Alzados on line

25 11 2011

Este libro va de micrófonos a cámaras, de sonidos subrepticios a imágenes acusadoras. De los micrófonos que dos agentes vienen a instalar en casa de Nicanor O’Donnell en el corto Monte Rouge, a los miembros de las brigadas de acción rápida que se cubren el rostro y huyen cuando los familiares de Orlando Zapata Tamayo les apuntan con las cámaras de sus teléfonos móviles.

El título de Antonio Jose Ponte, Villa Marista en plata (Editorial Colibrí, Madrid, 2010), juega con la obra de Carlos Garaicoa Las joyas de la Corona, expuesta en la Bienal de La Habana de 2009, donde se mostraban reproducciones en plata de ocho centros de detención y tortura en el mundo, entre ellos Villa Marista y la sede del Servicio de Inteligencia de Línea y A. El diccionario de la RAE recoge la acepción “en plata” como “brevemente, sin rodeos ni circunloquios, en sustancia, en resolución, en resumen”, lo que en cubano sería “de verdad”. Y aquí Villa Marista se nos muestra, más que la ideología y la política, como la osamenta del poder “de verdad” que ha conseguido sostener medio siglo de castrismo. Sin ese sustrato óseo se habría desmoronado hace mucho.

Los cruces de caminos entre arte, política y nuevas tecnologías es el recorrido que propone el autor, comenzando con la humorada de Monte Rouge, una suerte de disidencia light que mereció la reprobación oficial, hasta el punto de condenar a su autor a hacer votos públicos de fidelidad. Y se enseria con Garaicoa en una obra que equipara Villa Marista con la Stasi, la Escuela de Mecánica de la Armada y la Lubianka y que, sin embargo, contó con la aprobación de los curadores y sus “asesores”, y condenó a Nirma Acosta, en La Jiribilla, a malabarismos dialécticos para “demostrar” que la obra no era lo que decían las agencias extranjeras, sino “una mirada penetrante (…) frente a un mercado del arte asociado a concesiones y estafas”. Tras la aprobación oficial, a ella le tocaba limpiar la escena del crimen, pero con detergentes ideológicos de baja calidad.

La segunda parte del libro se adentra en “la guerra de los emails” ocurrida tras la aparición en la TV cubana, entre diciembre de 2006 y enero de 2007, de tres connotados represores de la cultura defenestrados hacía mucho, en particular Luis Pavón, ex presidente del Consejo Nacional de Cultura. Cundió el pánico entre los viejos escritores represaliados, a la sazón ascendidos a los altares de Premios Nacionales de Literatura.  ¿Traería de vuelta el raulismo a los zombies que creían recluidos para siempre en las catacumbas de la historia? Había que conjurar de inmediato aquella resurrección. Y los emails difundieron por la red el rumor, la angustia y la ira, pero pronto, por obra del reenvío y tumultuosas listas de direcciones, la riada se desbocó. Irrumpieron sin invitación incluso desde otras orillas geográficas e ideológicas.

Algunos se negaban a circunscribir el debate a aquellos policías culturales e indagaban sus conexiones con el sheriff del pueblo. Por qué quinquenio gris, se preguntaban, si la represión ya se acerca al medio siglo. Escritores del exilio convocaban desde platea alta a valentías que ellos tampoco tuvieron cuando les tocó estar en el ring. Otros alertaban sobre la inutilidad de un debate en torno a tres agentes cuando el cuerpo policial seguía intacto. Un antiguo subordinado de Pavón defendió la necesidad de desbordar el debate más allá de la cultura, hasta ámbitos políticos y sociales que hasta el momento han sido patrimonio exclusivo del líder. Jóvenes para los cuales “Papito” Serguera bien podría ser un timbalero de la Orquesta Riverside ponían en cuestión el primer (y único) mandamiento de la cultura revolucionaria: el mussoliniano “Dentro de la revolución, todo; fuera de la revolución, nada”. Había que poner coto a aquel desparrame ideológico que ya amenazaba, incluso, a quienes lo habían iniciado.

Tras dos semanas de tángana, la UNEAC publicó su declaración “La política cultural de la Revolución es irreversible” (en consonancia con un socialismo irrevocable) que conjuraba el temor de las víctimas del pavonato, pero omitía al resto de las víctimas y eludía empantanarse en cenagales ideológicos surcados de peligros. Salvo los “enterados”, el resto de la población se quedó en la duda ante aquella respuesta sin pregunta. Como escuchar “la tuya”, sin que previamente nadie diga “tu madre”.

Pero ni así se calmó la charca. Si la política cultural es irreversible, Pavón y su élite fueron consecuentes con ella, exclamó Reinaldo Escobar. A menos que sea cierta la ironía de Ponte y “aquellos comisarios medraban durante los olvidos de Dios”. Respondidos los miedos, Orlando Hernández aseveró que esa ha sido la función de la intelectualidad cubana: esperar respuestas y decisiones, no tomarlas. “No está en nuestras manos. Hace mucho que entregamos las manos”.

Al rescate y en una suerte de dialéctica inversa, Desiderio Navarro afirma que eran los comisarios con sus informes quienes decidían las órdenes de sus jefes, y Ambrosio Fornet atribuye a esos policías una capacidad retroactiva, de modo que sobre ellos recayeran también los desmanes de los 60. A pesar de reuniones a cubierto con el ministro y conferencias bajo estricta invitación, la meteorología electrónica no amainaba, y subió de tono cuando Fernando Jacomino, vicepresidente del Instituto del Libro, echó en cara al escritor Francis Sánchez y a su compañera las cifras exactas de los royalties cobrados por ellos, un intento de amordazarlos con papel moneda. Antes los enviábamos a una acería o un almacén donde les era sustraído todo su tiempo; ahora les pagamos en dinero, en viajes, en honores y en tiempo. Esa era la moraleja.

En Vida y destino, de Vasili Grossman, un científico acosado (y acusado), a punto de ser molido por la maquinaria burocrática, desenfunda toda su valentía y una dignidad fatalista, hemigwayana. Basta una llamada telefónica de Stalin, interesado por su trabajo, para que recupere todas sus prerrogativas y algunas más. Sus fiscales se convierten en aduladores y a codazos intentan alcanzar su vecindad, como una pata de conejo que inocula suerte con solo tocarla. Pero entonces, quien enfrentó con entereza el ostracismo siente pánico ante la posibilidad de perder el favor de los dioses. Es el vértigo de las alturas.

Con sus 128 páginas de 244, este capítulo es el núcleo del libro. Recoge en detalle (demasiado detalle) la guerra de los emails, y pone al descubierto los perversos mecanismos implementados por el poder en sus relaciones con la cultura y cómo las nuevas tecnologías pueden funcionar como un  medio de defensa. Emboscados en la red, lejos de las autovías del poder, comienza una guerra de guerrillas. A pesar de las oportunas intervenciones del autor y de su excelente prosa, la cita in extenso de los emails, donde no son infrecuentes los bodrios de redacción y los farragosos textos oficiales y paraoficiales, empantana a ratos la lectura, le resta agilidad. Sintetizar las citas o referirlas, lo habría evitado. Nos deja, en cambio, con el deseo de visitar la “Carta para no ser un espíritu prisionero”, de Reina María Rodríguez, quien “se acoge al ejemplo de Marina Tsviétaieva”, y que el autor no reproduce por “pudor personal” o por su habitual modestia.

Si ese capítulo se refería a la guerrilla on line, los dos últimos dan cuenta del arte de la guerra. Una guerra asimétrica entre un ágil comando de blogueros, disidentes y periodistas independientes, y la pesada caballería del Estado, que ha establecido en la Universidad de las Ciencias Informáticas de La Habana (UCI) su base de misiles. El campo de batalla es escuálido: una red lenta y minada, plagada de tierras de nadie donde ni las tropas estatales están autorizadas a operar. Razón por la que, emboscados tras cualquier matorral, los blogueros son más afectivos en sus incursiones a la Internet y las redes sociales. Los micrófonos y las cámaras de espiar han cedido paso a los micrófonos y las cámaras en los móviles que sirven para la denuncia y hacen volver el rostro, callarse y huir a los funcionarios, los esbirros y los paramilitares.

Lo peor de esta guerra es que los guerrilleros se han alzado ahora en una serranía inaccesible. No basta movilizar ciento cincuenta mil milicianos y peinar el campo. Como en los sesenta, el Estado intenta despoblar el lomerío impidiendo el acceso a Internet del ciudadano corriente, pero ya no es tan fácil confinar a la población en Ciudad Sandino. Se escurren y confraternizan con el enemigo. Con razón atribuye Yoani Sánchez al gobierno parte del mérito por su creciente popularidad. La publicidad de lo prohibido es siempre tentadora. Un nuevo tipo de escritor y de periodista que no teme salir del armario ideológico coloca en la UNEAC y en la UPEC sendos espejos donde sus mayores cuentan sus canas y sus miedos. Como el abuso de la penicilina, las invocaciones al imperialismo ya no surten efecto. La cárcel sigue siendo temible, pero ya hay quienes temen más a la reclusión voluntaria en una mazmorra de silencio y ofrecen en los blogs listados de los efectos indispensables a llevar en caso de arresto. Ahora son los esbirros quienes huyen de las cámaras y los micrófonos. Ya no están tan seguros de que el futuro pertenezca por entero a la revolución y el socialismo y, por las dudas, prefieren que no cuelguen allí su retrato enarbolando una cabilla o un insulto. Se percatan de que la nueva guerrilla ya está empezando a bajar al llano de la realidad: pasean gladiolos por la 5ª Avenida, efectúan performances callejeros, no temen interrumpir con sus exabruptos sosegadas conferencias oficiales y ni siquiera se les puede apalear con tranquilidad, porque nunca se sabe si alguien está grabando. Los alzados on line se vuelven tupamaros, ensayan la guerrilla urbana. ¿Tampoco la calle pertenece ya a los revolucionarios?

Incluso los chicos de la UCI están contaminados de libertad. De tanto andar por su cuenta en la jungla cibernética, han empezado a hacer preguntas incómodas. Quizás sea el momento de ingresarlos en la UCI, en la Unidad de Cuidados Ideológicos, antes que deserten. Los cohetes balísticos eran mucho más previsibles.

