operación del gobierno soviético.

Claro que las verdaderas razones de ese recurrente y patético intento de descalificar a Encuentro son la soberbia, el miedo y la impotencia. El gobierno de la Isla, desde una soberbia sin límites, se considera dueño y señor de las vidas y haciendas de todos los cubanos, y no tolera una publicación independiente y plural. En su arrogancia, se cree el administrador de la obra que hacemos incluso fuera de sus linderos territoriales. Pero tras esa soberbia se esconde el miedo ante el libre debate de las ideas, ante un espacio donde se puede hablar sin eufemismos ni discursos trucados, y donde nadie está obligado a refugiarse en el suelo sagrado de un silencio. Y la impotencia, porque al ser incapaces de rebatir ideas, se ven obligados al insulto, el engaño y la intimidación. Tanto los intelectuales de la Isla como los del exilio conocen el precio de saltarse la fatwa dictada por La Habana. Unos no recibirán permiso de salida; otros no recibirán permiso de entrada.

Y una razón que es síntesis de las anteriores: la ecología. El hábitat donde medra a sus anchas el totalitarismo es la beligerancia, la intolerancia, el miedo y la amenaza. Sobre la beligerancia permanente con Estados Unidos –cuyo mantenimiento se han esmerado en proteger de distensiones y aperturas– ha prosperado el estado de exención en que viven los cubanos hace medio siglo. Su “guerra permanente” sirve de coartada para trocar un país en cuartel, exigir obediencia y fidelidad ciegas,  y declarar desertor al que huye. Todo puente hacia la reconciliación debe ser dinamitado, a riesgo de que se desmorone la retórica de plaza sitiada y el poder omnímodo del régimen.

¿Por qué una revista editada en España por un grupo de escritores y artistas despojados de todos sus derechos dentro de Cuba, y cuya única arma son las palabras, preocupa tanto a un régimen que domina la vida de sus once millones de habitantes, y el intercambio de ideas y personas? ¿Será que no pueden controlar ese otro territorio inaprensible: la mente de sus ciudadanos?

 

Recién publicado el número 51/52 de la revista, la Asociación Encuentro de la Cultura Cubana cerró su oficina de Madrid en octubre de 2009 por falta de fondos. Prácticamente todos los trabajadores nos hemos ido a engrosar la mayor empresa de España, el Instituto Nacional de Empleo (¿o de Desempleo?). Desde que se conoció la noticia del cierre, no pocas botellas habrán sido descorchadas en el Ministerio de Cultura cubano y en el Comité Central. Con el alivio que supone sacarse una piedra del zapato, los funcionarios de la cultura (la unión de esas dos palabras es una verdadera aberración) dormirán mejor sabiendo que los jóvenes lectores de la Isla no serán corrompidos por textos de Carlos Victoria, Gastón Baquero o Reinaldo Arenas; ni violará su inocencia algún dossier sobre el papel de los militares, el suicidio o las ruinas de La Habana; ni se pasearán por las calles de la ciudad los cadáveres de los balseros y de los fusilados en el Escambray y La Cabaña. Tampoco deberán temer que una nueva ola de represión tenga como respuesta una carta abierta firmada por cientos de los más prestigiosos intelectuales europeos y americanos.

Pero también se habrán descorchado botellas en algunos recintos del exilio. El cierre de nuestra oficina demuestra que las subvenciones de la CIA o de la Seguridad del Estado (según versiones) no han sido suficientes. Y, hasta donde sabemos, no ha habido ofertas del KGB, ni del Mosad, del MI6 o de la Sûreté Nationale.

Aunque en ciertos corrillos del exilio (y del insilio también, why not?) puede haber otro ingrediente. Omar Torrijos contaba que a la entrada de un pueblo perdido de Panamá encontró el siguiente cartel: “Abajo el que suba”. Un enunciado a priori contra todas las políticas y los políticos (hasta que no se demuestre lo contrario) también podría servir de slogan al deporte nacional español y latinoamericano: la envidia. La diáspora cubana ha visto nacer y extinguirse a decenas, cientos de proyectos, muchos de los cuales habrían merecido mejor suerte. La persistencia de Encuentro ha hecho más difícil para algunos la digestión de esos fracasos. Otros han clamado por el cese de la financiación a Encuentro como si ello pudiera trasvasarse automáticamente en financiación propia. Y algunos han apelado incluso a la fórmula ejemplar de la envidia socialista: aquel hombre que sentado en la puerta de su casa ve pasar un flamante Mercedes Benz y desea de corazón que se estrelle en la próxima curva para que todos seamos peatones.

La más importante revista cultural hecha por la diáspora cubana está abocada a su desaparición. Pero soy portador de malas nuevas para los empresarios de pompas fúnebres. El muerto patalea. Existe la posibilidad de que Encuentro regrese en 2010 de entre los muertos para enturbiarle los sueños a los funcionarios cubanos.

«Perdonen que no me levante» es, posiblemente, el más conocido de los epitafios, que se atribuye a Groucho Marx; aunque en su tumba del Eden Memorial Park de San Fernando, Los Ángeles, sólo figura su nombre, las fechas de su nacimiento y de su muerte (1890-1977) y una estrella de David. Parafraseando ese epitafio sin lápida, me gustaría inscribir hoy en la tumba provisional de Encuentro: “Perdonen que sí me levante”, para que pueda seguir siendo una revista sin país. O mejor, la revista de ese país virtual donde habitamos todos los cubanos del planeta. O mejor, la revista del país que será mañana.

 

“La revista del país que será”; en: Madrid habanece; Iberoamericana Vervuert, Madrid, 2011.

 


[1] Carmelo Mesa-Lago; Breve historia económica de la Cuba socialista. Políticas, resultados y perspectivas. Alianza Editorial. Madrid, 1994).





El momentómetro

28 06 2011

En 1989 se implantó en Cuba un sistema de evaluación que rebajaba la frontera del aprobado y favorecía, en la estela del llamado “promocionismo”, un incremento de las notas medias en el sistema de enseñanza que no reflejaban en lo absoluto un incremento en la calidad pedagógica o los conocimientos de los estudiantes. Tras consultar a maestros, pedagogos y estudiantes, así como las claves del nuevo sistema, escribí un artículo donde se reflejaba su efecto perverso sobre la calidad de la enseñanza. Por entonces, yo estaba condenado a escribir sobre planetas distantes e historia antigua, y el artículo fue engavetado por la revista Somos Jóvenes siguiendo orientaciones de la dirección nacional de la Unión de Jóvenes Comunistas, dado que aquel no era “el momento” adecuado para su publicación. Tres años más tarde, ya derogado el sistema de evaluación, en una asamblea de la editorial con el secretario general de la UJC, éste nos invitó a un periodismo más comprometido, y citó como ejemplo mi artículo que, de haberse publicado en su momento, hubiera sido extraordinariamente útil para evitar los males provocados por aquel sistema.

