Una renuncia condicional

20 02 2008

Tras 49 años y 49 días de ejercicio continuado y absoluto del poder, y seis días antes de que la Asamblea Nacional elija al nuevo presidente del Consejo de Estado, Fidel Castro ha explicado al pueblo de Cuba, en una nota que ocupa la portada del diario Granma, “que no aspiraré ni aceptaré —repito— no aspiraré ni aceptaré, el cargo de Presidente del Consejo de Estado y Comandante en Jefe”. Recuerda que ha sido presidente desde el 15 de febrero de 1976 y, antes, “Primer Ministro durante casi 18 años”, y que siempre dispuso “de las prerrogativas necesarias para llevar adelante la obra revolucionaria”, es decir, que ejerció el poder sin cortapisas.

Una lectura atenta del documento, donde habla de “mi estado crítico de salud”, “mi estado precario de salud”, y de una recuperación «no exenta de riesgos», demuestra que su negativa a la reelección (garantizada de no producirse este anuncio), no ha sido provocada por un “deber elemental” de no aferrarse “a cargos, ni mucho menos obstruir el paso a personas más jóvenes”. En alguien que ha monopolizado el poder durante medio siglo, esta declaración de intenciones sería risible si no fuera trágica. Fidel Castro nunca ha pensado en una jubilación anticipada, sino, como él mismo dice, en “cumplir el deber hasta el último aliento”. Se siente un hombre predestinado, irremplazable. Por eso confiesa: “me preocupó siempre, al hablar de mi salud, evitar ilusiones que en el caso de un desenlace adverso, traerían noticias traumáticas a nuestro pueblo (…). Prepararlo para mi ausencia, sicológica y políticamente, era mi primera obligación”. Pocas veces la vanidad absoluta y el hedonismo político se habrán expresado con tanto desparpajo. “Evitar ilusiones” al pueblo cubano, “prepararlo” paternalmente para asumir su “ausencia”, “noticia traumática” que él mismo llora anticipadamente sabiéndola irreparable para toda la nación (y, posiblemente, para el mundo). Si se niega a la reelección es porque no tiene otra salida, al estar imposibilitado para “ocupar una responsabilidad que requiere movilidad y entrega total que no estoy en condiciones físicas de ofrecer”.

Pero, ¿realmente no tiene otra salida?

Si retrocedemos diecinueve meses, volveremos al instante en que cedió provisionalmente la presidencia a su hermano Raúl, no sólo porque lo prescribe la Constitución cubana, sino “por méritos personales”. Durante este año y medio, Raúl Castro ha proclamado la necesidad de reformas, aperturas y libertades, pero, en la práctica, sólo ha convocado asambleas donde los cubanos han hecho catarsis, sin que hasta ahora el pataleo se haya materializado.

Pragmático y admirador del modelo chino, Raúl Castro ha estado siempre bajo la férrea tutela de su hermano, quien le ha impedido (real o simbólicamente) llevar su voluntad reformista más allá de la retórica. ¿Podrá hacerlo ahora? Dos elementos lo tensan en direcciones opuestas: lo frena su miedo filial; lo empuja su convicción de que sólo un plan de reformas que alivie la agonía cotidiana del cubano le permitirá gobernar sin sobresaltos los años que le queden. Su hermano hundió al país en la indigencia mientras dialogaba con la Historia. Él tendrá que rescatarlo dialogando con el Panadero, el Agricultor, el Carnicero. En caso de parálisis prolongada, no sólo es incierto su destino como clase política, sino también el de sus hijos, una vez que el pueblo cubano supere el encantamiento del máximo líder. Y Raúl Castro, al contrario que su hermano, es un hombre de familia.

El 24 de febrero, 614 parlamentarios de la Asamblea Nacional acudirán a ratificar con su voto a los candidatos ya elegidos por la cúpula del régimen: un nuevo Consejo de Estado con su presidente, y éste, salvo sorpresa (o gobierno por persona interpuesta), será Raúl Castro. Teóricamente, el nombramiento desatará sus manos. Pero antes, deberá sobreponerse a su carácter epigonal. Su hermano, aun despojado del cargo, conserva intacto su poder simbólico y lo seguirá ejerciendo a través de sus «Reflexiones» en la atalaya del diario Granma, “un arma más del arsenal con la cual se podrá contar”. Y añade en la nota, no sin ironía: “Tal vez mi voz se escuche. Seré cuidadoso”.

De modo que esta renuncia puede leerse como un paso previo a su ausencia definitiva, cuando comience a materializarse la sucesión-transición. Pero también puede leerse en una clave más perversa: Fidel Castro, incapacitado para ejercer el poder que le correspondería, cede el sitio a su hermano y pasa, como Dios, a una oposición ejercida desde las alturas del poder simbólico, otro modo de maniatarlo. Y desde ahora anuncia que su deber elemental es “aportar experiencias e ideas cuyo modesto valor proviene de la época excepcional que me tocó vivir”. Y añade que desconfía “de las sendas aparentemente fáciles de la apologética, o la autoflagelación como antítesis”, en referencia quizás al proceso asambleario donde la población ha vertido sus críticas a instancias del Castro menor. Porque, como ya había advertido el 17 de diciembre de 2007, «la inteligencia del ser humano en una sociedad revolucionaria ha de prevalecer sobre sus instintos”. La ideología vs. la pragmática, el ideal sacrificial a costa del pan.

Aunque Castro se extiende en las bondades de su relevo, los “cuadros de la vieja guardia”, “la generación intermedia que aprendió junto a nosotros los elementos del complejo y casi inaccesible arte de organizar y dirigir una revolución”, y los más jóvenes que “cuentan con la autoridad y la experiencia para garantizar el reemplazo”, no se resigna a confiarles la nave sin estrecha tutela.

En el mejor de los casos, se esperan aperturas económicas, reformas dentro del sistema y algunas libertades vigiladas. Algo que los habitantes de la Isla aplaudirán, al tiempo que concederá a la nomenclatura cubana un nuevo plazo para su reacomodo en cualquiera de los post previsibles. Pero sólo si Raúl asume el cargo y supera sus pánicos infantiles.

 





Chago y las poéticas del cuerpo

23 01 2008

La Editorial Verbum acaba de editar ¿Entonces, qué?, antología personal de la poesía de L. Santiago Méndez Alpízar, Chago (Remedios, Cuba, 1970), quien ha publicado los poemarios Plaza de Armas (1996) y Rockasón con Virgilio Piñera (1996), en las editoriales Letras Cubanas, Colección Pinos Nuevos, y Betania, de La Habana y Madrid, respectivamente. Chago reside en España desde 1996 y el título de su antología es toda una declaración de intenciones: Hay más preguntas que respuestas, más dudas que certezas en esta poesía que se va construyendo, como el cuerpo de los seres vivos, con los materiales disponibles en un entorno por momentos caótico. Materiales puros e impuros, contaminados y prístinos.

Según Ricardo Alberto Pérez, en la primera poesía de Chago “los puntos han perdido su capacidad de absoluto. Cuando se dice negro se miente, se debe entender lugar de camuflaje, zona confusa que propicia una numerosa actividad microscópica. (…) Por el paso inferior está el camino más recto hacia los vertederos y las cloacas; se goza de haber aprendido el motivo de ser cínico, legitimación de un nuevo carnaval, júbilo y artificio de la descomposición. (…) Chago gusta a intervalos, de ser cronista de la fractura, la pérdida, de lo que siempre va a impedir que el organismo logre restaurarse nuevamente”.

Más adelante, Jorge Luis Arcos nos habla de “un barroquismo de lo visceral”, la “marginalia de la realidad”, de una poesía “auténtica, rota, inacabada, con un ritmo interior antiguo, casi salvaje”.

Prescindo entonces de nuestra condición de amigos y lo someto a interrogatorio, con una sola condición previa: que, como en su poesía, suelte las ideas, las imágenes, las palabras, a pastar en este cuestionario, a riesgo de que, rumiantes al fin, lo regurgiten otro.