Villa Marista en plata propone un viaje. Comienza en la obra contestataria que, aún sujeta a los espacios oficiales de difusión, encuentra caminos alternativos, como Monte Rouge, gracias a la tecnología. Continúa en el hallazgo del espacio virtual como sitio de debate que el poder es incapaz de monitorear y domesticar, aunque lo intenta. Y termina en una reminiscencia de la teoría guevariana del foquismo. La guerrilla cultural se alza en un espacio imposible de acotar y señalizar, donde los agentes del Estado son incapaces de dirigir el tráfico ideológico. Al descender de la serranía virtual a la calle real, se cierra el ciclo.

La estructura del libro responde a sus contenidos: encrespada, sinuosa, ajena a una vocación lineal, como el oleaje de las nuevas tecnologías en red. El lector académico, el sociólogo y el politólogo echarán de menos una composición más cartesiana, una mayor visibilidad de causas y efectos. El lector de literatura encontrará su camino entre las turbulencias y se sentirá invitado a poner de su parte. Un libro sobre intelectuales y tecnologías apela a Villa Marista, y eso lo desgremializa. Carpinteros, soldadores, músicos. Por invocación o de hecho, por Villa Marista hemos pasado todos los cubanos.

 

“Alzados “on line”; en: Cubaencuentro, Madrid, 25/11/2011. http://www.cubaencuentro.com/cultura/articulos/alzados-on-line-270906





La memoria relativa

7 11 2011

“Se acabó el pasado; soy un futuro en camino”.

Ernesto Che Guevara

(Carta a Aleida March, 1966)

 

 

A los interesados en la figura de Ernesto Che Guevara, ese icono del siglo XX más conocido por su imagen que por sus obras, puede resultarle atractivo el libro Evocación. Mi vida al lado del Che (Espasa, Madrid, 2008) escrito por Aleida March, su esposa desde 1959 hasta la muerte del guerrillero en Bolivia.

Como cabría esperar de unas memorias escritas por su compañera y la madre de cuatro de sus hijos, es un libro asépticamente hagiográfico. De modo que no esperen los lectores revelaciones inesperadas o detalles que se aparten un ápice de la leyenda santificada por el canon oficial cubano. Aunque repasar este libro puede ser muy instructivo: por lo que no dice y por los énfasis en lo que dice. Y los estudiosos de la expansión guerrillera cubana hacia América Latina encontrarán aquí algunos detalles sobre las tempranas reuniones del Che con líderes revolucionarios de todo el continente.

La primera recomendación es saltarse el prólogo del otro Guevara, Alfredo. En él aparecen perlas retóricas como “sembrar en el olvido la memoria del más lúcido modo”; “desde la autenticidad más honda y más compleja, de riqueza inagotable, diré que poliédrica y de unidad lograda” o “eternidad del amor, cuando la esencia en la vida vivida se revela”. Aunque son apenas dos páginas, la dosis de cursilería puede ser letal. Confirma que el presidente del ICAIC debería emplear en su obra literaria la abstinencia que ha practicado en su obra cinematográfica.

La ortodoxia en el libro de Aleida March va desde el lenguaje hasta la interpretación y la narrativa de los hechos. Salvo en los momentos más íntimos, cuando una mujer enamorada es incapaz de expresar sus sentimientos a través de consignas, el lenguaje oficial, estereotipado e impersonal, transita todo el texto, en una retórica sesentera que ya se nos hace extraña, incluso en Cuba, como si la autora hubiese adquirido todo su vocabulario en esa década y se aplicara en un ejercicio arqueológico de estilo.

Si en este libro Aleida March pasa de puntillas por algunos sucesos trascendentales, como la desaparición de Camilo y el caso Huber Matos, la polémica entre el Che y Carlos Rafael Rodríguez, la microfacción y la Crisis de Octubre, siempre desde la versión oficial; hay sucesos que enfatiza porque, precisamente, son los que han suscitado mayores críticas al Che o a Fidel Castro. Sobre los fusilamientos de 1959 (p. 101), apunta que se actuó con totales garantías procesales, y que “el Che, aunque no asistió a ninguno de esos juicios, ni tampoco presenció los fusilamientos, sí participó en algunas apelaciones y se entrevistó con algunos familiares que iban a pedir clemencia”. Un Che compasivo difícil de conciliar con quien enunciaba que “el revolucionario debe ser una fría y perfecta máquina de matar”.

En cuanto a la relación entre Fidel Castro y el Che, Aleida insiste una y otra vez en subrayar la empatía entre ambos, sus excelentes relaciones y su comunión de ideas sin resquicios. Particularmente interesante es la carta de Castro a Guevara (pp. 210-211) tras el desastre del Congo, en la que le insta a continuar su entrenamiento en Cuba, como si no fuera el propio Castro, con la lectura precipitada en 1965 de la carta de despedida del Che, quien le hubiera cerrado la puerta de la Isla. Al parecer, la autora no ha leído las memorias de Benigno, donde éste cuenta que al conocer la lectura pública de la carta, «le vimos [al Che] zapatear el suelo con ira y comparar a Fidel con un nuevo Stalin».

Cuando Aleida March se refiere a los esfuerzos del Che como presidente del Banco Nacional (ruptura con el FMI, liquidación del Banco de Desarrollo Económico-Social, de la Financiera Nacional y del Banco Cubano de Comercio Exterior, cambio de moneda, etc., p. 127) y para la industrialización del país y la sustitución de importaciones (p. 123), así como a su legado teórico, parece hablarnos desde un tiempo congelado cuyos resultados se esperan en breve, ajena al hecho de que el país ha transitado de los grandes proyectos industriales al merolico, y del tractor a la yunta de bueyes. Esa amnesia selectiva le confiere a estas memorias una atmósfera curiosa, como de manuscrito rescatado en algún baúl, que se publicara cuarenta años tarde, aunque le falten las consabidas notas al pie de un editor indulgente para explicar los asertos de alguien que no podía predecir el futuro. Pero Aleida March vive y es de suponer que ha observado todo lo ocurrido a su alrededor durante los últimos 44 años. Ha conseguido incluso rebasar el estatus de “viuda oficial” del mito y rehacer su vida con otro hombre, lo cual posiblemente despertó no pocas retrancas en la cúpula del Machismo-Leninismo, como si se perpetrara un adulterio post mortem. Rehacer su memoria ya era asunto de Estado y mucho más escabroso.

Al evocar las dudas del Che sobre la URSS, especialmente por su modelo de socialismo y las prebendas de sus dirigentes (se omite cualquier paralelismo con las prebendas cubanas, a pesar de que por entonces los libertadores de la patria se estaban repartiendo el botín), así como su fascinación con el maoísmo (p. 144), apunta Aleida su mala impresión de aquellos chinos uniformados y repitiendo a coro idénticas consignas. Y al apuntar la advertencia guevariana contra la complicidad y el burocratismo  en Administración, Partido y Sindicato (la santísima trinidad) queda a nuestra prudencia adivinar que todo seguiría igual o peor en los próximos decenios.

Anota con orgullo que en su casa se comía por la libreta de abastecimiento, aunque con cierta ingenuidad informa que del salario del Che (440 pesos) ella pagaba los 40 pesos del alquiler de una gran casa de Nuevo Vedado, cuando por entonces la mensualidad de un microscópico apartamento en La Habana Vieja costaba 56 pesos. Sería lo que en España llaman una vivienda de protección oficial.

A pesar del énfasis de Aleida en presentarnos al Che como un padre amantísimo y perfecto esposo, no se nos escapa que fue siempre un padre y un marido ausente que se negó incluso a incluir a su esposa (y secretaria) en sus largos viajes, aduciendo que otros compañeros no podían hacer lo mismo, y que siempre puso su vocación revolucionaria siete escalones por encima de su familia, algo que cada cual interpretará a su manera: altruismo revolucionario a costa de su felicidad personal, o supeditación de la familia a su vocación política, con Aleida como elemento indispensable para la perpetuación de la especie guevariana (cuatro hijos en cuatro años es un buen average).

Desde los martirologios compilados en el siglo IV tras la conversión de Constantino, la Leyenda Áurea de Jacopo da Viorágine y las Acta Sanctorum del jesuita Jean Bollard, las vidas de santos han cumplido, como las novelas policíacas, las estrictas reglas que atañen a cualquier literatura de género. Y esta no es la excepción. Una hagiografía que trasvasa al hombre privado la leyenda del hombre público. Una leyenda que posiblemente perviva, con sus mareas altas y bajas, en el ranking de la memoria colectiva, porque el Che, como otros grandes mitos, no es recordado por un ideario ya desclasificado, o por haber perdido todas las guerras que encabezó, en África y en América. Ni siquiera por todos los errores y desatinos en su gestión ministerial (se extravían en el océano de desatinos mayores que perpetró su jefe). Murió joven, sin tiempo para convertirse en el anciano dictador de una republiqueta latinoamericana, nos legó una excelente iconografía y un bonito cadáver. Y eso basta para situarlo entre Marilyn Monroe y James Dean, sobre la lata de sopa Campbell’s de Andy Warhol.

 

(http://www.cubaencuentro.com/cuba/articulos/la-memoria-relativa-270258)

“La memoria relativa”; en: Cubaencuentro, Madrid, 07/11/2011. http://www.cubaencuentro.com/cuba/articulos/la-memoria-relativa-270258





El Puente: la poética de la libertad (Entrevista a Jesús J. Barquet)

4 10 2011

Poeta y ensayista, Jesús J. Barquet (La Habana, 1953) es también profesor de la New Mexico State University, en Las Cruces, ciudad donde reside desde 1991. Ha publicado los libros de ensayos literarios Consagración de La Habana (1991), Escrituras poéticas de una nación: Dulce María Loynaz, Juana Rosa Pita y Carlota Caulfield (1999) y Teatro y Revolución Cubana: Subversión y utopía en “Los siete contra Tebas” de Antón Arrufat (2002); así como los poemarios Sin decir el mar (1981), Sagradas herejías (1985), Ícaro (plaquette, 1985), El Libro del desterrado (1994), El Libro de los héroes (plaquette, 1994), Un no rompido sueño (1994), Naufragios (1998; edición bilingüe, Naufragios/Shipwrecks, 2001), Sin fecha de extinción (2004) y la compilación Cuerpos del delirio (sumario poético, 1971-2008) (2010).

