Vivir (o morir) del cuento

2 07 2013

Intervención de Luis Manuel García Méndez en la presentación de su antología personal Vindicación de Macbeth (Editorial Verbum, Madrid, 2013), y la Mesa redonda sobre el presente y el destino del cuento, con la participación de Juana Martínez, catedrática de la Universidad Complutense, y la escritora española Cristina Cerrada.

Casa de América, Madrid, 2 de julio, 2013

El cuento es un extraño artefacto literario. Novela con vocación de poema. Poema con ínfulas de novela. Se le atribuye brevedad, tensión, intensidad; un único tema y una nómina limitada de personajes. Pero no siempre ocurre. Género mudable, en evolución, inasible, resbaladizo, suele ser difícil encontrar los factores comunes entre cuentos largos, demorados, fluviales, donde el protagonista es el ambiente, y microcuentos como bengalas, más cerca del poema que de la narrativa. Hay cuentos que gravitan alrededor de un acontecimiento y otros, alrededor de un personaje. Cuentos que nos mantienen en vilo hasta saber qué, y otros, hasta saber cómo. Historias protagonizadas, incluso, por la estructura narrativa.

Siempre que se intenta definir el cuento, recuerdo aquella sabia definición de “novela” como “cualquier libro que se anuncie en su portada con la palabra novela”, e invoco la posibilidad de aplicárselo al cuento.

Lo cierto es que la novela camina hacia su desenlace como un transeúnte curioso que se desvía cada vez que algo llama su atención. El cuento, en cambio, se mueve como una flecha. Cualquier distracción puede convertirlo en un disparo fallido. Y aunque los cuentos suelen reunirse en colecciones, e incluso en cuentinovelas con una sólida vocación unitaria, todo cuento debe cerrarse en sí mismo, ser autosuficiente, crear sin muletas un efecto particular en el lector.

Etimológicamente, la palabra “cuento” deriva de contar, computare, es decir, calcular. De modo que existe una equivalencia entre contar o enumerar objetos y contar o enumerar sucesos, de ahí esa vocación matemática que exhibe todo buen cuento: cada línea, cada palabra cuenta. Quien haya intentado sustraer una palabra o una oración a un cuento de Jorge Luis Borges, habrá descubierto que en él todas las palabras son lo que los arquitectos llamarían estructurales. Hay peligro de derrumbe. Y esta necesidad de narrar con la máxima economía de medios es común al cuento popular tradicional, al chiste callejero y al cuento literario moderno.

Parecería que en tiempos de twits y SMS, cuando todos afirman no disponer de tiempo (salvo para perderlo); en una época de lecturas a retazos en autobuses y vagones de metro, los lectores deberían inclinarse por el cuento breve e intenso que puede paladearse en cuatro paradas de metro. Sin embargo, desde hace varios decenios, al menos en España, el cuento cede espacio a la novela, a pesar de que en este país existen más de mil concursos anuales de cuentos, entre ellos algunos de los mejor dotados del planeta. La explicación de este fenómeno merecería un capítulo aparte. Podría achacarse, sin dudas, al marketing editorial y la incidencia del best seller, pero sólo en parte. A ello se sumaría no una cuestión de extensión, sino de intensidad. No es lo mismo la lectura desatenta de una novela (en especial, del tipo de novela de lectura masiva), donde a veces puedes deslizarte sobre tres o cuatro páginas sin perder el hilo, que la intensa lectura de un cuento, donde cinco líneas pueden ser cruciales.

Hoy Cristina Cerrada nos ha hablado del cuento en España y ofrece signos alentadores protagonizados por algunas editoriales de literatura (es necesario hacer la salvedad dada la proliferación de editoriales que publican otra cosa) que incluyen cada vez más libros de cuentos en su línea de trabajo. La profesora Juana Martínez ya ha explicado que es bien diferente el comportamiento del género en América Latina, donde ha contabilizado más de 6000 libros de cuentos publicados, un ejercicio literario del que se han ocupado, casi sin excepción, todos los maestros de la narrativa continental.

A pesar de que aún es un fenómeno reciente, y que la narrativa suele responder despacio a los desafíos tecnológicos, las nuevas formas de literatura digital, las narrativas corales, los textos abiertos donde el lector puede elegir, conscientemente o al azar, entre varios desenlaces que se bifurcan, todo ello tendrá, sin dudas, sus efectos sobre el destino del cuento. Como ya lo tienen sobre el mercado del libro las ediciones digitales y la lectura online, desde la edición hasta la publicación y la distribución de los textos. De modo que las conjeturas sobre el futuro del género entran cada vez más en un territorio cuya cartografía es incierta.

En el caso de Cuba, el cuento ha sido un género cultivado por los mejores narradores desde las primeras décadas del siglo XX, con las obras de Enrique Serpa (Felisa y yo, 1937), Carlos Montenegro y Lino Novás Calvo. Montenegro, además de su excepcional novela Hombres sin mujer (1938), nos dejó grandes relatos como “El caso de William Smith”. De Lino Novás Calvo son dos extraordinarios libros de cuentos: La luna nona y otros cuentos (1942) y Cayo Canas (1946), y escribió uno de los mejores cuentos de la literatura latinoamericana, “La noche de Ramón Yendía”. Y esa gran cuentística alcanzó su esplendor en los años 50 con libros como El gallo en el espejo (1953), de Enrique Labrador Ruiz; Aquelarre (1954), de Ezequiel Vieta; Cuentos fríos (1956), de Virgilio Piñera; El cuentero (1958), de Onelio Jorge Cardoso; El otro Cayo (1959), de Lino Novás Calvo, y Guerra del tiempo (1958), de Alejo Carpentier; más los cuentos de Lydia Cabrera, Ángel Arango, Félix Pita Rodríguez, Eliseo Diego, Dora Alonso y Lezama Lima. Con eso bastaría para hablar de una sólida cuentística cubana. Pero esa tradición se mantendrá y se enriquecerá durante el medio siglo siguiente, con voces singulares y diversas que “tocan todos los palos”, como dirían los cantaores flamencos: cuentos “realistas” (en las más diversas interpretaciones de este término), oníricos, fantásticos, históricos, futuristas, tecnológicos, alucinados, terroríficos, policíacos. La diversidad de temas y motivos asumidos por el cuento en Cuba supera ampliamente el espectro que abarca la novela. Y la nómina de autores es tan extensa que cualquier intento agotaría la paciencia de ustedes o pecaría de parcial e injusta.

¿Por qué se mantiene la tradición del cuento en Cuba?

Pienso que existen motivos de diversa índole. En primer lugar, las editoriales continúan publicando libros de cuentos con, al menos, la misma intensidad que otras formas narrativas, y desde criterios de calidad, dado de los condicionamientos de mercado nunca han sido una prioridad para la industria editorial cubana. En segundo lugar, los escritores continúan escribiendo cuentos, no sólo porque es un excelente espacio de aprendizaje narrativo, y permite experimentaciones y ensayos “a escala” que quizás mañana se trasvasarán a la novela, sino también porque existe una industria editorial donde esos libros tendrán cabida. Y también porque entre las urgencias del pan ganar, es más fácil cerrar un cuento sin perder el tono, la intensidad, que cerrar una novela de 300 páginas. Aunque no me avalan estadísticas fiables, opino que hay en Cuba un público lector de cuentos, y habría varias razones para que así fuera: El cuento está más cerca de la elipsis y el sobreentendido que caracterizan la oralidad cubana. La larga tradición del género y su peso editorial a lo largo de muchos años tiene que haber modulado el mercado.

Además de lo anterior, hay una peculiaridad del cuento en Cuba que merece una mención aparte. Medio siglo de periodismo anémico, elusivo, obediente, silencioso, ha provocado en el lector cubano una inanición informativa crónica. La historia, como los ríos, tiene sus meandros, sus mansas desembocaduras y sus rápidos. La de Cuba entre 1959 a la fecha ha discurrido casi siempre entre peligrosos rápidos y sinuosos meandros, excelente materia prima para los narradores. Mijaíl Bajtín afirmó que «cada día posee su lema, sus vocabularios, sus acentos», y eso es particularmente visible en una buena parte de la cuentística cubana escrita desde 1959. Por el contrario que la novela, cuya respuesta a las urgencias de lo cotidiano sufre una suerte de retraso inercial, la respuesta del cuento es relativamente rápida. Basta repasar la presencia del héroe en la cuentística cubana para descubrir una evolución desde el héroe épico de los años 60 hasta el superviviente como héroe del “Período Especial” y el “héroe a su pesar” de las guerras africanas que aparece en la cuentística desde mediados de los años 90; pasando por el “héroe nacional del trabajo”, figura fugaz, cercana al realismo-socialista, en la segunda mitad de los 60 y en los 70.

Bastaría un ejemplo para ilustrar ese atractivo adicional, extraliterario: cuando se publicó el cuento de Senel Paz El lobo, el bosque y el hombre nuevo (1991), en varias redacciones periodísticas había artículos, reportajes, entrevistas sobre los temas de la homosexualidad y la intolerancia. Permanecían pospuestos, olvidados, en proceso de aprobación (algo que en la dinámica de la prensa cubana puede durar varios años) o rechazados, en ocasiones con consecuencias desagradables para sus autores. La publicación del cuento “liberó” de su prisión domiciliaria algunos de esos textos y generó un saludable debate social. Esto se explica por la minuciosa gradación de la censura, desde la televisión en el más alto grado hasta los libros de literatura y las revistas culturales de escasa tirada que gozan de una censura de “baja intensidad” (es un decir).

 

El libro que nos sirve de excusa para reunirnos esta noche, Vindicación de Macbeth, es el primero de una colección que ha iniciado la editorial Verbum: autoantologías de diferentes autores, cada uno de los cuales se encargará de ese ejercicio difícil y penoso que es seleccionar lo que consideras mejor de tu propia obra.

A la altura de 2013, dos tercios de mi vida, cuarenta años, discurrieron en la Isla, y los siguientes diecinueve, en España. Escribí mi primer libro de cuentos en 1981, aunque no se publicaría hasta 1987. Trece años de escritor insiliado y diecinueve de escritor exiliado. Tres de mis quince libros publicados o en prensa han aparecido dentro y fuera de la Isla; cuatro, sólo en Cuba, y los ocho restantes, sólo fuera. De estos quince libros, seis son de cuentos para adultos: Sin perder la ternura (1987), Los amados de los dioses (1987), Los Forasteros (1987), Habanecer (1992), El éxito del Tigre (2003) y El Señor de los Naufragios (2011). A los que se suman tres volúmenes inéditos de cuentos: Jardines Invisibles (2010), Test de Rorschach  (2012) y el último, Topografía del tiempo  (2013).

Entresacar de esos nueve libros los que considero mis mejores cuentos ha sido una labor temeraria. Raras veces el autor es un buen crítico de su obra. Además de la propia impericia, desde luego, pesan demasiado el afecto por los textos, las huellas que deja en su percepción el proceso de la escritura. Para un antologador externo, en cambio, todos los textos son contemporáneos, nacen en el momento de la lectura, y los observa con idéntico desapego. El autor sufre una persistente asincronía. De mi primer libro de cuentos, Sin perder la ternura, me separan treinta y dos años; del último, Topografía del tiempo, dos semanas. Sólo por eso me sé incapaz de evaluarlos imparcialmente. El antologador que soy yo a la altura de 2013 es muy diferente al yo que escribió su primer libro, pero lo recuerdo perfectamente, y eso también condiciona el resultado final.

En mis cuentos, como en buena parte de la narrativa cubana, coexisten pacíficamente realismo y fabulación, lo cotidiano y lo fantástico, el siglo XVI con el hoy y el mañana, geografías inmediatas que se pueden recorrer calle por calle y mundos alucinados, de coordenadas inquietantes. En este libro hay bares trashumantes; fusiles que se niegan a obedecer a su soldado;  una guerra entre los escribas de un país muy raro; la historia de un tigre que compone ficciones con gran éxito de crítica y de público. Aquí un náufrago puebla con la imaginación su isla desierta; las calles, los edificios y los objetos se amotinan contra sus creadores; los dioses peregrinan en busca de sus creyentes y son devueltos a sus cielos de origen.

Pero también aparece un antiguo profesor de Física mientras pesca sobre una cámara de camión, asediado por los tiburones del estrecho de la Florida, intentando, cuando menos, mantenerse inmóvil en la corriente. El viejo héroe de la guerra despierta de madrugada sabiendo que mañana será expulsado deshonrosamente del trabajo, y un joven rememora las consecuencias personales de lo ocurrido en 1980, cuando 125.000 cubanos huyeron por el puerto del Mariel.

Son también muy diversas las perspectivas desde las cuales están escritas estas historias: su concepción y la  panoplia de temas y motivos las instalan en tres espacios diferentes: La literatura posnacional y sus fronteras líquidas donde se situarían la mayor parte de los cuentos de El éxito del Tigre, El Señor de los Naufragios, Test de Rorschach y Topografía del tiempo. La literatura nacional (Sin perder la ternura o Habanecer). Y la “literatura exonacional”, aquella que, por su sintaxis, norma lingüística, temas y motivos, podría inscribirse en el canon de lo nacional, pero al estar escrita desde otra perspectiva (geográfica, artística, e incluso ideológica en el caso sui géneris de Cuba), aporta a ese canon una mirada excéntrica. Además de que, como ya afirmara Valle Inclán, “las cosas no son como las vemos sino como las recorda­mos». Es el caso de Jardines invisibles, y de las novelas El restaurador de almas (2001) y Bitácora del silencio (2012).

Durante esta inmersión, este buceo en mis propios textos —los que todavía soy incapaz de leer sin corregirlos, y los que leo como si los hubiera escrito un desconocido—, me pregunté qué tendrían en común historias tan dispares, tan diversas y tan distantes en el tiempo y el espacio. Entrevistado, Augusto Monterroso afirmó en cierta ocasión: “todo lo que escribí era un llamado a la revolución, pero estaba hecho de manera tan sutil que lo único que logré a la postre fue que los lectores se volvieran reaccionarios”. Mi obra no es, obviamente, un llamado a ninguna revolución (ni a la contrarrevolución, la involución, la evolución o cualquier otra proclama que termine en “ción”), sobre todo porque ignoro lo que significa esa palabra. Al cabo, toda revolución se contrarrevoluciona a sí misma. Nace preñada de su enemigo. Entonces, ¿qué podrían tener en común estas historias? Y descubrí que más allá de su diversidad, ellas están transitadas por lo que Mijaíl Bajtín llamaría un cronotopo: “el hombre como víctima de la historia”.

A mi generación, políticos, padres y maestros nos repitieron una y otra vez que nuestro destino luminoso, como hombres nuevos del siglo XXI, sería construir la historia. Tuvimos que crecer para percatarnos de que nuestro verdadero destino sería padecerla.

 





Fragmento de la novela Bitácora del silencio, 2012

31 05 2012

Sábado 29 de marzo, 1980

 Como de costumbre, he sido el primero en levantarme. Mientras me lavaba los dientes, he puesto un café con la candela bajita, para que el agua hirviendo pase lentamente y arrastre hasta la última molécula de cafeína. Me serví una buena taza con poca azúcar y regresé a mi cuarto, donde Helena está rendida, de lado, desnuda sobre la sábana azul, con la mitad de su pelo castaño y tupido sobre la cara. Me acerco a ella sin tocarla y huelo su espalda: en el leve olor a sudor flota alguna colonia desvaída. Mi aliento a la altura del coxis le hace cosquillas y se vuelve sin despertarse. Me deslumbran sus pechos bien separados, redondos, de curvatura levemente caída para empinarse de inmediato hacia los pezones grandes y de un rosado intenso, dos gotas de rose is a rose is a rose is a rose que un grifo invisible hubiera dejando caer sobre las puntas de sus pechos. Echo mi aliento también sobre sus pezones, que se arrugan en un mohín de reconocimiento, aunque ella siga durmiendo, las puntas erizadas y pulposas como suculentas frambuesas. Helena nunca ronca y su respiración es casi inaudible. A veces me da miedo. Bajo hasta su pubis y olfateo el triángulo de vello espeso pero suave. Me gusta respirar por la mañana ese olor acre a sudor y secreciones, dulcificado por el semen. Me alejo para no despertarla y me siento junto a la ventana, sorbo un buche de café y prendo un cigarro.  El olor a sexo y café humeante en la mañana otorga al primer cigarro del día un sabor glorioso. Dan ganas de masticar el humo, que el cigarro tenga un metro de largo y dure media hora. Es el único cigarro del día que sabe así. Como si supiera que estoy sentado justo enfrente, ella se vuelve hacia mí. Es tan hermosa, que mirarla durante mucho rato me da ganas de llorar. El ombligo en la llanura del vientre, la cintura breve abriéndose generosa hacia las caderas, las piernas larguísimas y, sobre todo, ese rostro de óvalo alargado, cejas altas y labios gruesos, esa expresión de niña desprevenida, como si siempre estuviera a punto de sorprenderse, pero que estalla como fuegos artificiales cuando se ríe a carcajadas.

(…)

Bajo la ducha, se me eriza la piel, como se me erizó aquel lunes, después de todo un fin de semana pensando hasta la extenuación en la reunión del viernes previo. (…) Sacudo la cabeza para deshacerme de las goticas de agua y de los recuerdos, y descubro sobre la repisa un periódico que anuncia la aprobación del Decreto-Ley número 36, sobre la disciplina de los dirigentes y funcionarios administrativos estatales. Está por ver cómo los convencen de que practiquen la antropofagia por razones religiosas y no de estricta supervivencia. Qué necesidad tendrían de devorarse entre ellos mientras abunde la caza menor.

En la cocina, mi abuelasuegra (deja que se entere la viuda de Afanásiev) me da los buenos días con el cariño de costumbre; mi suegra, con la cortesía habitual, y Cuarzo, mi pastor alsaciano, menea el rabo como la batuta de Herbert von Karajan dirigiendo El vuelo de la guasasa. Como Helena, Cuarzo suele esperar con alegría los sábados y los domingos, pero por otras razones: yo soy el único que lo saca a larguísimos paseos, y el único que le permite montar a cuanta perra ruina se ponga a tiro. Que deje una estela de perritos mestizos por todo el barrio. No le gustan ni por error las dálmatas o las lebreles afganas. Lo de él son las perras satas. Como su dueño. En mañanas como hoy, cuando debo echar a la basura los cadáveres de dos gatos que ha cazado de madrugada, Cuarzo sonríe o algo parecido con esa dotación de dientes que suscitan el cultivo de su amistad.

Cuando regreso del paseo, Helena me notifica con una sonrisa que ya está despierta tras un buen café, y lista para lo que sea, donde sea y como sea. Y que esta tarde (después de dormir un poquito la siesta, si quieres) podríamos ir al cine. Por la noche estamos invitados a una fiesta en casa de su prima Ángela.

Mientras recapitulo el plan siesta-cine-fiesta, me doy cuenta de que parece un cronograma de la Facultad: una siesta durante la que no se duerme, un cine en que sí se duerme, y una fiesta donde quisiera dormirme, sólo que la bulla no me lo permitirá.

Domingo 30 de marzo, 1980

Anoche la fiesta fue tan estúpida como de costumbre, pero más larga. Nos cogió la confronta de las cuatro de la mañana. Entre una cosa y la misma cosa (porque dos cosas no hubo), nos dormimos a las seis. Hoy nos hemos levantado con resaca, sueño y el tiempo justo para ir a almorzar a casa de tío Manolo. Decirle que estamos descojonados y que preferimos comernos una tortilla y quedarnos remoloneando, no es admisible. Como el comité militar. Salvo certificado médico, no hay excusa.

Durante toda la tarde nos extendimos hablando del clima, de las últimas películas, novelas, chismes, boberías surtidas. No nos interesa la pelota, no podemos hablar de mujeres delante de las mujeres y de política es preferible que no hablemos. Mi padre es la voz del Partido; mi tío, La Voz de las Américas; yo, la voz de una adolescencia tardía, ingenua y contestona (según ambos), y los demás son como la voz de la conciencia: no solemos oírlos. Sostener una conversación de tres horas sorteando los grandes temas nacionales es una prueba de amor familiar y bienllevancia.

Como ellos notaron a la media hora, yo estaba lejos, distraído. Tuve que zafarme con una excusa que olvidé inmediatamente. Estaba lejos, desde luego, y no podía decirles cuan lejos querían enviarme. Mi padre posiblemente no lo sepa hasta que no sea un hecho. Con él estoy discutiendo desde los catorce años, cuando me percaté de que el bingo nacional estaba trucado, porque cantaban fichas que no aparecían en ningún cartón.  Discutimos hasta el día de su pasado cumpleaños, cuando le prometí solemnemente no hablar con él nunca más de política. “Mira, viejo, si quieres hablar de política, monologa; yo te miraré como si fueras un paisaje. Ya soy huérfano de madre. No voy a perder al único padre que tengo. Ya Carlos y Federico me han dicho que no me adoptan. Para cubano, con Paul Lafargue tuvieron sobredosis”.

Mi tío Manolo bien podría saberlo. ¿O será mejor no preocuparlo desde ahora? De momento, esperaré.

A mi hermano, ni se diga, nunca mejor dicho, y a Helena. A Helena, tarde o temprano tendré que decírselo. Sospecho que me apoyará, pero temo que sus ilusiones progresistas —que su marido progrese, que le den un carro, una casa y viajecitos a Extranjia— puedan verse seriamente devaluadas. No es lo mismo la recogida que la siembra; no es lo mismo que el ingeniero de tu marido coseche fósiles a que el sepulturero de tu marido siembre finados en un panteón con la esperanza  de que algún día se conviertan en fósiles. Mira que eres hablamierda, Álvaro. Si Helena se interesara en tu suculento futuro, ahora mismo te soltaba como a una papa caliente. Lo más cerca que ha estado de interesarse por tus bolsillos ha sido al quitarte los pantalones.

No sé. No sé. Tengo que decírselo a alguien, pero no quiero. De momento, cargo con mi pesao.

Por la tarde, parloteo de casi cualquier cosa con mi suegra. De noche, ya de regreso a la Facultad, entablo conversación con un viejo en la guagua y con una muchacha en el directo a Pinar del Río. Cualquiera que me vea, no me reconocería. En estos viajes, hasta que apagan la luz, sólo suelo conversar con Hans Schnier, con Funes El Memorioso, con Jerórimo de Azcoitia y otros de su calaña.

Lo de hoy no es incontinencia verbal. Como el camello, estoy abrevando palabras para cubrir la travesía de silencio que me espera.

(…)

Lunes 31 de marzo, 1980

Debo reconocer que aquella tarde tuve mucho miedo. El miedo y el vértigo que se sienten al tropezar en el borde de la azotea. Pánico a presentirte volando hacia el asfalto. Imagino que cuando uno está en el aire, viendo como la calle se acerca a toda velocidad, no habrá tiempo ni cabeza para el miedo. Ante la inminencia del splash, uno se encomendará a Dios, o a Carlos Federico Vladimir, la Santísima Trinidad, tratará de agarrarse a un balcón, a una persiana, a una tendedera o al cogote del vecino asomado imprudente a su ventana; uno intentará desesperadamente frenar en el aire, caer de pie como los gatos, sobrevivir. El caso es que estoy en caída libre. Ya no tengo miedo a resbalar en el borde de la azotea.

Recuerdo que entré a la reunión temblando (quisiera pensar que por dentro). No se trataba de un debate entre iguales, ni de un juicio donde una instancia imparcial sopesaría pruebas y razones. Yo entraba como el ratón a una asamblea de gatos noruegos: ni siquiera comprenderían mis alegatos.

Tenía miedo al castigo, desde luego. Pero más miedo le tenía a esa condición de res entrando al matadero cabeza abajo, colgada de la cadena de montaje, de res a la que previamente le han cortado la lengua para que no chille.

Aun cuando al final me preguntaron si tenía algo que decir, aun cuando alegué (todavía dubitativo por la sorpresa) todo lo que pude en mi descargo —tratando de echar mano a la reserva estratégica de dignidad para mantener la compostura—, ellos no sólo contaban con que yo iba desprevenido a enfrentar acusaciones que ellos venían preparando minuciosamente desde hacía meses, sino que ni siquiera escucharon lo que yo pude buenamente hilvanar. En el aula, quizás yo había aventurado opiniones un tanto heterodoxas. En círculos íntimos, con alumnos más o menos cercanos, había hecho comentarios alternativos (mi tío dice que eso siempre se conjuga en pasado: alterna-tuvo). En la reunión estaba Dos Menos Diez, Dos, para abreviar (aunque él quisiera ser Uno). Al caminar, su pie izquierdo apunta hacia el Noroeste y su pie derecho, hacia el Noreste, de modo que a velocidad de crucero, sus pasos hacia el norte son una lenta sumatoria vectorial. Aún así, tiene la intención de llegar lejos. Aquella tarde me di cuenta por su mirada que Dos Menos Diez, secretario del Comité de la Juventud Comunista y mi alumno de cuarto año, lo sabía todo, presencialmente o por mensajería. Y aquello me dejó momentáneamente fuera de combate. Mi alegato estuvo lejos de mis discursos más brillantes.