 

Desde “Punto negro” hasta “Efory Atocha”, pasando por “Flashback”, ¿se podría trazar una ruta que va de lo visceral, reconcentrado, lo íntimo intentando quebrar las fronteras, hasta un desparrame de la sensibilidad, que fluye hacia nuevos confines (geográficos, existenciales, pero, sobre todo, nuevos confines de la percepción)?

No sabría realizar un croquis sobre lo perceptivo, el modo de adquirir el elemento poético, digerirlo, devolverlo otra vez sobre el papel con nueva vida y nueva energía. Creo que hasta hace muy poco he guardado la lucha interior entre el demonio que sin dudas convive con otro ser mucho más benevolente y piadoso que me completa. Mis aberraciones, mis miserias, los supuestos secretos y mi vida toda la vierto en la literatura. Cuando voy a la calle y veo a los policías dándoles caña a los negros con sus jolongos cargados de CD piratas, con sus tantas ganas de ser europeos, cuando me siento en La Plaza Cabestreros con los marginales, cuando converso con los intelectuales, siempre estoy haciendo literatura. Mejorando el verso que tenga en la cabeza. Lo que cambia es el medio. El paisaje. Ahora ya no me hace falta imaginar la nieve, la sensación de patinar sobre el hielo. He acumulado esa experiencia, la he concretado. Aunque creo que no siempre se escribe del mismo modo.

 

Noto en tus primeros poemas una apelación más frecuente a lo metatextual, a la referencia literaria, y suplir con lecturas una dotación de vivencias insuficiente o de carácter íntimo, que no se puede (o no se quiere) convertir en sustancia poética. En cambio, los textos, a medida que cursamos el libro, denotan que “hay que fumar, hay que comer, hay que singar, hay que vivir la música, las imágenes insaciables, hay que coger la realidad, manosearla, como si fuera una mezcla de todos los sentidos: los alimentos terrestres”, según afirma Jorge Luis Arcos. ¿Cómo ves esa carnalización de tus poéticas? (Hablo de poéticas, porque no percibo una poética en jefe, sino una sinuosa hibridación de poéticas mestizas, atentas a los reclamos de cada discurso).

Entonces me espesas aun más la muela, tengo que hacer en la memoria un viaje a Remedios, y adentrarme en una casa grande, colonial, y en esa casa grande un patio y un traspatio, con matas de chirimoyas, anones, plátanos, ciruelas amarillas como yemas de huevos, mangos y el asma, que fue lo primero que me emparentó con el gordo de Trocadero. Creo que fue allí, en los pequeños viajes al campo profundo de Cuba con mi madre, poiesis trunca, donde se cimentó el pathos poético. Aprendí a leer antes de ir al colegio, gracias a un gallego que vivía puerta con puerta y que había tenido en otros tiempos un quiosco de prensa. La casa de aquellos dos ancianos era antigua, de madera. Una de las habitaciones siempre estaba cerrada. Pero cierta vez el gallego Arias, creo recordar así su apellido en un poema mío, decidió mostrarme sus revistas y tebeos, los rastros de los años prohibidos, exterminados. Fue en esa nube de secreto y magia, de polvo y asma, donde aprendí a leer. Seguramente en la mezcla de aquellos días de viaje a la sabana, con mi madre a forrajear la comida, mi primera casa, la librería oculta, todo ello formó lo ontológico que pueda haber en mi supuesta poética.

Hay desde el comienzo hasta lo más reciente una seña personal, una certeza de que son poemas escritos por la misma persona. Eso se debe a que la poesía entró de un modo natural. Estoy inundado de imágenes y de la capacidad para narrar una historia de un modo especial. Me he armado con el tiempo de algunas herramientas, todo muy rudimentario, pero suficiente como para decir bien. Esto y un sentido intuitivo eficaz, desarrollado de tanto escuchar y leer poesía.

Tengo que aclarar que a los que llamas “primeros poemas”, son en realidad textos escritos, pensados, luego de publicar Plaza de Armas, que es una especie de miniantología, con poemas de los 80 y comienzos de los 90. Una pequeña muestra a la que se unió Sigfredo Ariel, que realizó dibujos para la portada y el interior. Algo que agradezco mucho. Aquellos poemas eran deudores de un tono muy villareño. Me refiero a que yo iba a escuchar, visitar, a poetas de Santa Clara a los que leí mucho. Escuchándolos y leyéndolos me formé una primera idea de la poesía, una aproximación al ejercicio de escriturar. No es difícil encontrar en Plaza de Armas algunos vínculos con poemas de Arístides Vega Chapú, Bertha Caluf, Fran Abel Dopico, quien en momentos de pura anarquía en mi vida, me dio hasta algunas clases de teatro, de Heriberto Hernández, S. Ariel, Jorge Luis Medero, Julio Fowler, HP, Norge Espinosa, Pedro Llanes, Joaquín Cabeza de León… son en ellos en los que encuentro la literatura como algo serio. Como destino.

“Punto Negro” es, entonces, un desprendimiento, una separación, una ruptura, con los propósitos y con esa poética, un tanto “blandita”, de Plaza de Armas. Son textos que se muestran distanciados, y cuando se habla en primera persona, son “poemas fuera del libro”… Era un guiño a los poetas yanquis de los 50. A Corso, Ginsberg, Kerouac, al palabrero de Bukowski. Pero no dejaba de ser un guiño, igual, a cierta poesía de Rolando Escardó, Luis Rogelio Nogueras y, sobre todo, luego de chocar de verdad con la poesía de Virgilio Piñera, que es el Poeta Cubano. A esto debo sumarle la contaminación que producen en mí algunos contemporáneos: Jorge Alberto Aguiar, Pedro Marqués de Armas, Ricardo Alberto Pérez, El Chaca, Ismael González Castañer, El Chino Aguilera, Juan Carlos Flores y, seguramente, otros. Lo mejor que puede responder a tu pregunta, acaso, sea una frase que solía decir Richard: “la poesía se hace con el cuerpo”; agrego yo, y con los excrementos del cuerpo.

 

En “Punto negro” se percibe una angustia, una ira contenida (o no) que deja paso en los siguientes libros a un juego mucho más complejo y rico de sensaciones: asombro, júbilo, dolor, tristeza, rebeldía, incluso una percepción nueva del paisaje, como de quien observa con ojos nuevos el árbol, la casa, el pájaro, la sombra. ¿Es que “la demasiada luz”, aquella de Eliseo, no te permitía afinar el enfoque de la mirada?

En “Punto Negro” me proponía un lugar vacío, un poeta casi inexistente, una poética del distanciamiento. La cosa era que el escritor pasara a ser, a ratos, un anónimo. Una especie de mirahuecos. Un voyeur enfermizo capaz de separar su adicción por los momentos íntimos ajenos y de verse con perspectiva, con distancia. Como si no fuera parte de lo que se escribe. Esto culmina en un texto con intenciones teleológicas, un discurso de una urbe enfermiza, fría, en La Habana del 94-95.En Plaza de Armas, en cambio, hay algún poema que podría encajar en libros de Eliseo Diego. Fue una lectura importante la de ese poeta. Siempre recuerdo una definición suya, de las más inteligentes: “La poesía es el hábito de atender bien las cosas”. ¡Y digo yo si tiene razón!

Creo que fue una intención buscar diferentes tonos, razonamientos que ampliaran mi poesía. Lo que emparienta la poética de Plaza de Armas con “Punto Negro”, “Flasback”, “Efory Atocha”, lo único que lo conjuga es el poeta, que soy yo, claro. Todas las demás intenciones son distanciadoras, como fue su objetivo. A esto hay que sumarle que yo vivía en La Habana. Aun así, creo es un libro “valiente” que se publicó en una rudimentaria y muy limitada edición de autor que realicé junto a un amigo. No incluía el poema “Rockason…”, que se publicó en Betania, la editorial de Felipe Lázaro, cuando llegué a Madrid, con prólogo de Richard, y gracias a la generosidad de una doctora con nombre de ángel a la que no he vuelto a ver.