Tras diez años de trabajo, Barquet acaba de publicar Ediciones El Puente en La Habana de los años 60. Lecturas críticas y libros de poesía (Ediciones del Azar, Chihuahua, México, 2011), para “redocumentar la existencia de una poesía cubana verdaderamente joven que estaba expresando el impacto del momento histórico desde 1960 y no a partir de 1965, como se hizo creer por algún tiempo dentro de Cuba”. Este es el acercamiento más serio al fenómeno editorial y cultural que fue El Puente, el primer y último proyecto cultural independiente realizado dentro de Cuba hasta la llegada del movimiento blogger en el presente siglo. En las 630 páginas del libro encontramos un suculento ensayo, dividido en siete “glosas”, de Barquet, dos esclarecedoras visiones a cargo de Sílvia Cezar Miskulin y María Isabel Alfonso, y la mayor compilación hecha hasta el momento de los poemarios publicados por El Puente, muchos de ellos textos ya inencontrables, incluso en Cuba, y que permiten a los lectores acudir a las fuentes originales.

Entre 1961 y 1965, un grupo de jóvenes con inquietudes literarias, comandado por José Mario, publicó con medios propios y al margen de las instituciones oficiales 25 poemarios, 8 libros de cuentos y 4 volúmenes de teatro en ediciones de entre 500 y 1.000 ejemplares. Acosada y atacada hasta su cierre y aun después, Ediciones El Puente fue condenada al silencio por la historiografía cultural cubana dentro de la Isla. No es hasta 2005 que La Gaceta de Cuba le dedica un excelente dossier. Y aún hoy no ha recibido el lugar que le corresponde en el corpus de la cultura cubana de ese medio siglo. Sobre ellos nos habla Jesús J. Barquet.

 

Habitualmente, un grupo literario se reúne en torno a una estética común, un corpus de ideas filosóficas, políticas o religiosas, o todo mezclado. Visitar la excelente muestra de textos publicados por El Puente que ofreces en tu libro nos entrega, en cambio, un caleidoscopio de poéticas. Allí aparecen las “raíces cansadas” de José Mario, campanas asustadas y soledad, una poesía que afirma que “no nos pertenece la pregunta, ni la respuesta”. Está la intensa desolación adolescente de Mercedes Cortázar. Silvia Barros y sus centelleos de un poema por escribir. “Muerdo entonces mis rebeldías frágiles”, nos dice Reinaldo Felipe García Ramos. El intimismo desasido de Nancy Morejón. Los versos de trinchera de Joaquín González Santana. Los alardes de excelencia y la madurez precoz de Georgina Herrera cuando se calza “los zapatos de andar triste”. La poética enérgica, rotunda, de Belkis Cuza Malé, o Ana Garbinski y sus fabulaciones como un cantar de alguna gesta suave. ¿Qué une a estos jóvenes tan diferentes en sus propuestas, ideas, credos, razas? Y, sobre todo, ¿qué los mantiene unidos durante cuatro intensos años? ¿Es más una confluencia de intereses literarios, un círculo de amigos con el mismo entusiasmo vital y creativo, que un proyecto estético, ideológico o político?

JJ Barquet: En general, no creo que, para entender lo que conforma un determinado grupo literario, debamos tomar como normas los factores que aglutinaron u operaron en otros grupos en sus respectivos momentos históricos y literarios. Entiendo que, por esta diversidad ideoestética de los poemarios del grupo y por no haber producido un manifiesto literario como tal –aunque, como se explica ampliamente en mi libro, algunos textos críticos y declaraciones del grupo funcionan en este sentido–, se pueda cuestionar la existencia de El Puente como grupo y concebirla solo como un proyecto editorial. Pero si conocemos a fondo los debates ideoestéticos, culturales y sociopolíticos que caracterizaron el momento específico en que vive El Puente, podríamos entonces repensar los criterios “habituales” y ver la peculiaridad literaria que El Puente, ya como grupo, tuvo dentro de la literatura cubana de su época.

Aunque El Puente no lo teorice en un manifiesto (pero, ¿cuántos “grupos” han existido que cuentan con más manifiestos que obras concretas que los realicen artísticamente?), practicar y materializar de forma efectiva la diversidad ideoestética, la independencia de gestión editorial y la inclusión de autoras exiliadas en la poesía cubana, implicaba, en su momento, un concepto peculiar de los siguientes tres aspectos: (1) la poesía por hacer en aquellos años, en el sentido de no reducirla a una sola forma o tema (como muchos creían que podría ocurrir), sino salvaguardar precisamente lo contrario: la libertad ideoestética del poeta; (2) la labor independiente del artista, ahora asalariado estatal, con relación al Estado, mientras muchos presienten que se impondrá lo contrario; y (3) la integridad de la cultura cubana sin cortapisas políticas, en medio de una época en que se están borrando de la historia literaria nombres y títulos. Son estos tres aspectos, entre otros, los que precisamente comienzan a ser discutidos, supervisados y/o controlados progresivamente por las instituciones estatales en esos años de 1961-1965 de El Puente. Estos tres aspectos, inútiles para entender la Generación del 98 o el ultraísmo hispano, son, sin embargo, los que sí operaron de forma caracterizadora en la conformación del grupo El Puente, o de lo que constituyó su centro: José Mario, Ana María Simo, Gerardo Fulleda León, Ana Justina, Reinaldo Felipe García Ramos, Nancy Morejón, etc.

En vez de aplicarle a El Puente los criterios de aglutinación que operaron en otros grupos y épocas, quizás sea más apropiado entonces reconocer que una peculiar propuesta coherente (más o menos implícita) y hasta alternativa frente al Estado (aunque no de forma antagónica) existió entre ellos y los llevó a mantener, aun con altibajos internos, su unidad coral escribiendo, publicando y reclutando a nuevas voces inéditas incesantemente, de forma tal que el núcleo inicial del grupo se fue enriqueciendo al paso de los años. Y esa propuesta tácita, pero también táctica, de El Puente se nos revela mejor a la luz o en diálogo con los dos textos canónicos de la época, los cuales fueron, curiosa y reveladoramente, el marco temporal de existencia de Ediciones El Puente: Palabras a los intelectuales, de Fidel Castro, de 1961, y El socialismo y el hombre en Cuba, de Ernesto Che Guevara, de 1965. Es decir, El Puente funcionó durante un período sociopolítico sumamente complejo y arriesgado para el creador cubano. La creciente intromisión del Estado en la cultura cargó de sus propios significados a la labor de El Puente como proyecto editorial, pero también como grupo que llevó a eficaz realización dicho proyecto. Quizás hoy día esto nos resulte incluso más visible que en su momento.

Si en otras épocas la obvia diversidad ideoestética de los poemarios de El Puente constituye, abstractamente hablando, una muestra de falta de cohesión como grupo, en la Cuba de inicios de los 60 es precisamente esa diversidad, entendida entonces como libertad del artista, lo que le da a Ediciones El Puente su coherencia, sentido e importancia como grupo en aquellos años. Mientras los textos de Castro y Guevara trataban de abordar los asuntos de contenido y forma a partir de cuestionar y deconstruir, cada cual a su manera, la consabida “libertad del artista” (ese “reflejo del idealismo burgués en la conciencia”, según afirma Guevara en El socialismo y el hombre en Cuba [Nueva York: Pathfinder, 1992, p. 64]), El Puente practicó dicha libertad ampliamente como manifiesta propuesta consensual de grupo en medio de una sociedad socialista que oficialmente condenaba y proponía erradicar todo “lastre” (“tara”, “lacra”) “heredado” de conciencia burguesa en la población y, muy especialmente, entre sus intelectuales.

Partiendo de esa necesaria contextualización del grupo se entiende mejor otro de sus intereses comunes: la urgencia por ser poetas publicados (alguna curiosa intuición los impelía a apurarse), por inscribir libremente en el panorama poético y sociopolítico de entonces su propia voz joven y su derecho a un espacio público, es decir, no esperar por la generosidad o los requisitos editoriales de los otros grupos o individuos que rápidamente se establecieron dentro de las instituciones y vehículos culturales que estaba creando el nuevo Estado.

A la diversidad ideoestética, El Puente añadió la diversidad identitaria de sus autores, lo cual en términos literarios puede asociarse (no mecánicamente) a la entrada de inéditos sujetos y temas poéticos en la poesía cubana. Gracias a El Puente, cobran amplia visibilidad en la isla letrada poetas provenientes de segmentos tradicionalmente subalternos de la sociedad que habían sido más o menos desatendidos, desconocidos o excluidos por la alta cultura cubana: mujeres, negros, clases pobres, homosexuales y practicantes de religiones afrocubanas conforman así esa diversa otredad nacional que logra cohesionar El Puente. En este sentido, sus poemarios reflejan fielmente la mayor visibilidad que, en particular, las mujeres, los negros y los pobres estaban obteniendo en la vida pública nacional.

Pero la mayoritaria entrada de dichas voces poéticas en la poesía cubana de El Puente cobra en esos años un peculiar carácter políticamente alternativo en lo referente a dos aspectos: la homosexualidad y la religiosidad afrocubana como arraigada práctica cotidiana del pueblo y no solo como materia de folclore académico y teatral. A medida que avanza el lustro, ambos aspectos son deslegitimados y hasta considerados inadmisibles en la construcción de la nueva sociedad socialista heteronormativa y atea. Hay que apuntar aquí que, a diferencia de las escasísimas y discretas intromisiones homoeróticas en algunos de sus poemarios, El Puente sí le dio una consciente visibilidad recurrente al rescate e inserción de voces y temas negros en sus publicaciones. Es decir, en un lustro que retoma las “taras” de heteronormatividad, machismo, moralismo católico y occidentecentrismo “heredadas” de las sociedades anteriores para ideológica y políticamente readecuarlas a la construcción del socialismo; en un lustro que, gracias a ciertas leyes antidiscriminatorias del nuevo Estado, da como incuestionablemente resueltos los también “heredados” prejuicios sociales y culturales contra la raza negra, la súbita invasión y afirmación de estas numerosas otredades homosexuales, santeras y negras resultó también una forma de identificarse El Puente como grupo, ya que a medida que avanza el lustro se va revelando cada vez más el carácter alternativo que implicaba la inclusiva diversidad identitaria que practicaron sus miembros.

A partir de 1959, la oficialidad de la Isla crea, además, para invisibilizarlo y borrarlo, un nuevo otro: el exiliado político. Y en este sentido El Puente como grupo también revela su peculiaridad: además de no exigirles a sus autores una ideología determinada ni una conducta o moral afín al nuevo sistema, el grupo El Puente no olvida e incluye en sus proyectos, incluso con cierto protagonismo, a autoras que optan por el exilio. A diferencia de las borraduras o exclusiones que ya están practicando las casas editoras y las publicaciones del Estado, El Puente publica y distribuye los poemarios de Mercedes Cortázar e Isel Rivero aun cuando las autoras ya habían salido del país, las incluye en una antología, anuncia futuros poemarios de ellas en “Lo por publicar”, nunca las borra de sus listas de “Lo publicado” ni olvida mencionarlas en sus textos críticos. El Puente mostraba así, además de su libertad de elección como artistas y editores, el amplio concepto inclusivo de cultura cubana que los animaba y que entonces, ante los embates divisionistas oficiales, les daba identificación y peculiaridad como grupo.