Todos recordamos la sutil dialéctica de “el momento”. Habitualmente, en Cuba cualquier crítica sólo es admisible si se pronuncia en “el momento” histórico correcto. Y ello requiere una delicadísima percepción de hacia dónde soplan los alisios de la política nacional. Normalmente, nunca es “el momento”, y lo más frecuente es que “el momento”, fugaz milisegundo histórico, pase por nuestro lado sin que nos demos cuenta, y la próxima estación del crítico sea enterarse de que ya no es “el momento”.

Eso me recuerda una anécdota a la que se refiere Isaiah Berlin en “La dialéctica artificial”: Un camarero de un crucero pregunta cómo evitar que los platos se le caigan cuando la mar se pique. Le responden que no deberá caminar en línea recta, sino en zigzag, acomodando sus pasos al balanceo del barco. Llegado el momento, rompió una montaña de platos y argumentó en su defensa que cuando él hacía zig, el barco hacía zag, y viceversa. Concluye Berlin que esa es la sabiduría de cualquier ciudadano soviético: saber hacer zig o zag al compás del Partido.

“El momento” es una dama famélica a dieta de puro silencio. Camina con un dedo sobre los labios. Pide silencio, porque cualquier palabra no autorizada puede servirle al enemigo para componer una copla satírica. No hay que darle argumentos. Que se resigne a la música instrumental. Los muertecitos de Stalin no estaban muertos sino en terapia intensiva; se les proporcionaba respiración artificial de discursos, himnos en vena. Hasta la intervención de Nikita Kruschov en el XX Congreso. Ese día los desconectaron de golpe. Y fíjese bien, compañero, sabemos que hay un bache en la carretera de Viñales, pero no es el momento histórico de mencionar ese bache, que es bache pero es nuestro. El enemigo usaría nuestra autocrítica para decir que toda la carretera de Viñales es un bache, que el comunismo es un bache en la carretera de la Historia. ¿Comprende, compañero?

Entre “Fidel, Kruschov, estamos con los dos” y “Nikita, mariquita, lo que se da no se quita” hubo un interregno de duda en que un error de cálculo podía ser fatal. Como lo fue el titular del diario Revolución ante la invasión rusa a Checoslovaquia de 1968. Los chinos han sido, alternativamente, hermanos y peones del imperialismo. En 1978, los “gusanos” se convirtieron en “comunidad cubana en el exterior”, “mariposas”, para abreviar. Los sancionados por escribir a sus padres y hermanos de Miami, pudieron recibirlos en persona y sin disimulo. Nunca el género epistolar fue tan maltratado. La revista Sputnik pasó de recomendable a prohibida. Silvio Rodríguez, de prohibido a obligatorio. Y Fidel Castro, en 1985, durante el “Proceso de rectificación de errores y tendencias negativas”, censuró el desempeño de su propia revolución como quien acaba de regresar de un largo viaje y encuentra la casa desordenada.

Ahora hemos escuchado a Raúl Castro afirmar que “o Cuba cambia o se hunde la revolución”; «o rectificamos o ya se acaba el tiempo de seguir bordeando el precipicio, nos hundimos”; se refiere a los «errores» cometidos durante medio siglo de socialismo; invita a  «poner sobre la mesa toda la información y los argumentos que fundamentan cada decisión y, de paso, suprimir el exceso de secretismo a que nos habituamos durante más de 50 años de cerco enemigo»; afirma que «es necesario cambiar la mentalidad de los cuadros y de todos los compatriotas al encarar el nuevo escenario que comienza a delinearse»; invita a  no frenar, como en el pasado, las iniciativas de cambio, y que los acuerdos del Gobierno deberán cumplirse y no convertirse en letra muerta como ha sido habitual.

Y haciéndole la segunda, Alfredo Guevara (http://www.cubaencuentro.com/cuba/noticias/alfredo-guevara-cuba-vive-transicion-del-disparate-al-socialismo-264525) considera que Cuba vive una “transición del disparate” hacia el socialismo y, en un encuentro con estudiantes universitarios que recoge el portal Cubadebate, llama a “desestatizar” y “desburocratizar” al país. Advierte que nada cambiará “mientras todo lo administre una burocracia disparatada e ineficiente”, y llama a “destruir este aparataje descomunal que ha decomisado la sociedad”. “El crimen más grande que podemos cometer es aceptar que la ignorancia ocupe cargos (…) tenga poder sobre los demás. Y hay demasiada ignorancia en nuestro Estado todavía”. “Todas mis esperanzas, la verdad, están en que la desestatización y la desburocratización de la sociedad cubana, conduzca a una sociedad en que la creatividad de las personas se desencadene y sea tomada en cuenta seriamente”. Y concluye que “en lo más alto de la cúpula del poder hoy día, no priman ideas dogmáticas”, pero que durante años los dirigentes estudiaban marxismo “como marxismo-leninismo, como catecismo estalinista”.

Como diría Martí, «es la hora de los hornos y no se ha de ver más que la luz» (al final del túnel), por lo que el presidente cubano ha afirmado que ahora no es tiempo de mirar atrás, confiando en la amnesia selectiva de los cubanos. Una amnesia en la que también confía Alfredo Guevara. Pero, desgraciadamente, existen las hemerotecas.

Guevara considera que Cuba vive una “transición del disparate” hacia el socialismo. Y no queda muy claro a qué se refiere, porque en su intervención de 1961 en la Biblioteca Nacional afirmó que “después de la proclamación de nuestra revolución como una revolución socialista, no puede haber ni crítica ni posición honesta y seria de un intelectual que no parta del conocimiento profundo y serio de las posiciones marxistas-leninistas” (Revolución es lucidez, Ediciones ICAIC, 1998). ¿Era ese el disparate? En caso contrario, ¿lo mencionó antes?

Quien llama a “desestatizar” y “desburocratizar” al país, el que advierte que nada cambiará “mientras todo lo administre una burocracia disparatada e ineficiente”, y llama a “destruir este aparataje descomunal que ha decomisado la sociedad”, es el mismo que encabezó la cruzada contra Lunes de Revolución en aras de una centralización (del poder) cultural, el que  llamaba a desenmascarar “estas corrientes que se titulan nuevas y son antiguas, que se enmascaran con la revolución y se ríen de ella, que apoyan a la revolución y la niegan con su indiferencia en el arte”. (“Las catedrales de paja”, en: Nueva revista cubana, enero-marzo, 1960), y los acusó de no reconocer el cine soviético y de alabar, en cambio, el cine norteamericano, primero, luego la “nueva ola” francesa y el cine polaco. Y lo hizo en estrecho contubernio con el neoestalinismo de Edith García Buchaca. Aunque ahora afirme que durante años los dirigentes estudiaban marxismo “como marxismo-leninismo, como catecismo estalinista”.

