“La literatura, mentira práctica,
es una verdad sicológica. Hemos definido
la literatura: La verdad sospechosa.”
Alfonso Reyes; “Apolo o de la literatura”,
en: Ensayos. Ed. Casa de las Américas.
La Habana, 1972. p. 210.
El que no sabe llevar con palabras la cuenta de un suceso, no es cuentista, decía Juan Bosh, aunque él mismo no siempre se ajustara a su axioma. Tras leer este volumen, primera recopilación de los cuentos completos de Carlos Victoria, en una cuidada edición de Aduana Vieja autorizada y revisada por el propio autor (Camaguey, 1950, domiciliado en Miami desde 1980, marielito y podríamos decir que saqueador de vidas ajenas), nos percatamos de que el autor ha fabricado un mundo –cercano, doloroso, tan verosímil que cuesta vencer la tentación de buscar a César y a Adela en las calles, de abandonar unas flores sobre las tumbas de Enrique, de William, de Ricardo- y que, efectivamente, lleva con acierto la cuenta de los sucesos, pero la pregunta es: ¿cómo…?
Aunque obtuvo en 1965 el premio de cuento de El Caimán Barbudo, Carlos Victoria podría ser catalogado como “un escritor del exilio” (si eso existe), dado que, según él mismo confiesa[1], su obra publicada ha sido completamente creada (o al menos redactada, cosa diferente) fuera de la Isla. De su obra escrita en Cuba, sólo pudo recuperar tres libros de poesía y un par de cuentos. La Seguridad del Estado incautó el resto de sus manuscritos. Más tarde, lo escrito desde la salida de su arresto (julio de 1978) hasta mayo de 1980, lo quemó él mismo justo el día antes de abandonar la Isla: dos novelas inconclusas desaparecieron en cuestión de minutos.
Otra pregunta sería: ¿es Carlos Victoria un escritor “del exilio” o una definición de ese calibre sería tan engañosa como las nóminas culturales de La Habana, que durante casi medio siglo han confinado a escritores y artistas en compartimentos estancos de “nuestros” y de “ajenos”, de “camaradas” y “enemigos”, sin percatarse de esa vocación subterránea que tienen los vasos comunicantes? Lo que sin dudas detectará el lector es que estas historias, las lean los “nuestros” o “los otros”, sin importar desde qué orilla se decreten las categorías, logran “traspasar algo del escritor al lector y el poder de su oferta es la medida de su excelencia”[2]. Ciertamente, “la fórmula parece radicar únicamente en la urgencia dolorosa del escritor por comunicar algo que considera importante al lector”[3].
Temas insulares, jardines muy visibles
A la obra narrativa de Carlos Victoria, tanto a sus cuentos como a sus novelas, se ajusta perfectamente la definición del escritor como “un explorador de la realidad: no la recibe consolidada y explicada, no la recibe interpretada; a él cabe hallarla, y la halla en los lugares menos publicitados, muchas veces en los más esquivos”[4]. Y esos lugares son, para Carlos, las trastiendas de la realidad visible, los sótanos, los desagües donde la sociedad intenta ocultar/arrojar sus desechos. Recorrer su obra es asistir a una galería de personajes marginados y marginales, sumergidos en la bruma del alcohol o las drogas, o intentando bracear desesperadamente para escapar de ella. Seres que intentan ser ellos mismos y huir de la maquinaria estandarizadora que pretende cortarlos y editarlos de acuerdo al patrón de una presunta “normalidad”. La huida, ese es el tema. En la obra de Carlos Victoria todos huyen y el exilio es apenas una de sus manifestaciones. De modo que, en síntesis, tres serían sus temas recurrentes, enlazados entre sí por relaciones de causa-efecto: la intolerancia, la inadaptación y el exilio. Tres temas que no son cotos privados de nuestra insularidad transida de política. Temas de siempre, de hoy mismo.
