Cierta tarde, a fines de los años 80, un conocido escritor mexicano, impenitente bebedor de Coca-Cola, me confesó que varios meses atrás, insultado por unas declaraciones de Octavio Paz en las que éste criticaba el talante autoritario y liberticida de una considerable zona de la izquierda, lanzó por la ventana El laberinto de la soledad, una obra clave para entender a México y a América Latina. Yo la había leído en una manoseada edición impresa por la editorial Siglo XXI en 1970. Camuflada bajo la cubierta de una revista La mujer soviética, porque Octavio Paz estaba en Cuba contraindicado. Era tan dañino para la salud política como Vargas Llosa, Orwell y Cabrera Infante. El libro circulaba de mano en mano, más eficaz por lo secreto, en una cofradía de lectores asiduos. De modo que respondí al escritor mexicano que lamentaba no haber estado aquel día a los pies de su apartamento en la Colonia Condesa del D.F. para hacerme con el ejemplar defenestrado. No te hubiera dado tiempo, me respondió. A los cinco minutos bajé corriendo la escalera y pude rescatarlo de la acera desierta.
Reverenciado y escarnecido con idéntica intensidad, Octavio Paz Lozano (1914-1998), poeta y ensayista, premio Cervantes (1981) y premio Nobel de literatura (1990), publicó a los 17 años sus primeros poemas y no dejó de encandilarnos con su poesía e iluminarnos con sus ensayos hasta sus últimos días.
Hijo de la revolución mexicana, dedicó un poemario, No pasarán! (1936), a la Guerra Civil Española. Con el mismo énfasis celebró el espíritu renovador de las revoluciones (“encarnaciones modernas del mito del regreso a la edad de oro”, según él) y denostó la violencia. Desde mediados de los años 40 intentó conciliar la tradición liberal con la justicia social. “Él siempre creyó en el diálogo entre la tradición liberal y la tradición socialista, en esa convergencia de las dos tradiciones, la única posibilidad de una sociedad mejor. ¿Qué dejaba a un lado? Todos los fanatismos de la identidad, racistas, nacionalistas, religiosos, las dictaduras”, como afirmó Enrique Krauze en entrevista al diario El País[1]. El politólogo Roger Bartra afirma que ese diálogo sí se produjo en determinado momento, aunque entre la izquierda “la influencia del poeta, desgraciadamente, no ha sido suficientemente reconocida”[2].
Paz fue fiel a sí mismo: le resultaba inaceptable que “un escritor o un intelectual se someta a un partido o a una iglesia”[3]. Gracias a esa independencia de criterio, a esa capacidad de leer la realidad desde una perspectiva libre de prejuicios y dogmas, nos dejó desde los años 50 libros fundamentales para entendernos a nosotros mismos, como Libertad bajo palabra (1949), El laberinto de la soledad (1950), ¿Águila o sol? (1951), El arco y la lira (1956) y Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe (1982), el ensayo “más importante sobre crítica literaria”, en palabras de Vargas Llosa.
Sin esos textos no nos entenderíamos de la misma manera. No comprenderíamos las diferencias fundamentales entre nuestra tradición hispánica entreverada con los mitos ancestrales americanos, y la civilización puritana y anglosajona con su perspectiva positivista y su fe inquebrantable en el progreso. No comprenderíamos las actitudes de unos y de otros frente al cuerpo, la sexualidad, la fiesta, la fe, el goce de la vida y ante la muerte, esa soledad que siempre nos acompaña. Esa “soledad tiene las mismas raíces que el sentimiento religioso. Es una orfandad, una oscura conciencia de que hemos sido arrancados del Todo y una ardiente búsqueda: una fuga y un regreso, tentativa por restablecer los lazos que nos unían a la creación”[4].
Refiere Octavio Paz en “El pachuco y otros extremos” que al comentar a una amiga las bellezas de Berkeley, ella le respondió: «Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros hablan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma?”.
Y no hay en ello ningún provincianismo miope. Él observó la literatura desde lo propio, desde la identidad, pero también de una manera universal.
Según Krauze, el pensador Paz se mantuvo durante toda su vida en Guerra: “el revolucionario y el liberal; el socialista y el demócrata; entre su padre y su abuelo”, polemista consigo mismo, como apunta acertadamente Vargas Llosa.
Si el ensayista Octavio Paz nos alumbra, el poeta deslumbra, en particular el poeta del amor y del erotismo cuya arquitectura verbal se codea con la mejor poesía de todos los tiempos. En “De Piedra de sol” (1957), un poema total, enuncia:
“voy por tu cuerpo como por el mundo,
tu vientre es una plaza soleada,
tus pechos dos iglesias donde oficia
la sangre sus misterios paralelos,
mis miradas te cubren como yedra,
eres una ciudad que el mar asedia,
(…)
vestida del color de mis deseos
como mi pensamiento vas desnuda,
voy por tus ojos como por el agua,
los tigres beben sueño en esos ojos,
el colibrí se quema en esas llamas,
voy por tu frente como por la luna,
como la nube por tu pensamiento
voy por tu vientre como por tus sueños”
Octavio Paz reinventó su México natal desde la poesía, como diría en Libertad bajo palabra: “Invento la víspera, la noche, el día siguiente que se levanta en su lecho de piedra y recorre con ojos límpidos un mundo penosamente soñado. (…) “Contra el silencio y el bullicio invento la Palabra, libertad que se inventa y me inventa cada día”.
Lejos de ser un intelectual de salón, un poeta de capilla aislado del murmullo soez del mercado y la verdulería por las murallas de la academia y los fosos que en nuestro continente suelen cavar a su alrededor los poderosos para salvaguardarse de la plebe, Paz se mantuvo ocho décadas y media en guerra contra la estupidez y el menosprecio, intentó un México antes informulado, y lo hizo desde la pertenencia. No hay una declaración de fe ni manifiesto tan explícito como estos versos del poema “De Piedra de sol”. Unos versos que lo definen con más exactitud que cualquier hagiografía, cualquier discurso de ocasión (y esos ahora no escasean) o cualquier ensayo académico que intente abarcar lo inabarcable:
“todo se transfigura y es sagrado,
es el centro del mundo cada cuarto,
es la primera noche, el primer día,
el mundo nace cuando dos se besan,
(…)
las máscaras podridas
que dividen al hombre de los hombres,
al hombre de sí mismo,
se derrumban
por un instante inmenso y vislumbramos
nuestra unidad perdida, el desamparo
que es ser hombres, la gloria que es ser hombres
y compartir el pan, el sol, la muerte,
el olvidado asombro de estar vivos”.
[1] “La izquierda no sabe lo que se perdió al dejar de hablar con Octavio Paz”, 31-5-2014.
[2] “Un tango con Octavio Paz”; El País, 19 de junio, 2014. (http://elpais.com/elpais/2014/06/19/opinion/1403134143_711389.html)
[3] En Vuelta a El laberinto de la soledad.
[4] El laberinto de la soledad.
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