En la iglesia, el Padre de la Cruz, arrodillado ante la cruz, recuerda a Dios aquellos momentos de gloria, cuando sustituyó, con la ternura de un padre, la dictadura del tal Bejarano; la mudada inicial y cómo se dejaron conducir con una fe digna de los primeros cristianos, tan rara en esta Ínsula de cimarronaje y malvivir, de tambores que enloquecen las cinturas.
—Me seguían, Señor. Fui ungido con tu gracia —alguna lágrima de emoción (su propia oratoria lo conmueve) salpica la barba cana, y es aprisionada por el enrejado de pelambre, sin resbalar hacia las losas—. Hicieron de tus palabras, que pronunciabas a través de mí, su propia ley —Cristo lo mira desde la cruz con cierta indiferencia—. Durante meses y leguas de camino, bebimos de los arroyos, comimos lo que tu gracia quiso poner a nuestro alcance, dormimos bajo el cielo. Fuimos uno.
Y el crucificado hace un mohín como de aburrimiento, subrepticio. ¿O será una ilusión óptica, un efecto especial de las llamaradas en los vitrales? No así los pasos, subrepticios también, del ex-notario Bartolomé del Castillo. En franca rebelión contra una palabra mercenaria, hurta el cuerpo en cada esquina de la Villa, salpicada de incendios. No teme por su vida, sino por el éxito de la misión: encajar una bala entre ceja y ceja al malhadado cura. (…) ¿Dónde te escondes, cabrón? ¿Dónde te escondes? Y continúa la búsqueda hacia el norte.
—En las noches soñamos los mismos sueños —asegura el Padre al crucificado, que por razones de fuerza mayor no tiene más remedio que escucharlo—, mientras nos alejábamos de la Villa maldita. Fueron días felices. Los corderos de mi grey tenían fe, Señor, en tu palabra. Pero un decreto pudo más que la fe. Derrotados, descreídos, errantes —señala a los vitrales, pero se refiere al más allá, no a los santos hieráticos—. El trasiego con los herejes pudo más que el buen camino —de pie, acusón y temblando de ira—. Se empeñaron en su desobediencia. Pero tu paciencia tampoco es infinita. Tengan en sus casas un anticipo del infierno —se contiene y cae hincado a los pies de Cristo. Un largo silencio se puebla del crepitar lejano y el desplome de alguna techumbre. Cuando regresa, su voz es apenas un hilo—. Pero tú sabes que todo lo hice por amor, para salvarlos.
(…)
—Veinte años ha que les predico según tú me has dado a entender.
El rostro de Cristo sufre una pequeña contracción, parece que los labios exhalaran un suspiro de fastidio y abre los ojos en la cruz, perplejo:
—¿Yo?
El Cura retrocede espantado, pero se repone. Postrado al pie del Cristo indefenso, clama en trance:
—Me llenas con tu gracia, Señor. Nunca soñé que me concederías el favor de tus revelaciones. Un milagro, Señor, un mi…
—Qué remedio. No iba a aguantarte el monólogo toda la vida. Pero respóndeme. ¿Por qué yo? ¿Por qué debo cargar con todo cuanto se diga en mi nombre?
—Como sacerdote de tu iglesia, embajador de tu fe —Cristo, entre aburrido e indulgente, lo mira de soslayo—, los amonesté una y otra vez. Domus mea. Domus vocavitur. Pero había tibieza de espíritu. Se han tirado a los montes antes que ponerse a tu servicio —niño aplicado delatando a los que no hicieron la tarea.
—Y entonces vinieron los demonios…
—Yo lo advertí. Oía tu voz.
—¿Como ahora?
—No. Tu voz —se indica primero la cabeza y después el pecho—. Tu voz. ¿Comprendes?
—El monólogo interior de Leopoldo Bloom.
—No menos de ocho exorcizados. Veinte con síntomas de posesión —indetenible el Cura—. Muchos declararon bajo los conjuros.
—¿Declararon?
—Las legiones de diablos que habitaban a los vecinos. Eso.
—¿Cuántas?
—Hasta treinta y cinco en un solo poseso —Coñóóó, piensa Cristo—. Y seguía endemoniado. Vecinos había con no menos de cien legiones. Eso declaró un diablo. Y bajo conjuro, Usted sabe.
Cristo, que es ducho en cálculos mentales:
—Cien legiones, a 6.666 demonios por legión, hacen 666.600 diablos en un solo esqueleto —eleva los ojos al cielo—. Qué abuso, Padre.
—Fue lo que dijeron.
—Y, en total, ¿cuántos demonios calculas tú en la Villa?
—No menos de 800.000, Señor.
—Si de cada tres ángeles uno cayó (según los cálculos de Santo Tomás de Aquino; yo no estaba ni por allí cuando aquello), resulta que se mudó a Remedios no menos de —pausa brevísima, como de Texas Instrumet— la décima parte de la población infernal. Si las estadísticas no fallan, Lucifer abandonó su oficina central para dedicarse personalmente a esta sucursal remotísima, perdón, a esta Villa de San Juan de los Remedios del Cayo. ¿No te parece demasiado, Señor Beneficiado y Cura Rector de la Iglesia Parroquial de Remedios, Vicario Juez Eclesiástico, Comisario del Santo Oficio de la Inquisición y hasta de la Santa Cruzada? A propósito: tú tienes más cargos que yo.
—Yo… —repentinamente alumbrado— Hay pruebas, Señor. Hubo testigos. Cuatro. Ellos darán fe. Y muchos que declararon bajo los conjuros.
—¿Muchos?
—Muchos muchos no; pero sí muchos.
—Una epidemia.
—Satánica.