Pero aprendí otras cosas esa tarde: Héctor Porfirio Pastor podía no alcanzar ni la centésima parte de mis lecturas ni mi currículum científico, pero en aquel pequeño salón con una mesa, una docena de sillas, dos ventanas y una bandera, él era el Partido, y el Partido es el Gobierno, el Gobierno es el Estado, el Estado es la Patria, y la Patria Toda, desde sus orígenes hasta el día que el Sol se convierta en supernova y todo se vaya al carajo, es el Pueblo, todo el Pueblo. De modo que frente a mí no estaba el fiscal HP2 acusándome a mí (insecto, piojo, hormiga), sino Todo el Pueblo de Cuba, los nueve millones, y todos todos los mártires y próceres de la Patria, desde el indio Hatuey a la fecha, es decir, todo lo que, para abreviar, llaman “La Revolución”. Y, no sé qué haría otro, pero yo me apendejé, para qué voy a negarlo. Si dijera otra cosa, el bolígrafo se negaría a escribirlo y las páginas de este diario se cerrarían mordiéndome la mano. Así que me apendejé. Dejo constancia en acta.

Por cierto, si alguna vez me releo y ya no me acuerdo, escogí este cuaderno, porque es lo suficientemente pequeño como para llevarlo siempre encima, dormir con él, colocarlo sobre el murito del baño cuando me ducho y guardarlo en un bolsillo bajo estricta vigilancia del botón. Sé que es una comemierdada poner todo esto por escrito. Si lo cogen, entonces sí dispondrían de “pruebas documentales”, no esa película con guión de Antonin Artaud que le están pasando ahora al rector. Pero tengo que hacerlo. No sé por qué. Y me da miedo averiguarlo. De momento, tengo que hacerlo. Y escribir como quien se confiesa a un sacerdote mudo. Si también sobre tí tengo que escribir a tropezones de eufemismos y silencios, estoy jodido.

Mañana debo pensar en la estrategia de mi defensa. Una apertura inglesa, erizo, en formación flexible: pinchar y escabullirme. Pero mañana. A esta hora ya no puedo ni con mi alma. Qué falta me haría Laura, la abogada. Desde que me sorprendió practicando alpinismo (encaramado sobre las cumbres de su prima Isel­) no puedo ni llamarla por teléfono. Debe ser la mujer de este planeta que más veces se ha cagado en mi madre.

Martes 1 de abril, 1980

 Raquel Vasallo es de esas personas a las que todo el mundo llama por su nombre completo. No por pleitesía. Suena mejor Raquelvasallo que Raquel. Hay nombres cojos; necesitan recostarse a un apellido. Con ella, todo va siempre suave, resbala como manteca de cacao. Sabe decir que sí y decir que no con la misma amabilidad y una mirada afectuosa, casi de admiración. Llegas a creerte que el “no” se debe a alguna obligación misteriosa, pero que su corazoncito te aplaude hasta despellejarse los ventrículos. Aunque sea una ilusión óptima. Y eso que tiene bajo sus órdenes —es un decir— a una pandilla de profesores muy jóvenes, académicamente solventes pero conscientes (o muy, o extremadamente conscientes) de que integran una promoción no asistida por los sistemas de ayuda a los pueblos hermanos o por los planes emergentes de “necesitamos técnicos con urgencia”, aunque sean ingenieros prefabricados. Profesores universitarios de 25, 26, 27 años (la mitad de mis alumnos son más viejos) que se sabe un resultado de la selección natural —en primer año, entramos 145, pasamos 42 a segundo año y a tercero, 23—. En fin, que todos somos comemierdas con ínfulas (justificadas) y deseos de demostrarle al mundo que los geólogos rusos son carne de paleontólogo, que la deriva continental es inobjetable, la tectónica verticalista, una reliquia, y que antes de nosotros, era el caos. Lo cierto, volviendo a lo que iba,  es que siempre el diálogo con Raquelvasallo ha sido fluido. Hasta aquel lunes aciago. (…) Mientras más la miro, menos entiendo el matrimonio de Raquelvasallo con HP2.  La libélula y el coyote. Heidi apretando con el yeti. En fin. En la naturaleza eso no ocurre. Algunos ADN deberían ser incompatibles con el resto de la especie.

(…)

Estoy escribiendo al regreso, no del almuerzo, sino de mi asombro. Al mediodía se apareció Ángel Villar, mi alumno de cuarto. ¿Ya almorzó, profe? No. Yo tampoco. ¿Quiere que almorcemos juntos? Y bajamos juntos al comedor, asaeteados por las miradas de un par de profesores, del decano desde su atalaya y de José Dorado, Dos Menos Diez, quien salía en ese momento del laboratorio. Era todo un gesto de desacato (…). Todavía estoy entre asombrado, admirado y agradecido.

Miércoles 2 de abril, 1980

Ahora mismo estoy solo en el departamento y me siento más acompañado que si estuviera lleno de gente. Es posible que el quedarme a solas conmigo mismo me ayude a conocerme mejor, a investigar mis carencias y mis sobrancias (si las hubiera, digo), a saber cómo manejar con la máxima eficiencia este instrumento que la naturaleza me ha otorgado: yo mismo. E ir tomando mis notas de campo, muestrearme, examinarme a mí mismo bajo la lupa a ver qué tipo de estratificación escondo, qué metamorfismos he sufrido, la cristalización de mis minerales. Quizás si uno nace solo en medio de Siberia o de la pampa argentina, nunca llega a percatarse de la magnitud de la soledad. Hay que “disfrutarla” por contraste, cuando te la conceden por decreto. No sé si es relax & enjoy, como recomiendan en caso de violación, esto de encontrarle alguna ventaja a mi condena. Por otra parte, ni siquiera sé si me interesa adentrarme en el profundo conocimiento de mí mismo. ¿Y si acabo descubriendo que no soy el hombre con quien me gustaría pasar el resto de mi vida?





Fragmento de la noveleta Daños colaterales

31 03 2012

Portada Daños colaterales

 

La esperanza es un buen desayuno,

pero una mala cena.

Francis Bacon (Novun Organum)

 

Varios años antes de que el profesor Urbano Rocasol soñara con surcar el Mediterráneo, el general Ramiro Valdivieso temió durante semanas que el cargamento no llegara a tiempo. Su hombre en la península le aseguró que cumpliría, pero no es fácil escabullirse a través de las escasas zonas muertas de los radares, pasar inadvertido al ojo casi Dios de los satélites.

Por fin, apostado en lo alto de una duna, el general observa la maniobra a través del sensor infrarrojo de sus prismáticos. La lancha de veinte metros de eslora, afilada y sigilosa como un suspiro, detuvo sus motores hace algunos minutos, momento en que Ramiro pudo escuchar la perfección del silencio. El viento no mece esta noche ni una brizna de hierba y hasta el mar parece lago, con un oleaje imperceptible acariciando tímido la arena de la playa. Desde su atisbadero, el general observa el traslado de las cajas que van siendo estibadas en la camioneta verde oliva. A través del visor, los hombres son manchas de calor corporal recortadas contra el relente de la madrugada. Cuando toda la carga ha sido desembarcada, Juan Dos, El Jimagua, idéntico a su hermano (salvo en el destinatario de sus devociones), de pie al borde del agua, se vuelve hacia el visor infrarrojo y hace un amago de saludo militar que Ramiro responde con un leve gesto de la mano.

Visiblemente incómodo dentro de esta chaqueta de ante con forros interiores high tech, y calzando unos mocasines Clark de purísima piel (a 500 yuanes el par), en lugar de sus habituales botas, Juan Dos cuelga su mochila del hombro derecho y se acomoda en la lancha, que arranca con un zumbido y enrumba hacia el Norte a toda velocidad. En escasos minutos, la embarcación desaparece del sensor, engullida por la noche. El general da la espalda al mar y desciende la duna. No espera a que el jeep se detenga completamente. Salta a la cabina con una agilidad que envidiarían hombres más jóvenes, y el conductor acelera por el camino de tierra en dirección a la zona alta de la ciudad.

 

Juan Dos disfruta una sensación de libertad, de euforia: el viento del estrecho en su cara, el picor salado de la mar, la oscuridad que la lancha va sajando, las imperceptibles vibraciones del motor, como si cabalgase a un ser vivo, y oye el golpeteo no tan imperceptible del casco al rozar de vez en vez la superficie de las olas. Si no fuera por ese roce, diríase que viaja en vuelo rasante sobre el agua. A ciento cincuenta nudos no hay mucha diferencia entre la navegación y el vuelo. De acudir a su destino en línea recta, en cuarenta minutos tocarían tierra, pero la computadora de a bordo modifica continuamente el rumbo para aprovechar las cambiantes zonas muertas de los radares, eludir las planeadoras neumáticas de la guardia costera y, lo que es más difícil, engañar al ojo omnividente de los cielos. O, al menos, que las sospechas de ese sucedáneo de Dios se conjuguen demasiado tarde.

A las dos horas de navegación zigzagueante, han doblado hacia el oeste la península y se adentran en una de las zonas menos vigiladas del país: los Everglades. Cualquier intruso deberá sortear las emboscadas de los cazadores furtivos, quienes lo mismo capturan animales salvajes que turistas domesticados, y las milicias de autoprotección del pueblo seminole, con jurisdicción total en su territorio —se cuenta que en ocasiones abortan las visitas de forasteros incómodos practicando ritos ancestrales. Maledicencia de los caras pálidas, desde luego—. Cualquier intruso deberá evitar los corredores de los narcos, que pagan puntual peaje a los seminole, y no se descarta el encuentro con algún caimán a dieta rigurosa por el menguar de sus víctimas en la cadena alimentaria, aunque ni así se resignan a la herboristería. Al parecer, el patrón conoce la ruta exacta que les evitará incómodos encuentros. Con la mirada fija en la computadora, se desliza como una culebra a veinte nudos por el espeso manglar. Juan Dos tiene la impresión de que se estrellarán en cualquier momento, pero tras cada obstáculo, nuevos canales se abren como por arte de magia.

Falta una hora para el amanecer cuando la lancha sale a una llanura de hierbas y agua, para detenerse en un cayo de monte. El patrón, que no ha dicho ni media palabra en todo el viaje, le señala, con el cañón de un arma que ha extraído de algún escondrijo bajo el tablero, una choza agazapada entre los matorrales. Juan Dos mira el arma y saca lentamente del bolsillo interior de su chaqueta una tarjeta de plástico verde que arroja al hombre, quien la atrapa al vuelo pero no mueve la mirada ni para comprobar que la cantidad sea la acordada. Juan Dos salta a tierra, y el patrón arranca a toda velocidad sin dejar de apuntarle. Gracias a sus precauciones, el contrabandista lleva vivo cuarenta y dos años y piensa seguir en ese estado otros cincuenta.

Juan Dos sonríe mientras entra a la choza. «Ni un cabo suelto», le dijo el general. Bien empezamos. Consulta su brújula y de un taconazo corrobora que en la esquina noroeste el piso de tierra suena a hueco. Bajo la trampilla de madera hay un elegante maletín Sansonite embalado en plástico azul. Tras echarle un vistazo, vacía en el maletín el contenido de su mochila y la arroja al nicho, cerrando de nuevo la trampilla. Entre los presagios del amanecer, su aspecto de hombre de negocios, levemente marcial quizás, contrasta con el paisaje del pantano.

Clarea ya cuando se escucha el ruido de un motor. Un enorme Cherokee X-1000 tatuado con los colores de la reserva seminole se detiene frente a la cabaña. Las puertas deslizantes se abren sin un chasquido y desde el asiento del conductor un hombre con las facciones más raras que Juan Dos ha visto en su vida le suelta una palabra en la lengua de los navajos, una palabra que Juan, no muy sobrado de neuronas, se ha esforzado en recordar durante semanas. En respuesta, Juan Dos pronuncia «oruatnec» y el otro lo invita a subir.

Mientras se deslizan a ochenta kilómetros por hora a través del estrechísimo camino, Juan lo mira de vez en vez, porque bajo las facciones aindiadas se esconde un compendio de etnografía humana: labios finos de algún antepasado anglosajón, ojos rasgados huyendo hacia las sienes, piel mulata más que cobriza y, para rematar, un par de ojos azules y una melena rubia que cae en larga coleta a la espalda, aprisionada por un anillo de plata, lo que contrasta con su uniforme y su placa de alguacil de los seminole. Juan Dos no puede menos que admirar la pericia con que este hombre conduce un cacharro de dos mil seiscientos kilos y quinientos caballos de potencia por un camino tan ajustado como una camiseta de neopreno. Claro que la computadora ayuda, advirtiéndole de antemano todos los recovecos del camino.

Tras una hora de barrizales sin otro paisaje que el espeso matorral, el camino los deposita en una carretera secundaria que en cinco minutos se convierte en la vía de acceso 388 y los emboca a la Super South: 24 x 24: veinticuatro carriles atestados de vehículos las veinticuatro horas. Antes de entrar al expressway, deben trasponer, a velocidad de zona escolar, el peaje electrónico. Los sensores comprueban la matrícula, el registro del estado técnico del vehículo, cobran el tramo y desactivan la conducción manual. Aunque el alguacil detesta que una máquina lo conduzca, no le queda más remedio. De ir hasta la ciudad por una carretera secundaria, corre el riesgo de tropezar con los policías blancos de la InterCity. Sus relaciones con ellos jamás han sido cordiales. Y con este pasajero a bordo, mejor no tentar a la suerte. Bastante suerte ha tenido con esta inesperada paga extra.

Entran a un tramo despejado, y las balizas los aceleran hasta ciento cincuenta millas por hora, pero en un par de minutos ya están metidos en el caudaloso río de vehículos que acude cada mañana a la ciudad. El piloto automático reduce hasta la velocidad estándar, ciento veinte millas por hora, y ajusta la distancia mínima de seguridad entre vehículos: cuatro metros y medio. En los automóviles aledaños, una mujer se maquilla, otra ve la tele, un atildado señor se afeita, y tres niños desayunan camino a la escuela. Juan Dos descubre que su conductor multirraza ha cerrado los ojos. El lector de iris del tablero también se ha percatado, e imparte órdenes al asiento, que se reclina suavemente hasta convertirse en una cama. El alguacil ronca con una tranquilidad que Juan Dos envidia.

* * *

 

Embriagado por el aire yodado de la mar que penetra por los ventanales del anfiteatro, el profesor Urbano Rocasol sienta el principio da conversa que signará sus enseñanzas: «La verdadera sabiduría tiene siempre más preguntas que respuestas. Dudar es su principio rector, su llave maestra». En su oficina, frente al monitor que transmite en diferido la clase, el general Ramiro Valdivieso para de golpe las orejas en la palabra «dudar», y no las baja hasta «maestra». El general sabe que comprender la historia requiere una exhaustiva información. Y modelar la historia, más. El profesor comenta ahora que las religiones han practicado durante milenios una pedagogía exactamente inversa: pensar es tarea del Sumo Hacedor, y la nuestra se remite a explicar su obra, usuarios del software que Dios puso en nuestras manos (siempre atendiendo al Manual) y con la expresa prohibición de desentrañar el hardware, terminantemente inscrito en la Oficina Celestial de Patentes. «Feuerbach nos aportó una noción un tanto diferente, entendiendo que la religión es el disfraz de la relación sentimental, cordial, cognoscitiva, e incluso sexual, entre los hombres. La palabra Hombres tiene aquí una acepción genérica, señor Ja Ja Ja  —reprende a un alumno de la penúltima fila—. Etimológicamente, puede que Feuerbach tuviera razón: religión: religare: unión. Y los dioses son un reflejo de los hombres, con sus vicios, virtudes y aspiraciones. Recuerden las canallescas y barrioteras broncas del Olimpo o el zapping sexual de los orichas —se aclara la garganta—. Con el tiempo, el hombre fue perfeccionando sus dioses, procreando por cruce divino nuevos dioses mestizos, hibridando el ADN celestial de distintas culturas. El resultado son los grandes sementales: Jehová, Buda, Alá. Fue un tiempo trágico para la comunión (¿amor?) entre el hombre y su Hacedor. Los capos del cielo eligieron portavoces en la tierra, y ya en el Concilio de Nicea, en Asia Menor, convocado en el 325 por Constantino I, se establecieron los símbolos de la iglesia (Dios no parece atenerse al mundo audiovisual) y sus principios, obligatorios para todos los cristianos, so pena de ser juzgados por delitos contra el Estado».

Desde la penúltima fila del anfiteatro, Marina contempla con admiración a su padre; aunque no soporta que le dé clases continuamente, con esa voz de bajo que parece venir desde el fondo de alguna biblioteca asediada por el olvido, invocando siempre la cita justa en el momento justo, dada su memoria, digna de Funes, que le permite recordar la página, el párrafo, el tipo de letra y hasta el ISBN de un libro que leyó hace veinte años.

«Claro que Dios no participó en aquel concilio. Bastante tuvo con crear el mundo en el tiempo récord de una semana —continúa el profe—. Desde entonces, disfruta jubilación anticipada. Algunos pensadores maliciosos sospechan que ni siquiera lo consultaron en las preliminares de aquella asamblea; ateniéndose a que, desde entonces, terratenientes y nobles, burgueses protestantes (la religión más empresarial), dictadores, mandantes y mangantes, han suplantado la voz de los dioses, han gobernado en su nombre y por prescripción divina, así sean, en su fuero más interno, perfectamente ateos —de nuevo se aclara la garganta (otros deberán aclararse las ideas) —. Y si les digo todo esto, es para promover en ustedes la independencia de toda palabra divina (empezando por el carácter relativo de mi propio magisterio), cosa que se obtiene, exclusivamente, mediante el sano ejercicio de la palabra propia. Siempre atendiendo a esa sabia recomendación del señor Vox Populi: Asegurarse de que el cerebro está conectado antes de empezar a hablar. Hasta mañana. A la misma hora».

* * *

 

Juan aprovecha el sueño de su conductor para comprobar que todos los documentos del maletín estén en orden y se palpa la pierna derecha. Vista desde algún satélite, la ciudad debe semejar un enorme corazón alimentado a través del sistema vascular de las expressways, sístole, diástole, por un flujo continuo de humanos. Cuando Juan Dos consulta por segunda vez su reloj, los gorjeos de Cecilia Bartoli en La Cenerentola, de Rossini, despiertan al conductor con tiempo suficiente para que se despeje y asuma la conducción manual tras abandonar la SuperSouth por la 208 de acceso al Gran Miami. En menos de media hora están frente a un viejo hangar. La puerta metálica se abre a regañadientes con un lamento de metales oxidados. El alguacil le entrega las llaves de un Ford Cobalt parqueado en medio de la nave y concluye en perfecto castellano:

—Misión cumplida.

Juan Dos guarda las llaves y extrae un lector de iris.

—Antes, tengo que comprobar que nadie sabe que estoy aquí.

—Correcto —responde el alguacil colocándose el lector a modo de gafas.

Tras una ronda de preguntas, Juan Dos verifica el resultado, asiente, guarda el lector, se agacha, abre el maletín ante la mirada expectante del otro —por fin Maryann tendrá su virtual reality—, al tiempo que su mano derecha se desliza hacia la pantorrilla. Hay un destello en el aire y el alguacil mira incrédulo durante una fracción de segundo el mango del enorme cuchillo de caza que lo ha clavado contra el asiento de cuero gris después de partirle el corazón. Todavía se mueve espasmódicamente y los chorros de sangre golpean el parabrisas, cuando Juan Dos desciende y se quita los finísimos guantes de látex transparente donde constan las huellas dactilares de alguien. Los guarda en la Sansonite y se enfunda parsimoniosamente un segundo juego. Sale en el Ford y cierra de nuevo la puerta del hangar.

«Ni un cabo suelto en esta misión, ¿entiendes? —Juan Dos recuerda las últimas palabras de Ramiro Valdivieso­— El enemigo aprovecharía la más mínima excusa para abrirnos una causa ante el Tribunal Internacional. ¿Comprendes?». «Ni un cabo suelto —se repite Juan—. Por suerte, el hombre decía la verdad. Nadie sabe que estoy aquí. Y nadie lo sabrá». Hace una brevísima llamada telefónica y extrae la unidad de memoria del teléfono, que arrojará al río diez kilómetros después. Apaga el sistema de guiado por satélite del coche, consulta el mapa y dobla a la derecha en busca de la 406, que deberá conducirlo hasta el aeropuerto.

* * *

 

El anfiteatro se va desinflando. Pablito sabe que el profesor Urbano tiene razón en que la razón es la única razón que no admite otras razones que la razón. Toda fe tiene que ser matemáticamente demostrable, porque incluso el amor tendrá su ecuación. Ojalá y nunca se descubra. En sus reuniones del Comité de Base, concilios ateos, las orientaciones caen de las alturas. Traguen sin rechistar, muchachos. Prohibido escupir la hostia. Por eso algunos cuchichean que el profe ha lanzado su coña anticlerical, como si nadie entendiera lo de los símbolos de la iglesia y el delito de Estado, jugando a los escondidos con un pie en los clásicos, sin despegarse de primera base.

 





El Señor de los naufragios (cuento del libro homónimo)

5 05 2011

El náufrago comprueba con el pulgar el filo del cuchillo que ha estado amolando contra una laja de arenisca durante media hora. Le da las gracias en voz alta a la piedra —se ha habituado durante estos doce años a dialogar con bichos, árboles y minerales para no perder la costumbre— y con todo respeto solicita su permiso, por favor, es por razones de pura necesidad, antes de descortezar dos palmos del sabicú cimarrón cuidando que no se quiebre la capa cuando la desprende del tronco.

El tronco donde han grabado a fuego el nombre de la taberna pende de dos cadenas sobre la puerta en esta noche borrascosa de noviembre. Ese rótulo es el primero en contemplar la llegada de los dos grafólogos, como peces de tierra adentro, nadando en la oceánica densidad de la lluvia. Los hombres se acogen chorreando a la densa atmósfera de la taberna. Cuelgan sus gabardinas cerca de la lumbre y se sacuden como perdigueros tras rescatar un pato de la laguna. El fuego crepita y chisporrotea al evaporar las gotas de lluvia. Los hombres se acodan en la barra y piden dos jarras grandes de ponche con mucho ron. Entre sorbo y sorbo, conversan sobre un programa informático para descifrar la escritura cuneiforme, y sobre los nuevos mapas para adentrarse en la geografía ignota de los códices mayas. A la segunda jarra, pasean la mirada por el batiburrillo que ocupa las repisas a espaldas del tabernero: entre botellas de brandy, ginebra y whisky, hay herrajes de galeones, cordajes y mascarones de proa, raíces esculpidas por la resaca, un catalejo y dos pistolones de chispa. Medio oculta tras una linterna sorda, el primer grafólogo descubre una botella verde que al parecer contiene un rollo de corteza.

La corteza abandona en sus manos un aroma verde: transpiración de la jungla. El hombre camina por la arena, saludando de vez en vez, buen día señor, buen día señora, hasta el extremo de la playa, donde se levanta su choza estival de eucaliptus jóvenes y hojas de cocotero en la techumbre. Con mucho cuidado, despliega la corteza sobre su mesa: dos tablones que rescató del Tornado, sobre cuatro tocones. Cuidando que se seque cada trazo antes de continuar, dibuja con tinte de bija su mensaje.

¿Un mensaje? No sé. Nunca lo he abierto. El tabernero les comenta que un niño halló la botella hace ya mucho entre los sargazos y las maderas arrojadas a la costa por una tormenta, y la cambió al coleccionista de naufragios por un puñado de chocolatinas. Los grafólogos la sostienen con cuidado, eliminan el polvo con una servilleta; comprueban que el rollo parece de corteza (abedul no es) (¿eucaliptus?) (qué va) (¿una planta tropical?), y solicitan permiso para abrir la botella, lacada con alguna resina vegetal que desconocen.

—Si la compran, es toda suya.

—Anótela en la cuenta.

Y comienzan a escamar la superficie de la resina con una cuchilla, intentando sacar trozos lo más grandes posibles, para enviarlos al laboratorio si fuera preciso.

Preciso es dibujar cada letra, cada contorno, cada signo. Los cinco pelos de puerco jíbaro que forman la mota del pincel tienen la manía de coger cada uno por su rumbo. Tarda dos horas en concluir la tarea, y calza la corteza con varias piedras, de modo que los vientos alisios sequen parejo la superficie. Una vez seca, lo comprueba con las yemas de los dedos y enrolla el pliego con sumo cuidado. Toma la única botella de vidrio que pudo salvar e introduce el rollo muy despacio para que no se quiebre al paso por la estrecha boca. Cuando su mensaje yace a buen recaudo en el frasco, se adentra en la floresta por un trillo que reabre todos los meses a filo de machete. La lujuria vegetal de la isla no tardará en cerrarlo.

Apenas los grafólogos despliegan la quebradiza corteza, asoma la silueta de una isla: el mapa ingenuo, casi medieval: las coordenadas roídas por el salitre, el dibujo naif de las montañas y la laguna, la toponimia de geógrafo amateur desdibujada por el tiempo. El escrito al pie del croquis los mantiene enfrascados durante diez minutos. El tabernero husmea el manuscrito, pero no entiende nada, porque está redactado en un idioma extraño, de caracteres suaves y redondos como oleaje de verano. Por eso no comprende la excitación repentina de los grafólogos, que se cubren con sus gabardinas y abandonan casi corriendo la taberna mientras protegen con mimo el rollo de corteza, porque afuera sigue diluviando. Como muchachos con juguete nuevo, se apresuran hacia el hotel con intención de regresar al continente en el primer vuelo de mañana.