Quien afirma que “el crimen más grande que podemos cometer es aceptar que la ignorancia ocupe cargos (…) tenga poder sobre los demás. Y hay demasiada ignorancia en nuestro Estado todavía”, no sólo hizo silencio mientras tanta ignorancia era entronizada, sino que practicó él mismo un favoritismo que con frecuencia primaba en el escalafón virtudes ajenas a la capacidad y el talento.

El que pone sus esperanzas en que nos encaminemos “a una sociedad en que la creatividad de las personas se desencadene y sea tomada en cuenta seriamente”, es el mismo que hostigó a Tomás Gutiérrez Alea, la figura mayor del cine cubano. En Volver sobre mis pasos. Una selección epistolar de Mirtha Ibarra (Tomás Gutiérrez Alea; Ediciones y Publicaciones Autor SRL, Madrid, 2007), cuya publicación intentó impedir Alfredo Guevara, aparece el memorando de Titón a Guevara, fechado el 25 de mayo de 1961, “Asuntos generales del Instituto”, donde toca prácticamente todas las llagas que asolarían durante medio siglo la cultura y la vida cubana: la ultracentralización de la toma de decisiones, que termina creando un cuello de botella que entorpece el trabajo; el escamoteo y la ocultación de información para evitar que los creadores “se contaminen” de algún virus capitalista; la cúpula autodesignada para decidir quién puede leer o ver esto o aquello sin mancharse; el monopolio estético, pues todas las obras deberán pasar por el filtro del gusto de una sola persona; la tendencia a pensar por los demás e imponer ideas; la minimización de los márgenes de libertad y la falta de confianza en las personas, con su corolario: la supervisión excesiva que ralentiza y castra el trabajo, mata la pasión artística y crea un clima opresivo.

Por eso no es raro que Memorias del subdesarrollo saliera adelante gracias a la intervención personal de Osvaldo Dorticós, entonces presidente de la República; que su película El encuentro fuera paralizada; que algunas de sus películas fueran engavetadas y otras, llevadas a pasear por diferentes festivales internacionales de la mano de funcionarios y burócratas, sin comunicarlo siquiera a su director, o que prosperara, con la anuencia de Guevara, el caso de suplantación realizado por Santiago Álvarez al apropiarse del crédito de realización de Muerte al Invasor, dirigido y editado por Titón. En carta de 1977 a Alfredo Guevara, Titón reconoce que las relaciones entre ambos han dejado de existir hace tiempo, a pesar de lo cual le escribe para aclarar cosas en aras del trabajo. Desgrana, entonces, un rosario de miserias y ostracismo a los que ha sido sometido, e incluso la posibilidad de irse del ICAIC y no hacer más cine.

En el caso específico de Guevara, hay que reconocer que, muy selectivamente, dio refugio en tiempos difíciles a artistas condenados al ostracismo, y no se le puede aplicar que “la ignorancia ocupe cargos”, para decirlo con sus palabras. La explicación la ofrece él mismo: “Creo que la inteligencia cuando es madura tiene un ángulo de diabolismo; si no, no es inteligencia”. (Entrevista a Alfredo Guevara por Leandro Estupiñán Zaldívar el 23 de octubre de 2009)

“Más vale llegar a tiempo que ser invitado”, reza un viejo proverbio, y a ese don de la oportunidad apela en todo el mundo la clase política. La diferencia es que en Cuba sólo existe un momentómetro homologado (obsoleta tecnología soviética remendada una y otra vez), y aunque las hemerotecas estén racionadas e impere la ley del olvido selectivo, para su mal, ha venido Pilar Google trayendo “al desmemoriado una almohadilla de olor”.

 

“El momentómetro”; en: Cubaencuentro, Madrid, 28/06/2011. http://www.cubaencuentro.com/cuba/articulos/el-momentometro-264665





Los años del miedo

10 06 2011

A mediados de 2003, realicé un tour por todas las librerías de Madrid con el propósito de colocar para su venta la revista Encuentro de la Cultura Cubana. En una librería de Moncloa dejé un par de números y el librero me pidió que volviera días más tarde para darme respuesta. Cuando regresé, me confesó que le gustaba mucho la revista y que ya era difícil encontrar publicaciones que “busquen un diálogo con lectores de contenidos, no de colorines” (intento ser textual), pero que le resultaba imposible venderla en su librería. ¿Por qué? Porque la mayoría de mis clientes son franquistas, concluyó. La respuesta me dejó por un momento anonadado, pero poco a poco fui entendiendo la lógica de aquel librero. Y Los años del miedo (Editorial Planeta, Barcelona, 2011, 558 pp.), de Juan Eslava Galán, ha contribuido a despejar decisivamente las dudas que me quedaban.

En la saga de su exquisita Historia de España contada para escépticos, que no deja títere con cabeza, Los años del miedo nos desgrana la historia cotidiana de la España franquista entre 1939 y 1952 con una prosa ágil y oportunamente irónica que se mueve entre el reportaje y el ensayo histórico. Lo anterior bastaría para recomendar su lectura. Pero a los cubanos este libro nos aporta tantas coincidencias, despierta tantas complicidades, que a menudo no estamos muy seguros de a qué país se refiere el autor.

La economía de supervivencia en la España que nos describe Eslava Galán produjo el café de cáscara de cacahuete tostada, ensalada de collejas, arroz de liebre al felino doméstico, sopas de peladuras de papas y arroz con ajo, conocido como “arroz de Franco”. Y también tuvieron su Nitza Villapol recetando bisté de cáscara de toronja y picadillo de cáscara de plátano. En Cocina de recursos, de Ignasi Domènech, se detalla, entre otras delicatessen, la tortilla de papas sin huevos y sin papas. Aquella España tuvo también coches a pedales, paladares clandestinos, y el motor de agua de Francisco Gascón, equivale a la bicicleta para desmochar de un innovador cubano. Y los planes fantásticos de la autarquía: esquistos bituminosos que harían de España un país petrolero, reservas incalculables de oro… como quien dice Cordón de La Habana y Zafra de los Diez Millones. Mientras, el gasto militar franquista ascendía al 63% del PIB. El cubano se desconoce.