España es el descubrimiento. Los pájaros son nuevos pájaros. La comida es comida, y nueva, se comprenden las tradiciones y se comprende, que es bien importante, de dónde venimos. Creo que si haces como yo, ignoras un poco la literatura local y vas hasta donde la producen, España es perfecta. Pero hay un elemento trascendente: se está libre en el mundo. Quiero decir, todo es nuevo. Estás verdaderamente contigo.

 

Hay en “Flashback” un poema que me parece antológico de algo que yo llamaría “el desarraigo eufórico”, ese desarraigo que no viene en tiempo de bolero y nostalgia, sino con playback de músicas mestizas y alborotadas. Es “Poética martiana”: “He partido de todo/ahora sólo queda hacerse un hueco/ no hay un lugar para echar raíces…/ no basta una Casa/ Estos que te mojan son mis mares/ He partido de todo para llegar a ellos/ estoy a salvo de una Patria”. Podría trazar un puente colgante entre ese poema y un cuento mío incluido en la última edición de Habanecer: “Vivir sin la patria es vivir”. Ciertamente, “una isla es la antinomia de una úlcera, una protuberancia, la subversión del océano u otro paso marítimo. Aquí aparecen en una situación de transgresión, queriendo salvar esa distancia tan marcada que las aleja; la úlcera de Chago y la Isla en peso de Piñera pretendiendo copular” (Ricardo Alberto Pérez). Pero la pregunta va en otra dirección: ¿Estás, realmente, a salvo de una Patria? ¿O te acosa en la memoria y no puedes (quieres) librarte, como en “Poema de familia”, “Flashback” y “Flor de isla”?

 

Posiblemente yo no llegue a estar, ciertamente, fuera de un sentimiento patético-patriótico. Como ya he dicho, somos parte de un ejercicio social de niveles altísimos de envenenamiento ideológico. Yo no fui un niño, fui pionero. Mi primer juramento fue dar mi vida por la patria e intentar ser como el Che. Pero creo que se puede ir coqueteando con ciertas teorías más liberadoras, menos contagiadas por el síndrome patria. Cuando pienso en la patria, realmente pienso en el portal de Los Caturla en mi pueblo y en un aguacero enorme, en la finca de Jinaguayabo donde viví feliz tan poco tiempo, en La Loma de Tesico, que fue refugio de nativos, piratas, cimarrones, bandoleros, y refugio mío cuando me fugaba de la escuela. Cuando pienso en la patria, recuerdo el placer de estar sentado junto a un grupo de colegas en La Plaza de Armas, en las nalgas de la jimagua que vivía en la calle Obispo, en las tetas de la hija de una mujer que vivía cerca de un poeta amigo y me amaba. En las tertulias clandestinas que habilitaba Rosendo, Conde de Batabanó, en un caserón de la otrora realeza colonial en la Calle de los Mercaderes, próxima a La Casa del té, en La Habana de finales los 80 y principios de los 90. Pienso en otro caserón, frente por frente a la Aduana, en La Avenida del Puerto en el que fue, quizás, momento más libre de mi vida. Pienso en un grupo de poetas desnutridos, escribiendo, leyendo sus poemas en una escalera, luego de regar sus tripas con litros de ron, en una noche cualquiera de Santiago de Cuba. Pienso en más de un concierto. En más de un amigo. En un solar de la calle O´Reilly, por donde transitaba cargado de libros y de carnes compradas clandestinamente, pescados, cartones de huevos, turistas…Si pienso en la patria, me veo cerca de mi hija, que nació aquí, en Madrid, capital del Reino, bajo un nombre que delata la claridad de la noche. De mi otra, la que viene, que ya trae el nombre de mi madre. Buscándoles el último inventillo de las Super Barbies, que son los tiempos.

Entonces, mi patria no estaría completa si en ella no cohabitaran los días en que trabajé de camarero en una isla ganada a África, Fuerteventura. Durmiendo en un bunker bajo tierra, con muchachos saharauis que me invitaban a tomar té y fumar en suksi el kifi traído a lomos de nadadores, a escuchar sus historias. Si no me veo recostado a María Lado, Uxía, poetas galegas, sobre un césped verde, sábana para cubrir el halo de los muertos, en el antiguo cementerio de Compostela. En Castrelos, con Marcel, Duyos, Charlyn, buscando el significado de cosechar maíz, que es millo, para darles de comer a las bestias únicamente, con una copa amarrada al cuello como amuleto y utensilio. Cuajando un pequeño desliz en el destino, enmarañado en el Albaicín de Granada.

Si pienso en la patria, querido amigo, me veo cazando cangrejos en el litoral de la costa de Adeje; trepando por un bosque de pinos hasta el ojo por donde respira Sam Borondón, por donde respira y mata. Pero, y esto ya muy seriamente, no se trata de intentar olvidar, excluir nada. Todo lo contrario. La patria tiene que dejar de ser un peso. No se es más importante por haber nacido en Tánger, o Jatibonico. Lo que importa es que podamos elegir vivir en cualquiera de ellas; si se precisa, en las dos. Ya sabemos que lo que siempre ha existido son los pueblos. De los demás inventos, paso. Aunque, en el fondo, guardo el sueño de montar un chiringuito en el Batey de Jinaguayabo, venderle gazpacho a la gente, canturrear y leer poemas.

 

Recuerdo que en cierta ocasión, en un recital de Pedro Luis Ferrer, mientras algunos daban cuenta de que “allá tú me ves, allá” habían formado parte de la tripulación del proceso socio-histórico cubano, creyentes y practicantes de eso que llaman eufemísticamente “revolución”, tú te declaraste incrédulo desde tu más tierna infancia. De modo que ni eres “el hombre viejo” ni mucho menos el cacareado “Hombre Nuevo”, sino, como dice Jorge Luis Arcos, “el pre o el pos, la víspera o la postrimería, de ese Hombre Nuevo”. ¿Eres acaso el hombre pos nacional de un exilio devenido diáspora, de una nación transterritorial, ciudadano de una patria portátil y electiva?

Mi padre, ibaé bayé tourum, Santiago Mario Méndez Díaz, el Chago original, fue un hombre luchador, de los que se pasan la vida trabajando por cuenta propia, muchas veces en “negocios profundos”, con mucho riesgo y poca ganancia. Pero él prefería, por ejemplo, vender rositas de maíz por toda la isla, municipio por municipio, carnaval por carnaval, con tal de no estar en ningún centro del gobierno. Él sabía que todo era gobierno, pero, también era consciente de que él era una especie de isla, un átomo disgregado, un elemento incómodo. Alguien relativamente poco censado. Cuando vine al mundo un diecinueve de enero del 70, él estaba preso. Le habían encontrado tres cerdos muertos, preparados, en el maletero del coche. Lo acusaron de tráfico de carne, venta ilícita, no recuerdo qué más. Siempre decía que los cerdos eran de él, se negó a decir nada más.

Nací el mismo año de la frustración azucarera, y él cumplía sentencia de dos años, algo así. Mi madre, que era buena costurera, tejía un grueso abrigo que, con el tiempo, vendió, y me llevaba a alguna visita, aunque ahora no lo podamos recordar ninguno de los tres. Lo primero que me faltó fue a mi padre. Crecí de forma arbitraria, de un modo muy intuitivo. La pérdida de mi madre cuando yo tenía diez años propició mi adultez. Comencé a vivir prácticamente solo, bajo mi responsabilidad.

No me identifico con casi nada de lo que se suponía fuera el hombre de mi generación, el hombre nuevo. No soy guerrillero, ni creo en los nacionalismos. Menos, en exportar la guerra para conseguir la justicia. Soy un conejillo de indias más dentro del gran laboratorio que es y ha sido la Revolución Cubana. Por eso le doy tanta importancia a la posibilidad de elegir, a las diferencias; la desmitificación del elemento patriótico, que satura nuestras vidas; a mirar el nicho donde se nace con respeto y cariño, pero sentirse parte de una casa mayor que está ahí, al salir. Es importante desintoxicar al pueblo de Cuba del nacionalismo y la estupidez castrista. Hay que decirle a la gente: no pasa nada si no eres patriota. Mejor si eres buena persona. Parte de nuestras desgracias es que no se supera el chauvinismo-patriótico-insular. Por supuesto, esto que llamo “desgracia”, no es exclusivo de los cubanos en la isla. Como exilio político, el exilio cubano es un fracaso: un exilio olvidadizo, olvidado y sufridor; que apoya generalmente políticas inútiles, poco serias; cada cual defendiendo su batallita personal; su preciada derrota. Un exilio capaz de levantar una de las ciudades más importantes de Estados Unidos, pero no de hacerse querer, ni dentro ni fuera de Cuba.