La mañana concluye cuando el náufrago se acerca al gigantesco tornasol. A falta de una enciclopedia botánica, es el nombre con que ha bautizado a este árbol recto de corteza grisácea, cuya leche blanquísima adquiere en pocos minutos un rosa viejo, bermellón cuando cuaja, y rojo herrumbre a la semana. Sangra el tronco en una güira cortada y se apresura hacia la playa. Tiene que esperar unos minutos antes que la leche del árbol haya alcanzado la textura exacta, y lacra entonces con cuidado la boca de la botella. En cuatro o cinco días se endurecerá como madera, y habrá impermeabilizado totalmente su mensaje.

En el laboratorio de la universidad, el mensaje es fotocopiado, escaneado, descifrado signo por signo. Se analiza la tinta, los trazos del pincel, una espora que vagaba en el aire y fue capturada bajo la cola de una «a» minúscula. Las pruebas practicadas al rollo de corteza confirman las sospechas de los grafólogos quienes solicitan financiación a varios institutos, pero el interés científico y el interés presupuestario raras veces coinciden. La expedición no puede zarpar hasta la primavera siguiente, justo cuando la vegetación estalla en una isla solitaria, dejada quizás de la mano de Dios, pero no del Hombre.

El hombre cuenta las olas desde el acantilado. La quinta choca con la cuarta resaca. No alcanza jamás los colmillos de la costa. Regresa mar adentro y no recalará en ninguna playa de la isla. Repite el conteo varias veces, y cuando está bien seguro, lanza la botella en el momento justo. Después de unos instantes de zozobra, ve el punto verde a flote, extraviado en tanto azul. Y lo que le falta. La botella duda entre la tierra y el mar, pero la fuerza de las aguas no cree en indecisiones existenciales y la arrastra hacia el horizonte. El hombre despide a su mensaje desde el farallón y le desea feliz viaje.

El viaje de los grafólogos entre Sidney y Brisbane es monótono y lento, pero, por suerte, luminoso, con el mar siempre a estribor. En Brisbane zarpan hacia el este-sudeste. Barloventean entre Norfolk y el extremo noroeste de Nueva Zelanda. Cerca de Three Kings Island, ponen rumbo sur a través del estrecho pasadizo: East Key a estribor y la Fosa de Kermadec, madre de tsunamis y volcanes, a babor. Hacia el levante se extiende el gran desierto de agua y sal: el océano Pacífico. Peinan con cuidado el mar desde los 35 a los 40 grados de latitud sur y entre los 165 y los 170 grados de longitud oeste. A pocas millas del extremo sudeste del cuadrante, descubren al fin una isla con alturas máximas de dos mil cien metros. Si alguna isla coincidiera con el croquis, sería ésta.

La isla es apenas un recuerdo engullido por el horizonte cuando la corriente ecuatorial conduce la botella hacia el sur. Durante años traspone los más solitarios paralelos del planeta, siendo abandonada en las gélidas manos de la corriente austral, que la arrastra al sur de la Patagonia, y le permite franquear sin tocar puerto el estrecho de Magallanes. La botella atraviesa la planicie atlántica, avistando apenas la costa occidental de África, donde es descubierta de nuevo por la corriente ecuatorial que decide volverla al oeste, en dirección al golfo de México. Pero la botella evade los circuitos turísticos y deriva lentamente, desorientada por la estela de los barcos, hasta tropezar con unas pequeñas islas que se yerguen sobre vertiginosas simas marinas a lomos de la cordillera centro atlántica, la columna vertebral de la Tierra. Una tormenta la abandona cierta tarde en una playa meridional de Sao Jorge, cerca de Calheta. Encallada en la arena es descubierta por un niño adicto a las chocolatinas y al helado de fresa, para encallar por fin en una taberna de Ponta Delgada, en Sao Miguel, islas Azores, y ser descubierta por dos grafólogos adictos a los crucigramas históricos de la palabra.

La palabra asombro será la más recurrida en los cuadernos de campo de los grafólogos. Cuando desembarcan en la isla, la erosión ha borrado de la arenisca las huellas del cuchillo que muchas veces se afiló contra ella; el sabicú cimarrón vistió de corteza nueva su desnudez de dos palmos y la cicatriz en el enorme tronco del tornasol es tan tenue que jamás la distinguirán a simple vista. En la playa, asolados por algún huracán, yacen los restos de una choza: entre los troncos semienterrados en la arena hallan la cabeza oxidada de un martillo y dos monedas enmascaradas de verdín. Decepcionados ante la pobreza del yacimiento, algunos descreen ya de un largo viaje por tan poca cosa. Pero apenas se adentran en la jungla, comienzan a descubrir figuras tatuadas en los árboles y las piedras, troncos tallados hasta dos metros de altura, rocas cinceladas en obediencia a sus formas primigenias: siluetas de hombres y mujeres caminando, oteando el horizonte, sentados ante una mesa o recostados a la vera del río, disfrutando las mariposas que vuelan a golpes de trincha en los troncos circundantes, o el trino de los pájaros de piedra. En las laderas de una colina hay cientos de siluetas caminando, paseando del brazo, roturando la tierra, construyendo casas, haciendo el amor. Se multiplican hacia el interior de la isla, y ya son miles en las inmediaciones de la cueva: la boca, tallada a cincel como una puerta, se abre en un farallón rocoso donde frisos, columnas y tejado crean la ilusión de que una casa entera ha sido incrustada dentro de la montaña. En el gran salón, iluminado por una claraboya del techo, una verdadera multitud ocupa las paredes: comerciantes, tenderos, mendigos, niños jugando con aros de metal, caballeros sobre sus alazanes que se inclinan hacia las damas en sus carruajes, un titiritero, un escuadrón de soldados, un oso que danza al compás del caramillo. Y en el centro, recostado en amplia butaca de troncos, frente a una mesa de piedra, el esqueleto que preside la multitud como un venerable cabeza de familia. Apenas retiran de su mano derecha el rollo de pergamino, como si no esperara otra cosa, la osamenta se desmorona en silencio.

Esa misma noche, a la luz de la hoguera que los congrega en el centro de su campamento, los grafólogos descifran el manuscrito.

Después de varios días de búsquedas, comprueban que sólo un esqueleto y cuatro mil seiscientas dos siluetas, debidamente contabilizadas y fotografiadas, pueblan la isla. Poco queda por hacer. En una rústica caja entierran con toda ceremonia al señor de los Naufragios, y al despedir el duelo de quien olvidó consignar su nombre, los grafólogos leen una vez más, en voz alta, el mensaje que aquel hombre escribió cierto día de cierto año. Un mensaje escrito para nadie donde cuenta que no siempre naufragar es un naufragio, que la soledad es una sustancia engañosa y que no equivale, obligatoriamente, a la ausencia de compañía. Soledad, dice, es una palabra muy rara. A veces dan deseos de consolarla. He atisbado barcos en la distancia. A algunos les he hecho señales por costumbre. A otros, no, por precaución o por miedo. Y cuenta que si un día los hombres fabricamos a Dios, si rumiamos el tiempo como ninguna otra especie (herbívoros de eternidad), ¿por qué no poblar el tiempo? He encontrado en esta isla, dice, algunas respuestas para mis muchas preguntas, pero otras quedaron en el aire. Necesitaba compañeros de una sabiduría superior a mis escasas letras. No fui un dios cicatero o mandón. Me prodigué en miles de hombres y mujeres, atento a acomodarlos en el mundo como herreros, leñadores o maestros según la piedra o la corteza me dictara su mejor acomodo. Nunca pretendí regir sobre ellos. Los escuché en silencio durante horas, sabiendo que un buen dios debe ser mortal y falible. No sus criaturas. Si algún día llegan otros hombres a esta isla, confío en que aprendan a escucharlos.





Se publica Diario delirio habanero

2 03 2010

Acaba de aparecer en España, publicado por Mono Azul Editora dentro de su colección Vuelapluma, mi Diario Delirio habanero. Un adelanto de ese libro fue el diario de mi viaje a Cuba durante el verano de 2009 que publiqué en este mismo blog. El libro inserta artículos, ensayos breves, un texto de ficción, y reportajes que complementan el esqueleto narrativo del volumen.

Portada Diario Delirio

La nota de contraportada afirma:

 

Luis Manuel regresa a Cuba en el verano de 2009 para tantear el mundo que dejó, la ciudad que amó y construyó en Habanecer. Frente a él, la isla en peso, con la plenitud de sus ruinas, en la que hoy vive y se desvive por seguir viviendo la Revolución. La Cuba que visiona el autor a su vuelta del exilio es un país surreal que delira y camina entre un porvenir de estrecha ortodoxia y un presente dicotómico, el patria o muerte y su cada vez más susurrante venceremos.

 

Satírico, con un humor cercano y fresco, nada melodra­mático, irónico, con disparos certeros de elocuencia y ­asientos de afilada erudición, el autor nos conduce a ­través de los pasajes de este diario en los que se paladea el ­sabor de una realidad que se cansó de soñar, que agotó su ­sueño. La ­Habana es una de las ciudades más amadas de la Tierra. Ella desgrana contra el mar la sintonía de una pelea ­perdida, de una batalla eterna. Hijo de esta ciudad, el autor se habanizó hace años, y habanece otra vez ahora, sin sal en los ojos, en medio de una saudade llena de rigor y anclada al cariño hacia un país que siempre deja huella. Y duele tocar cada cicatriz. Duele desabrazarse.

 

Quienes lo deseen, pueden leer el primer capítulo, es decir, el primer día, en http://www.monoazuleditora.blogspot.com/

Próximamente a la venta en la red de librerías, el libro puede adquirirse ya en http://www.monoazuleditora.com/36429.html

 





Vivir sin la patria es…

10 09 2009

 

El día de nuestra llegada a Cuba, me preguntaba si Daniel iría a recuperar la patria perdida (en caso de que aún sea su patria y de que la hubiese perdido). Claro que si la patria es el “Estado libre del cual somos miembros y cuyas leyes protegen nuestra libertad”, de momento seguirá siendo súbdito del rey Juan Carlos, aunque nos haya costado un disgusto conseguirle la nacionalidad española. Tenía 14 años y, como menor de edad, tuvimos que acompañarlo. Un solemne juez sevillano lo miró como el rey Arturo a punto de nombrarlo caballero de la mesa redonda: “Dígale que debe jurar (o prometer) fidelidad a la Constitución y al Rey”. Nury le tradujo y Daniel respondió que “a la Constitución sí, pero no al rey, porque yo soy republicano”.  Ante la insistencia del juez, y pensando que se trataba de una broma sin mayor importancia, ella le tradujo textualmente. De inmediato, el juez respondió, con una ira contenida como de Borbón venido a menos, que en tal caso no podía concederle la nacionalidad. “Una pregunta, señor juez”, le dije, “¿qué edad tiene el chico?”. “Catorce años”, respondió dubitativo. “¿Es menor de edad o no? ¿Lo representamos nosotros o no?”. Admitió a regañadientes. “Entonces, él es el más juancarlista de España hasta su mayoría de edad, porque lo digo yo, que lo represento”. A la salida de los juzgados, el más reciente españolito del reino, con una sonrisa de complicidad, nos dijo: “Pero acabamos de ganarle una batalla a los monárquicos”.

A lo que iba antes del desvío: si, de acuerdo a Rousseau, sin libertad no hay patria, sólo país, la natio de Cicerón (folklore de lenguaje, costumbres, religión y paisajes) y patria es la república, sus instituciones y un modo de vida acorde con ellas, seguiríamos en las mismas. Y concluí entonces que debería conformarse con la matria, un lugar interior en el que crear una “habitación propia”, según Julia Kristeva. (Aunque la matria vasca era aquella que Unamuno contraponía a la patria española, y ya eso me va gustando menos)

Pero he seguido dándole vueltas al asunto, quizás demasiadas, y por muchas razones. Durante bastante (todo mi) tiempo me insistieron en que había que defender la patria, aunque el enemigo nunca se presentó. Ahora soy un apátrida según el diccionario castrista. (Si me porto bien quizás me asciendan a miembro de la “comunidad cubana en el exterior”). Pero, ¿hay equivalencia entre el patriotismo y la geografía? ¿El viejito de Miami que sueña cada noche, desde hace 45 años, con su patio de gallinas y mangos en Jatibonico es un apátrida? ¿El habitante de la Isla es un patriota por puro fatalismo geográfico? Y más. Me percato de que próceres, caudillos y dictadores, todos son patriotas. Hay nacionalistas y socialistas y nacionalsocialistas. ¿En qué quedó aquello de la “identidad nacional”? Y, por cierto, ¿los marxistas no eran internacionalistas? Es curioso que tras la invasión alemana a la URSS, en la proclama de Stalin no se llame a los rusos a defender el socialismo, sino a la Madre Rusia.  ¿De qué patria hablamos en el caso de Cuba? ¿De qué nacionalismo? ¿Romántico, de izquierdas? ¿O religioso, con sus textos sagrados, su catequesis y su promesa de un cielo llamado comunismo para quienes no pequen contra el señor? ¿O el nacionalismo banal promulgado por Michael Billig? (Utilitario, pragmático, multidireccional).

Y está, además, el presunto sustrato histórico de ese patriotismo y ese nacionalismo cuyas raíces y fronda han sido meticulosamente podadas como un bonsái. Aunque la bandera nacional es la de Teurbe Tolón y del anexionista Narciso López, aunque lo haya sido Ignacio Agramonte, todo anexionista es antipatriota por definición. “Anexionista” es el mayor agravio en la jerga oficial cubana. Disidentes, defensores de los Derechos Humanos, periodistas y bibliotecarios independientes son anticastristas, pero como se cumple la ecuación patria = socialismo = Fidel Castro, son antipatrióticos por carácter transitivo, y anexionistas por algún otro carácter que no se especifica. Se sobreentiende. Ha sido anunciada, en cambio, la anexión a Venezuela, que sería gramaticalmente peligrosa (podríamos empezar a hablar como Hugo Chávez).

Tampoco los autonomistas del XIX entran en el canon, aunque les tributaran sus respetos el generalísimo Máximo Gómez y José Martí. Hasta donde recuerdo, ambos tuvieron una participación más activa en la independencia de la Isla que los ideólogos del Partido Comunista. No así en la reescritura de la historia.

Si el nacionalpatriotismo oficial se concilia con el medio millón de cubanos que han practicado el internacionalismo por cuenta del gobierno. ¿Por qué no se concilia con los dos millones que lo han practicado por cuenta propia?

 

No sé si la patria nos “contempla orgullosa”, pero yo la contemplo dubitativo.

 

Espero aclararme en dos o tres días. De momento quisiera introducir el tema con un cuento, como una reminiscencia de mi infancia, cuando me despertaban cada mañana con el programa de Tía Tata Cuenta Cuentos, “arriba, arriba, compañeritos, llegó la hora del cuentecito”, y yo salía pitando tan pronto empezaba a cantar Carlos Puebla, porque ya sabía que llegó el Comandante y mandó a parar. El cuento aparece en la edición española de Habanecer. No en la cubana, de 1992, por la sencilla razón de que lo escribí en 1998. Como todos los cuentos de ese libro, ocurre el 28 de agosto de 1987. Y éste, específicamente, entre las 5:08 y las 6:52 am.

 

 

VIVIR SIN LA PATRIA, ES VIVIR

 

Virgilio entorna cinco centímetros la puerta del garaje y atisba a derecha e izquierda, pero la vuelve a cerrar con cuidado. Los últimos patrulleros se alejan hacia la Avenida 41. Qué nochecita. Virgilio espera dos minutos y lo intenta de nuevo con sigilo. La calle está desierta. Ahora o nunca. Y abre de par en par. Se sienta al timón y, al tiempo que gira la llave del encendido, se dirige al enorme fardo, envuelto en una lona gris, que ocupa toda la parte posterior del camión: Perdóname, Virgencita. Se detiene un instante en la calle para recordarle a su amigo Arnaldo: Media hora, acuérdate. Arnaldo asiente mientras cierra la puerta, pero no hay quien le quite de la cabeza que de ésta pierde el camión. Y suerte si no me meten preso. Pero, bueno, para eso están los amigos. Sube a despertar a su hermano porque dentro de media hora deberán salir hacia Brisas del Mar para recoger el camión, que Virgilio abandonará a cien metros del mar con la llave bajo el asiento. Eso es si no lo cogen, si no hay moros en la costa (moros vestidos de verde olivo), si… Mejor no me caliento la cabeza. Virgilio está arrebatado de la azotea. Yo me juego el camión, pero él se juega el pellejo. Ni loco me monto yo en el trasto ese. Pasa con cuidado junto a su prima Lucía, que anoche abandonó al marido y no encontró nada mejor que aparecerse a medianoche con una grabadora y dos maletines a llorar sus penas. Qué nochecita. Y sacude a su hermano, que algo bueno debe estar soñando, porque sonríe.

Virgilio maneja con cuidado por la Avenida 31. Aunque a esta hora no hay ni con quien chocar, se detiene en cada semáforo y respeta escrupulosamente todas las reglas del tránsito y tres o cuatro más. No vaya a pararme un policía por cualquier bobería y ahí mismo termine mi viaje. ¿Verdad, Virgencita? Y el enorme bulto parece que asintiera, sacudido por un bache en el asfalto. Qué jodido me tienen los baches. Uno nunca se acostumbra. Y eso que la vida en Cuba es puro bache. La dictadura del proletariado, ¿eh, Virgencita? Qué chiste. Nace proletario para que tú veas. Hasta las moscas te cagan. Patria o Muerte, Venceremos. Pero no sé cuándo venceremos, porque llevamos treinta años muriéndonos por la patria y los únicos que vencen son ellos. Nosotros: esperando la guagua de la abundancia. Mientras, vete comiendo tu chícharo y tu huevito, que no sé cómo no nos hemos vuelto amarillos como los chinos, Virgencita, con la de huevo y chícharo que nos hemos soplado en este país. Pero no te preocupes, que si nos sube el colesterol, nos curan gratis. Y como el trabajo educa a las masas, dale a cortar caña y al trabajo oblivuntario los domingos y horas extras para ganar la batalla de la producción y derrotar al Imperialismo. Ellos ya están educados, por eso no tienen que sudar la camisa. Y la batalla al Imperialismo ya se la ganaron: como que se mudaron para las casas que eran de los burgueses, y así cualquiera espera por la derrota final del Imperialismo. ¿Para qué tiraron sus tiros y sus discursitos? ¿Verdad, Virgencita? Por eso tanta candanga con la defensa del país y la guardia y las milicias, que si el Imperialismo viene y derrota nuestra gloriosa Revolución, ¿a dónde van a parar ellos, eh Virgencita? Porque saber saber lo único que saben es repetir, y eso vete a una cueva para que veas: hasta el eco hace lo mismo. Tú gritas: Comandante en Jefe, Ordene. Y la cueva repite: Comandante ComandanteComandante Ordene OrdeneOrdene. Igualito. Y allá va el proletario a defender la patria para que no se joda la dictadura. Qué chiste. Y morir por la patria es vivir, como dice el himno. Pero no te preocupes, que el entierro es gratis. (Virgilio se persigna, porque hablar de muerte en este trance le parece de mal agüero). Claro, los proletarios tienen que morir por la patria para que ellos vivan de la patria. Por eso yo, Virgencita, voy echando, que vivir, aunque sea sin la patria, es vivir.

Ya ha rebasado el túnel de la bahía y enfila lo más rápido posible por la Monumental, pasando a ochenta kilómetros por hora junto a una valla que anuncia: «Cuba: Territorio libre de América». Somos los más libres del mundo. ¿Eh, Virgencita? Hasta de libertad nos libramos. Figúrate tú, el único país donde hace falta visa para salir. Que si no, ya esto sería la dictadura sin proletariado. Y ni protestes, que ahí mismo eres un agente del Imperialismo y el barretín que te cae no te lo limpias ni con agua bendita. Que la educación es gratis y masiva para que aprendas a decir que sí sin faltas de ortografía. Déjate de andar pensando por tu cuenta, que para eso están ellos. Ya lo dijeron el calvito Lenin y los dos barbudos, y si hay algo que añadir, para eso está el otro barbudo. Bocabajo todo el mundo. Ser prole y de Palo Cagao. Naciste Cagao y te tratan a Palos. ¿Qué te parece? Como no tienes papá que viaje ni sea jefe ni nada de eso, te toca ver los muñequitos en blanco y negro, conformarte con los tres jugueticos de mierda que alcances por la libreta al año, quedarte sin leche a los siete (para eso ya eres grande), disfrazarte con ropitas de la tienda, que hasta los lindos lucen feos, dime tú los como yo, y que te levante la novia un hijito de papá vestido de etiquetas imperialistas, que su papi viaja al monstruo y compra todo lo que puede; a ver si vacía las tiendas y arruina al Imperialismo. Para que aprendan lo que es la escasez, coño. Porque, óyeme, Virgencita, lo que uno tiene que inventar para vivir en este país: rellenar fosforeras irrellenables, cocinar con mierda de vaca, comer hamburguesas de lombrices, fabricarte tu antena para ver el satélite, mantener rodando un Chevrolet del 48 como éste, tortilla de mango, picadillo de gofio, bisté de cáscara de toronja. Si no se desarrolla la mollera es un milagro. Y cuando te casas, Virgencita, como eres prole y no tienes conectos (los únicos conectos míos son con el pico, los ladrillos y la hormigonera) lo que te toca son tres días en un hotelito de ya tú sabes. Y esa es la Luna de Miel-Da. Y ni te quejes, que los indios de Bolivia viven peor. Y a mí qué cojones me importan los indios de Bolivia. Cuando en mi casa ni huevos hay, no vienen a traerme comida los indios, y menos los cowboys. Y cuando el prole tiene prole, como es prole, lo que le toca es apretarse en el último cuarto, o inventar una barbacoa. Beatricita, Yazmín, Danilo el mayor, Beatriz y yo en nueve metros cuadrados, ¿qué te parece, Virgencita?, con televisor, cocina y mi suegra dando vueltas. Multiplica por dos con la barbacoa, que si no me facho las maderas de la obra no la hago nunca, y calcula. Y divide entre dos la altura, que ahora hay que andar medio agachado todo el tiempo, como si viviéramos en una cueva de los cromañones. Hasta los indios taínos se hacía su bajareque del tamaño que les daba la gana. Pero estamos en la dictadura del proletariado, Virgencita, y los prole tenemos que sacrificarnos. Primero, para que nuestros hijos llegaran a la abundancia, pero como ya los hijos llegaron, y la abundancia no, ahora es para que nuestros nietos, pero al paso tan chévere que llevamos, ni los tataranietos. Porque el futuro pertenece por entero al socialismo. Eso lo han dicho bien clarito: el futuro. Y como el presente pertenece por entero al capitalismo; yo voy echando, Virgencita, que el futuro está a noventa millas. No en la microbrigada, que ese fue el último futuro que yo tuve. Cuatro años. Cuatro años me pasé en la micro trabajando como un loco. Aunque sea en Alamar, un apartamento es un apartamento. Y hacer por fin chucuchucu con Beatriz sin andar en el sigilo de si los niños se despiertan y cuidado, papito, no hagas bulla. Aunque sea en Alamar ese, en un edificio como caja de zapatos,todas iguales, llenas de comemierdas que se pasaron cuatro, cinco, siete años paleando concreto para tener un huequito en una de las cajas. Pero ni así. Cuatro años. Y cuando había escogido hasta el apartamento, y estábamos distribuyendo a los muchachos, y el último cuarto es el de nosotros, y… Ahí vino la asamblea, y empezaron a decir que las necesidades del país, y que la Revolución, y el caso del caso es que ellos se quedaron con la mitad de los apartamentos, para dárselos después a la querida de un general, que si fuera por el culo debían darle el edificio completo, o al dirigentico que trajeron de Remanganaguas, que para algo se lo ganó con el sudor de su lengua, o a algún chileno de esos que después se pasan el día hablando mierda de Cuba. Y como el bobo de Virgilio ni tiene culo, ni echa discursos y nació en Cochabamba de Palo Cagao, ahí le dijeron que lo sentimos mucho, pero sabemos que tú comprenderás las necesidades de la Revolución y que estaban de acuerdo en que me fuera otros cuatro años para la micro porque precisamente ahora empieza un nuevo edificio y… Oye, Virgencita, cogí un sube: que se metieran la micro por el culo, y el apartamento también. Y que me importaban un huevo las necesidades de la Revolución, porque a la tal Revolución en la puñetera vida le han importado las necesidades mías. Candela, Virgencita. Por poco hasta me botan del trabajo. Pero la uniquísima ventaja de los prole es que más pabajo no nos pueden botar. Y ahí me quedé, en el Palo Cagao de siempre, pero peor. ¿Tú me entiendes? Porque tuve, como quien dice, la llave de la casita en la mano. Y me la quitaron. Ahí fue cuando me entró la idea. Que yo nunca. No por la política ni por la patria ni nada de eso. Allá ellos que viven de la patria y de la política. No quería dejar solos a los viejos. Ni a Beatriz y a los niños, aunque sea por un tiempito, que después yo los mando a buscar. Y los amigos de toda la vida. ¿Me entiendes? Además, ¿por qué voy a tenerme que ir de mi país, a pasar frío y hablar idioma raro y a que me miren como el que se coló en la fiesta sin invitación, y todo para vivir como la gente? Pero no hay arreglo, Virgencita, porque en este país hay que irse y volver de extranjero, que entonces sí te tratan de a señor. Por eso me entró la comezón y ahí mismo dije: si no me dan casa en Alamar, me voy a la mar, a ver si me la dan en Miami. Mira, Virgencita, yo sé que ser prole es la misma mierda en cualquier parte, pero allá por lo menos los burgueses no se disfrazan, y si te la ganas, te la ganas. No vienen después a quitártela en nombre de la contrarrevolución mundial. Peor de lo que estoy, no voy a estar. Y como yo lo único que quiero es una casita chiquitica para mis chamas y mi mujer, mi arrocito con pollo y mi lechón asado de vez en cuando, y ver la pelota en colores tomándome una cerveza fría. Que no es mucho, ¿no, Virgencita? Y sin engome raro: curralando. Mira: si he trabajado veinte años por la tal Revolución que no es ni familia mía, ¿cómo coño no me voy a matar por mi mujer y por mis chamas? ¿Tú no crees? Pero yo no estoy loco para tirarme en una goma de camión, que de esos llega uno de cien. Si no son los tiburones, es la sed o las olas o los guardafronteras. Y con lo salao que yo he sido toda mi vida, seguro que soy el 99 de los que no lleguen. Por eso tuve que hacer mi enmarañe, pero no me lo veas como irrespetancia contigo. Yo te juro por mi madre, Virgencita, que si llego vivo, con lo primero que gane te hago una ofrenda así de grande. Uno puede ser pobre y bien agradecido. Pero no me quedó más remedio. Bueno, no se me ocurrió otra cosa. Y como la Iglesia del Carmen estaba en obras. Y como mi primo Gerardo les lleva los papeles. Y como de casualidad conocí al carpintero ese: un león haciendo imágenes. Ahí mismo se me juntaron las tres cosas y clic, se me encendió el bombillo. Mira, Virgencita, si es un sacrilegio, yo te pido perdón, pero esto no tiene arreglo y a mí lo de la otra vida con aire acondicionado y cerveza fría no me convence mucho, con tu perdón. Ni el cielo ni el comunismo, que es el cielo de esta otra religión. Y te lo explico claro clarito para que me eches una mano en el mar. Y yo te cumplo, Virgencita. Por mi madre que te cumplo.

