A Javier Gómez: los dos:
el personaje y el amigo
Javier Gómez Aranda jamás habría adivinado que una palabra tan breve lo traería tan lejos. Tiene aún fresco en la memoria el día que llegó temprano al Comité Militar, citación en mano, para incorporarse a una enorme fila de contemporáneos, y la expresión aséptica de la enfermera que les ordenó desnudarse en el minúsculo gabinete. Bajaba de un vistazo los calzoncillos a los más pudorosos para examinarlos, inquisitiva como técnico en control de calidad. Recuerda su involuntario rubor cada vez que tropezaban con una doctora, mientras la larga cuadrilla de hombres encueros recorría los pasillos del hospital: departamento por departamento. Le hicieron abrir la boca, los brazos, las piernas, las nalgas —ni que fueran a otearle con un telescopio los adentros por la mirilla del culo—; le hicieron rellenar un formulario, le examinaron la vista y le tomaron la presión, siempre encueros; para al final comunicarle que estaba APTO. Ignoraba cuán lejos lo traería la palabreja. Tres meses de marchas forzadas, ejercicios de supervivencia, prácticas de tiro, y lo embutieron en un uniforme de campaña. Sumido en la panza de un barco, le dieron una sobredosis de azul en toda la extensión de la mirada, y mareos y vomitonas que prefiere no recordar. Bajó del buque con alivio (por fin) a los quince días, en la costa de este país presuntamente amigo y decididamente lejano, donde deberá cumplir sus tres años de Servicio Militar Obligatorio en la Escuadra 2 Pelotón 3 Compañía 1 Batallón 6 de Infantería. Tras el primer rancho sin perseguir la cuchara huidiza a fuerza de cabeceos y pantocazos, el comisario, guarecido bajo un alero, los formó bajo un sol que hacía borbotear la sopa de sesos dentro de sus cascos. Leyó un kilométrico pliego de normas, reglas y prohibiciones. En resumen: excepto respirar, todo quedaba prohibido salvo orden expresa de los superiores. Y superior era cuanto imbécil con gorra les pasara por delante. A continuación los hizo desfilar por la armería, donde cada uno recibió un fusil semiautomático AKM-47, munición calibre 7.6 y cuatro cargadores.
A juzgar por el barniz manoseado, las muescas de la culata, las ralladuras en cantonera y guardamonte, al AKM, por el contrario que a su dueño, no le faltaría experiencia. Buena linga habrás dado desde que saliste de quién sabe qué fábrica bielorrusa. ¿Cuántos muertos tendrás en tu memoria, cabroncito? Y por esa expresión de yo no fui que le descubrió cuando apuntaba, encarándolo del alza hacia el punto de mira, Javier decidió que su AKM merecería llamarse Pepe. Pepe Pérez. No. Mejor Pepe a capella. Y Pepe será desde ese instante su más íntimo compañero. Dormirá al pie de su cama con una fidelidad sin pedigree de perro sato, o abrazado a él durante las frías madrugadas de guardia, o en la humedad sepulcral de las trincheras; se convertirá en una apófisis de su omóplato durante las marchas interminables; lo contemplará cagar o hacerse la puchina de capullo, a mano llena o la de mariposa, recostado a la pared de la letrina. Descansando sobre sus rodillas, le servirá de mesa para apoyar el plato de campaña, y el pupitre de su culata quedará marcado por las cartas de amor que suele escribir a Roxana mientras juega a los centinelas. En agradecimiento (y porque no le queda otro remedio), Javier lo mantendrá aseado y untará de grasa sus piezas móviles, evitando atascos del mecanismo.
En su primera carta a Roxana, Javier garabatea tres páginas de tequieros y nostalgias y extrañezas y eyaculaciones nocturnas pensando en tu entrepierna hospitalaria, mi amor, que a los tres meses de estar sintigo, se me para hasta de oír el anuncio del cartero: “Javier Gómez, carta de Roxana”. Ese es de la censura militar, el muy chismoso. Empalagada quedó la culata de tanta sacarina epistolar. Y le cuenta a Roxana de esta ciudad maloliente y desgreñada, como una muchacha hermosa maltratada por el macherío insaciable y la tiranía de un mal chulo. Y de su tarea, que es marchar-dormir-comer, aunque de vez en vez le corresponda ir a algún buque nuestro surto en puerto, y dejar caer por la borda manojos de granadas a plazos irregulares, porque los hombres-rana ya volaron un carguero. Días de fiesta, porque los marinos regalan su pedazo de queso, su trago de ron y hasta sus lascas de un jamón duro como palo que compran en Vigo. Y lo que no le cuenta: las hemerotecas porno que ponen a su disposición los marineros rasos, y hasta el vídeo que le pasaron (entre granada y granada), donde una rubia de tetas aerostáticas se metía hasta por las orejas la mandanga de un moreno, larga y prieta como coche fúnebre. Javier casi se suicida a pajas en el baño del segundo maquinista. Lo salvó el cambio de turno.