Por esa diversidad estética (pues aunque rechazaban, por ejemplo, el panfleto y el hermetismo, hay poemarios de El Puente que los practican), por la amplia inclusión temática (pues aunque abogaban por una poesía a tono con el momento histórico, hay algunos excelentes poemarios que no cumplieron con tal objetivo o lo cumplieron de forma diferente a la esperada u optaron por temas intimistas), y por no exigirle al joven autor ninguna otra credencial personal que escribir poesía, indico en la dedicatoria del libro que El Puente logró crear y mantener, como grupo, una realidad utópica en medio de crecientes reducciones y obligaciones ideoestéticas impuestas al artista y la cultura en general. Esa es tal vez la marca principal del proyecto de El Puente, lo que les dio coherencia y sentido como grupo expresándose libremente desde un espacio alternativo en aquellos años en que el nuevo Estado extendía también su monopolio editorial e ideológico.

Bueno, te he resumido aquí, quizás con algún nuevo giro, lo que Miskulin, Alfonso y yo tratamos más detallada y documentadamente en los diversos ensayos de la sección crítica de mi compilación.

En tu pregunta sugieres, como elemento de cohesión del grupo, la amistad. Efectivamente, todos los testimonios apuntan a que los unía la amistad, la cual incluso varios conservan hasta hoy día, aunque sea bifurcada por el exilio. Es cierto que en los años 60 hubo algunos desencuentros entre ellos, pero eso no obstruyó el trabajo colectivo hasta el momento mismo del cierre de las Ediciones en 1965. Signo de la vitalidad del grupo hasta entonces, son las publicaciones constantes y los proyectos colectivos que quedaron truncos pero bastante avanzados en su realización, como la edición de una revista y de otras antologías de autores jóvenes.

Los poetas, en particular, comparten varios intereses culturales y hasta personales, y aunque no tuvieran ese manifiesto o documento detallado de intereses artísticos con que otros grupos pretenden validarse, Miskulin, Alfonso y yo proponemos ciertas afinidades mayormente temáticas derivadas tanto de los poemarios como de los prólogos, reseñas y textos de contraportada y solapa que los autores se escribieron entre sí. Documentamos así, y citamos de forma suficiente, un importante corpus bibliográfico de la época, porque esta compilación quiere facilitarle al lector el acceso no solo a los poemarios y antologías poéticas de El Puente, sino también a los textos críticos de entonces en torno a dicha producción.

 

En El Puente, la diversidad estética era también diversidad política. Están “nuestros monstruosos niños adultos”, de Isel Rivero, en el Canto VI de La marcha de los hurones (poemario precursor junto con El grito, de José Mario, de Ediciones El Puente); pero también está la poesía directa de Manolo Granados, esperanzada en esa ciudad limpia con himnos, tambores y banderas, por no hablar de la poesía panfletaria de Joaquín González Santana. Creo que, en general, la mayoría no se oponía a la Revolución, sino que simpatizaba con el espíritu juvenil, libertario, aunque se opusieran, eso sí, al neoestalinismo de figuras como Edith García Buchaca. A pesar de ello, el Máximo Líder propuso dinamitar ese puente, y Jesús Díaz lo catalogó como un grupo ideológico “con posiciones políticas, estéticas y éticas bastante cuestionables”, lo acusó de una actitud “liberaloide” y lo dio por muerto al apostillar que “sería bastante triste ser conocido como el asesino de un muerto”. ¿Atribuirles una connotación como grupo ideológico enemigo fue un mero síntoma de la intolerancia que ya se adueñaba de la vida cubana? ¿Una excusa en la guerrilla generacional? ¿Una pequeña batalla en la guerra por convertir al ciudadano republicano en súbdito? (Isel Rivero ha hablado de “la voluntad de independencia” de El Puente, una palabra peligrosa. Y José Mario proponía la integración armónica entre el individuo y el colectivo, pero el individualismo era ya una “lacra del pasado”). ¿O de todo un poco?

JJ Barquet: Como bien has percibido en el libro, parece que el cierre de El Puente se debió a una trágica confluencia de diversos factores tanto literarios como extraliterarios. Mi respuesta anterior creo que indica cuáles pudieron haber sido algunos de ellos. Obviamente, la variada libertad que practicaron los puenteros llegó a concebirse, con el avance del lustro, como una actitud “liberaloide”. Incluso la nacionalización de las imprentas privadas, algo que afectó a toda la sociedad, también repercutió en el destino de Ediciones El Puente. Y aunque la inmensa mayoría de ellos, por su juventud, no arrastraba conflictos intergeneracionales del pasado republicano, las consabidas pugnas entre generaciones o promociones literarias que se continuaron en los 60 llegaron igualmente a afectarles negativamente. Ni Miskulin ni Alfonso ni yo nos atrevimos a apuntar una única causa, excluyente de otras, que llevara al cierre de El Puente. Registramos, en cambio, la complejidad ideológica y artística de aquellos años y, dentro de ella, la creciente imposición de criterios reduccionistas de los más disímiles asuntos relacionados con el artista, la creación, la cultura nacional, el individuo y la sociedad; criterios que, para fines de los años 60, lograron regir tanto lo que debía ser, hacer, leer, creer, pensar, escribir y difundir un poeta (que quisiera ser tenido como) revolucionario, como el objeto al que debía dirigir sus más íntimos impulsos sexoafectivos. Obviamente los chicos de El Puente, con José Mario al frente –aunque no debemos olvidar que Ana María SImo y otros del grupo intervinieron también en muchas decisiones editoriales–, no cumplían con todos esos “deberes”.

Como pudiste constatar en tu lectura de los poemarios recogidos en mi compilación, fueron injustamente acusados de vivir a espaldas del momento histórico. Es cierto que, en algunas ocasiones, poemas de El Puente cuestionan la realidad en que viven, pero no son escasos los poemas de puenteros que resultan celebratorios del nuevo Estado y hasta panfletarios. Es cierto que la ciudad se presenta a veces como una vía para adentrarse en uno mismo, pero exceden en número los poemas en que la ciudad en efervescencia revolucionaria es un motivo de salida del ser hacia los otros. Es ese el espacio utópico de libertad temática y formal que El Puente logró salvaguardar por unos años, hasta que los disímiles factores, convertidos en ineludibles “deberes”, lo sacan de circulación y estigmatizan.

 

A pesar de sus diferencias notables, tú propones leer La conquista, de José Mario, como “un texto que dialoga claramente con La marcha de los hurones”, de Isel Rivero. ¿Puedes explicar esto con más detalle?

JJ Barquet: En el prólogo a Novísima poesía cubana, los editores Reinaldo Felipe García Ramos y Ana María Simo expresan su admiración por ese excelente poema largo de 1960 de Isel, quien se hallaba ya en exilio, pero desde el punto de vista temático le objetan las reservas (que resultarían proféticas) que su sujeto poético tiene ante el momento histórico habanero y nacional en que vivían. Entienden que no se debe acelerar ningún proceso ideológico en el poeta y reconocen la honestidad poética de Isel por haberlo escrito (y, añado aquí, de todos ellos por no ningunearla ni negarle calidad estética por cuestiones ideológicas), pero indirectamente están implicando que ese poema admirable no era temáticamente representativo de los “novísimos” propósitos ideoestéticos del grupo.

José Mario, quien a pesar de ser el centro magnético del grupo no constituía su centro estético, parece querer “corregir” ese déficit de representatividad de La marcha con un raro poemario en su obra: La conquista, donde pretende borrar su “heredado” pesimismo existencial con una inmersión en los temas digamos afirmativos del proceso político, lo cual lo lleva incluso por momentos al panfleto. Al final de su poema anterior, El grito (1960), ya se percibía esa necesidad de abandonar tonos y temas tenidos como “lastres” del pasado capitalista, pero el salto lo da en La conquista, poemario que curiosamente no es aceptado como logro literario por el grupo, según se ve en los reclamos estéticos que le hacen a su poesía los dos editores mencionados y Fulleda León en una reseña.

En realidad, te he hecho aquí un resumen de lo que se explica y ejemplifica mucho más detalladamente en mis glosas 3 y 4. En estas, como en el resto de la sección crítica del libro, encontrará el lector una cuidadosa reconstrucción e interpretación de nuestra historia literaria a partir de los documentos originales apropiados para tratar de entenderla en lo que fue, y no en lo que ciertas agendas personales hoy día, de forma reductora o prejuiciada o perezosamente desinformad(or)a, quisieran convertirla.

 

Es admirable la producción de El Puente en tan pocos años y con recursos propios, considerando que ninguno de ellos se dedicaba de forma exclusiva al trabajo editorial, sino que estudiaban, trabajaban y aún les quedaba tiempo para reunirse y celebrar recitales de poesía en El Gato Tuerto. ¿De dónde salían los recursos humanos y materiales para una empresa así, tomando en cuenta que por entonces no se trataba de entregar un pdf a una imprenta digital? Sabemos que a partir de 1964, cuando se nacionalizan las imprentas y toda palabra impresa pasó a ser un monopolio del Estado, les resultaba legalmente imposible imprimir sus propios libros. Entonces tuvieron el apoyo de Nicolás Guillén como presidente de la UNEAC, que duró hasta 1965. ¿Cuál fue la magnitud de ese apoyo? ¿Condicionó en alguna medida los contenidos?