En “El alumno de Lezama” el viejo escritor ha sido marginado por su tibieza política mientras sus jóvenes amigos necesitan un sitio para ser ellos mismos, lo que presupone un espacio social donde ello les está vedado. En “El baile de San Vito” la presión de la intolerancia social transita toda la historia, un punto de partida de la desgracia nacional traducido en asuntos de familia. Un personaje intenta una y otra vez huir del país, otros han decidido quedarse y aspiran apenas a sobrevivir o medrar, el hombre huye de la camisa de fuerza en que se ha convertido el hogar y la mujer pretende apuntalar la estructura doméstica ante la inminencia del derrumbe. Mientras, Adelita es el desasosiego, la duda, la inquietud, la reacción, en proceso de autorreconocimiento, a un entorno opresivo. La censura presente en “Dos actores” y la intolerancia, traducida en prisión, ante la “conducta impropia” de un recluta homosexual en “Liberación”. Lo que a primera vista parece rechazo social del cubano común de la Isla al que viene “de afuera” en “Ana vuelve a Concordia”; aunque el lector sospeche que el rechazo es apenas la expresión más visible y engañosa de la propia frustración ante la miseria de sus vidas. El “nuestro” que evadió el aciago destino nacional para convertirse en “extranjero”, con la carga de estatus social que ese término ha adquirido en Cuba, se convierte entonces en la víctima propiciatoria sobre la que descargar los odios que no podemos dirigir hacia los verdaderos culpables. El hijo pródigo que regresa es el recordatorio de que nosotros también pudimos hacerlo, de que nosotros también pudiéramos ahora estar regresando. Tanto en “El armagedón”, con su mirada a la cárcel, como en “El resbaloso”, “El novelista” y “La estrella fugaz”, está presente, directa o indirectamente, esa fuerza oscura que obliga a huir a los personajes. Y en los dos últimos se evidencia que esa intolerancia, capaz de actuar como desencadenante, no es exclusiva del totalitarismo insular, sino que se extiende a esa sociedad donde han ido a parar muchos personajes acarreados por la resaca de la huida: una sociedad intolerante a su manera, cuadriculada por un andamiaje de normas y costumbres, y sometida a la dictadura del mercado. Tanto en una como en otra, como anota Liliane Hasson[5], ”varios se encuentran doblemente marginados: por su estatuto social, siendo objeto de escarnio tanto los humildes como los ‘explotadores”.
Puede que la persistente vocación literaria de Carlos Victoria, los accidentes y obstáculos que ha tenido que trascender y salvar para construir su narrativa —desde las acusaciones de “diversionismo ideológico”, la prisión y la confinación de manuscritos, en Cuba, hasta la falta de apoyos institucionales en el exilio, que lo ha condenado a trabajos alimenticios y a la lenta edificación de su obra (sin descontar el efecto bienhechor de este tempo de factura)—, todo parece propio de sus personajes. Y si hoy disfrutamos de sus cuentos es porque Carlos ha ganado una larga carrera de resistencia, a pesar de que “desde el comienzo de mi carrera noté que todo a mi alrededor conspiraba para que yo dejara de ser quien estaba siendo”[6]. De alguna manera, Carlos Victoria es el primer personaje de Carlos Victoria, y no necesita siquiera disfrazarse, como en el cuento “Halloween”.
Si la intolerancia es la causa, el tema que está en el origen de su narrativa, el efecto más visible en su obra es la inadaptación, el desarraigo. Liliane Hasson[7] afirma que
“la inconformidad caracteriza a la mayoría de los personajes, tan inaptos como inadaptados para vivir en la sociedad que les ha tocado en suerte, sea en la Cuba revolucionaria, sea en Miami —en varios cuentos y en la novela Puente en la oscuridad— sea con la propia familia, con el amigo, con el amante. (…) Ciertos personajes son impotentes, unos luchan por mantenerse a flote, algunos se refugian en la bebida o en otras drogas, en el sexo, en la locura, hasta en el suicidio. Otros más buscan el apoyo de la religión, del misticismo, de la especulación filósofica, de la cultura: son las transgresiones peores (…) Otro de los temas recurrentes es la vana búsqueda de la identidad ; la pérdida del nombre, o sea la del padre, la del hermano, se paga con el ostracismo. Quien es rechazado rechaza, e impera la incertidumbre. (…) De ilusiones perdidas se trata. ¿ Qué refugio les queda a los personajes? Huir de todo, de la casa, de la ciudad, del país, de sí mismo, de la vida”.[MH1] .. .
Reinaldo García Ramos[8] señala con qué frecuencia los personajes son exalcohólicos, muchas veces como protagonistas o narradores. Y Carlos Espinosa[9] habla de «páginas de marcada impronta generacional, en visiones descarnadas de pedazos de tiempos, de vidas tronchadas, en escarbamientos dolorosos que aspiran al conocimiento, a la comprensión, y que, como toda buena literatura, tiene mucho de exorcismo”.