Soy cubano por los cuatro costados. No te quepa la menor duda que se nota, incluso, aunque no me lo proponga. Ahora bien, yo elijo la patria.

 

Percibo por momentos un intento de negar ciertas emboscadas de la nostalgia, negarlas sin desconocerlas, “paseando la dejadez a golpe de salitre y lejanía / a leves toques de recuerdo”, al tiempo que asistes, apesadumbrado (¿resignado? ¿expectante?) a una nueva dimensión de ti mismo, cuando “Definitivamente me hago a las buenas costumbres / Costumbre antigua/ vergonzosa”. ¿Prefigura esto un nuevo giro en tu poesía de hoy, de mañana?

 

Yo llegué a Madrid un veinte de mayo de 1996, con una invitación falsa y con una maleta y una mochila rotas. Cogí un autobús en Barajas que me dejó en la Plaza de Colón. Para mí, que soy de Caraháte, como le decían los nativos, fue bastante fuerte. Pedí instrucciones para llamar por teléfono a la primera persona con la que hablé, la dependienta del bar. Mi nerviosismo, el acento y mi mala pinta —vaqueros, camisa de mezclilla, gorra Nike, barba de cinco días, equipaje roto—bastaron para que me dijera “búsquese la vida” en un castellano que me sonó a General Resoplez. Bajo la falda de la estatua de Colón escribí, luego de mirar atolondrado el tráfico de coches, los semáforos, los olores y un sinfín de japoneses con un sinfín de cámaras: “¿qué cojones hago yo aquí?”. Automáticamente, comenzó mi vida en Madrid, en España, que ya sabemos que son varias Españas.

Me interesan menos los inventos formales en la literatura y los escritores sin vida me aburren. Son sacos de letras. Escribo por decisión y dedico mi vida a almacenar momentos que luego pueda devolver en la escritura. Aunque no mantengo una disciplina tajante, escribo a diario. Ese posiblemente sea el cambio fundamental que pueda apreciar: estoy trabajando más. Lo hago con fines específicos, me propongo obras. Aspiro a definir una poética, aunque reconozco que soy un poco esponja. Inquieto y vividor. Me va la noche… Ojalá y tu pregunta sea certeza cuando pasen veinte años. De momento, sigo dándole mamporrazos a la literatura, que un día cede, se humilla, se deja.

 

“No pasa nada si no eres patriota”; en: Cubaencuentro, Madrid, 23 de enero, 2008. http://www.cubaencuentro.com/es/entrevistas/articulos/no-pasa-nada-si-no-eres-patriota-64494

 





Fábula de un hombre fiel

2 12 2007

You taught me language

And my profit on’t

Is, I know how to curse.

William Shakespeare

Calibán a Próspero en La tempestad

 

Las autocracias, especialmente las que dimanan de las revoluciones, establecen el grosor exacto de lo aceptable y, una vez ajustada la maquinaria del poder, hacen pasar a la sociedad entre sus cuchillas. El resultado: cómplices, fieles y obedientes. Cualquier otro producto es un error fabril que debe ser reciclado o, en el peor de los casos, desechado.

El epistolario de Tomás Gutiérrez Alea es la fábula de un hombre que quiso soñar en imágenes y que invirtió en ello sus certezas y, sobre todo, sus dudas. Es una historia de amor. Y son, también, las aventuras y desventuras de un hombre fiel que, como Calibán, aprendió a maldecir.

Es imposible deslindar con exactitud la trayectoria del creador, sus dudas, inconformidades, certezas y errores —vale la pena leer todas sus dudas sobre el arte en la Revolución, escritas en 1971—, del homo histórico, imbuido desde muy joven de las ideas de redención social, y fiel a ellas durante toda su vida, a pesar de los errores, vilezas y crímenes cometidos en su nombre. Quizás Titón no llegara a conocer/aceptar los crímenes, pero sí maldijo empecinadamente (con todas sus consecuencias) los errores y vilezas, sin abandonar una fe por momentos más parecida a una religión que a una ideología.

Quienes deseen conocer mejor los mecanismos creativos del artista encontrarán aquí las cartas de su período en Roma, el entusiasmo, el descubrimiento, el aprendizaje. Su deslumbramiento con el neorrealismo italiano, un cine valioso y barato; cine del Tercer Mundo europeo cuyos mecanismos de creación podían ser extrapolados al resto del Tercer Mundo. Aquí están sus dudas y peripecias durante la filmación de la batalla de Santa Clara, que se incluye en Historias de la Revolución, una película que catalogó apenas como un ensayo, pero donde insertó por primera vez, por razones de presupuesto, fragmentos documentales en la ficción, algo que se convertiría en un procedimiento recurrente en su filmografía. Aparece su sensación de ser ajeno a esa película, y su total extrañamiento respecto a Cumbite. Detalla el proyecto de filmar El arpa y la sombra, y cómo, al cabo de una vida, Memorias del subdesarrollo y La última cena son los filmes donde encontró un justo equilibrio entre lo que quería decir y el modo de hacerlo; en consonancia con su propuesta de un cine subversivo desde el poder, visualmente interesante. Un cine que, al menos en los casos de Memorias…, La última cena y Los sobrevivientes, consiguió el nivel de ambigüedad suficiente para suscitar, en sucesivas generaciones de espectadores, renovadas lecturas.

En estas cartas está también su propuesta de implementar (además del cine como arte) un “cine marginal” que sea herramienta de indagación de la realidad. Y fomentar un clima propicio para la aparición de una filmografía de calidad que fuera no sólo un “arma de la Revolución”, sino, sobre todo, arte. Y sus métodos de trabajo, como cuando, en carta a Leo Brouwer le propone, partiendo de sus conocimientos musicales, hacer en paralelo Los sobrevivientes y la música de la película.

Asistimos a su angustiosa necesidad de mantenerse al día en un país tapiado, de ahí sus incesantes peticiones de libros y revistas culturales a editores y amigos. Quiso abrir ventanas en todas direcciones: invitó a trabajar en Cuba a escritores como Carlos Fuentes y Juan Goytisolo, a directores como Carlos Saura, a quien dispensa una admiración no acrítica, aunque siempre transitada por la amistad. Se proponía acercar el mundo a la Isla, y ponerlo en contacto con la Revolución, con la certeza de que ello atraería amigos, levantaría puentes, derogaría los muros edificados por “el enemigo”. En los últimos años de su vida, ya Titón había descubierto que el muro era una coproducción, y que los albañiles de adentro renovaban de inmediato cualquier grieta que anunciara derrumbe.

Próximo al Partido Socialista Popular desde 1948, participó en la lucha clandestina en los 50, y su adhesión a la Revolución fue total desde el primer momento. Una carta a Saulius, el hijo de su esposa Mirtha Ibarra, en 1991, cuenta una versión casi oficial de la historia de Cuba y añade que “los jóvenes, entonces, nos sentíamos poderosos e invencibles y, además, sabíamos que teníamos la razón. Y eso era cierto en aquellos primeros años”. En 1964 afirmó: “Se estaba con la Revolución por razones emotivas principalmente. A partir de entonces, se mantiene uno con la Revolución cada vez más por motivos racionales”. Y habla de errores, de los sinsabores y el sufrimiento cotidiano, y de que el sentido de la vida es vivirla. Y la vida es, para él, una experiencia indisociable de la Revolución, ese “gran acto de justicia” en cuyo nombre tiene que convivir “con pequeñas injusticias cotidianas”. En 1969 escribió: “Este es un lugar maravilloso y terrible al mismo tiempo (…) la vida cotidiana se hace molesta y fea (…) puede llevarte a situaciones amargas”. Y él no quiere conformarse con esas injusticias (a veces no tan pequeñas, aclara), pero, al mismo tiempo, no quiere hacer nada que perjudique a la Revolución. Ese es el terrible dilema de muchos hombres honestos de su generación, desgarrados entre su sentido de la justicia y su juramento de lealtad a la Revolución, aunque de ésta fuera quedando, con el tiempo, apenas la cáscara retórica.