La primera carta de Roxana fue inconsolable. Una hora más sin ti, mi amor, y me marchito como helado de chocolate en agosto. La segunda carta, no tanto. Y la tercera, archivaba la distancia en el dossier de la cotidianía, junto al café de las siete, la ducha de las cinco y las cuatro cepilladas de dientes al día. Javier se alegró de que se lo tomara con más calma, porque faltaban aún 24.064 horas (sin ti, mi amor) de lejanía. Y en África las horas tienen la mala costumbre de durar días; los días, semanas; las semanas, meses. Así que multipliquen.
En la siguiente carta, le contó que su unidad había sido trasladada al sur, donde la cosa estaba caliente (aunque no se refería precisamente al clima). Apestosa y mugrienta, la ciudad que abandonaron tenía sus encantos. Pero eso es ya pretérito pluscuamperfecto. Ni marineros ni roncito ni queso ni etcétera. Ahora las granadas cuelgan de su cinto, como adorno floral hawaiano, multiplicando la gravitación por la distancia (a cada kilómetro pesan más, carajo) durante las incursiones, casi siempre baldías. Transcurren semanas enteras tendiendo emboscadas a las piedras, disparando contra un susurro en la maleza, cavando nichos de ametralladora, ensayando maniobras defensivas por si el asalto de los fuegos fatuos. Una guerra contra el humo. Fantasmas que siegan a ráfagas la retaguardia durante cinco minutos, para luego desaparecer sin chirrido de puertas o arrastre de cadenas. O degüellan a un par de centinelas. Pudo ser un leopardo, según el capitán. ¿Y para qué los mató, si no tenía hambre? Alguno amaneció sin hígado, sin corazón ni testículos, y ni siquiera el capitán le echó la culpa a los leopardos. El día que escribió esa carta, Javier sólo había entrado una vez en combate. Fue en los altos de Guabite, y los enemigos intentaron romper el cerco que habían tardado dos días en cerrar. Y ahí me ocurrió, Roxana, lo más raro de mi vida. Frente a mi posición había unos matorrales como del alto tuyo. Pues de ahí mismo me salió un unita harapiento, con su fusil en el brazo vendado. Sin pensarlo, me eché el arma a la cara y apunté rápido rápido, porque se me venía encima, y entonces Pepe (tú sabes, Pepe) se encasquilló de malisísima manera. El dedo se me puso morado de apretar el gatillo, y del cañón no salían ni chorritos de agua. Figúrate. Parriba de mi venía el tipo. Qué sofoco, mi amor. Se me paró la digestión, el aliento, el corazón, hasta los pelos. Pero en ese momento, te lo juro, sentí como si el fusil se moviera por su cuenta a la izquierda, y se disparara él solito: un rafagazo corto. Y cuando miro a ver qué hacía Pepe disparando por la libre empresa, veo a otro, que ya se había parado en una loma como a veinte metros, con la granada que me iba a soltar aún en la mano, y cayendo en cámara lenta con un rosetón de sangre en medio del pecho. Me miró con ojos de no te veo antes de caer —una mirada del más allá que nunca nunca se me va a olvidar. Te lo juro—. Y cayendo el hombre y su granada, me tiré yo, que con la explosión me llovió tierra y sangre y pedacitos de gente: picadillo de unita. Hasta que Pepe le soltó medio cargador, yo ni lo había visto. Aunque no puede ser. Pero fue. Va y lo vi con un tercer ojo que, según los soldados viejos, ve más que los otros dos: el ojo omnividente del miedo. Va y le disparé sin darme cuenta. Cualquiera sabe. ¿Pero cómo se desencasquiló Pepe de ahora para ahora mismo? Sigo sin entender. Y lo más bonito es que entonces me acordé del otro unita, y cuando miro, ya lo tenía casi encima, pero no bien le apunté, puso el arma en el suelo y levantó los brazos. Tendría trece o catorce años, y ni una sola bala en el cargador. Eres un bicho, Pepe. Por eso no le disparaste. Es un chiste, claro. Pero me alegro de que se haya encasquillado, porque hubiera afrijolado al muchachito que venía a rendirse, pobrecito. Con el brazo casi colgando de una herida feísima, y un hambre que iba masticando tierra para que no le doliera la barriga.
