Primero fue esa manía que tienen las cañabravas de crecer bien al borde de los arroyos. Más tarde, cuando el hacha y el machete suprimieron su vocación por las alturas y las tajaronlongitudinalmente en piezas largas y acanaladas, fue la fidelidad de las cañabravas al agua más allá del hacha o del machete.
El campesino buscó manantiales de montaña, y a cada ojo de agua arrimó, con la cortesía de quien pide permiso, una cañabrava. Desde ese momento el lloro de los montes baja por las canaletas, salta, dobla, se escurre, vuela en los declives pronunciados, camina con andar de viejo pensativo en los tramos suaves, se escapa por alguna grieta. Chispea el agua en los recodos bruscos. Salpica la tierra donde una semilla de picuala o cañasanta abreva agradecida. Y aunque no lo parezca, siguen vivas para siempre las cañabravas, gracias a esa complicidad, a esa alegría contagiosa y secreta del agua, que canta en un idioma que sólo el viento, las cañas, el rocío y algunos, muy pocos, hombres comprenden. Aunque este rústico acueducto no sea eterno ni ponderable a los turistas, como los acueductos romanos, cañas abajo esperan por el agua en el bohío las cazuelas sucias del almuerzo, la garganta reseca del hombre que durante toda la mañana ha roturado la tierra. O quizás antes, a medio andar, encuentre el agua la sed del caminante, o se detendrá para que el pájaro trashumante beba unas gotas, humedezca sus alas y eche de nuevo a volar hacia el mundo.
“Caminos del agua”; en: Somos Jóvenes, n.º 99, La Habana, febrero, 1988.
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