De ahí que en carta escrita a Néstor Almendros en 1966 no lo acuse de traidor, sino que lo felicita por abrirse paso en el cine francés; le promete el envío de la revista Cine Cubano y le cuenta que a su paso por París evitó encontrarse con él para que una discusión política no dejara “maltrecho el afecto”. Y es el mismo Titón que en 1987 dice a Edmundo Desnoes que Conducta impropia es un filme deshonesto y mediocre, obviando la terrible realidad que revela.

Pero su adhesión nunca fue acrítica. Por estas páginas no sólo discurren los grandes acontecimientos históricos: el juicio de Marcos Rodríguez, los debates culturales, como el de Alfredo Guevara con Blas Roca y el de Titón con Julio García Espinosa en 1965; también sus discrepancias sobre la política cultural, especialmente la del ICAIC. El 3 de junio del 61, Alea renunció como consejero del ICAIC, y en esa carta hace constar su desacuerdo sobre cómo se manejó el caso de PM, sin que él participase en un comunicado oficial de la directiva, aun cuando formaba parte de la comisión que evaluó la película. Su memorando del 25 de mayo de 1961 a Alfredo Guevara, “Asuntos generales del Instituto”, toca prácticamente todas las llagas que asolarían durante medio siglo la cultura y la vida cubana: la ultracentralización de la toma de decisiones, que termina creando un cuello de botella que entorpece el trabajo; el escamoteo y la ocultación de información para evitar que los creadores “se contaminen” de algún virus capitalista; la cúpula autodesignada para decidir quién puede leer o ver esto o aquello sin mancharse; el monopolio estético, pues todas las obras deberán pasar por el filtro del gusto de una sola persona; la tendencia a pensar por los demás e imponer ideas; la minimización de los márgenes de libertad y la falta de confianza en las personas, con su corolario: la supervisión excesiva que ralentiza y castra el trabajo, mata la pasión artística y crea un clima opresivo.

Por eso no es raro que Memorias del subdesarrollo saliera adelante gracias a la intervención personal de Osvaldo Dorticós, entonces presidente de la República; que su película El encuentro fuera paralizada; que entrara en conflicto con el censor Mario Rodríguez Alemán; que algunas de sus películas fueran engavetadas y otras fueran llevadas a pasear por diferentes festivales internacionales de la mano de funcionarios y burócratas, sin comunicarlo siquiera a su director, o que prosperara, con la anuencia de Guevara, el caso de suplantación realizado por Santiago Álvarez al apropiarse del crédito de realización de Muerte al Invasor, dirigido y editado por Titón. En carta de 1977 a Alfredo Guevara, Titón reconoce que las relaciones entre ambos han dejado de existir hace tiempo, a pesar de lo cual le escribe para aclarar cosas en aras del trabajo. Desgrana, entonces, un rosario de miserias y ostracismo a los que ha sido sometido, sus cinco años completos sin viajar, ni siquiera para llevar sus películas, e incluso la posibilidad de irse del ICAIC y no hacer más cine. Es comprensible entonces que Alfredo Guevara ejerciera todas las presiones posibles para que la Fundación Autor no publicara este libro.

A pesar de todo, Titón escribió que “Hemos tropezado repetidas veces con la misma piedra (…) el camino que queda por delante es mucho más largo que como lo soñamos (…) hemos llegado hasta aquí con una rara dignidad. Y una profunda sensación de que estamos vivos”. Ya en los 90, Titón comprendía que aquello que seguíamos llamando Revolución por pura costumbre no era el ecosistema propicio para el talento honrado, pero sí la coartada perfecta para el oportunismo y la ambición. Aun así, una certeza que ya había escrito en 1969 no lo abandonó nunca: “aquí es posible encontrar la fuerza para vivir, luchar, descubrir un sentido a la vida, ser… ¿feliz?”.

 

Fábula de un hombre fiel, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena letra, n.° 47, invierno, 2007/2008, pp. 169-170. (Gutiérrez Alea, Tomás; Volver sobre mis pasos. Una selección epistolar de Mirtha Ibarra; Ediciones y Publicaciones Autor SRL, Madrid, 2007, 514 pp. ISBN: 978-84-8048-737-5).

 





El ego como arquitectura

4 10 2007

Si usted pasea por las avenidas de esa Génova que en plena euforia industrializadora levantó Mussolini —enormes cajas de zapatos atestadas de gente—, si cierra los ojos y los abre en los distritos residenciales del Moscú años 50, apenas notará la diferencia. Una arquitectura pesada, sombría, destinada a una masa cuyas individualidades debían confinarse en la intimidad de los hogares. De puertas afuera, el valor del individuo era apenas estadístico: pólipo del arrecife, cifra en la abusiva contabilidad del cardumen. Mutilar los signos exteriores de la individualidad contribuía a diseñar colmenas de súbditos cuya libertad quedaba limitada al aplauso.

Una arquitectura que tiene su reflejo, salvando las distancias, en los mamotretos de hormigón que rodean la antigua Plaza Cívica de La Habana, luego Plaza de la Revolución, especialmente los que alojan al Comité Central del Partido Comunista. Construidos por el dictador Fulgencio Batista y Zaldívar, su sucesor prefirió instalarse allí, rebautizándolo como Palacio de la Revolución, y evitar el Capitolio y el Palacio Presidencial, que invocaban una tradición republicana difícil de conciliar con el proyecto de Estado que Fidel Castro tenía en mente.

Al reflexionar sobre la relación entre el poder y la cultura, George Orwell afirmaba que bajo un régimen totalitario el poeta podía existir, el prosista debería elegir entre el silencio y la muerte, mientras el arquitecto podría salir beneficiado. Y el autor de 1984 sabía de qué hablaba.

Quienes repasen La arquitectura del poder, de Deyan Sudjic, comprobarán cómo los grandes monumentos arquitectónicos han sido secreciones del poder. Con las excusas del arte o la historia, la patria, el pueblo y la memoria, el poder siempre se ha homenajeado a sí mismo en piedra, acero, mármol y cristal. Los dictadores desconfían de la palabra. Un poema épico o una biografía, la novela y el ensayo servil están siempre a merced de la relectura, la nota al pie, la edición crítica, la revisión in memorian, hasta la reedición cero y la extinción, aunque algún ejemplar sobreviva en la zona museable de las bibliotecas. La piedra, en cambio, invoca una eternidad que, de momento, la biología proscribe. La piedra es unívoca, piensan, no está sujeta a reinterpretaciones.

Keops se construyó la tumba más alta, y Darío El Grande, una ciudad, Persépolis. Siglos más tarde, lo imitarían Pedro el Grande en San Petersburgo y el presidente Juscelino Kubitschek en Brasilia (aunque las democracias son menos pródigas arquitectónicamente que los regímenes totalitarios). El monarca absoluto y el dictador disponen sin cortapisas de los recursos y pueden satisfacer su ego a costa del interés general. Los planes que Hitler encomendó a su arquitecto Albert Speer para hacer de Berlín la capital imperial de Europa continuaron durante toda la guerra. Y el Moscú hambreado de la posguerra vio levantarse siete rascacielos, apodados por los rusos “los cojones de Stalin” dado el material empleado en las obras.