(…)
El Padre sonríe. (…) Una sonrisa extraviada.
Cristo lo mira como a un caso clínico.
—Descreídos. Rebeldes. Huir a los montes en lugar de acatar los mandatos del Señor —Cristo tose—. ¿Decía algo, Señor?
—Lo pensé.
El cura se pasea por la nave, acosado por el crepitar de los incendios: un palo de guayacán que estalla, una techumbre que se desploma, un arcabuzazo lejano, más por entusiasmo destructivo que por atinarle a algún vecino. La danza de los colores en el vitral ejerce un magnetismo sobre el Padre de la Cruz, que no resiste la tentación de acercarse:
—Hasta la casa de Toribio Sarduí está ardiendo —un poco insolente, pero buen vecino, piensa el cura— y la de…
—¿La de quién? —aunque ya él, por supuesto, lo sabe.
—La de Juan Francisco Cortés.
—¿Ese no era…?
—Nos escapábamos de niños al cerro, a la caleta grande. A cazar sinsontes. A nadar. Pablo Vidal me estuvo enseñando a nadar, pero no aprendí hasta…
—¿Hasta? —Cristo, provocador irreductible, visualiza la escena.
—Casi me ahogo. Juan Francisco Cortés me sacó por los pelos del agua. Éramos tan inocentes entonces. A veces me asombra. Más que amigos, fuimos hermanos. ¿Qué sería de esta Villa si aquel día…?
A varias leguas de distancia, Juan Francisco Cortés, el escéptico, aún duda si debió salvar a Joseíto aquella vez. Drástico remedio para Remedios. Aunque. Otro habría aparecido. La historia tiene sus rutas prefijadas. Y no sólo el hato del Cupey; el mundo en su totalidad es inhabitable, de tanto desafuero, codicia, trapacería y zancadilla. Casi daría lo mismo el hato ese de Antonio Díaz o el paraje del Quemadero Grande. En definitiva lo impropio para vivienda de cristianos es el planeta. Lástima que no tengamos otro.
¿Qué sería de esta Villa si aquel día…? El Padre se sacude la idea. Sabe que Dios no lo hubiera permitido. Ya desde entonces lo había elegido para una alta encomienda.
—¿Por qué vienen contra mí? ¿Por qué se empeñan contra Su Voluntad? ¿Por qué han cambiado tanto?
—Tú también has cambiado, Pepe. Ya sabes nadar. Creciste.
—Ellos también crecieron y… pecaron y se volvieron diablos.
No tiene arreglo, piensa Cristo, pero lo sigue aguijoneando:
—Los diablos son sabios, Pepe.
—¿Qué dice, Señor?
—¿No hubo un diablo que discutió con Diego Tello en 1650 y sabía más que él de teología? Hasta Lutero…
—Vade retro.
—Pura semiótica. Diablo significa sabio, espíritu conocedor. ¿No hablan con soltura de temas tan altos, que a veces los exorcistas no entienden nada de nada? ¿No son artistas de renombre…?
—Arte de Satanás.
—Destápate por un momento el cerebro y piensa, que para eso tienes la cabeza, no sólo para llevar tonsura. Aquellos tres días entre su caída y la fundación del hombre, los aprovecharon estudiando; en lugar de andar por ahí desempleados, como tanto angelito bobalicón.
—Impíos y soberbios. Les falta fe, humildad. Discuten con Dios. Y no sólo ellos.
—¿Tú también?
—¿Yo? No, Señor. Todos en esta Ínsula: delincuentes desterrados del Perú y de la Nueva España, forajidos de la península, mercaderes quebrados y mujeres huidas de sus maridos, frailes…
—Lo que yo digo.
El Padre se hace el sordo:
—…frailes en hábitos de legos, gente vagabunda y fascinerosa que escapa de los arados y las flotas, de las armas honrosas de Su Majestad.
—Pero con esos bueyes hay que arar, Don Pepe. Por cierto, un tocayo tuyo diría: «Hay que gobernar con lo mejor que hay en el hombre, y con lo peor que hay en él, si no, lo peor prevalece».
—¿Quién?
—Te regalo la cruz si lo conoces.
—Esa hez comete sus fechorías, sin temor al Rey ni a Dios. Puente de fugitivos que corren por las Indias es esta Ínsula.
—El Golden Gate del despelote.
Pero el Cura sólo se oye a sí mismo, para no perder la costumbre:
—Incestuosos y pecadores quedan sin castigo. Hasta en el Puerto Príncipe, que era villa devota, la voz del cura se apaga en la iglesia vacía.
—¿No dice el oidor Sánchez Pavón que los del Camagüey son aplicados, trabajadores, valientes, hospitalarios, leales y generosos? ¿Qué más quieres?
—Pero poco practicantes. También lo dice.
—¿Los preferiría al revés?
—Su fe los salvaría.
—Y sus defectos hundirían la Ínsula.
—Que renacería en tu reino.
—Eres un caso clínico, Don Pepe. Y a propósito, si hay tanta gente pecadora y mal criada, ¿no serán pésimos los criadores?
El Padre, sabichoso en el arte de las evasiones:
—Las autoridades civiles cometen pecado de impiedad y soberbia. Ellos…
—¿No me digas? ¿Ellos? ¿Y ustedes, padre? —engola la voz para remedar a cierto personajillo— ¿Y quienes debían velar por la pureza de nuestra santa fe, por el legado de los mártires, por la bondad y la virtud contra la avaricia y la corrupción de las costumbres?
—Pero Señor… Usted se burla de…
—De ese mismo. Y de Señor nada. Señores los que presumen de señorío. Yo soy un pobre infeliz. ¿No me ves aquí, crucificado? Ellos sí: los obispos en sus palacios, gastando sumas indecentes en pleitos pendejos por asuntos de etiqueta y precedencia. Abren casas de juego en las iglesias.