Mientras, se detiene en Brisas del Mar, sin un alma a estas horas. Camina hasta el borde del agua como quien trata de orientarse, cuando la única orientación posible está bien a la vista. Como le dijo su amigo Israel, ésta es la mejor hora, porque los guardafronteras van de cabeza pa la cama, y los playeros ni se han levantado. No porque te vayan a chivatear, pero capaz que se te monten veinte y hundan el bote. Entra de marcha atrás hasta el borde del agua, zafa las cuerdas y la lona cae, poniendo al descubierto una enorme esfinge de la Virgen de la Caridad del Cobre, y a sus pies el bote, tripulado por los tres remeros que la miran en trance. Por la rampa de madera, mediante cuerdas y poleas, baja Virgilio a la Virgen con toda la compaña. Cuando ya están en la arena, saca con mucho respeto a los tres navegantes, acomoda a la Virgen en la arena, y revisa de un vistazo el agua, la comida, el palo que deberá ajustar, la vela y los remos de repuesto que hay en el fondo del bote. Sube la rampa y se aleja con el camión, que quedará parqueado entre dos casas vacías. Regresa corriendo y tras besar el manto (Perdóname, Virgencita, y ayúdame, que me va a hacer falta), encomienda su destino a Yemayá y se echa al mar de un empujón, tocando por última vez (o así lo supone) la arena de la Isla con la punta del remo.

El diminuto bote ya es una manchita ávida de asomarse a la línea azul del horizonte, cuando una ventolera súbita mece el manto de la Virgen, y Juan Moreno, uno de los remeros, cae de espaldas sobre la arena. Su mano se levanta y oscila un par de veces como diciendo adiós a Virgilio, antes que otra ráfaga lo tumbe de lado.

 

cuando amanece

Virgilio ignora que será detectado por el radar, que una patrullera saldrá en su busca, lo detendrán ya en aguas internacionales y los cuatro años siguientes no los pasará en la micro de Alamar, sino muy cerca: en el Combinado del Este, la cárcel más moderna del país, donde el Comité de Base de la Unión de Jóvenes Comunistas acaba de pintar a la entrada un enorme cartel: «Todo lo que somos hoy, se lo debemos a la Revolución y al Socialismo». Firmado: Fidel Castro.

 

cuando amanece

Virgilio ignora que los radares fueron apagados hoy, en el horario de menos tráfico de balseros, en cumplimiento del plan de ahorro, que no será detectado por una lancha patrullera que merodea en las inmediaciones, pero sí por la Corriente del Golfo, que lo desviará nueve grados, de modo que a los dos días ya estará fuera de las rutas comerciales. Ignora que diez días más tarde, el sol y la sed, el azul y la desesperación, lo harán beber sus propios orines y agua salada, y que a los doce días verá a Beatriz y a los niños justo en el jardín que se extenderá ante la proa. Y que irá a su encuentro. Quién sabe si los halle, porque al bote nunca regresará.

 

cuando amanece

Virgilio ignora que la Virgen no le guarda ningún rencor, y que Yemayá está hoy de buenas, que ni los guardafronteras ni el mar, ni los tiburones ni el sol, ni la sed ni el azul omnipresente, espléndidamente siniestro, podrán impedir que un buque del Coast Guard lo recoja, nueve días más tarde, con los remos partidos en las manos, una llaga en lugar de espalda y la enorme sonrisa manchada de sangre por las grietas de sus labios partidos. Ignora que Miami tiene aún más edificios y más altos y más bonitos que los que ha visto en las fotos. Pero también ignora que será él, Virgilio Fernández, el encargado de limpiar sus cristales. Y que por ahorrar pasará hambre, y beberá cerveza sólo los sábados, que los rubios lo tratarán casi peor que en las cafeterías de La Habana, y vivirá en un cuartico de LittleHaiti, el Palo Cagao de Miami. Ignora que pasarán siete largos años antes que pueda abrazar a Beatriz, a Beatricita, a Yazmín y a Danilo el mayor. Y que ese día le donará a la Virgen de la Caridad del Cobre una imagen idéntica a aquella que hallaron los bañistas, varada en Brisas del Mar, diciéndole adiós con un súbito aleteo de su manto.

 

“Vivir sin la patria es…” Publicado en: Habanerías, Actualizado 10/09/2009





Bar Mañana (del libro El éxito del tigre)

6 06 2003

No aparece en las guías turísticas ni en el directorio telefónico, nadie en La Habana podrá indicarle la dirección exacta del Bar Mañana, su teléfono, la calle, cerca de qué, al ladito de dónde, ni siquiera el barrio donde puede preguntar por él. Pretender un práctico que lo conduzca por los procelosos cauces de la ciudad hasta sus puertas, es inútil. Algunos lo han situado en la frontera portuaria de La Habana Vieja, en el centro noctámbulo del Vedado, o en un mirador de Buenavista. Y hasta donde yo sé, todos tienen razón: el Bar Mañana habita en la ciudad, aunque en las oficinas de turismo eviten pronunciar su nombre. No es una mitomanía de algún canadiense con sobredosis de trópico, ansioso por derrotar a su vecino que recorrió el Ganges en quince días. Ni el delirium tremens de Manolo El Gago, que en-en-entre do-dos vasos de Chispaetrén altamente inflamable, me comunicó una noche que no era un cuento de camino, que e-e-existe de verdad verdad, mi herma mi herma mi hermanito, aunque el único camino para llegar es el de la pura casualidad, la suerte, el azar, el ya tú sabes, el averigua, inventa y arréglatelas como puedas. Los que han entrado alguna vez, evaden el tema. Me ha sido difícil recopilar información: desde los bares de mala muerte hasta los night clubs de la buena vida. Cada cual tiene su versión.

El abuelo Severino

tiene todos los achaques de la edad y tres o cuatro más de sobrecumplimiento: le gotea el grifo de la pirinola cuando orina y hay que cambiarle el calzoncillo cuatro veces al día; devuelve a golpes de tos los Montecristo que se fumó durante toda su vida; confunde a sus nietos y a veces no encuentra su casa en el mismo sitio al regreso del parque; incluso habla por teléfono con muertos que enterró hace veinte años. Pero recuerda con una fidelidad documental su infancia en Lalín cuando Primo de Rivera, el buque de la Naviera Atlántica que lo condujo a través del océano en tercera clase; su primera visión del Morro, y sobre todo los alegres años de la guerra, cuando Hemingway cazaba submarinos en la cayería, y él cazaba mulatas en los bares del puerto. ¿El Bar Mañana? Cómo no. Acabadito de abrir. No se verá uno igual en mucho tiempo. Figúrate: la puerta toda de cristales y el anuncio en verde y amarillo sobre el arco de la entrada:  Bar Mañana (Open 24 hours). Todo el local iluminado de ámbar: ni blanco café, ni rojo bayú: mitad y mitad. Y el olor, qué olor: alcohol dulzón con perfumes, respiraciones, nubes de humo rubio, el cuero de los butacones y las banquetas. En un pequeño escenario tras la barra, bailan por turnos una mulatona de concurso, y una trigueña de ojos verdes con el culo más redondo que un mapamundi. Al fondo está la ruleta (la primera de La Habana, creo) girando bajo un chorro de luz, al compás de Amalia y su culo interplanetario. Mientras el coupier vigila tieso como una estaca, los jugadores y los chismosos se arremolinan, gritan y chupan de sus vasos con una sed de condenados a muerte. A la derecha está el escenario de la jazz band, siempre de lo mejor, no vayas a pensar. Y la barra de cedro pulido: un espejo, mijo, limpísima, hasta te puedes peinar en el reflejo de la madera. Pero noventa centavos la cerveza. Carísima. Claro que es un sitio de alto copete. Figúrate.  Con el peso a 1,06 dólares. Una cerveza Hatuey helada en un vaso helado, y el pozuelito de maní tostado, y la mulata meneando el mundo, deja que la veas. Se te salen los ojos. Al único que no se le salen es a Tony Mandarria, que fue boxeador de los completos, y le quedó el cerebro medio espachurrado a golpes. Pero el Don le cogió lástima y lo contrató para que se plantara en una esquina toda la noche, entre dos arecas, con su chaqueta a cuadros y sus zapatones del once y medio. Quieto parado. Tú ves la gritería y la jodedera que hay  en cualquier sitio. Nada de nada.  En el Bar Mañana no se mueve ni Dios, que cuando Tony Mandarria se te para al lado por andar armando escándalo, mejor te vas tú solito, antes que te suelte por la escalera de incendios pabajo, directo a los cubos de basura. Pero si el pendenciero es de billete, como un americano borracho que se pasó de gritón la semana pasada (creo, o el mes pasado, o el año pasado, no sé), Tony lo acompaña hasta la puerta y le dice algo al oído. Que hasta sabe hablar, aunque no lo parezca. No vuelven en una semana. Y Tony se para en su sitio, serio como una columna. Con la única que se ríe es con la rubita que vende cigarros. Cosa linda. Con su carita de Caperucita Roja. Yo siempre le compro una cajetilla, aunque lo mío son los Montecristo, tú sabes. Y en el doble fondo trae las cosas más raras: que si una medalla del Ejército Libertador, unos galones que fueron de los mambises, o el pomo de un machete que, dice ella, empuñó el propio Generalísimo. Demasiadas tetas para ser una anticuaria seria, le dije un día. Y se reía pechiparando el tetamento. Con tal de meterle el billete en la alcancía de sus tetas, hasta los que no fuman le compran su cajetilla. Allí hay de todo, mijo: mafiosos, chulos de éxito, policías de paisano (los de uniforme van noche por noche a recaudar impuestos), empresarios, hijitos de papá. Esos son los más bulleros, pero hasta Tony les sonríe (diferente que a la rubia, ¿me entiendes?), y la mulata desenfunda a veces una teta en su honor.  Como que tienen el billete suelto. Detrás de la ruleta, oculta por una cortina, está la oficina del Don: un hombre ventrudo, vestido de blanco hasta las sienes, que sale a beberse un Martini y a saludar a los habituales, o a entregarle un sobre azul a los policías del Coronel Urbano: lizancia de apretura parpetua, dice él, porque el español le sale medio enredado. Es el sitio más elegante de La Habana, mijo. Lástima que uno sea ya un viejo cagalitroso. Si no, me iba contigo ahora mismo, nos tomábamos unos rones, y te presentaba a la mulata Amalia: una hembra total, no las lagartijas flacas que se buscan ustedes.

Arsenio Regalado, taxista,

vendedor de gasolina, tabacos Cohiba y bisutería de coral negro, guía turístico, guardaespaldas y representante artístico de Magaly y Yamilé, profesionales en la danza del (bajo) vientre, asegura que sí, que existió, pero en enero de 1960 ya lo habían cerrado. Fue el gobierno. Ocho años antes que viniera la Ofensiva aquella y casi le ponen a La Habana entera un cartelito de Cerrado por Reformas. Al Bar Mañana lo cogió la amoladora anticipada. Una vez estuve hablando con el barman de allí. Un hombre extraño: Bigote chorreado, los pelos largos (cuando aquello la onda era la mota Elvis o la rutina chuchera del Benny). Me contó que el Bar iba en picada desde que el dueño se fue. Yo lo había oído mentar: era un húngaro, creo, ¿o sería rumano? Un tipo alante: contrataba a los mejores músicos por almuerzo y ron cuando no los conocían ni sus parientes. Figúrate que en el Bar Mañana cantó el Benny de chiquito, la Elena Burke cuando era flaca, José Antonio Méndez cuando no tenía baches en la cara (ni acné juvenil le había salido), y hasta Portillo de la Luz venía de la escuela a descargar con su guitarrita. Alantísimo estaba el hombre. Los veía venir y los agarraba antes que llegaran.

Un curda titular y consetudinario de Marianao

salió pitando de allí, porque aquello era una mierda, tú. Fue a mediados de los sesenta, que de eso no te acuerdas porque debías mearte en los pañales. Pero todavía La Habana era La Habana. ¿Me entiendes? Ahora es Luanda, o Ulan Bator, o Puerto Príncipe; pero La Habana, no. Sigo. Sigo. Y donde quiera, como quien dice, te podías bailar media botella de Matusalén, hoy contento y mañana bien. Pero aquello era un desierto. No había nada de nada. Un ron de séptima, cigarros y fósforos. Los anaqueles vacíos. El camarero suciango y sin afeitar. Un desastre, chico. Y para mi que yo estaba mareado ese día, porque te lo juro que tenían en la victrola un disco de los Van Van, y ésos no aparecieron hasta cinco años más tarde. ¿Te acuerdas? Yo sé que van van, yo sé… Y no fueron, asere. Los diez millones aquellos. Pero los Van Van sí fueron. Si yo lo digo: hasta que no pongan en este país a un músico de presidente… Pa que le coja el ritmo al personal, ¿captas la onda? Sí. Es que me voy embalando, mi socio. Bueno, ya que estaba allí, me soplé un par de rones inmandables de aquellos, y como tú sabes que ron sin conversación es la pura salación, pues me enredé a hablar con el barman, más cansado que chivo de carricoche. Tipango raro. El hombre me contó que el dueño se olió lo que venía y en el 57 —fíjate tú, en el 57, dos años antes que bajara la tropa del Patilla— vendió el bar y se piró pa la Yuma, que cuando eso no había molotera ni balseros, ni Hermanos al Rescate, que aquí cada uno se rescataba solito o no lo rescataba nadie. Pues el tipango tenía un olfato de Coco Chanel, tú sabes. Se olía el pescado frito cuando tiraba el anzuelo. Dice que era un polaco de Alemania, un tan Pszczolkowski —ponme otro ron, pariente, que se me acaba de torcer la lengua con el apellido—, y que se olió lo del Hitler y la desgracia que les iba a caer, y lo jodíos que iban a estar los judíos, muchisísimo antes. Y ahí mismitico dijo que Pichicoski hay uno solo y les dejó una raya de Berlín a La Habana. Vaya, que rayó el mapa de lado a lado, no vaya a ser que el Hitler me encuentre en los barrios de por aquí. Y eso porque no pudo llegar a Nueva York, que según el barman rarete, ésa era su onda. Y aquí puso su bar el polaco. Visión de telescopio tenía, y cuando vio las barbas del vecino acabaditas de llegar a la Sierra, que no habían ni bajado, dijo: Mejor pongo en remojo la cara, que yo soy lampiño. Lo vendió todo, compró dólares, y se fue sin decir adiós, como dice el Septeto. Y allá cogió puesto fijo antes que llegaran de a molote.

La viuda del primo de un vecino del barman

que se carteaba Vía México —tú sabes que en aquella época, cuando los gusanos no se habían convertido en mariposas, escribirse con el Norte era Harta Traición—, me contó que el hermano de su ex-marido, era vecino en Miami, puerta-con-puerta, del dueño del Bar Mañana, un tal Pszczloquesea. Dicen que el pobre hombre no cayó con el pie derecho. Ni con el izquierdo. Cayó de culo y había un clavo en el suelo. Puso un negocito de no sé qué y otro de qué sé yo; pero ninguno funcionaba. Que había tenido un olfato impecable para los negocios (decía). Que donde ponía el ojo nacía dinero como guayabas (decía también) Pero allá no se le dieron ni mamoncillos, la fruta más boba del mundo: chupa y recontrachupa pa no sacar ni sustancia. Allá el polaco perdió el olfato. Va y le dio sinusitis con eso del clima. Terminó vendiendo tickets para el tío vivo de la feria, vizco de alcohol barato. Nadie sabe si estaba borracho aquella tarde, pero el tan previsor (decía él), no pudo preveer que un Pontiac del 68 cogería la curva a cincuenta millas y que lo lanzaría, ya cadáver, sobre el seto bien cuidado de Miss Donovan.

El Compañero Esteban de la Cuadra,

jubilado del DOR, miembro del PCC, oficial de las MTT, ex-dirigente de la CTC, ex-combatiente quizás del MININT y presidente del CDR nº. 18 del Municipio Arroyo Naranjo, encontró el Bar Mañana a inicios de los setenta, y por pura casualidad, cuando salía de una reunión en la JUCEPLAN y acudía a una cita con «El Compañero que nos Atiende» en el tercer banco, hilera derecha, del parque situado al costado del MINREX. Después de bajar,  durante cuarenta y cinco minutos seguidos, orientaciones de uso externo (Línea Política del Partido sobre información económica, teniendo en cuenta la situación internacional, la creciente agresividad del Imperialismo, las fraternales relaciones con la URSS y el Campo Socialista, y la etapa de tránsito hacia el Comunismo) tenía la boca más seca que penca de bacalao noruego. Y le llamó la atención aquel lumínico: Bar Mañana en azul cobalto sobre rojo bandera soviética. Mire, Compañero, cuando aquello la Revolución había eliminado casi todos los bares: centros de conspiración contrarrevolucionaria, antros de vagos y lumpens. A los pocos que quedaron, se les asignó una denominación acorde con una economía planificada: Unidad Etílica 08-24 se llamaba ése de ahí. Y a aquel bar le habían puesto «Mañana».  Una provocación. El Mañana, pregúnteselo a cualquiera, es patrimonio exclusivo del Partido. Por eso entré. No vaya a pensar otra cosa. Desde afuera no se oía nada, pero tan pronto abrí la puerta, estalló altísimo la música: unos melenudos gritaban un rock de esos en el televisor. En inglés. Y la estantería tras la barra, repleta de licores extranjeros, propagandas de Heinecken, Ballantine’s. ¿Se imagina? Un antro aquello. Una pústula de la sociedad de consumo en medio de la Revolución. Pero el colmo es que cuando pedí una cerveza, el camarero me dijo que never (anote: N-e-v-e-r), que aquello era «Sólo para Extranjeros, pariente». ¿Cómo se atreve a decirme que un cubano, en su propio país, no tiene derecho…? ¿Cubano de Miami? Mire, hasta me subió la presión. ¿De Miami yo, un Combatiente de la Revolución? Pues entonces no hay cervecita, pariente. Si quieres te doy un vaso de agua y vete por la sombrita. Aquí todo es en dólares. Saqué el carné del Partido, para que aquel individuo supiera con quién estaba tratando. ¿Sabe lo que me dijo? ¿Sabe lo que me dijo? ¿No sabe lo que me dijo? Que allí aceptaban Visa, American Express y Master Card, pero «esa mierda no». Mire, Compañero, me subió un vapor. ¿Qué se había creído aquel agente del Imperialismo? Salí volando y a los diez minutos regresé con la policía, al mismísimo sitio, estoy seguro. Pero (se lo juro) del bar aquel no había ni rastro, como si se hubiera esfumado. Increíble. Le entregué el informe a la Seguridad. Supe que pasaron el caso a la Sección de Búsqueda y Captura. Lo rastrearon por toda La Habana sin encontrarlo. Hasta «el Compañero que nos Atiende» me recomendó un chequeo, por si la tensión de trabajo y eso. Usted sabe. No me dijo que estuviera loco, pero mencionó no sé qué de alucinaciones y sicosis de guerra. Qué sicosis ni un carajo. Yo le juro que lo vi, Compañero. Por mi madre. Todavía ignoro si atraparon o no aquel bar prófugo de la justicia.

Lola la Fiera

ya está quitada de la vida (alegre), pero recuerda con mucho cariño el Bar Mañana, que frecuentó cada noche a fines de los ochenta: Era una Isla en la Isla. ¿Me entiendes, nene? En la calle había que estar al hilo: la vieja del CDR vigilaba cuándo entrabas y cuándo salías, si andabas con extranjeros, si entrabas con paquetes, si salías con paquetes (un paquete la vieja, vaya). Hasta se ponía a oler detrás de la ventana, como un perro mariguanero del aeropuerto, si freías un chuletón cuando por la libreta había tocado pollo de dieta. Los guardias te cargaban por deporte, te empapelaban, te registraban hasta el culo para sacarte los dólares, o te metían en la jaula sin decirte ni por qué ni por cuánto. Como los de zoonosis recogiendo perros satos. Una desgracia, nene. Pero en el Mañana se ligaba al descaro, el dólar rodaba sin líos, el baño tenía un ambientador permanente de mariguana, y policía que entraba, policía que salía por la otra puerta, con cara de astronauta en el planeta equivocado. Una locura, nene. Allí navegaban los más raros de La Habana: era como la máquina del tiempo: si veías a alguien con campanas, o con minifalda y botas del ejército, o con el pelo pintado de verde, o con media teta afuera; seguro seguro que dentro de tres o cuatro o cinco años, hasta los jubilados van a estar en esa onda. Y así con todo: la música de mañana, los bailes, el ambiente, los olores que serían, allí eran. Una locura, te lo digo yo. Pero se acabó la diversión, llegó el Comandante y mandó a parar: me echaron tres añejos por unos dolarillos, y cuando salí del tanque no pude tropezar con el Mañana ni buscándolo, que es cuando menos lo encuentras. Aunque no sé ni qué decirte. El otro día fui a un bar nuevo, de esos que hicieron en Miramar, y era como virar cinco años: igualito igualito. Vaya usted a saber lo que estarán haciendo ahora en el Mañana. Tirando cohetes a la Luna. Seguro. Alantísimo estarán. Una locura, nene, una locura.

El teniente Félix Urbano

de la Policía Nacional Revolucionaria asegura que más temprano que tarde localizarán y cerrarán ese bar clandestino, tan difícil de atrapar como el mercurio de un termómetro roto. Asegura que varios agentes lo han localizado, pero al salir en busca de refuerzos (sospechando que por su porte y aspecto muchos parroquianos serían fugitivos), jamás encontraron el camino de regreso. Aunque el caso más siniestro fue el del agente Rufino Salgado Gómez. Avisó a la central por su walkie-talkie: que se encontraba en el Bar Mañana, y ofreció sus coordenadas exactas. A pesar de que el operativo policial fue inmediato, al llegar sólo encontramos una vivienda en demolición. El rastreo minucioso del área descubrió a la mañana siguiente su walkie-talkie, su placa y su uniforme completo. Faltaba la pistola. El Sargento Salgado fue ascendido póstumamente, y desde el año pasado, una escuela primaria lleva su nombre. Sobre ese bar pende hoy una acusación de homicidio en primer grado, que no quedará impune. Puede usted estar seguro, compañero periodista. Por eso considero que debería esperar a que cerráramos el caso. No creo que hoy sea el momento políticamente oportuno para publicarlo. Las investigaciones continúan.