Roxana contestó cuatro meses más tarde: una cartica de veinticinco líneas en una hoja de libreta, donde le contaba del Instituto, y de los quince de Evita, y de la boda de Armandito contra María Rosa; pero apenas le comentaba nada sobre su bautizo de fuego y las raras manías de este Pepe por cuenta propia. Va y no quiere revolverme la herida, piensa Javier. Pero hay algo en la carta que le suena a hueco, como los falsos techos. Lee una y otra y otra vez. Se percata de que las palabras distan kilómetros unas de otras, como si hubieran caído por pura casualidad en el papel. Y leyéndola en voz alta una noche de posta y alto quién va, descubre con terror que el tono es de esposa aburrida que, sentada frente al televisor, zurce las medias mientras contesta lo primero que se le ocurre a las estúpidas preguntas de su suegra.
Decide no responder. Esperará una segunda carta. Quizás Roxana esté pasando por un mal momento.
Transcurren dos meses sin que el cartero fisgón vocifere su nombre. Han ocurrido demasiadas cosas para no contárselas. Escribe largo y tendido: Ha participado en una ofensiva de verdad, con tanques y aviones como en las películas. Sólo que el cinemascope no huele a mierda y pólvora y carne quemada y miedo, que es el olor de la guerra. Y los montones de muertos, que al principio uno vomita hasta el agua con azúcar, pero poco a poco se hacen invisibles, y uno aparta de una patada el brazo que aparece en el camino, para que no estorbe. Y el brazo se va volando a la cuneta, diciendo adiós con la manito, como si la mina no lo hubiera divorciado de su cuerpo. Y no digas tú los enemigos, que quizás sea cosa de matar para que no te maten —cosa de no haber venido ni a matar ni a que te maten, con lo tranquilito que yo estaba en Marianao—. A los muchachos les ha entrado el síndrome del gatillo alegre, y le tiran a cuanta cosa se mueva: un pajarito, una serpiente venenosa o un león. Por gusto, que esto no es un safari y si alguien se lleva una piel de pantera a su casa, será el león del comandante. Los reclutas vamos con suerte si nos llevamos intacto el pellejo propio. Hasta yo me embullé, pero Pepe no me ha dejado hacerme el tiratiros. Cada vez que le apunto a una garza, a una gacela, a un árbol, Pepito el revencúo se encasquilla. Lo he armado y desarmado mil veces, lo mantengo más limpio que un hotel de cinco estrellas, pero no hay arreglo. Sin embargo, la noche que me tocó guardia en un descampado donde hicimos campamento, en el duermeyvela ese que le entra a uno a media madrugada, me despertó del tirón, y cuando miro hacia donde me señalaba Pepe con el punto de mira, veo un par de luces rojizas, linternitas, dos puntas de cigarro; y detrás, una hiena que venía haciéndose la boba pero con malas intenciones. Mi mano montó el arma sin esperar la orden del cerebro. Quieta parada se quedó la muy bicha, haciéndose la que pasaba por casualidad. Sería hiena, pero no comemierda. Y se fue con un pasito de disimulo que de no estar yo tan cagado de miedo, hasta me hubiera reído: de lado y sin dejar de mirarme, hasta que se perdió entre las hierbas. Si no es por Pepe, Javier Gómez habría sido pienso cubiche de exportación para carnívoros africanos. El destino más raro del mundo: nacer en La Habana, donde no hay ni cochinos, y que lo único tuyo en el ataúd sea la medallita de la Caridad del Cobre encontrada en una cagarruta de hiena. Javier siguió contándole a Roxana de los paisajes, las ensaladas de hoja de yuca, los condimentos incendiarios y las comidas medio raras que se sancochan por aquí, y uno nunca sabe qué coño le meten dentro, porque la calabaza sabe su poco a pimiento, el pimiento, a tomate, y hay otras que ni te enteras. Por eso yo abro mi latica de sardinas o de carne rusa, que sabrán a manteca de oso siberiano, pero no traen bacterias en conserva.