—No es mi caso.
—No. Tú sólo apuestas de vez en vez una onza macuquina a la pata de un jabao —el Padre aduce con los ojos que su inclinación por los gallos de pelea bien se aviene a los usos de este pueblo, y que algún defecto emblemático del gobernado debe tener el gobernante, para entrar en sintonía con la psiquis entrañable del pueblo, etc. etc. etc.—. Aunque apuestas mucho más que una onza.
—A lo sumo tres.
—Peor. Apuestas un pueblo entero a cuanta idea nueva se te ocurra. Pero elegiste mal la moneda, Pepe. Y tu pecadillo de fornicación. No muy seguido, pero…
Gancho al mentón que hace ruborizarse al Cura:
—¿Yo?
—No voy a ser yo, que de eso me retiré hace ya… —cálculo mental— mil seiscientos sesenta y un años.
(…)
Toda la sangre del Padre se refugia en el rubor casi fluorescente de sus mejillas. Se postra entonces a los pies de Jesús:
—Perdóneme, Señor. Perdóneme. Yo…
—Eso es bobería, peccata minuta. Si hay monjas que han ido a dar del claustro a los burdeles (mulas de Cristo les dicen, mancebas de clérigos, mulas del diablo, qué ocurrentes). Priores que sacan monjas a ganar, de putas, en las calles.
—Otros expían en las procesiones, ayunos y romerías.
—Pocos de romería; muchos de ramería. ¿Son esos los educadores del pueblo llano?
El Padre mira en derredor, temeroso, pero nadie más escucha. Sólo nosotros.
—Por decir cosas tales, Señor, colgaron y quemaron…
—El 23 de mayo de 1498 —logra decir Cristo antes que
—…a Savonarola.
la carcajada casi lo tumbe de la cruz. Pero fue clavado y bien clavado.
—A mí ya me colgaron una vez, Don Pepe, y quemándome estoy desde hace mucho tiempo.
El Cura se acerca a los vitrales, esperando que el otro cambie de tema; pero Cristo es un doberman en eso de perseguir una discusión donde lleva ventaja:
—Dime, Pepe, ¿cuántos no se meten a frailes para asegurar la vianda y el vestido?
El Beneficiado mueve la cabeza y se encoge de hombros. Jamás se ha enfrentado a una discusión así, a casulla quitada, donde las amenazas de heterodoxia y las citas de los clásicos queden invalidadas ante el clásico por excelencia.
—La tercera parte de España son curas y monjas: más sacerdotes que feligreses.
—Pero, Señor —por fin se le ocurre algo—, conventos enteros rezan por la salud espiritual de los próceres y del Rey.
—Y les dan de comer a cambio de oraciones por pecados viejos, para dedicarse con entusiasmo y el expediente limpio a cometer los nuevos.
—El misticismo de Su Majestad…
—Crisis cíclicas de arrepentimiento. Lo malo es que siempre rectifica hacia otro mal camino.
—Pero aquí…
—Aquí. ¿No hubo dos curas que envenenaron al gobernador para seguir con su tráfico de negros?
—Yo no.
—Tú llevas veinte años en el tráfico de remedianos.
—He intentado convencerlos con paciencia, Señor. Mil veces les he repetido que el buen camino… Tú eres testigo.
Indica hacia el más allá de los vitrales, apuntando sin saberlo al ex-notario Bartolomé del Castillo, que al costado de la iglesia duda si entrar o no, cargado su mosquete con buena pólvora y un perdigón cuyo destino es la frente del Señor Beneficiado (¿Dónde te escondes, cabrón? ¿Dónde te escondes?). ¿Estará en la iglesia? Y decide averiguarlo.
—Por culpa de su soberbia —continúa el Padre. Ignora lo calladito que debía quedarse en este instante—. Yo no quería. Pero se fueron convirtiendo en una turba endiablada. Como aquellos que te crucificaron.
—Sus razones tendrían.
—¿Para convertirse en una turba?
—No. Para crucificarme.
El Cura, anonadado, hace un largo silencio y se recoge a lo profundo de la nave. Necesita sumirse en la sombra de sus más hondos pensamientos para evitar que este Cristo sacrílego (¿me habrá oído?) lo confunda. Un resplandor en los vitrales lo distrae: Los bohíos de Manuel Raposo y Juan de Morales estallan uno detrás del otro: bolas de fuego y chispas como animales que escaparan hacia el cielo; serpientes de humo gris intentan engullir la bandada de nubes posadas en el azul.
(…)
Una silueta se recorta contra la bocanada de luz que penetra por el portón abierto de la iglesia: el ex-notario Bartolomé del Castillo escruta, mosquete en mano, la penumbra. De espaldas a la entrada, sumergido en la sombra de sus pensamientos y en la sombra de la sombra, el Padre no detecta su presencia. Don Bartolomé da unos pasos hacia el interior de la nave, pero el aire de abandono, la oscuridad escanciada de polvo y el silencio de los gorriones lo inducen a pensar que el olfato de su mosquete ha errado de nuevo. (¿Dónde te escondes, cabrón? ¿Dónde te escondes?). Y da media vuelta hacia la luz, sin percatarse de los guiños cómplices que le dirige este Cristo heterodoxo y socarrón, que desde la cruz ha asediado la seguridad blindada del Señor Beneficiado.
—Sus razones tendrían —repite Cristo, y es la mayor herejía que el Padre ha escuchado en su vida—. El pueblo es sabio. Me crucificaron por amor.