La retórica también resultará extraordinariamente familiar. ¡La sangre de los que cayeron por la Patria no consiente el olvido!, machacaba la radio. Franco Franco Franco, gritan en la Plaza de Oriente. Fidel Fidel Fidel, en la Plaza de la Revolución. En todos los organismos oficiales responden al teléfono con el “¡Arriba España! Dígame”, equivalente del “Patria o muerte. Ministerio de Industrias” de los cubanos 60. Toda carta, incluso las de amor, debía encabezarse con el “Saludo a Franco. ¡Arriba España!”, como cerrábamos las nuestras con un “Revolucionariamente”, Pepito. El diccionario se purga de extranjerismos: aguardiente jerezano por coñac, ensaladilla imperial en lugar de ensaladilla rusa, los hoteles Internacional pasan a llamarse Nacional; Margarita Gautier, La Dama de las Camelias, se convierte en Margarita Gutiérrez, y la Caperucita Roja será desde ese momento la Caperucita Encarnada. Batida contra lo extranjero que Cuba extenderá al jazz, al rock y al béisbol, donde aparecerá una nueva nomenclatura: el campo corto, el jardín izquierdo; aunque el strike y el out se resistieron.

Concluye Eslava Galán que el español está condenado a ser mitad monje y mitad soldado. Como el cubano: mitad miliciano, mitad comisario político. “En España o se es católico o no se es nada”, declaró Franco en 1938. (La calle, la universidad, Cuba pertenecen a los revolucionarios). De modo que fingir religiosidad aunque seas ateo en la España franquista tiene su equivalente en esconder en el armario el corazón de Jesús o el altar a Eleguá. Fingir falangismo auténtico, sobre todo si te cogió la guerra en zona roja. “No significarse” era la consigna. Para que nadie se piense que inventamos la doble moral. La terrible historia de Teófilo, que para obtener su cartilla de racionamiento se ve obligado a decir que se avergüenza de su padre, encarcelado por republicano, es dolorosamente familiar.

Según el escritor falangista Agustín de Foxá, “Tenemos una dictadura dulcificada por la corrupción”. De modo que frailes pedófilos, militares ladrones, violadores falangistas gozaban de total impunidad… siempre que no flaquera su fe en el Caudillo y en Dios.

La educación pasó a ser coto exclusivo de la iglesia (“demasiadas misas para tan poco niño”, recordaba Terenci Moix) que se encargó de lavar sus cerebritos con el mismo entusiasmo que empleará años más tarde el Estado cubano tras convertir la educación en su coto exclusivo. Cualquier agricultor sabe que el vivero es el primer secreto de una buena cosecha. Los curas, como más tarde los ideólogos del Partido, imponen la moda: el largo de las faldas, la profundidad de los escotes y los peinados. Por entonces atemorizan las calles en su cruzada contra la inmoralidad “Los Luises”, niñatos de buena familia, una especie de brigada de acción rápida comandada por el padre Llanos, quien terminará convirtiéndose al comunismo con la misma fe jesuita y ejerciendo de misionero en la jungla chabolista madrileña del Pozo del Tío Raimundo, hasta su muerte “en olor de santidad marxista-leninista”. Aunque las normas morales eran relativas: el adulterio de la mujer era terminantemente censurado. El del hombre, comprensible. También se sancionará al militante del partido que en Cuba perdone una infidelidad a su mujer. De lo contrario no tenemos noticias. A veinte años de distancia, ambos regímenes restringieron la vida nocturna en nombre de una moralidad revolucionariofalangista.

Los index de libros prohibidos, los sindicatos verticales franquistas y su Seguridad del Estado podrían haber servido de modelos a sus homólogos cubanos, aunque en esto última la ínsula ha superado a la Madre Patria.

La Ley de Cortes Españolas estableció un “parlamento orgánico” casi idéntico a nuestra Asamblea Nacional del Poder Popular. Español, vota sí a la ley de sucesión, clamaba la propaganda, y el 93% de los españoles lo hizo, o eso dijeron los periódicos. Y en sus 36 artículos, el Fuero reconoce, entre otros, el derecho de los españoles a la libertad de expresión y reunión, “mientras no se atente contra los principios del Estado” (sic).

Durante los primeros años 40, submarinos nazis repostaban en Cádiz, Vigo y Tenerife. Los rusos tendrán su base en Cienfuegos. Los productores españoles acudieron a trabajar en la Alemania nazi, y los leñadores cubanos fueron a Siberia. Franco envió al frente ruso su División Azul y dijo que en caso de necesidad un millón de españoles defenderían Berlín. Cuba, en operación conjunta, envió sus tropas a Etiopía, y un millón de cubanos están dispuestos a defender Miami.

Revisitando a Weber, nos percatamos de que una dictadura carismática como la cubana hasta fechas recientes, tiene diferencias importantes con una dictadura patrimonialista legitimada por la victoria en la Guerra Civil, en la que Franco se aupó al poder por delegación de sus conmilitones y creó suficientes complicidades para mantenerlo. Mientras Fidel Castro es un líder carismático y un político inteligente y de una habilidad extraordinaria, Albert Boadella nos dice de Franco: “Se sostuvo tantos años en el poder porque su debilidad mental descolocaba a todo su entorno. Tenía la crueldad, la frialdad, la perversidad del imbécil, que puede ser mucha y muy importante. Lo cierto es que tuvimos enfrente a un enemigo de bajísima categoría”.

A pesar de lo cual, en sus políticas y en sus rasgos personales hay inquietantes coincidencias. El culto a la personalidad emparienta al gallego del Ferrol con el gallego de Birán. Corría de boca en boca el chiste del aspirante a maestro nacional que en el examen de aptitud, ante las preguntas: ¿Quién descubrió América? ¿Quién pintó Las Meninas? ¿Quién escribió El Quijote?, responde invariablemente: Francisco Franco. Y es aceptado como maestro nacional, ¿o será maestro emergente? Franco tenía su Gibraltar, como Castro tiene Guantánamo. Franco eligió como artista plástico de cabecera a Juan de Ávalos y Fidel Castro, a Kcho. Ambos practicaron hasta lograr una retención urinaria notable, para desesperación de sus escoltas, ministros y contertulios. Ignoro si se trata de una cualidad típicamente gallega. Para Franco, cualquiera que estuviera en su contra era masón. Para Fidel Castro, mercenario y anexionista. Y la fulminante destitución de Ramón Serrano Suñer —Carmen Franco, la hija del Caudillo, había preguntado en la mesa “¿aquí quién manda, papá o el tío Ramón?”— recuerda a las fulminantes planes pijama concedidos por Fidel Castro a quienes creyeron un día tener más poder del que les tocaba por la libreta.