JJ Barquet: Tu pregunta me lleva a resumir los aspectos factuales que, como viste, la historiadora cultural brasilera Miskulin desarrolla ampliamente en su ensayo. Los puenteros utilizaron por varios años una imprenta privada y se mantuvieron totalmente independientes en sus decisiones editoriales, lo cual constituía cada vez más una rareza en la Cuba de entonces. Costeaban las ediciones con dinero de José Mario y, en ocasiones, con aportes personales de los autores, pero muchos, como Georgina Herrera, publicaron allí de forma totalmente gratuita. Cuando desaparecieron las imprentas privadas, José Mario se vio obligado a recurrir a una imprenta estatal. Recibió entonces la ayuda del presidente de la UNEAC, Nicolás Guillén, sin comprometer con ello la independencia de sus decisiones editoriales. Hay quienes presentan esto como el paso a una semi-independencia, o semi-dependencia, de El Puente, pero parece solo una medida pragmática que adoptó José Mario para que pudiera continuar la obra editorial del grupo. Así lo confirman no solo los testimonios de varios puenteros, sino también los dos últimos poemarios publicados en la imprenta estatal, ya que ambos revelan las preferencias editoriales de José Mario: el poemario radicalmente experimental, Consejero del lobo, de Rodolfo Hinostroza, un peruano amigo de algunos puenteros y que residía entonces en La Habana, y el poemario Muerte del amor por la soledad, de José Mario, totalmente dedicado al amor, con evidentes registros homoeróticos.

 

Una primicia de tu libro es la publicación de la Segunda novísima de poesía cubana, terminada por José Mario en 1964 pero inédita hasta ahora. Resulta curioso encontrar en ella nombres inesperados y que más tarde abjuraron de su condición de puenteros. Son los casos de Sigifredo Álvarez Conesa y Guillermo Rodríguez Rivera. Hay que considerar que varios puenteros fueron represaliados y que pertenecer a El Puente fue por décadas un demérito en el “escalafón revolucionario”.

JJ Barquet: En realidad, publicar esa antología era una deuda con la historia de la literatura cubana y para algunos autores ha significado hasta un rescate de poemas que habían extraviado, ya que se cuenta que José Mario, en su fiebre editorial, prácticamente les “arrebataba” a los autores sus manuscritos. Entre otras cosas, esta Segunda novísima documenta la pertenencia de autoras como Lilliam Moro y Lina de Feria a la órbita de El Puente, como efectivamente ocurrió en el plano personal; ilustra el afán inclusivo de José Mario de continuar sumando jóvenes a sus proyectos editoriales, de demostrar que El Puente no buscaba convertirse en un espacio cerrado sobre sí mismo y sus logros.

Es bien sabido que Álvarez Conesa y Rodríguez Rivera fueron integrantes de El Caimán Barbudo, es decir, de la segunda promoción poética de los nacidos en los años 40, la cual ha solido presentarse como rival de los puenteros, aunque El Puente fue cerrado antes de que El Caimán Barbudo comenzara a publicarse. Pero el conocer ahora más apropiadamente la diversidad ideoestética de las publicaciones de El Puente y ver a estos caimanes aceptar su inclusión en una antología de aquel grupo tachado después de “liberaloide” nos lleva a pensar que, al parecer, en 1964 no existía aún tal rivalidad literaria ni tal opinión desacreditadora del grupo, sino que todo ello fue un producto posterior rápidamente articulado y aupado por motivos mayormente extraliterarios.

Entendido esto, varias afirmaciones tradicionales sobre la joven poesía cubana de los años 60 requieren ser revisadas con el apoyo ahora de todos estos textos poéticos incluidos en mi compilación y que han sido desconocidos o desatendidos por décadas. Entre otros asuntos, se debe revisar la existencia real o no de dos promociones literariamente “opuestas” entre todos esos autores nacidos en los años 40, sus vínculos con los autores de la llamada Generación de los Años 50 (algunos puenteros nacieron en los años 30 y cabrían dentro de esta Generación; el prólogo-manifiesto a la Novísima poesía cubana guarda curiosas semejanzas con el prólogo de Roberto Fernández Retamar y Fayad Jamís a Joven poesía cubana [1960]), el arraigo del coloquialismo en la Cuba de los años 60, etc.

Es bueno recordar que ese “demérito” (o tabú) que mencionas con referencia a El Puente ocurrió solo dentro de la Isla. Fuera hemos estado más informados al respecto, gracias en parte a la labor de divulgación desplegada no solo por José Mario desde su exilio a fines de los años 60 y por otros puenteros exiliados, sino también por académicos tales como Rita Geada, Yara González Montes, Matías Montes Huidobro y Orlando Rossardi, entre los pioneros durante los años 60 y 70.

Ese “demérito” fue el resultado de una malsana fabricación a partir de motivos mayormente extraliterarios pero apoyados, ocasional e intencionalmente, en uno u otro poemario o poema, pero ya habrás comprobado con tu lectura de los textos cuán endeble resulta el apoyo literario de dicha fabricación. La relevancia de esos motivos extraliterarios nos obligó a dedicarles detenida atención en nuestros ensayos, especialmente los motivos referidos a aspectos identitarios tales como la raza, la sexualidad y la religiosidad.

Mencionaste también al inicio el hito que marcó La Gaceta de Cuba de julio-agosto de 2005 en el rescate de la labor de El Puente dentro de Cuba. Pero fue en realidad Virgilio López Lemus quien en su artículo de 1989 “Poetas en la Isla (treinta años después: 1959-1989)” (Unión, vol. 2, no. 7, julio-sept. 1989, pp. 65-70) comienza a romper allá ese tabú y escapar de los prejuicios y reduccionismos ad usum. Con más aseveraciones que en su Palabras del trasfondo (1988), López Lemus analiza brevemente en su artículo de Unión los avatares editoriales de El Puente, comenta sus vínculos con el coloquialismo de los años 60 y propone a Ediciones El Puente como “parte de una promoción intergeneracional, cuya línea estética tiene mucho que ver con el coloquialismo”. Apunta ya que “no es un grupo homogéneo”, que en la Novísima se encuentran su núcleo y su prólogo-“manifiesto” y que en este se advierten “las cercanías con el coloquialismo no tanto en los postulados de los puentistas, sino en  sus propias prácticas de la poesía, muy similares a las que en esos momentos desarrollan los integrantes de la Generación de los Años 50” (p. 68). Más tarde, en El siglo entero (publicado en 2008, pero merecedor del Premio Academia en 2002, tres años antes de La Gaceta de Cuba mencionada), López Lemus se detendrá mucho más en la dinámica de las Ediciones El Puente y en el análisis poético de algunas de sus figuras claves, en particular l’enfant terrible (así lo llama Felipe Lázaro) del grupo: José Mario.

 

El destino de los poetas y/o editores puenteros incluidos en tu libro ha sido muy diverso. Isel Rivero, precursora, abandonó el país en 1961; Mercedes Cortázar lo hizo un año antes. Más tarde, en los años 60 y durante los 70, partieron José Mario, Lilliam Moro, Ana María Simo, Silvia Barros y Pío E. Serrano. En 1980 marcharon al exilio Reinaldo Felipe García Ramos, Belkis Cuza Malé y Héctor Santiago Ruiz. En los años 90, Manolo Granados y Pedro Pérez Sarduy se instalaron en Europa. Y en Cuba murieron o permanecen aún Nancy Morejón, Georgina Herrera, Ana Justina, Rogelio Martínez Furé, Miguel Barnet, Gerardo Fulleda León, Joaquín González Santana, Lina de Feria, Sigifredo Álvarez Conesa y Guillermo Rodríguez Rivera, entre otros. Sus trayectorias literarias han sido disímiles. ¿Qué ha quedado de aquella experiencia y de aquella estética inicial en sus obras posteriores?

JJ Barquet: Sobre el legado de El Puente en la trayectoria posterior de sus autores no creo que haya una respuesta única. Recordemos que muchos eran muy jóvenes cuando publicaron dichos libros y que estos fueron en realidad sus primeras incursiones en la escritura literaria, por lo que no todos los recuerdan como sus mejores logros. Algunos prefieren olvidarlos. Como es lógico, décadas después, con otras lecturas, experiencias e intereses artísticos, varios condujeron su poesía por vías muy diferentes. Esto es notorio en Reinaldo Felipe García Ramos, quien en su libro Acta exhibe un lenguaje sumamente metafórico para pasar en los años 80 a una poesía mucho más transparente y comunicativa en forma y contenido. Lo mismo se aprecia en la obra de Belkis Cuza Malé, aunque hay que reconocer que un tema clave de su Tiempos de sol (a saber, la denuncia frontal y urgente del militarismo y la amenaza de destrucción atómica sobre el mundo) justificaba, en más de un sentido, el tono caóticamente trágico de su libro.

A diferencia de estos dos autores, hay poetisas como Isel Rivero y Lina de Feria cuyas colaboraciones en El Puente muestran ya el estilo que las identificará. El caso de Isel resulta incluso singular, pues aunque cuenta con poemarios posteriores estéticamente diferentes a La marcha de los hurones pero igualmente valiosos (a saber, Nacimiento de Venus y El banquete), ha pasado a nuestra poesía como la autora de ese clásico de la poesía posrevolucionaria que constituye La marcha de los hurones, cuyo legado ideoestético se continúa en 1963 con Tundra. En su reseña de Tundra (Revista Iberoamericana, vol. 34, no. 65, enero-abril de 1968, pp. 174-176), Rita Geada habla precisamente de ese enlace entre ambos poemarios como un “indicio de la continuidad de[l] orbe interior” de la autora, “orbe que aparece ya insinuado en [La marcha de los hurones] pero con características más locales mientras que en [Tundra] se eleva a categorías universales testimoniándonos de este modo su acucioso estar en nuestro planeta Tierra y en este nuestro tiempo presente” (p. 175).

Otras evoluciones serían, por ejemplo, las de Gerardo Fulleda León, Silvia Barros y Héctor Santiago Ruiz, quienes hoy día no se (re)conocen como poetas, sino como dramaturgos. De igual forma, Manolo Granados y Joaquín González Santana pasaron a ser narradores.

Hay casos en que la madurez poética ocurre durante el breve período de existencia de El Puente. Son los casos de Fulleda León (aunque después cesara de publicar poesía) desde su poemario Algo en la nada a su colaboración en la Segunda novísima de poesía cubana, y de Nancy Morejón desde su primer Mutismos a su esplendente Amor, ciudad atribuida.

José Mario constituye un caso aparte: los seis poemarios que publicó bajo Ediciones El Puente, además de El grito, nos lo presentan cambiante, ambicioso y arriesgado en su afán de ser inclusivo temática y formalmente, pero nunca sin llegar a sus posteriores rupturas y experimentos madrileños de Falso T (1978). De alguna forma, su diversa pero coherente propuesta ideoestética de los años de El Puente se cierra como un círculo con el primer poemario que publica en el exilio: No hablemos más de la desesperación (1970).