—Hay amores que matan.
—¿Tú no estás volatilizando Remedios por amor?
«No coments», piensa el Cura.
—A Barrabás le prorrogaron la sentencia. Al cabo las pagaría. Y a mí me salvaban de mí mismo. Esa es la mayor de las indulgencias, Pepe.
—¿Tendremos que canonizar en pleno a los judíos?
—El pueblo es siempre el mismo. No tiene rótulo. Y el pueblo supo que ya por entonces mi doctrina había sido dicha. Yo era joven. Y ambicioso. No de joyas, por supuesto. Esa es la riqueza de los simples. Ambicionaba amor, gloria, el privilegio de mover multitudes con un simple gesto de la mano —El Cura asiente; siempre ha tenido esa ambición como la única estimable—. La tierra bajo mis pies, los objetos que rozaba, ya eran sagrados. Comencé a ser Dios. Un guiño, una sonrisa, un mohín de disgusto, eran traducidos por los discípulos al lenguaje de los mortales. Eran órdenes, contraseñas de Dios. Los hombres leían en cualquier gesto verdades inapelables que yo jamás había formulado. Mis palabras ya eran ciertas antes de ser pronunciadas. Me bastó fundar una retórica de mí mismo.
—No creo, Señor…
—Pero el pueblo es sabio: lo supo antes que yo. A partir de ese momento ya no diría nada nuevo. Me sabía perfecto e infalible. Sólo me faltaba empezar a contradecirme.
—Contradecirse es humano.
—Yo no era humano ya. ¿Sabes por qué? Algunas verdades se van deshojando y uno sigue viéndolas como recién pronunciadas. Aunque sean verdades mustias. Espejismos de la soberbia. A tiempo me crucificaron: por amor al Jesús que habían conocido; por miedo al Jesús que asomaba, quebrando la cáscara petrificada de mis palabras. De ése me salvaron.
—Lo salvó el Padre, Señor.
—Qué Padre ni Padre. Fue el pueblo, Pepe. El Jesús que ellos amaron ganó en la cruz la inmortalidad de la memoria. Al otro Jesús, el que ya asomaba, no le dieron tiempo para asesinarlo. Morirse a tiempo es la más alta sabiduría política. Inalcanzable casi.
(…)
El Padre González de la Cruz, olvidando por un momento al de la cruz, ejerce la nostalgia:
—Aquella vez me siguieron con alegría.
—Ni que fuera una merienda campestre: Los pajaritos, las mariposas.
—Creían en la palabra. Tenían fe.
—«Hay que creer en algo aunque no se sepa en qué. Una fe en falacias es preferible a una falta de fe». ¿Qué opinas, Pepe?
—Nunca pensé que dijeras…
—Lo hubiera dicho. Pero lo dirá Henry Link.
—¿Uno de esos herejes de la iglesia reformada?
—Peor. Un nonato. Pero sigue. Estabas en la bucólica: los pajaritos, las mariposas.
—Hablaba de la alegría con que enfrentaron todas las pruebas.
—¿Alegría? No me vengas con historias idílicas de iglesia dominical, pastizales ingleses y paisajes de Watteau. Sin techo ni pan, sin una vega honrada donde ganarse el tasajo, sin otra ley que tu santa voluntad. No jodas, Pepe. La miseria y la bondad no han hecho nunca buena yunta.
—Es cierto que al principio… Tuvimos que levantar la villa de la nada. Pero con el entusiasmo de los vecinos…
—El entusiasmo ¿no?
—Tampoco es Santa Clara la villa que yo soñaba. Diablos escurridizos…
—Eres una isla angélica asediada por un océano de demonios.
—Es la villa que yo fundé, Señor; lejos del Mal que infecta este lugar.
—Y lo que falta. Ya te enterarás.
Pero el Cura continúa sin escucharlo:
—Aún las casas son bohíos, hay carencias que ponen la discordia entre vecinos. Pero no es culpa nuestra. La culpa es de Remedios, que nos debe obediencia y tributo.
—Porque lo dice Don Pepe, Beneficiado, Vicario Delegado y etc.
—Porque lo dice el Capitán General, el Obispo, hasta Su Majestad el Rey, y Dios.
—Yo no lo he oído.
Qué falta de tacto político, piensa el Cura. Pero viniendo de quien viene, prefiere pasar por alto una afirmación tan conflictiva.
—Ellos acatan y prometen, pero después actúan por sus fueros: los animales y el pan no llegan nunca. Se solazan en su abundancia.
—Producto de su trabajo.
—Y de sus tratos con los herejes.
—¿Aceptarían ustedes un pan hereje, impío, descreído?
—El pan es sólo pan, pero los medios que emplean…
—Comercien ustedes también con los herejes.
—¿Cómo puedes pedirme algo así, Señor?
—Allá tú. Seguirás en la inopia.
—Ellos se burlan de nosotros.
—Sus razones tendrán.
Una marejada de ira amenaza ahogarlo:
—Ahora les faltará abundancia que estregarnos en la cara.
—Espera sentado, Pepe. Para el fin de esta historia falta un trecho.
El Padre camina a trancos por la nave. Su sombra es arrojada contra las paredes según el mudar del fuego en los vitrales. No puede admitir las razones de este Cristo heterodoxo, porque sería como admitir un cisma entre la Verdad y la verdad, entre su vida y la fe, entre su fe y la vida. Siente dentro de él una voz —remanente de tiempos idos ya hace tanto— que lo induce a revisar todo desde el principio; pero si es difícil revisar una vida, es casi imposible corregirla. Este Cristo no puede ser Cristo. ¿Será obra del Maligno? Aunque si es, me escucha (y sonríe en la cruz el muy cabrón, ¿me habrá oído?). Cristo asiente y se vuelve hacia el vitral del fondo, donde baila el zapateo una llamarada rojiza. No puede ser. El Cura se refugia en su empecinamiento, que le devuelve la seguridad en sí mismo que no han puesto en precario ni veinte años de lucha y sinsabores. Pero las palabras de este… (¿me oirá o no me oirá?) pretenden vulnerar mis convicciones.