Todo eso me ha permitido comprender mejor al librero de Moncloa, y posiblemente explique por qué a la muerte de Franco, mientras la izquierda española descorchaba el champán y las democracias occidentales aplaudían la oportunidad histórica de España para transitar hacia la democracia, en Cuba se declararon tres días de duelo oficial.

 

“Los años del miedo”; en: Cubaencuentro, Madrid, 10/06/2011. http://www.cubaencuentro.com/cultura/articulos/los-anos-del-miedo-263991





Anatomía del fantasma

14 10 1999

«En 1787 el colombiano Don Juan Ignacio de Salazar declaró que viniendo «de gente honrada y limpia de toda raza de Guinea» entablaba querella contra su hijo Juan Antonio por haber éste contraído matrimonio «de secreto» con la joven Salvadora Espinosa,  de «calidad mulata».

El hombre no sólo desheredó al hijo, ante el riesgo de que sus dos hermanas se quedaran solteras por no encontrar varón dispuesto a emparentar con familia «ennegrecida», sino que reclama una acción legal contra el sacerdote que los casó.

A algunos puede parecerle que este hecho se remonta a un pasado del que ya estamos muy alejados, en una América multirracial y mestiza, donde ya ningún periódico anuncia que

“Se venden cuatro negritos de dos años, hasta la edad de nueve en la cantidad de 550 pesos..”..

O         donde ningún mayoral apunta en su libro de zafra:

«Las reses matadas son toros. Se malogró una puerca de la ceiba. El negro muerto es Domingo Mandongo».

Pero se equivocan rotundamente. El hecho de que en Argentina o Santo Domingo se produjera la muerte estadística del negro, o de que en Cuba se haya abolido por decreto la discrirninacion racial, no significa su extinción. Del fantasma de la esclavitud, reconvertido a discriminación racial, imposición de patrones culturales blancos, conflictos familiares, sociales y laborales relacionados con la raza, trata este libro de Duharte y Santos que no sólo es recomendable, sino necesario para quienes deseen comprender el laberinto de relaciones sociales de nuestros pueblos.

Los autores dedican las primeras 70 páginas a analizar la situación del negro en países donde a primera vista no existen (Argentina y México), países donde se le ha convertido en un ser invisible (Colombia), países de mestizaje galopante aunque condicionado por prejuicios claramente institucionalizados (Brasil, República Dominicana, Venezuela), aquellos donde la población negra es abrumadora mayoría (Haití, Jamaica y algunas islas de las Antillas Menores), donde se interdigita la problemática negra con la indígena (Ecuador), el mosaico de conflictos en las pequeñas Antillas y el mito de la integración en Puerto Rico, para adentrarse en el caso de Cuba, a la que dedica veinte páginas, para concluir con un interesantísimo paquete de testimonios de entrevistados cubanos procedentes de los más diversos sectores, que ocupa las últimas 70 páginas. Aunque carecen de representatividad estadística, según confiesan los propios autores, estos testimonios son una muestra del modelo de pensamiento (racista o no, consciente o inconsciente) que ha condicionado en nuestra sociedad cuatro siglos de esclavitud, una división clasista que en mucho consideraba la aristocracia de la sangre, la preterización forzosa del negro a la base de la pirámide social, los largos procesos de despojo de la cultura del negro, y la imposición de los patrones blancos, occidentales, asumidos a veces de manera inconsciente y «natural» por la vía de los patrones estéticos, los medios de comunicación y los prejuicios que alcanzan el estatus de ley. Tanto el análisis de los autores como los testimonios vivos (y, en ocasiones, crudos) de los entrevistados, demuestran el grado de complejidad de este proceso en una Cuba que se «blanqueó» durante las primeras décadas del siglo con la inmigración peninsular, para «oscurecerse» más tarde con el éxodo de millón y medio de cubanos (mayoritariamente blancos), en medio de un proceso que abrió oportunidades a la población negra, «abolió» los signos externos e institucionales de la discriminación, y la definió como ideológicamente perversa; a pesar de lo cual la población penal continúa siendo mayoritariamente negra, la cúpula del poder mayoritariamente blanca, y las universidades se alejan aún de responder al balance racial de la población. Un país sometido a tensiones y cambios, donde se aprecia un renacer de los prejuicios raciales, una nueva escisión social.

 

Anatomía del fantasma, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena Letra n.º 14, otoño, 1999, pp. 216-217.  (Duharte Jiménez, Rafael y Santos García, Elsa: El Fantasma de la esclavitud Prejuicios raciales en Cuba y América Latina. Casa del Tercer Mundo Bielefeid y Pahí­Rugenstein Verlag Nachiolger Guiba, Bonn, Alemania, 1997. 160 pp.)

 





L´America Total

1 10 1999

En nuestro especializado mundo cultural y académico, son cada vez más frecuentes los estudios que intentan abarcar un espacio equivalente a la superficie de la yema del dedo, y practicar un estudio de mil kilómetros en profundidad. Lo que me recuerda la definición del especialista y el generalizador. El primero es quien sabe cada vez más de cada vez menos, para terminar sabiendo todo de nada. Mientras el generalizador es quien sabe cada vez menos de cada vez más, para terminar subiendo nada de todo.

Por eso alegra encontrar un texto como L’América, de Aleasandra Riccio, un texto donde no se intenta la autopsia de la cultura, mientras se reparten brazos y piernas a los especialistas correspondientes. Un texto donde la cultura no es el ente rectangular y predecible al que aspiraban los ilustrados, sino un cuerpo vivo, multiforme, en ocasiones monstruoso, pero sorprendente e impuro, donde todo o casi todo tiene cabida y es imposible leer el discurso literario sin insertarlo en sus contextos históricos o sin usar un diccionario político actualizado como material de consulta.

En L ‘América, Alessandra Riccio nos habla de la palabra como mecanisino de dominación, como arma a veces tan efectiva como la pólvora, que permitía que no se desencuadernara un imperio vasto aún para estos tiempos de red global. Aquellas palabras que para algunos nativos tenían ánima y eran capaces de contar al destinatario los sucesos del camino. Es interesante esa aproximación de algunos autores, desde los cánones de la literatura occidental (en cuya órbita nos movemos) al universo cualitativamente diferente de la experiencia histórica y cultural indígena.

La visión eurocentrista que impuso la ilustración, y que no era sino una ilustración de lo poco ilustrados que eran en materia americana; incurriendo en absurdos, exageraciones y, sobre todo, generalizaciones pueriles, dignas de la más desbocada mitología popular. Estereotipos que han fomentado durante siglos la complacencia de Europa en su propia ignorancia americana, la negación a adentrarse en lo que, por distante y distinto, tiene que ser forzosamente inferior.

