Perdonen que sí me levante

1 11 2009

Recién publicado el número 51/52 de la revista Encuentro de la Cultura Cubana, cierra su oficina por falta de fondos la asociación homónima, que también publica desde el año 2000 el diario digital Cubaencuentro. Prácticamente todos los trabajadores nos hemos ido al paro, es decir, hemos pasado a engrosar la mayor empresa de España, el Instituto Nacional de Empleo (¿o de Desempleo?), el INEM, de modo que nuestro jefe es ahora el mismísimo José Luis Rodríguez Zapatero. Es la historia de una muerte anunciada. Durante muchos años, la asociación ha vivido entre sobresaltos del dinero que llega y no llega, del que prometen y el que cumplen, del que llega tarde y obliga a pedir un préstamo que luego se cobrará su tasa de gastos financieros. Y, al mismo tiempo, no se ha podido (sabido, querido) buscar fuentes propias y alternativas de financiación que cubrieran los huecos negros dejados por las subvenciones. Tras varios principios de infarto, llegó el infarto masivo. Lo milagroso no es que Encuentro cierre sus puertas, sino que haya durado 52 números y trece años con una calidad sostenida.

Sobrevivir sin apoyos institucionales es un deporte de riesgo para cualquier revista cultural del mundo que, por su propia naturaleza y limitado público, difícilmente podrá cubrir sus costes con anunciantes y suscripciones. La Revista de Avance publicó el 15 de septiembre de 1930 su último número, el 50, a los tres años de su nacimiento. Orígenes alcanzó los 40 números entre 1944 y 1956. (Más los dos números apócrifos, el 35 y el 36, que publicó en paralelo José Rodríguez Feo). Ciclón circuló entre 1955 y 1957, con un número epigonal aparecido en 1959, tras lo cual “dejó de existir (…) muerta de cansancio”, como diría en Lunes de Revolución Virgilio Piñera. Y se trataba de revistas hechas en la Isla, cerca de su público natural, y dirigidas a un mercado concreto, inmediato, lo que favorecía la prospección de anunciantes y sponsors.

Encuentro es, en cambio, desde su nacimiento, una revista sin país, o destinada a ese país virtual que es la diáspora y al país real que le cierra sus puertas y donde casi la mitad de su tirada ha debido circular clandestinamente durante todos estos años. También el diario se ha visto obligado a penetrar en la Isla por trillos y pasadizos de la red para eludir la censura. Era natural que así ocurriera. Tanto la revista como el diario nacieron y crecieron con una voluntad de diálogo entre la Cuba insular y la diaspórica, entre generaciones, estéticas, tendencias políticas, entre poetas, narradores y ensayistas, entre la academia y la creación. Y el gobierno cubano ha insistido durante medio siglo en el monólogo o en el diálogo monitoreado con mando a distancia desde la Plaza de la Revolución. Mediante el viejo sistema del palo y la zanahoria han intentado que los creadores de la Isla eludan las páginas de la revista y del diario. De conseguirlo, Encuentro se habría convertido en una revista más de y para el exilio. Para su desesperación, muchos de sus súbditos se proclaman ciudadanos, son alérgicos a la zanahoria y temen más a la autocastración que al palo. Basta recorrer nuestra nómina de colaboradores.

Desde que se conoció la noticia del cierre, no pocas botellas habrán sido descorchadas en el Ministerio de Cultura cubano y en el Comité Central. Con el alivio que supone sacarse una piedra del zapato, los funcionarios de la cultura (la unión de esas dos palabras es una verdadera aberración) dormirán mejor esta noche sabiendo que los jóvenes lectores de la Isla no serán corrompidos por textos de Carlos Victoria, Gastón Baquero o Reinaldo Arenas; ni violará su inocencia algún dossier sobre el papel de los militares en la Isla, la represión o las ruinas de La Habana; ni se pasearán por las calles de la ciudad los cadáveres de los balseros y de los fusilados en el Escambray y La Cabaña. Tampoco deberán temer que una nueva ola de represión tenga como respuesta una carta abierta firmada por cientos de los más prestigiosos intelectuales europeos y americanos.

Pero también se habrán descorchado botellas en algunos recintos del exilio. Encuentro ha sido acusado desde sus orígenes de ser una operación de la CIA (según el gobierno cubano) o de la Seguridad del Estado (según ciertos sectores del exilio). El cierre de nuestra oficina demuestra que las subvenciones de unos y otros no han sido suficientes. Y, hasta donde sabemos, no ha habido ofertas del KGB, ni del Mosad, del MI6 o de la Sûreté Nationale. La “pureza revolucionaria” que refrenda el monólogo se mira en el espejo de la “pureza contrarrevolucionaria” que refrenda el… qué casualidad. La supervivencia de ambos requiere un enemigo. Y para ambos, cualquier diálogo es perverso.

Aunque en ciertos corrillos del exilio (y del insilio también, why not?) puede haber otro ingrediente. Omar Torrijos contaba que a la entrada de un pueblo perdido de Panamá encontró el siguiente cartel: “Abajo el que suba”. Un enunciado a priori contra todas las políticas y los políticos (hasta que no se demuestre lo contrario) también podría servir de slogan al deporte nacional español y latinoamericano: la envidia. La diáspora cubana ha visto nacer y extinguirse a decenas, cientos de proyectos, muchos de los cuales habrían merecido mejor suerte. La persistencia de Encuentro ha hecho más difícil para algunos la digestión de esos fracasos. Otros han clamado por el cese de la financiación a Encuentro como si ello pudiera trasvasarse automáticamente en financiación propia. Y algunos han apelado incluso a la fórmula ejemplar de la envidia socialista: aquel hombre que sentado en la puerta de su casa ve pasar un flamante Mercedes Benz y desea de corazón que se estrelle en la próxima curva para que todos seamos peatones.

Claro que, financiación aparte, Encuentro y el diario no sólo han sido posibles por el empeño de un grupo reducido de personas, sino, y sobre todo, gracias a la generosidad de cientos de colaboradores que han alimentado el proyecto de más largo aliento durante estos cincuenta años de exilio. Su pérdida es también una pérdida para ellos y para los cientos de miles de lectores cubanos y no cubanos que han seguido ambas publicaciones.

Una revista cultural y un diario cubanos hechos en la diáspora, a base de subvenciones públicas y privadas y de un esfuerzo sostenido, están abocados a su desaparición. Pero soy portador de malas nuevas para los empresarios de pompas fúnebres. El muerto patalea.

Como comprobarán los lectores del diario, éste continúa saliendo. Los periodistas de Cubaencuentro han acordado continuar haciendo el diario ad honorem, desde sus casas y desde el paro –el trabajo voluntario no es monopolio del socialismo cubano–, a la espera de que una nueva fuente de financiación permita reanudar su publicación como hasta ahora. Y existe la posibilidad de que la revista regrese el año próximo de entre los muertos para enturbiarle los sueños a los funcionarios cubanos. De momento, siguiendo el ejemplo de los colegas de la red, yo me he comprometido a concluir el número 52/53, de modo que pueda imprimirse tan pronto existan fondos para ello. Sería lamentable que un número prácticamente terminado se quedara en manuscrito, sobre todo por respeto a los colaboradores que nos han confiado sus textos y a los lectores que nos han seguido durante trece años.

Que el número 52/53 sea o no el último depende del “azar concurrente”. Pero el azar también necesita ayuda.

«Perdonen que no me levante» es, posiblemente, el más conocido de los epitafios, que se atribuye a Groucho Marx. Aunque en su tumba del Eden Memorial Park de San Fernando, Los Ángeles, sólo figura su nombre, las fechas de su nacimiento y de su muerte (1890-1977) y una estrella de David. Parafraseando ese epitafio sin lápida, me gustaría inscribir hoy en la tumba provisional de Encuentro: “Perdonen que sí me levante”.

“Perdonen que sí me levante”; en: Cubaencuentro, Madrid, 2009

 

 





Travesías de la memoria

1 05 2007

Las tres novelas publicadas por Carlos Victoria[1], Puente en la oscuridad, La travesía secreta y La ruta del mago, tienen nombres viales: puente, travesía, ruta. Mientras, sus tres libros de cuentos[2], Las sombras en la playa, El resbaloso y otros cuentos y El salón del ciego, invocan instantes capturados con sus nombres de instantánea, de lienzo, de daguerrotipo. Y no se trata de meras casualidades. Con instantáneas y caminos el autor ha fabricado un mundo —cercano, doloroso, tan verosímil que cuesta vencer la tentación de buscar a César y a Adela en las calles, de abandonar unas flores sobre las tumbas de Enrique, de William, de Ricardo; de consolar a Abel, inquietarnos por el destino de Natán Velázquez, o alcanzarle a Marcos Manuel Velazco un par de analgésicos que le alivien la resaca existencial, o la otra.

Aunque obtuvo en 1965 el premio de cuento de El Caimán Barbudo, Carlos Victoria podría ser catalogado como “un escritor del exilio” (si eso existe, porque una definición de tal calibre sería tan engañosa como las nóminas culturales de La Habana). Según él confiesa[3], su obra publicada ha sido completamente creada (o, al menos, redactada, cosa diferente) fuera de la Isla. De lo escrito en Cuba sólo pudo recuperar tres libros de poesía y un par de cuentos. La Seguridad del Estado incautó el resto de sus manuscritos. Más tarde, lo escrito desde la salida de prisión, en julio de 1978, hasta mayo de 1980, lo quemó él mismo el día antes de abandonar la Isla: dos novelas inconclusas desaparecieron en minutos.

Trayectos

Sus tres novelas son verdaderos Bildungsromanen, especialmente, La travesía secreta y La ruta del mago, dado que Puente en la oscuridad es una suerte de búsqueda inversa, de retorno a la infancia en el intento de localizar a ese hermano elusivo que no sólo mantiene en tensión al lector, sino que desdibuja la frontera entre realidad, nostalgia y mitología. Independientemente de que Abel (La ruta del mago, 1997), Marcos Manuel Velazco (La travesía secreta, 1994) y Natán Velázquez (Puente en la oscuridad, 1993) tengan diferentes nombres, los tres podrían perfectamente componer un mismo Aprendizaje de Wilhelm Meister, desde la infancia de Abel hasta la torturada edad adulta de Natán, pasando por la juventud llena de preguntas, de caminos que se bifurcan, de tanteos sexuales, culturales y políticos, de Marcos Manuel. En contraste con las novelas de becados, de participantes, de personajes insertos en la maquinaria sociopolítica cubana, el adolescente Abel, que sufre una suerte de extrañamiento ante el paisaje de la flamante Revolución, el que ve pasar la manifestación y las consignas sin sumarse, da paso al Marcos Manuel que intenta encontrar respuestas personales, un espacio de libertad y un encaje auténtico en la sociedad, eludiendo por igual la marginalidad y el oportunismo, con lo que consigue la expulsión de la universidad, el desmoronamiento de una red de amigos cuando cada hilo se marcha a pescar por su cuenta, la cárcel y esa suerte de destierro que es el regreso a los orígenes. De ahí que encontremos a Natán ya en el exilio, donde ha obtenido otros grados de libertad, aunque tampoco encaje, aunque esté condenado a la búsqueda de un hermano que es la búsqueda de sí mismo. Novelas de aprendizaje que culminan en una novela de misterio que, a su vez, rebusca en los orígenes como si le fuera dado reeditar la historia. A lo largo de las tres, presenciamos los intentos de exorcizar a los mismos fantasmas: la soledad, el desarraigo y el difícil ajuste en dos sociedades que exigen su tributo, cada una en su propia moneda.

Temas insulares, jardines muy visibles

En la obra narrativa de Carlos Victoria, tanto en sus cuentos como en sus novelas, el autor explora las trastiendas de la realidad visible, los sótanos, los desagües donde la sociedad intenta ocultar/arrojar sus desechos. Recorrer su obra es asistir a una galería de personajes que, en el menos dramático de los casos, se mueven en los márgenes de la corriente, cuando no se trata de seres marginados y marginales, sumergidos en la bruma del alcohol o las drogas, o intentando bracear desesperadamente para escapar de ella. Seres que intentan ser ellos mismos y huir de la maquinaria estandarizadora que pretende cortarlos y editarlos de acuerdo al patrón de una presunta “normalidad”.

Tres son sus temas recurrentes, enlazados entre sí, son la intolerancia, la inadaptación y la huida. Sobre todo, la huida. En su obra todos huyen de algo. El exilio es apenas una de las expresiones de esa huida. Tres temas que no son cotos privados de nuestra insularidad transida de política.

En “El alumno de Lezama”, el viejo escritor ha sido marginado por su tibieza política mientras sus jóvenes amigos necesitan un sitio para ser ellos mismos, lo que presupone un espacio social donde ello les está vedado. En “El baile de San Vito”, la presión de la intolerancia social transita toda la historia, un punto de partida de la desgracia nacional traducido en asuntos de familia. Un personaje intenta una y otra vez huir del país, otros han decidido quedarse y aspiran, apenas, a sobrevivir o medrar, el hombre huye de la camisa de fuerza en que se ha convertido el hogar, y la mujer pretende apuntalar la estructura doméstica ante la inminencia del derrumbe. La censura presente en “Dos actores” y la intolerancia, traducida en prisión, ante la “conducta impropia” de un recluta homosexual, en “Liberación”. En “Ana vuelve a Concordia”, a primera vista nos parece descubrir cierto rechazo social del cubano residente en la Isla al que viene “de afuera”. Página tras página, se nos revela que el presunto rechazo es la cáscara engañosa de la propia frustración. El hijo pródigo que regresa es el recordatorio de que nosotros también pudimos hacerlo, de que también podríamos estar regresando. Tanto en “El Armagedón”, con su mirada a la cárcel, como en “El resbaloso”, “El novelista” y “La estrella fugaz”, está presente, directa o indirectamente, esa fuerza oscura que obliga a huir a los personajes. Y, en los dos últimos, se evidencia que esa intolerancia, capaz de actuar como desencadenante, no es exclusiva del totalitarismo insular, sino que se extiende a esa sociedad adonde han ido a parar muchos personajes acarreados por la resaca. Tanto en una como en otra, “varios se encuentran doblemente marginados”[4].

Puede que la persistente vocación literaria de Carlos Victoria, los accidentes y obstáculos que ha salvado para construir su narrativa —desde las acusaciones de “diversionismo ideológico”, la prisión y el secuestro de manuscritos, en Cuba, hasta la falta de apoyos institucionales, en el exilio, que lo ha condenado a trabajos alimenticios y a la lenta edificación de su obra (sin descontar el efecto bienhechor de este tempo de factura)—, todo parece propio de sus personajes. De alguna manera, Carlos Victoria es el primer personaje de Carlos Victoria, y no necesita siquiera disfrazarse, como en el cuento “Halloween”.

Si la intolerancia es la causa, el tema que está en el origen de su narrativa, el efecto más visible en su obra es la inadaptación, el desarraigo. Liliane Hasson[5] afirma que

(…) la inconformidad caracteriza a la mayoría de los personajes, tan inaptos [sic] como inadaptados para vivir en la sociedad que les ha tocado en suerte, sea en la Cuba revolucionaria, sea en Miami (…) Ciertos personajes son impotentes, unos luchan por mantenerse a flote, algunos se refugian en la bebida o en otras drogas, en el sexo, en la locura, hasta en el suicidio. Otros más buscan el apoyo de la religión, del misticismo, de la especulación filosófica, de la cultura…

Reinaldo García Ramos[6] señala con qué frecuencia los personajes son ex alcohólicos, muchas veces como protagonistas o narradores. Y Carlos Espinosa[7] habla de «páginas de marcada impronta generacional (…) de vidas tronchadas [que] tiene mucho de exorcismo”.

La angustia del desarraigo y la marginalidad es el medio natural donde se mueven Marcos Manuel Velazco, en Cuba, y Natán Velázquez, en Miami. Desarraigo en tanto que personajes excéntricos (descentrados) de una norma vital que les impone un “comportamiento”, una moralidad. La misma angustia del desajuste, de la incapacidad del “amoldamiento” transita toda la cuentística de Carlos Victoria. Un desarraigo que asola por igual a los personajes de la Isla y del exilio. Evasión, droga y alcohol, con su correspondiente ricorsi: curas de desintoxicación, seres al borde de la recaída.

Reinaldo García Ramos[8] también menciona entre los temas recurrentes de Carlos Victoria “el desamor, tanto genital como filial, y el carácter amorfo y ambiguo, fluctuante y frágil, de la amistad entre hombres jóvenes”. Más que desamor, yo hablaría de amor interruptus, imposible, amor siempre reintentado pero que no consigue fraguar por muchas razones —la locura, el alcohol, la distancia, el desconocimiento, la incapacidad de renunciar a una parte del propio yo, la duda.

El último tema en esa cadena de relaciones causa-efecto, y que se constituye, a su vez, en un generador adicional de desarraigo, extrañamiento, desajuste respecto a una nueva realidad “normalizada”, es el exilio. El momento preciso de la ruptura, cuando el protagonista decide, como Marcos Manuel, ser un espectador de la realidad insular, pero desde esa platea alta que es el exilio, es recurrente en sus cuentos. Un exilio que no es sólo ese espacio físico de la diáspora, esa patria de repuesto, especialmente Miami. El exilio puede ser La Habana; puede ser todo tiempo presente, en contraste con esa patria vívida que es la juventud y la infancia; puede ser el alcohol, como en “Pólvora”, cuando la evasión hacia el territorio prohibido permite que la mujer vuelva a ser hermosa, y el hombre, guerrero, y que los jóvenes tengan fe en ellos mismos, los callejones sean avenidas y las casas apuntaladas se yergan. El exilio puede ser la muerte; como puede ser una forma del exilio la noche o la literatura; excepto el propio cuerpo, ese refugio último.