La angustia del desarraigo y la marginalidad transita toda la cuentística de Carlos Victoria. Un desarraigo que asola por igual a los personajes de la Isla —”El alumno de Lezama”, “El baile de San Vito”, “Liberación”, “Dos actores”, “El armagedón”, “En el aserradero”, “Pólvora”, “El atleta”, “El resbaloso” y “La herencia”— y a los del exilio —”Halloween”, “Un pequeño hotel de Miami Beach”, “La australiana”, “La franja azul”, “El repartidor”, “Enrique”, “Las sombras de la playa”, “La estrella fugaz”, “El novio de la noche”, “Pornografía”, “El novelista”, “La herencia”—. Un desarraigo que es respuesta y reflejo, necesidad continua de evasión hacia los neblinosos y temporalmente felices predios de la droga y del alcohol, con su correspondiente ricorsi: curas de desintoxicación, exalcohólicos permanentemente al borde de la recaída, personajes cuya existencia sólo alcanza una versión de la plenitud una vez transgredida cierta dosis de etanol en sangre.
Ese desajuste existencial, ese desarraigo, va desde la relación con el entorno hasta los vínculos interpersonales y el espacio íntimo, razón por la que Reinaldo García Ramos[10] menciona, entre los temas recurrentes de Carlos Victoria, “el desamor, tanto genital como filial, y el carácter amorfo y ambiguo, fluctuante y frágil, de la amistad entre hombres jóvenes, erosionada por los embates de la política y la historia”. Aunque en él lo autobiográfico, salvo excepciones —”La estrella fugaz” o “Halloween”, por ejemplo—, está siempre escamoteado, travestido bajo la piel de personajes afines, cuyas trayectorias vitales se tuercen cuando empiezan a parecerse peligrosamente a la del autor, muchos lectores sospecharán que, en su caso, “la capacidad de escribir se convierte en una especie de escudo, una manera de esconderse, una manera de transformar el dolor en miel demasiado instantánea”[11].
El último tema en esa cadena de relaciones causa-efecto, y que se constituye a su vez en un generador adicional de desarraigo, extrañamiento, desajuste a una nueva realidad “normalizada”, es el exilio. Hasta el punto de que Reinaldo García Ramos[12] califica a toda su obra como “la crónica del exilio en los años posteriores a Mariel”, y en su gama de temas obsesivos coloca en primer lugar el desarraigo que provoca. El momento preciso de la ruptura, cuando el protagonista decide, como Marcos Manuel, ser un espectador de la realidad insular, pero desde esa platea alta que es el exilio (“Dos actores”) es recurrente en estos cuentos: “El baile de San Vito”, “Dos actores”, “El atleta”, “La herencia”. No es casual. El éxodo por el Mariel en 1980 constituyó para Carlos Victoria el suceso central que articula sus dos vidas: los treinta años discurridos en Cuba y los veinticuatro de exilio, hasta el punto de que, como nos cuenta Liliane Hasson[13], en 1993, evocando los días que precedieron a su exilio por el puerto de Mariel, el propio escritor aclaraba que la literatura, para él, “significa sobre todas las cosas autenticidad. Y mi gran interrogante en abril de 1980 era si fuera de mi patria lo que yo escribiera podía seguir siendo auténtico”. De hecho, esa autenticidad, más que perderse, se ha acentuado, en la medida que el autor se ha adueñado de los medios narrativos. Pero es necesario aclarar que en su obra el exilio no es sólo ese espacio físico de la diáspora, esa patria de repuesto, especialmente Miami. El exilio puede ser La Habana (“La calandria (Líneas de un retrato)”, “El abrigo”); puede ser todo tiempo presente, en contraste con esa patria vívida que es la juventud y la infancia (“La australiana”); puede ser el alcohol, como en “Pólvora”, cuando la evasión hacia el territorio prohibido permite que la mujer vuelva a ser hermosa, y el hombre, guerrero, y que los jóvenes tengan fe en ellos mismos, los callejones sean avenidas y las casas apuntaladas se yergan. El exilio puede ser la muerte (“Para jugar a la ruleta rusa”, “Enrique”, “Halloween”); como puede ser una forma del exilio la noche (“El resbaloso”) o la literatura (“La estrella fugaz”, “El novelista”). O incluso todo, excepto el propio cuerpo, ese refugio último (“Ana vuelve a Concordia”).
Carlos Espinosa[14] anota que la realidad de la cual se nutre Victoria es la cubana, la de la isla y la de Miami, la del exilio interior y la del exilio físico. Pero habría que subrayar que en él los avatares de la “exterioridad”, tanto la cubana como la de Miami, tienen un valor desencadenante. Los verdaderos exilios son esas huidas interiores a las que parecen propensos muchos de sus personajes, una suerte de respuesta transgresora a las presiones de la realidad exterior. Ello explica que el mismo autor[15] se refiera en este caso a un “profundo buceo en la intimidad y las relaciones humanas”. Y que Benigno Dou, al referirse a “El novelista”[16], mencione esa “dimensión extraterritorial donde el creador tiene patente de corso para saquear los restos de los naufragios humanos”.