—Buscábamos el buen camino, Señor. Y eso es más caro a Dios que la abundancia. Ellos tenían fe.
—Una vez te creyeron sí. Abnegación. Heroísmo. ¿Sabes que los dioses son incapaces de la heroicidad y el sacrificio? Son dioses. Ni falta que les hace. Sólo el orgullo humano puede domar los instintos más elementales, obligarlos a pastar heroicidad y abrevar en pozas de abnegación. Dulces sustancias —El Cura asiente con la cabeza. El esbozo de una sonrisa queda cortado de cuajo—. Pero cuando dejaron de creerte, el hambre les supo a hambre y la sed les supo a sed. Y ahí te jodiste, Pepe. Aunque faltaba mucho para que lo supieras.
(…)
—El Cabildo de la Catedral no tenía derecho.
—¿Tú sí?
—Como sacerdote de Dios…
—Como Vicario de Cristo, Embajador de su santidad, Lugarteniente de Dios, Dios en la Tierra, Salvador del Mundo, Semidiós, Hijo de Dios en persona, Corredentor. Codiós mejor, o Dios de Dios. Poco te falta para convertir la Santísima Trinidad en el Santísimo Cuarteto.
—No me abrume, Señor. En virtud de nuestro cargo…
—¿Quién duda de la virtud de un cura? ¿Y de un obispo? Menos. ¿Y del Papa?
—Nunca.
—Dios libre a Dios. ¿Y eso no es soberbia?
—Nos humillamos ante la voluntad del Todopoderoso, de los obispos, del Papa.
—Cuando se humillan, los masoquistas parecen mártires.
—Tú sufriste en la cruz.
—Y no me gustó ni un poquito.
—Hay martirios necesarios.
—No lo dudo, pero yo hablo de humildad, Pepe. Humildad.
—Obedecí la orden del Capitán General.
—No jodas. Obedeciste al Cabildo de la Catedral, que por conveniencias políticas evitó líos con la autoridad civil. No me hagas cuentos, que la omnisciencia también tiene sus ventajas —breve pausa que permite a la idea calar en la mollera del Padre—. Tú y yo sabemos que la autoridad civil no tiene potestad para encarcelarte, juzgarte o despojarte de tus bienes sin autorización de la iglesia.
—¿Y no es justo?
—Depende de quién componga la justicia. Tú los arrastraste al monte, pero cuando se les exige el regreso so pena de inobedientes, a ti te amenazan con multa de 50 pesos, y a ellos con cárcel y deportación a la Florida. Qué equitativo.
—No creamos nosotros esa justicia, Señor. La justicia del cielo…
—Del cielo cae la lluvia. Y eso cuando no hay seca.
—La divina justicia —Cristo sonríe, porque ahora es Don Bartolomé del Castillo la justicia divina. Juez y verdugo, ya dictó sentencia. Presunto al menos, que aún vaga con el ojo de su mosquete atisbando el espacio, la huella, el olor a incienso enclaustrado del Padre, que supone en algún sitio, entre la turba de incendiarios (¿Dónde te escondes, cabrón? ¿Dónde te escondes?). Pero no aparece. Y evita la tentación de liarse a tiros con dos partidas de esos fascinerosos.
—La más alta ley.
—La de Dios. El pobre Dios que ustedes mismos han fabricado.
—¿Tampoco existe? —ironiza por primera vez el Cura.
—Y si no existiera habría que inventarlo con edictos y bulas: guerrero o pacifista, iracundo o misericordioso, capaz de poner la otra mejilla o una bala de arcabuz entre ceja y ceja.
—La personalidad divina.
—Es de siquiatra según eso.
—¿Qué es siquiatra?
—Olvídalo. Ustedes sí son dioses: han inventado a Dios.
—Suena a blasfemia.
—No eres el primero que me lo dice.
—¿Debemos permitir la herejía de esos que llaman librepecadores?
—Librepensadores.
—Librepecadores. Ni libres ni pensadores. El único pensamiento libre es el de Dios.
—En las catacumbas había que convencer con amor y ejemplos de virtud. Ustedes se pueden permitir el lujo del poder: la intolerancia.
—Demasiado fácil es la tolerancia.
—Dividir el mundo en incondicionales y enemigos es siempre lo más fácil. Difícil es tener el puño y seguir dando la mano.
—Quien no cree, puede tolerar cualquier creencia. Los sacerdotes de una fe estamos llamados a imponerla.
—¿A cualquier precio?
—Crimen sería no imponer a los hombres la verdad.
—Así atente contra la ley primera de la vida, que es la vida misma.
—¿De qué serviría salvarles la pelleja si perderían el alma?
—¿De qué serviría salvarles el alma si pierden la pelleja?
—Son demasiado débiles para actuar por su cuenta.
—¿Hiciste la prueba?
—¿Para que se despeñen hacia el pecado y la impiedad? Censurar el mal ¿no es ejercer el bien?
—¿El mal? ¿O lo que tú crees que es el mal?
—Yo no. La fe.
—¿Censurar lo que la fe condena? ¿O mutilar los pensamientos y castrar las palabras?
—Pensamientos nocivos.
—Hay que creerse muy dueño de la última palabra para negársela a los otros. ¿No es soberbia eso?