Carlos Espinosa[9] anota que la realidad de la cual se nutre Victoria es la cubana, la de la Isla y la de Miami, la del exilio interior y la del exilio físico. Habría que subrayar que los avatares de la “exterioridad”, tienen en él un valor desencadenante. Los verdaderos exilios son esas huidas interiores a las que parecen propensos muchos de sus personajes, una suerte de respuesta transgresora a las presiones de la realidad exterior. Reinaldo García Ramos[10] califica a toda su obra como “la crónica del exilio en los años posteriores a Mariel”. Pero Carlos Victoria es el cronista de su intimidad. Los acontecimientos, las noticias, la sociedad, el entorno, son los toques a la puerta. El autor está tratando de saber qué ocurre dentro de la habitación cerrada. Marcos Manuel Velazco transita 477 páginas intentando delimitar las coordenadas de su propia geografía.

La complejidad de sus personajes se traduce con frecuencia en ambigüedad o ambivalencia. La “perdonabilidad” del delito en “El abrigo” y “En el aserradero”, donde robar es apenas un acto “inconveniente”. El sinuoso curso de una vida en “Un pequeño hotel de Miami Beach”. La escabrosa relación con una prostituta ladrona en “La franja azul”. La ambigüedad sexual en “El atleta”, en La travesía secreta, en La ruta del mago, y, desde luego, la ambigüedad por excelencia que campea en “El resbaloso”, uno de sus cuentos más inquietantes. Ese resbaloso que deambula por la ciudad, posible alter ego del escritor, inasible, intocable, fisgoneando la vida ajena sin un propósito definido. Perseguido por la policía y por los vecinos. Nadie sabe exactamente por qué. Nada ha robado. A nadie viola o agrede. Es, al mismo tiempo, el señor de los apagones, la subversión que se oculta en la sombra, inatrapable para guardas, policías, cederistas, porteros de hoteles. Es el espíritu de la noche en la ciudad que se deshace, la ciudad que evoluciona con cada derrumbe hacia un recuerdo de la ciudad. La ciudad que se conjuga en pasado en una suerte de viaje a la semilla. La ciudad cuyo espíritu es, posiblemente, esa mujer ciega y sorda que al final, en el momento del cataclismo, dice “abur”. Una ambigüedad que, en sus novelas, se traduce en búsqueda de las claves de futuro (La travesía secreta y La ruta del mago) o de las claves del pasado (Puente en la oscuridad), aunque las conjugaciones son engañosas. Las encarnaciones de Carlos Victoria en sus personajes, en especial, en sus novelas, una verdadera trilogía con un solo protagonista heterónimo, son incapaces de sumarse, de desaparecer disueltas en una marcha del pueblo combatiente o en la marea humana de un centro comercial; de modo que su pregunta es siempre la misma: quién soy, qué hago aquí, hacia dónde voy. La ambigüedad es la materialización de la duda.

Historias inquietantes donde el juego de transgresiones es continuo: “El novio de la noche”, “Pornografía” —en ese ambiente sórdido donde resulta casi natural que el protagonista prefiera masturbarse con la foto de la mujer, a acostarse con ella—. “La ronda”, una historia irreal que anuda bajo un flamboyán la noche, el sexo y la muerte, y que se aloja en nuestra memoria con la persistencia de aquella alimaña a la que se refería Cortázar y de la cual resultaba imposible librarse. Quizás por esa fascinación que todos sentimos por lo oscuro, lo sórdido, lo distinto. O esa multivalencia en la vida de “El novelista”, acerca del cual Benigno Dou[11] invoca esa “dimensión extraterritorial donde el creador tiene patente de corso para saquear los restos de los naufragios humanos”.

Aunque es cierto que “los protagonistas son volubles”[12] y sus modales son (a veces) contradictorios, no coincido con Liliane Hasson en “que aparentemente rayan en la incoherencia”. Por el contrario, hay en sus acciones una lógica conductual perversa, excéntrica, desplazada de una presunta “norma social”, pero lógica al fin, compelida por experiencias vitales cargadas de frustraciones, desajustes, extrañamientos. Los personajes de Carlos Victoria, como su travesti o sus invitados a la fiesta de Halloween, tienen muchos rostros, muchos maquillajes, varias facetas no siempre bien avenidas. Son poliédricos, humanos. Desde luego que, como señala la ensayista francesa, “son varios los Marcos, las Sofías, los Elías, desparramados en las obras; el mismo Abel, protagonista de La ruta…, ya aparecía en el cuento “El repartidor”[13], subrayando así la ambigüedad como clave necesaria en su universo narrativo, lo cual, desde luego, no nos permite concluir que “un escritor que recalca la ambigüedad y evoca las dudas que le asaltan no puede ser polémico ni político”[14].

Si habláramos de la presencia de claves políticas, los textos de Carlos Victoria me recuerdan la famosa respuesta de Augusto Monterroso: “…todo lo que escribí era un llamado a la revolución, pero estaba hecho de manera tan sutil que lo único que logré a la postre era que los lectores se volvieran reaccionarios”[15]. Y, desde luego, si dependen de la absorción de un mensaje explícito, los lectores de Carlos Victoria pueden volverse lo que les venga en gana. Es cierto que en su obra no hay “resentimiento ni énfasis en la denuncia política”[16] y que “aun en aquellos relatos y novelas donde los personajes se mueven con desgarramiento, Victoria deja que su voz sosegada los contamine”[17]. Y aunque, efectivamente, ”dista mucho de ser comprometida”[18], al menos en la más común acepción del término, estamos frente a una literatura políticamente incorrecta. Incorrecta para casi todos los bandos y facciones de la política: virtud añadida.

El desmoronamiento de un mundo y la aparición de otro donde cruzan turbas de extras coreando consignas, y donde basta ponerse un recién planchado uniforme de miliciano para ponerse una recién planchada moral; doblez, engaño, juego de apariencias, derogación de viejos códigos e implantación de un marxismo reducido a cómic (La ruta del mago). El grado, la profundidad de la miseria cubana devenida modo de vida, tragedia permanente, que traspasa un cuento como “El abrigo”. Esa existencia trágica, epigonal, marginada por el poder y apenas aceptada por las nuevas generaciones sólo por conveniencia en “El alumno de Lezama”. “El baile de San Vito”, que resume en asuntos de una familia la desgracia nacional. La historia de Julio, con su nombre de mes cálido y cuajado de mártires que, en “Liberación” terminó en la cárcel por enamorarse de otro hombre. La presencia densa de la censura en “Dos actores”. La cárcel por razones de fe en “El Armagedón”, el robo, “En el aserradero”. La tragedia, en La travesía secreta, de un adolescente incapaz de tragar con resignación bovina el pasto seco de la ideología precocinada que se le sirve como único menú posible. Todas son historias que fotografían a contraluz la erosión causada en la condición humana por el proceso político cubano, una denuncia más a fondo, más a la raíz, que cualquier diatriba coyuntural y suculenta en adjetivos disparados contra las ramas.

Y, por otro lado, esa vida que se desmorona en “Un pequeño hotel de Miami Beach”; la mujer que se refugia en sí misma en “Ana vuelve a Concordia”; la inadaptación de escritores doble o triplemente exiliados en “La estrella fugaz”; la dura vida cotidiana en “El repartidor”; la desolación que transita “Las sombras de la playa”, y la marginalidad en “La franja azul”, “El novio de la noche”, “Pornografía”, y, sobre todo, el buceo en las cloacas de la sociedad miamense que es “El novelista”; la incapacidad adaptativa de Natán Velázquez a una sociedad (de y para el) consumo, sucedáneo hedonista de la ideología, su búsqueda de claves, de asideros en el pasado, el desfile de vidas fracturadas, solitarias. Todos ellos son un muestrario de la otra cara de ese exilio próspero frente a la crisis perpetua de la Isla. Una vivisección de la otra Cuba. La narrativa de Carlos Victoria sólo es política en la medida en que ello es la “actividad del ciudadano cuando interviene en los asuntos públicos”, como reza el diccionario de la Real Academia.

 

El ecosistema Carlos Victoria

Tiene razón Carlos Espinosa cuando declara que Victoria ejerce el “desplazamiento Cuba-Miami, a veces poético, a veces real”[19], corroborando al autor, quien ha declarado: “Yo nací y viví treinta años en Cuba, y eso es parte vital, para bien o para mal, de lo que soy. Pero al final lo que queda es la obra, que si es valiosa opaca la nacionalidad e incluso la vida del autor, aunque éstas estén implícitas de alguna forma en cada página”[20]. Si nos pidieran delimitar geográficamente el coto de caza literario al que acude Carlos Victoria, tendríamos que dibujar una parcela que va de Camagüey a La Habana y que termina en los suburbios septentrionales de Miami. Pero esa sola parcela es insuficiente. Carlos Victoria hace también

(…) una literatura de la transmutación y hasta de la transmigración. Tocados por una suerte de ubicuidad trágica estamos en dos sitios a la vez. Y por lo mismo no estamos en ninguno. “Un pequeño hotel en Miami Beach” puede estar situado en un extraño paraje donde el personaje al doblar Collins Avenue entra en las calles Galiano y San Rafael, en La Habana[21].

La geografía de Carlos Victoria es incierta, dubitativa, los personajes transitan de un paisaje a otro sin pausas. Pero es aun más sutil: viven en Miami con el mismo gesto de habitar La Habana. A ello contribuyen los tránsitos dictados por el autor, y donde unos pocos recursos de la literatura fantástica, estratégica y discretamente dispuestos, consiguen de soslayo que, sin forzar el tono, el lector sienta la “naturalidad” de esas transmigraciones. Pero no es, de cualquier modo, una literatura acotada por la geografía. Sin dejar de ser cubanos, sus personajes y sus entornos, los conflictos que aquejan a los habitantes de sus ficciones resultan familiares a cualquier hombre, especialmente a aquellos que han padecido dictaduras y destierros, es decir, a la tercera parte de la humanidad. Y, seguramente, son más exactas para ubicar el hecho literario estas coordenadas de la sensibilidad y la imaginación, que meros paralelos y meridianos acotando la página.

Desde luego que no se puede hablar de un ecosistema Carlos Victoria sin referirnos al estilo y al idioma. Lejos del “repentino extrañamiento”[22] del cuento breve, al que se refería Cortázar como un objeto literario que “no tiene estructura de prosa”[23], los de Carlos Victoria —que tuvo a Cortázar como uno de sus primeros “amores literarios”­— se acercan a aquel “relato demorado y caudaloso de Henry James, ‘La lección del maestro’ [donde] se siente de inmediato que los hechos en sí carecen de importancia, que todo está en los hechos que los desencadenaron, en la malla sutil que los precedió y los acompaña”[24]. Quizás porque “el autor no se ciñe a una anécdota clásica, sino que deja la acción en esa especie de interregno en tono menor en que ocurren las historias de Pavese, de cierto Hemingway”[25]. En este territorio encaja perfectamente la trivialidad de algunos de sus argumentos: el abrigo del cuento homónimo, la vida insulsa de “La australiana”, el televisor de “La franja azul”, el trago que se prepara en “Pólvora”, los argumentos alrededor de los cuales se articulan “Las sombras de la playa” y “La estrella fugaz”. Meras excusas argumentales bajo las cuales se construye la verdadera historia. Un procedimiento que explica el tempo de los cuentos, así como su carácter protonovelístico, porque, ciertamente, en ellos ”hay voces que claman por espacios más amplios. Victoria, sin duda, es un cuentista que trabaja con los planos de un novelista”[26], “cuentos que se integran en un continuum como piezas de un rompecabezas”[27]. Es como si Carlos Victoria quisiera corroborar con su obra que “un cuento es significativo cuando quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual que ilumina bruscamente algo que va mucho más allá de la pequeña y a veces miserable anécdota que cuenta”[28]. Algo que fragua en sus tres novelas, especialmente en La travesía secreta, la más ambiciosa, donde las aproximaciones de sus cuentos se enlazan creando una corriente narrativa que fluye a la manera de esos ríos de llanura, superada ya la adolescencia de los barrancos, depuradas sus aguas por el largo tráfico entre las piedras.

“Recios y perfectos” llamó a sus cuentos Reinaldo Arenas en la contraportada de Las sombras de la playa, y “precisos mecanismos de relojería”[29], apostilló Benigno Dou, para aclarar a continuación: “Esta economía de recursos (…) puede confundir a más de un lector en busca de una gratificación literaria inmediata. Nada más fácil que confundir la falta de adorno con la desnudez, la mesura con la timidez, la ambigüedad calculada con la falta de audacia literaria”. La concisión, incluso la escueta narración de los hechos, sin demasiados sobresaltos formales —”Las sombras de la playa” es, posiblemente, una de las pocas, aunque feliz excepción— responden a una intención explícita del autor, quien ha admitido: “estoy dispuesto a experimentar siempre que eso responda a una necesidad de la narración”[30]. Ni más ni menos. Sí pueden detectarse incursiones de la dramaturgia en su narrativa: “el ritmo de los numerosos diálogos, los desplazamientos de los personajes, los escasos lugares o, mejor dicho, decorados donde se desarrollan las escenas claves”[31], así como la presencia del cine, tanto en su técnica (la sucesión de planos a lo largo de los cuales se desarrolla “El novelista”) como las referencias al cine en tanto que locación de escenas eróticas, llegando a ocupar el centro del espacio narrativo (“Pornografía”). La ausencia de lo fantástico o la mesura experimental podrían conferir a la narrativa de Victoria una textura excesivamente lineal, peligro conjurado en Puente en la oscuridad y La travesía secreta por oportunas irrupciones de lo onírico, los delirios del alcohol y la droga, la locura y lo sobrenatural, más que lo religioso cuya presencia queda apenas en los desvaídos recuerdos de infancia y en el plano filosófico.

El ecosistema Carlos Victoria termina de fraguar en el idioma. Lejos por igual del barroco, sobre todo de Lezama o Sarduy, y de la prosa majestuosa, por momentos hierática, de Carpentier, de la oralidad desbordante de Cabrera Infante y del atropellado discurso narrativo de Arenas, la contención de Victoria es, justamente, la búsqueda de una prosa al servicio de la historia. Una prosa contenida, equidistante, que rehúye tanto el desaliño como la pirotecnia. Una concisión, una desnudez que ya constituyen un estilo propio, una sobriedad que bien podría proceder, como bien dice Emilio de Armas[32], de “la sencillez expresiva de la [literatura] norteamericana”.

No hay en esta narrativa la procacidad explícita que algunos pretenden traficar como lo genuinamente cubano. Por el contrario, la justa dosificación, la negativa a la experimentación gratuita, y, posiblemente, el que su “idioma cubano” creciera en el tránsito Camagüey-La Habana-Miami, con el añadido de todos los castellanos adventicios que pueblan la oralidad de su ciudad adoptiva, han conformado una norma lingüística ajena a los localismos, aunque, con un finísimo sentido de la pertenencia y transitada por oportunos cubanismos: un goteo que, sin abrumar, establece coordenadas idiomáticas difíciles de pasar por alto. Si, como decía Borges, no cabe la menor duda acerca de la naturaleza árabe del Corán, dada la ausencia de camellos en sus páginas, la ausencia de aseres y jevas es prueba suficiente de cubanía (si es que eso constituyera un valor añadido) en Carlos Victoria.

Subrayo la intencionalidad del autor en conseguir esa prosa subalterna a la sustancia narrativa, pero como lector echo de menos, por momentos, ciertos sobresaltos de la palabra que suelen otorgar relieve. Aunque posiblemente sea una deformación profesional, síntoma de nuestra desmesura.

La verdad sospechosa

Ya en abril de 1987, en una conferencia dictada en La Sorbona, Reinaldo Arenas calificaba las primeras obras de Carlos Victoria, entonces inéditas, como “una especie de lucidez desolada”, y subrayaba lo que tenían en común, a pesar de sus diferencias, los escritores cubanos del exilio[33]. En 1999, Jesús Díaz alababa a Guillermo Rosales y a Carlos Victoria por haber inventado “un Miami littéraire[34], y Olga Connor[35] cita al segundo como ejemplo de una literatura del exilio, al contrario que autores surgidos en Cuba o que, aun exiliados, “sólo escriben sobre Cuba”. Es comprensible la necesidad que tiene un exilio sangrante de verse reflejado en un corpus artístico o literario que le pertenezca (cierto orden de manipulación política de la cultura no se detiene ante la palabra “pertenencia”). Pero se trata de esa misma manía patentada por el totalitarismo de escoger el arroz de la cultura, apartando los granos malos y las piedras (los otros) del arroz limpio (los nuestros). Los propios escritores de Mariel, aun cuando blasonaran de cierto espíritu generacional, gregario, mantuvieron su no pertenencia en tanto que escritores sin propietario. El propio Victoria afirma: “A la larga ‘las literaturas’ no importan, lo que queda es la obra individual de los buenos escritores, que más que pertenecer a una literatura, tienen un nombre y un apellido”[36].

En cuanto a su estilo, Victoria explica[37]: “busco una distancia y a la vez un acercamiento. El acercamiento viene de que sólo escribo cosas que para mí resulten significativas, en un sentido vital, afectivo o emocional. La distancia viene de que al escribir freno la emoción y el afecto. Me interesa ese contraste”. Quizás el autor esté revistiendo de intencionalidad lo que es una necesidad vital, una emanación de su personalidad, cuando “la capacidad de escribir se convierte en una especie de escudo, una manera de esconderse, una manera de transformar el dolor en miel demasiado instantánea”[38].

La autenticidad no es un valor literario en sí misma. La autenticidad en su lectura lineal, de fidelidad a una circunstancia, de reflejo exacto, tiene valor para las calidades del azogue, de la historiografía o del testimonio, pero la naturaleza de la literatura es más elusiva. En ese sentido, cualquier “autenticidad” constatable puede falsear la veracidad literaria, algo de lo que se cuida Carlos Victoria facturando una narrativa atenta a las exigencias de los personajes, permitiendo que crezcan a su manera, prestando oído a la historia que se va construyendo, aunque contradigan el guión, las premeditaciones argumentales. Liliane Hasson[39] nos cuenta que, en 1993, evocando los días que precedieron a su salida por el puerto de Mariel, el propio escritor aclaraba que la literatura, para él, “significa sobre todas las cosas autenticidad. Y mi gran interrogante en abril de 1980 era si fuera de mi patria lo que yo escribiera podía seguir siendo auténtico”. Algo que, sin dudas, ha conseguido, si entendemos la autenticidad como veracidad literaria, desgarramiento. Y el lector atento detecta de inmediato cuándo la obra ha sido tasada en balanzas trucadas, cuándo el escritor ha puesto, como decía D.H. Lawrence en Morality and the novel, “el pulgar en el platillo para hacer bajar la balanza de acuerdo a sus propios gustos” y cuándo ha respetado lo que para él era “la moral en la novela”: “la temblorosa inestabilidad de la balanza”.