Y ese buceo resulta más rico, y al mismo tiempo más necesario, dada la complejidad de los personajes, que con frecuencia se traduce en ambigüedad o ambivalencia. La “perdonabilidad” del delito en “El abrigo” y “En el aserradero”, donde robar es apenas un acto “inconveniente”. El sinuoso curso de una vida en “Un pequeño hotel de Miami Beach”. La escabrosa relación con una prostituta ladrona en “La franja azul”. La ambigüedad sexual en “El atleta” y, desde luego, la ambigüedad por excelencia que campea en “El resbaloso”, uno de los cuentos más inquietantes del volumen. Ese resbaloso que deambula por la ciudad, posible alter ego del escritor, inasible, intocable, fisgoneando la vida ajena sin un propósito definido. Perseguido por la policía y por los vecinos. Nadie sabe exactamente por qué. Nada ha robado. A nadie viola o agrede. Es, al mismo tiempo, el señor de los apagones, la subversión que se oculta en la sombra, inatrapable para guardas, policías, cederistas, porteros de hoteles. Es el espíritu de la noche en la ciudad que se deshace, la ciudad que evoluciona con cada derrumbe hacia un recuerdo de la ciudad. La ciudad que se conjuga en pasado en una suerte de viaje a la semilla. La ciudad cuyo espíritu es, posiblemente, esa mujer ciega y sorda que al final, en el momento del cataclismo, dice “abur”.
Historias inquietantes donde el juego de transgresiones es continuo: “El novio de la noche”, “Pornografía” –en ese ambiente sórdido donde resulta casi natural que el protagonista prefiera masturbarse con la foto de la mujer, a acostarse con ella—. “La ronda”, una historia irreal que anuda bajo un flamboyán la noche, el sexo y la muerte, y que se aloja en nuestra memoria con la persistencia de aquella alimaña a la que se refería Cortázar y de la cual resultaba imposible librarse. Quizás por esa fascinación que todos sentimos por lo oscuro, lo sórdido, lo distinto. O esa multivalencia en la vida de “El novelista”, saqueador de las miserias ajenas, como quien contempla pacientemente un naufragio, sabiendo que más tarde tendrá ocasión de bucear en los restos y rescatar algún tesoro apartando los cadáveres.
Y aunque es cierto que “los protagonistas son volubles” y sus modales son (a veces) contradictorios, no coincido con Liliane Hasson[17] en “que aparentemente rayan en la incoherencia”. Por el contrario, hay en sus acciones una lógica conductual perversa, excéntrica, desplazada de una presunta “norma social”, pero lógica al fin, compelida por experiencias vitales cargadas de frustraciones, desajustes, extrañamientos. Los personajes de Carlos Victoria, como su travesti o sus invitados a la fiesta de halloween, tienen muchos rostros, muchos maquillajes, varias facetas no siempre bien avenidas. Son, en síntesis, humanos. Desde luego que, como señala la ensayista francesa, “son varios los Marcos, las Sofías, los Elías, desparramados en las obras ; el mismo Abel, protagonista de La ruta, ya aparecía en el cuento “El repartidor”[18], subrayando así la ambigüedad como clave necesaria en su universo narrativo, lo cual, desde luego, no nos permite concluir que “un escritor que recalca la ambigüedad y evoca las dudas que le asaltan no puede ser polémico ni político”[19].
Claro que en lo que se refiere a la política como presencia en la obra de Carlos Victoria hay que ser muy cauteloso. No hay en ella reiteradas y subrayadas referencias explícitas (como suele suceder, con lamentable frecuencia, en mucha de la llamada “literatura del exilio”). Si habláramos de la presencia de un mensaje político, los textos de Carlos Victoria me recuerdan la famosa respuesta de Augusto Monterroso: “…una periodista me preguntó acerca del mensaje de mi obra. Le contesté que todo lo que escribí era un llamado a la revolución, pero que estaba hecho de manera tan sutil que lo único que logré a la postre era que los lectores se volvieran reaccionarios”[20]. Y, desde luego, si dependen de la absorción de un mensaje explícito, los lectores de Carlos Victoria pueden volverse lo que les venga en gana. Es cierto que en su obra no hay ”resentimiento ni énfasis en la denuncia política”[21] y que “aun en aquellos relatos y novelas donde los personajes se mueven con desgarramiento, Victoria deja que su voz sosegada los contamine”[22]. Y aunque, efectivamente, ”dista mucho de ser comprometida”[23], al menos en la más común acepción del término, estamos frente a una literatura políticamente incorrecta. Incorrecta para casi todos los bandos y facciones de la política: virtud añadida.