María Elena Gómez, viuda de Salgado,

aceptó contra su voluntad inaugurar la escuela que lleva el nombre de su hijo mayor «desaparecido heroicamente en cumplimiento del deber». Qué desaparecido ni desaparecido. Desapareció de la Policía y de este país, pero los desaparecidos no escriben, ni mandan fotos, ni llaman por teléfono. Y esa…ese muchacho (¿o muchacha?) (ya no sé ni qué decir) llama todas las semanas y escribe cada mes. Yo se lo comuniqué a la Policía. Les dije que no perdieran el tiempo buscándolo. Mírelo aquí. Mírelo, Teniente. Pero me dijeron que ese no era, que la CIA tiene aparatos para inventar fotos. Por Dios, que CIA ni CIA. No hay CIA que engañe a una madre, y ese (esa) es Rufino, o como se llame ahora. Que estas fotos eran material restringido, que debía entregarlas como prueba, que ellos encontrarían a los asesinos de mi hijo. Qué ganas de comer catibía. Mírelo antes con su uniforme, y mírelo ahora. Y la Señora María Elena me muestra un mazo de fotos donde aparece una mulata opulenta, atiborrada de silicona y coronada por una sospechosa melena rubia. Es Rufino, o como se llame. El mismo. Sin pistola ni placa, con tetas y con un culo que ya quisiera yo en mis buenos tiempos, pero es mi hijo. Ganas me dan de ampliar la foto y mandársela al director de la escuela, para que los niños conozcan a su mártir.

Yo

no camino más. Y no camino. Me detengo bajo la sombra de un laurel en la Avenida Kohly. Desde las siete de la mañana he hecho dos entrevistas y veinte kilómetros bajo un sol que derrite el asfalto y las ideas. No camino más. Me siento sobre una escalinata de mármol. Espero que no viva nadie aquí, y sobre todo que no tengan perro.  Apoyo la espalda en la balaustrada y cierro los ojos. Siento como cada poro se abre para recibir la leve brisa que viene del mar. Me quedaría aquí sentado una semana. O hasta que apareciera un ómnibus, un taxi, la alfombra de Aladino. No camino más. «Permiso». Ni me muevo. «Permiso, por favor». Es una voz que no viene de mi subconsciente, sino de algún sitio sobre mi cabeza. «¿Se siente mal?». Abro los ojos. Es de noche. Increíble. ¿Me habré dormido? El hombre me mira preocupado. «¿Se siente mal?». No. Yo… Impecables como un anuncio de BMW, el hombre y la mujer me scanean de pies a cabeza con mirada de arqueólogos. Disculpen. Y me levanto para cederles el paso. Suben los diez escalones sin volver la vista. Yo los sigo hasta que trasponen la puerta de cristal: verde amarilla verde, al ritmo del neón que cierra como un arco la entrada: Bar Mañana (Open 24 hours). Coñó. Eso no estaba aquí hace un momento. ¿Será posible? Parece que sí. Y me detengo ante la puerta. Apoyo la punta de los dedos en el cristal y siento la frialdad del aire acondicionado. Palpo en el bolsillo los míseros diez pesos, acurrucados (¿avergonzados?) en el fondo. Sea lo que sea. Y entro al local, inundado por una suave luz ámbar. El golpe de frío disipa mi sudor en un instante. El olor dulzón del alcohol se mezcla con perfumes, respiraciones, nubes de humo rubio, opacando el cuero de los butacones y las banquetas. En un pequeño escenario tras la barra, sin placa ni pistola, una mulata rellena de silicona hasta límites pornográficos, se enrosca como serpiente alrededor de una barra de acero. Al fondo, la ruleta gira bajo un potente cono halógeno, vigilada por el coupier como tallado en cera, un manojo de jugadores expectantes y una bandada de curiosos. La música zizaguea por el salón como si emergiera de todas partes, apenas una levísima vibración corre sobre la madera pulida de la barra, que termina en las manos del barman, de pie ante mi, con una sonrisa profesional tatuada en la cara. ¿Qué va a beber el Señor? ¿Señor? ¿De cuándo a acá un cubano de a pie, periodista raso y con diez pesos arrugados, es Señor? ¿Cuánto vale una cerveza? Depende. ¿Hatuey, Heinecken, Miller, Coro..? Hatuey. Noventa centavos. ¿De dólar? No. De peso. Aunque si el Señor no ha podido comprar pesos, aceptamos dólares al cambio. ¿Qué cambio? El cambio del día. Hoy es… Un momento, por favor. 1:1,06. ¿Un dólar por 1,06 pesos? No. Un peso por 1,06 dólares. ¿Pesos como éstos? Y coloco sobre la mesa la cara arrugada de Máximo Gómez. Exactamente, Señor. Tráigame una Hatuey, por favor. Con cara de beduino huérfano de camello  a cien kilómetros del oasis más próximo, miro la cerveza fluir dentro del vaso helado. Me la bebo de un golpe y pido otra. Mientras rumio maní tostado, escucho un susurro a mis espaldas. Un hombre de mirada raída me tiende la mano huesuda; musita algo que no entiendo, por amor de Dios (quizás). Recuerdo que en mi bolsillo yace un peso huérfano de padre y madre, y se lo entrego. La cara del hombre se ilumina como un verano en Varadero.  Ni que le hubiera dado un dólar. Pero se esfuma tras la espalda del gorila con chaqueta a cuadros que lo lleva en vilo hasta una puerta lateral. Regresa, se mete algo en el bolsillo de la americana, y me mira sin ver con sus ojos neutros, antes de reinstalarse entre dos arecas sobre el pedestal de sus zapatones once y medio. Una muchacha pasa vendiendo cigarros. No, gracias. Levanta a medias la tapa de la cajuela. Tengo emblemas, condecoraciones, medallas. ¿Medallas? Muestra un amplio surtido de grados militares, órdenes al mérito, distintivos del Partido, escudos de la policía, y hasta una medalla de Héroe Nacional del Trabajo. No, gracias. Y se va, de mesa en mesa, con sus Malboro, sus Camel, sus tetas extra ining y su chatarra. Al fondo, un hombre grita y manotea en inglés al coupier, que sólo mueve las cejas. El gorila acompaña al discutidor hasta la puerta y le desea buenas noches al oído. La mulatona ha cedido el turno a una trigueña apocalíptica (¿será capitán de artillería?), aunque la barra y el meneo se mantienen. Una bandada de muchachones entra. Ocupan el centro del salón con aire de dueños, y silban a la trigueña, que desenfunda una teta en su honor. Aplausos prolongados. Sin mediar palabra, un camarero cubre su mesa de saladitos, vasos, cubitera y dos botellas de Chivas Regal. Hasta el gorila les sonríe (increíble, no tiene colmillos), a pesar de que arman más escándalo que el yanqui borracho. Dos policías entran y se colocan a hurtadillas en la esquina menos visible. Se armó la jodedera. Pero los policías sólo miran embelesados el nalgamento de la trigueña, mientras el barman llama por teléfono. Desde una cortira que oculta la pared del fondo viene un hombre ventrudo, vestido de blanco hasta las sienes, y se acerca a los policías, que se cuadran como reclutas ante su comandante en jefe. Mias saludas a la Coronel Urbano. Y les entrega un sobre azul tamaño carta. Los policías echan una última ojeada a la trigueña y se marchan tan subrepticiamente como entraron. Estos tienen cara de astronautas que no se equivocaron de planeta, pienso y concluyo la tercera cerveza. Tres Hatuey en fila india son demasiados indios para mi vejiga. Sin abrir las fauces, me responde el gorila con un dedo índice del tamaño de un plátano: Al fondo a la derecha. Y en el baño orino una cerveza completa. El espejo me devuelve la imagen de mi mismo con el pelo engominado, una corbata a rayas y un traje gris acero. Desde arriba examino mi figura que no es mía: el pasador de oro, el cinto marrón, los pantalones de muselina, los mocasines Martinelli. No puede ser. No puede. Pero mi cara es la misma. La herida que me hice ayer en el pulgar izquierdo. El lunar que heredé de mi abuela. Tengo que irme de aquí. La cuenta, por favor. Le dejo un peso de propina y cuando estoy a punto de salir, el gorila me detiene. Se jodió la mona. De aquí no salgo. Pero el hombre me señala hacia la barra, donde el barman sostiene una Sansonite. Su portafolios, Señor. Eso no es mío. ¿Seguro? Segurísimo. Revísela, por favor. Usted entró con ella. Y efectivamente, dentro están mis papeles, mi grabadora suturada con tape azul. Gracias. Y por fin salgo hacia los últimos rescoldos de la tarde. Camino sin mirar atrás hasta la Avenida 41. Dos Ladas agonizantes y un Chevrolet del 50 esperan el cambio de luces, un ómnibus adornado con racimos de pasajeros se vuela la parada entre los hijoeputa chofer de la gente, y un cardumen de bicicletas sudorosas. Respiro aliviado cuando descubro la pizzería cerrada por reparaciones, el mercadito cerrado por reparaciones, el país cerrado por reparaciones. Una brisa caliente viene desde la Lisa y el Salón Rosado permanece en silencio. Subo hasta 43 para evitar las aguas albañales que borbotean en la acera y por fin me desplomo en mi sofá, que cruje como siempre. Cuelgo tras la puerta mi vieja mochila y extraigo los papeles, la grabadora, la caja de Populares. Mientras el cigarro humea en el cenicero, me quito las botas y el pulóver. Vacío los bolsillos del pantalón y descubro con pavor el billete de cinco pesos. No puede ser. Lo coloco sobre la mesa, al lado de la Olivetti. No puede ser. Miro en otra dirección, mastico un pedazo de pan, oteo hacia la calle oscura como boca de lobo, pero al regresar, el billete sigue ahí, burlándose de mi asombro. Quizás una ducha me extirpe ese maldito bar de la memoria. Pero hoy no hay agua. Lleno en el tanque un cubo de veinticinco litros y me lo echo por encima. Cuando salgo, me siento ante la máquina y miro hacia el techo. Le vendría bien una mano de pintura. Terapia de realidad real que suprima la realidad virtual. (No está. No está. No está). Confío en el poder persuasivo de la insistencia. Autohipnosis. Pero el billete sigue allí, e intento vencer mi pavor examinándolo: República de Cuba, eso está bien. Pero no existen billetes azules de cinco pesos. No existen billetes con la cara de Narciso López. No existe ningún puñetero billete que diga En Dios confiamos. No existe, coño, no existe.  Y después de leer el año de emisión, voy rompiendo, meticulosamente,  las páginas donde he transcrito mis entrevistas, mis sospechas, las ridículas teorías que hasta hoy formaban la columna vertebral de mi artículo. No. Quizás no sea el momento políticamente oportuno para publicarlo. Ni para pensarlo. Ni para sospecharlo. Quizás ese bar sea una alucinación colectiva. No se puede mear hoy la cerveza que me tomé mañana. Y decido cepillarme los dientes y acostarme antes que esta mierda me vuelva loco. Escupo en el lavabo: agua blanquecina de dentrífico donde flotan diminutas cascarillas de maní tostado. Pero echo dos jarros de agua y todas se van por el tragante sin decir adiós, y esperemos que para no volver, como decía el Septeto.

A la mañana siguiente, sobre la máquina de escribir, hay un billete verde de cinco pesos, Patria o Muerte, desde el que Antonio Maceo me mira con su patriótica cara de tranca. La de siempre. Puedo beberme con tranquilidad el primer café de la mañana y apuntarme con alivio a la aplastante mayoría: el Bar Mañana no existe. Se lo explicaré a Guillermo: No existe. No ha existido. No se puede escribir un artículo de ciencia-ficción. Que me envíe a entrevistar a los macheteros que ganaron la emulación, al que inventó la bicicleta de tumbar cocos o a la abuelita de Manicaragua que es teniente de las milicias. Cualquier cosa. Ni Bar ni Mañana. Hoy es el único mañana de ayer. Y en la esquina compro una caja de Populares, me deshago de dos Maceos, entre ellos el fatídico billete (por si acaso) y recibo  tres pesos manoseados que examino casi con cariño: Un peso correcto, con su Patriaomuerte y su Martí, que me mira por encima del hombro. Otro peso sin problemas ideológicos: República de Cuba, Banco Nacional, respaldo en oro… bla, bla, bla. Pero en el último, el Apóstol de la Patria que todos los niños del país tienen de busto presente a la entrada de la escuela, el inequívoco, el intocable, el autor material de aquella independencia, el presunto (está por confirmarse la sentencia) autor intelectual de esta otra; el mismo José Martí y Pérez, quizás a costa de la inscripción que orla los bajos del billete: Ni en Dios confiamos, se ríe a carcajadas.





Lealtad 7.6 (del libro El éxito del tigre)

6 06 2003

A Javier Gómez: los dos:

el personaje y el amigo

 

 

 

Javier Gómez Aranda jamás habría adivinado que una palabra tan breve lo traería tan lejos. Tiene aún fresco en la memoria el día que llegó temprano al Comité Militar, citación en mano, para incorporarse a una enorme fila de contemporáneos, y la expresión aséptica de la enfermera que les ordenó desnudarse en el minúsculo gabinete. Bajaba de un vistazo los calzoncillos a los más pudorosos para examinarlos, inquisitiva como técnico en control de calidad. Recuerda su involuntario rubor cada vez que tropezaban con una doctora, mientras la larga cuadrilla de hombres encueros recorría los pasillos del hospital: departamento por departamento. Le hicieron abrir la boca, los brazos, las piernas, las nalgas —ni que fueran a otearle con un telescopio los adentros por la mirilla del culo—; le hicieron rellenar un formulario, le examinaron la vista y le tomaron la presión, siempre encueros; para al final comunicarle que estaba APTO. Ignoraba cuán lejos lo traería la palabreja. Tres meses de marchas forzadas, ejercicios de supervivencia, prácticas de tiro, y lo embutieron en un uniforme de campaña. Sumido en la panza de un barco, le dieron una sobredosis de azul en toda la extensión de la mirada, y mareos y vomitonas que prefiere no recordar. Bajó del buque con alivio (por fin) a los quince días, en la costa de este país presuntamente amigo y decididamente lejano, donde deberá cumplir sus tres años de Servicio Militar Obligatorio en la Escuadra 2 Pelotón 3 Compañía 1 Batallón 6 de Infantería. Tras el primer rancho sin perseguir la cuchara huidiza a fuerza de cabeceos y pantocazos, el comisario, guarecido bajo un alero, los formó bajo un sol que hacía borbotear la sopa de sesos dentro de sus cascos. Leyó un kilométrico pliego de normas, reglas y prohibiciones. En resumen: excepto respirar, todo quedaba prohibido salvo orden expresa de los superiores. Y superior era cuanto imbécil con gorra les pasara por delante. A continuación los hizo desfilar por la armería, donde cada uno recibió un fusil semiautomático AKM-47, munición calibre 7.6 y cuatro cargadores.

A juzgar por el barniz manoseado, las muescas de la culata, las ralladuras en cantonera y guardamonte, al AKM, por el contrario que a su dueño, no le faltaría experiencia. Buena linga habrás dado desde que saliste de quién sabe qué fábrica bielorrusa. ¿Cuántos muertos tendrás en tu memoria, cabroncito? Y por esa expresión de yo no fui que le descubrió cuando apuntaba, encarándolo del alza hacia el punto de mira, Javier decidió que su AKM merecería llamarse Pepe. Pepe Pérez. No. Mejor Pepe a capella. Y Pepe será desde ese instante su más íntimo compañero. Dormirá al pie de su cama con una fidelidad sin pedigree de perro sato, o abrazado a él durante las frías madrugadas de guardia, o en la humedad sepulcral de las trincheras; se convertirá en una apófisis de su omóplato durante las marchas interminables; lo contemplará cagar o hacerse la puchina de capullo, a mano llena o la de mariposa, recostado a la pared de la letrina. Descansando sobre sus rodillas, le servirá de mesa para apoyar el plato de campaña, y el pupitre de su culata quedará marcado por las cartas de amor que suele escribir a Roxana mientras juega a los centinelas. En agradecimiento (y porque no le queda otro remedio), Javier lo mantendrá aseado y untará de grasa sus piezas móviles, evitando atascos del mecanismo.

En su primera carta a Roxana, Javier garabatea tres páginas de  tequieros y nostalgias y extrañezas y eyaculaciones nocturnas pensando en tu entrepierna hospitalaria, mi amor, que a los tres meses de estar sintigo, se me para hasta de oír el anuncio del cartero: “Javier Gómez, carta de Roxana”. Ese es de la censura militar, el muy chismoso. Empalagada quedó la culata de tanta sacarina epistolar. Y le cuenta a Roxana de esta ciudad maloliente y desgreñada, como una muchacha hermosa maltratada por el macherío insaciable y la tiranía de un mal chulo. Y de su tarea, que es marchar-dormir-comer, aunque de vez en vez le corresponda ir a algún buque nuestro surto en puerto, y dejar caer por la borda manojos de granadas a plazos irregulares, porque los hombres-rana ya volaron un carguero. Días de fiesta, porque los marinos regalan su pedazo de queso, su trago de ron y hasta sus lascas de un jamón duro como palo que compran en Vigo. Y lo que no le cuenta: las hemerotecas porno que ponen a su disposición los marineros rasos, y hasta el vídeo que le pasaron (entre granada y granada), donde una rubia de tetas aerostáticas se metía hasta por las orejas la mandanga de un moreno, larga y prieta como coche fúnebre. Javier casi se suicida a pajas en el baño del segundo maquinista. Lo salvó el cambio de turno.

La primera carta de Roxana fue inconsolable. Una hora más sin ti, mi amor, y me marchito como helado de chocolate en agosto. La segunda carta, no tanto. Y la tercera, archivaba la distancia en el dossier de la cotidianía, junto al café de las siete, la ducha de las cinco y las cuatro cepilladas de dientes al día. Javier se alegró de que se lo tomara con más calma, porque faltaban aún 24.064 horas (sin ti, mi amor) de lejanía. Y en África las horas tienen la mala costumbre de durar días; los días, semanas; las semanas, meses. Así que multipliquen.

En la siguiente carta, le contó que su unidad había sido trasladada al sur, donde la cosa estaba caliente (aunque no se refería precisamente al clima). Apestosa y mugrienta, la ciudad que abandonaron tenía sus encantos. Pero eso es ya pretérito pluscuamperfecto. Ni marineros ni roncito ni queso ni etcétera. Ahora las granadas cuelgan de su cinto, como adorno floral hawaiano, multiplicando la gravitación por la distancia (a cada kilómetro pesan más, carajo) durante las incursiones, casi siempre baldías. Transcurren semanas enteras tendiendo emboscadas a las piedras, disparando contra un susurro en la maleza, cavando nichos de ametralladora, ensayando maniobras defensivas por si el asalto de los fuegos fatuos. Una guerra contra el humo. Fantasmas que siegan a ráfagas la retaguardia durante cinco minutos, para luego desaparecer sin chirrido de puertas o arrastre de cadenas. O degüellan a un par de centinelas. Pudo ser un leopardo, según el capitán. ¿Y para qué los mató, si no tenía hambre? Alguno amaneció sin hígado, sin corazón ni testículos, y ni siquiera el capitán le echó la culpa a los leopardos. El día que escribió esa carta, Javier sólo había entrado una vez en combate. Fue en los altos de Guabite, y los enemigos intentaron romper el cerco que habían tardado dos días en cerrar. Y ahí me ocurrió, Roxana, lo más raro de mi vida. Frente a mi posición había unos matorrales como del alto tuyo. Pues de ahí mismo me salió un unita harapiento, con su fusil en el brazo vendado. Sin pensarlo, me eché el arma a la cara y apunté rápido rápido, porque se me venía encima, y entonces Pepe (tú sabes, Pepe) se encasquilló de malisísima manera. El dedo se me puso morado de apretar el gatillo, y del cañón no salían ni chorritos de agua. Figúrate. Parriba de mi venía el tipo. Qué sofoco, mi amor. Se me paró la digestión, el aliento, el corazón, hasta los pelos.  Pero en ese momento, te lo juro, sentí como si el fusil se moviera por su cuenta a la izquierda, y se disparara él solito: un rafagazo corto. Y cuando miro a ver qué hacía Pepe disparando por la libre empresa, veo  a otro, que ya se había parado en una loma como a veinte metros, con la granada que me iba a soltar aún en la mano, y cayendo en cámara lenta con un rosetón de sangre en medio del pecho. Me miró con ojos de no te veo antes de caer —una mirada del más allá que nunca nunca se  me va a olvidar.  Te lo juro—. Y cayendo el hombre y su granada, me tiré yo, que con la explosión me llovió tierra y sangre y pedacitos de gente: picadillo de unita. Hasta que Pepe le soltó medio cargador, yo ni lo había visto. Aunque no puede ser. Pero fue. Va y lo vi con un tercer ojo que, según los soldados viejos, ve más que los otros dos: el ojo omnividente del miedo. Va y le disparé sin darme cuenta. Cualquiera sabe. ¿Pero cómo se desencasquiló Pepe de ahora para ahora mismo? Sigo sin entender. Y lo más bonito es que entonces me acordé del otro unita, y cuando miro, ya lo tenía casi encima, pero no bien le apunté, puso el arma en el suelo y levantó los brazos. Tendría trece o catorce años, y ni una sola bala en el cargador. Eres un bicho, Pepe. Por eso no le disparaste. Es un chiste, claro. Pero me alegro de que se haya encasquillado, porque hubiera afrijolado al muchachito que venía a rendirse, pobrecito. Con el brazo casi colgando de una herida feísima, y un hambre que iba masticando tierra para que no le doliera la barriga.

Roxana contestó cuatro meses más tarde: una cartica de veinticinco líneas en una hoja de libreta, donde le contaba del Instituto, y de los quince de Evita, y de la boda de Armandito contra María Rosa; pero apenas le comentaba nada sobre su bautizo de fuego y las raras manías de este Pepe por cuenta propia. Va y no quiere revolverme la herida, piensa Javier. Pero hay algo en la carta que le suena a hueco, como los falsos techos. Lee una y otra y otra vez. Se percata de que las palabras distan kilómetros unas de otras, como si hubieran caído por pura casualidad en el papel. Y leyéndola en voz alta una noche de posta y alto quién va, descubre con terror que el tono es de esposa aburrida que, sentada frente al televisor, zurce las medias mientras contesta lo primero que se le ocurre a las estúpidas preguntas de su suegra.

Decide no responder. Esperará una segunda carta. Quizás Roxana esté pasando por un mal momento.

Transcurren dos meses sin que el cartero fisgón  vocifere su nombre. Han ocurrido demasiadas cosas para no contárselas. Escribe largo y tendido: Ha participado en una ofensiva de verdad, con tanques y aviones como en las películas. Sólo que el cinemascope no huele a mierda y pólvora y carne quemada y miedo, que es el olor de la guerra. Y los montones de muertos, que al principio uno vomita hasta el agua con azúcar, pero poco a poco se hacen invisibles, y uno aparta de una patada el brazo que aparece en el camino, para que no estorbe. Y el brazo se va volando a la cuneta, diciendo adiós con la manito, como si la mina no lo hubiera divorciado de su cuerpo. Y no digas tú los enemigos, que quizás sea cosa de matar para que no te maten —cosa de no haber venido ni a matar ni a que te maten, con lo tranquilito que yo estaba en Marianao—. A los muchachos les ha entrado el síndrome del gatillo alegre, y le tiran a cuanta cosa se mueva: un pajarito, una serpiente venenosa o un león. Por gusto, que esto no es un safari y si alguien se lleva una piel de pantera a su casa, será el león del comandante. Los reclutas vamos con suerte si nos llevamos intacto el pellejo propio. Hasta yo me embullé, pero Pepe no me ha dejado hacerme el tiratiros. Cada vez que le apunto a una garza, a una gacela, a un árbol, Pepito el revencúo se encasquilla. Lo he armado y desarmado mil veces, lo mantengo más limpio que un hotel de cinco estrellas, pero no hay arreglo. Sin embargo, la noche que me tocó guardia en un descampado donde hicimos campamento, en el duermeyvela ese que le entra a uno a media madrugada, me despertó del tirón, y cuando miro hacia donde me señalaba Pepe con el punto de mira, veo un par de luces rojizas, linternitas, dos puntas de cigarro; y detrás, una hiena que venía haciéndose la boba pero con malas intenciones. Mi mano montó el arma sin esperar la orden del cerebro. Quieta parada se quedó la muy bicha, haciéndose la que pasaba por casualidad. Sería hiena, pero no comemierda. Y se fue con un pasito de disimulo que de no estar yo tan cagado de miedo, hasta me hubiera reído: de lado y sin dejar de mirarme, hasta que se perdió entre las hierbas. Si no es por Pepe, Javier Gómez habría sido pienso cubiche de exportación para carnívoros africanos. El destino más raro  del mundo: nacer en La Habana, donde no hay ni cochinos, y que lo único tuyo en el ataúd sea la medallita de la Caridad del Cobre encontrada en una cagarruta de hiena. Javier siguió contándole a Roxana de los paisajes, las ensaladas de hoja de yuca, los condimentos incendiarios y las comidas medio raras que se sancochan por aquí, y uno nunca sabe qué coño le meten dentro, porque la calabaza sabe su poco a pimiento, el pimiento, a tomate, y hay otras que ni te enteras. Por eso yo abro mi latica de sardinas o de carne rusa, que  sabrán a manteca de oso siberiano, pero no traen bacterias en conserva.