Travesías de la memoria”; en: Encuentro de la Cultura Cubana; Carlos Victoria en persona, n.° 44, primavera, 2007, pp. 34-43.


[1] Puente en la oscuridad (Premio Letras de Oro, 1993); Instituto de Estudios Ibéricos, Centro Norte-Sur, Universidad de Miami, Coral Gables, EE. UU., 1994. La travesía secreta; Ediciones Universal, Miami, 1994. La ruta del mago; Ediciones Universal, Miami, 1997.

[2] Las Sombras en la playa; Ediciones Universal, Miami, 1992. El resbaloso y otros cuentos; Ediciones Universal, Miami, 1997. El salón del ciego; Ediciones Universal, Miami, 2004. Reunidos en Cuentos, 1992-2004; Ed. Aduana Vieja, Cádiz, 2004.

[3] Armengol, Alejandro; “Carlos Victoria: oficio de tercos”; en Linden Lane Magazine; enero, 1995.

[4]Hasson, Liliane; Carlos Victoria, un escritor cubano atípico, en Reinstädler, Janett y Ette, Ottmar (coordinadores); Todas las islas la isla: nuevas y novísimas tendencias en la literatura y cultura de Cuba, Iberoamericana, Madrid, 2000, pp. 153-162.

[5] Ob. cit.

[6] García Ramos, Reinaldo; “La playa se ilumina”; en Stet, n.º 6, 1993.

[7] Espinosa, Carlos; El peregrino en comarca ajena; Society of Spanish and Spanish-American Studies, University of Colorado, Boulder, Colorado, 2001.

[8] Ob. cit.

[9] Ob. cit.

[10] Ob. cit.

[11] “Como precisos mecanismos de relojería”; en El Nuevo Herald, 16 de noviembre de 1997, p. 3E.

[12] Hasson, Liliane; ob. cit.

[13] Íd.

[14] Íd.

[15] Bianchi Ross, Ciro; Voces de America Latina; Ed. Arte y Literatura, La Habana, 1988, pp. 234‑35.

[16] Espinosa, Carlos; Ob. cit.

[17] Gladis Sigarret citada por Cardona, Eliseo; “Narrativa centrada en dos geografías”; en El Nuevo Herald, 16 de noviembre, 1997, p. 3E.

[18] Hasson, Liliane; ob. cit.

[19] Ob. cit.

[20] Armengol, Alejandro; ob. cit.

[21] Hasson, Liliane; ob. cit.

[22]Cortázar, Julio; Del cuento breve y sus alrededores; Ed. Monte Ávila Latinoamericana, Caracas, 1993.

[23] Íd.

[24] Cortázar, Julio; “Algunos aspectos del cuento”; en Selección de lecturas de investigación crítico literaria; Facultad de Artes y Letras, Universidad de La Habana, La Habana, 1983, p. 153.

[25] García Ramos, Reinaldo ; ob. cit.

[26] Rubén Ríos Ávila citado por Cardona, Eliseo; ob. cit.

[27] García Ramos, Reinaldo ; ob. cit.

[28] Cortázar, Julio; Algunos aspectos del cuento; en ob. cit, pp. 147‑148.

[29] Dou, Benigno; ob. cit.

[30] Armengol, Alejandro; ob. cit.

[31] Hasson, Liliane; ob. cit.

[32] De Armas, Emilio; Reseña sobre Las sombras de la playa; septiembre, 1992.

[33] Hasson, Liliane; ob. cit.

[34] Íd.

[35] “Victoria en lo interior”; en El Nuevo Herald, 20 de septiembre,1992.

[36] Cardona, Eliseo; “Narrativa centrada en dos geografías”; en El Nuevo Herald, 16 de noviembre, 1997, p. 3E.

[37] Armengol, Alejandro; ob. cit.

[38] Updike, John; en The Paris Review: Conversaciones con los escritores; Madrid, 1974. p. 334.

[39] Ob. cit.





Consuelo Castañeda: la relectura de la imagen

1 10 2006

Consuelo Castañeda (La Habana, 1958) pertenece a esa generación, hoy legendaria, surgida a fines de los 70 y desarrollada plenamente durante los 80, que legó términos inscritos ya en la historia del arte cubano: Volumen I, Artecalle, el Grupo Puré, el Castillo de la Fuerza. El arte generaba, por primera vez dentro de Cuba, un discurso estético que retaba directamente al poder y creaba y difundía su propio aparato simbólico, hasta entonces coto privado del líder. Años más tarde, en una entrevista, Lázaro Saavedra recordaría una conferencia sobre arte y sexo realizada en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), donde la intervención de Consuelo Castañeda y Humberto Castro consistió en entrar cubiertos con un disfraz fálico y “eyacular” hacia el público chorritos de agua.

Por entonces, Consuelo era profesora en el Instituto Superior de Arte, donde ejerció una inestimable labor, no sólo en la mera instrucción técnica, sino en la educación artística de quienes renovarían la plástica cubana.

En Una historia en setenta páginas, libro publicado en 1989, la artista presentó todas  las variaciones sobre una imagen particular: el cuerpo desnudo de su madre al cumplir los 70 años. Eran imágenes no posadas, en las que no se añadían al cuerpo otros significantes gestuales o escenográficos, de modo que podía leerse a través de esas fotos el decursar de una vida gracias a sus huellas: cicatrices, arrugas. Esas fotos, que subvertían el concepto de idealización del cuerpo desde la tradición helenística hasta el hedonismo contemporáneo, no buscaban una estetización sino una revelación: la vida son sus huellas, sus estragos, sus pequeños naufragios.

Como la mayor parte de los integrantes de su generación, a los que el Ministerio de Cultura ofreció “puentes de plata” para convertirlos en “enemigos que huyen”, Consuelo Castañeda salió de Cuba en 1991 hacia México, D.F. Allí  expuso su obra en Ninart Centro de Cultura, y tres años más tarde se trasladó a Miami.

En el ensayo “Profetas por conocer” (Encuentro en la Red, 22 de septiembre de 2005), Ileana Fuentes nos recuerda que desde 1982, con la inauguración de la sede permanente en Miami del Museo Cubano de Arte y Cultura, se produjo un progresivo lanzamiento internacional de los artistas plásticos exiliados. Más de 200 de estos artistas vivían ya fuera de la Isla, y muchos de ellos participaron en la primera gran retrospectiva, Outside Cuba /Fuera de Cuba, en el Museo Zimmerli de Nueva Jersey (1987). Dentro de ese nuevo impulso divulgador, en Arte Cubana (1993), una  de las exposiciones colectivas más importantes organizadas por el Museo Cubano, coordinada por Cristina Nosti, apareció Consuelo Castañeda, entre las doce artistas invitadas, con obras que no han perdido su inquietante capacidad de releer la realidad desde diferentes ángulos: sus naturalezas muertas “Poison”, “Ocio” y “Manhattan”.

Ya en septiembre de 2001, en Hit and Miss at MAM, expuesta en el Miami Art Exchange, su instalación Cybernetic Information Center se adentraba en las nuevas tecnologías abriendo una pantalla donde la navegación por la Internet se incorporaba a la acción plástica. El calendario alrededor de la habitación, con imágenes alusivas, o elusivas, a los meses del año, cerraba un círculo, esta vez de tiempo. Un tiempo poblado de colágeno y liftings, logos publicitarios que ya son símbolos, como el de Calvin Klein, asesinatos e imágenes irreconocibles, creando polos de misterio o de ininteligibilidad. Era, de nuevo, una relectura singular de la realidad, esta vez con una intención totalizadora.

En la exposición To be bilingual, montada en la Frederic Snitzer Gallery, de Coral Gables, la artista exploró la experiencia del inmigrante y la indefinición de su identidad cultural, a través de trabajos minimalistas, relecturas de la tradición y referencias a la historia del arte americano. De esta manera, daba muestras de sus inquietudes ante actitudes xenófobas, así como de una resistencia a la asimilación cultural, otorgándole protagonismo a la palabra como vehículo de (in)comunicación. Especialmente, a la palabra fuck, que aparecía bajo la forma de  entradas de diccionarios, definiciones y variaciones sobre su significado. En suma, la imagen plástica de la palabra suplantando el significado de la palabra misma.  Dentro de esa serie de trabajos con la tipografía, Consuelo Castañeda ejecutó idénticas operaciones sobre palabras como dream, died, get… Palabras que no sólo asumían conceptos en su función habitual, cuyo protagonismo emanaba no sólo de su significado, sino también de su significado visual. La artista jugaba incluso con palabras capaces de contraer, por contexto, una semántica dual: la función visual las dotaba de ambigüedad cuando se referían a desplazamientos personales o sociales hacia la periferia: left, right, front, behind, border.

Después de participar en las muestras Arte Cubana y Ante América: Cambio de foco, esta última en la Biblioteca Luis Ángel Arango, de Bogotá, Consuelo Castañeda dio a conocer su serie City en la exposición colectiva Nowhere, montada en Alonso Art (noviembre, 2005 a enero, 2006). La muestra, donde expusieron también Alexandre Arrechea, Juan Pablo Ballester y José Iraola, estuvo encabezada por una sugerente cita de Jean Baudrillard que  hablaba de la “metástasis generalizada”, la “clonación del mundo”, de “nuestro universo mental”, y de cómo devenimos “espectadores pasivos, extras interactivos” en este inmenso reality show que es la contemporaneidad. Conceptos todos que definían de una manera muy precisa las piezas de la serie City, con imágenes procesadas de Las Vegas, Nueva York y Miami, y donde el acrílico no sólo constituía un soporte, sino también un ingrediente conceptual de esa nueva visión de la ciudad.

Acerca de las fotos de esta serie, dejó dicho la propia autora: “Cuando las tiré, pensaba en [James] Rosenquist y en el pop americano. Esos anuncios fueron diseñados en función de la industria del espectáculo y han terminado siendo palimpsestos de información. Es lo que dice Baudrillard cuando habla del espectador pasivo”. Y José Antonio Évora (El Nuevo Herald, 11 de diciembre, 2005), añadió que “para Castañeda las estrategias de representación de la fotografía vienen de la pintura, de modo que cuando se asoma al visor de su cámara empieza a operar mentalmente las mismas nociones de composición bidimensional que cuando pinta. Las diferencias son obvias: al entregarse a la labor artesanal de pintar, el artista se recrea en las texturas, por ejemplo, algo que falta en la práctica del fotógrafo, aunque no necesariamente en el resultado, como demuestran las imágenes de su serie City”.

Consuelo Castañeda, quien reside entre Miami y Nueva York, persiste en ofrecernos desde el hiperrealismo, el kitsch, la tipografía, el cómic, y los símbolos del consumo o la religión, una visión otra de la realidad aparente, lectura que dota siempre a las imágenes de un sustrato conceptual. Actualmente, la autora desarrolla una serie de fotografías digitales, de las cuales Amy Rosenblum, curator del Miami Art Museum (MAM), junto a Lorie Merles, ha dicho que “constituyen formas sublimes para contabilizar el pasado del tiempo”.

Tal como afirmara Carolina Ponce de León, “la obra de Consuelo Castañeda ha girado en torno a la manipulación y apropiación de lenguajes e imágenes de la historia del arte. Con una incisiva óptica conceptual, resemantiza elementos iconográficos extraídos de esa fuente para problematizar la percepción y la función del arte en las relaciones entre la periferia y la hegemonía occidental”.

“Consuelo Castañeda: la relectura de la imagen”; en: Encuentro de la Cultura Cubana; n.° 41/42, verano/otoño, 2006, pp. 247-248.

 





La verdad sospechosa de Carlos Victoria (exilios y transgresiones)

1 07 2004

“La literatura, mentira práctica,

es una verdad sicológica. Hemos definido

la literatura: La verdad sospechosa.”

Alfonso Reyes; “Apolo o de la literatura”,

en: Ensayos. Ed. Casa de las Américas.

La Habana, 1972. p. 210.

 

 

El que no sabe llevar con palabras la cuenta de un suceso, no es cuentista, decía Juan Bosh, aunque él mismo no siempre se ajustara a su axioma. Tras leer este volumen, primera recopilación de los cuentos completos de Carlos Victoria, en una cuidada edición de Aduana Vieja autorizada y revisada por el propio autor (Camaguey, 1950, domiciliado en Miami desde 1980, marielito y podríamos decir que saqueador de vidas ajenas), nos percatamos de que el autor ha fabricado un mundo –cercano, doloroso, tan verosímil que cuesta vencer la tentación de buscar a César y a Adela en las calles, de abandonar unas flores sobre las tumbas de Enrique, de William, de Ricardo- y que, efectivamente, lleva con acierto la cuenta de los sucesos, pero la pregunta es: ¿cómo…?

Aunque obtuvo en 1965 el premio de cuento de El Caimán Barbudo,  Carlos Victoria podría ser catalogado como “un escritor del exilio” (si eso existe), dado que, según él mismo  confiesa[1], su obra publicada ha sido completamente creada (o al menos redactada, cosa diferente) fuera de la Isla. De su obra escrita en Cuba, sólo pudo recuperar tres libros de poesía y un par de cuentos. La Seguridad del Estado incautó el resto de sus manuscritos. Más tarde, lo escrito desde la salida de su arresto (julio de 1978) hasta mayo de 1980, lo quemó él mismo justo el día antes de abandonar la Isla:  dos novelas inconclusas desaparecieron en cuestión de minutos.

Otra pregunta sería: ¿es Carlos Victoria un escritor “del exilio” o una definición de ese calibre sería tan engañosa como las nóminas culturales de La Habana, que durante casi medio siglo han confinado a escritores y artistas en compartimentos estancos de “nuestros” y de “ajenos”, de “camaradas” y “enemigos”, sin percatarse de esa vocación subterránea que tienen los vasos comunicantes? Lo que sin dudas detectará el lector es que estas historias, las lean los “nuestros” o “los otros”, sin importar desde qué orilla se decreten las categorías, logran “traspasar algo del escritor al lector y el poder de su oferta es la medida de su excelencia”[2]. Ciertamente, “la fórmula parece radicar únicamente en la urgencia dolorosa del escritor por comunicar algo que considera importante al lector”[3].

 

 

Temas insulares, jardines muy visibles

 

A la obra narrativa de Carlos Victoria, tanto a sus cuentos como a sus novelas,  se ajusta perfectamente la definición del escritor como “un explorador de la realidad: no la recibe consolidada y explicada, no la recibe interpretada; a él cabe hallarla, y la halla en los lugares menos publicitados, muchas veces en los más esquivos”[4]. Y esos lugares son, para Carlos, las trastiendas de la realidad visible, los sótanos, los desagües donde la sociedad intenta ocultar/arrojar sus desechos. Recorrer su obra es asistir a una galería de personajes marginados y marginales, sumergidos en la bruma del alcohol o las drogas, o intentando bracear desesperadamente para escapar de ella. Seres que intentan ser ellos mismos y huir de la maquinaria estandarizadora que pretende cortarlos y editarlos de acuerdo al patrón de una presunta “normalidad”. La huida, ese es el tema. En la obra de Carlos Victoria todos huyen y el exilio es apenas una de sus manifestaciones. De modo que, en síntesis, tres serían sus temas recurrentes, enlazados entre sí por relaciones de causa-efecto: la intolerancia, la inadaptación y el exilio. Tres temas que no son cotos privados de nuestra insularidad transida de política. Temas de siempre, de hoy mismo.

En “El alumno de Lezama” el viejo escritor ha sido marginado por su tibieza política mientras sus jóvenes amigos necesitan un sitio para ser ellos mismos, lo que presupone un espacio social donde ello les está vedado. En “El baile de San Vito” la presión de la intolerancia social transita toda la historia, un punto de partida de la desgracia nacional traducido en asuntos de familia. Un personaje intenta una y otra vez huir del país, otros han decidido quedarse y aspiran apenas a sobrevivir o medrar, el hombre huye de la camisa de fuerza en que se ha convertido el hogar y la mujer pretende apuntalar la estructura doméstica ante la inminencia del derrumbe. Mientras, Adelita es el desasosiego, la duda, la inquietud, la reacción, en proceso de autorreconocimiento, a un entorno opresivo. La censura presente en “Dos actores” y la intolerancia, traducida en prisión, ante la “conducta impropia” de un recluta homosexual en “Liberación”. Lo que a primera vista parece rechazo social del cubano común de la Isla al que viene “de afuera” en “Ana vuelve a Concordia”; aunque el lector sospeche que el rechazo es apenas la expresión más visible y engañosa de la propia frustración ante la miseria de sus vidas. El “nuestro” que evadió el aciago destino nacional para convertirse en “extranjero”, con la carga de estatus social que ese término ha adquirido en Cuba, se convierte entonces en la víctima propiciatoria sobre la que descargar los odios que no podemos dirigir hacia los verdaderos culpables. El hijo pródigo que regresa es el recordatorio de que nosotros también pudimos hacerlo, de que nosotros también pudiéramos ahora estar regresando. Tanto en “El armagedón”, con su mirada a la cárcel, como en “El resbaloso”, “El novelista” y “La estrella fugaz”, está presente, directa o indirectamente, esa fuerza oscura que obliga a huir a los personajes. Y en los dos últimos se evidencia que esa intolerancia, capaz de actuar como desencadenante, no es exclusiva del totalitarismo insular, sino que se extiende a esa sociedad donde han ido a parar muchos personajes acarreados por la resaca de la huida: una sociedad intolerante a su manera, cuadriculada por un andamiaje de normas y costumbres, y sometida a la dictadura del mercado. Tanto en una como en otra, como anota Liliane Hasson[5],  ”varios se encuentran doblemente marginados: por su estatuto social, siendo objeto de escarnio tanto los humildes como los ‘explotadores”.