El grado la profundidad de la miseria cubana devenida en modo de vida, en tragedia permanente, que traspasa un cuento como “El abrigo”. Esa existencia trágica, epigonal, marginada por el poder y apenas aceptada por las nuevas generaciones sólo por conveniencia en “El alumno de Lezama”. “El baile de San Vito”, que resume en asuntos de una familia la desgracia nacional. La historia de Julio, con su nombre de mes cálido y cuajado de mártires, que en “Liberación” terminó en la cárcel por enamorarse de otro hombre. La presencia densa de la censura en “Dos actores”. La cárcel por razones de fe en “El armagedón”, el robo “En el aserradero”. Todas son historias que fotografían a contraluz la erosión causada en la condición humana por el proceso político cubano, una denuncia más a fondo, más a la raíz, que cualquier diatriba coyuntural y suculenta en adjetivos que se dedique a denunciar a las ramas.
Y, por otro lado, esa vida que se desmorona en “Un pequeño hotel de Miami Beach”; la mujer que se refugia en sí misma en “Ana vuelve a Concordia”; la inadaptación de escritores doble o triplemente exiliados en “La estrella fugaz”; la dura cotidianía en “El repartidor”; la desolación que transita “Las sombras de la playa”, y la marginalidad en “La franja azul”, “El novio de la noche”, “Pornografía”, y sobre todo el buceo en las cloacas de la sociedad miamense que es “El novelista”; todos ellos son un muestrario de la otra cara de ese exilio próspero, consumista, feliz de sus éxitos frente a la crisis perpetua de la Isla. Una vivisección de la otra Cuba que, desde luego, no hará felices a los políticos autocomplacientes del exilio.
La narrativa de Carlos Victoria no es explícitamente política. Es profundamente política, si aceptamos que política no es exclusivamente eso que hacen los profesionales que viven de su ejercicio, sino, como dice el Diccionario de la Real Academia, la “actividad del ciudadano cuando interviene en los asuntos públicos con su opinión, con su voto, o de cualquier otro modo”.
El ecosistema Carlos Victoria
Tiene razón Carlos Espinosa cuando declara que su tocayo Victoria ejerce el “desplazamiento Cuba-Miami, a veces poético, a veces real”[24], corroborando al autor, quien ha declarado: “Yo nací y viví treinta años en Cuba, y eso es parte vital, para bien o para mal, de lo que soy. Pero al final lo que queda es la obra, que si es valiosa opaca la nacionalidad e incluso la vida del autor, aunque éstas estén implícitas de alguna forma en cada página”[25]. Si nos pidieran delimitar geográficamente el coto de caza literario al que acude Carlos Victoria, tendríamos que dibujar una parcela que va de Camagüey a La Habana y que termina en los suburbios septentrionales de Miami. Pero esa sola parcela es insuficiente. Carlos Victoria hace también
“una literatura de la transmutación y hasta de la trasmigración. Tocados por una suerte de ubicuidad trágica estamos en dos sitios a la vez. Y por lo mismo no estamos en ninguno. “Un pequeño hotel en Miami Beach” puede estar situado en un extraño paraje donde el personaje al doblar Collins Avenue entra en las calles Galiano y San Rafael, en La Habana”[26].
La geografía de Carlos Victoria es incierta, dubitativa, los personajes transitan de un paisaje a otro sin pausas. Pero es aún más sutil: viven en Miami con el mismo gesto de habitar La Habana. A ello contribuyen los tránsitos dictados por el autor, y donde unos pocos recursos de la literatura fantástica, estratégica y discretamente dispuestos, consiguen, de soslayo, que sin forzar el tono el lector sienta la “naturalidad” de esas trasmigraciones. Pero no es, de cualquier modo, una literatura acotada por la geografía. Sin dejar de ser cubanos, sus personajes y sus entornos, los conflictos que aquejan a los habitantes de sus ficciones –el éxodo, el extrañamiento, la marginación, las servidumbres y arbitrariedades que sobre el hombre común ejerce el poder, etc.—resultan familiares a cualquier hombre, especialmente a aquellos que han padecido dictaduras y destierros, es decir, a la tercera parte de la humanidad. Y seguramente son más exactas para ubicar el hecho literario estas coordenadas de la sensibilidad y la imaginación, que meros paralelos y meridianos acotando la página.