En la carta más larga y por entregas que ha escrito en su vida, siempre con permiso de Pepe, que le presta su culata, le habla a Roxana de los animales, de las culebras, que hay que estar a cuatro ojos, porque en treinta segundos te dejan más frío que un negro de Coco Solo en Groenlandia; del combate sin combate contra la malaria, la disentería, y otras enfermedades que ni nombre tienen. Y le cuenta de esa lombriz más espantosa que una estampida de elefantes: se mete por los poros y te va llenando de túneles por dentro, como si uno fuera su caverna de Bellamar, y se pone a vivir dentro del ojo. Te fijas bien, y la ves pasar de un lado para otro por detrás de la mirada. Y al final, muy al final y como la hiena, de ladito y con disimulo, le pregunta a Roxana qué te pasa, mi amor, te siento fría, y no digo distante porque eso ya se sabe. No sé. Va y son figuraciones mías, que la lejanía y la guerra y y y y y y… Y Roxana esta vez le responde en menos de quince días:
Que siempre siempre te querré, porque nadie ha sido nunca nunca tan bueno bueno conmigo
(¿a qué viene ésto?)
Que eres una persona maravillosa llosa y mereces que te quieran como tú mereces, pero yo…
(Me huelo que me lo tengo merecido, por estúpido y enamorado y comemierda. Chuchito me lo decía: hacerlas sufrir y que se jodan, tú verás cómo te quieren quieren, o te cogen la baja y al final el sufrido y el jodido, cuando no el tarreado, eres tú, guacarnaco)
Que yo no te merezco, Javier, con todo lo bueno buenísimo que tú eres conmigo. Y, además, me duele decírtelo…
(Más me duele a mi, cabrona. Malo malísimo malisísimo tenía que ser yo. Los malos duermen bien. Mírala a ella)
Que me he enamorado de un hombre, ¿entiendes?
(¿Y qué coño debo entender? Un hombre: dos brazos, dos piernas, una cabeza sin cuernos, no como la mía, una pirinola y dos huevos: un hombre. ¿Y qué? No es tan difícil de entender)
Que es algo mayor, y es un alto funcionario de…
(¿Entender eso? ¿Que es un vejete con hijas de tu edad, oriundas de su antepenúltimo matrimonio, y que maneja un automóvil más esbelto que su barriga, y que se saca la picha lacia de un calzoncillo Lacoste; no en las posadas mugrosas donde nosotros íbamos, sino en un casón de Miramar con aire acondicionado? ¿Eso? Facilito de entender. Que ya eres una mujer miramarvillosa y que siempre te odiaré, reputisísima)
Que quizás lo destinen a Europa y yo me vaya con él, tú sabes, porque nos casaremos el mes que viene; y lo que nunca nunca unca habría querido es que regresaras de tu Gloriosa Misión Internacionalista…
(¿Gloriosa Misión Internacionalista? Y todo con mayúscula. ¿Tú diciendo eso? Tú, tú misma, que rajabas de los mandantes, hijoeputas todos, decías, de sargento para arriba, hasta el Comandantísimo en Jefísimo? ¿Tú? Y ahora me hablas de la Odiosa Micción Indigenista. Si mañana forman un batallón de putas, segurito te nombran comisaria. Qué bicharraca)
Que llegaras y recibieras entonces la noticia de que me fui a Europa con Gustavo. Y no es porque no te quiera, Javier…
(No. Es porque quieres más a Europa Vete a la mierda. A la mierda europea. Olerá a Chanel número 5)
Javier no resiste más la carta entre sus manos, como si quemara. Y en la hoguera donde un cabo y dos reclutas asan unas mazorcas de maíz, la quema de verdad. A boñiga de rata van a saber esas mazorcas si cogen el saborcito de la carta, piensa.