El París de Haussmann, el Valle de los Caídos de Franco, la catedral ordenada a Karl Vitberg por Alejandro I y destruida por Stalin para levantar un paquidérmico palacio de los trabajadores que no pasó del estado larval. La Gran Mezquita de Saddam Hussein, donde 30.000 fieles invocarían a Alá, y el dictador invocaría a sus mentores: Nabucodonosor y Stalin. La Exposición Universal Romana y el Palacio de la Civilización Italiana, de Mussolini. El paso desde la dinastía Ming y su Ciudad Prohibida, hasta la explanada maoísta, casi llanura, de Tiananmen, y, abonado por los amos del capitalismo de Estado, el bosque de rascacielos que asalta hoy el sky line de Shanghái y Beijing. Del poder horizontal al vertical, del sagrado emperador, divinidad heredada por el secretario del Partido, al dinero como religión.

Intentos no sólo de celebrar, sino de perpetuar en piedra una visualidad del poder. Estar presente, encajarse en la memoria colectiva, ser, como las estatuas de la Isla de Pascua, un testigo del pasado para conjurar el olvido, y un vigilante del futuro. Y para ello son más útiles los edificios que las estatuas. Los cambios de régimen suelen reprimir a las estatuas derrocadas: las de Stalin o Lenin cayendo en Europa del Este, las de Saddam en Iraq o las de los mandatarios republicanos en La Habana, arrancadas una por una en la Avenida de los Presidentes. Sólo quedan, sobre su pedestal, los zapatos de bronce de don Tomás Estrada Palma, primer presidente cubano.

Los edificios suelen reciclarse, trátese del Kremlin, del Capitolio habanero, del EL-DE Hause, cuartel general de la Gestapo en Colonia, o de la Lubianka en Moscú (este último no es, posiblemente, un ejemplo feliz, dado que no lo ha necesitado). Pero, aun transformados en museos o bloques de oficinas, los edificios memorian su pasado imperial, republicano, comunista o meramente siniestro.

Fidel Castro es un dictador que comparte rasgos con muchos de sus homólogos: es histriónico como Mussolini, a quien recuerda en su oratoria enfática, repetitiva y didáctica; tiene una noción mesiánica equivalente a la de Hitler; carece de escrúpulos como Stalin, y está dispuesto a cualquier desmán para conservar el poder; es tan hábil en el arte de la intriga y en tejer su propia leyenda como Mao, y, además, ejerce de líder planetario, síndrome que raras veces ataca a los caciques de naciones pequeñas.

Sin embargo, a pesar de que durante medio siglo ha dispuesto a su albedrío del presupuesto de la Nación y de las ayudas internacionales, cuantiosas durante la mitad de su reinado, más que como un constructor, Fidel Castro se ha comportado como una brigada de demoliciones encargada de derribar las ciudades, especialmente La Habana, con la perseverancia de un Pol Pot en tempo de bolero.

En medio siglo no se ha levantado en Cuba ni un solo edificio emblemático que funcione como reforzador de identidad, como logotipo del país o la ciudad, o que, simplemente, con la excusa de atraer al turismo, festeje al caudillo. No hay Torres Petronas, ni Guggenheim de Bilbao, ni Arco Gateway de Saint Louis, ni Ópera de Sídney, por mencionar iconos recientes. Lo más cercano a una arquitectura icónica serían las Escuelas de Arte, pero la obra fue detenida y en parte abandonada a la maleza.

Curiosamente, el mayor edificio levantado en La Habana desde 1959, y que no sea continuación o cierre de alguna obra precedente, es la embajada de la Unión Soviética: una mole de concreto con apariencia de menhir, coronada por una extraña apófisis, como si al edificio le hubieran encajado por la azotea un bolígrafo alienígena del que asoma apenas el casquillo. Durante su construcción, los habaneros comentaban con sorna que tras concluir aquel castillo de hormigón, los rusos declararían la guerra a Cuba. Para más desgracia, el bolódromo —en Cuba se conocía a los rusos como “bolos”— está situado en Miramar, zona arbolada con elegantes mansiones y edificios de tres o cuatro alturas, de modo que las suaves colinas mueren en el mar casi sin tropiezos. El bolódromo es como la osamenta de un tiranosaurio en una pastelería.

Ni siquiera, como su amigo Saddam, Fidel Castro levantó sus propios palacios. Prefirió okupar y remodelar las mansiones abandonadas por la burguesía en fuga. Es cierto que se han edificado insultos urbanísticos, al estilo de Alamar, en casi todas las provincias, y que muchos podrían defender con sobradas razones su carácter emblemático del último medio siglo, pero yo soy más piadoso y prefiero pasarlos por alto. Por otra parte, la restauración selectiva de La Habana Vieja es apenas la (presunta) recuperación de una memoria arquitectónica seudocolonial, no sólo ajena, sino en franco contraste con la (presunta) ideología revolucionaria. Los Chevrolets y Cadillacs de los 50 que ruedan por esas calles redondean una escenografía al servicio de los turistas, quienes se sumergen en un espacio virtual donde la Revolución no ha llegado ni, invocando a Carlos Puebla, el “Comandante mandó a parar” y donde, por tanto, no “se acabó la diversión”. El espejismo no prueba la existencia del oasis. Ningún turista, desde luego, aceptaría un tour por los centrales azucareros desmantelados, por la arquitectura de las escuelas en el campo, como barcos clónicos encallados en los naranjales, o la visita a los restos fósiles de la central atómica de Juraguá, que nunca procesó (para nuestro alivio) un gramo de uranio. La Revolución que en su día vendió sobre planos la arquitectura del porvenir, ofrece ahora al contado un pasado de diseño.

Durante medio siglo, el gobierno cubano ha dilapidado enormes sumas en costear una agenda política de gran potencia —promover la insurgencia, comprar conciencias y perpetrar invasiones en tres continentes—. Lo que quedaba, se destinó a una industrialización dependiente y obsoleta de nacimiento, y a desarbolar el país para convertirlo en un mega latifundio agrícola que, a pesar de las inversiones en maquinaria y productos químicos, nunca satisfizo la demanda. La universalización de la enseñanza, la atención médica y la hipertrofia militar son los grandes rubros del país. Pero el esmirriado cuerpo de la nación es incapaz de sostener una cabeza hidrocefálica y unos puños como mandarrias de cinco kilos. Mientras, las ciudades, carentes de mantenimiento y renovación, han ido involucionando hasta las ruinas superpobladas que, con toda precisión, muestra Antonio José Ponte en La fiesta vigilada. Pero la indigencia arquitectónica no se debe a la falta de medios. El líder cubano dispone de una contabilidad paralela. La llamada “cuenta personal del Comandante en Jefe” sufraga todas sus iniciativas y caprichos: batallas de ideas, rescate de Elianes, campañas internacionales, e incluso, a fines de los 80, construir todo un polo científico con varios centros de investigación sin, como se dijo, “afectar el presupuesto nacional” —las arcas del Comandante se nutren de la divina providencia—. Si hubiera en él alguna voluntad constructiva, la cuenta mágica proveería los fondos.

¿Es acaso voluntad de Fidel Castro, político narcisista, prendado de su propia imagen, legar a la posteridad un paisaje de ruinas? La respuesta, como los buenos cócteles, puede tener varios ingredientes.

El primero, y posiblemente el menos importante, es su extracción rural, sus modales campesinos cuando llega a estudiar a la capital y es objeto de burla o desprecio por parte de una alta sociedad que nunca lo aceptó como a un igual. Una sociedad que desapareció rumbo al Norte y abandonó la ciudad a su merced cuando él bajó triunfante de la Sierra Maestra. Y Fidel Castro no perdona. Ni a un antiguo camarada que decidió abandonar el séquito de incondicionales —Huber Matos, Mario Chanes de Armas—; ni al que demuestre la incompetencia del líder —Arnaldo Ochoa, estratega que ganó la guerra de Angola desoyendo las instrucciones de Castro; el ministro del Azúcar Orlando Borrego, tras vaticinar en 1970 el fracaso de la Zafra de los Diez Millones—; ni al carismático que robe cámara y protagonismo a la prima donna —Camilo Cienfuegos, Ernesto Guevara—; ni a un jefe de Estado que no le conceda la jerarquía que él mismo se atribuye —Eisenhower, Kruschov—; ni siquiera a un médico, un escritor o un deportista que “deserte” del cuartelillo nacional. No es raro que no perdonara a una Habana pecadora y frívola, pero donde los combatientes clandestinos, y no los guerrilleros de la Sierra, donaron la mayor cuota de mártires. Fidel Castro pretendió, incluso, arrebatarle la capitalidad del país.