Puede que la persistente vocación literaria de Carlos Victoria, los accidentes y obstáculos que ha tenido que trascender y salvar para construir su narrativa —desde las acusaciones de “diversionismo ideológico”, la prisión y la confinación de manuscritos, en Cuba, hasta la falta de apoyos institucionales en el exilio, que lo ha condenado a trabajos alimenticios y a la lenta edificación de su obra (sin descontar el efecto bienhechor de este tempo de factura)—, todo parece propio de sus personajes. Y si hoy disfrutamos de sus cuentos es porque Carlos ha ganado una larga carrera de resistencia, a pesar de que “desde el comienzo de mi carrera noté que todo a mi alrededor conspiraba para que yo dejara de ser quien estaba siendo[6]. De alguna manera, Carlos Victoria es el primer personaje de Carlos Victoria, y no necesita siquiera disfrazarse, como en  el cuento “Halloween”.

Si la intolerancia es la causa, el tema que está en el origen de su narrativa, el efecto más visible en su obra es la inadaptación, el desarraigo. Liliane Hasson[7] afirma que

“la inconformidad caracteriza a la mayoría de los personajes, tan inaptos como inadaptados para vivir en la sociedad que les ha tocado en suerte, sea en la Cuba revolucionaria, sea en Miami —en varios cuentos y en la novela Puente en la oscuridad— sea con la propia familia, con el amigo, con el amante. (…) Ciertos personajes son impotentes, unos luchan por mantenerse a flote, algunos se refugian en la bebida o en otras drogas, en el sexo, en la locura, hasta en el suicidio. Otros más buscan el apoyo de la religión, del misticismo, de la especulación filósofica, de la cultura: son las transgresiones peores (…) Otro de los temas recurrentes es la vana búsqueda de la identidad ; la pérdida del nombre, o sea la del padre, la del hermano, se paga con el ostracismo. Quien es rechazado rechaza, e impera la incertidumbre. (…) De ilusiones perdidas se trata. ¿ Qué refugio les queda a los personajes? Huir de todo, de la casa, de la ciudad, del país, de sí mismo, de la vida”.[MH1] .. .

Reinaldo García Ramos[8] señala con qué frecuencia los personajes son  exalcohólicos, muchas veces como protagonistas o narradores. Y Carlos Espinosa[9] habla de «páginas de marcada impronta generacional, en visiones descarnadas de pedazos de tiempos, de vidas tronchadas, en escarbamientos dolorosos que aspiran al conocimiento, a la comprensión, y que, como toda buena literatura, tiene mucho de exorcismo”.

La angustia del desarraigo y la marginalidad transita toda la cuentística de Carlos Victoria. Un desarraigo que asola por igual a los personajes de la Isla —”El alumno de Lezama”, “El baile de San Vito”, “Liberación”, “Dos actores”, “El armagedón”, “En el aserradero”, “Pólvora”, “El atleta”, “El resbaloso” y “La herencia”— y a los del exilio —”Halloween”, “Un pequeño hotel de Miami Beach”, “La australiana”, “La franja azul”, “El repartidor”, “Enrique”, “Las sombras de la playa”, “La estrella fugaz”, “El novio de la noche”, “Pornografía”, “El novelista”, “La herencia”—. Un desarraigo que es respuesta y reflejo, necesidad continua de evasión hacia los neblinosos y temporalmente felices predios de la droga y del alcohol, con su correspondiente ricorsi: curas de desintoxicación, exalcohólicos permanentemente al borde de la recaída, personajes cuya existencia sólo alcanza una versión de la plenitud una vez transgredida cierta dosis de etanol en sangre.

Ese desajuste existencial, ese desarraigo, va desde la relación con el entorno hasta los vínculos interpersonales y el espacio íntimo, razón por la que Reinaldo García Ramos[10] menciona, entre los temas recurrentes de Carlos Victoria, “el desamor, tanto genital como filial, y el carácter amorfo y ambiguo, fluctuante y frágil, de la amistad entre hombres jóvenes, erosionada por los embates de la política y la historia”.  Aunque en él lo autobiográfico, salvo excepciones —”La estrella fugaz” o “Halloween”, por ejemplo—,  está siempre escamoteado, travestido bajo la piel de personajes afines, cuyas trayectorias vitales se tuercen cuando empiezan a parecerse peligrosamente a la del autor, muchos lectores sospecharán que, en su caso, “la capacidad de escribir se convierte en una especie de escudo, una manera de esconderse, una manera de transformar el dolor en miel demasiado instantánea”[11].

El último tema en esa cadena de relaciones causa-efecto, y que se constituye a su vez en un generador adicional de desarraigo, extrañamiento, desajuste a una nueva realidad “normalizada”, es el exilio. Hasta el punto de que Reinaldo García Ramos[12] califica a toda su obra como “la crónica del exilio en los años posteriores a Mariel”, y en su gama de temas obsesivos coloca en primer lugar el desarraigo que provoca. El momento preciso de la ruptura, cuando el protagonista decide, como Marcos Manuel,  ser un espectador de la realidad insular, pero desde esa platea alta que es el exilio (“Dos actores”) es recurrente en estos cuentos: “El baile de San Vito”, “Dos actores”, “El atleta”, “La herencia”. No es casual. El éxodo por el Mariel en 1980 constituyó para Carlos Victoria el suceso central que articula sus dos vidas: los treinta años discurridos en Cuba y los veinticuatro de exilio, hasta el punto de que, como nos cuenta Liliane Hasson[13], en 1993, evocando los días que precedieron a su exilio por el puerto de Mariel, el propio escritor aclaraba que la literatura, para él, “significa sobre todas las cosas autenticidad. Y mi gran interrogante en abril de 1980 era si fuera de mi patria lo que yo escribiera podía seguir siendo auténtico”. De hecho, esa autenticidad, más que perderse, se ha acentuado, en la medida que el autor se ha adueñado de los medios narrativos. Pero es necesario aclarar que en  su obra el exilio no es sólo ese espacio físico de la diáspora, esa patria de repuesto, especialmente Miami. El exilio puede ser La Habana (“La calandria (Líneas de un retrato)”, “El abrigo”); puede ser todo tiempo presente, en contraste con esa patria vívida que es la juventud y la infancia (“La australiana”); puede ser el alcohol, como en “Pólvora”, cuando la evasión hacia el territorio prohibido permite que la mujer vuelva a ser hermosa, y el hombre, guerrero, y que los jóvenes tengan fe en ellos mismos, los callejones sean avenidas y las casas apuntaladas se yergan. El exilio puede ser la muerte (“Para jugar a la ruleta rusa”, “Enrique”, “Halloween”); como puede ser una forma del exilio la noche (“El resbaloso”) o la literatura (“La estrella fugaz”, “El novelista”). O incluso todo, excepto el propio cuerpo, ese refugio último (“Ana vuelve a Concordia”).

Carlos Espinosa[14] anota que la realidad de la cual se nutre Victoria es la cubana, la de la isla y la de Miami, la del exilio interior y la del exilio físico. Pero habría que subrayar que en él los avatares de la “exterioridad”, tanto la cubana como la de Miami, tienen un valor desencadenante. Los verdaderos exilios son esas huidas interiores a las que parecen propensos muchos de sus personajes, una suerte de respuesta transgresora a las  presiones de la realidad exterior. Ello explica que el mismo autor[15] se refiera en este caso a un “profundo buceo en la intimidad y las relaciones humanas”. Y que Benigno Dou, al referirse a “El novelista”[16], mencione esa “dimensión extraterritorial donde el creador tiene patente de corso para saquear los restos de los naufragios humanos”.

Y ese buceo resulta más rico, y al mismo tiempo más necesario, dada la complejidad de los personajes, que con frecuencia se traduce en ambigüedad o ambivalencia. La “perdonabilidad” del delito en “El abrigo” y “En el aserradero”, donde robar es apenas un acto “inconveniente”. El sinuoso curso de una vida en “Un pequeño hotel de Miami Beach”. La escabrosa relación con una prostituta ladrona en “La franja azul”.  La ambigüedad sexual en “El atleta” y, desde luego, la ambigüedad por excelencia que campea en “El resbaloso”, uno de los cuentos más inquietantes del volumen. Ese resbaloso que deambula por la ciudad, posible alter ego del escritor, inasible, intocable, fisgoneando la vida ajena sin un propósito definido. Perseguido por la policía y por los vecinos. Nadie sabe exactamente por qué. Nada ha robado. A nadie viola o agrede. Es, al mismo tiempo, el señor de los apagones, la subversión que se oculta en la sombra, inatrapable para guardas, policías, cederistas, porteros de hoteles. Es el espíritu de la noche en la ciudad que se deshace, la ciudad que evoluciona con cada derrumbe hacia un recuerdo de la ciudad. La ciudad que se conjuga en pasado en una suerte de viaje a la semilla. La ciudad cuyo espíritu es, posiblemente, esa mujer ciega y sorda que al final, en el momento del cataclismo, dice “abur”.

Historias inquietantes donde el juego de transgresiones es continuo: “El novio de la noche”, “Pornografía” –en ese ambiente sórdido donde resulta casi natural que el protagonista prefiera masturbarse con la foto de la mujer, a acostarse con ella—. “La ronda”, una historia irreal que anuda bajo un flamboyán la noche, el sexo y la muerte, y que se aloja en nuestra memoria con la persistencia de aquella alimaña a la que se refería Cortázar y de la cual resultaba imposible librarse. Quizás por esa fascinación que todos sentimos por lo oscuro, lo sórdido, lo distinto. O esa multivalencia en la vida de “El novelista”, saqueador de las miserias ajenas, como quien contempla pacientemente un naufragio, sabiendo que más tarde tendrá ocasión de bucear en los restos y rescatar algún tesoro apartando los cadáveres.

Y aunque es cierto que “los protagonistas son volubles” y sus modales son (a veces) contradictorios, no coincido con Liliane Hasson[17] en “que aparentemente rayan en la incoherencia”. Por el contrario, hay en sus acciones una lógica conductual perversa, excéntrica, desplazada de una presunta “norma social”, pero lógica al fin, compelida por experiencias vitales cargadas de frustraciones, desajustes, extrañamientos. Los personajes de Carlos Victoria, como su travesti o sus invitados a la fiesta de halloween, tienen muchos rostros, muchos maquillajes, varias facetas no siempre bien avenidas. Son, en síntesis, humanos. Desde luego que, como señala la ensayista francesa, “son varios los Marcos, las Sofías, los Elías, desparramados en las obras ; el mismo Abel, protagonista de La ruta, ya aparecía en el cuento “El repartidor”[18], subrayando así la ambigüedad como clave  necesaria en su universo narrativo, lo cual, desde luego, no nos permite concluir que “un escritor que recalca la ambigüedad y evoca las dudas que le asaltan no puede ser polémico ni político”[19].

Claro que en lo que se refiere a la política como presencia en la obra de Carlos Victoria hay que ser muy cauteloso. No hay en ella reiteradas y subrayadas referencias explícitas (como suele suceder, con lamentable frecuencia, en mucha de la llamada “literatura del exilio”). Si habláramos de la presencia de un mensaje político, los textos de Carlos Victoria me recuerdan la famosa respuesta de Augusto Monterroso: “…una periodista me preguntó acerca del mensaje de mi obra. Le contesté que todo lo que escribí era un llamado a la revolución, pero que estaba hecho de manera tan sutil que lo único que logré a la postre era que los lectores se volvieran reaccionarios”[20]. Y, desde luego, si dependen de la absorción de un mensaje explícito, los lectores de Carlos Victoria pueden volverse lo que les venga en gana. Es cierto que en su obra no hay ”resentimiento ni énfasis en la denuncia política”[21] y que “aun en aquellos relatos y novelas donde los personajes se mueven con desgarramiento, Victoria deja que su voz sosegada los contamine”[22]. Y aunque, efectivamente, ”dista mucho de ser comprometida”[23], al menos en la más  común acepción del término, estamos frente a una literatura políticamente incorrecta. Incorrecta para casi todos los bandos y facciones de la política: virtud añadida.

El grado la profundidad de la miseria cubana devenida en modo de vida, en tragedia permanente, que traspasa un cuento como “El abrigo”. Esa existencia trágica, epigonal, marginada por el poder y apenas aceptada por las nuevas generaciones sólo por conveniencia en “El alumno de Lezama”. “El baile de San Vito”, que resume en asuntos de una familia la desgracia nacional. La historia de Julio, con su nombre de mes cálido y cuajado de mártires, que en “Liberación” terminó en la cárcel por enamorarse de otro hombre. La presencia densa de la censura en “Dos actores”. La cárcel por razones de fe en “El armagedón”, el robo “En el aserradero”. Todas son historias que fotografían a contraluz la erosión causada en la condición humana por el proceso político cubano, una denuncia más a fondo, más a la raíz, que cualquier diatriba coyuntural y suculenta en adjetivos que se dedique a denunciar a las ramas.

Y, por otro lado, esa vida que se desmorona en “Un pequeño hotel de Miami Beach”; la mujer que se refugia en sí misma en “Ana vuelve a Concordia”; la inadaptación de escritores doble o triplemente exiliados en “La estrella fugaz”; la dura cotidianía en “El repartidor”; la desolación que transita  “Las sombras de la playa”, y la marginalidad en “La franja azul”, “El novio de la noche”, “Pornografía”, y sobre todo el buceo en las cloacas de la sociedad miamense que es “El novelista”; todos ellos son un muestrario de la otra cara de ese exilio próspero, consumista, feliz de sus éxitos frente a la crisis perpetua de la Isla. Una vivisección de la otra Cuba que, desde luego, no hará felices a los políticos autocomplacientes del exilio.

La narrativa de Carlos Victoria no es explícitamente política. Es profundamente política, si aceptamos que política no es exclusivamente eso que hacen los profesionales que viven de su ejercicio, sino, como dice el Diccionario de la Real Academia, la “actividad del ciudadano cuando interviene en los asuntos públicos con su opinión, con su voto, o de cualquier otro modo”.

 

 

El ecosistema Carlos Victoria

 

Tiene razón Carlos Espinosa cuando declara que su tocayo Victoria ejerce el “desplazamiento Cuba-Miami, a veces poético, a veces real”[24], corroborando al autor, quien ha declarado: “Yo nací y viví treinta años en Cuba, y eso es parte vital, para bien o para mal, de lo que soy. Pero al final lo que queda es la obra, que si es valiosa opaca la nacionalidad e incluso la vida del autor, aunque éstas estén implícitas de alguna forma en cada página”[25]. Si nos pidieran delimitar geográficamente el coto de caza literario al que acude Carlos Victoria, tendríamos que dibujar una parcela que va de Camagüey a La Habana y que termina en los suburbios septentrionales de Miami. Pero esa sola parcela es insuficiente. Carlos Victoria hace también

“una literatura de la transmutación y hasta de la trasmigración. Tocados por una suerte de ubicuidad trágica estamos en dos sitios a la vez. Y por lo mismo no estamos en ninguno. “Un pequeño hotel en Miami Beach” puede estar situado en un extraño paraje donde el personaje al doblar Collins Avenue entra en las calles Galiano y San Rafael, en La Habana”[26].

La geografía de Carlos Victoria es incierta, dubitativa, los personajes transitan de un paisaje a otro sin pausas. Pero es aún más sutil: viven en Miami con el mismo gesto de habitar La Habana. A ello contribuyen los tránsitos dictados por el autor, y donde unos pocos recursos de la literatura fantástica, estratégica y discretamente dispuestos, consiguen, de soslayo, que sin forzar el tono el lector sienta la “naturalidad” de esas trasmigraciones. Pero no es, de cualquier modo, una literatura acotada por la geografía. Sin dejar de ser cubanos, sus personajes y sus entornos, los conflictos que aquejan a los habitantes de sus ficciones –el éxodo, el extrañamiento, la marginación, las servidumbres y arbitrariedades que sobre el hombre común ejerce el poder, etc.—resultan familiares a cualquier hombre, especialmente a aquellos que han padecido dictaduras y destierros, es decir, a la tercera parte de la humanidad. Y seguramente son más exactas para ubicar el hecho literario estas coordenadas de la sensibilidad y la imaginación, que meros paralelos y meridianos acotando la página.

Desde luego que no se puede hablar de un ecosistema Carlos Victoria sin referirnos al estilo y al idioma.

Lejos del “repentino extrañamiento”[27] del cuento breve, al que se refería Cortázar como un objeto literario que  “no tiene estructura de prosa”[28], los de Carlos Victoria –que tuvo a Cortázar como uno de sus primeros “amores literarios”­– se acercan a aquel “relato demorado y caudaloso de Henry James, “La lección del maestro” [donde] se siente de inmediato que los hechos en sí carecen de importancia, que todo está en los hechos que los desencadenaron, en la malla sutil que los precedió y los acompaña”[29]. Quizás porque “el autor no se ciñe a una anécdota clásica, sino que deja la acción en esa especie de interregno en tono menor en que ocurren las historias de Pavese, de cierto Hemingway”[30]. En este territorio encaja perfectamente la trivialidad de algunos de sus argumentos: el abrigo del cuento homónimo, la vida insulsa de “La australiana”, el televisor de “La franja azul”,  el trago que se prepara en “Pólvora”, los argumentos alrededor de los cuales se articulan “Las sombras de la playa” y  “La estrella fugaz”. Meras excusas argumentales bajo las cuales se construye la verdadera historia. Un procedimiento que explica el tempo de los cuentos, así como su carácter protonovelístico, porque ciertamente en ellos ”hay voces que claman por espacios más amplios. Victoria, sin duda, es un cuentista que trabaja con los planos de un novelista”[31], “cuentos que se integran en un continuum como piezas de un rompecabezas”[32]. Es como si Carlos Victoria quisiera corroborar con su obra que “un cuento es significativo cuando quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual que ilumina bruscamente algo que va mucho más allá  de la pequeña y a veces miserable anécdota que cuenta”[33].