Durante una hora Javier se queda como lelo, mirando la oscuridad más oscura de todo el continente, aunque en ese instante es mediodía desde el Atlántico hasta el Mar Rojo. No puede pensar, ni escribir, ni engrasar a Pepe, que lo mira de soslayo apoyado en una piedra. Javier Gómez Aranda siente un dolor a prueba de analgésicos, como si el escorpión aquel de medio palmo que se hospedó en su bota una noche, el escorpión que a la mañana siguiente no admitió al verdadero propietario, le hubiera picado el corazón. Y el corazón se le inflamara como el dedo gordo, y pugnara por romperle el pecho. Por inercia, mantiene el sobre en su mano derecha, y examinando el matasellos descubre que la siempre tardía, esta vez le ha enviado un Desamor Express. Casi sonríe. Pero le duele la sonrisa.
Hasta hoy el sinsentido tenía al menos un propósito. No se trataba de vivir las 19.744 horas que le quedan aquí, porque esto no es vida. Se trataba de durar, porque ella me espera. Cuidarme de beber en los charcos y comer porquerías, para no regresar cundido de lombrices y virus, porque ella me espera. Evitar como un guineo las balas, para no regresar en una silla de ruedas o trozado del cuerpo para siempre, porque ella me espera. Se trataba de subir con mi propio pie la escalerilla del avión, verla durante nueve horas de cielo agitarme el pañuelito en la terraza del aeropuerto. Se trataba de no viajar en el compartimento de la carga, dentro de una caja de zinc galvanizado, soldada por los cuatro costados; porque ella me espera. ¿Y ahora qué? ¿Quién coño me espera? ¿Mi madre con sus discursitos patrióticos, que hasta feliz sería, digo yo, de tener un hijo mártir y ser por fin la directora de la Escuela Primaria «Javier Gómez Aranda»? ¿Mi padre, que de mulata en mulata no sabe ni dónde queda este país de negros? ¿Quién? A ver, ¿quién? Ni yo me espero. ¿A alguien le importa que Javier Gómez reviente como un siquitraque en esta guerrita donde no sé si soy indio o cowboy? A nadie nadie nadie. (A pesar de que Pepe parece mirarlo conmovido con el ojo del cañón, y una gota levísima de aceite se desliza por el afuste).
Javier cursa la tarde inmóvil bajo una ceiba, sin almorzar ni comer, perdido en una nada procelosa, sin responder al qué te pasa del Chino, ni a los chistes pesados de Gabriel. No escucha, ni ve, ni huele, hasta que el sargento lo sacude. Tu turno, Javier. Tu turno de guardia.
Es noche cerrada cuando se sienta en la garita. Entonces despierta, y por primera vez se siente aplastado por el peso de las 19.744 horas que aún le faltan para cumplir su condena a trinchera forzada. Como cruzar en bicicleta las cataratas del Niágara sobre un hilo de coser. Si alguien no te espera, si alguien no te llama a gritos desde la otra orilla, no llegas. ¿Valdrá la pena soportar el hambre y los bichos, darle esquinazo a la muerte cada día, no olvidar nunca ese olor a miedo y pólvora y carne quemada y mierda seca, ese olor que penetra por las uñas, por la mirada, aunque te tapes la nariz; ese tufo que te inunda los sueños, así sean de Roxana desnuda en Varadero? Y de un tirón, como si huyera de un arrepentimiento, apoya la culata del fusil en el suelo, hunde el cañón entre sus dientes y lo apoya en el cielo de la boca. Dicen que Hemingway oprimió el disparador con el dedo del pie (sería su escopetón de caza); pero a Javier le alcanza el brazo para quitar el seguro, introducir el pulgar entre el guardamonte y el gatillo, y oprimirlo con todas sus fuerzas, cerrando la mano hasta blanquearle los nudillos. Piensa que debería escuchar el estampido antes que sus ideas, sus miedos, su dolor, sus sueños y su cerebro se estrellen contra el techo de la casamata. Pero no se oye ni un zumbido. Ni un pájaro. Ni un insecto. Ni una hoja al rozar contra otra. Como si la naturaleza se hubiera detenido. ¿Me habré detenido yo? ¿Será ésto? ¿Un silencio? ¿Estaré muerto? Abre lentamente los ojos, y descubre las paredes de la garita, siente el hedor de sus axilas, una gota de sudor que le corre por la mano, y el sabor metálico de Pepe en su boca. ¿Te encasquillaste otra vez, cabrón? Y apoya el ojo de acero bajo el mentón, oprime de nuevo el