El segundo ingrediente es su condición de no-estadista. Hitler soñaba con mil años de Tercer Reich, aun sin su presencia, y Albert Speer diseñó la capital del imperio. Fidel Castro desmanteló el Estado republicano y, como nunca estuvo dispuesto a someter su poder personal al imperio de instituciones que lo limitarían, se ha resistido a crear una estructura institucional, ni siquiera para que perpetúe su régimen. Es, eso sí, un político atento a la conservación del poder absoluto a costa de la felicidad y el bienestar de los cubanos; a costa de abolir y luego trucar la democracia. Optó por el voluntarismo y la improvisación como leyes supremas de la República, con periódicos cambios de rumbo: obras a medias, proyectos inconclusos, imposible planificación a largo plazo, recursos al servicio de la política o de la “iluminación” de turno. Él ha disfrutado del poder más absoluto. Hoy, ahora. No construye porvenir, porque lo sabe un territorio ingobernable.

El último componente del cóctel es la inflación de su ego. Desde muy temprano, Cuba no ha sido su objetivo, sino su plataforma de despegue internacional. La tribuna desde donde proyectar sus ambiciones, primero, continentales, y luego, universales. Cuba es, también, la alcancía —fondos propios o depositados por los “países hermanos”, desde la Unión Soviética hasta Venezuela— para costear su agenda de gran potencia: un servicio de inteligencia y de relaciones internacionales hipertrofiados; la adquisición de intelectuales, sindicalistas, políticos e incluso gobiernos dóciles; la promoción de la insurgencia; la implementación de campañas internacionales, y, llegado el caso, las invasiones —armadas y desarmadas— para crear o consolidar zonas de influencia.

Fidel Castro comenzó a edificar el monumento a sí mismo en la mente de los cubanos pero, en la medida que se fueron desencantando —hasta el punto de aguardar su muerte como quien espera a que escampe la Historia, venga la inclemencia que venga—, exportó la obra a la mente de una extensa y difuminada red de admiradores que rentabiliza su discurso reivindicativo sin padecer su práctica totalitaria. Ha construido un poder que rebasa con mucho los límites de la Isla, y una imagen, una mitología, cuidadas hasta el detalle. Ese ha sido, con diferencia, el mayor éxito de su mandato.

Google arroja 2.800.000 entradas para “Fidel Castro”; siete veces más que las de “Gorbachov” y un millón más que las de “Mao Zedong”. Todavía es superado con creces por las 15.700.000 entradas de “Stalin”.

El Comandante no ha legado un zigurat ni una pirámide, ni un museo monumental o una torre emblemática, ni la configuración institucional de un país, ni un ideario o un Manual de Instrucciones para los fidelistas del porvenir —no hay Libro Rojo, ni Idea Juche, ni ¿Qué hacer? leninista, ni Mein Kampf—. Sus infinitos discursos se han acompasado con demasiada agilidad a los vaivenes de la coyuntura política.

Arquitecto de su propio ego, Fidel Castro es la única obra perdurable de Fidel Castro.

 

“El ego como arquitectura”; en: Letras Libres, Madrid, octubre, 2007. http://www.letraslibres.com/index.php?art=12445

 





De Leo Martín a Sam Spade

2 10 2007

Con la novela negra Que en vez de infierno encuentres gloria, Lorenzo Lunar (Santa Clara, 1958) obtuvo los premios Brigada 21, a la mejor novela en español, y Novelpol. Premios concedidos por los lectores, posiblemente los mejores jurados a que pueda aspirar un escritor del género. Leyendo sus 124 páginas, que se deslizan a toda velocidad hacia el final, comprendí esos veredictos de calidad. La obra consigue no sólo atrapar al lector con una intriga creíble, sino que dosifica con máxima efectividad la información, entrega las raciones justas para no morir de sed, lo suficiente para empujarte hacia la contraportada. Pero eso es sólo (como si fuera poco) buena técnica, carpintería del oficio. Lo más importante es que en las primeras diez páginas se ha construido un universo particular: el barrio: cerrado, con leyes propias y, sobre todo, vivo. Un universo real, literariamente real, donde empieza a alojarse desde ese instante la voracidad del lector, ajeno a cualquier extrañamiento brechtiano, porque allí los hechos no se representan, no se componen ni se escriben; suceden.

Dos años después, el autor obtendría otro premio, concedido esta vez por un jurado profesional que no juzgaba novelas negras o verdes, sino literatura. Polvo en el viento consiguió en Puerto Rico el Premio de Novela Plaza Mayor. En ella, el barrio se expande a la ciudad, que no funciona como un espacio cerrado, sino como un espejo del país, del tiempo angustioso, de la desesperanza, esta sí, cerrada, donde son prisioneros todos los personajes por igual: policías y bandidos, funcionarios y drogadictos, creyentes y ateos en una religión laica por decreto.

“Vivir en este barrio le ronca los cojones” es la oración inicial de Que en vez de infierno encuentres gloria. Y Polvo en el viento bien podría comenzar con la sentencia: “Vivir en este tiempo le ronca los cojones”.

En la primera, el hilo conductor es el asesinato de Cundo, un viejo amigo del policía Leo Martín. Desde el instante en que el cadáver aparece molido a golpes en su cuartucho, y César, el jefe de sector, encarga el caso a Leo, nacido y criado en el barrio, los acontecimientos se precipitan, más que en el tiempo, a través de los sinuosos pasadizos del barrio, verdadero protagonista de la obra, con su elenco de personajes: Tania, la prostituta, aquella niña que fue para el policía como una hermana menor, Blanquita, El Moro, El Puchy, Pepe el Vaca, Pechoemulo, Chago el Buey, El Rey del Brillo. Personajes de vidas rotas, machacadas por la miseria, extraviadas en un mundo donde el relativismo moral no es perversión sino garantía de supervivencia. Una corte de los milagros donde cualquier destello de esperanza, cualquier aspiración, fue aplastada sin piedad hace mucho. Y todos ellos componen el rostro poliédrico del barrio, un monstruo de cien cabezas cuya anatomía conoció perfectamente, alguna vez, Leo Martín, quien todavía cree conocer todo lo que se trama en la dramática geografía de la supervivencia. Pero desde que usa uniforme, hay muchos secretos que púdicamente el barrio le oculta y otros que él ha desaprendido, como el expatriado que comienza a olvidar los matices de su lengua materna. Por eso, la voz del barrio le susurra: “Aquí pasan muchas cosas, cosas que las sabe todo el mundo menos tú, son las mismas que han pasado siempre desde antes que te metieras en la policía”. De ahí que el lector se sienta voyeur, mirahuecos, fisgón, a medida que el policía va abriendo las puertas del barrio, ventilando intimidades.

En Polvo en el viento, en cambio, parece que César (¿el mismo César ansioso de culpables, lo sean o no, de la novela anterior?) no conoce verdaderamente a nadie. Parece que no los ha conocido nunca. No asistimos a un microuniverso, sino al espacio despoblado, ajeno, de la ciudad donde se mueven los personajes a través de diferentes estratos superpuestos. Los protagonistas, Yuri y Yenia —eslavonimia resultante de unos padres amamantados con los manuales de Marxismo-Leninismo—, son hermanos jimaguas que habitan una suerte de universo paralelo donde el sexo (hetero, homo, bi, múltiple, incestuoso), el arte, las drogas, la música, no cumplen una función orgiástica. Son rituales funerarios, preámbulos de una muerte buscada como única alternativa a una realidad más que miserable, repulsiva. Es una suerte de última cena donde los comensales —con Susy, El Flaco, El Ripiao, a los que se añade Bianka Roxana, leit motiv de la novela— engullen desaforadamente de todos los platos con la certeza de que nunca concluirán la digestión.