—¿Soberbia dice? ¿O integridad de principios?
—Ardiente integridad. El fuego de la fe. Sea cual sea, esa candela está incendiando Remedios.
—Nunca fue mi propósito, pero ellos, los insumisos…
—Sumisión sin entendimiento, obediencia sin razones, fe sin virtud. ¿Nunca dudas, Pepe?
—A la palabra de Dios me atengo.
—Si tú supieras la de dudas que tiene Dios.
—¿El omnisciente?
—Saber es una cosa. Entender, otra. ¿No ves este mundo al garete? No porque Dios sea sordo ni ciego —confidencial—. Es indeciso.
El Cura mira en derredor con disimulo. Podría terminar en carne de tostadero, sólo por permitir que una herejía así ruede por el aire.
—No te inquietes. No hay nadie. Sólo Él —enarca hacia arriba las cejas—. Pero de tan omnisciente y omnipresente, ha elaborado la teoría del supremo equilibrio: «No hay acierto que no contenga su propio error», afirma. Y eso lo paraliza.
—¿Una parálisis de Dios? Eso es el caos. ¿Y Usted?
—Mi sabiduría, por suerte, es imperfecta, y eso me deja un margen para pensar, como los hombres.
—Pero tu pensamiento es puro.
—Qué va. Impuro como el de ellos. Y grandioso. Pensar, Señor Beneficiado, es la grandeza del hombre. Y reírse. ¿Qué otra cosa nos diferencia de los sapos y las cucarachas? Con lo extenuante que es tejer el ADN, si el Viejo se hubiera empeñado en diseñar un modelito exclusivo para cada bicho y cada planta, estaríamos a miércoles del Génesis. La producción en serie, Pepe.
Pero ya Pepe está resignado a no escuchar lo que no entiende:
—¿Hay que diseccionar entonces cada demonio ante sus narices, para convencerlos de que la Villa ha sido tomada por el Malo?
—Si atrapas a los demonios, que diseccionarlos por control remoto será asunto de Hollywood.
El Cura no entiende de controles ni de remotos ni de ese haligud, pero ya eso va siendo una rutina. Y contraataca:
—Perdóneme, Señor, pero cualquier razón siempre será objetable.
—Por suerte.
—La fe es la única razón que no tiene réplica.
—Basta negarla.
—¿Cómo?
—Negándola y ya.
—Imposible.
—Escolástica inversa: Lo que no admite discusión se niega y punto.
—Al quemadero irá quien ose…
—¿Entiendes ahora por qué los remedianos dicen sí, pero no?
—La verdad revelada no puede ser expuesta a un debate de cabildo como cualquier trifulca de linderos.
—Toda verdad que se niegue al público debate lleva dentro su propia mentira, que la irá devorando poco a poco.
—No permitiré que en mi parroquia los hombres discutan con Dios.
—En público.
—Nunca permitiré que a Dios le pidan cuentas.
—Sus cuentas quedarán pendientes. Hasta que sea demasiado tarde.
(…)
El Padre ha envejecido varios años en estas horas. Lo asedia un cansancio premonitorio del epílogo que lo acecha. Aunque dependa por ahora de los pasos sigilosos, que se desgranan al sur de la Villa (¿Dónde te escondes, cabrón? ¿Dónde te escondes?), mientras la impaciencia del mosquete, aceitado con esmero, va en aumento, y la bala se revuelve enclaustrada, ávida por morder, huérfana de víctima, inútil como una carta sin destinatario. Hay un cansancio inmemorial en la voz del Cura, sus palabras recorren un pedregoso camino cuesta arriba:
—La edad de los mártires ha sido suprimida. Vanidades del siglo.
—Qué novedad.
—Es la era de los cristianos de ocasión.
—Siempre hubo hombres sin fe, Pepe, sin dioses.
—Ahora son más.
—Culpa será de los dioses.
—¿Culpa de Dios?
—Hay hombres que nunca creyeron sino en sus propios sueños. Y a veces ni eso.
—Es lo que digo.
—Pero si la fe es obligatoria, no tienen más remedio que fingirla.
—Cristianos de ocasión.
—Para sobrevivir, Pepe. Qué remedio. Los ricos y poderosos simulan para medrar. Los sabios, para aprender a escondidas. El tostadero no es bueno ni para asar marranos.
—Aprender. De eso blasonan los renegados de la fe reformada.
—Los hombres sin dobleces son raros, y arden con suma facilidad en un mundo donde la industria y el comercio son ocupaciones de extranjeros; el trabajo, de villanos; el saber, herejía; el servilismo, virtud; y la fe santurrona, que no duda porque no cree, es la única fuente de provecho.
—No siempre.
—Algún día tu tocayo hablará de «aquel estado medroso e indeciso al que desciende la razón allí donde impera un dogma único e indiscutible», y también que «el predominio de un solo dogma es funesto al desarrollo de la mente y el carácter de un pueblo, máxime si es autoritario y fanático».
—¿No lo incineraron?
—Más o menos. Pero todavía. Será. Es la enfermedad profesional de los predestinados.
—Según Dios, son todos los predestinados: pobres y ricos entrarán en su momento al cielo.
—Unos a pie. Otros en carruaje.
—Los pobres siempre llevan ventaja: lejos de las tentaciones y las vanidades del poder o la gloria.
—Temerarios los ricos.
—El pobre sólo necesita perseverar en el camino de su escasez. Para los ricos es ardua la contienda contra su condición y señorío.
—Más meritoria, ¿no?
—Rico que entra al cielo es doblemente merecedor de la gracia.
—Rico en la tierra y agraciado en el cielo. Quien se queje es un malagradecido.