Desde luego que no se puede hablar de un ecosistema Carlos Victoria sin referirnos al estilo y al idioma.
Lejos del “repentino extrañamiento”[27] del cuento breve, al que se refería Cortázar como un objeto literario que “no tiene estructura de prosa”[28], los de Carlos Victoria –que tuvo a Cortázar como uno de sus primeros “amores literarios”– se acercan a aquel “relato demorado y caudaloso de Henry James, “La lección del maestro” [donde] se siente de inmediato que los hechos en sí carecen de importancia, que todo está en los hechos que los desencadenaron, en la malla sutil que los precedió y los acompaña”[29]. Quizás porque “el autor no se ciñe a una anécdota clásica, sino que deja la acción en esa especie de interregno en tono menor en que ocurren las historias de Pavese, de cierto Hemingway”[30]. En este territorio encaja perfectamente la trivialidad de algunos de sus argumentos: el abrigo del cuento homónimo, la vida insulsa de “La australiana”, el televisor de “La franja azul”, el trago que se prepara en “Pólvora”, los argumentos alrededor de los cuales se articulan “Las sombras de la playa” y “La estrella fugaz”. Meras excusas argumentales bajo las cuales se construye la verdadera historia. Un procedimiento que explica el tempo de los cuentos, así como su carácter protonovelístico, porque ciertamente en ellos ”hay voces que claman por espacios más amplios. Victoria, sin duda, es un cuentista que trabaja con los planos de un novelista”[31], “cuentos que se integran en un continuum como piezas de un rompecabezas”[32]. Es como si Carlos Victoria quisiera corroborar con su obra que “un cuento es significativo cuando quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual que ilumina bruscamente algo que va mucho más allá de la pequeña y a veces miserable anécdota que cuenta”[33].
“Recios y perfectos” llamó a estos cuentos Reinaldo Arenas en la contraportada de Las sombras de la playa, y “precisos mecanismos de relojería”[34], apostilló Benigno Dou, para aclarar a continuación: “Esta economía de recursos (…) puede confundir a más de un lector en busca de una gratificación literaria inmediata. Nada más fácil que confundir la falta de adorno con la desnudez, la mesura con la timidez, la ambigüedad calculada con la falta de audacia literaria”. Una concisión, una desnudez que ya constituyen un estilo propio, una sobriedad que bien podría proceder, como bien dice Emilio de Armas[35], de “la sencillez expresiva de la [literatura] norteamericana”, aunque es difícil encontrar en su cuentística “la abundancia de recursos propia de la narrativa latinoamericana contemporánea”[36]. Por el contrario, la concisión, en ocasiones incluso la escueta narración de los hechos, sin demasiados sobresaltos formales —”Las sombras de la playa” es, posiblemente, una de las pocas, aunque feliz excepción— no responden a incapacidad, sino a intención explícita del autor, quien ha admitido: “estoy dispuesto a experimentar siempre que eso responda a una necesidad de la narración”[37]. Ni más ni menos. Sí pueden detectarse incursiones de la dramaturgia en su narrativa: “el ritmo de los numerosos diálogos, los desplazamientos de los personajes, los escasos lugares o, mejor dicho, decorados donde se desarrollan las escenas claves[38]”, así como la presencia del cine, tanto en su técnica (recordar la sucesión de planos a lo largo de los cuales se desarrolla “El novelista”) como las referencias al cine en tanto que locación de escenas eróticas, llegando a ocupar el centro del espacio narrativo (“Pornografía”).