“Recios y perfectos” llamó a estos cuentos Reinaldo Arenas en la contraportada de Las sombras de la playa, y “precisos mecanismos de relojería”[34], apostilló Benigno Dou, para aclarar a continuación: “Esta economía de recursos (…) puede confundir a más de un lector en busca de una gratificación literaria inmediata. Nada más fácil que confundir la falta de adorno con la desnudez, la mesura con la timidez, la ambigüedad calculada con la falta de audacia literaria”. Una concisión, una desnudez que ya constituyen un estilo propio, una sobriedad que bien podría proceder, como bien dice Emilio de Armas[35], de “la sencillez expresiva de la [literatura] norteamericana”, aunque es difícil encontrar en su cuentística “la abundancia de recursos propia de la narrativa latinoamericana contemporánea”[36]. Por el contrario, la concisión, en ocasiones incluso la escueta narración de los hechos, sin demasiados sobresaltos formales —”Las sombras de la playa” es, posiblemente, una de las pocas, aunque feliz excepción— no responden a incapacidad, sino a intención explícita del autor, quien ha admitido: “estoy dispuesto a experimentar siempre que eso responda a una necesidad de la narración”[37]. Ni más ni menos. Sí pueden detectarse incursiones de la dramaturgia en su narrativa: “el ritmo de los numerosos diálogos, los desplazamientos de los personajes, los escasos lugares o, mejor dicho, decorados donde se desarrollan las escenas claves[38]”, así como la presencia del cine, tanto en su técnica (recordar la sucesión de planos a lo largo de los cuales se desarrolla “El novelista”) como las referencias al cine en tanto que locación de escenas eróticas, llegando a ocupar el centro del espacio narrativo (“Pornografía”).

El último de los elementos que componen el ecosistema Carlos Victoria es el idioma. Según Reinaldo García Ramos[39] el idioma utilizado en estos cuentos “trasciende la resonancia cubana del español y sus usuales seducciones (…) entronca con escritores como Alejo Carpentier y José Lezama Lima, que se remitían a la múltiple y universal musicalidad del español extra-isleño”. La comparación es válida como proposición de cubanía lingüística, pero es rotundamente inexacta si consideramos la distancia entre el castellano barroco de ambos autores, sobre todo el de Lezama, y la contención de Carlos VIctoria. Ciertamente, no hay en estos cuentos esa procacidad explícita que algunos hoy pretenden traficar como lo típicamente cubano. Por el contrario, la justa dosificación del idioma, la negativa del autor a la experimentación gratuita, y posiblemente el hecho de que su “idioma cubano” creció en el tránsito Camagüey-La Habana-Miami, con el añadido de todos los castellanos adventicios que pueblan la oralidad de la ciudad donde vive, han conformado una norma lingüística en la obra de Victoria que se aleja de tipicismos recurrentes o localismos intrincados. Ahora bien, con un finísimo sentido de la pertenencia, toda su cuentística está transida de cubanismos: expresiones, palabras, diminutivos, fórmulas lingüísticas: “otra palabrita” “y hablo bastante mierda” (“El armagedón”); “agarramos al ladrón”, “si sigues con esa gritería, nos van a botar”, “para mí que es medio anormal”, “te digo, compadre…” (“En el aserradero”), por ejemplo. Un goteo que, sin abrumar al lector con una jerga regional, establece unas coordenadas idiomáticas difíciles de pasar por alto. Si, como decía Borges, no cabe la menor duda acerca de la naturaleza árabe del Corán, dada la ausencia de camellos en sus páginas, algo que habría derramado en abundancia un autor no árabe para dotar al libro de “color local”, la ausencia de aseres y jevas en los cuentos de Carlos Victoria puede ser una prueba irrefutable de su cubanía.

 

La verdad sospechosa

 

Ya en abril de 1987, en una conferencia dictada en la Sorbona, Reinaldo Arenas calificaba a las primeras obras de Carlos Victoria, entonces inéditas, como “una especie de lucidez desolada ” y subrayaba lo que tenían en común, a pesar de sus diferencias, los escritores cubanos del exilio[40]. En 1999 Jesús Díaz alababa a Guillermo Rosales y a Carlos Victoria por haber inventado “un Miami littéraire”[41] y Olga Connor[42] cita al segundo como ejemplo de una literatura del exilio, por el contrario que autores que surgieron en Cuba o que, aun exiliados,  “sólo escriben sobre Cuba“. Es comprensible la necesidad que tiene un exilio sangrante (y al mismo tiempo económicamente triunfante) de verse reflejado en un corpus artístico o literario que le pertenezca (cierto orden de manipulación política de la cultura no se detiene ante la palabra “pertenencia»). Pero se trata de esa misma manía patentada por el totalitarismo de escoger el arroz de la cultura, apartando los granos malos y las piedras (los otros) del arroz limpio (los nuestros). Los propios escritores de Mariel, aún cuando blasonaran de cierto espíritu generacional, gregario, mantuvieron su no pertenencia en tanto que escritores sin propietario. El propio Victoria afirma: “A la larga “las literaturas” no importan, lo que queda es la obra individual de los buenos escritores, que más que pertenecer a una literatura, tienen un nombre y un apellido”[43].  Y menos en el caso del escritor latinoamericano, heredero cultural de todo Occidente, cuya posición “le veda el exclusivismo intelectual de limitarse a la absorción cultural de su propio país o continente”[44].

De modo que no seré yo quien demarque las parcelas de la literatura cubana, ni distribuya entre los autores las finquitas de la palabra. Queda eso para los entomólogos de la literatura. Sí puedo asegurar que la cuentística de Carlos Victoria puede injertarse sin temor en el territorio de la buena literatura, no sólo por la calidad de su lenguaje o la construcción de sus ficciones, sino por algo que sentirá frente a ella cualquier lector medianamente sensible: la autenticidad. ¿Cuál es el secreto? Ibsen establecía una distinción “entre lo que ha sido experimentado y lo que ha sido vivido; sólo lo primero puede ser objeto de la creación artística”[45]. Casi parafraseando al autor escandinavo, Carlos Victoria afirma[46]: “busco una distancia y a la vez un acercamiento. El acercamiento viene de que sólo escribo cosas que para mí resulten significativas, en un sentido vital, afectivo o emocional. La distancia viene de que al escribir freno la emoción y el afecto. Me interesa ese contraste”.  Y el lector logra apreciar ese respeto del autor por sus propias criaturas, de modo que cumple lo que ya señalaba Emilio de Armas[47]: “El autor no impone conclusión alguna, pero comparte las propias con el lector en un grado tal de confianza –literariamente lograda— que asentimos sin darnos cuenta”.  Porque el lector atento detecta de inmediato cuándo la obra ha sido tasada en balanzas trucadas, cuándo el escritor ha puesto “ el pulgar en el platillo para hacer bajar la balanza de acuerdo a sus propios gustos” (D.H. Lawrence[48]) y cuándo ha respetado lo que para Lawrence era justo “la moral en la novela”:  “la temblorosa inestabilidad de la balanza”.

Sirva todo lo anterior como una invitación para adentrarse en unos textos auténticos, dolorosamente nuestros, armados durante años con una paciencia de orfebre que trabaja exclusivamente con materiales nobles y desdeña, para nuestro bien, las palabras trucadas.

 

La verdad sospechosa de Carlos Victoria, prólogo a los Cuentos completos de Carlos Victoria, Ed. Aduana Vieja, Cádiz, 2004.

 


[1] Alejandro Armengol: “Carlos Victoria: oficio de tercos”, en : Linden Lane Magazine, enero, 1995.

[2] Steinbeck, John, en: The Paris Review: Conversaciones con los escritores. Madrid, 1974. p. 179.

[3] Ibíd.

[4] Ángel Rama; “Diez problemas para el novelista latinoamericano”, en:. Revista Casa de las Américas, nº 60, p. 31.

[5] Carlos Victoria, un escritor cubano atípico.

[6] Nélida Piñón, en: Bianchi Ross, Ciro: Voces de America Latina. Ed. Arte y Literatura. La Habana, 1988 p. 281.

[7] Op. Cit.

[8] “La playa se ilumina”.

[9] El peregrino en comarca ajena. University of Colorado, 2001.

[10] Op. Cit.

[11] John Updike, en: The Paris Review: Conversaciones con los escritores. Madrid, 1974. p. 334.

[12] Op. Cit.

[13] Op. Cit.

[14] Op. Cit.

[15] Carlos Espinosa ; Op. Cit.

[16] “Como precisos mecanismos de relojería”, en: El Nuevo Herald, 16 de noviembre de 1997, p. 3E.

[17] Liliane Hasson; Op. Cit.

[18] Ibíd.

[19] Ibíd.

[20] Bianchi Ross, Ciro: Voces de America Latina. Ed. Arte y Literatura. La Habana, 1988. p. 234‑35.

[21] Carlos Espinosa; Op. Cit.

[22] Gladis Sigarret citada por Eliseo Cardona: “Narrativa centrada en dos geografías”, en: El Nuevo Herald, 16 de noviembre, 1997, p. 3E.

[23] Liliane Hasson; Op. Cit.

[24] Op. Cit.

[25] Alejandro Armengol: “Carlos Victoria: oficio de tercos”, en : Linden Lane Magazine, enero, 1995.

[26] Liliane Hasson; Op. Cit.

[27] Julio Cortázar; “Del cuento breve y sus alrededores”, en: El Caimán Barbudo. La Habana.

[28] Ibíd.

[29] Cortázar, Julio: “Algunos aspectos del cuento”, en: Selección de lecturas de investigación crítico literaria. Facultad de Artes y Letras. Universidad de La Habana. La Habana, 1983. p. 153.

[30] Reinaldo García Ramos: Op. Cit.

[31] Rubén Ríos Ávila citado por Eliseo Cardona: “Narrativa centrada en dos geografías”, en: El Nuevo Herald, 16 de noviembre, 1997, p. 3E

[32] Reinaldo García Ramos: Op. Cit.

[33] Cortázar, Julio: Algunos aspectos del cuento, en: Op. Cit, pp. 147‑148

[34] Benigno Dou: “Como precisos mecanismos de relojería”, en: El Nuevo Herald, 16 de noviembre, 1997, p. 3E.

[35] Reseña sobre Las sombras de la playa, septiembre, 1992.

[36] Ibíd.

[37] Alejandro Armengol: “ Carlos Victoria: oficio de tercos ”, en : Linden Lane Magazine, enero, 1995.

[38] Liliane Hasson; Op. Cit.

[39] Op. Cit.

[40] Liliane Hasson : Op. Cit.

[41] Liliane Hasson: Op. Cit.

[42] “Victoria en lo interior”, en: Nuevo Herald, 20 de septiembre,1992.

[43] Eliseo Cardona: “Narrativa centrada en dos geografías”, en: El Nuevo Herald, 16 de noviembre, 1997, p. 3E

[44] Alejo Carpentier; “Problemática de la actual novela latinoamericana”, en: “Tientos y diferencias”. Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1985.

[45] Jrapchenko, Mijaíl. La personalidad del escritor. Ed. Arte y Literatura. La Habana, 1984.p. 108.

[46] Alejandro Armengol: “ Carlos Victoria: oficio de tercos ”, en :  Linden Lane Magazine, enero, 1995.

[47] Reseña sobre Las sombras de la playa publicada en septiembre de 1992.

[48] Morality and the novel.


 [MH1]





Crónica de la inocencia perdida (La cuentística cubana contemporánea)

30 10 1996

 

“Es difícil vivir sobre los puentes

Atrás quedó la negra boca el odio

y no aparece el esplendor

esto es también el esplendor

pero tampoco”

Ramón Fernández Larrea: “Poema transitorio”[1]

 

Si una muchacha de 15 años, cuyos padres militan en el Partido Comunista, se enamora de un joven que está a punto de partir hacia el exilio de Miami, nuevos Montescos y Capuletos aparecen, demostrando que del amor a la muerte, de la política al dinero, los temas siguen siendo eternos. Incluso en Cuba, de cuyos autores siempre se espera una escritura política, una tesis política, hasta una sintaxis quizás y una gramática políticas.

Por suerte, ya en 1976 un precursor de la narrativa de los 80, Rafael Soler, en un cuento de su libro “Noche de fósforos”, donde un joven le escribe a su madre:

“Comprendió que no podría volver a escribir como antes. Y tampoco le salía nada en otro tono. Como ni siquiera sabía en qué tono iba a escribir, decidió escribir sin ninguno, sino simplemente, como si le contara a la madre lo que quería contarle, con las palabras que le salieran. Sólo así pudo escribir. Al terminar, se sentía como si de verdad hubiera hablado con ella. De cómo había escrito no podía opinar”.[2]

Desde que Rafael Soler “Comprendió que no podía volver a escribir como antes”, la narrativa cubana, sumida en la primera mitad de los 70 en lo que Ambrosio Fornet llamó acertadamente “el quinquenio gris”, empezó a ser otra.

Y hasta me atrevería a afirmar que la cuentística cubana de los últimos quince años es la historia de la pérdida de la inocencia. Para comprenderlo, valdría la pena recordar lo ocurrido hasta entonces.

Durante lo que he llamado el Primer Período Didáctico de la cuentística revolucionaria (1959‑1966), ocurrió el proceso de consolidación revolucionaria. El acto de vivir se convierte en algo tan impostergable, que el hecho literario queda relegado por la realidad a muy segundo plano. Tienen lugar los sucesos que alimentarán en gran medida la Narrativa de la Violencia que se producirá en el período posterior: desde el enfrentamiento armado a la contrarrevolución, que se prolongó casi un decenio, con su elevado costo en vidas y recursos, Playa Girón, la actividad terrorista de la CIA y los grupos más agresivos del exilio.

Ángel Rama, analizando el devenir literario de las revoluciones rusa, mexicana y en cierta medida, la cubana, señala que en los albores de la revolución se produce poca literatura y quienes están en mejores condiciones para hacerla son, precisamente, los derrotados. Aunque esto no se cumpla estrictamente en nuestro caso, sí tiene lugar el proceso de creación en dos vertientes opuestas: una literatura sin asidero en la circunstancia inmediata, por un lado, y una literatura circunstancial por el otro. Esta última, comprometida, deslumbrada por la Revolución, trata de explicarla desde la perspectiva poco fiable que concede el asombro, haciendo uso de un didactismo a veces ingenuo y excesivamente explícito. A ella me refiero al nombrar la etapa.

Al tiempo que se radicalizaba la Revolución y tenía lugar el auge de los movimientos guerrilleros en América Latina, ocurre el paso de la lucha contra bandidos, episodio central del período anterior, a la lucha ideológica, cuyo suceso fundamental fue el combate contra la microfacción; a la lucha económica que culmina, en 1970, con la zafra, un decenio permeado de voluntarismo.

Entre 1966 y 1970 se produce la mejor cuentística de la Revolución, cuya calidad sólo recientemente ha sido igualada y en parte superada. La narrativa de la violencia tiene como tema central la guerra, desde el período insurreccional hasta la lucha contra bandidos recién concluida. Caracterizada por conflictos de alto dramatismo, evade la mitificación de la guerra mediante una disección participante y crítica a la vez de la realidad narrada. Esto escandaliza la concepción maniquea al uso de la guerra como choque entre malos malos y buenos buenos, lo que desata la inquisición ideológica contra los principales autores, la censura de los mejores libros, que no serían reeditados sino 20 años después; quedando sobreentendida a partir de entonces la incuestionabilidad del modelo paradigmático, caldo de cultivo donde florecerá la Narrativa del Cambio (1970‑1978) ó Segundo Período Didáctico.

El inicio de los 70 propició una literatura didacticoide que se siente obligada a explicitar sus posiciones ideológicas ─recordar la carta de Engels a Nina Kautsky─, medicina preventiva para evitar la combustión de barbas que ya habían ardido en el capítulo anterior. Al negar la creación artística como patrimonio de «cenáculos» o «individuos aislados», es decir, artistas ni juntos ni solitarios, y contraponer a esto las masas como genio creador, se cayó en la simplificación de negar el papel del individuo en la creación artística. A esto se unió una feroz precaución contra la «cultura capitalista» ─por lo cual se entendía generalmente la facturada en países capitalistas─. Se generó un autobloqueo cultural del que aún estamos emergiendo.

En este contexto se produce una narrativa anémica, que tiene como tema fundamental y perspectiva el hombre viejo en un mundo nuevo; excluyendo en general los conflictos que tensarían las fuerzas de la sociedad hacia su ulterior evolución. Pulularon personajes tan asépticos, con una ideología tan bien planchada, que sólo les faltaba para alcanzar la perfección que los lectores se los creyeran.

Ya desde los 70 se entronizaron en el país desviaciones y males que no serían “descubiertos” hasta mediados de los 80. Y es en este contexto que se produce la Narrativa de la Adolescencia (1978‑1988) que tiene su precursor en Rafael Soler.

Una nueva promoción de narradores se abre paso con libros que tienen, como común denominador, el estar escritos desde el punto de vista del niño‑joven‑adolescente, es decir, desde la perspectiva del asombro y del descubrimiento. Visión que coincide con la de los propios narradores.

Una literatura de la cotidianía, juzgada a través  de una óptica nueva. Una literatura del descubrimiento, donde lo ético y lo moral condicionan una visión más abierta, menos maniquea y que elude la politización explícita; más humanista, capaz de juzgar fenómenos como el exilio o la intolerancia sin apoyarse en slogans. Un ejemplo temprano es la antología Hacer el amor, preparada por Alex Fleites en 1986.

Literatura rica en matices, diversa, que aún enfocada esencialmente hacia lo cotidiano, puede moverse con comodidad en disímiles universos espacio‑temporales, excluye, por lo general, la concisión anecdótica de los narradores de la violencia, dado que aquí la anécdota no es más que una justificación para el planteamiento de acuciosas inquietudes éticas.

Libros como Salir al mundo de Arturo Arango (1982), Los otros héroes, de Carlo Calcines (1983), cuentos de Francisco López Sacha, como Me gusta la fiesta y Examen final. Vivimos en el submarino amarillo y Mañana es fin de curso, de José Ramón Fajardo y Carlo Calcines, entre otros, se suman a la cuentística de Leonardo Padura, Antonio Álvarez Gil, Ricardo Ortega, Alberto Rodríguez Tosca, Roberto Luis Rodríguez, Sergio Cevedo.