—También los ricos son obra de Dios.
—Pepe, carajo, tú sí eres un bicho. Podrías demostrar que Dios es un gavilán pollero, que el diablo fuma torcidos de Vuelta Abajo, o que yo soy mi propia abuela. Y previsor como eres, has asegurado para tí un viaje arduo al reino de los cielos, acaparando cuanta tierra hay desde Yagüey hasta el paso del Jatibonico, por doce leguas de anchura y hasta la misma costa.
—No tanto, Señor.
—¿No tanto? ¿Y las haciendas Gambao, San Agustín, Los Caguanes y Maiagigua? ¿Y el corral de Arroyo Manacas? ¿Y el hato Camaján en Yaguajay? ¿No tanto?
—En esta Ínsula, quien más quien menos, todos solicitan mercedes.
—Es para no caer en la miseria y que tu camino al más allá sea un master de probidad espiritual.
—¿Un qué?
—Un nada. Y te pasaste un pelín, Don Pepe, permitiendo a los vecinos, que si es por tener, no deberían ni pagar aduana cuando suban al cielo, comprar con sus limosnas todos los ornamentos de la iglesia, el servicio de plata: alhajas y prendas, custodia, guión y lámpara, candeleros.
—Cuando se quebró la campana…
—Ni aquella que largó las asas reparaste de tu pecunio.
—Ellos hicieron la colecta.
—Casi los excomulgas antes. Dios te recompensará, sin dudas, por perseverar en tu riqueza.
—Tenía puesta toda mi fe en la mudada. ¿Para qué invertir caudales en la campana, si deberíamos construir iglesia nueva donde asentara a mi grey?
¿Para qué? Tú no sabes cuánta batalla le queda por dar a esa campana, piensa Cristo, pero lo omite para no estropear el suspense.
—Yo había pensado en una fábrica de tres naves, toda de piedra, digna del nuevo asiento, y en ella poner mis caudales con largueza. Siempre he andado por el recto camino, Señor.
—¿En qué quedamos? ¿No es tan sinuoso el de los ricos?
—He sido fiel a los dogmas. Como inquisidor…
—Debes estar abrumado de trabajo, aunque con la de licencias para pecar que hay hoy, hasta quemar una villa es permisible.
—El desenfreno de las costumbres.
—El pecado está en veda, Pepe, en vías de extinción. Trátalo con cariño si lo encuentras. ¿No dicen los teólogos modernos que no estamos obligados a huir de las tentaciones y del pecado?
—Hay quienes exageran, Señor.
—¿Tú no? ¿Te estás quedando a la zaga de las nuevas teorías? Hasta se puede elegir el más cómodo camino hacia la salvación, siempre de buena fe, que eso ayuda.
—Sería un peso insoportable si el Señor nos obligara a transitar por un solo camino. Nunca estuvo en su ánimo.
—¿Usted lo conoció personalmente? —el Cura prefiere atribuir el chiste a un lapsus auditivo—. Por eso han aumentado tanto los viajes al cielo. Toermundoegüeno. Pasen, señores, pasen. Los caminos han sido abiertos por la magia de la teología. Congestión en las autopistas de Dios. Superpoblación celestial. Explosión demográfica en el séptimo cielo.
—Mientras más se salven, mejor. Siempre dentro de la fe.
—Que la herejía del pensamiento… Cuidado. Esa sí es peligrosa. Pueden asarte a la parrilla.
(…)
La noche se ha adueñado de los vitrales. El resplandor de los incendios apenas si los salpica de un amarillo tenue o de un lánguido rosa. El cabo de vela hallado en un rincón, permite al Cura mirar a los ojos de Cristo. Sería peor una voz flotando en la tiniebla. Aunque quizás no tanto. Camina hasta uno de los cristales y deja vagar su mirada, que los escombros permiten navegar ahora hasta los confines de la Villa, por los incendios mortecinos. Alcanza a ver una hilera de hombres que se pierde de vista en dirección a Santa Clara. El último, que por la anchísima ala de su sobrero debe ser el Capitán Luis Pérez de Morales, se vuelve en dirección a los rescoldos de la Villa y la mira largo rato, como catando la magnitud del holocausto, el mosquete alicaído en la diestra. Quizás contraer esta visión le contamine la asepsia unidimensional de su principio rector, con el virus de un arrepentimiento. Después se quita el sombrero y agacha la mirada durante varios minutos. Como si rezara. Como si dudara. El Padre lo ve dar la espalda al sitio donde estuvo la Villa, y desaparecer en pos de los otros.
—Ya se han marchado.
Cristo canturrea:
Cuatro fueron los nombrados
para subir a las casas,
Jaiba, Cometa, Tampico
y Atarraya de Guasasas.
—Crápula pura. ¿Eh, Don Pepe?
—No siempre se puede escoger.
—Y lo felices que son disfrazando sus malos instintos con los uniformes del Rey y de Dios: la ley, el orden, los sagrados deberes.
Pero Don Pepe no siente el menor deseo de discutir:
—Sólo hay silencio.
—Gracias a ti. Jamás los filibusteros asolaron el pueblo con tanta eficacia como tú, Pepe, para salvarlo de los filibusteros.
—Sólo un padre es capaz de salvar a sus hijos aún a costa de tanta destrucción.
—Más vale ser huérfano. Hay madres de una selectividad desastrosa.
Demasiado abrumado para seguir el tono ligero de Jesús, el Padre no puede reprimirse:
—Nunca hubiera querido llegar a estos extremos.
—Los vencedores no necesitan dar explicaciones. Y usted ha vencido, Señor Beneficiado. En toda la línea —El Cura hace un silencio largo. Demasiado—. Remedios fue trasladado ya al reino de la nada.