El último de los elementos que componen el ecosistema Carlos Victoria es el idioma. Según Reinaldo García Ramos[39] el idioma utilizado en estos cuentos “trasciende la resonancia cubana del español y sus usuales seducciones (…) entronca con escritores como Alejo Carpentier y José Lezama Lima, que se remitían a la múltiple y universal musicalidad del español extra-isleño”. La comparación es válida como proposición de cubanía lingüística, pero es rotundamente inexacta si consideramos la distancia entre el castellano barroco de ambos autores, sobre todo el de Lezama, y la contención de Carlos VIctoria. Ciertamente, no hay en estos cuentos esa procacidad explícita que algunos hoy pretenden traficar como lo típicamente cubano. Por el contrario, la justa dosificación del idioma, la negativa del autor a la experimentación gratuita, y posiblemente el hecho de que su “idioma cubano” creció en el tránsito Camagüey-La Habana-Miami, con el añadido de todos los castellanos adventicios que pueblan la oralidad de la ciudad donde vive, han conformado una norma lingüística en la obra de Victoria que se aleja de tipicismos recurrentes o localismos intrincados. Ahora bien, con un finísimo sentido de la pertenencia, toda su cuentística está transida de cubanismos: expresiones, palabras, diminutivos, fórmulas lingüísticas: “otra palabrita” “y hablo bastante mierda” (“El armagedón”); “agarramos al ladrón”, “si sigues con esa gritería, nos van a botar”, “para mí que es medio anormal”, “te digo, compadre…” (“En el aserradero”), por ejemplo. Un goteo que, sin abrumar al lector con una jerga regional, establece unas coordenadas idiomáticas difíciles de pasar por alto. Si, como decía Borges, no cabe la menor duda acerca de la naturaleza árabe del Corán, dada la ausencia de camellos en sus páginas, algo que habría derramado en abundancia un autor no árabe para dotar al libro de “color local”, la ausencia de aseres y jevas en los cuentos de Carlos Victoria puede ser una prueba irrefutable de su cubanía.
La verdad sospechosa
Ya en abril de 1987, en una conferencia dictada en la Sorbona, Reinaldo Arenas calificaba a las primeras obras de Carlos Victoria, entonces inéditas, como “una especie de lucidez desolada ” y subrayaba lo que tenían en común, a pesar de sus diferencias, los escritores cubanos del exilio[40]. En 1999 Jesús Díaz alababa a Guillermo Rosales y a Carlos Victoria por haber inventado “un Miami littéraire”[41] y Olga Connor[42] cita al segundo como ejemplo de una literatura del exilio, por el contrario que autores que surgieron en Cuba o que, aun exiliados, “sólo escriben sobre Cuba“. Es comprensible la necesidad que tiene un exilio sangrante (y al mismo tiempo económicamente triunfante) de verse reflejado en un corpus artístico o literario que le pertenezca (cierto orden de manipulación política de la cultura no se detiene ante la palabra “pertenencia»). Pero se trata de esa misma manía patentada por el totalitarismo de escoger el arroz de la cultura, apartando los granos malos y las piedras (los otros) del arroz limpio (los nuestros). Los propios escritores de Mariel, aún cuando blasonaran de cierto espíritu generacional, gregario, mantuvieron su no pertenencia en tanto que escritores sin propietario. El propio Victoria afirma: “A la larga “las literaturas” no importan, lo que queda es la obra individual de los buenos escritores, que más que pertenecer a una literatura, tienen un nombre y un apellido”[43]. Y menos en el caso del escritor latinoamericano, heredero cultural de todo Occidente, cuya posición “le veda el exclusivismo intelectual de limitarse a la absorción cultural de su propio país o continente”[44].
De modo que no seré yo quien demarque las parcelas de la literatura cubana, ni distribuya entre los autores las finquitas de la palabra. Queda eso para los entomólogos de la literatura. Sí puedo asegurar que la cuentística de Carlos Victoria puede injertarse sin temor en el territorio de la buena literatura, no sólo por la calidad de su lenguaje o la construcción de sus ficciones, sino por algo que sentirá frente a ella cualquier lector medianamente sensible: la autenticidad. ¿Cuál es el secreto? Ibsen establecía una distinción “entre lo que ha sido experimentado y lo que ha sido vivido; sólo lo primero puede ser objeto de la creación artística”[45]. Casi parafraseando al autor escandinavo, Carlos Victoria afirma[46]: “busco una distancia y a la vez un acercamiento. El acercamiento viene de que sólo escribo cosas que para mí resulten significativas, en un sentido vital, afectivo o emocional. La distancia viene de que al escribir freno la emoción y el afecto. Me interesa ese contraste”. Y el lector logra apreciar ese respeto del autor por sus propias criaturas, de modo que cumple lo que ya señalaba Emilio de Armas[47]: “El autor no impone conclusión alguna, pero comparte las propias con el lector en un grado tal de confianza –literariamente lograda— que asentimos sin darnos cuenta”. Porque el lector atento detecta de inmediato cuándo la obra ha sido tasada en balanzas trucadas, cuándo el escritor ha puesto “ el pulgar en el platillo para hacer bajar la balanza de acuerdo a sus propios gustos” (D.H. Lawrence[48]) y cuándo ha respetado lo que para Lawrence era justo “la moral en la novela”: “la temblorosa inestabilidad de la balanza”.
