El Señor de los naufragios (cuento del libro homónimo)

5 05 2011

El náufrago comprueba con el pulgar el filo del cuchillo que ha estado amolando contra una laja de arenisca durante media hora. Le da las gracias en voz alta a la piedra —se ha habituado durante estos doce años a dialogar con bichos, árboles y minerales para no perder la costumbre— y con todo respeto solicita su permiso, por favor, es por razones de pura necesidad, antes de descortezar dos palmos del sabicú cimarrón cuidando que no se quiebre la capa cuando la desprende del tronco.

El tronco donde han grabado a fuego el nombre de la taberna pende de dos cadenas sobre la puerta en esta noche borrascosa de noviembre. Ese rótulo es el primero en contemplar la llegada de los dos grafólogos, como peces de tierra adentro, nadando en la oceánica densidad de la lluvia. Los hombres se acogen chorreando a la densa atmósfera de la taberna. Cuelgan sus gabardinas cerca de la lumbre y se sacuden como perdigueros tras rescatar un pato de la laguna. El fuego crepita y chisporrotea al evaporar las gotas de lluvia. Los hombres se acodan en la barra y piden dos jarras grandes de ponche con mucho ron. Entre sorbo y sorbo, conversan sobre un programa informático para descifrar la escritura cuneiforme, y sobre los nuevos mapas para adentrarse en la geografía ignota de los códices mayas. A la segunda jarra, pasean la mirada por el batiburrillo que ocupa las repisas a espaldas del tabernero: entre botellas de brandy, ginebra y whisky, hay herrajes de galeones, cordajes y mascarones de proa, raíces esculpidas por la resaca, un catalejo y dos pistolones de chispa. Medio oculta tras una linterna sorda, el primer grafólogo descubre una botella verde que al parecer contiene un rollo de corteza.

La corteza abandona en sus manos un aroma verde: transpiración de la jungla. El hombre camina por la arena, saludando de vez en vez, buen día señor, buen día señora, hasta el extremo de la playa, donde se levanta su choza estival de eucaliptus jóvenes y hojas de cocotero en la techumbre. Con mucho cuidado, despliega la corteza sobre su mesa: dos tablones que rescató del Tornado, sobre cuatro tocones. Cuidando que se seque cada trazo antes de continuar, dibuja con tinte de bija su mensaje.

¿Un mensaje? No sé. Nunca lo he abierto. El tabernero les comenta que un niño halló la botella hace ya mucho entre los sargazos y las maderas arrojadas a la costa por una tormenta, y la cambió al coleccionista de naufragios por un puñado de chocolatinas. Los grafólogos la sostienen con cuidado, eliminan el polvo con una servilleta; comprueban que el rollo parece de corteza (abedul no es) (¿eucaliptus?) (qué va) (¿una planta tropical?), y solicitan permiso para abrir la botella, lacada con alguna resina vegetal que desconocen.

—Si la compran, es toda suya.

—Anótela en la cuenta.

Y comienzan a escamar la superficie de la resina con una cuchilla, intentando sacar trozos lo más grandes posibles, para enviarlos al laboratorio si fuera preciso.

Preciso es dibujar cada letra, cada contorno, cada signo. Los cinco pelos de puerco jíbaro que forman la mota del pincel tienen la manía de coger cada uno por su rumbo. Tarda dos horas en concluir la tarea, y calza la corteza con varias piedras, de modo que los vientos alisios sequen parejo la superficie. Una vez seca, lo comprueba con las yemas de los dedos y enrolla el pliego con sumo cuidado. Toma la única botella de vidrio que pudo salvar e introduce el rollo muy despacio para que no se quiebre al paso por la estrecha boca. Cuando su mensaje yace a buen recaudo en el frasco, se adentra en la floresta por un trillo que reabre todos los meses a filo de machete. La lujuria vegetal de la isla no tardará en cerrarlo.