—Señor: bastante tengo con esa destrucción en mi conciencia.
—Los altos designios, los santos ideales resplandecen —martillea el de la cruz.
—Remedios no existe —el Cura no logra apartar los ojos de la ceniza humeante, que titila en la oscuridad.
—Veamos hasta cuándo.
Frase que intriga al cura, como una amenaza, y revuelve mil sentimientos encontrados que hasta ahora había eludido.
El Padre se arrodilla, de frente a las ruinas de la Villa, como para expiar una culpa, y quiere estar a solas con Dios. Necesita hablarle sin las interferencias de este hijo suyo que lo turba y exaspera. Al Altísimo se dirige de rodillas, con toda humildad, de corazón, Señor, rogándole ante todo que sea una conversación privada, que evite terceros por muy caros que le sean. Por piedad, Señor, que ya no puedo con tantas dudas y certezas malquerenciadas, con tanta responsabilidad sin el descanso de una confidencia: Tú eres testigo, Señor, de que todo lo hice por amor. ¿Eran éstos tus designios? Respóndeme Tú. Silencia a ése, tu hijo. Me acosa con palabras que parecen sacadas de los libros herejes. No quiero escucharlo. No quiero. Háblame tú, Señor. Los remedianos nunca se atrevieron a ponerme de frente sus malas razones. Corderos en el decir. Lobos rabiosos en el obrar. Así fueron. Ganaron tu castigo. Empecinados en su desobediencia. ¿Qué más podría hacer, Señor? ¿Aceptar su desacato para siempre? ¿Permitirles la burla a la virtud de los que siguieron tu camino y hoy se someten a las pruebas del hambre y la penuria en Santa Clara? ¿No flaquearía la fe de los rectos? ¿No cundiría el mal ejemplo? Tú eres testigo, Señor, de que todo lo hice por amor. Pero, ¿qué más podría hacer? Sólo un camino quedaba para que se cumplieran tus designios: que me amaran por miedo. Tú me enseñaste que no hay sendero torcido hacia la salvación. Hice cuanto pude para evitar esto. Pero fueron ellos, Señor, los que arrimaron la tea a sus propios desafueros. Ellos mismos. Pobre pueblo mío. Fui un instrumento en tus manos. Sólo quise que se cumplieran tus órdenes, Señor. En pago, ahora los más insolentes me acusan de tirano. Pero tú eres testigo: No ambicioné otra gloria que conducirlos a tu Reino. Permíteme concluir mi obra, ahora que el fuego ha purificado los malditos lugares. Atráelos a mi vera, para obrar sobre ellos, por arduos que sean, tus designios. Cuenta con mi voluntad de servirte. Y si en algo he errado, Señor, perdona mis culpas. Tú eres testigo de que todo lo hice por amor. No otra cosa he deseado sino el bien de mi grey y tu gloria. Hágase tu voluntad. Amén.
—Lástima que los ideales no sean habitables.
El Padre va a replicar, pero deja caer el gesto y vuelve al paisaje.
—Has vencido, Pepe. Parece.
—Yo lo advertí.
—Pero ellos te obligaron. Tú no querías. Lo hiciste por amor. Pobre pueblo tuyo.
La ironía de Cristo, que ha atisbado su confesión al Altísimo y suplanta su propia voz, lo sobresalta. Se acerca al pie de la cruz y mira al rostro que es ahora una caricatura del suyo, mientras continúa leyendo sus reflexiones y echándolas al viento en la voz del Cura:
—Han pagado por su soberbia. Los designios del Señor se han cumplido —la carcajada estremece al Cura como si acabara de escuchar al Malo. Se persigna. Cristo repite—. Los designios del Señor se han cumplido —Y regresa a su propia voz—. ¿Tú crees que los designios se han cumplido? Mira bien. Acércate y mira bien.
El Padre regresa y atisba la noche, cuarteada de incendios moribundos. Aguza la mirada, pero
—Sólo la noche, Señor, sólo la…
—Mira. Mira bien.
El Padre no está seguro, pero. Sí. Sombras. Sombras que se mueven.
—Las bestias de los bosques vienen…
—¿Las bestias?
—Acuden a cebarse en la ciudad muerta —regresa cabizbajo a los pies de Cristo—. Pobre pueblo.
—Ya eso lo dijiste. Pero ve y mira bien las bestias.
Intrigado, el Cura regresa al sitio por donde ahora entra una brisa marina, limpia y aromosa a salitre, apenas contaminada por el olor a chamusquina. Hace un esfuerzo para ver mejor en medio de la oscuridad. De pronto, las siluetas se acercan y el Padre no puede creerlo:
—Son hombres, Señor, muchos, muchos hombres y…
Cristo sonríe de su sobresalto.
—Son ellos. Ellos.
—¿Qué hacen?
—Ahora colocan unos horcones. Están…
—Eso mismo.
—Están volviendo a levantar la Villa.
—Corto triunfo el tuyo.
—Desacato. Desacato —grita el Padre asiendo un garrote y precipitándose hacia la puerta, pero se detiene de golpe, como si hubiera chocado contra ese muro invisible que es la noche. Suelta el garrote y regresa a postrarse ante Cristo.
—Protégeme, Señor. No son hombres. Son demonios, Señor.
—Sólo hombres, Don Pepe.
El Padre retrocede asustado, como si la voz lo hubiera mordido. Tropieza. Trastablillea. Cae. Se levanta. Señala hacia la ventana:
—No, Señor, son demonios.
Y se acurruca en un rincón, aterrado.
—Demonios. Son demonios.
—Son Hombres, Señor Cura, Hombres.
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