También alude AIessandra al (¿estereotipo o no?) de la identidad cultural, el colonialismo y sus secuelas, el neocolonialismo norteamericano, los patrones culturales impresos sobre una tradición que rebasa los marcos estrictos de esa tradición occidental y adquiere su propia fisonomía en el habla, en el arte y la literatura, en el discurso popular y, no pocas veces, en el discurso político. Una fisonomía que se nutre de la oralidad, de lo cotidiano, de lo naif: aunque con frecuencia oculte sus fuentes.

¿Razones? El continuo proceso de mitificación y ocultamiento que ha sufrido Latinoamérica por parte del discurso político, desde la retórica renacentista que ocultaba la empresa medieval que fue la conquista, el lenguaje iluminista de la independencia que no logra ocultar un caciquismo subterráneo y realidades medievales, la retórica positivista decimonónica camuflando la entrega del continente al capital financiero, mientras América era reclamada por Los Americanos, enmascarando la nueva colonización mediante políticas de buen vecino (siempre que no tuvieran que apelar al big stick); hasta la retórica tendente a construir una América de servicio (y al servicio) aunque se hable de Alianza para el Progreso y Zona de Libre Comercio. Es algo que nos recuerdan Paz y Fuentes, y que Alessandra Riccio subraya. Un texto a mi juicio importante para desentrañar los laberintos ocultos, los nexos entre la palabra política y la literaria, entre la historia que ocurrió y la que nos han contado, entre el continente que han intentado analizar sin éxito los taxidermistas y ese continente vivo, de fronteras difusas  y que avanzan hacia el norte (¿devolución quizás, incruenta, de la conquista?), y que Alessandra examina al vuelo, al galope, descubriéndolo en plena audacia de un salto. Sin necesidad de capturarlo en las páginas de un ensayo cartesiano. Sin necesidad de clavarle un alfiler en la frente con un número de serie.

 

L´America total, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena Letra n.º 14, otoño, 1999, pp. 217-218.

 

 





Remember, Sampson, Remember

1 12 1997

Remember The Maine

(William R. Hearst, 1895)

 

Acodado en la amura, en esta noche del 2 de julio de 1898, el Almirante William Thomas Sampson (Palmyra, NY, 9-2-1840) contempla un prodigioso espectáculo que quizás nunca se repita: la entrada a la bahía de Santiago de Cuba iluminada desde el mar por los potentes reflectores del Iowa, sobre la que se ciernen, flotando en conos de luz, los altos artillados del Morro y la Socapa: colmillos de la bahía. Sampson lamenta que fracasara el intento de cegar la entrada hundiendo el Merrimac, reduciendo la escuadra de Cervera a cuatro patos en un estanque. Sabe que tras la victoria fulminante de Dewey en Filipinas, los lectores adictos al sensacionalismo de Hearst y Pulitzer claman por otra batallita que arrase a la marina española de este lago (norte)americano, el Caribe. El presidente Adams ya codició públicamente la Isla en 1820 y, en 1823, el doctrinario Monroe exponía una curiosa geografía: “el cabo Florida y Cuba forman parte de la desembocadura del Mississippi y de los demás ríos que desembocan en el Golfo de Méjico”; de modo que en el 26 logró frustrarse el intento de independizar las islas por las naciones latinoamericanas reunidas en el Congreso de Panamá. Una república antiesclavista a sus puertas era intolerable para el Sur; no así comprarla, como propuso en el 53 el Documento de Ostende ─pero entonces el Norte no estaba dispuesto a adquirir una milla más de territorio esclavista y sureño─. Después de la derrota confederada, el presidente Cleveland apostó por la autonomía de Cuba como paso previo a la anexión, y no reconoció la beligerancia de los cubanos, a pesar de que España, con 210.000 soldados, es incapaz de evitar que 34.500 mambises dominen las tres cuartas partes del territorio. Cleveland aducía que los cubanos “no tienen un gobierno civil”. Pero al Almirante le consta que no es cierto. Recuerda la grata impresión que le causó, en las dos entrevistas que sostuvieron, el General Calixto García: alto, elegante, culto, y portando como una condecoración la cicatriz del tiro con que intentó suicidarse antes que caer prisionero. Las palabras de los políticos, piensa Sampson, tienen un doble fondo, como baúles de mago. Y recuerda el mensaje del presidente MacKinley al Congreso del 11 de abril:

“Comprometer a los Estados Unidos a reconocer a un gobierno en Cuba podría sujetarnos a molestas y complicadas condiciones (…) a la aprobación o desaprobación de dicho Gobierno; tendríamos que someternos a su dirección, asumiendo el papel de mero aliado amistoso”.

El Almirante sabe que la opinión pública norteamericana apuesta por la independencia de la Isla, como los senadores Bailey, Stewart y sobre todo Redfield Proctor, quien se refirió a “la capacidad de de sus muchos patriotas y educadores [cubanos], los grandes sacrificios realizados, el temperamento pacífico de su pueblo, y las aptitudes para un buen gobierno propio…. y la estabilidad de las instituciones republicanas”. Y que, al cabo, lograrían la inclusión de la Enmienda Teller, según la cual

“…los Estados Unidos (…) niegan que tengan ningún deseo ni intención de ejercer jurisdicción, ni soberanía, ni de intervenir en el gobierno de Cuba, si no es para su pacificación, y afirman su propósito de dejar el dominio y gobierno de la Isla al pueblo de éste, una vez realizada dicha pacificación”.

Enmienda aprobaba con el apoyo de honrados partidarios de la lucha cubana, convencidos antiimperialistas, y de los intereses tabacaleros y azucareros que temen el ingreso de Cuba en la Unión. Poco antes de morir, en 1902, Sampson escuchará el rumor, recogido documentalmente por algunos historiadores, de que los representantes cubanos, por medio de un tal Samuel Janey, compraron conUS$2.000.000en bonos al 6%, emisión 1896-97 (que no se harían efectivos de no hacerse efectiva la República), los votos de algunos políticos. El 31 de diciembre de 1932, la República de Cuba deberá aún, por ese concepto, US$7.650. Tampoco el decrépito Sherman, Secretario de Estado, está por la anexión (propone que Cuba se anexe a México); ni los demócratas: Su plataforma electoral hablaba de “nuestra simpatía hacia el pueblo de Cuba en su heroica batalla por la libertad y la independencia”, aunque otros, en The Evening Post of NY, invocan sin cesar el peligro negro, como Cleveland y su Secretario Olney, que anunciaban la partición de la Isla en una república blanca y otra negra, comentando que lo mejor sería sumergir la Isla durante un tiempo, para así adquirirla, pero sin cubanos. Qué fauna, piensa Sampson. Ni los articulistas de The Manufacturer, porque al adquirir la Isla, Estados Unidos adquiriría una población “con todos los defectos de la raza paterna, más el afeminamiento, la pereza, la moral deficiente, la incapacidad para la ciudadanía, falta de fuerza viril y de respeto propio” y una negrada al nivel de la barbarie, de modo que “el negro más degradado de Georgia está mejor preparado para la presidencia que el negro común de Cuba para la ciudadanía americana”. Habría entonces que “americanizar a Cuba por completo, cubriéndola con gente de nuestra propia raza”. Como recomendaba al General Miles, jefe supremo del ejército, el Subsecretario de Guerra, J. G. Breckenridge:

“Es evidente que la inmediata anexión de estos elementos [la población cubana] a nuestra propia Federación sería una locura y, antes de hacerlo, debemos limpiar el país (…) destruir todo lo que esté dentro del radio de acción de nuestros cañones (…) concentrar el bloqueo, de modo que el hambre y su eterna compañera, la peste, minen a la población civil y diezmen al ejército cubano.

‘Este ejército debe ser empleado constantemente en reconocimientos y acciones de vanguardia, de modo que sufra entre dos fuegos, y sobre él recaerán las empresas peligrosas y desesperadas”

Sampson se encoge de hombros: Esos mismos políticos le prohibieron bombardear La Habana.

Cuando el Almirante Sampson presidió la comisión investigadora del hundimiento del Maine, ya barruntaba que en breve se vería frente a la flota de Cervera. Al cabo, el presidente MacKinley decidió apelar a

“la causa de la humanidad, la defensa de la vida e intereses de ciudadanos norteamericanos radicados en Cuba, los gravísimos perjuicios al comercio y negocios mercantiles de nuestros ciudadanos, la destrucción gratuita de la propiedad y la devastación de la Isla”.

Ya las exportaciones de Cuba a Estados Unidos habían ascendido de 54 a 79 millones de dólares entre el 90 y el 93, y las importaciones, desde 18 a 24 millones sólo entre 1892 y 1893. Ello cuadruplicaba el comercio de la Isla con su Metrópoli. Más la creciente importación de maquinaria norteamericana tras la abolición. Y los 50 millones invertidos, según el Secretario Olney, la mitad en la industria azucarera, devastada ahora por la guerra. Inadmisible, piensa el Almirante. Sin olvidar lo que afirmaba hace dos meses el Senador Thurston: “La guerra con España aumentará los negocios y ganancias (…) una acción en una empresa americana valdrá más dinero del que vale hoy”.

Pero en lo que debe concentrar su atención hoy el almirante Sampson es en la reunión que tendrá mañana con el General William Rufus Shafter (Galesburg, Michigan, 16-10-1835, 140 kilos) ─si la montaña no viene a mi…─, traído a la carrera desde la Florida para que con sus tropas de tierra tomara las fortificaciones que guardan la entrada de la bahía y así poder desmantelar las minas y entrar a por el combate final con Cervera. El Almirante monta en cólera de nuevo al recordar el mensaje de Shafter: que fuerce con mis buques la entrada de la bahía para evitar más bajas a los suyos. Es increíble que no se dé cuenta: sus infantes son reemplazables; nuestros barcos, no. Y si no puede, que solicite ayuda al hermano que Jesse James, que se ofreció a invadir Cuba con sus cowboys; o a Búfalo Bill, que proponía pacificar la Isla con indios salvajes. Qué pintorescos. Y Sampson sonríe a su pesar. Mañana aclararemos las cosas, o decidirá Washington. Al dirigirse a su camarote, el jefe de la escuadra norteamericana ignora que una decisión más grave impide esta noche dormir a Cervera: desvelado en cubierta, mira a los hombres que han de morir mañana.

Mientras navega hacia Siboney a bordo del Nueva York para reunirse con Shafter en la mañana espléndida de este domingo 3 de julio de 1898, jaspeada aún a tramos por girones de la niebla nocturna, Sampson se pregunta cómo una España venida a menos se ha embarcado en esta guerra contra la Unión. Les costará el doble de lo que habrían ganado vendiendo la Isla a su debido tiempo, calcula. Quizás el presidente Sagasta estuviera de acuerdo con Martínez Campos, quien, según el Cónsul inglés en Santiago de Cuba, confesó en octubre del 95 su deseo de que Estados Unidos reconociese la beligerancia de los cubanos. Iremos a la guerra y, con algunos buques hundidos, España abandonará Cuba sin más descrédito y con el honor nacional a salvo. Perder una guerra con la potencia del siglo XX no es lo mismo que perderla frente a un puñado de insurrectos.

Pero Sampson no puede distraerse más en divagaciones políticas, porque escucha el disparo de una pieza naval y se dirige corriendo a cubierta para presenciar desde lejos como el primer buque de Cervera, el María Teresa, sale de la bahía a toda máquina. Da orden de girar en redondo y enfila hacia la batalla inminente con el mal presentimiento de que Schley, su eterno rival quedado al mando mientras él bajaba a tierra, dirigirá la batalla que él lleva un mes preparando y con la sensación de ridículo por ser el primer almirante que conducirá una batalla naval en botas de montar y espuelas.

Se acerca a toda máquina al escenario del combate, lo suficiente para ver como Schley desde el Brooklyn eleva las señales, transmitiendo las órdenes de combate, y se ve aparecer, directamente hacia los barcos norteamericanos, para eludir el bajo que existe en la entrada, al Vizcaya, al Cristóbal Colón y al Almirante Oquendo. Cerrando la marcha, vienen los cazatorpederos Furor y Plutón. Rebasada la boca, los buques tuercen inmediatamente a estribor, intentando alejarse hacia Occidente. Ahora el María Teresa, con Cervera a bordo, enfila directamente contra el buque insignia norteamericano, el que más estorba la salida española por cerrar el círculo al oeste. Dispuesto viene el almirante a partirlo en dos con tal de abrir brecha a los suyos. Y Sampson contempla maldiciendo la extraña maniobra que hace ahora Schley ─ya le costará un expediente disciplinario─: El Brooklyn gira a estribor, alejándose de la batalla, y abriendo paso a Cervera. Dispuesto a perseguir a los españoles ─como diría Schley─, pero a prudencial distancia. Y cruzándose en la ruta de los otros barcos norteamericanos que vienen a toda máquina en persecución del enemigo. El Texas tiene que frenar con toda su potencia para evitar un choque, y la escuadra queda por un momento en completo desorden ante la desesperación de Sampson, que aún dista de darles alcance. El humo de las andanadas de ambos bandos nubla toda visión, y durante un buen rato no puede saber qué está ocurriendo. Al cabo, una ráfaga de brisa despeja la humareda, y puede ver al Plutón y al Furor. Sólo con ellos se cumplió su plan original: hundirlos uno por uno en la boca. Especialista en torpedos, Sampson respira aliviado. Y recuerda aquel torpedo que en Charleston hundió su Patapsco. Salvó la vida de milagro.