Apenas los grafólogos despliegan la quebradiza corteza, asoma la silueta de una isla: el mapa ingenuo, casi medieval: las coordenadas roídas por el salitre, el dibujo naif de las montañas y la laguna, la toponimia de geógrafo amateur desdibujada por el tiempo. El escrito al pie del croquis los mantiene enfrascados durante diez minutos. El tabernero husmea el manuscrito, pero no entiende nada, porque está redactado en un idioma extraño, de caracteres suaves y redondos como oleaje de verano. Por eso no comprende la excitación repentina de los grafólogos, que se cubren con sus gabardinas y abandonan casi corriendo la taberna mientras protegen con mimo el rollo de corteza, porque afuera sigue diluviando. Como muchachos con juguete nuevo, se apresuran hacia el hotel con intención de regresar al continente en el primer vuelo de mañana.

La mañana concluye cuando el náufrago se acerca al gigantesco tornasol. A falta de una enciclopedia botánica, es el nombre con que ha bautizado a este árbol recto de corteza grisácea, cuya leche blanquísima adquiere en pocos minutos un rosa viejo, bermellón cuando cuaja, y rojo herrumbre a la semana. Sangra el tronco en una güira cortada y se apresura hacia la playa. Tiene que esperar unos minutos antes que la leche del árbol haya alcanzado la textura exacta, y lacra entonces con cuidado la boca de la botella. En cuatro o cinco días se endurecerá como madera, y habrá impermeabilizado totalmente su mensaje.

En el laboratorio de la universidad, el mensaje es fotocopiado, escaneado, descifrado signo por signo. Se analiza la tinta, los trazos del pincel, una espora que vagaba en el aire y fue capturada bajo la cola de una «a» minúscula. Las pruebas practicadas al rollo de corteza confirman las sospechas de los grafólogos quienes solicitan financiación a varios institutos, pero el interés científico y el interés presupuestario raras veces coinciden. La expedición no puede zarpar hasta la primavera siguiente, justo cuando la vegetación estalla en una isla solitaria, dejada quizás de la mano de Dios, pero no del Hombre.

El hombre cuenta las olas desde el acantilado. La quinta choca con la cuarta resaca. No alcanza jamás los colmillos de la costa. Regresa mar adentro y no recalará en ninguna playa de la isla. Repite el conteo varias veces, y cuando está bien seguro, lanza la botella en el momento justo. Después de unos instantes de zozobra, ve el punto verde a flote, extraviado en tanto azul. Y lo que le falta. La botella duda entre la tierra y el mar, pero la fuerza de las aguas no cree en indecisiones existenciales y la arrastra hacia el horizonte. El hombre despide a su mensaje desde el farallón y le desea feliz viaje.

El viaje de los grafólogos entre Sidney y Brisbane es monótono y lento, pero, por suerte, luminoso, con el mar siempre a estribor. En Brisbane zarpan hacia el este-sudeste. Barloventean entre Norfolk y el extremo noroeste de Nueva Zelanda. Cerca de Three Kings Island, ponen rumbo sur a través del estrecho pasadizo: East Key a estribor y la Fosa de Kermadec, madre de tsunamis y volcanes, a babor. Hacia el levante se extiende el gran desierto de agua y sal: el océano Pacífico. Peinan con cuidado el mar desde los 35 a los 40 grados de latitud sur y entre los 165 y los 170 grados de longitud oeste. A pocas millas del extremo sudeste del cuadrante, descubren al fin una isla con alturas máximas de dos mil cien metros. Si alguna isla coincidiera con el croquis, sería ésta.

La isla es apenas un recuerdo engullido por el horizonte cuando la corriente ecuatorial conduce la botella hacia el sur. Durante años traspone los más solitarios paralelos del planeta, siendo abandonada en las gélidas manos de la corriente austral, que la arrastra al sur de la Patagonia, y le permite franquear sin tocar puerto el estrecho de Magallanes. La botella atraviesa la planicie atlántica, avistando apenas la costa occidental de África, donde es descubierta de nuevo por la corriente ecuatorial que decide volverla al oeste, en dirección al golfo de México. Pero la botella evade los circuitos turísticos y deriva lentamente, desorientada por la estela de los barcos, hasta tropezar con unas pequeñas islas que se yerguen sobre vertiginosas simas marinas a lomos de la cordillera centro atlántica, la columna vertebral de la Tierra. Una tormenta la abandona cierta tarde en una playa meridional de Sao Jorge, cerca de Calheta. Encallada en la arena es descubierta por un niño adicto a las chocolatinas y al helado de fresa, para encallar por fin en una taberna de Ponta Delgada, en Sao Miguel, islas Azores, y ser descubierta por dos grafólogos adictos a los crucigramas históricos de la palabra.