En el caso de Rogelio Martínez Furé, su antología de Poesía yoruba en El Puente marcó para siempre su trayectoria literaria. Fue la semilla de la cual surgieron después, por décadas y en numerosas ediciones, otras antologías similares tales como Poesía anónima africana.

Además de lo que ha quedado de El Puente en sus autores está lo que ha quedado para la poesía cubana de la segunda mitad del siglo XX. Aquellas publicaciones juveniles le dieron a la poesía cubana varios logros hasta entonces inéditos. Entre ellos, la confluencia, por primera vez en Cuba, de un número considerable de poetisas de calidad dentro de un mismo grupo. El hecho de que varias de ellas fueran de la raza negra también significó una ganancia para nuestra poesía. Creo, además, que varios poemarios de estas puenteras se hallan entre la mejor poesía de los años 60: a saber, el poderoso exteriorismo profético de La marcha de los hurones; la audaz reformulación revitalizadora de la “heredada” poesía urbana en Amor, ciudad atribuida, de Nancy Morejón; la hermosa y lenta prefiguración de la ausencia que deshila El largo canto, de Mercedes Cortázar, como anunciándonos, sin querer, uno de los tonos de la futura poesía de exilio; la denuncia aterrada del infierno que constituye la época contemporánea, irónicamente referida como Tiempos de sol, por Belkis Cuza Malé; el intimismo hábilmente resuelto desde la inédita condición personal de Georgina Herrera en GH

La reformulación de la poesía urbana (en ocasiones, referida explícitamente a La Habana de los años 60) halla feliz cumplimiento tanto en Morejón como en otros puenteros. Incluso la reseña de García Ramos de 1964 sobre Amor, ciudad atribuida podría leerse como una compartida “poética urbana” para mejor entendimiento de este tema en el grupo.

No satisfechos con las propuestas ideoestéticas de la poesía negrista de los años 20 y 30 y más cercanos a Lydia Cabrera y Fernando Ortiz, algunos puenteros quisieron reformular también el afrocubanismo, pero a diferencia del tema urbano, el tema afrocubano no logró cuajar en varios poemarios de calidad.

La Poesía yoruba, de Martínez Furé, comenzó a llenar un lamentable vacío cultural, y de ahí proviene su importancia: dar a conocer en Cuba, en español, esa producción poética negroafricana que forma parte de nuestra herencia cultural. El prólogo de Martínez Furé y las reseñas que Barnet escribió sobre esta antología y la siguiente de Martínez Furé dejaron bien clara, de forma incluso didáctica, la propuesta cultural que ambos compartían: a saber, revisión del canon Occidental, ampliación de los criterios estéticos del lector cubano, cuestionamiento del occidentecentrismo cultural. Otro aporte podría hallarse en la presencia del tema homoerótico, aunque discretamente, en varios textos de José Mario. Todo esto y más se documenta y ejemplifica ampliamente en el libro, especialmente en el ensayo de Alfonso y mi glosa 6.

 

Colaboraciones de las investigadoras Sílvia Cezar Miskulin y María Isabel Alfonso, quienes escribieron sus tesis doctorales sobre El Puente, aparecen en este libro. ¿Podemos esperar de ellas próximamente nuevos ensayos sobre El Puente?

JJ Barquet: Miskulin lleva más de diez años investigando y escribiendo sobre las políticas y prácticas culturales cubanas de los años 60 y 70. Dedicó su tesis de maestría a Lunes de Revolución y de ahí publicó en 2003 el libro Cultura Ilhada: imprensa e Revolução Cubana (1959-1961). Para su tesis doctoral estudió las Ediciones El Puente y El Caimán Barbudo y de ahí publicó en 2009 otro libro: Os intelectuais cubanos e a política cultural da Revolução (1961-1975). Además de estas tesis y libros, los cuales conozco prácticamente desde sus inicios pues hemos mantenido estrechos vínculos de trabajo por más de una década, Miskulin ha publicado artículos de temas afines en revistas y monografías, y últimamente se ha dedicado a estudiar la presencia de los intelectuales cubanos en la revista mexicana Vuelta. Para mi compilación, le pedí a Miskulin que, partiendo de su libro, elaborara un resumen de la trayectoria histórica de Ediciones El Puente.

A Alfonso la conocí primero por su tesis doctoral de 2007, Dinámicas culturales de los años 60 en Cuba: El Puente y otras zonas creativas de conflicto. Ha publicado varios artículos sobre este tema y ha estado enriqueciendo y actualizando la documentación, incluso oral, sobre este período. Para mi compilación le pedí que desarrollara algunas ideas generales de su tesis pero aplicándolas a la poesía y ejemplificándolas convenientemente. A partir de su primer borrador, tuvimos algunas conversaciones de trabajo.

A ambas les agradezco haber cumplido cabalmente con lo solicitado y es obvio que sus colaboraciones enriquecieron la sección crítica del libro, la cual se presenta de forma coral, como un diálogo entre sus textos y mis glosas y notas al pie.

Hay otro colaborador, unas veces explícito, otras implícito, y es Reinaldo García Ramos, quien generosamente ayudó con sus atinadas sugerencias y observaciones a los primeros borradores de la sección crítica del libro. A él también, muchas gracias. Y a ti, Luis Manuel, por tu lectura tan puntual del libro y por esta entrevista que me ha obligado a repensar y reordenar mis ideas sobre Ediciones El Puente.

 

“El Puente: la poética de la libertad”; en: Cubaencuentro, Madrid, 04/10/2011. http://www.cubaencuentro.com/entrevistas/articulos/el-puente-la-poetica-de-la-libertad-268902





El tiempo sin fronteras de la poesía

22 07 2011

“El mediodía vaga por las calles reprimiendo entre sus dedos alguna vaga esperanza” escribía Isel Rivero en el Canto Segundo de La marcha de los hurones (1960), a sus diecinueve años. Un libro precoz que marcó el arranque de las ediciones El Puente.

Quienes hayan apreciado aquellos versos, quedarán gratamente sorprendidos por el volumen Words are Witnesses. Las palabras son testigos (Editorial Verbum, Madrid, 2010, 168 pp.), que recoge su obra poética en inglés, escrita entre 1970 y 2008 e incluida en los libros Songs (1968), Night Rined her (1972) y Palm Sunday (1981), así como otros poemas no recogidos en libro o que han aparecido en un volumen colectivo.

La literatura de Occidente ha estado signada durante el siglo XX por un proceso acelerado de transculturación que, al cabo, ha creado literaturas posnacionales, híbridas, sin adherencia estricta a ningún corpus nacional. Cuba, con la sexta parte de su población en el exilio, es parte de ese proceso, aunque en buena medida las obsesiones nacionales se empecinan en no abandonar a buena parte de los escritores del exilio. No es el caso de Isel Rivero. Ella sabe que “siempre hay una puerta que/ cruzar una bestia atrapada clama al / cielo y solo el infierno escucha” (October Songs, III).

Edward W. Said, al referirse en Fuera de lugar (De Bolsillo, Barcelona, 2002, p. 377) a su identidad, sustituye la metáfora del árbol que hunde sus raíces en la tierra (que alimenta y encarcela el árbol) por “un cúmulo de flujos y corrientes” antes que como “una identidad sólida”. La nación de desterritorializa y se desacraliza, en palabras de Bernat Castany Prado (“Las nuevas metáforas identitarias de la literatura posnacional”, en Konvergencias, Filosofía y Culturas en Diálogo, n.º 9, año III, junio de 2005). Ya Claudio Magris proponía en El Danubio (Anagrama, Barcelona, 1997, p. 21) una concepción heraclitiana, líquida, de la identidad: “el río es por excelencia la figura interrogativa de la identidad, con la eterna pregunta de si podemos o no bañarnos dos veces en sus aguas”. Y Carlos Monsiváis ha denominado «posnacionalista» al proceso de crisis política, económica y cultural de su país, precedido, a fines de los 60 y principios de los 70, por una reformulación de las representaciones culturales de la nación.

En la poesía de Isel Rivero, temas, espacios, inquietudes, angustias, rebasan ampliamente las fronteras líquidas de la Isla y sus peculiares obsesiones. Ben Franklin escribe un poema en alemán sobre enchufes eléctricos; una agenda de Naciones Unidas convive con Virgilio (no Piñera) y Federico El Grande; los amores de Alfonso El Sabio; la muerte de Bellini, “demasiado hermoso para las mujeres / demasiado perfecto para los hombres”, a quien le sigue Frederic Chopin. El tono, la atmósfera, las referencias e incluso la cadencia del lenguaje encuentran una densidad, una mesura que nos remite a la literatura centroeuropea y anglosajona. Como Orlando, el Rey Demente, Isel Rivero “se levanta / de su trono / arroja el cetro / a la bruma humeante / y ríe”. Ríe de cualquier filiación que no sea la literatura misma, apela directamente a las esencias de la condición humana, no a sus disfraces folklóricos.

Según Christopher Domínguez Michael (“¿Fin de la literatura nacional?”; en: Reforma, Ciudad de México, agosto 21, 2005), “la extinción de las literaturas nacionales, al menos en América Latina, no será desde luego un proceso ni natural ni lineal. Implica la desmantelación de un concepto firmemente establecido en la academia, en la opinión pública, en el espíritu de muchos escritores aún ligados sentimentalmente al nacionalismo cultural. Contra lo que suele pensarse en el extranjero (y en México mismo), ese proceso de desarraigo arranca con el siglo veinte: la tradición cosmopolita es la tradición central —aunque no la única— de la literatura mexicana moderna”. Domínguez recuerda cómo la sociedad letrada de América Latina siempre se sintió el extremo occidental de la cultura occidental, de modo que narradores como Salvador Elizondo y Alejandro Rossi se desplazan con absoluta libertad por la literatura mundial; Sergio Pitol, Juan García Ponce, Hugo Hiriart o Fabio Morábito apelan a la literatura centroeuropea, y Borges se nutre de universos literarios completos.

En Isel Rivero este proceso es el natural desenlace de una temprana familiaridad con el inglés y de décadas de vida y trabajo en otras lenguas. No hay en ello nada impostado ni una boutade literaria al estilo experimental de los 60. La textura de las palabras es exacta en la lengua original, el inglés, a pesar de la excelente traducción en esta edición bilingüe.