De cierto modo, podría llamarse a esta la narrativa de la ética, porque con el decursar del decenio se va acusando el tratamiento cada vez más frecuente e intenso de los conflictos éticos de la sociedad. Si en El niño aquel o Un rey en el jardín, de Senel Paz, el punto de vista es el de un espectador que descubre, ya en El lobo, el bosque y el hombre nuevo, el encuentro entre un joven comunista y un homosexual, da pie a una bellísima historia de la amistad que pivotea alrededor de la intolerancia, sin necesidad de convertirse en un alegato, y que juzga la sociedad desde ese punto de vista no explorado, que es el de los marginados por una moral estereotipada y por momentos capaz de sacrificar el árbol en aras de una supuesta salud del bosque.

Carlos Rafael Rodríguez[3] ha afirmado que el escritor no es «conciencia crítica de la sociedad», sino «testigo de la verdad». Yo creo, en cambio, que la pasividad de ese papel sería incompatible con las nuevas proposiciones de la narrativa cubana, que no intenta ser, sino formar parte de la conciencia crítica, perteneciente  a toda la sociedad, sin distingos ni parcelación del derecho a la crítica en cotos privados de sectores o grupos.

Y un medio frecuente de ejercer esta conciencia crítica es lo satírico, “colecciones en las que el absurdo de la vida cotidiana de personajes a veces inocuos, ofrecen una mirada (…) caricaturesca sobre la realidad capaz de dimensionarla y trascenderla[4]“.

El planteamiento es casi siempre más importante que la anécdota ─por lo que, refiriéndonos a la definición clásica del posmodernismo, podría hablarse de ciertas dosis en toda esta narrativa─, más en autores donde la dinamitación del argumento tiene un peso decisivo.

Una literatura que discurre en el ahora, por momentos el hoy, una literatura urbana, de ambiente básicamente habanero, ciudad donde por nacimiento o adopción reside el grueso de los narradores, y que opera por inferencia, a través de conflictos soterrados bajo la aparente inocuidad de lo cotidiano.

Los personajes crecen al compás de sus autores: Aquel niño de Senel y los de Carlo Calcines, con el tiempo se fueron convirtiendo en adolescentes, para terminar en estudiantes u obreros transidos de rebeldía. Porque la crónica de esta narrativa es la crónica de la pérdida de la inocencia, alcanzando el desacato, el sentido de culpa, la reafirmación.

Pero la perspectiva se desplaza y el punto de vista adultece hasta una gran diversidad, confirmándose que “Una vez institucionalizada la vida social son ya muy diferentes las formas literarias emergentes”.[5]

Entre los narradores de los 80, la disección crítica de la sociedad, tímida en sus inicios, se va acentuando hacia fines del período. Ya no basta contemplar la vida y descubrirla.

Esto se subraya como tendencia a fines de los 80, en una decena de narradores que aún no alcanzan los treinta años o apenas los sobrepasan. De modo que la épica de lo cotidiano deja ver una violencia  implícita, que no excluye (y por el contrario, obliga a) búsquedas en los resortes sicológicos que mueven a los personajes.

Si en El jardín de las flores silvestres, de Miguel Mejides, obra típica de inicios de los 80, el viejo va quedando arrinconado y es finalmente acusado por los adultos, para quienes ya es un estorbo, ya a fines del decenio aparece el parque donde los ancianos de Atilio Caballero cuentean, el parque en vísperas de demolición para construir quién sabe qué. Y los viejos, en un acto de resistencia desesperada de su parque, se niegan a moverse, hasta que hijas, nietas y nueras, los llaman a almorzar y sólo entonces se retiran derrotados, cediendo el espacio a las bulldozers, que no son aquí lo nuevo contra lo viejo, el progreso contra la decadencia; sino una fuerza mecánica y ciega en función de sus propias leyes, apta para demoler una ética, un modo de vida, un sentido de la dignidad.

Pero sobre todo, en Solo de violín y viejo de Ricardo Ortega, el anciano estrafalario y maniático, que toca el violín a un vecindario indiferente cuando no hostil, y convoca la magia frente al niño lisiado y sensible, termina siendo arrojado al asilo por una mass media unida por la aureas mediocritas y un espíritu gregario contra el que se alza el niño, una vez muerto el viejo, para tocarles el violín, que gana entonces una lectura simbólica.

Los ultimísimos, narradores que se dan a conocer en los 90, bucean en una materia narrativa de reciente adquisición: la marginalidad, insinuándose con ellos (aún incipiente) una narrativa escrita desde cierta contracultura emergente. En ellos la drogadicción, la sexualidad como alucinógeno, la inadaptación, el heavy rock y la alienación, conforman una cultura friqui (neo hippies) que va a beber directamente en las fuentes de Henry Miller.

 

Anagnórisis y saturación. Censura y autocensura

Desde la cuentística didáctica de los 60 a la narrativa de la violencia, desde la segunda didáctica del quinquenio gris a la pérdida de la inocencia de los 80 y 90, el espectro de asuntos y enfoques ha discurrido  a través de un corsi e ricorsi, donde anagnórisis y saturación han devenido móviles del ejercicio literario. Una censura extraordinariamente susceptible decretó la anulación de la narrativa de la violencia, condenó Paradiso de Lezama (que sólo se reeditaría un cuarto de siglo más tarde), suprimió de casas editoriales y manuales a cuantos escritores abandonaran el país; de modo que un lector no avisado podría suponer a Guillermo Cabrera Infante, Lino Novas Calvo, Severo Sarduy y Reinaldo Arenas, entre otros, escritores netamente noruegos. Exclusión que empezó a quebrarse (aún tímidamente) a fines de los 80. La falta de papel, ingrediente de la crisis actual, fue la causa o la excusa que sirvieron para detener la publicación de algunos autores del exilio. Aunque en honor a la verdad, el exilio no ha sido menos intolerante con los escritores que permanecen en la Isla. Una censura que  produjo el quinquenio gris y dosis notables de autocensura en los narradores de los 70. La más reciente cuentística emerge a lo largo de esa paulatina apertura que fueron los 80. La perspectiva  infantil y adolescente de sus inicios, no despertó inmediatas suspicacias, y cuando ese punto de vista adulteció, ya eran otros los tiempos, aunque no tanto como quisiéramos. Libros inconvenientes, premiados a inicios de los 90, aún permanecen inéditos. Claro que la escasez de papel bien podría explicarlo. ¿O no? En otros casos, la demora editorial consigue mellar en todo o parte el filo de actualidad de algunos libros. Porque la anagnórisis ha actuado, quiéralo o no, sobre buena parte de la narrativa de los 80. Gracias a las escasas posibilidades de diálogo y a un periodismo edulcorado, donde triunfalismo, maniqueísmo y sinflictivismo (rayanos en el surrealismo) han conseguido una crónica desnutrición informativa de los lectores, conforman un hambre de verse de cuerpo entero en letra impresa, sin subterfugios ni eufemismos. Y por momentos la literatura se ha visto tentada a suplantar el papel que al periodismo correspondía, extraviándose en la crítica de ocasión, que aterroriza a los burócratas y envejece temprano. Para suerte de la literatura, como contrapartida, aparece en los 80 la saturación. Por abuso, el mensaje político que bombardea al cubano medio desde los libros en que aprende a leer a los seis años hasta el periódico, la TV, la radio, las consignas y vallas y hasta los impresos en las camisetas, va perdiendo sentido hasta convertirse en una especie de ruido ambiental. La saturación provoca una despolitización —en el plano de lo evidente— de la narrativa, que va más al fondo, hasta los resortes personales, humanos, profundos, del devenir cotidiano. Una inmersión en lo puntual que con frecuencia permite desentrañar con más acierto los conflictos raigales del hombre sumergido en el hoy y el ahora de la Isla. Pero el cambio de perspectiva  también se explica por la sucesión generacional. Si los autores de los 80, que asistieron a los últimos actos de la época heroica y participaron en la institucionalización del proceso revolucionario, sufren un desgarramiento al verse abocados a una perspectiva crítica de la realidad; en los narradores de los 90 el desasimiento es un proceso natural; su herejía es consustancial, casi diría cromosomática. La inocencia, que en las obras más recientes de los narradores de los 80 ha devenido conciencia crítica, es ya escepticismo en los ultimísimos. Los milicianos enfrentados a vida o muerte con los bandidos en la narrativa de la violencia, se han trocado por antihéroes extraviados en la selva angoleña y en la selva de una guerra donde no saben cómo ni por qué han venido a dar. Los obreros que en los 70 intentaban deshacerse de sus lastres ideológicos para alcanzar la estatura de la sociedad nueva, son los que para sobrevivir hurtan tiempo de la jornada y piezas de repuesto en la fábrica. Los impecables policías de los 70, han devenido enemigos irreconciliables de muchos personajes acuñados por los novísimos. Aquella Vivian desvirgada por Senel Paz en un lóbrego cuartucho lleno de poesía bien pudiera ser la hermana mayor de la Merchy que Raúl Aguiar prostituye mientras se evade hacia las visiones luminosas de su infancia ya ida para eludir el asco.

Si algún silencio persiste, no será culpable la censura. En definitiva, como ocurrió a sus homólogos norteamericanos con el Ulyses de Joyce, el silencio sólo han conseguido prestigiar el Paradiso de Lezama. Una censura omnipresente en los medios masivos de difusión, pero que se atenúa exponencialmente al decrecer el número de ejemplares. Bien sabe que un chiste indeseable frente a cuatro millones de teleespectadores es más peligroso que un poemario. El chiste y la política operan en lo inmediato. La literatura, fondista por definición, trata de asaltar la eternidad. Como resultado, una autocensura que, al menos entre los narradores más jóvenes, es tan rara como un caso de viruelas. Hablamos, por supuesto, de autocensura inducida; excluyéndose la que dimana de las propias convicciones y prejuicios. Mientras, una censura del mercado que desapareció durante tres décadas, asoma ahora la nariz, dada la escasez de papel que ha obligado a los narradores cubanos a buscar editores allende los mares.

Perdidos el asombro y la inocencia, madura la distancia histórica que permite calibrar los cómo y los por qué de su circunstancia histórico‑social, alcanzado un dominio de sus recursos técnicos, plena de diversidad y teniendo a la mano una de las materias primas históricas y socio‑culturales más ricas y contradictorias del planeta, la narrativa cubana contemporánea  constituye hoy, a juicio del crítico y narrador mexicano Hernán Lara Zavala, el corpus más interesante y prometedor de la literatura contemporánea en el continente.

Una narrativa con voz propia, pero sin micrófono. Carente de medios de difusión que sacien  a la impresionante masa de lectores conformada durante tres decenios de alfabetismo, ediciones masivas, instrucción generalizada y libros baratos.  Una narrativa condenada a ediciones minúsculas  o extranjeras y plaquettes sólo aptas para cuentos cortos. Una narrativa que, en su mejor momento, se debate entre proyectarse al exterior o condenarse al manuscrito. Para bien o para mal: la ganancia de un lector universal y la pérdida de su lector más natural y cómplice: el de aquí y ahora.

¿Y desde cuándo se escriben cosas así en Cuba? —preguntó un prestigioso profesor de la Universidad Nacional Autónoma de México luego de una lectura de tres cuentistas cubanos. Aún no tenía noticias del feliz divorcio entre la nueva narrativa y algún que otro paradigma idílico. Ni del compromiso entre cada narrador y su próxima página.

 

Crónica de la inocencia perdida”. “Encuentro sobre el Cuento en la Literatura Cubana”; en: Encuentro de la Cultura Cubana, n.º 1, verano, 1996, pp. 121-127.

 


[1]Fernández Larrea, Ramón: El pasado del cielo. Ed. Unión. La Habana, 1987. p. 81

[2]Soler, Rafael: Noche de fósforos. Ed. Arte y Literatura. La Habana, 1976. pp. 37-39

[3]Ex-Vicepresidente del Consejo de Estado y de Ministros.

[4]Padura, Leonardo: El derecho de nacer, en: La Gaceta de Cuba. La Habana, marzo-abril, 1992. p. 41

[5]Rama, Angel: Diez problemas para el novelista latinoamericano, en: Casa de las Américas. La Habana. p. 41





Complicidad misteriosa

16 09 1996

Suelo leer con placer en estas páginas los artículos de Manuel María Morales Cuesta, quien hace poco, en «Escritura automática» hiló interesantes reflexiones sobre el ejercicio literario. Afirmaba que «hacer arte con palabras es dejarse llevar, casi mecánicamente, sin ser demasiado consciente de lo que se está escribiendo (…) trabajar con disciplina pero sin demasiada premeditación». Y de ahí al concepto de escritura automática, que deja brotar el subconsciente, de modo que al cabo es posible que ni el propio autor sea capaz de otorgar una explicación lógica a lo que ha construido artísticamente desde la mente creadora.

La intuición no es sino un modo subconsciente de metabolizar la realidad (todas las realidades posibles, incluso la imaginada). Pero no el único. Por el contrario que el carpintero, quien selecciona la herramienta exacta para convertir la madera en mueble; el instrumento encoge al artista. Dotado de una sensibilidad especial para percibir su circunstancia, una sensibilidad que le permite «descubrir» trasfondos que a otros quedan ocultos bajo la superficie de las apariencias; la propia forma de aprehender el mundo, determina las herramientas mediante las cuales lo convertirá en literatura: intuición pura o deducción pura (casos raros y extremos), aunque lo más frecuente es la combinación de ambas en diferentes dosis. Si en algunos poetas precoces la intuición es determinante, alimentando la mitología del artista como médium; en Thomas Mann, Huxley, Carlos Fuentes o Alejo Carpentier, por ejemplo, el factor deductivo condiciona toda la obra. Y eso no les exime del trabajo subconsciente. Estos arquitectos de la literatura, que edifican sus obras como catedrales, partiendo de un plano exacto y un propósito muy determinado, suelen dedicar años a la búsqueda de información, el diseño de los personajes, la minuciosa visita a los escenarios ─recordemos a Dostoievski contando los escalones de la casa donde se cometería el asesinato de Crimen y castigo─; pero antes de sentarse a escribir, toda esa información tiene que estar asumida, metabolizada, de modo que el factor subjetivo, la intuición que selecciona y condensa, actúe como piedra filosofal. Ni siquiera estos autores, los más «racionales», pueden escribir con sus notas en el atril, como quien obedece a una partitura. Deben tener oído para improvisar las variaciones que su subconsciente les dicte.

Muchos poetas, sobre todo los más precoces, más que entender o interpretar la realidad, la presienten, de modo que en ellos el concepto tradicional de «sabiduría» o la dotación cultural, no son determinantes. Por decirlo de algun modo, no perciben con la cabeza, sino con la piel. Quizás esa sea la razón de que la poesía, la música o la pintura, sean más proclives a la precocidad que la novela o el teatro, por no hablar del ensayo. Pintores naif abundan y algunos son notables. Novelistas naif no conozco. Se ha afirmado que quien no es poeta antes de los veinte años, no lo será nunca. Quizás por aquí anden las causas.

Morales Cuesta se refiere en su artículo a la relación comunicativa que puede existir entre autor y lector y aquellos casos en que el concepto de la vida del autor, por ser demasiado poético, no coincide con «la cuadriculada mente de un lector poco sensible». No hay duda de que ese lector «cuadriculado» bien haría en dedicarse al best-seller precocinado con introducción-nudo-desenlace. Pero con frecuencia el grado de comunicación autor-lector lo determina el carácter y la empatía entre la sensibilidad de ambos, no su dosis. Hay grandes autores que nos dejan indiferentes; mientras con otros establecemos una complicidad inmediata y misteriosa. Quizás en ello resida el rotundo fracaso de las listas de «los 100 libros que usted no puede dejar de leer»; porque no se trata de inventariar autores, sino de encontrar amigos.

“Complicidad misteriosa”; en: Diario de Jaén, Jaén, España, 16 de septiembre,  1996, p. 15.





Extranjero

4 12 1995

Extranjero es una palabra rara y polivalente, que ha servido incluso para titular libros y grupos de rock. Para un espartano, extranjero era el ateniense que habitaba, por así decirlo, a la vuelta de la esquina. Con el tiempo, todos terminaron siendo griegos. Extranjero era, entre los romanos, un concepto geopolítico: un romano de pura cepa podía nacer en las Galias o en Hispania, mientras el advenimiento de un bárbaro podía ocurrir a los pies del Coliseo, sin que por ello dejara de ser extranjero, lo que en este caso equivalía a extraño, ajeno. En las colonias españolas de Hispanoamérica, el criollo, nacido en el Nuevo Mundo, sin importar que sus padres fueran castellanos viejos, por razones geográficas (que a la larga se convirtieron en razones económicas y, más tarde, políticas, militares) no tenía acceso a numerosos cargos públicos. Era extranjero. Extranjero en su propia tierra.

En países como Suiza, para que a un extranjero se le conceda la ciudadanía —únicamente al estar casado con un ciudadano suizo—, debe reunirse el consejo de la localidad donde nació el cónyuge, valorar los méritos y deméritos del aspirante a la suizificación, y decidir, a puro voto democrático, si el tal tiene derecho o no a la eximia nacionalidad de las vacas alpinas y los quesos Emmental. Incluso en junio del 94, durante un referéndum sobre si se le concedía o no la nacionalidad a los hijos y nietos de inmigrantes nacidos en el país (y que sólo hablan alemán, francés o italiano, no su idioma de origen), más de la mitad de los suizos dijeron que no. De modo que siguen siendo extranjeros en la tierra donde nacieron ellos y sus padres. Españoles, croatas o chilenos que jamás han pisado los países de donde, teóricamente, son nativos. La extranjeridad es su condición natural.

He escuchado a algunas personas sentirse orgullosas de su nacionalidad, y creo que ello entraña un absurdo: es puro accidente que yo haya nacido en La Habana y no en Helsinki o en Ulan Bator. No puedo sentirme orgulloso por algo en que no intervine, y que, por tanto, no entraña ningún mérito. Podría, en cambio, sentirme orgulloso de mis obras, de mi condición humana, de mi país o de mi pueblo (lo cual no equivale a mi nacionalidad, mudable, como cualquier rótulo). Y me refiero a esto porque, apreciando los nacionalismos sanos, no excluyentes y que podrían asumirse como una categoría cultural, la salvaguarda de una herencia histórica; detesto los nacionalismos chovinistas, excluyentes, detentados por personas que se atribuyen los méritos de su pueblo gracias a una simple partida de nacimiento. Méritos en los que, con harta frecuencia, no han cooperado en lo absoluto. Y el aprecio superlativo y miope de lo propio viene con asiduidad convoyado por el desprecio a Lo Otro, Lo Extranjero. De modo que la otredad se convierte en un defecto y el otro, el extranjero, pasa a ser el bárbaro de los romanos, excluible, inferior.

