No lo busquen en atlas escolares, ni siquiera en mapas medianos. Solo en mapas detallados asoma Cayo Caimán Grande su rostro tímido: una almendra de piedra lamida por la Corriente del Golfo, un guijarro de trescientos metros que dejó caer quizás algún gigante mitológico en el mar; cualquiera de estas definiciones sirve para imaginarlo, aunque lo de «grande» sea relativo. Lo es respecto a los caimancitos que lo rodean, entre ellos, al oeste, Cayo Caimán de la Mata de Cocos, donde lo más típico es que no hay ninguna mata de cocos.
Seis horas de mar
El agua, de un verdiazul para postal turística, sangra espuma en la herida de la proa. Arriba, el cielo blanqueado por un Sol que dan ganas de enlatarlo para enviarle a los esquimales. Siempre al nordeste, playas en que se pierde la noción común de arena y transparencia. Deslumbrados, avistamos el faro siete millas antes.
En el recorrido nos hemos detenido dos veces, aprovechando para nadar en aguas de seis brazas, con el fondo al alcance de la mano (parece); aunque en el último chapuzón la advertencia de un viejo pescador nos hace salir con cierta premura ‑‑no somos aficionados a nadar entre picúas.
Detalle curioso es un antiguo barco encallado años atrás, sobre el que se ha montado un centro de acopio pesquero y una procesadora de langostas. Sobre la cubierta despojada de grúas y mástiles, se halla la pequeña fábrica, como un injerto de tierra y mar.
María
A la salida del puerto, una mujer que ronda los cuarenta, con la sonrisa a punto siempre de dispararse en los labios, se incorpora al grupo. Después sabremos que María Suárez lleva a cuestas, con el heroísmo de todos los días, que es el más difícil, tres hijos y trece años de matrimonio con el teniente Evelio Cabrera Moreina, miembro fundador de las tropas guardafronteras (veintiún años, que no es poco), ex‑combatiente de la lucha contra bandidos en el Escambray y jefe del puesto de Cayo Caimán. Ha pasado estos trece años en los cayos mientras María hace de padre y madre, porque sabe que él ‑‑nunca voy a encontrar otro mejor‑‑ tiene su lugar de padre en el sitio más duro de la patria. Y nadie sabe quièn es más héroe, si el hombre o la mujer, porque son dos pechos para una sola medalla.
Ahora atraviesa con nosotros las seis horas de mar. María y Evelio hace quince días que no se encuentran.
Caimán de piedra
7:15 p.m.: El barco toca el muelle que se prolonga, como una lengua de hierro y madera, desde el islote calcáreo. A la derecha: el faro, un enorme caramelo a listas rojas y blancas. Al frente, en la misma cima, la torre y el edificio azul del puesto. En la escalera de hormigón que sube hasta el, un perro solitario nos husmea curioso. Pero apenas traspuesta la entrada, un puñado de jóvenes en perfecta formación nos ofrece la bienvenida, que es aún más cálida cuando se mezclan saludos y preguntas con sonrisas y asombro (nuestro) sobre la plazoleta de cemento rodeada por un cantero donde crecen, en este islote de piedra y sal, las más bellas plantas ornamentales, traídas desde Cuba, sembradas en tierra, (también traída desde Cuba!, y regada con agua ((nada menos que de Cuba!! La patana que la trae viene cada dos meses y se conserva en cuatro cisternas, ya que el cayo no posee agua dulce y aquí hasta la lluvia es un acontecimiento.
Después de la comida, conversamos con los combatientes: Héctor Cobiella, un viboreño que entró de cocinero y tuvo comiendo arroz crudo a toda la guarnición hasta que más o menos. José Manuel Artiles, de Santa Clara, que espera obtener la orden 18 e ingresar en arquitectura. Ramón Antonio González, que pasó de técnico en agronomía en su Esperanza natal, a guardafronteras.
Pocas palabras bastan para que se haga una brecha en el silencio y por ahí se evadan las anécdotas, los recuerdos, los chistes. Y es que la alegría de los veinte años puede ser el arma mejor engrasada.
Hablan del jefe recto pero justo, y en la voz no hay ni rastros de adulación. Solo respeto por el hombre, más que jefe.
Comentan que los únicos animales (irracionales) en el cayo son el perro curioso, y un guanajo peremnemente en celo ‑‑sin remedio‑‑, porque no hay ni mosquitos ‑‑tampoco los añoran‑‑, salvo cuando el viento del sur trae algo de «plaga» (tábanos, jejenes y hasta bichos sin nombre) desde los cayos vecinos.
Vuelve el jardín «que no se puede secar»‑‑son palabras de Evelio‑‑»por un problema de principios». Y regarlo con el fusil al hombro es casi un símbolo de esta especie de hombres horneados por la soledad, el peligro y la belleza.
Después de la televisión, nos ceden sus camas. Los baños impecables. El gesto codicioso de ofrecer, como antes compartieron con nosotros la ración sabrosa y abundante del guardafronteras.
Al día siguiente vamos juntos al muelle, y a la preciosa playita del este, donde se nada a diario. Pero además, nos enteramos por qué en Cayo Caimán el día comienza a las seis de la tarde.
Comienza el día
¿Qué hacer? Sería la primera pregunta para iniciar un día. Y es ésta la que lo inicia aquí. Solo que ocurre a las seis de la tarde y se denomina «cálculo operativo». Designan las misiones y los responsables: unos cocinarán y atenderán los equipos, turnos de guardia, limpieza, nadar, descanso, instrucción militar, clases políticas y deporte en un gimnasio construido por ellos. Cuando se disipa el humo de las fábricas, cuando se vacían las aulas y los arados abandonan la tierra, entonces comienza el día para los combatientes. Su mediodía es nuestra medianoche, y por eso regresamos sin tristeza, mar al sur, con la confianza de que en el archipiélago cubano, hay siempre alguien que no duerme.
“Cayo Caimán: el día que no cesa”; en: Somos Jóvenes, nº 67, La Habana, mayo, 1985.
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