En ella el tiempo continuó moviéndose en su propia dirección, ajeno a la memoria o la nostalgia, como en “Fin de lo ido”:

 

El reloj no detiene el sonido del movimiento

Un frío ronroneo de metal murmura tiempo aplaca

El vacío del cuarto una hueca necesidad de frecuencia

Que mide las pausas que nunca llegan porque

El reloj no se detiene para contar a quien

Dejó la habitación donde alguien aún sentado escucha

 

Quien pretenda escuchar esta poesía de Isel Rivero aún sentado en aquella habitación, pierde su tiempo. No sólo hay concentración, densidad y estilización, sino que aquella ansiedad, aquel sofoco de sus primeros poemarios, ha dado paso a una serenidad que no equivale a frialdad, como lo demuestran sus poemas de tema erótico.

“Me aferro al amplio espacio que tus hombros tienden hacia mis manos” (Night Rained her, IV), y en ello hay una verdadera poética: lejos de frivolidad o exabruptos procaces que, desgraciadamente, no escasean en ciertas obras de género, sus invocaciones a lo erótico son de una delicadeza extraordinaria. Se escucha de fondo un Jagdlied de Mendelssohn y “otra Eva baila / alrededor de la antorcha encantada” (Night Rained her, V). “Pero aún permanece un tiempo / un segundo de tiempo / astillado en millones de celdas de más tiempo / mientras me miras me pides que te mire una vez más” (Night Rained her, IX).

En la poesía de Isel Rivero, la obsoleta noción romántica de literatura nacional ha caducado felizmente a favor del universalismo del Siglo de las Luces. Como afirma Christopher Domínguez Michael, se cancela “la identificación romántica entre cultura y nación (…) [es] el fin de nuestra excepcionalidad”.

Pero el mejor indicio de esta trasmutación es el tiempo. El tiempo urgente, histórico, inmediato, de sus primeros poemarios, es ahora el tiempo inmanente de la poesía. La de siempre.

 

“El tiempo sin fronteras de la poesía”; en: Cubaencuentro, Madrid, 22/07/2011. http://www.cubaencuentro.com/cultura/articulos/el-tiempo-sin-fronteras-de-la-poesia-265796





Salto mortal hacia unos ojos verdes (del libro Recuerdos del olvido, 1992)

30 10 1992

Luis Manuel García Méndez; Recuerdos del olvido  (plaquette, cuento); Ed. Unión; La Habana, Cuba, 1992. 32 pp.

Portada Recuerdos del olvido 82

Tres cuentos sobre la nostalgia y sus acechos, el pasado siempre agazapado, esperando por un mínimo desliz de la memoria, el decursar del tiempo y su erosión a veces indetectable… hasta un día. Historias de hoy que pudieron ser escritas ayer, mañana.

Salto mortal hacia unos ojos verdes

Al perro que no tuve

(el paraíso perdido)

Carlitos se peina peina peina peina ante el espejo, tratando de que las ondulaciones del cabello se parezcan lo más posible a las que vio antes de ayer en una revista que llevaron a casa de Fiquito. Hace doce minutos que sustituye intentos fallidos por intentos fallidos, y no es sino ahora, cuando el nivel de exigencia ha descendido lo suficiente, que se conforma con ondulaciones más o menos aproximadas. Abre el escaparate y no encuentra la camisa de listas verdes, la que más grande le queda y, por eso, la que más le gusta. Al fondo hay un bulto de ropa por planchar. Lo levanta. Debajo está el viejo bozal de Tingo. Toma un momento entre los dedos las correas masticadas, verdosas de humedad y babas fósiles, y las deja en el mismo sitio. Abre el bulto y encuentra la camisa, como recién sacada de una botella. Él sabe que la vieja se la plancharía, nunca antes de arrearle un sermón, no uses más las camisas de tu padre, mira que después se pone bravo. Y prefiere plancharla él mismo. Más o menos. Mientras disimula, o por lo menos calienta las arrugas, continúa mirando el bozal dentro del escaparate abierto, y dentro del bozal ve a Tingo antes que tuviera bozal, cuando se conocieron a la entrada del zoológico. Alguna perra lo había parido en las inmediaciones y el cachorro se dio al vagabundeo entre los árboles copudos, evitando con un instinto envidiable las jaulas de los grandes felinos y el foso de los leones. Nacido varios días antes del ciclón Kate, Tingo alcanzó la sabiduría en materia de supervivencia aquella noche, cuando las ráfagas de 130 kilómetros por hora arrasaron la floresta y sufrió una experiencia irrepetible: llovían árboles. Bajo cada uno podía quedar su corta experiencia, espachurrada. Al día siguiente, cuando deambulaba, ciego de miedo y de ciego, como cualquier cachorro, entre las piernas de los humanos que intentaban evacuar cadáveres de árboles y apaciguar a las fieras nerviosas, alguien cayó al tropezar con él. Alguien que lo acarreó por una oreja, como un paquete, hasta la puerta, frente a la estatua de los venados, que ni se inmutaron. Alguien que lo lanzó a casi tres metros de distancia, a los pies de Carlitos, que había asistido esa mañana a curiosear los estragos del ciclón, avisado de que algo raro debía estar ocurriendo por los rugidos, relinchos, balidos, gruñidos, bramidos, graznidos, barritos, gamitidos, chillidos, rebudios, aullidos, silbidos, tauteos y mugidos de los animales. En lugar de fieras evadidas, cercos policíacos y fusiles con cápsulas de narcóticos, halló a Tingo, uno de los más raros estragos del Kate en todo el territorio nacional. Carlitos y Tingo, que aún no era Tingo, aunque ya era, se miraron exploratoriamente. Carlitos, desconfiando, con toda razón, de la pureza racial de Tingo. Tingo desconfiando, con toda razón, del género humano. Al fin depusieron sus desconfianzas y Tingo lo persiguió una cuadra. El niño miraba de cuando en cuando hacia atrás, momentos en que el perro se detenía y simulaba cierta indiferencia, que era su modo de precaverse. En una de esas retrovisiones,

Carlitos decide llevárselo a casa. Se detiene.

Tingo también.

Carlitos se acerca.

Tingo se aleja.

Carlitos lo persigue.

Tingo corre.

Carlitos se resigna. Regresa despacio.

Tingo sigue su huella a cierta y prudencial distancia, que no rebasa la esquina inmediata a la puerta por donde entra Carlitos para salir, minutos más tarde, con una escudilla en cuyo fondo yacen los restos de un litro de leche. La coloca en la acera y cierra la puerta. Otea desde la ventana, pero Tingo nota, receloso, la cabeza, y no se acerca a menos de seis metros. Carlitos termina aburriéndose y se va adentro. Media hora más tarde, descubre la escudilla vacía y los ojos agradecidos del perro desde la esquina. Dos días duró esa relación de enamorados lejanos, conciliados por una escudilla de leche. La distancia se fue acortando escudilla a escudilla, en la medida que se resignaban las dudas de Carlitos sobre la autenticidad racial de Tingo, y se disolvía en leche la desconfianza del perro. A la altura de la cuarta escudilla. Tingo permitió que Carlitos le pasara la mano y entró en la casa persiguiendo sus talones, asestándole inocentes zarpazos en tono de espérate espérate, repite Carlitos a su madre que lo llama ahora. Da los machucones finales a la camisa, desconecta la plancha y se sienta a comer, no con muchas ganas, porque teme llegar tarde. Adita Martínez, la niña más codiciada de 9º A, lo espera a las seis y media en la Fuente Luminosa, y lo último de lo último sería llegar tarde después de haber ensayado, durante casi dos meses, torpes invitaciones y tímidos halagos; más complejos que una escudilla de leche a la puerta de la casa. Casi dos meses inventando ante el espejo poses cautivantes, y preparando al acostarse discursos ingeniosos, amorosos, sabrosos y todo, menos empalagosos. Discursos que seducirían a Adita Martínez y le demostrarían que Carlitos es, efectivamente, el hombre de su vida. Discursos que más tarde serían abrumados, embrollados, reducidos a chorritos entrecortados de palabras; porque los ojos verdes de Adita tienen la propiedad de transmutar el torrente verbal de Carlitos en arroyos intermitentes de verano. Hoy no, hoy sí que no ─piensa y engulle sin pausas una cucharada tras otra (te vas a atragantar, muchacho), para no llegar tarde─. Corre a ponerse la camisa. Cierra el escaparate confinando a la oscuridad el bozal, confinando al Tingo que el bozal no ha olvidado, confinando sus recuerdos, y sale disparado. Chao, mima. Corre hasta la esquina, dobla la calle Reparto hacia Ulloa y desemboca por la calle Santa Rosa a la Avenida 26, que lo depositará, sano y salvo, cuatro minutos más tarde, en los ojos de Adita. Aunque no se da cuenta, porque ya son sus pies y no él quienes escogen el camino jalonado por la costumbre, es la misma ruta que tantas veces siguió con Tingo camino a la Ciudad Deportiva, aunque el trayecto de Tingo fuera una serie deshilvanada de meandros, lazos de pisadas anudándose y desanudándose a las piernas de Carlitos, como después perseguían juntos los flais en el campo corto, los roletazos y toques de bola, los batazos largos se va se va se fueeeee, por el center fil, y así llegaban bien cansados, sobre todo Tingo que, ignorante de las más elementales reglas del béibol, corría tras los jugadores, tras la pelota, tras el viento, tras las mariposas, tras sus visiones que a veces no tenían ni hilación con la realidad, ni con nada. Ese perro está loco, tú. Míralo. No te lo pierdas. Oye, Carlitos, mándalo a un sicólogo para perros. Seguro está enfermo de los nervios. Esa es la vieja tuya, que lo tiene quimbao. Porque Amanda detestaba a los perros y sólo le había consentido a Tingo con la condición de que no ensuciara (meara, cagara u otra conjugación), porque a mí nadie me considera, y además de aguantarles el reguero, con lo manganzones que están, el colmo es que venga un perro. Pero Carlitos no practicó la educación integral de Tingo. Le dejaba correr enloquecido, aunque a veces le echara a perder el juego, como cuando atrapó la pelota primero que él y mientras lo capturaban, les entraron tres carreras. Ganas me dan de tirar la pelota a jon con perro y todo. Pero era imposible convencerlo de que jugara banco. Cierta vez lo confinaron entre dos cajas vacías, pero los aullidos resultaron menos soportables que sus correteos por el campo corto. En el segundo ining tuvieron que soltarlo. Y en la casa sus meadas y otros embarres aparecían detrás del sofá, bajo la cama, al fondo de la cocina. Algunos destrozos de chancletas viejas fueron sobreseídos, no así los memorables zapatos nuevos de Amanda, que Tingo redujo a poco menos que huaraches pasándose por los dientes cada centímetro cuadrado de piel. Desde ese día, el odio teórico de Amanda se convirtió en lucha de contrarios sin unidad, contradicción antagónica insoluble por la vía pacífica. Desde aquel día Amanda advirtió: llévate el perro de la casa, porque si no, el día menos pensado. Y ese día fue la mañana siguiente de aquel otro cuando Tingo derribó de la mesita el búcaro favorito de la abuela; y apenas pudo escapar a la lluvia de insultos y escobazos, aprovechando la puerta entreabierta y un alto al fuego decretado por el cansancio de Amanda. A su regreso, Carlitos lo halló empapado, tiritando de aguacero y miedo, en la acera de enfrente. Amanda le advirtió que si no lo botaba sería peor, pero Carlitos no podía suponer. Ni siquiera le extrañó que a la mañana siguiente Amanda le dijera: Vete, vete corriendo, que vas a llegar tarde; yo le doy a Tingo la comida. A las diez de la mañana, la vaga inquietud tomó cuerpo de premonición, aún imprecisa, y Carlitos abandonó la escuela con un pretexto irrecordable, caminó de prisa las seis o siete cuadras hasta Tingo, echado a la puerta de su casa. Había algo inquietante en la posición del perro, yaciendo de flanco sobre la acera; en el hilo de saliva amarillenta que se descolgaba del hocico y ya había labrado un cauce que desembocaba en la calle. Carlitos se acercó con lentitud. Apoyó la carpeta contra la pared y empezó a pasarle la mano a Tingo por el lomo. Pero el perro no pareció reconocerlo. Abrió los ojos y lo miró con una pupila vidriosa donde pelotas, visiones y mariposas se habían apagado. Carlitos insistió en llamarlo, en acariciarle el lomo con tantos recuerdos compartidos, más que con las manos; pero Tingo le gruñó, por primera vez en tanto tiempo, por última vez en tan poco tiempo. Movió con trabajo el hocico y lanzó hacia la mano de Carlitos una dentellada desfalleciente que se quedó a mitad de camino. El retiró la mano y lo vio levantarse, temblando como de frío, aunque junio derretía el asfalto de las calles. Tingo echó a andar a trompicones, y en la esquina se detuvo convulsionado por un vómito verdoso que hizo saltar unas lágrimas sin lágrimas de sus ojos. La mano de Carlitos intentó una nueva caricia, pero el mordisco del perro le advirtió que ya Tingo no era Tingo, que los puentes habían sido levantados, que ahora el perro y él quedaban en dos orillas opuestas. Lo siguió calle abajo, viéndolo tropezar y tambalearse, viéndolo caer de vez en vez, acezante, cruzar a ciegas la Avenida de Puentes Grandes y salvar su lenta agonía entre chirridos de frenos y maldiciones de choferes. Las últimas cuadras de ese camino hacia la nada, el mismo que lo conduce hoy hacia los labios de Adita Martínez, la niña más codiciada de 9º A, las hizo Tingo entre chorros de saliva, vómitos y saltos torpes, porque la rigidez ya había hecho presa de sus patas delanteras. En la rotonda intentó bajar a la calle, pero sus patas lo engañaron y se desplomó al pie de la acera, con las mandíbulas contraídas, los ojos desorbitados como si intentara obtener a través de ellos no pelotas, ni visiones, ni mariposas, sino el aire elemental que los músculos petrificados le negaban. Al final, las contracciones lo hicieron saltar de un lado a otro como un pelele; los ojos giraron enloquecidos en las órbitas para detenerse, desmesurados, en una nube que debía estar muy muy lejos, porque esa mañana el cielo mostraba un azul sin accidentes, desleído por el Sol. Carlitos se sentó en el contén y dejó que sus lágrimas rodaran en silencio. Ni sollozos, ni espasmos que precavieran a los transeúntes. Durante media hora fue un niño descubriendo la muerte frente a un perro que no regresaría para explicársela. No tuvo valor para recoger el cadáver. Lo dejó allí mismo, en el sitio que Tingo había escogido; en el sitio que había escogido a Tingo para incorporar su muerte a los anales del asfalto. Durante los días subsiguientes evitó pasar por el lugar, y cuando volvió a verlo, ya el perro no era más que una calcomanía borrosa de la muerte, estampada por las ruedas de alguna rastra. Ya sus huesos, su piel, sus vísceras desecadas por el sol, se habían integrado al paisaje, como una naturaleza muerta (técnica mixta) ocupando un discreto rincón en el lienzo de asfalto.

