Son las seis y cuarenta de la tarde. La hora precisa en que resuella la ciudad, después de contenerse la hemorragia: hombres y mujeres por las venas decapitadas de las oficinas, rumbo a la ducha, la tarea de los niños y el amor. Son las seis y cuarenta de la tarde para la tripulación del buque Océano Artico. La proa: su compás de distancia, mientras enfilamos el canal del puerto. Atrás quedaron las tareas de los niños y el amor. Quince mil quinientos caballos de fuerza empujan los sesenta y tres metros de eslora, los veintidós de manga, en busca de su viejo hábito: el azul. En el muro del malecón dos o tres parejas tempraneras estrenan alguna caricia y no vuelven la cabeza. Los autos van absortos en el tránsito; los niños, en sus juegos; los hombres del anfiteatro, en la cerveza. Y algunos pescadores de orilla saludan con el sedal donde pica siempre, si no pargos o chernas, al menos la paciencia. Las calles desembocan en nosotros y desaparecen. El Morro muestra sus costados hasta el 1843 sobre la frente. Rebasamos la boca. Puede que nosotros vayamos quedando cada vez más a proa o la ciudad a popa, no sé bien si del barco o los recuerdos. La Habana es ya un muro patinado por el orfebre de la tarde, donde el azul se acaba. Después, una guirnalda de luces que alguien ha colgado al final del paisaje. Y por último, una imagen precisa, cuidadosamente plegada en la valija aún a medio cerrar de los recuerdos.
Porque esta tarde es la Habana el nombre propio de la nostalgia.
“El nombre propio de la nostalgia”; en: Somos Jóvenes, nº 75, La Habana, enero, 1986.
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