Suelo leer con placer en estas páginas los artículos de Manuel María Morales Cuesta, quien hace poco, en «Escritura automática» hiló interesantes reflexiones sobre el ejercicio literario. Afirmaba que «hacer arte con palabras es dejarse llevar, casi mecánicamente, sin ser demasiado consciente de lo que se está escribiendo (…) trabajar con disciplina pero sin demasiada premeditación». Y de ahí al concepto de escritura automática, que deja brotar el subconsciente, de modo que al cabo es posible que ni el propio autor sea capaz de otorgar una explicación lógica a lo que ha construido artísticamente desde la mente creadora.
La intuición no es sino un modo subconsciente de metabolizar la realidad (todas las realidades posibles, incluso la imaginada). Pero no el único. Por el contrario que el carpintero, quien selecciona la herramienta exacta para convertir la madera en mueble; el instrumento encoge al artista. Dotado de una sensibilidad especial para percibir su circunstancia, una sensibilidad que le permite «descubrir» trasfondos que a otros quedan ocultos bajo la superficie de las apariencias; la propia forma de aprehender el mundo, determina las herramientas mediante las cuales lo convertirá en literatura: intuición pura o deducción pura (casos raros y extremos), aunque lo más frecuente es la combinación de ambas en diferentes dosis. Si en algunos poetas precoces la intuición es determinante, alimentando la mitología del artista como médium; en Thomas Mann, Huxley, Carlos Fuentes o Alejo Carpentier, por ejemplo, el factor deductivo condiciona toda la obra. Y eso no les exime del trabajo subconsciente. Estos arquitectos de la literatura, que edifican sus obras como catedrales, partiendo de un plano exacto y un propósito muy determinado, suelen dedicar años a la búsqueda de información, el diseño de los personajes, la minuciosa visita a los escenarios ─recordemos a Dostoievski contando los escalones de la casa donde se cometería el asesinato de Crimen y castigo─; pero antes de sentarse a escribir, toda esa información tiene que estar asumida, metabolizada, de modo que el factor subjetivo, la intuición que selecciona y condensa, actúe como piedra filosofal. Ni siquiera estos autores, los más «racionales», pueden escribir con sus notas en el atril, como quien obedece a una partitura. Deben tener oído para improvisar las variaciones que su subconsciente les dicte.
Muchos poetas, sobre todo los más precoces, más que entender o interpretar la realidad, la presienten, de modo que en ellos el concepto tradicional de «sabiduría» o la dotación cultural, no son determinantes. Por decirlo de algun modo, no perciben con la cabeza, sino con la piel. Quizás esa sea la razón de que la poesía, la música o la pintura, sean más proclives a la precocidad que la novela o el teatro, por no hablar del ensayo. Pintores naif abundan y algunos son notables. Novelistas naif no conozco. Se ha afirmado que quien no es poeta antes de los veinte años, no lo será nunca. Quizás por aquí anden las causas.
Morales Cuesta se refiere en su artículo a la relación comunicativa que puede existir entre autor y lector y aquellos casos en que el concepto de la vida del autor, por ser demasiado poético, no coincide con «la cuadriculada mente de un lector poco sensible». No hay duda de que ese lector «cuadriculado» bien haría en dedicarse al best-seller precocinado con introducción-nudo-desenlace. Pero con frecuencia el grado de comunicación autor-lector lo determina el carácter y la empatía entre la sensibilidad de ambos, no su dosis. Hay grandes autores que nos dejan indiferentes; mientras con otros establecemos una complicidad inmediata y misteriosa. Quizás en ello resida el rotundo fracaso de las listas de «los 100 libros que usted no puede dejar de leer»; porque no se trata de inventariar autores, sino de encontrar amigos.
“Complicidad misteriosa”; en: Diario de Jaén, Jaén, España, 16 de septiembre, 1996, p. 15.
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