La historia demuestra que la nación pervive, no el país. Yugoslavia fue un país, como la Unión Soviética o Checoslovaquia. Hoy descubrimos cuantas naciones contenían. O el África Negra, donde impusieron fronteras quienes se repartieron el botín, sin tomar en consideración las verdaderas naciones, sajadas a mansalva por esas líneas trazadas en los mapas. Pero la nación, la verdadera nación, que parte del auto reconocimiento de una herencia cultural e histórica, no cree en esas demarcaciones artificiales, y un yoruba sigue siendo yoruba antes que senegalés.

Pero ni siquiera la nación, a nivel individual, es determinista. La historia está llena de travestismos nacionales. ¿Era Conrad un escritor polaco o inglés? Y  Nabokov: ¿norteamericano o ruso? ¿Y esa Gertrudis Gómez de Avellaneda, nacida en el Camagüey cubano, cuya obra se imparte en los cursos de literatura española? Demasiados ejemplos demuestran que incluso la nacionalidad puede ser una vocación: la del hombre que asume la nacionalidad (y no sólo la ciudadanía) del sitio donde halla la plenitud y la felicidad, es decir, su lugar (suyo, intransferible) en el planeta. De modo que, con frecuencia, la llamada cultura nacional está minada de extranjeros. Sin ir más lejos: el mayor acontecimiento de la historia española, el descubrimiento de América —llamémosle así para abreviar— fue obra de un extranjero, que quizás (antes de la ignominia, el desprecio y las cadenas) se sintiera más extranjero en su tierra natal. O el Napoleón francés, que era corso. Y el Napoleón alemán, Adolf Hitler, que era austríaco. Demasiados accidentes hacen sospechar que la cultura y la historia nacionales son más internacionales de lo que se piensa. Y el Hitler ruso, que era georgiano.

Tantos criterios encontrados, definiciones incompletas y romas, me inducen una duda esencial: ¿qué es por fin extranjero? Y no acabo de concretarlo en una categoría geográfica o legal, en un pasaporte, una raza o un idioma. Y por eso prefiero asumir como sinónimo de extranjero una palabra inglesa: alien. Y alien es sólo aquel que reniega de los valores universales que la raza humana:  comprensión, sabiduría, amor y tolerancia; extranjero quien pretenda confirmar el yo a costa del no yo, quien se asuma centro para instaurar la periferia, quien destruya puentes y tapie puertas, pretendiendo quizás (iluso de él) vestir de ajeno lo que ocurra en cualquier otro lugar del planeta, más allá de su miope geografía; en un planeta cada vez más pequeño, cada vez más cercano. Extranjero es quien no entiende que el hambre de los indígenas bolivianos y peruanos coloca la cocaína a la puerta de nuestras escuelas. El que no escucha a John Donne cuando advertía que siempre que las campanas están doblando, no importa por quién sea, doblan por ti.

El resto, somos ciudadanos de hecho y derecho, nacidos y criados en la nación de los seres humanos: este maltratado  planeta.

 

“Extranjero; en: Diario de Jaén, Jaén, España, 4 de diciembre, 1995, p. 18./ “Extranjero; en: Cubaencuentro 19 /04/2002 http://arch.cubaencuentro.com/sociedad/2002/04/19/7446.html

 





Una guantanamera en Jaén

3 10 1995

Guantanamera no es sólo una canción internacionalmente conocida, es también una mujer nacida en la ciudad de Guantánamo, al oriente de Cuba, y ahora una película de Tomás Gutiérrez Alea, cuya película precedente, Fresa y Chocolate, nominada al Oscar, auguraba un éxito de público y crítica en esta ocasión.

Heredera de una vieja comedia del propio Alea, La muerte de un burócrata, incluso en el tema de la muerte y la burocracia de la muerte, en Guantanamera no escasean las virtudes: excelentes actuaciones de los protagónicos, un ritmo ágil a pesar de la interminable sucesión de pueblos y ciudades, y que decae apenas al final; la sabia combinación de humor (negro, gris, blanco), ternura y reflexión; la elegancia en el tratamiento de situaciones escabrosas; la excelente construcción del guión y la sustancia de los diálogos que, sin perder la ligereza, eluden gratuidades y excesos. Una fotografía un tanto pobre y repetitiva es su único defecto importante. En suma, equilibrio y contención, a lo que se suma el empleo narrativo de la banda sonora y una oportuna poesía, sin incurrir en aquello de que «los cubanos, cuando hablan en serio, lo hacen en tiempo de bolero». Esta película, divertidamente seria, es un son.

Pero es en lo conceptual donde Guantanamera se convierte en una lección magistral. Europa raras veces mira hacia Cuba con ambos ojos. Emplea el ojo derecho para tildar a la Isla de infierno, convocando la muerte de Castro como única puerta hacia un modelo de democracia occidental. O emplea un nostálgico ojo izquierdo para reivindicar un paraíso social cuyos conflictos se deben exclusivamente al embargo Made in USA. La película, contada desde dentro, sortea el folclor barato, incluso el político, y se coloca, sin hurtar conflictos ni dificultades, en la verdad cotidiana, carne y sangre de la verdad histórica. Y es el burócrata desasido de la realidad, no porque la ignore, sino porque prefiere ignorarla, dado que no encaja en sus esquemas ideológicos. El ingeniero devenido conductor de camión por escapar a las 1.000 pesetas mensuales de salario como profesional. El pueblo llano que trafica, resuelve, cambia, vende, apaña, en una picaresca cotidiana sin la cual sus perspectivas de supervivencia serían nulas. Pero es, y no curiosamente, el mismo chofer que compra ajos para revender —todo ilegal en Cuba—el que monta a la parturienta, aun contra el burócrata que se niega a modificar su planificación minuciosa de la muerte ante la implani­ficación de un nacimiento, es decir, de la vida. En contraste con el camione­ro que se niega a cobrar la correa del ventilador, «incapaz de aprovecharse de la difícil situación». Treinta años de solidaridad no pasan en vano. Cinco años de profunda crisis económica, tampoco. Y eso es algo que sólo se entiende mirando hacia Cuba con ambos ojos. La miseria ha producido su picaresca del sálvense quien pueda. La alegría innata al pueblo cubano, su capacidad de reírse en primer lugar de sí mismo, desdramatizan la situación y, al cabo, lo salvan, haciendo efectivo aquello de «a mí me matan, pero yo gozo». A contrapelo, la hierática retórica oficial que reitera, consigna tras consigna, los ideales, la patria y, sobre todo, la muerte, que en Cuba se elude con un «Solavaya». Por eso no es raro que, al cabo, el burócrata de Guanta­namera, que elabora discursos con el amor sin amor, se quede solo.

Convertir la muerte, la nostalgia, el drama de un  pueblo entero en una larga sonrisa es la apuesta de Alea, y a juzgar por las reacciones del público, lo ha conseguido. Y más. Una reflexión que rebasa lo fugaz para tocar, sin que la sonrisa se apague, lo trascendente, como en aquel diálogo de los camioneros sobre la asignatura mudable de la Universidad, que empezó llamándose Comunismo Científico, permutó a Socialismo Científico y mañana quizás devenga en Capitalismo Científico; probando una vez más que para una gran zona de la burocracia en el poder las palabras son más importantes que los significados. Pero una leyenda afrocubana les ajusta las cuentas, una leyenda que es quizás el momento de mayor poesía, la imagen y la voz de José Antonio, profunda como una caverna, la lluvia, los tambores sagrados, las figuras que se mueven difuminadas tras la cortina de agua traman las múltiples lecturas de  esa historia sobre los tiempos en que Oloffi hizo la vida, pero se le olvidó hacer la muerte, y el mundo se llenó de viejos que tenían miles de años y seguían mandando de acuerdo con sus viejas leyes, hasta que un diluvio enviado por Ikú barrió de la tierra a cuantos fueran incapaces de trepar a los altos montes y los árboles para salvarse. De modo que sólo los niños y los jóvenes sobrevivieron. Y desde entonces quedó abolida la inmortalidad. Y gracias a ello, gracias a la muerte, a la sabiduría y al humor, Alea nos regala esta Guantanamera, que ya no es de Guantánamo, sino de todos nosotros.

 

“Una guantanamera en Jaén; en: Diario de Jaén, Jaén, España, 3 de octubre, 1995.

 





Cruce de Caminos

1 04 1995

Al Oeste, siempre al Oeste, es el ineluctable camino de la salvación para el peregrino que ha puesto en Santiago, durante siglos, el perdón de sus culpas, la eclosión de algún sueño, el saber que no sólo de letras se compone, la paz, el equilibrio justo entre ese cosmos que contiene la piel y el otro, que sólo la piel del universo acota. De caminos está compuesta la historia del hombre: rutas de la seda y la especiería, ruta de América, del oro, mitificada por el western. Aventureros, descubridores, peregrinos, misioneros, comerciantes: una red de senderos que configuran la faz del planeta con tanta exactitud como los paralelos y los meridianos. Oro, sabiduría y fe: móviles de una larga aventura que ha abierto puertas y ha traspuesto confines. Pero no han sido esos los móviles de los pueblos, pavimentando las grandes avenidas de la (e)migración humana: judíos, rusos, españoles, chilenos, argentinos o cubanos en diáspora; peninsulares repoblando Sudamérica, italianos en Nueva York, turcos en Alemania, magrebíes hispanos, japoneses de Sao Paulo, o los 25 millones de hispanohablantes que despiertan entre sudores al buen ciudadano de Oklahoma, más yankee que el Yankee Stadium, con la premonición de un presidente de los Estados Unidos Anglosajones de América: un tal Martínez o Fernández.

La misma fuerza que impulsa al chotacabras americano a lo largo de 11.200 km. entre el Yukón y la Argentina, mueve a los pueblos: el miedo, la esperanza y el hambre. O el destierro forzoso que pobló Australia y el sincretismo cultural americano a bordo de los barcos negreros. Ya de paso: la samba, el jazz, la salsa.

¿Sería posible explicar España sin Al-Andalus? ¿O la historia latinoamericana sin la herencia del caudillismo español? ¿O Norteamérica sin el hambre italiana del siglo XIX? ¿O las mezquitas de Frankfurt, las sinagogas de Montreal, los templos católicos de Taiwán? ¿Sería posible explicar este planeta? La respuesta es tan obvia como una pizzería de Manhattan o el pulpo a la gallega que probé por primera vez en una taberna de Ginebra.

Hoy, en la era de los vuelos charter, dos caminos se cruzan: el turismo de la opulencia y el turismo del hambre. A los pies del primero tienden alfombras los empresarios y gobiernos de todos los pelajes ideológicos. Ya se puede conocer (al mejor estilo de los libros condensados del Readers Digest) Europa en una semana y el Caribe todo en un week end. Frente a un turista japonés, Marco Polo era un niño de teta. Pero no censuro al japonés que hay tras cada cámara. Más bien dudo: ¿Es preferible malconocer al otro que desconocerlo? ¿O más vale evitar las indigestiones de folclor precocinado y paisajes premeditadamente inolvidables?

Ante el otro turismo, el que carece de agencias y programas, el turismo de la supervivencia, nuevas cortinas de hierro levantan quienes celebraron el derrumbe de las otras. Trampas se tienden en los aeropuertos, alambradas de sospechas ocupan las fronteras. El Otro es el enemigo. La Otredad, un delito. Una muralla de visados y aduanas protege las nuevas ciudades-estados contra los bárbaros del sur que intentan el asalto del hambre a la esperanza: de Sur a Norte. Pero una vez más se confirma que el hambre y la esperanza son más fuertes que cualquier muralla, más ingeniosos que el bienestar. Ya la aldea planetaria es demasiado pequeña. De nada valdrá parapetarse tras un pasaporte. Sólo abolir los puntos cardinales regulará la marea. Si no helara en Canadá, el chorlito dorado chico no transitaría 13.000 km. para anidar en la Amazonia.

“Cruce de caminos”; en: Cuadernos del Camino de Santiago, n.º 8, Santiago de Compostela, España, primavera, 1995, p. 71.





La Historia: ese personaje

30 09 1993

“La historia de Nuestra América pesa mucho

sobre el presente del hombre latinoamericano,

mucho más  que el pasado europeo sobre el hombre europeo”[1].

Alejo Carpentier

 

Afirmación polémica que inoculará en algunos ciertos recelos sobre la naturaleza apacible de estas reflexiones, y posiblemente tengan razón.

Tres milenios de memoria histórica equivalen a tres milenios de memoria cultural. Difícil sería menospreciar su peso sobre el hombre europeo, la gravedad que confiere a su cultura, bien distante de la levedad —casi diríamos el júbilo— de la nueva narrativa americana.

Pero por otro lado, dado el proceso de plena cocción en que se haya nuestra historia, hay una dosis nada despreciable de razón en la frase de Carpentier. Si para el hombre europeo la historia que desayuna en los periódicos es, en buena medida, como el paisaje que discurre por las ventanillas del tren sin alterar sustancialmente su marcha, para el hombre americano la historia del ayer inmediato —léase los resultados de hoy—, o la que se fragua cada día, y cuyos resultados recaerán sobre él a más tardar mañana, condicionan no sólo sus circunstancias culturales, sino su modus vivendi, y en ocasiones su propia supervivencia.

De ahí que la historia sea, para el hombre americano, más que una larga sucesión de fechas y nombres y batallas, un transeúnte apresurado con el que tropieza cada día en ciudades que crecen con la voracidad de incendios.

Pero esa omnipresencia de la historia no se traduce de inmediato en materia culturalmente digerida;  quizás porque la cultura, como la anaconda, requiere para sus digestiones un lapso de sosiego hurtado al tráfago perentorio de la selva.

Naciones las nuestras que no resistieron, durante su adolescencia, la tentación de “parecerse a sus mayores”, de ahí que

“…por razones muy diversas, nuestros grandes narradores del pasado —que de hecho los tuvimos— no llegaron a percibir, y seguramente a sentir, la realidad de nuestro continente en su exacta significación y en su justo significado. Mas no se trataría propiamente de una incapacidad intrínseca, sino  más bien de una actitud histórica y, por histórica, ideológica. No podemos perder de vista, por una parte, nuestra condición de mestizos, y por otra nuestro origen colonial. Lo primero supone una novedad esencial, para comprender la cual no siempre se está dispuesto ni se posee la sensibilidad indispensable. En cuanto a lo segundo, significa un peso demasiado grande sobre la conciencia intelectual de los pueblos y los hombres de América, tanto, que ha sido necesario mucho tiempo, y que en el mismo ocurriesen muchas cosas, para empezar a deslastrarnos de ese enorme fardo.(…) Pero es evidente que en la visión e interpretación de esa realidad se colaron —porque tenían que colarse— ingredientes deformantes y mistificadores que dieron, inevitablemente, una imagen, o bien imperfecta, o bien incompleta, de nuestra esencia continental.(…) Y en una operación lamentable, pero hoy fácilmente comprensible, muchos de nuestros escritores y artistas cayeron, sin darse cuenta, en la trampa de un sui generis neocolonialismo. Y así surgieron un arte y una literatura que pretendían expresar nuestras esencias americanas, pero con una óptica europea, y lo que es más triste, con el definido propósito de  mostrar al extranjero lo que se juzgaba más atractivo de nuestro mundo: su faz pintoresca, y por ello mismo inevitablemente superficial”[2].

A esta visión prestada de nuestra historia, que, salvo excepciones, no pasó de figurante en la literatura americana previa al siglo XX, sucede una voluntad cada vez más consciente de concederle un papel protagónico en la narrativa continental, que “ha ido enfrentándose a la realidad en los distintos modos y en los distintos sistemas de expresión formal correspondientes también a los distintos tiempos, y ha tratado de ofrecer imágenes coherentes de ella”.[3] El camino, por supuesto, no ha sido rectilíneo. Ha habido intentos fallidos, cauces ciegos, búsquedas de la autenticidad que se sumieron, casi sin darse cuenta, en un localismo ajeno a la universalidad —automática, nunca premeditada— que signa desde siempre las obras que han devenido patrimonio de todos los hombres. Pero los ingredientes de una cultura mestiza no se mezclan de la noche a la mañana por voluntad o decreto. Si “…los problemas centrales que se planteó la novela naturalista (…) fue una problemática moral, más que social”[4], como acertadamente afirma Ángel Rama, ya desde Las lanzas coloradas de Arturo Uslar Pietri (1931) y El reino de este mundo (1949) de Alejo Carpentier, la historia deviene definitivamente personaje de nuestras literaturas en obras que alcanzan la tesitura de Yo el Supremo (Roa Bastos), la trilogía de Miguel Ángel Asturias, La guerra del fin del mundo  (Vargas Llosa), El siglo de las luces (Carpentier) y sobre todo Terra Nostra (Carlos Fuentes), por sólo citar algunos casos. Línea que lejos de extinguirse con el auge de una narrativa de lo cotidiano y los afanes experimentales, continúa en las obras de Abel Posse, Denzil Romero, Lisandro Otero, Francisco Herrera Luque y cuando menos una docena más de narradores americanos.

Se ha insistido en considerar la historia como argumento, como materia prima de la cual se nutren los personajes; pero en una buena parte de la narrativa latinoamericana eso es sólo parcialmente cierto, cuando no diametralmente falso. En una novela como El siglo de las luces no son Esteban o Sofía o Víctor Hughes los personajes protagónicos. Ellos tan sólo cumplen un papel, declaman los parlamentos que les dicta desde la concha el personaje principal: la historia. ¿Quién es, sino la historia, esta vez en toda su pluralidad de mitos y tradiciones y herencias culturales cruzadas, el personaje protagónico de Terra Nostra?