disparador, pero Pepe se niega rotundamente. Entonces Javier descarga toda su ira contra este fusil que siempre quiere hacer lo que le da la gana, siempre, cojones, siempre. Y lo tira contra la pared, lo patea, golpea el cañón contra una viga. Dispara, cabrón, dispara. Y sin darse cuenta oprime el gatillo. La ráfaga casi lo tumba y un camino de agujeros conduce en la pared hacia ninguna parte. Se escuchan gritos, se enciende alguna luz. Sabe que los hombres se están lanzando de los camastros, que ya vienen corriendo a medio vestir, colocando los cargadores en sus armas. Sabe que en un minuto estarán aquí. Y sabe que Pepe no disparará contra él. Pero descubre en un rincón la cuerda con que ataron hasta ayer la vaca requisada el domingo. Empieza a hacer un nudo corredizo. De pura suerte lo logra a la primera. El cerrojo de Pepe parece que temblara en el rincón, pero podrían ser las botas que retumban sobre el suelo, lanzadas a galope hacia la garita. Javier calcula la distancia e intenta pasar la cuerda por encima de la viga más alta. Pero entra el teniente sin camisa, fusil en mano, el cinturón colgando y la bragueta de par en par, por donde se divisa un ridículo calzoncillo de flores malvas. Se detiene en seco y hace ademán a los demás: no entren. Descubre la soga en las manos de Javier, que ha quedado inmóvil y lo mira con los ojos muy abiertos y un leve temblor en el labio. ¿A quién disparaste? A… Era una sombra… Yo creo… Un bicho, creo. ¿Y esa soga? ¿Soga? Ah. Estaba en el rincón, enroscada como una culebra, y… Entiendo. Entiendo. El teniente toma a Pepe y se lo tercia junto al suyo, le pasa a Javier el brazo sobre los hombros, y lo conduce con cuidado hacia la barraca improvisada, entre las miradas atónitas, o furiosas, o preocupadas, de los reclutas, y alguna risilla a costa de las flores malvas en los calzoncillos del teniente, risilla cancelada a medio diente por el orden jerárquico. Descansa, muchacho. Yo cubriré las dos horas que faltan. Y el teniente deposita a Javier en el jergón como a un anciano muy achacoso y cansado, con ese temblor en las piernas que no se le quita. En el pasillo, el teniente comprueba que el cargador y la recámara de Pepe están vacíos y lo deposita al lado de la cama. Antes de irse, hurta con disimulo los cargadores llenos. De todos modos, Javier, con los ojos extraviados en algún techo que debe quedar por encima del techo, no se habría percatado. Descansa, muchacho. Mañana te sentirás mejor.
Javier regresa poco a poco de la nada. Los hombres han reanudado el sueño y la oscuridad es absoluta: los ronquidos no alumbran como las estrellas. Al moverse, sus dedos tropiezan con la anilla que une la correa al fusil AKM-47 calibre 7.6. Pasa la mano suavemente desde el punto de mira al cerrojo, y cree sentir un ligero estremecimiento del metal, pero la noche es engañosa. Entonces recuesta el fusil a su lado, se abraza a él y llora en silencio durante minutos, días, años, quién sabe. Las lágrimas se escurren por el guardamano hasta la culata, y Javier ni se percata de que, quizás por los espasmos del llanto, la correa del fusil alcanza su espalda por encima del hombro, como si lo abrazara.
Javier se duerme con la mejilla apoyada en el cañón, pero, a los pocos minutos, despierta sobresaltado. Como el remake de una vieja película en versión panorámica dolby surrounding, el día de hoy surca su memoria a la velocidad del olvido. Y siente un cansancio infinito. Toma delicadamente a Pepe, y lo cuelga al pie de la cama. Tarda en dormirse justo lo que demora su cabeza en alcanzar la almohada. No recuerda que mañana es el día de su cumpleaños. Ignora que un par de amigos le tienen preparado un regalo especial: una revista Penthouse que hallaron casi intacta entre las ruinas de una aldea, para que veas las tetas y los culos que nos estamos perdiendo por estar en este culo del mundo, valga la redundancia. Pepe quizás sepa que en unas horas Javier cumplirá diecinueve flamantes años, la edad más peligrosa del hombre; y por eso lo custodiará desde su atalaya durante toda la noche, con ese insomnio que padecen las armas.
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