La palabra asombro será la más recurrida en los cuadernos de campo de los grafólogos. Cuando desembarcan en la isla, la erosión ha borrado de la arenisca las huellas del cuchillo que muchas veces se afiló contra ella; el sabicú cimarrón vistió de corteza nueva su desnudez de dos palmos y la cicatriz en el enorme tronco del tornasol es tan tenue que jamás la distinguirán a simple vista. En la playa, asolados por algún huracán, yacen los restos de una choza: entre los troncos semienterrados en la arena hallan la cabeza oxidada de un martillo y dos monedas enmascaradas de verdín. Decepcionados ante la pobreza del yacimiento, algunos descreen ya de un largo viaje por tan poca cosa. Pero apenas se adentran en la jungla, comienzan a descubrir figuras tatuadas en los árboles y las piedras, troncos tallados hasta dos metros de altura, rocas cinceladas en obediencia a sus formas primigenias: siluetas de hombres y mujeres caminando, oteando el horizonte, sentados ante una mesa o recostados a la vera del río, disfrutando las mariposas que vuelan a golpes de trincha en los troncos circundantes, o el trino de los pájaros de piedra. En las laderas de una colina hay cientos de siluetas caminando, paseando del brazo, roturando la tierra, construyendo casas, haciendo el amor. Se multiplican hacia el interior de la isla, y ya son miles en las inmediaciones de la cueva: la boca, tallada a cincel como una puerta, se abre en un farallón rocoso donde frisos, columnas y tejado crean la ilusión de que una casa entera ha sido incrustada dentro de la montaña. En el gran salón, iluminado por una claraboya del techo, una verdadera multitud ocupa las paredes: comerciantes, tenderos, mendigos, niños jugando con aros de metal, caballeros sobre sus alazanes que se inclinan hacia las damas en sus carruajes, un titiritero, un escuadrón de soldados, un oso que danza al compás del caramillo. Y en el centro, recostado en amplia butaca de troncos, frente a una mesa de piedra, el esqueleto que preside la multitud como un venerable cabeza de familia. Apenas retiran de su mano derecha el rollo de pergamino, como si no esperara otra cosa, la osamenta se desmorona en silencio.

Esa misma noche, a la luz de la hoguera que los congrega en el centro de su campamento, los grafólogos descifran el manuscrito.

Después de varios días de búsquedas, comprueban que sólo un esqueleto y cuatro mil seiscientas dos siluetas, debidamente contabilizadas y fotografiadas, pueblan la isla. Poco queda por hacer. En una rústica caja entierran con toda ceremonia al señor de los Naufragios, y al despedir el duelo de quien olvidó consignar su nombre, los grafólogos leen una vez más, en voz alta, el mensaje que aquel hombre escribió cierto día de cierto año. Un mensaje escrito para nadie donde cuenta que no siempre naufragar es un naufragio, que la soledad es una sustancia engañosa y que no equivale, obligatoriamente, a la ausencia de compañía. Soledad, dice, es una palabra muy rara. A veces dan deseos de consolarla. He atisbado barcos en la distancia. A algunos les he hecho señales por costumbre. A otros, no, por precaución o por miedo. Y cuenta que si un día los hombres fabricamos a Dios, si rumiamos el tiempo como ninguna otra especie (herbívoros de eternidad), ¿por qué no poblar el tiempo? He encontrado en esta isla, dice, algunas respuestas para mis muchas preguntas, pero otras quedaron en el aire. Necesitaba compañeros de una sabiduría superior a mis escasas letras. No fui un dios cicatero o mandón. Me prodigué en miles de hombres y mujeres, atento a acomodarlos en el mundo como herreros, leñadores o maestros según la piedra o la corteza me dictara su mejor acomodo. Nunca pretendí regir sobre ellos. Los escuché en silencio durante horas, sabiendo que un buen dios debe ser mortal y falible. No sus criaturas. Si algún día llegan otros hombres a esta isla, confío en que aprendan a escucharlos.


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