Por tanto, “la novela que utiliza el acontecimiento histórico como tema, y que parte de una previa investigación de los hechos que han de novelizarse, en persecución de un rigor histórico que sirva de fundamento al texto novelesco…”[5], es rebasada al alcanzar la historia papeles protagónicos, aún cuando lo disimule en personajes que no son sino sus artilugios.

De modo que si coincidimos —y por lo general coincidimos— con Tibaudet en el sentido de que el argumento no tiene valor artístico, “sino como medio de llegar a la composición del carácter de los personajes”[6], al devenir la historia personaje dentro de la narrativa latinoamericana, demuele cualquier suspicacia.

Hemos evadido conscientemente el término “novela histórica” por tratarse de un rótulo bajo el que comúnmente se presenta aquella que emplea el pasado como materia narrativa. Si bien esto se cumple en una buena parte de la producción que erige a la historia como personaje, hay también otra historia, o protohistoria: la que opera  desde el suceder cotidiano.

“Aristóteles nos dice que la historia nos presenta lo que ha pasado, la literatura, lo que puede pasar, lo que es general y probable, en los aspectos esenciales que el tiempo no puede alterar. Ante la literatura nos hallamos, pues, ante la eternidad de lo probable”[7].

Pero al incluir en el concepto de la historia esa protohistoria que actúa en el presente, resulta ella también “la eternidad de lo probable”. Porque

“La materia de la creación novelesca ha de corresponder necesariamente a la diversidad de los sucesos actuales, con sus frecuentes y desconcertantes acciones, o ha de entregarse a extraer del pasado, según la fórmula de Tairot, ‘aquellos elementos que para el espectador actual no han perdido su capacidad de estímulo directo, o los que han perdido su capacidad emocional para hacernos actuar por vía de contraste’. La diversidad de los temas al fin y al cabo se unifican en el método, en virtud de esa unidad primordial forma‑contenido que constituye un todo irrenunciable”[8].

“Lo que nos importa, y lo que siempre ha importado a la novelística latinoamericana, es este grande, avasallador descubrimiento de lo real en circunstancias determinadas.[9]“, es decir, “…recibir el mensaje de los movimientos humanos, comprobar su presencia, definir, describir su actividad colectiva. (…) en esto (…) se encuentra en nuestra época el papel del escritor.[10]“, aunque Carpentier va más allá cuando afirma:

“Creo que el papel del novelista en este momento, del novelista latinoamericano, está en traducir esas mutaciones, esas transformaciones y esas revoluciones. Una nueva temática multitudinaria, colectiva, espectáculos de lucha y contingencia, de movimientos de masa, de confrontaciones entre grupos humanos, se ofrece al novelista contemporáneo. Creo que la actual novela latinoamericana tiende hacia lo épico. Y la futura novela latinoamericana habrá de ser épica por fuerza”[11].

lo que, de hecho, se ha cumplido, pero tan sólo en una parte de la narrativa continental. Otras tendencias discurren por cauces paralelos, enriqueciéndola.

Si

“La novela —dice Ortega y Gasset— con mucha justicia, es el género literario que mayor cantidad de elementos ajenos al arte puede contener’; es decir, el más capacitado para asimilar e interpretar las peripecias de un instante dado en la evolución humana”[12].

cabría coincidir con Carpentier cuando asegura: “Por lo demás, nunca he podido establecer distingos muy válidos entre la condición del cronista y la del novelista. Al comienzo de la novela, tal como hoy la entendemos, se encuentra la crónica”[13]. O, al decir, de John Updike: “Mi narrativa de ficción  sobre la vida diaria de gente normal contiene más historia que los libros de historia…”[14]. Claro que también “En mi opinión, la realidad no debe ser más que un trampolín”[15], porque “…el arte es siempre discriminación y selección, en tanto que la vida es toda ella inclusión y confusión”[16].

¿Cómo opera este proceso dentro de la narrativa cubana contemporánea?

Ante todo, un vistazo nos muestra a la última colonia española en tierras americanas, que alcanzó su independencia casi un siglo después que las restantes. Treinta años de la guerra más sangrienta que se entablara en América por la libertad, culminaron en lo que se ha insistido en denominar la guerra hispano‑cubano‑norteamericana, sentando con la Enmienda Platt las bases para un proceso de neocolonización inédito aún en América y que en el plano económico ya venía instaurándose en Cuba desde medio siglo atrás. Durante la primera mitad del XX fueron creciendo la norteamericanización de la sociedad cubana —admitida con júbilo por una burguesía subsidiaria— y un sentimiento antiimperialista de raigambre popular. Caldo de cultivo idóneo para el triunfo, en 1959, de una revolución de marcado acento nacionalista que pondría en práctica, dos años más tarde, un sistema socio‑económico diametralmente distinto al de  las restantes naciones americanas.

De hecho, un siglo de altísima intensidad histórica cuyo reflejo en la literatura no tiene lugar de inmediato en el cuento o la novela, que tras algunos intentos más o menos felices, pero no definitorios, a fines del XIX, cursa por un naturalismo ya en desuso en Europa a inicios del XX. Si fuéramos a indagar en los orígenes de nuestra narrativa, hallaríamos en autores como Miró Argenter, Manuel de la Cruz y en especial en ese nombre mayor de las letras americanas que fue José Martí, una literatura de campaña de altos quilates, deudora de la cual es la literatura testimonial fraguada en la Cuba de los 60, pero no sólo ella, como veremos más adelante. A la literatura de campaña se suma la labor como cronista de José Martí, que va componiendo con su periodismo un enorme fresco de la época. Hacedor él mismo de la historia, sagaz observador de su circunstancia, prosista y poeta cuya muerte lloró Darío, no es raro que los artículos que componen Nuestra América puedan leerse por momentos con la asiduidad de una novela. Y qué decir de su diario de Cabo Haitiano a Dos Ríos, sin dudas la pieza narrativa más alta de la literatura cubana del XIX y una de las mayores de América.

No es hasta 1933, con la publicación de Pedro Blanco, el negrero, de Lino Novas Calvo, su cuentística de los años 40 y, cerrando este despegue magnífico, El reino de este mundo (1949), de Alejo Carpentier; que la historia entra a la narrativa cubana por la puerta ancha.

Hombres sin mujer, de Montenegro y La trampa, de Serpa, se componen del hoy protagonista, que aparece también, aquí y allá, en la cuentística de Hernández Catá, Enrique Labrador Ruiz, Alejo Carpentier —la noveleta El acoso (1956) y Guerra del tiempo (1958) son los más altos ejemplos. Aunque en cuentos como El camino de Santiago, en El reino de este mundo y en Pedro Blanco, el negrero, de Novas Calvo, aparece la historia como rescate, como parte de un proceso mayor de recuperación de la memoria histórica de la raza, adulterada por siglos de colonialismo y mimetismo (que es el peor de los colonialismos). Proceso mayor al que concurre una ensayística no sólo de altos valores reflexivos, sino también composicionales. Don Fernando Ortiz, Lezama Lima, Ramiro Guerra, Jorge Mañach, Moreno Fraginals, etc., van componiendo el paisaje de las ideas, del que se nutrirá la narrativa y viceversa, por un proceso de vasos comunicantes.

Con el advenimiento de la Revolución, confluyen y coexisten en una narrativa que se vuelca ante todo hacia las formas veloces del cuento, tanto ese rescate de la memoria histórica, como la protohistoria en su devenir cotidiano. No es casual que Carpentier apuntara:

“Obsérvese que en la literatura cubana contemporánea, en lo que se refiere a la novelística, al cuento, al relato, hay como una necesidad de pintar el mundo de antes, a la par que el mundo del después. 1959 es crucial…”[17].

E. Wilson y Ángel Rama ya han subrayado el vacío literario que se produce inmediatamente después de todo cambio socio‑político radical. Hacer la historia es en esos casos una ocupación excluyente, que sólo paulatinamente va cediendo paso a la escritura, comenzando por la crónica, el menos reflexivo pero el más cercano a la narrativa de los géneros periodísticos. Piezas que lindan con el cuento y el relato comienzan a ser publicadas por autores cuya narrativa ya ha sido sancionada por los lectores (Onelio Jorge Cardoso), o por escritores emergentes (Eduardo Heras León, Norberto Fuentes, entre otros) que más tarde escribirán, con las manos recién sacadas del fuego, la narrativa cubana más apegada a la historia en pleno devenir.

Caminos semejantes, determinados por una fuerte transfusión de realidad, cursa la literatura testimonial que, a partir de El Cimarrón, de Miguel Barnet, entra a escena con sólidas credenciales.

Una novelística anémica salvo excepciones se centra en el ayer inmediato (materia histórica ya digerida) y no logra despegar, aunque ciertos momentos la justifiquen. Otra, hecha desde la perspectiva del hoy mismo, ofrece dispares resultados, en ocasiones inolvidables, como algunos pasajes de Memorias del subdesarrollo (Edmundo Desnoes), caso raro de novela superada con creces por la película homónima de Tomás Gutiérrez Alea, uno de los mejores, sino el mejor largometraje cubano. Hasta tal punto que una segunda edición de la novela fue modificada en la dirección de los resultados artísticos del filme.

Es curioso subrayar que en pleno hacer la historia en detrimento de la literatura, dos obras que se venían fraguando desde mucho antes son editadas. No dos obras, sino las dos mayores obras de la narrativa cubana de todos los tiempos: El siglo de las luces (1962) de Alejo Carpentier y Paradiso (1966), de José Lezama Lima.

Pero no es hasta fines de la primera década revolucionaria que la narrativa se repone de la perspectiva abierta por el asombro y literalmente estalla en cuatro libros que son claves para comprender su ulterior evolución: Los años duros, de Jesús Díaz, Condenados de Condado, de Norberto Fuentes más La guerra tuvo seis nombres y Los pasos en la hierba de Eduardo Heras León, todos ellos colecciones de cuentos. Literatura de la violencia, donde la guerra, y por tanto la historia, es el personaje protagónico. Conflictos de alto dramatismo, formas rítmicas veloces y lenguaje de sobreentendidos que implica una complicidad, una comunidad de vivencias entre el lector y el escritor, es una cuentística más babeliana que hemingweyana, cruda, incisiva, y que evade la mitificación de la guerra mediante una disección participante y crítica a la vez de la realidad narrada. Una literatura que tendrá sus continuadores directos durante los 80: Montañas, de Miguel Mejides, da inicio a lo que podría llamarse “la literatura de la otra guerra”, con los sucesos de Angola y en menor medida de Etiopía y Nicaragua, como catalizadores y protagonistas de los conflictos. Aunque esta segunda literatura de la violencia conjuga una búsqueda de los resortes morales y éticos del hombre, que será la tónica de la narrativa más reciente.

Como epílogo, La última mujer y el próximo combate, novela de Manuel Cofiño, inicia en los 70, lo que Ambrosio Fornet llamaría “el quinquenio gris” de la literatura cubana.

Durante la segunda mitad de los 70 irrumpe en nuestra novelística José Soler Puig, que va componiendo, mediante libros como El pan dormido, una crónica tenaz de Santiago de Cuba, que entra con él como ciudad en la literatura. De Santiago es también —hijo de gato caza ratones— Rafael Soler. Sus libros Noche de fósforos y Campamento de artillería inauguran la nueva épica, literatura del cambio donde el suceder cotidiano, las transformaciones no (explícitamente) violentas de la sociedad, confluyen con las búsquedas ético‑morales de los personajes.

Al mismo tiempo, se produce una nutrida —aunque no con frecuencia feliz— novelística que indaga en los resortes del pasado, e ilumina zonas no exploradas por la literatura.

Los 80 equivalen a un segundo aire dentro de la narrativa cubana contemporánea. Literatura rica en matices, diversa desde el punto de vista formal, enfocada esencialmente hacia lo cotidiano, excluye, por lo general, la concisión anecdótica de los narradores de la violencia, dado que aquí la anécdota no es más que una justificación para el planteamiento de acuciosas inquietudes éticas.

En esta narrativa de los 80, la historia, o la protohistoria, asume un lugar clave desde la perspectiva de lo cotidiano. Libros como Donjuanes de Reinaldo Montero, Se permuta esta casa, de Guillermo Vidal, Un tema para el griego de Jorge Luis Hernández, o Cuestión de principios de Eduardo Heras, por sólo citar algunos ejemplos, develan los resortes de la historia que será, en una zona de riesgo, dado de que “Lo que representamos no es la realidad misma, sino fragmentos y parcelas de realidad reflejadas por nuestro narrar”[18]. Riesgos de los que no siempre se salva, dado que

“…el novelista corre el riesgo de convertir su obra en una mera acumulación sociológica, preocupado solamente por su significado ideológico con desmedro de su valor estético. La confusión puede ocurrir cuando se olvida que el arte acciona por el mecanismo sicológico del sentimiento, proceso en el cual suele ser cualidad adventicia el entendimiento. Por aquella posibilidad de incluir elementos ajenos al arte que Ortega hacía referencia, los peligros son siempre mayores para la novela que para ningún otro género literario. Por eso han de ser mayores los resguardos del novelista”[19].

Aunque el riesgo mayor, el de una literatura fugazmente inmediata y que será, por lo mismo, fugaz en la memoria de los lectores, ha sido sagazmente evadido por un puñado de autores, dado que la indagación se produce en los resortes ético‑morales que mueven la circunstancia histórica, no en el anecdotario del día. Su inmanencia reside en ese abordaje, más allá de cualquier consideración temática. Pero no sobran las precauciones, ni prestar oído a las advertencias que ya nos hacía Carpentier:

“…¿Qué lenguaje es ese? El de la historia que se produce en torno a él, que se construye en torno a él, que se crea alrededor de sí, que se afirma en derredor suyo. No se trata, evidentemente, de tomar la prensa de todos los días y sacar de ella una conclusión literaria, sino que se trata de ver, de percibir lo que, en su propio medio, le concierne a uno directamente, y de mantener la cabeza suficientemente fría como para poder escoger entre los diferentes compromisos que nos solicitan.

‘Los peligros son grandes, lo sé. Hay malos compromisos. (…) Uno puede equivocarse y hasta muy seriamente. Dejar en ello el fruto de toda una vida intelectual”[20].

Y precaverse no significa cejar ni dedicarse a una literatura menos “comprometida”, menos arriesgada —sobre todo ante la perspectiva de una materia narrativa no sancionada por el dictamen del tiempo—, equivale a asumir, como un buen buzo o un paracaidista, los riesgos del oficio, porque

“Apropiarse del mundo es apropiarse de la realidad, pero es, más que nada, descubrirla. El novelista es un aventurero, un explorador de la realidad: no la recibe consolidada y explicada, no la recibe interpretada; a él cabe hallarla, y la halla en los lugares menos publicitados, muchas veces en los más esquivos. Y encontrarla es lo mismo que explicarla, ambas funciones corren paralelas, y ellas a su vez deben entroncar con las raíces subjetivas. Se busca lo que se ha de encontrar”[21].

y los que miran desde la platea a quienes ejercemos el oficio de las palabras, jamás podrán adivinar lo que para nosotros es riesgo de cada día: una página desnuda es una zona en blanco, una cartografía inédita. Los ríos espumosos aparecen de repente, al doblar un recodo; los puentes se levantan sobre la marcha; los cruzas y se esfuman.  No hay señalización ni caminos, ni coordenadas, ni señales. No hay a quien preguntar en esa tierra de nadie que es la literatura. Todo puede ocurrir.

 

“La historia: ese personaje”; en: El Caimán Barbudo, año 27, Ed. 274, julio-septiembre, 1993, pp. 27‑29./ “La historia: ese personaje”; en: Revista El centavo, Morelia, México. v. XVI, enero, 1993, pp. 6‑10.

 


[1]Chao, Ramón. Palabras en el tiempo de Alejo Carpentier Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1985. p. 43

 

[2]Márquez Rodríguez, Alexis: La Luna de Fausto y la nueva novela histórica latinoamericana, en: Casa de las Américas No. 144 La Habana, mayo‑junio, 1983. p. 172‑173

[3]Rama, Angel. Diez problemas para el novelista latinoamericano, en: Casa de las Américas Número Extraordinario: Diez años de la revista Casa de las Américas (1960‑1970) La Habana, julio de 1970 p. 34

[4]Idem. p. 35

[5]Márquez Rodríguez, Alexis. Op. Cit. p. 174

[6]Henríquez Ureña, Camila. Esencia y forma del arte novelístico, en: Esencia y forma del arte novelístico Ministerio de Cultura. La Habana, 1980 p. 25

[7]Henríquez Ureña, Camila. Invitación a la lectura Ed. Pueblo y Educación. La Habana, 1975. p. 15

[8]Agosti, Héctor P. Los problemas de la novela, en: Defensa del realismo. Ed. Lautaro. Buenos Aires, 1963. p. 90‑91

[9]Rama, Angel. Op. Cit. p. 34

[10]Carpentier, Alejo. Papel social del novelista, en: La novela latinoamericana en vísperas de un nuevo siglo. Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1985. p. 178‑179

[11]Carpentier, Alejo. Un camino de medio siglo, en: Razón de ser. Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1985 p. 36

[12]Agosti, Héctor P. Op. Cit. p. 86‑87

[13]Carpentier, Alejo. La novela latinoamericana en vísperas de un nuevo siglo. Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1985. p. 160

[14]Updike, John. En: Conversaciones con los escritores The Paris Review, 1974. p. 346

[15]Flaubert, Gustave. Carta a Iván Turgueniev, en: Miriam Allot: Los novelistas y la novela Ed. Seix Barral. Barcelona, 1965 p. 234

[16]James, Henry. En: Idem. p. 402

[17]Chao, Ramón. Op. Cit. p. 30

[18]Conrad Kurz, Paul; Metamorfosis de la novela, en: Esencia y forma del arte novelístico. Ministerio de Cultura. La Habana, 1980. p. 62‑63

[19]Agosti, Héctor P.; Op. Cit., p. 89

[20]Carpentier, Alejo. Papel social del novelista, en: La novela latinoamericana en vísperas de un nuevo siglo. Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1985. p. 177

[21]Rama, Ángel; Op. Cit., p. 31