Prosigue la caza rumbo al oeste. Pero el Nueva York lleva quince minutos de retraso respecto a su escuadra, enzarzada con los navíos españoles que huyen a toda máquina pegados a la costa y disparando sus cañones de popa. El María Teresa está tocado de muerte: los puentes y cubiertas de madera arden, las piezas rodeadas de llamas hacen imposible la defensa. Un proyectil ha roto los conductos de agua e impide sofocar el incendio. Las municiones estallan, causando más estrago que las ajenas. Cuando embarranca en la costa, sólo quedan tres barcos enemigos. El siguiente no tarda en encallar, envuelto en llamas hasta la cofa. Fuerza al máximo la máquina del Nueva York, y logra acortar ligeramente la distancia, lo suficiente para ver cómo nueve millas más adelante embarranca el Vizcaya, acribillado. Milla a milla va dando alcance al resto de sus buques, lanzados tras el último español, el Colón, muy marinero y que los aventaja claramente en velocidad. Será difícil impedirle refugio en la bahía de Cienfuegos. Habrá que entrar en su busca (si las defensas de tierra y las minas no lo impiden), piensa Sampson. La persecución se prolonga. Tres horas más tarde, advierte con sorpresa un parón del enemigo. Piensa en una avería de las máquinas. No sospecha que el Colón ha quemado su última paletada de carbón de alta calidad. El carbón inferior que cargó en Santiago anula su única ventaja. Todos los buques le cañonean; incluso el Nueva York logra cuatro disparos. Al fin, el último buque de la escuadra española gira lentamente a estribor y encalla.

Tras 9.433 cañonazos de la escuadra norteamericana, Sampson comunica: “La flota a mis órdenes ofrece al país como regalo por la fiesta nacional del cuatro de julio la totalidad de la flota de Cervera”.

“Después de un combate desigual con fuerzas más que triples de las mías, toda mi escuadra quedó destruida (…) Hemos perdido todo y necesitaré fondos”, informa Cervera, prisionero en el Iowa.

La escuadra española es ya puro recuerdo. El Imperio, nostalgia. La Historia Made In USA acaba de empezar frente a la costa sudoriental cubana.

 

“Remember, Sampson, Remember”; en: El País. Memorias del 98, Madrid, diciembre, 1997.

 





Viva el aburrimiento

30 05 1996

Yo viví durante cuarenta años en un país que era noticia, cuando menos una vez al mes. Mirabas el diario en el estanquillo con recelo y lo tomabas con precaución, porque las noticias solían saltarte al cuello. Ahora vivo en otro país donde cada escándalo parece mero prólogo del siguiente, donde el problema de los redactores jefes no es qué pongo en portada sino cuál pongo en portada.

Cuando estudié Comunismo Científico (así se llamaba la asignatura), nos pintaron el comunismo como el mundo desprovisto (o casi) de contradicciones, plácido remanso de la paz, la concordia y el amor universales. A punto estuvimos de creérnoslo, pero respiramos aliviados al saber que se trataba de una sociedad allá muy lejos y que jamás alcanzaríamos en nuestra efímera vida. Porque nuestra primera noción fue la de una sociedad bien aburrida.

Han pasado los años de la universidad. Habito, en rápida sucesión, dos países donde el sobresalto es la materia prima básica de la realidad, y los comparo con esos otros países que jamás son noticia, ni hay escándalos, ni defenestraciones, ni robos a portafolio armado. Y pienso si no se aburrirán esos ciudadanos del Capitalismo Científico. Y quizás se aburran, si no pueden hallar en el entorno las emociones que a su vida familiar estancada y a su trabajo repetitivo y automático le faltan. Pero si, por una de esas casualidades, se interesaran por crear una familia y no, simplemente, por descansar distraídamente sobre ella; si su trabajo fuera creativo e interesante, la escasez de ruidos exteriores no haría sino aguzar el oído hacia los sonidos interiores. Casi siempre se cumple que «a río revuelto, ganancia de pescadores», porque los pescadores no pretenden saber qué ocurre en el río, sólo llevarse a casa su botín. En cambio, quienes investiguen los secretos del río, su dialéctica, que seguramente la tendrá aunque no sea un río hegueliano, preferirán la corriente suave y los remansos donde es más fácil otear el fondo.

De modo que, al cabo de los años, he llegado a pensar que tan aburrida no sería aquella hipotética sociedad que nos contaban, porque un viaje en tren puede ser una mágica sucesión de paisajes o un inacabable traqueteo, según quien sea el viajero. Y ante la página en blanco me sentí tentado a escribir tan sólo: Viva el aburrimiento. Pero había que dar ciertas explicaciones. Cuando menos, para que no malinterpreten.

“Viva el aburrimiento”; en: Diario de Jaén, Jaén, España, mayo, 1996, p. 28.





Bizantinadas

7 02 1996

A pesar del estruendo que venía desde las murallas atravesando el aire leve de Bizancio, los monjes continuaron enfrascados en discusiones teológicas y de orden interior.

Entre tanto, Mohamed Mahomet II, El Conquistador, estaba cumpliendo lo que se había prometido a sí mismo desde el principio de su reinado: sitiar Constantinopla, cuya conquista prometía el Corán a los musulmanes, signo precursor del juicio final que aguardaba a los cristianos y del triunfo definitivo de la verdadera fe (Alá, of course).

Mientras Constantino XIII, con el rostro tiznado de humo y pólvora, trataba de restañar las heridas por donde se le iba desangrando la ciudad, llegaron a sus oídos, gracias a un cambio rápido, y por suerte efímero, de la brisa, retazos de aquella discusión perpetrada por los monjes, cuyo fin último era decidir el sexo de los ángeles, si las sandalias reglamentarias serían negras o marrón, el calibre y color de la cuerda con que se anudarían la sotana y otros asuntos incluso más complejos, en los que no era fácil alcanzar el consenso. A Constantino XIII le dieron ganas de voltear sus cañones y convertir a los monjes en puré de. Pero por suerte (para los monjes), el cambio de la brisa fue breve, un mar de cimitarras se le vino encima, y  Constantino XIII se olvidó de ellos.

Los musulmanes no. Y más tarde dispusieron de mucho tiempo libre.

 

“Bizantinadas”; en: Diario de Jaén, Jaén, España, 7 de febrero, 1996, p. 26.