En la carta más larga y por entregas que ha escrito en su vida, siempre con permiso de Pepe, que le presta su culata, le habla a Roxana de los animales, de las culebras, que hay que estar a cuatro ojos, porque en treinta segundos te dejan más frío que un negro de Coco Solo en Groenlandia; del combate sin combate contra la malaria, la disentería, y otras enfermedades que ni nombre tienen. Y le cuenta de esa lombriz más espantosa que una estampida de elefantes: se mete por los poros y te va llenando de túneles por dentro, como si uno fuera su caverna de Bellamar, y se pone a vivir dentro del ojo. Te fijas bien, y la ves pasar de un lado para otro por detrás de la mirada. Y al final, muy al final y como la hiena, de ladito y con disimulo, le pregunta a Roxana qué te pasa, mi amor, te siento fría, y no digo distante porque eso ya se sabe. No sé. Va y son figuraciones mías, que la lejanía y la guerra y y y y y y… Y Roxana esta vez le responde en menos de quince días:

Que siempre siempre te querré, porque nadie ha sido nunca nunca tan bueno bueno conmigo

(¿a qué viene ésto?)

Que eres una persona maravillosa llosa y mereces que te quieran como tú mereces, pero yo…

(Me huelo que me lo tengo merecido, por estúpido y enamorado y comemierda. Chuchito me lo decía: hacerlas sufrir y que se jodan, tú verás cómo te quieren quieren, o te cogen la baja y al final el sufrido y el jodido, cuando no el tarreado, eres tú, guacarnaco)

Que yo no te merezco, Javier, con todo lo bueno buenísimo que tú eres conmigo. Y, además, me duele decírtelo…

(Más me duele a mi, cabrona. Malo malísimo malisísimo tenía que ser yo. Los malos duermen bien. Mírala a ella)

Que me he enamorado de un hombre, ¿entiendes?

(¿Y qué coño debo entender? Un hombre: dos brazos, dos piernas, una cabeza sin cuernos, no como la mía, una pirinola y dos huevos: un hombre. ¿Y qué? No es tan difícil de entender)

Que es algo mayor, y es un alto funcionario de…

(¿Entender eso? ¿Que es un vejete con hijas de tu edad, oriundas de su antepenúltimo matrimonio, y que maneja un automóvil más esbelto que su barriga, y que se saca la picha lacia de un calzoncillo Lacoste; no en las posadas mugrosas donde nosotros íbamos, sino en un casón de Miramar con aire acondicionado? ¿Eso? Facilito de entender. Que ya eres una mujer miramarvillosa y que siempre te odiaré, reputisísima)

Que quizás lo destinen a Europa y yo me vaya con él, tú sabes, porque nos casaremos el mes que viene; y lo que nunca nunca unca habría querido es que regresaras de tu Gloriosa Misión Internacionalista…

(¿Gloriosa Misión Internacionalista? Y todo con mayúscula. ¿Tú diciendo eso? Tú, tú misma, que rajabas de los mandantes, hijoeputas todos, decías, de sargento para arriba, hasta el Comandantísimo en Jefísimo? ¿Tú? Y ahora me hablas de la Odiosa Micción Indigenista. Si mañana forman un batallón de putas, segurito te nombran comisaria. Qué bicharraca)

Que llegaras y recibieras entonces la noticia de que me fui a Europa con Gustavo. Y no es porque no te quiera, Javier…

(No. Es porque quieres más a Europa  Vete a la mierda. A la mierda europea. Olerá a Chanel número 5)

Javier no resiste más la carta entre sus manos, como si quemara. Y en la hoguera donde un cabo y dos reclutas asan unas mazorcas de maíz, la quema de verdad. A boñiga de rata van a saber esas mazorcas si cogen el saborcito de la carta, piensa.

 

Durante una hora Javier se queda como lelo, mirando la oscuridad más oscura de todo el continente, aunque en ese instante es mediodía desde el Atlántico hasta el Mar Rojo. No puede pensar, ni escribir, ni engrasar a Pepe, que lo mira de soslayo apoyado en una piedra. Javier Gómez Aranda siente un dolor a prueba de analgésicos, como si el escorpión aquel de medio palmo que se hospedó en su bota una noche, el escorpión que a la mañana siguiente no admitió al verdadero propietario, le hubiera picado el corazón. Y el corazón se le inflamara como el dedo gordo, y pugnara por romperle el pecho. Por inercia, mantiene el sobre en su mano derecha, y examinando el matasellos descubre que la siempre tardía, esta vez le ha enviado un Desamor Express. Casi sonríe. Pero le duele la sonrisa.

Hasta hoy el sinsentido tenía al menos un propósito. No se trataba de vivir las 19.744 horas que le quedan aquí, porque esto no es vida. Se trataba de durar, porque ella me espera. Cuidarme de beber en los charcos y comer porquerías, para no regresar cundido de lombrices y virus, porque ella me espera. Evitar como un guineo las balas, para no regresar en una silla de ruedas o trozado del cuerpo para siempre, porque ella me espera.  Se trataba de subir con mi propio pie la escalerilla del avión, verla durante nueve horas de cielo agitarme el pañuelito en la terraza del aeropuerto. Se trataba de no viajar en el compartimento de la carga, dentro de una caja de zinc galvanizado, soldada por los cuatro costados; porque ella me espera. ¿Y ahora qué? ¿Quién coño me espera? ¿Mi madre con sus discursitos patrióticos, que hasta feliz sería, digo yo, de tener un hijo mártir y ser por fin la directora de la Escuela Primaria «Javier Gómez Aranda»? ¿Mi padre, que de mulata en mulata no sabe ni dónde queda este país de negros? ¿Quién? A ver, ¿quién? Ni yo me espero. ¿A alguien le importa que Javier Gómez reviente como un siquitraque en esta guerrita donde no sé si soy indio o cowboy? A nadie nadie nadie. (A pesar de que Pepe parece mirarlo conmovido con el ojo del cañón, y una gota levísima de aceite se desliza por el afuste).

Javier cursa la tarde inmóvil bajo una ceiba, sin almorzar ni comer, perdido en una nada procelosa, sin responder al qué te pasa del Chino, ni a los chistes pesados de Gabriel. No escucha, ni ve, ni huele, hasta que el sargento lo sacude. Tu turno, Javier. Tu turno de guardia.

Es noche cerrada cuando se sienta en la garita. Entonces despierta, y por primera vez se siente aplastado  por el peso de las 19.744 horas que aún le faltan para cumplir su condena a trinchera forzada. Como cruzar en bicicleta las cataratas del Niágara sobre un hilo de coser. Si alguien no te espera, si alguien no te llama a gritos desde la otra orilla, no llegas. ¿Valdrá la pena soportar el hambre y los bichos, darle esquinazo a la muerte cada día, no olvidar nunca ese olor a miedo y pólvora y carne quemada y mierda seca, ese olor que penetra por las uñas, por la mirada, aunque te tapes la nariz; ese tufo que te inunda los sueños, así sean de Roxana desnuda en Varadero? Y de un tirón, como si huyera de un arrepentimiento, apoya la culata del fusil en el suelo, hunde el cañón entre sus dientes y lo apoya en el cielo de la boca. Dicen que Hemingway oprimió el disparador con el dedo del pie  (sería su escopetón de caza); pero a Javier le alcanza el brazo para quitar el seguro, introducir el pulgar entre el guardamonte y el gatillo, y oprimirlo con todas sus fuerzas, cerrando la mano hasta blanquearle los nudillos. Piensa que debería escuchar el estampido antes que sus ideas, sus miedos, su dolor, sus sueños y su cerebro se estrellen contra el techo de la casamata. Pero no se oye ni un zumbido. Ni un pájaro. Ni un insecto. Ni una hoja al rozar contra otra. Como si la naturaleza se hubiera detenido. ¿Me habré detenido yo? ¿Será ésto? ¿Un silencio? ¿Estaré muerto? Abre lentamente los ojos, y descubre las paredes de la garita, siente el hedor de sus axilas, una gota de sudor que le corre por la mano, y el sabor metálico de Pepe en su boca. ¿Te encasquillaste otra vez, cabrón? Y apoya el ojo de acero bajo el mentón, oprime de nuevo el disparador, pero Pepe se niega rotundamente. Entonces Javier descarga toda su ira contra este fusil que siempre quiere hacer lo que le da la gana, siempre, cojones, siempre. Y lo tira contra la pared, lo patea, golpea el cañón contra una viga. Dispara, cabrón, dispara. Y sin darse cuenta oprime el gatillo. La ráfaga casi lo tumba y un camino de agujeros conduce en la pared hacia ninguna parte. Se escuchan gritos, se enciende alguna luz. Sabe que los hombres se están lanzando de los camastros, que ya vienen corriendo a medio vestir, colocando los cargadores en sus armas. Sabe que en un minuto estarán aquí. Y sabe que Pepe no disparará contra él. Pero descubre en un rincón la cuerda con que ataron hasta ayer la vaca requisada el domingo. Empieza a hacer un nudo corredizo. De pura suerte lo logra a la primera. El cerrojo de Pepe parece que temblara en el rincón, pero podrían ser las botas que retumban sobre el suelo, lanzadas a galope hacia la garita. Javier calcula la distancia e intenta pasar la cuerda por encima de la viga más alta. Pero entra el teniente sin camisa, fusil en mano, el cinturón colgando y la bragueta de par en par, por donde se divisa un ridículo calzoncillo de flores malvas. Se detiene en seco y hace ademán a los demás: no entren. Descubre la soga en las manos de Javier, que ha quedado inmóvil y lo mira con los ojos muy abiertos y un leve temblor en el labio. ¿A quién disparaste? A… Era una sombra… Yo creo… Un bicho, creo. ¿Y esa soga? ¿Soga? Ah. Estaba en el rincón, enroscada como una culebra, y… Entiendo. Entiendo. El teniente toma a Pepe y se lo tercia junto al suyo, le pasa a Javier el brazo sobre los hombros, y lo conduce con cuidado hacia la barraca improvisada, entre las miradas atónitas, o furiosas, o preocupadas, de los reclutas, y alguna risilla a costa de las flores malvas en los calzoncillos del teniente, risilla cancelada a medio diente por el orden jerárquico. Descansa, muchacho. Yo cubriré las dos horas que faltan. Y el teniente deposita a Javier en el jergón como a un anciano muy achacoso y cansado, con ese temblor en las piernas que no se le quita. En el pasillo, el teniente comprueba que el cargador y la recámara de Pepe están vacíos y lo deposita al lado de la cama. Antes de irse, hurta con disimulo los cargadores llenos. De todos modos, Javier, con los ojos extraviados en algún techo que debe quedar por encima del techo, no se habría percatado. Descansa, muchacho. Mañana te sentirás mejor.

 

Javier regresa poco a poco de la nada. Los hombres han reanudado  el sueño y la oscuridad es absoluta: los ronquidos no alumbran como las estrellas. Al moverse, sus dedos tropiezan con la anilla que une la correa al fusil AKM-47 calibre 7.6. Pasa la mano suavemente desde el punto de mira al cerrojo, y cree sentir un ligero estremecimiento del metal, pero la noche es engañosa. Entonces recuesta el fusil a su lado, se abraza a él y llora en silencio durante minutos, días, años, quién sabe. Las lágrimas se escurren por el guardamano hasta la culata, y Javier ni se percata de que, quizás por los espasmos del llanto, la correa del fusil alcanza su espalda por encima del hombro, como si lo abrazara.

 

Javier se duerme con la mejilla apoyada en el cañón, pero, a los pocos minutos, despierta sobresaltado. Como el remake de una vieja película en versión panorámica dolby surrounding, el día de hoy surca su memoria a la velocidad del olvido. Y siente un cansancio infinito. Toma delicadamente a Pepe, y lo cuelga al pie de la cama. Tarda en dormirse justo lo que demora su cabeza en alcanzar la almohada. No recuerda que mañana es el día de su cumpleaños. Ignora que un par de amigos le tienen preparado un regalo especial: una revista Penthouse que hallaron casi intacta entre las ruinas de una aldea, para que veas las tetas y los culos que nos estamos perdiendo por estar en este culo del mundo, valga la redundancia. Pepe quizás sepa que en unas horas Javier cumplirá diecinueve flamantes años, la edad más peligrosa del hombre; y por eso lo custodiará desde su atalaya durante toda la noche, con ese insomnio que padecen las armas.

 





La lotería de Dios (fragmento de la novela El restaurador de almas)

30 08 2002

Portada Restaurador de almas 203

A pesar de los disturbios que en el alma de la remediana grey ha puesto la mudada:  exaltación de los fans, pero sobre todo resignación exhausta de los más –vegueros, albañiles o ganaderos trocados en exploradores y geógrafos: peregrinos sin santuario, exiliados sin destino–, alguno conserva ánimo suficiente para ejercer sus manías e inclinaciones, sin supeditarlas a razones de fuerza mayor o seguridad nacional, que tan cómodas resultan. Y por si fuera poco, no es uno, sino dos, aunque por ahora sólo uno se vea: el emérito y persistente sobrenaturista Juan de Espinosa Montero, en este claro de bosque cercano al sitio donde el remedierío emigrado acampa en torno al Cura. Bajo el claror de Luna que desciende hasta ellos por la claraboya de la fronda, Juan trata de convencer a Leonarda: se lo pide en nombre de la verdad científica, del ineluctable progreso de la raza humana, que discurre por el camino del saber; y que no tenga vergüenza, que él es como un cirujano que aplicará sanguijuelas celestiales a su alma conturbada (¿conturqué?), endiablada, Leonarda. No un simple varón que ofenda tu recato. No ha terminado cuando ya la negra deja caer el jubón y empieza a zafarse la camisa, que de tantas cintas y contracintas y nudos casi marineros, lleva sus buenos diez minutos. Pero por fin cae a tierra, y es lo primero que ve Juan. Por no ofender el pudor de Leonarda, ha dirigido su mirada a la hierba salpicada de luna. Pero ella:

─¿Usted no quería examinarme?

Juan preferiría esperar a que el strip-tease se hubiera consumado, para  rastrear las posibles marcas diabólicas en el cuerpo de la posesa, pero piensa ahora que mejor poco a poco, no sea demasiada la impresión. Y levanta los ojos muy lentamente hasta tropezar con los de ella, pero por el camino algo (algos) lo ha(n) sobresaltado.

─Efectivamente.

Y se dedica al estudio de ciertas manchitas irregulares en sus hombros, pero las miradas no cesan de escurrirse hacia abajo. Por mucho que Juan las reprenda, son miradas por cuenta propia, empecinadas en esa pareja de menhires horizontales; y como de todos modos tiene que examinarlos, Juan obedece a sus ojos y salta el prólogo, pasando directamente a los capítulos uno y dos. Lo bien que empieza esta novela: Un par de senos que se comban con el donaire de las calabazas chinas y el tamaño idem, robustos en la base y de morro afilado para terminar en dos pezones casi negros, extensos como dobles doblones si los hubiera, circundados por un vello finísimo que Juan examina ahora, y las goticas minúsculas de sudor en la piel (qué ganas de lamerlas, Dios mío) y los poros tan finos que ni se ven, y la piel sedosa, pareja como ébano pulido. Qué tetas, Señor, piensa el Juan plebeyo y vulgar que yace dentro del sobrenaturista, pero el alma científica lo silencia. Va a tocar. Su mano se contiene. ¿Sería necesario?

─Toque sin pena, Señor, toque sin pena ─muy seria ella, pero los ojos desternillados de la risa, por el tembleque en las manos de Juan y el sudor en su frente y ese aire de yo no fui cuando ella sabe que si fue, o será, que es algo todavía por ver.

Y Juan desliza sus dedos por la circunferencia toda, descubriendo que de tan erectos, ni un papel puesto debajo sostendrían estos senos (que Dios hizo un día de inspiración) ─no es bobo el Maligno─, y no como Matilde Rojas ─recuerda una experiencia ida─, que habría corrido hasta la costa portando una Biblia bajo cada teta. Y acerca la palma al pezón más cercano, y lo rodea con los dedos, presiona atento, como quien busca quistes y excrecencias, pero este material es de primera, y para probarlo, diríase, los pezones se disparan, se arrugan y crecen bajo sus palmas con el entusiasmo de montañas recién nacidas. Leonarda hace un gesto levísimo de placer y casi gime, pero no. Sólo vibra un poquitín, sin querer, pero queriendo. La mano efectúa un masaje circular dos o tres veces, y los pezones a punto de salirse de sus órbitas; pero Juan teme que este no sea precisamente el camino de la verdad científica y se inhibe. Los pezones quedan como a la expectativa durante unos instantes y sólo se aplacan a medias, porque Juan examina ahora la espalda, donde Satán debió inscribir sus mensajes. Va palpando la superficie, al tiempo que Leonarda se comba cañaveral en viento de cuaresma, pero más felino, más suavecito papi que me erizas toda. Juan coloca sus manos sobre las clavículas y presiona la base del cuello, tan delicadamente, que ella se encoge de hombros, los ojos divagantes, y sus caderas reculan unos centímetros hasta chocar con la bragueta de Juan: un topetazo descuidado; y es como si dieran la alarma de combate allí donde el espíritu del hombre de ciencia no debía permitirlo. Juan nota que un animal hasta ahora dormido bosteza, se estira y ruge. Tiene hambre. Separa sus manos de los hombros. Ella se compone mientras Juan respira hondo, pero su problema no es en el sistema respiratorio. Y ahora que palpa los costados de la negra, ahora que llega hasta la cintura y por obra satánica ella casi se quiebra: feroces las nalgas que vienen a su encuentro, casi lo muerden y Juan a punto de huir, pero no puede apartar los ojos, que saltan como cabritos por encima del hombro, para caer en esas proas afiladas qué tetas, Dios, pero qué tetas. Tan marineras, que dan ganas de navegar a bordo de esas tetas toda la Mar Océana sin tocar puerto. Juan se aleja unos pasos. Resuella. La negra se repone y una bocanada de aire fresco le alcanza para joder un poco:

─¿Se siente mal su merced?

─Me siento todo ─musita él, inaudible para Leonarda─. No es nada. Continúe.

Y sin hacérselo repetir, ella zafa cintas y libera cierres para quedar desnuda de cuerpo entero ante la Luna y ante los ojos encabritados de Juan de Espinosa Montero, sobrenaturista que era hasta ahora mismo, pero ya no se sabe, hechizado como está ante el soberbio nalgamento de la negra, que se vuelve hacia él con una lentitud desesperante. Ayúdame, Señor, en este trance. Y convoca en su auxilio todos los poderes del cielo, las palabras mágicas, los conjuros propiciatorios y hasta las santas reliquias, que si dispusiera al menos de una cabeza de San Dionisio, una sola de las siete en existencia, todas confirmadas como auténticas, de donde se desprende que debió ser un santo de insusual inteligencia. Y Leonarda ya de perfil, culiparada y los pechos miracielo. Dios mío. O algún culero del niño Jesús, que para esta morena no hay talla; o una de las catorce herraduras (sin contar los repuestos) del burro en que huyó la Santa Familia. Y ahora concluye el giro, despacio, muy despacio, suavecito es como me gusta más. O pedazos del cántaro con que Nuestra Señora iba a la fuente; hasta que se rompe, Señor, no me tientes así, ¿eres tú o es el otro?; o jirones de la túnica de la Virgen María; cordones de las sandalias de San Pedro; que ni cordones lleva Leonarda en esta hora, desnuda como su madre la echó, pero mucho más desarrollada. Y Juan evita dirigir sus ojos a ese vórtice que lo atrae como un imán, y sus ojos de fierro que se insubordinan y acuden allí, oh, Señor; aunque tan sólo fuera alguno de los setenta y cinco clavos que constan en los registros de reliquias y que sin lugar a dudas fueron empleados para clavar a Cristo. Un alfiletero, el pobre, piensa Juan tratando de evadirse de lo otro, y se arrepiente de inmediato porque si el Cura llega a oírme los pensamientos. Pero hasta los susodichos clavos serían atrapados por el campo magnético de ese pubis negrísimo y selvático; trenzas se podría hacer la negra en ese triángulo de vellos duros y húmedos donde se hunden ahora los ojos de Juan para no regresar[1]. Aunque él se resista con una terquedad digna de mejor suerte, es demasiado ardua la tarea en esta tierra donde escasean las mujeres y viven en soltería, baracutey, la mayor parte de los pobladores; pero no en soledad, que prolíficos y amancebados son, fornicadores de negras, yeguas y mujeres ajenas. Ni aunque el sobrenaturista apriete duro el trozo de ágata cornalina, remedio comprobado contra los derrumbes, tormentas y demás catástrofes. La caída de su científica parsimonia, en contraste con lo que sucede en otros confines de su anatomía, y la catástrofe de su virtud, son inminentes: consecuencia de esta tormenta que bambolea su alma como un ciclón otoñal con vientos de doscientos kilómetros por hora. Dios se apiade de mi. Pero la piedrecilla será tan efectiva en este trance como aquella que el Rey Alfonso de Castilla le regalará al papa Juan XXI, y que hallarán sólidamente aferrada en lo que quede de su siniestra mano después que el techo se desplome sobre su cabeza. Y por fin logra Juan acercarse, logra pensar en pajaritos, en fórmulas para la piedra filosofal y otras boberías que lo aparten del pecado. Examínala como si fuera de madera, muchacho. Y trata de seguir su propio consejo, pero en ese momento el diablo, que con bíblica asiduidad se disfraza de serpiente, asoma el hocico: un majá de dos palmos se acerca reptando por la hierba. La negra teme sin distinciones a esos reptiles: sea un jubo mocho o una anaconda, porque su sola visión podría encanecerla hasta las raíces. Y de un salto se echa en brazos de Juan de Espinosa Montero, quien espanta de una patada al ofidio, ya bastante asustado el pobre del gentío que se ha aposentado en sus parajes. Su merced me ha salvado. Y la piel de Leonarda, recién lavada en el río, pone un perfume suculento en el olfato de Juan; y ella no se baja hasta no estar bien bien bien segura de que el monstruo se ha ido, y entonces lo hace muy muy muy despaaaaaacio, de modo que su pubis roza la bragueta de Juan y después el vientre y el ombligo juguetón se ensaña en ese objeto rígido que no es precisamente el ágata cornalina, pero sube de nuevo, porque vi una sombra, su merced, y me pareció que había regresado, fíjese a ver, fíjese, al tiempo que los enormes pechos, los pezones soliviantados por tanta examinadera y jugueteo, aprisionan el rostro de Juan, obnubilan su pensamiento científico y los demás pensamientos (menos uno), y él siente un enorme alivio cuando su lengua atrapa un pezón al vuelo y empieza a lamerlo goloso, puro chocolate; y Leonarda ay su merced, ¿qué hace?, pero no se baja ni un milímetro, más bien afinca sus piernas por detrás a las corvas de Juan, que trabajo le cuesta sostenerla con esas manitas que se pierden en la inmensidad alpina de sus nalgas, y ahora la negra es sólo ay, su merced, que ya sabe lo que está haciendo y trata de bajarle las calzas con los pies, pero no puede, y es él a manotazos, qué rico, su merced, qué rico, mientras con la otra mano la sostiene y el calor de su pubis: grito que le traspasa la ropa. Y Leonarda contorsionándose como si Changó la montara, que todavía no, pero ya veremos, y el sexo humeante frotándose y frotándose, humedece los dedos de Juan, estás hirviendo, mami, así, muévete así, y es que los pechos de la negra lo abofetean sin misericordia, y él muerde, lame, succiona con un hambre atávica de bebito destetado antes de tiempo, hasta que su mano logra zafar-correr-bajar-rasgar sus calzas y la verga, casi me ahogo, coño, emerge desesperada, que ese calor y ese aroma acre del sexo palpitante la enloquecen como nunca antes, y busca, pero ni falta que hace, porque el triángulo voraz apenas la presiente, cuando ya la siente, pero todavía, y los umbrales, dámela toda, papi, hasta que halla la boca del monstruo, o es hallada, que eso nunca se supo, y se hunde entre los labios pulposos y morados y jadeantes, como si la mordieran, y en el mismo pórtico el glande salta hacia delante, rojo y frutal, fresa pedunculada, y Leonarda se deja caer sobre la verga, sabiendo que ya ha sido atrapada y no podrá escapar si no es maltratada y flácida y feliz, por eso se mueve con una rotación de caderas que siembra en el subconsciente de Juan la sensación de que allá adentro una manito sabia (¿la de Satán?) le zarandeara el alma, tanto que sus rodillas se doblan; y ruedan por la hierba sin desprenderse y es él sobre ella, afincando los pies en la tierra para hundirse hasta el final, pero ruedan y es ella sobre él, ella la que se yergue ahora y con ambas manos tras la nuca lo amenaza te voy a sacar la vida, macho, y toda la intrígulis del asunto se ve ahora clarísimo desde la copa del almácigo, donde el loco ha hecho su nido, entre dos ramas gruesas como muslos, armando una hamaca de aspillera que le pica en las espaldas ─chinches locas si lo de él es contagioso─. Y mira ahora todo el procedimiento y descubre una nueva utilidad de ese aparato que se le quiere salir ahora de los calzones dime tú si se me vuelve loca la pirinola, ─piensa el loco─, y apenas dos intentonas de volverlo a su lugar, cuando descubre lo rico de manosear aquello sin un propósito definido (orinar, por ejemplo) y vuelta otra vez a las calzas y vuelta a sacarlo, y no son muchas las manipulaciones antes que el calambre más sabroso de su vida le recorra el sistema nervioso central, casi lo tumbe de la hamaca, no sienta la más mínima picazón durante minutos y minutos, y un surtidor pegajoso le salpique hasta el cuello de la camisa. Cuando se repone del (gusto) (susto), todavía las palpitaciones le tienen la respiración entrecortada. Nunca en su vida orinar le había dado tanto placer; pero algo sospecha, porque se lleva la mano a la nariz y entonces sabe que ese líquido perlado ─la Luna es engañosa, habría que analizarlo mañana─ y de aroma dulzón, no es orine. Ya más calmado, dirige de nuevo su vista al animal duplo que jadea sobre la hierba y piensa si no sería posible adicionar una especie de palanca movible en una abrazadera sujeta a la rueda delantera, dos mejor, de modo que accionándolas con las manos, el ruedocípedo se desplace con más velocidad, menor gasto de fuerza muscular y sin necesidad de ir pateando el camino. Y se sume en los cálculos de materiales, distancia radial, disposición de la palanca que en la abrazadera entre y salga, entre y salga, entre y salga, y mira hacia abajo y parece que se le está volviendo loca de nuevo la pirinola. Y mira bien el procedimiento. Y el ruedocípedo. Y entra y sale, entra y sale, y el ruedocípedo se va embalando por el mismo camino; pero es distraido de su precursor invento por unos pasos en la hierba y no es la milicia que se acerca: Doña Pascuala Leal, la viuda que todavía se acuerda, viene a comprobar los resultados de la investigación practicada en su esclava y desemboca al claro. Pero está claro que Leonarda y Juan no pueden escucharla, de tan ausentes, idos o más que idos, pero ya serán venidos, como si el universo se hubiera compactado en un mínimo punto, en una sensación intransferible que sube ahora al estallido último y agónico, y tal parece que la tierra fuera a abrirse, pero no para tragar entera a la infausta Villa, como ha anunciado el Cura, sino para dejarlos caer en un vacío sin vértigo, en un flotar antigravitatorio; mientras la viuda espera con toda su santa calma, así se le desbanden los recuerdos. Demasiado pronto se le fue Miguel, piensa la viuda y recuerda el alivio primero, de no temer más sus embestidas sin prólogo, que fue cediendo lugar a una tristeza del alma, suplantada por una nostalgia del cuerpo. Un vacío del vientre que se ha ido amansando con los años, al tiempo que una tristeza dulzona, como de fruta pasada, ocupaba su lugar. Una suerte de agradecimiento tardío que por diez minutos no se trocó en odio. Los diez minutos que se demoró en llegar aquel día, cuando Miguel descubrió solita a Leonarda, la negra recién comprada, y la atacó por detrás, empalándola de un encontronazo contra el fogón apagado. Y la negra se revolvió como una posesa, hasta que Don Miguel le apretó el gaznate. Por suerte fué rápido y efímero como un gallo. Si no, la ahoga. Todavía Leonarda respiraba hondo, clamando por el aire que le habían hurtado, cuando ya Don Miguel bebía un vaso de vino, a buen recaudo la verga babeante. Entró entonces la Señora Pascuala. Leonarda hizo silencio, por miedo a Don Miguel y por lástima a su ama. Desde entonces anduvo ojo avisor el día entero, y no escasearon las amenazas de gritar, secundadas por un trinchante o un largo cuchillo de cocina, que la salvaron de una segunda embestida. Pero Doña Pascuala nunca lo supo, y su memoria ha ido salvaguardando los buenos recuerdos, más frescos cada día, que no fue hace tanto tanto tiempo, aunque ahora ese plazo le resulte inabarcable y lóbrego y cesa el remeneo y sólo un estertor sacude al sobrenaturista Juan de Espinosa Montero y a la posesa Leonarda, y las sonrisas y los silencios susurrados y:

─Por los quejidos, parece que Leonarda endiabló al exorcista.

La voz viene primero como una referencia lejana, pero inmediatamente el homo restaura el sapiens y ambos saltan, buscando a tientas la ropa ¿dónde coño?, no por la oscuridad, sino por esa claridad interior de donde (se) vienen y que los encandila. Hasta que ella se esconde a sus espaldas y él se cubre con la falda de Leonarda su culebra ya rastrera ─única en el reino animal que no infunde pánico a la negra─, columbrada y tasada de refilón por la viuda, con resultados muy satisfactorios. Y entonces, sólo entonces puede balbucear:

─Mire, Doña Pascuala, excúseme. Yo… Mire…

─Ya he mirado bastante.

─Déjeme explicarle…

─Aunque enviudé hace mucho, no tiene que explicarme nada. Todavía lo entiendo.

─Doña Pascuala, yo… ─cuchicheo de Leonarda al oído, mientras trata infructuosamente de ocultar tanta exhuberancia tras la exigua espalda de su Don Juan─. Quiero proponerle algo.

─Mientras no sea lo mismo que a la negra.

─Se la compro, Doña Pascuala. Le compro a Leonarda. Y ofrezco muy buen precio ─Intervalo de duda─ . De todos modos, Doña, está endiablada.

─Los dos ─masculla Doña Pascuala Leal antes de irse.


[1] Otros ojos habían observado la escena sin ser vistos: los del Güije de la Bajada, conjunción de sueños, que se ha trepado de un salto a un altísimo ocuje y desde allí duda si echarles una meadita o pegar un alarido que suene a diablo de esos que tanto mienta el de la sotana prieta, o… Pero al cabo se dice que éstos, de tan ensimismados, capaces son de no asustarse, y de un brinco se dirige al claro, donde se apretuja el remedierío. Algún

Aguanilé-O

armará su desparrame y su cagazón, que ya bastante cagados vienen huyendo tras el cura y delante de los demonios.





Diálogos celestiales (fragmento de la novela El restaurador de almas)

30 08 2002

En la iglesia, el Padre de la Cruz, arrodillado ante la cruz, recuerda a Dios aquellos momentos de gloria, cuando sustituyó, con la ternura de un padre, la dictadura del tal Bejarano; la mudada inicial y cómo se dejaron conducir con una fe digna de los primeros cristianos, tan rara en esta Ínsula de cimarronaje y malvivir, de tambores que enloquecen las cinturas.

—Me seguían, Señor. Fui ungido con tu gracia —alguna lágrima de emoción (su propia oratoria lo conmueve) salpica la barba cana, y es aprisionada por el enrejado de pelambre, sin resbalar hacia las losas—. Hicieron de tus palabras, que pronunciabas a través de mí, su propia ley —Cristo lo mira desde la cruz con cierta indiferencia—. Durante meses y leguas de camino, bebimos de los arroyos, comimos lo que tu gracia quiso poner a nuestro alcance, dormimos bajo el cielo. Fuimos uno.

Y el crucificado hace un mohín como de aburrimiento, subrepticio. ¿O será una ilusión óptica, un efecto especial de las llamaradas en los vitrales? No así los pasos, subrepticios también, del ex-notario Bartolomé del Castillo. En franca rebelión contra una palabra mercenaria, hurta el cuerpo en cada esquina de la Villa, salpicada de incendios. No teme por su vida, sino por el éxito de la misión: encajar una bala entre ceja y ceja al malhadado cura. (…) ¿Dónde te escondes, cabrón? ¿Dónde te escondes? Y continúa la búsqueda hacia el norte.

—En las noches soñamos los mismos sueños —asegura el Padre al crucificado, que por razones de fuerza mayor no tiene más remedio que escucharlo—, mientras nos alejábamos de la Villa maldita. Fueron días felices. Los corderos de mi grey tenían fe, Señor, en tu palabra. Pero un decreto pudo más que la fe. Derrotados, descreídos, errantes —señala a los vitrales, pero se refiere al más allá, no a los santos hieráticos—. El trasiego con los herejes pudo más que el buen camino —de pie, acusón y temblando de ira—. Se empeñaron en su desobediencia. Pero tu paciencia tampoco es infinita. Tengan en sus casas un anticipo del infierno —se contiene y cae hincado a los pies de Cristo. Un largo silencio se puebla del crepitar lejano y el desplome de alguna techumbre. Cuando regresa, su voz es apenas un hilo—. Pero tú sabes que todo lo hice por amor, para salvarlos.

(…)

—Veinte años ha que les predico según tú me has dado a entender.

El rostro de Cristo sufre una pequeña contracción, parece que los labios exhalaran un suspiro de fastidio y abre los ojos en la cruz, perplejo:

—¿Yo?

El Cura retrocede espantado, pero se repone. Postrado al pie del Cristo indefenso, clama en trance:

—Me llenas con tu gracia, Señor. Nunca soñé que me concederías el favor de tus revelaciones. Un milagro, Señor, un mi…

—Qué remedio. No iba a aguantarte el monólogo toda la vida. Pero respóndeme. ¿Por qué yo? ¿Por qué debo cargar con todo cuanto se diga en mi nombre?

—Como sacerdote de tu iglesia, embajador de tu fe —Cristo, entre aburrido e indulgente, lo mira de soslayo—, los amonesté una y otra vez. Domus mea. Domus vocavitur. Pero había tibieza de espíritu. Se han tirado a los montes antes que ponerse a tu servicio —niño aplicado delatando a los que no hicieron la tarea.

—Y entonces vinieron los demonios…

—Yo lo advertí. Oía tu voz.

—¿Como ahora?

—No. Tu voz —se indica primero la cabeza y después el pecho—. Tu voz. ¿Comprendes?

—El monólogo interior de Leopoldo Bloom.

—No menos de ocho exorcizados. Veinte con síntomas de posesión —indetenible el Cura—. Muchos declararon bajo los conjuros.

—¿Declararon?

—Las legiones de diablos que habitaban a los vecinos. Eso.

—¿Cuántas?

—Hasta treinta y cinco en un solo poseso —Coñóóó, piensa Cristo—. Y seguía endemoniado. Vecinos había con no menos de cien legiones. Eso declaró un diablo. Y bajo conjuro, Usted sabe.

Cristo, que es ducho en cálculos mentales:

—Cien legiones, a 6.666 demonios por legión, hacen 666.600 diablos en un solo esqueleto —eleva los ojos al cielo—. Qué abuso, Padre.

—Fue lo que dijeron.

—Y, en total, ¿cuántos demonios calculas tú en la Villa?

—No menos de 800.000, Señor.

—Si de cada tres ángeles uno cayó (según los cálculos de Santo Tomás de Aquino; yo no estaba ni por allí cuando aquello), resulta que se mudó a Remedios no menos de —pausa brevísima, como de Texas Instrumet— la décima parte de la población infernal. Si las estadísticas no fallan, Lucifer abandonó su oficina central para dedicarse personalmente a esta sucursal remotísima, perdón, a esta Villa de San Juan de los Remedios del Cayo. ¿No te parece demasiado, Señor Beneficiado y Cura Rector de la Iglesia Parroquial de Remedios, Vicario Juez Eclesiástico, Comisario del Santo Oficio de la Inquisición y hasta de la Santa Cruzada? A propósito: tú tienes más cargos que yo.

—Yo… —repentinamente alumbrado— Hay pruebas, Señor. Hubo testigos. Cuatro. Ellos darán fe. Y muchos que declararon bajo los conjuros.

—¿Muchos?

—Muchos muchos no; pero sí muchos.

—Una epidemia.

—Satánica.

(…)

El Padre sonríe. (…) Una sonrisa extraviada.

Cristo lo mira como a un caso clínico.

—Descreídos. Rebeldes. Huir a los montes en lugar de acatar los mandatos del Señor —Cristo tose—. ¿Decía algo, Señor?

—Lo pensé.

El cura se pasea por la nave, acosado por el crepitar de los incendios: un palo de guayacán que estalla, una techumbre que se desploma, un arcabuzazo lejano, más por entusiasmo destructivo que por atinarle a algún vecino. La danza de los colores en el vitral ejerce un magnetismo sobre el Padre de la Cruz, que no resiste la tentación de acercarse:

—Hasta la casa de Toribio Sarduí está ardiendo —un poco insolente, pero buen vecino, piensa el cura— y la de…

—¿La de quién? —aunque ya él, por supuesto, lo sabe.

—La de Juan Francisco Cortés.

—¿Ese no era…?

—Nos escapábamos de niños al cerro, a la caleta grande. A cazar sinsontes. A nadar. Pablo Vidal me estuvo enseñando a nadar, pero no aprendí hasta…

—¿Hasta? —Cristo, provocador irreductible, visualiza la escena.

—Casi me ahogo. Juan Francisco Cortés me sacó por los pelos del agua. Éramos tan inocentes entonces. A veces me asombra. Más que amigos, fuimos hermanos. ¿Qué sería de esta Villa si aquel día…?

A varias leguas de distancia, Juan Francisco Cortés, el escéptico, aún duda si debió salvar a Joseíto aquella vez. Drástico remedio para Remedios. Aunque. Otro habría aparecido. La historia tiene sus rutas prefijadas. Y no sólo el hato del Cupey; el mundo en su totalidad es inhabitable, de tanto desafuero, codicia, trapacería y zancadilla. Casi daría lo mismo el hato ese de Antonio Díaz o el paraje del Quemadero Grande. En definitiva lo impropio para vivienda de cristianos es el planeta. Lástima que no tengamos otro.

¿Qué sería de esta Villa si aquel día…? El Padre se sacude la idea. Sabe que Dios no lo hubiera permitido. Ya desde entonces lo había elegido para una alta encomienda.

—¿Por qué vienen contra mí? ¿Por qué se empeñan contra Su Voluntad? ¿Por qué han cambiado tanto?

—Tú también has cambiado, Pepe. Ya sabes nadar. Creciste.

—Ellos también crecieron y… pecaron y se volvieron diablos.

No tiene arreglo, piensa Cristo, pero lo sigue aguijoneando:

—Los diablos son sabios, Pepe.

—¿Qué dice, Señor?

—¿No hubo un diablo que discutió con Diego Tello en 1650 y sabía más que él de teología? Hasta Lutero…

Vade retro.

—Pura semiótica. Diablo significa sabio, espíritu conocedor. ¿No hablan con soltura de temas tan altos, que a veces los exorcistas no entienden nada de nada? ¿No son artistas de renombre…?

—Arte de Satanás.

—Destápate por un momento el cerebro y piensa, que para eso tienes la cabeza, no sólo para llevar tonsura. Aquellos tres días entre su caída y la fundación del hombre, los aprovecharon estudiando; en lugar de andar por ahí desempleados, como tanto angelito bobalicón.

—Impíos y soberbios. Les falta fe, humildad. Discuten con Dios. Y no sólo ellos.

—¿Tú también?

—¿Yo? No, Señor. Todos en esta Ínsula: delincuentes desterrados del Perú y de la Nueva España, forajidos de la península, mercaderes quebrados y mujeres huidas de sus maridos, frailes…

—Lo que yo digo.

El Padre se hace el sordo:

—…frailes en hábitos de legos, gente vagabunda y fascinerosa que escapa de los arados y las flotas, de las armas honrosas de Su Majestad.

—Pero con esos bueyes hay que arar, Don Pepe. Por cierto, un tocayo tuyo diría: «Hay que gobernar con lo mejor que hay en el hombre, y con lo peor que hay en él, si no, lo peor prevalece».

—¿Quién?

—Te regalo la cruz si lo conoces.

—Esa hez comete sus fechorías, sin temor al Rey ni a Dios. Puente de fugitivos que corren por las Indias es esta Ínsula.

—El Golden Gate del despelote.

Pero el Cura sólo se oye a sí mismo, para no perder la costumbre:

—Incestuosos y pecadores quedan sin castigo. Hasta en el Puerto Príncipe, que era villa devota, la voz del cura se apaga en la iglesia vacía.

—¿No dice el oidor Sánchez Pavón que los del Camagüey son aplicados, trabajadores, valientes, hospitalarios, leales y generosos? ¿Qué más quieres?

—Pero poco practicantes. También lo dice.

—¿Los preferiría al revés?

—Su fe los salvaría.

—Y sus defectos hundirían la Ínsula.

—Que renacería en tu reino.

—Eres un caso clínico, Don Pepe. Y a propósito, si hay tanta gente pecadora y mal criada, ¿no serán pésimos los criadores?

El Padre, sabichoso en el arte de las evasiones:

—Las autoridades civiles cometen pecado de impiedad y soberbia. Ellos…

—¿No me digas? ¿Ellos? ¿Y ustedes, padre? —engola la voz para remedar a cierto personajillo— ¿Y quienes debían velar por la pureza de nuestra santa fe, por el legado de los mártires, por la bondad y la virtud contra la avaricia y la corrupción de las costumbres?

—Pero Señor… Usted se burla de…

—De ese mismo. Y de Señor nada. Señores los que presumen de señorío. Yo soy un pobre infeliz. ¿No me ves aquí, crucificado? Ellos sí: los obispos en sus palacios, gastando sumas indecentes en pleitos pendejos por asuntos de etiqueta y precedencia. Abren casas de juego en las iglesias.

—No es mi caso.

—No. Tú sólo apuestas de vez en vez una onza macuquina a la pata de un jabao —el Padre aduce con los ojos que su inclinación por los gallos de pelea bien se aviene a los usos de este pueblo, y que algún defecto emblemático del gobernado debe tener el gobernante, para entrar en sintonía con la psiquis entrañable del pueblo, etc. etc. etc.—. Aunque apuestas mucho más que una onza.

—A lo sumo tres.

—Peor. Apuestas un pueblo entero a cuanta idea nueva se te ocurra. Pero elegiste mal la moneda, Pepe. Y tu pecadillo de fornicación. No muy seguido, pero…

Gancho al mentón que hace ruborizarse al Cura:

—¿Yo?

—No voy a ser yo, que de eso me retiré hace ya… —cálculo mental— mil seiscientos sesenta y un años.

(…)

Toda la sangre del Padre se refugia en el rubor casi fluorescente de sus mejillas. Se postra entonces a los pies de Jesús:

—Perdóneme, Señor. Perdóneme. Yo…

—Eso es bobería, peccata minuta. Si hay monjas que han ido a dar del claustro a los burdeles (mulas de Cristo les dicen, mancebas de clérigos, mulas del diablo, qué ocurrentes). Priores que sacan monjas a ganar, de putas, en las calles.

—Otros expían en las procesiones, ayunos y romerías.

—Pocos de romería; muchos de ramería. ¿Son esos los educadores del pueblo llano?

El Padre mira en derredor, temeroso, pero nadie más escucha. Sólo nosotros.

—Por decir cosas tales, Señor, colgaron y quemaron…

—El 23 de mayo de 1498 —logra decir Cristo antes que

—…a Savonarola.

la carcajada casi lo tumbe de la cruz. Pero fue clavado y bien clavado.

—A mí ya me colgaron una vez, Don Pepe, y quemándome estoy desde hace mucho tiempo.

El Cura se acerca a los vitrales, esperando que el otro cambie de tema; pero Cristo es un doberman en eso de perseguir una discusión donde lleva ventaja:

—Dime, Pepe, ¿cuántos no se meten a frailes para asegurar la vianda y el vestido?

El Beneficiado mueve la cabeza y se encoge de hombros. Jamás se ha enfrentado a una discusión así, a casulla quitada, donde las amenazas de heterodoxia y las citas de los clásicos queden invalidadas ante el clásico por excelencia.

—La tercera parte de España son curas y monjas: más sacerdotes que feligreses.

—Pero, Señor —por fin se le ocurre algo—, conventos enteros rezan por la salud espiritual de los próceres y del Rey.

—Y les dan de comer a cambio de oraciones por pecados viejos, para dedicarse con entusiasmo y el expediente limpio a cometer los nuevos.

—El misticismo de Su Majestad…

—Crisis cíclicas de arrepentimiento. Lo malo es que siempre rectifica hacia otro mal camino.

—Pero aquí…

—Aquí. ¿No hubo dos curas que envenenaron al gobernador para seguir con su tráfico de negros?

—Yo no.

—Tú llevas veinte años en el tráfico de remedianos.

—He intentado convencerlos con paciencia, Señor. Mil veces les he repetido que el buen camino… Tú eres testigo.

Indica hacia el más allá de los vitrales, apuntando sin saberlo al ex-notario Bartolomé del Castillo, que al costado de la iglesia duda si entrar o no, cargado su mosquete con buena pólvora y un perdigón cuyo destino es la frente del Señor Beneficiado (¿Dónde te escondes, cabrón? ¿Dónde te escondes?). ¿Estará en la iglesia? Y decide averiguarlo.

—Por culpa de su soberbia —continúa el Padre. Ignora lo calladito que debía quedarse en este instante—. Yo no quería. Pero se fueron convirtiendo en una turba endiablada. Como aquellos que te crucificaron.

—Sus razones tendrían.

—¿Para convertirse en una turba?

—No. Para crucificarme.

El Cura, anonadado, hace un largo silencio y se recoge a lo profundo de la nave. Necesita sumirse en la sombra de sus más hondos pensamientos para evitar que este Cristo sacrílego (¿me habrá oído?) lo confunda. Un resplandor en los vitrales lo distrae: Los bohíos de Manuel Raposo y Juan de Morales estallan uno detrás del otro: bolas de fuego y chispas como animales que escaparan hacia el cielo; serpientes de humo gris intentan engullir la bandada de nubes posadas en el azul.

(…)

Una silueta se recorta contra la bocanada de luz que penetra por el portón abierto de la iglesia: el ex-notario Bartolomé del Castillo escruta, mosquete en mano, la penumbra. De espaldas a la entrada, sumergido en la sombra de sus pensamientos y en la sombra de la sombra, el Padre no detecta su presencia. Don Bartolomé da unos pasos hacia el interior de la nave, pero el aire de abandono, la oscuridad escanciada de polvo y el silencio de los gorriones lo inducen a pensar que el olfato de su mosquete ha errado de nuevo. (¿Dónde te escondes, cabrón? ¿Dónde te escondes?). Y da media vuelta hacia la luz, sin percatarse de los guiños cómplices que le dirige este Cristo heterodoxo y socarrón, que desde la cruz ha asediado la seguridad blindada del Señor Beneficiado.

—Sus razones tendrían —repite Cristo, y es la mayor herejía que el Padre ha escuchado en su vida—. El pueblo es sabio. Me crucificaron por amor.

—Hay amores que matan.

—¿Tú no estás volatilizando Remedios por amor?

«No coments», piensa el Cura.

—A Barrabás le prorrogaron la sentencia. Al cabo las pagaría. Y a mí me salvaban de mí mismo. Esa es la mayor de las indulgencias, Pepe.

—¿Tendremos que canonizar en pleno a los judíos?

—El pueblo es siempre el mismo. No tiene rótulo. Y el pueblo supo que ya por entonces mi doctrina había sido dicha. Yo era joven. Y ambicioso. No de joyas, por supuesto. Esa es la riqueza de los simples. Ambicionaba amor, gloria, el privilegio de mover multitudes con un simple gesto de la mano —El Cura asiente; siempre ha tenido esa ambición como la única estimable—. La tierra bajo mis pies, los objetos que rozaba, ya eran sagrados. Comencé a ser Dios. Un guiño, una sonrisa, un mohín de disgusto, eran traducidos por los discípulos al lenguaje de los mortales. Eran órdenes, contraseñas de Dios. Los hombres leían en cualquier gesto verdades inapelables que yo jamás había formulado. Mis palabras ya eran ciertas antes de ser pronunciadas. Me bastó fundar una retórica de mí mismo.

—No creo, Señor…

—Pero el pueblo es sabio: lo supo antes que yo. A partir de ese momento ya no diría nada nuevo. Me sabía perfecto e infalible. Sólo me faltaba empezar a contradecirme.

—Contradecirse es humano.

—Yo no era humano ya. ¿Sabes por qué? Algunas verdades se van deshojando y uno sigue viéndolas como recién pronunciadas. Aunque sean verdades mustias. Espejismos de la soberbia. A tiempo me crucificaron: por amor al Jesús que habían conocido; por miedo al Jesús que asomaba, quebrando la cáscara petrificada de mis palabras. De ése me salvaron.

—Lo salvó el Padre, Señor.

—Qué Padre ni Padre. Fue el pueblo, Pepe. El Jesús que ellos amaron ganó en la cruz la inmortalidad de la memoria. Al otro Jesús, el que ya asomaba, no le dieron tiempo para asesinarlo. Morirse a tiempo es la más alta sabiduría política. Inalcanzable casi.

(…)

El Padre González de la Cruz, olvidando por un momento al de la cruz, ejerce la nostalgia:

—Aquella vez me siguieron con alegría.

—Ni que fuera una merienda campestre: Los pajaritos, las mariposas.