(el paraíso cobrado)

Durante meses, Carlitos evitó caminar sobre el recuerdo de Tingo, sobre sus restos tatuados en la calle. Aún hoy, cuando ve a Adita esperándolo al pie de la fuente, sus pies eluden el lugar, encuentran otro cauce para alcanzar los ojos verdes, más húmedos que el chorro de la fuente, tan húmedos quizás como las mismas esperanzas de Carlitos. El discurso inaugural se reduce a una sonrisa y ¿quieres tomar helado? Rondan la fuente, se salpican, ella da un saltico hacia él como para no mojarse, como para salpicarlo con sus ojos, pero él no se da cuenta. Ella sí. Sabe que el salto fue mitad hidrofobia, mitad sabiduría no aprendida, ni premeditada; una sabiduría adquirida, quizás, en el código genético. Por eso es ella la que se sonroja. Sortean el tráfico y caminan junto a la verja de la Ciudad Deportiva. Ella desliza las manos por el alambre y de vez en vez se sacude de los dedos el polvillo de óxido. Él trata de alcanzar la eficiencia oratoria que ha venido preparando bajo la acuciosa mirada del Carlitos que habita en el espejo, el Carlitos que a esta hora se debe estar riendo como loco. Hay tramos de silencio, tramos de Matemática, Física, Español, tramos de playa, de fiestas, de canciones, amigos, bailes, revistas, mi familia y la tuya; hasta que llegan a la Ward. Naranja‑piña, mantecado, rizado de chocolate y cola. A ella no le gusta mucho, pero, bueno, está bien, si tú quieres. Un jimaguas. Y la naranja‑piña se reduce a un paladeo frutal y lejano, más que a la introducción para: Piña, naranja, y tú que pareces una fruta madura, ¿a qué sabes?, a todas las frutas juntas o mejor quizás, así debe saber una muchacha como tú, y ella sonrojada, tú eres tremendo, Carlitos, tú sí eres tremenda, y con lo que me gustan a mí las frutas, sobre todo las frutas que saben a todas las frutas y… Pero eso es lo que le dirá varias horas más tarde el Carlitos del espejo. No lo que fue, sino lo que pudo y no fue. Y ahora, a la salida de la Ward: ¿Quieres ir hasta el parque? ¿Cuál? El del pescado. ¿Tan lejos? No es tanto, chica. Mira: yo tengo que llegar temprano. Rápido. Rápido. Está bien, pero… Y caminan sobre las salpicaduras de luz y sombra, bajo los árboles que se interponen entre ellos y el cielo. Escogen el penúltimo banco, junto a la pequeña celda, de cara a los yerbazales indomados que se yerguen, más allá de la cerca, altaneros frente al césped domesticado. Tres minutos de conversación más tarde, Carlitos agota los temas que no le interesa tratar, y su lengua se niega a fabricar las palabras que sí quisiera decir, las palabras que Adita espera sin atreverse a provocarlas, y sin saber cómo. Carlitos se caga cien mil veces en Carlitos y, entre desesperado y náufrago en el océano de su incertidumbre, toma bruscamente la mano derecha de Adita entre las suyas y la aprieta fuerte, como para evitar su huida. Cierra los ojos, y se da cuenta de que ésto, más que una caricia, es una agresión. Entonces, con los ojos todavía cerrados, afloja lentamente la presión. Teme que ella diga algo, teme que la mano se le escape, como un pescado neurótico del chinchorro, como un sinsonte de la trampa, teme. Pero, aun liberada, la mano de Adita continúa allí y Carlitos siente que los dedos de ella se mueven, buscan el espacio entre los suyos, se trenzan. Cuando abre los ojos, ya las dos manos se han convertido en una mano de diez dedos, y los ojos de Adita están, más húmedos que nunca, muy fijos en los suyos. Caminan de regreso con las manos tomadas. Ensayan las caricias más torpes, las más inolvidables por eso mismo. Hablan de todo lo que saben y de lo que no saben, porque ya la lengua de Carlitos se ha recuperado de su parálisis momentánea, y defiende con fervor la música de Wamb, el heavy metal, los conciertos de rock del Ferretero, que él va a cada rato con su hermano; mientras Adita defiende con fervor a Roberto Carlos, las telenovelas y a José José. Qué va. Yo a ese José José sí que no lo resisto. Pues mira, que a mí sí… Pero ahora es distinto. Tú estás conmigo y en el Ferretero… ¿Qué? Que eso de oír a José José es una cheada y estando conmigo… Pues mira, fácil, yo soy una chea. Así que no estoy más contigo y ya. Y Adita echa a correr. Salta la calle hasta la fuente. Y de nuevo Carlitos se caga cien mil veces en Carlitos, pero ya está más entrenado y lo hace rápido, lo suficiente para alcanzarla casi de inmediato. Oye, chica, espérate. No seas boba. Sí. Soy boba por salir contigo y chea porque quiero. Oye, yo… Pero ella cruza casi sin mirar hasta la desembocadura de la Avenida 26. Justo antes de alcanzar la acera, Carlitos la retiene por un brazo. Mira, Adita, no seas boba. Suéltame. Si te suelto, te vas. ¿Y a tí que más te da, si yo soy una chea? Perdóname. No. Perdóname, chica. Oye a José José, y a Los Papines y a la orquesta sinfónica si tú quieres. Y a Roberto Carlos. También. ¿Y tú no decías que…? No. No importa. Yo te quiero así mismo (al fin me salió, coño). Entonces Carlitos la abraza, le toma el rostro y lo levanta hasta el suyo. Los labios de ella, cerrados, se unen por un momento a los de él, que trata de entreabrirlos como le dijo su hermano. Pero los de ella sólo se apoyan, contraídos. Y los senos pequeños titilan contra su pecho, y los muslos se apoyan en los muslos, y la piernas tiemblan, porque en ellas se refugian las precauciones que fueron desalojadas de la cabeza, el miedo que fue desahuciado del corazón. Y los pies de ambos, muy juntos, descansan sobre los restos de Tingo, que se diluyen en el asfalto, ahora que su recuerdo comienza a engrosar los neblinosos anales del olvido.