Sirva todo lo anterior como una invitación para adentrarse en unos textos auténticos, dolorosamente nuestros, armados durante años con una paciencia de orfebre que trabaja exclusivamente con materiales nobles y desdeña, para nuestro bien, las palabras trucadas.
La verdad sospechosa de Carlos Victoria, prólogo a los Cuentos completos de Carlos Victoria, Ed. Aduana Vieja, Cádiz, 2004.
[1] Alejandro Armengol: “Carlos Victoria: oficio de tercos”, en : Linden Lane Magazine, enero, 1995.
[2] Steinbeck, John, en: The Paris Review: Conversaciones con los escritores. Madrid, 1974. p. 179.
[3] Ibíd.
[4] Ángel Rama; “Diez problemas para el novelista latinoamericano”, en:. Revista Casa de las Américas, nº 60, p. 31.
[5] Carlos Victoria, un escritor cubano atípico.
[6] Nélida Piñón, en: Bianchi Ross, Ciro: Voces de America Latina. Ed. Arte y Literatura. La Habana, 1988 p. 281.
[7] Op. Cit.
[8] “La playa se ilumina”.
[9] El peregrino en comarca ajena. University of Colorado, 2001.
[10] Op. Cit.
[11] John Updike, en: The Paris Review: Conversaciones con los escritores. Madrid, 1974. p. 334.
[12] Op. Cit.
[13] Op. Cit.
[14] Op. Cit.
[15] Carlos Espinosa ; Op. Cit.
[16] “Como precisos mecanismos de relojería”, en: El Nuevo Herald, 16 de noviembre de 1997, p. 3E.
[17] Liliane Hasson; Op. Cit.
[18] Ibíd.
[19] Ibíd.
[20] Bianchi Ross, Ciro: Voces de America Latina. Ed. Arte y Literatura. La Habana, 1988. p. 234‑35.
[21] Carlos Espinosa; Op. Cit.
[22] Gladis Sigarret citada por Eliseo Cardona: “Narrativa centrada en dos geografías”, en: El Nuevo Herald, 16 de noviembre, 1997, p. 3E.
[23] Liliane Hasson; Op. Cit.
[24] Op. Cit.
[25] Alejandro Armengol: “Carlos Victoria: oficio de tercos”, en : Linden Lane Magazine, enero, 1995.
[26] Liliane Hasson; Op. Cit.
[27] Julio Cortázar; “Del cuento breve y sus alrededores”, en: El Caimán Barbudo. La Habana.
[28] Ibíd.
[29] Cortázar, Julio: “Algunos aspectos del cuento”, en: Selección de lecturas de investigación crítico literaria. Facultad de Artes y Letras. Universidad de La Habana. La Habana, 1983. p. 153.
[30] Reinaldo García Ramos: Op. Cit.
[31] Rubén Ríos Ávila citado por Eliseo Cardona: “Narrativa centrada en dos geografías”, en: El Nuevo Herald, 16 de noviembre, 1997, p. 3E
[32] Reinaldo García Ramos: Op. Cit.
[33] Cortázar, Julio: Algunos aspectos del cuento, en: Op. Cit, pp. 147‑148
[34] Benigno Dou: “Como precisos mecanismos de relojería”, en: El Nuevo Herald, 16 de noviembre, 1997, p. 3E.
[35] Reseña sobre Las sombras de la playa, septiembre, 1992.
[36] Ibíd.
[37] Alejandro Armengol: “ Carlos Victoria: oficio de tercos ”, en : Linden Lane Magazine, enero, 1995.
[38] Liliane Hasson; Op. Cit.
[39] Op. Cit.
[40] Liliane Hasson : Op. Cit.
[41] Liliane Hasson: Op. Cit.
[42] “Victoria en lo interior”, en: Nuevo Herald, 20 de septiembre,1992.
[43] Eliseo Cardona: “Narrativa centrada en dos geografías”, en: El Nuevo Herald, 16 de noviembre, 1997, p. 3E
[44] Alejo Carpentier; “Problemática de la actual novela latinoamericana”, en: “Tientos y diferencias”. Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1985.
[45] Jrapchenko, Mijaíl. La personalidad del escritor. Ed. Arte y Literatura. La Habana, 1984.p. 108.
[46] Alejandro Armengol: “ Carlos Victoria: oficio de tercos ”, en : Linden Lane Magazine, enero, 1995.
[47] Reseña sobre Las sombras de la playa publicada en septiembre de 1992.
[48] Morality and the novel.
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