Guantanamera no es sólo una canción internacionalmente conocida, es también una mujer nacida en la ciudad de Guantánamo, al oriente de Cuba, y ahora una película de Tomás Gutiérrez Alea, cuya película precedente, Fresa y Chocolate, nominada al Oscar, auguraba un éxito de público y crítica en esta ocasión.
Heredera de una vieja comedia del propio Alea, La muerte de un burócrata, incluso en el tema de la muerte y la burocracia de la muerte, en Guantanamera no escasean las virtudes: excelentes actuaciones de los protagónicos, un ritmo ágil a pesar de la interminable sucesión de pueblos y ciudades, y que decae apenas al final; la sabia combinación de humor (negro, gris, blanco), ternura y reflexión; la elegancia en el tratamiento de situaciones escabrosas; la excelente construcción del guión y la sustancia de los diálogos que, sin perder la ligereza, eluden gratuidades y excesos. Una fotografía un tanto pobre y repetitiva es su único defecto importante. En suma, equilibrio y contención, a lo que se suma el empleo narrativo de la banda sonora y una oportuna poesía, sin incurrir en aquello de que «los cubanos, cuando hablan en serio, lo hacen en tiempo de bolero». Esta película, divertidamente seria, es un son.
Pero es en lo conceptual donde Guantanamera se convierte en una lección magistral. Europa raras veces mira hacia Cuba con ambos ojos. Emplea el ojo derecho para tildar a la Isla de infierno, convocando la muerte de Castro como única puerta hacia un modelo de democracia occidental. O emplea un nostálgico ojo izquierdo para reivindicar un paraíso social cuyos conflictos se deben exclusivamente al embargo Made in USA. La película, contada desde dentro, sortea el folclor barato, incluso el político, y se coloca, sin hurtar conflictos ni dificultades, en la verdad cotidiana, carne y sangre de la verdad histórica. Y es el burócrata desasido de la realidad, no porque la ignore, sino porque prefiere ignorarla, dado que no encaja en sus esquemas ideológicos. El ingeniero devenido conductor de camión por escapar a las 1.000 pesetas mensuales de salario como profesional. El pueblo llano que trafica, resuelve, cambia, vende, apaña, en una picaresca cotidiana sin la cual sus perspectivas de supervivencia serían nulas. Pero es, y no curiosamente, el mismo chofer que compra ajos para revender —todo ilegal en Cuba—el que monta a la parturienta, aun contra el burócrata que se niega a modificar su planificación minuciosa de la muerte ante la implanificación de un nacimiento, es decir, de la vida. En contraste con el camionero que se niega a cobrar la correa del ventilador, «incapaz de aprovecharse de la difícil situación». Treinta años de solidaridad no pasan en vano. Cinco años de profunda crisis económica, tampoco. Y eso es algo que sólo se entiende mirando hacia Cuba con ambos ojos. La miseria ha producido su picaresca del sálvense quien pueda. La alegría innata al pueblo cubano, su capacidad de reírse en primer lugar de sí mismo, desdramatizan la situación y, al cabo, lo salvan, haciendo efectivo aquello de «a mí me matan, pero yo gozo». A contrapelo, la hierática retórica oficial que reitera, consigna tras consigna, los ideales, la patria y, sobre todo, la muerte, que en Cuba se elude con un «Solavaya». Por eso no es raro que, al cabo, el burócrata de Guantanamera, que elabora discursos con el amor sin amor, se quede solo.
Convertir la muerte, la nostalgia, el drama de un pueblo entero en una larga sonrisa es la apuesta de Alea, y a juzgar por las reacciones del público, lo ha conseguido. Y más. Una reflexión que rebasa lo fugaz para tocar, sin que la sonrisa se apague, lo trascendente, como en aquel diálogo de los camioneros sobre la asignatura mudable de la Universidad, que empezó llamándose Comunismo Científico, permutó a Socialismo Científico y mañana quizás devenga en Capitalismo Científico; probando una vez más que para una gran zona de la burocracia en el poder las palabras son más importantes que los significados. Pero una leyenda afrocubana les ajusta las cuentas, una leyenda que es quizás el momento de mayor poesía, la imagen y la voz de José Antonio, profunda como una caverna, la lluvia, los tambores sagrados, las figuras que se mueven difuminadas tras la cortina de agua traman las múltiples lecturas de esa historia sobre los tiempos en que Oloffi hizo la vida, pero se le olvidó hacer la muerte, y el mundo se llenó de viejos que tenían miles de años y seguían mandando de acuerdo con sus viejas leyes, hasta que un diluvio enviado por Ikú barrió de la tierra a cuantos fueran incapaces de trepar a los altos montes y los árboles para salvarse. De modo que sólo los niños y los jóvenes sobrevivieron. Y desde entonces quedó abolida la inmortalidad. Y gracias a ello, gracias a la muerte, a la sabiduría y al humor, Alea nos regala esta Guantanamera, que ya no es de Guantánamo, sino de todos nosotros.
“Una guantanamera en Jaén”; en: Diario de Jaén, Jaén, España, 3 de octubre, 1995.
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