—Creían en la palabra. Tenían fe.

«Hay que creer en algo aunque no se sepa en qué. Una fe en falacias es preferible a una falta de fe». ¿Qué opinas, Pepe?

—Nunca pensé que dijeras…

—Lo hubiera dicho. Pero lo dirá Henry Link.

—¿Uno de esos herejes de la iglesia reformada?

—Peor. Un nonato. Pero sigue. Estabas en la bucólica: los pajaritos, las mariposas.

—Hablaba de la alegría con que enfrentaron todas las pruebas.

—¿Alegría? No me vengas con historias idílicas de iglesia dominical, pastizales ingleses y paisajes de Watteau. Sin techo ni pan, sin una vega honrada donde ganarse el tasajo, sin otra ley que tu santa voluntad. No jodas, Pepe. La miseria y la bondad no han hecho nunca buena yunta.

—Es cierto que al principio… Tuvimos que levantar la villa de la nada. Pero con el entusiasmo de los vecinos…

—El entusiasmo ¿no?

—Tampoco es Santa Clara la villa que yo soñaba. Diablos escurridizos…

—Eres una isla angélica asediada por un océano de demonios.

—Es la villa que yo fundé, Señor; lejos del Mal que infecta este lugar.

—Y lo que falta. Ya te enterarás.

Pero el Cura continúa sin escucharlo:

—Aún las casas son bohíos, hay carencias que ponen la discordia entre vecinos. Pero no es culpa nuestra. La culpa es de Remedios, que nos debe obediencia y tributo.

—Porque lo dice Don Pepe, Beneficiado, Vicario Delegado y etc.

—Porque lo dice el Capitán General, el Obispo, hasta Su Majestad el Rey, y Dios.

—Yo no lo he oído.

Qué falta de tacto político, piensa el Cura. Pero viniendo de quien viene, prefiere pasar por alto una afirmación tan conflictiva.

—Ellos acatan y prometen, pero después actúan por sus fueros: los animales y el pan no llegan nunca. Se solazan en su abundancia.

—Producto de su trabajo.

—Y de sus tratos con los herejes.

—¿Aceptarían ustedes un pan hereje, impío, descreído?

—El pan es sólo pan, pero los medios que emplean…

—Comercien ustedes también con los herejes.

—¿Cómo puedes pedirme algo así, Señor?

—Allá tú. Seguirás en la inopia.

—Ellos se burlan de nosotros.

—Sus razones tendrán.

Una marejada de ira amenaza ahogarlo:

—Ahora les faltará abundancia que estregarnos en la cara.

—Espera sentado, Pepe. Para el fin de esta historia falta un trecho.

El Padre camina a trancos por la nave. Su sombra es arrojada contra las paredes según el mudar del fuego en los vitrales. No puede admitir las razones de este Cristo heterodoxo, porque sería como admitir un cisma entre la Verdad y la verdad, entre su vida y la fe, entre su fe y la vida. Siente dentro de él una voz —remanente de tiempos idos ya hace tanto— que lo induce a revisar todo desde el principio; pero si es difícil revisar una vida, es casi imposible corregirla. Este Cristo no puede ser Cristo. ¿Será obra del Maligno? Aunque si es, me escucha (y sonríe en la cruz el muy cabrón, ¿me habrá oído?). Cristo asiente y se vuelve hacia el vitral del fondo, donde baila el zapateo una llamarada rojiza. No puede ser. El Cura se refugia en su empecinamiento, que le devuelve la seguridad en sí mismo que no han puesto en precario ni veinte años de lucha y sinsabores. Pero las palabras de este… (¿me oirá o no me oirá?) pretenden vulnerar mis convicciones.

—Buscábamos el buen camino, Señor. Y eso es más caro a Dios que la abundancia. Ellos tenían fe.

—Una vez te creyeron sí. Abnegación. Heroísmo. ¿Sabes que los dioses son incapaces de la heroicidad y el sacrificio? Son dioses. Ni falta que les hace. Sólo el orgullo humano puede domar los instintos más elementales, obligarlos a pastar heroicidad y abrevar en pozas de abnegación. Dulces sustancias —El Cura asiente con la cabeza. El esbozo de una sonrisa queda cortado de cuajo—. Pero cuando dejaron de creerte, el hambre les supo a hambre y la sed les supo a sed. Y ahí te jodiste, Pepe. Aunque faltaba mucho para que lo supieras.

(…)

—El Cabildo de la Catedral no tenía derecho.

—¿Tú sí?

—Como sacerdote de Dios…

—Como Vicario de Cristo, Embajador de su santidad, Lugarteniente de Dios, Dios en la Tierra, Salvador del Mundo, Semidiós, Hijo de Dios en persona, Corredentor. Codiós mejor, o Dios de Dios. Poco te falta para convertir la Santísima Trinidad en el Santísimo Cuarteto.

—No me abrume, Señor. En virtud de nuestro cargo…

—¿Quién duda de la virtud de un cura? ¿Y de un obispo? Menos. ¿Y del Papa?

—Nunca.

—Dios libre a Dios. ¿Y eso no es soberbia?

—Nos humillamos ante la voluntad del Todopoderoso, de los obispos, del Papa.

—Cuando se humillan, los masoquistas parecen mártires.

—Tú sufriste en la cruz.

—Y no me gustó ni un poquito.

—Hay martirios necesarios.

—No lo dudo, pero yo hablo de humildad, Pepe. Humildad.

—Obedecí la orden del Capitán General.

—No jodas. Obedeciste al Cabildo de la Catedral, que por conveniencias políticas evitó líos con la autoridad civil. No me hagas cuentos, que la omnisciencia también tiene sus ventajas —breve pausa que permite a la idea calar en la mollera del Padre—. Tú y yo sabemos que la autoridad civil no tiene potestad para encarcelarte, juzgarte o despojarte de tus bienes sin autorización de la iglesia.

—¿Y no es justo?

—Depende de quién componga la justicia. Tú los arrastraste al monte, pero cuando se les exige el regreso so pena de inobedientes, a ti te amenazan con multa de 50 pesos, y a ellos con cárcel y deportación a la Florida. Qué equitativo.

—No creamos nosotros esa justicia, Señor. La justicia del cielo…

—Del cielo cae la lluvia. Y eso cuando no hay seca.

—La divina justicia —Cristo sonríe, porque ahora es Don Bartolomé del Castillo la justicia divina. Juez y verdugo, ya dictó sentencia. Presunto al menos, que aún vaga con el ojo de su mosquete atisbando el espacio, la huella, el olor a incienso enclaustrado del Padre, que supone en algún sitio, entre la turba de incendiarios (¿Dónde te escondes, cabrón? ¿Dónde te escondes?). Pero no aparece. Y evita la tentación de liarse a tiros con dos partidas de esos fascinerosos.

—La más alta ley.

—La de Dios. El pobre Dios que ustedes mismos han fabricado.

—¿Tampoco existe? —ironiza por primera vez el Cura.

—Y si no existiera habría que inventarlo con edictos y bulas: guerrero o pacifista, iracundo o misericordioso, capaz de poner la otra mejilla o una bala de arcabuz entre ceja y ceja.

—La personalidad divina.

—Es de siquiatra según eso.

—¿Qué es siquiatra?

—Olvídalo. Ustedes sí son dioses: han inventado a Dios.

—Suena a blasfemia.

—No eres el primero que me lo dice.

—¿Debemos permitir la herejía de esos que llaman librepecadores?

—Librepensadores.

—Librepecadores. Ni libres ni pensadores. El único pensamiento libre es el de Dios.

—En las catacumbas había que convencer con amor y ejemplos de virtud. Ustedes se pueden permitir el lujo del poder: la intolerancia.

—Demasiado fácil es la tolerancia.

—Dividir el mundo en incondicionales y enemigos es siempre lo más fácil. Difícil es tener el puño y seguir dando la mano.

—Quien no cree, puede tolerar cualquier creencia. Los sacerdotes de una fe estamos llamados a imponerla.

—¿A cualquier precio?

—Crimen sería no imponer a los hombres la verdad.

—Así atente contra la ley primera de la vida, que es la vida misma.

—¿De qué serviría salvarles la pelleja si perderían el alma?

—¿De qué serviría salvarles el alma si pierden la pelleja?

—Son demasiado débiles para actuar por su cuenta.

—¿Hiciste la prueba?

—¿Para que se despeñen hacia el pecado y la impiedad? Censurar el mal ¿no es ejercer el bien?

—¿El mal? ¿O lo que tú crees que es el mal?

—Yo no. La fe.

—¿Censurar lo que la fe condena? ¿O mutilar los pensamientos y castrar las palabras?

—Pensamientos nocivos.

—Hay que creerse muy dueño de la última palabra para negársela a los otros. ¿No es soberbia eso?

—¿Soberbia dice? ¿O integridad de principios?

—Ardiente integridad. El fuego de la fe. Sea cual sea, esa candela está incendiando Remedios.

—Nunca fue mi propósito, pero ellos, los insumisos…

—Sumisión sin entendimiento, obediencia sin razones, fe sin virtud. ¿Nunca dudas, Pepe?

—A la palabra de Dios me atengo.

—Si tú supieras la de dudas que tiene Dios.

—¿El omnisciente?

—Saber es una cosa. Entender, otra. ¿No ves este mundo al garete? No porque Dios sea sordo ni ciego —confidencial—. Es indeciso.

El Cura mira en derredor con disimulo. Podría terminar en carne de tostadero, sólo por permitir que una herejía así ruede por el aire.

—No te inquietes. No hay nadie. Sólo Él —enarca hacia arriba las cejas—. Pero de tan omnisciente y omnipresente, ha elaborado la teoría del supremo equilibrio: «No hay acierto que no contenga su propio error», afirma. Y eso lo paraliza.

—¿Una parálisis de Dios? Eso es el caos. ¿Y Usted?

—Mi sabiduría, por suerte, es imperfecta, y eso me deja un margen para pensar, como los hombres.

—Pero tu pensamiento es puro.

—Qué va. Impuro como el de ellos. Y grandioso. Pensar, Señor Beneficiado, es la grandeza del hombre. Y reírse. ¿Qué otra cosa nos diferencia de los sapos y las cucarachas? Con lo extenuante que es tejer el ADN, si el Viejo se hubiera empeñado en diseñar un modelito exclusivo para cada bicho y cada planta, estaríamos a miércoles del Génesis. La producción en serie, Pepe.

Pero ya Pepe está resignado a no escuchar lo que no entiende:

—¿Hay que diseccionar entonces cada demonio ante sus narices, para convencerlos de que la Villa ha sido tomada por el Malo?

—Si atrapas a los demonios, que diseccionarlos por control remoto será asunto de Hollywood.

El Cura no entiende de controles ni de remotos ni de ese haligud, pero ya eso va siendo una rutina. Y contraataca:

—Perdóneme, Señor, pero cualquier razón siempre será objetable.

—Por suerte.

—La fe es la única razón que no tiene réplica.

—Basta negarla.

—¿Cómo?

—Negándola y ya.

—Imposible.

—Escolástica inversa: Lo que no admite discusión se niega y punto.

—Al quemadero irá quien ose…

—¿Entiendes ahora por qué los remedianos dicen sí, pero no?

—La verdad revelada no puede ser expuesta a un debate de cabildo como cualquier trifulca de linderos.

—Toda verdad que se niegue al público debate lleva dentro su propia mentira, que la irá devorando poco a poco.

—No permitiré que en mi parroquia los hombres discutan con Dios.

—En público.

—Nunca permitiré que a Dios le pidan cuentas.

—Sus cuentas quedarán pendientes. Hasta que sea demasiado tarde.

(…)

El Padre ha envejecido varios años en estas horas. Lo asedia un cansancio premonitorio del epílogo que lo acecha. Aunque dependa por ahora de los pasos sigilosos, que se desgranan al sur de la Villa (¿Dónde te escondes, cabrón? ¿Dónde te escondes?), mientras la impaciencia del mosquete, aceitado con esmero, va en aumento, y la bala se revuelve enclaustrada, ávida por morder, huérfana de víctima, inútil como una carta sin destinatario. Hay un cansancio inmemorial en la voz del Cura, sus palabras recorren un pedregoso camino cuesta arriba:

—La edad de los mártires ha sido suprimida. Vanidades del siglo.

—Qué novedad.

—Es la era de los cristianos de ocasión.

—Siempre hubo hombres sin fe, Pepe, sin dioses.

—Ahora son más.

—Culpa será de los dioses.

—¿Culpa de Dios?

—Hay hombres que nunca creyeron sino en sus propios sueños. Y a veces ni eso.

—Es lo que digo.

—Pero si la fe es obligatoria, no tienen más remedio que fingirla.

—Cristianos de ocasión.

—Para sobrevivir, Pepe. Qué remedio. Los ricos y poderosos simulan para medrar. Los sabios, para aprender a escondidas. El tostadero no es bueno ni para asar marranos.

—Aprender. De eso blasonan los renegados de la fe reformada.

—Los hombres sin dobleces son raros, y arden con suma facilidad en un mundo donde la industria y el comercio son ocupaciones de extranjeros; el trabajo, de villanos; el saber, herejía; el servilismo, virtud; y la fe santurrona, que no duda porque no cree, es la única fuente de provecho.

—No siempre.

—Algún día tu tocayo hablará de «aquel estado medroso e indeciso al que desciende la razón allí donde impera un dogma único e indiscutible», y también que «el predominio de un solo dogma es funesto al desarrollo de la mente y el carácter de un pueblo, máxime si es autoritario y fanático».

—¿No lo incineraron?

—Más o menos. Pero todavía. Será. Es la enfermedad profesional de los predestinados.

—Según Dios, son todos los predestinados: pobres y ricos entrarán en su momento al cielo.

—Unos a pie. Otros en carruaje.

—Los pobres siempre llevan ventaja: lejos de las tentaciones y las vanidades del poder o la gloria.

—Temerarios los ricos.

—El pobre sólo necesita perseverar en el camino de su escasez. Para los ricos es ardua la contienda contra su condición y señorío.

—Más meritoria, ¿no?

—Rico que entra al cielo es doblemente merecedor de la gracia.

—Rico en la tierra y agraciado en el cielo. Quien se queje es un malagradecido.

—También los ricos son obra de Dios.

—Pepe, carajo, tú sí eres un bicho. Podrías demostrar que Dios es un gavilán pollero, que el diablo fuma torcidos de Vuelta Abajo, o que yo soy mi propia abuela. Y previsor como eres, has asegurado para tí un viaje arduo al reino de los cielos, acaparando cuanta tierra hay desde Yagüey hasta el paso del Jatibonico, por doce leguas de anchura y hasta la misma costa.

—No tanto, Señor.

—¿No tanto? ¿Y las haciendas Gambao, San Agustín, Los Caguanes y Maiagigua? ¿Y el corral de Arroyo Manacas? ¿Y el hato Camaján en Yaguajay? ¿No tanto?

—En esta Ínsula, quien más quien menos, todos solicitan mercedes.

—Es para no caer en la miseria y que tu camino al más allá sea un master de probidad espiritual.

—¿Un qué?

—Un nada. Y te pasaste un pelín, Don Pepe, permitiendo a los vecinos, que si es por tener, no deberían ni pagar aduana cuando suban al cielo, comprar con sus limosnas todos los ornamentos de la iglesia, el servicio de plata: alhajas y prendas, custodia, guión y lámpara, candeleros.

—Cuando se quebró la campana…

—Ni aquella que largó las asas reparaste de tu pecunio.

—Ellos hicieron la colecta.

—Casi los excomulgas antes. Dios te recompensará, sin dudas, por perseverar en tu riqueza.

—Tenía puesta toda mi fe en la mudada. ¿Para qué invertir caudales en la campana, si deberíamos construir iglesia nueva donde asentara a mi grey?

¿Para qué? Tú no sabes cuánta batalla le queda por dar a esa campana, piensa Cristo, pero lo omite para no estropear el suspense.

—Yo había pensado en una fábrica de tres naves, toda de piedra, digna del nuevo asiento, y en ella poner mis caudales con largueza. Siempre he andado por el recto camino, Señor.

—¿En qué quedamos? ¿No es tan sinuoso el de los ricos?

—He sido fiel a los dogmas. Como inquisidor…

—Debes estar abrumado de trabajo, aunque con la de licencias para pecar que hay hoy, hasta quemar una villa es permisible.

—El desenfreno de las costumbres.

—El pecado está en veda, Pepe, en vías de extinción. Trátalo con cariño si lo encuentras. ¿No dicen los teólogos modernos que no estamos obligados a huir de las tentaciones y del pecado?

—Hay quienes exageran, Señor.

—¿Tú no? ¿Te estás quedando a la zaga de las nuevas teorías? Hasta se puede elegir el más cómodo camino hacia la salvación, siempre de buena fe, que eso ayuda.

—Sería un peso insoportable si el Señor nos obligara a transitar por un solo camino. Nunca estuvo en su ánimo.

—¿Usted lo conoció personalmente? —el Cura prefiere atribuir el chiste a un lapsus auditivo—. Por eso han aumentado tanto los viajes al cielo. Toermundoegüeno. Pasen, señores, pasen. Los caminos han sido abiertos por la magia de la teología. Congestión en las autopistas de Dios. Superpoblación celestial. Explosión demográfica en el séptimo cielo.

—Mientras más se salven, mejor. Siempre dentro de la fe.

—Que la herejía del pensamiento… Cuidado. Esa sí es peligrosa. Pueden asarte a la parrilla.

(…)

La noche se ha adueñado de los vitrales. El resplandor de los incendios apenas si los salpica de un amarillo tenue o de un lánguido rosa. El cabo de vela hallado en un rincón, permite al Cura mirar a los ojos de Cristo. Sería peor una voz flotando en la tiniebla. Aunque quizás no tanto. Camina hasta uno de los cristales y deja vagar su mirada, que los escombros permiten navegar ahora hasta los confines de la Villa, por los incendios mortecinos. Alcanza a ver una hilera de hombres que se pierde de vista en dirección a Santa Clara. El último, que por la anchísima ala de su sobrero debe ser el Capitán Luis Pérez de Morales, se vuelve en dirección a los rescoldos de la Villa y la mira largo rato, como catando la magnitud del holocausto, el mosquete alicaído en la diestra. Quizás contraer esta visión le contamine la asepsia unidimensional de su principio rector, con el virus de un arrepentimiento. Después se quita el sombrero y agacha la mirada durante varios minutos. Como si rezara. Como si dudara. El Padre lo ve dar la espalda al sitio donde estuvo la Villa, y desaparecer en pos de los otros.

—Ya se han marchado.

Cristo canturrea:

Cuatro fueron los nombrados

                                                                  para subir a las casas,

                                                                Jaiba, Cometa, Tampico

                                                               y Atarraya de Guasasas.

—Crápula pura. ¿Eh, Don Pepe?

—No siempre se puede escoger.

—Y lo felices que son disfrazando sus malos instintos con los uniformes del Rey y de Dios: la ley, el orden, los sagrados deberes.

Pero Don Pepe no siente el menor deseo de discutir:

—Sólo hay silencio.

—Gracias a ti. Jamás los filibusteros asolaron el pueblo con tanta eficacia como tú, Pepe, para salvarlo de los filibusteros.

—Sólo un padre es capaz de salvar a sus hijos aún a costa de tanta destrucción.

—Más vale ser huérfano. Hay madres de una selectividad desastrosa.

Demasiado abrumado para seguir el tono ligero de Jesús, el Padre no puede reprimirse:

—Nunca hubiera querido llegar a estos extremos.

—Los vencedores no necesitan dar explicaciones. Y usted ha vencido, Señor Beneficiado. En toda la línea —El Cura hace un silencio largo. Demasiado—. Remedios fue trasladado ya al reino de la nada.

—Señor: bastante tengo con esa destrucción en mi conciencia.

—Los altos designios, los santos ideales resplandecen —martillea el de la cruz.

—Remedios no existe —el Cura no logra apartar los ojos de la ceniza humeante, que titila en la oscuridad.

—Veamos hasta cuándo.

Frase que intriga al cura, como una amenaza, y revuelve mil sentimientos encontrados que hasta ahora había eludido.

El Padre se arrodilla, de frente a las ruinas de la Villa, como para expiar una culpa, y quiere estar a solas con Dios. Necesita hablarle sin las interferencias de este hijo suyo que lo turba y exaspera. Al Altísimo se dirige de rodillas, con toda humildad, de corazón, Señor, rogándole ante todo que sea una conversación privada, que evite terceros por muy caros que le sean. Por piedad, Señor, que ya no puedo con tantas dudas y certezas malquerenciadas, con tanta responsabilidad sin el descanso de una confidencia: Tú eres testigo, Señor, de que todo lo hice por amor. ¿Eran éstos tus designios? Respóndeme Tú. Silencia a ése, tu hijo. Me acosa con palabras que parecen sacadas de los libros herejes. No quiero escucharlo. No quiero. Háblame tú, Señor. Los remedianos nunca se atrevieron a ponerme de frente sus malas razones. Corderos en el decir. Lobos rabiosos en el obrar. Así fueron. Ganaron tu castigo. Empecinados en su desobediencia. ¿Qué más podría hacer, Señor? ¿Aceptar su desacato para siempre? ¿Permitirles la burla a la virtud de los que siguieron tu camino y hoy se someten a las pruebas del hambre y la penuria en Santa Clara? ¿No flaquearía la fe de los rectos? ¿No cundiría el mal ejemplo? Tú eres testigo, Señor, de que todo lo hice por amor. Pero, ¿qué más podría hacer? Sólo un camino quedaba para que se cumplieran tus designios: que me amaran por miedo. Tú me enseñaste que no hay sendero torcido hacia la salvación. Hice cuanto pude para evitar esto. Pero fueron ellos, Señor, los que arrimaron la tea a sus propios desafueros. Ellos mismos. Pobre pueblo mío. Fui un instrumento en tus manos. Sólo quise que se cumplieran tus órdenes, Señor. En pago, ahora los más insolentes me acusan de tirano. Pero tú eres testigo: No ambicioné otra gloria que conducirlos a tu Reino. Permíteme concluir mi obra, ahora que el fuego ha purificado los malditos lugares. Atráelos a mi vera, para obrar sobre ellos, por arduos que sean, tus designios. Cuenta con mi voluntad de servirte. Y si en algo he errado, Señor, perdona mis culpas. Tú eres testigo de que todo lo hice por amor. No otra cosa he deseado sino el bien de mi grey y tu gloria. Hágase tu voluntad. Amén.

—Lástima que los ideales no sean habitables.

El Padre va a replicar, pero deja caer el gesto y vuelve al paisaje.

—Has vencido, Pepe. Parece.

—Yo lo advertí.

—Pero ellos te obligaron. Tú no querías. Lo hiciste por amor. Pobre pueblo tuyo.

La ironía de Cristo, que ha atisbado su confesión al Altísimo y suplanta su propia voz, lo sobresalta. Se acerca al pie de la cruz y mira al rostro que es ahora una caricatura del suyo, mientras continúa leyendo sus reflexiones y echándolas al viento en la voz del Cura:

—Han pagado por su soberbia. Los designios del Señor se han cumplido —la carcajada estremece al Cura como si acabara de escuchar al Malo. Se persigna. Cristo repite—. Los designios del Señor se han cumplido —Y regresa a su propia voz—. ¿Tú crees que los designios se han cumplido? Mira bien. Acércate y mira bien.

El Padre regresa y atisba la noche, cuarteada de incendios moribundos. Aguza la mirada, pero

—Sólo la noche, Señor, sólo la…

—Mira. Mira bien.

El Padre no está seguro, pero. Sí. Sombras. Sombras que se mueven.

—Las bestias de los bosques vienen…

—¿Las bestias?

—Acuden a cebarse en la ciudad muerta —regresa cabizbajo a los pies de Cristo—. Pobre pueblo.

—Ya eso lo dijiste. Pero ve y mira bien las bestias.

Intrigado, el Cura regresa al sitio por donde ahora entra una brisa marina, limpia y aromosa a salitre, apenas contaminada por el olor a chamusquina. Hace un esfuerzo para ver mejor en medio de la oscuridad. De pronto, las siluetas se acercan y el Padre no puede creerlo:

—Son hombres, Señor, muchos, muchos hombres y…

Cristo sonríe de su sobresalto.

—Son ellos. Ellos.

—¿Qué hacen?

—Ahora colocan unos horcones. Están…

—Eso mismo.

—Están volviendo a levantar la Villa.

—Corto triunfo el tuyo.

—Desacato. Desacato —grita el Padre asiendo un garrote y precipitándose hacia la puerta, pero se detiene de golpe, como si hubiera chocado contra ese muro invisible que es la noche. Suelta el garrote y regresa a postrarse ante Cristo.

—Protégeme, Señor. No son hombres. Son demonios, Señor.

—Sólo hombres, Don Pepe.

El Padre retrocede asustado, como si la voz lo hubiera mordido. Tropieza. Trastablillea. Cae. Se levanta. Señala hacia la ventana:

—No, Señor, son demonios.

Y se acurruca en un rincón, aterrado.

—Demonios. Son demonios.

—Son Hombres, Señor Cura, Hombres.