En otro estrato, encontramos a César, un policía de nuevo tipo en la literatura cubana, y a Mirtha Sardiñas, la madre de los Y, una Margaret Thatcher de provincias que se casó con el compañero director Arsenio Padrón y cuyo egoísmo ha pulverizado la familia. Si Mirtha Sardiñas es todo cálculo, sus hijos son el reverso: intentan quebrar todo límite, toda frontera, con la osadía libertaria del pichón que se echa a volar desde el acantilado cuando aún no ha plumado.

Un tercer estrato es el mundo feroz de la cárcel, una jungla cuyas leyes empiezan a parecerse sospechosamente al universo convencional donde habitan César y Mirtha. Por eso no es raro que, a través del sexo, se anuden César, el policía, con Mirtha, la funcionaria, con su hijo Yuri, el evadido, con El Caballo, prisionero que trabaja de soplón para César a cambio de protección y sexo. Si el sexo es el último reducto de libertad individual en la Isla, en esta isla de Lunar es siempre dominio o amenaza, instrumento, moneda, compra, venta, huida o muerte.

El cuarto estrato está poblado de extras que deambulan como testigos del naufragio, que se arrastran por el proscenio para dar fe a su tiempo del derrumbe.

Leo Martín, jefe del sector de la policía en su barrio, no sabe por qué se metió a policía, y concluye que sería “porque eso estaba escrito” o porque le “gustaba dar patadas y clavar sukis en los estómagos y ahora sigo por inercia”. No obstante, busca la verdad, no un culpable.

Mientras, el teniente César “maldice la hora en que se metió en la policía”, y concluyó muy pronto que “era mejor no meterse con los malos. No atravesarse en el camino de los delincuentes”, “hacerse de la vista gorda y recibir (…) aquellos obsequios que no eran para nada chantaje, sino pura cortesía de sus buenos vecinos”. Aprendió a templarse a la mujer de Felipe a cambio de que su marido continuara traficando café, permitir el trapicheo de carne alojada entre las espléndidas tetas de Aga, que él tan bien conoce. Y, ahora, como jefe del Departamento de Criminalística, cumpliendo de alguna manera su vocación para ser jefe de algo, de lo que sea (aunque “le tocaba serlo en el momento en que nadie quería ser jefe de nada”), no buscaba la verdad, sino culpables. Y para eso estaba dispuesto a encerrar a Yuri con El Caballo —hasta donde alcanzo, no tiene relación con el otro Caballo—, asesino, bugarrón y chivato, para que “lo ablande” a fuerza de violaciones y se lo entregue listo para la confesión, para que el teniente se anote otro caso resuelto en su expediente. Como dice su coronel, “antes que llore mi mamá, que llore la de otro”. Summa filosófica.

Si en Que en vez de infierno… una muerte real convocaba al policía a desbrozar un mundo que conoce; en Polvo en el viento, la presunta muerte de un símbolo, de una alegoría (en consonancia con toda la muerte simbólica que atraviesa la novela) empuja a otro policía completamente distinto a forzar una realidad que le resulta ajena, que es incapaz de comprender, para acompasarla a sus necesidades.

Si la primera es una historia simple, convincente y fragmentada con inteligencia para construir la trama, donde, al final, gana el delincuente (“a veces es mejor que olvides que sabes cosas”, le dicen al policía cuando pierde); en la segunda, una novela de trama más compleja, donde hay un juego evanescente entre lo inmediato y lo simbólico, todos pierden. Como si César hubiera echado a andar una maquinaria de destrucción que va macerando a quienes encuentra a su paso, incluso a su creador, condenado a la distancia, ese sucedáneo de la muerte. Máquina incapaz de destruir el símbolo, de borrar esa presencia inquietante que desencadena toda la acción. Nada más puedo decir sin estropearle la intriga a los lectores.

La extrema concisión narrativa de Que en vez de infierno… da paso a una narración más pausada (no menos tensa) que ilumina los sectores más oscuros de la sociedad y se permite otros matices y circunloquios en Dust in the Wind.

Lorenzo Lunar, quien ya ha publicado El último aliento (1995), Échame a mí la culpa (1999) y Cuesta abajo (2002), ha declarado que la literatura no puede ser un discurso político y que busca el término medio. Si arrojarnos a una realidad brutal, sin afeites ni evasiones, es “el término medio”, lo ha conseguido. Reconoce la deuda con la novela negra norteamericana, y lo evidencia en cómo Leo Martín, un policía con bastante decencia por uniforme, da paso a César, un Sam Spade brutal, inelegante y sin escrúpulos, y cómo las tinieblas del barrio inicial anochecen completamente en una ciudad donde todos son víctimas y victimarios. Las cloacas de sus vidas desembocan, indefectiblemente, en el colector de la muerte. Ignoramos si serán recicladas hacia alguna materia patriótica.

Dos nuevas entregas de la saga Leo Martín acaban de aparecer: La vida es un tango (2006) y Usted es la culpable (2007), pero eso será asunto de otro contar. Como su anunciada Cocina criminal cubana.

Que en vez de infierno… es una novela tragicómica, ha declarado el autor, porque en Cuba “vivimos un humor negro tristón” (El País, 11 de julio, 2004). Y aclara: “cómica para los que la ven desde afuera y trágica para los que estamos dentro”. La realidad cubana viene con una exultante banda sonora, es cierto, pero es trágica desde todos los afueras y los adentros, excepto desde el ángulo recto de una consigna. Aunque… hay por ahí cada sentido del humor que debería constar en el Código Penal.

 

De Leo Martín a Sam Spade, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena letra, n.° 45/46, verano/otoño, 2007, pp. 295-297. (Lunar, Lorenzo; Que en vez de infierno encuentres gloria; Zoela Ediciones, Granada, 2003, 124 pp. ISBN: 84-95756-04-8 / Lunar, Lorenzo; Polvo en el viento; Editorial Plaza Mayor, San Juan, Puerto Rico, 2005, 192 pp. ISBN: 1-56328-292-5).

 





El Caso del Caso Sandra

4 01 2007

 

Acabo de recibir por correo, desde una remota ciudad de Arizona, un ejemplar del número 93-94 de la revista Somos Jóvenes, publicada en La Habana en septiembre de 1987. Me la envía un, hasta hoy, desconocido compatriota que al marcharse al exilio le hizo un hueco en su maleta a ese ejemplar.

Su carta me devolvió a la historia de aquella historia, es decir, al Caso de “El Caso Sandra”, testimonio de una época que años más tarde sería evocada con nostalgia, aunque por entonces ni lo sospecháramos.

Erase una vez un artículo que se llamó “El caso Sandra”… podría comenzar. Narraba las aventuras y desventuras de una jinetera (antes que fueran personajes del folklore patrio). Por entonces, ellas sólo habitaban como personajes literarios en los atestados policiales. Su fe de bautismo data de mucho después, cuando Él en persona blasonó de que en Cuba disponíamos de las putas más cultas del mundo, geishas en tiempo de guaguancó. La que yo interrogué durante largas horas, acompañé en sus cacerías por La Habana, la que invité a comer en casa (para sobresalto de mi mujer y mengua de la libreta de racionamiento) era, posiblemente, la excepción de la regla. Un accidente del sistema educacional.

Por entonces, la puta más reciente de la escritura nacional era la mítica Rachel y su bolero, pero el autor, con la prudencia a que nos tenía acostumbrados, hundía su mirada en la noche de los tiempos. A diferencia de mi Sandra, tan contemporánea que, según su propia confesión, se enteró de la publicación de sus aventuras entre un turista sueco y un mexicano de corto alcance.

Si en 1959 las putas fueron “reeducadas” a taxistas —los autos llevaban las siglas TP, Taxis Populares, que el vulgo leía como Todas Putas—, la revelación de que treinta años más tarde refloraban como voluptuoso marabú tomó por sorpresa a algunos (seguramente no andaban La Habana en horas de la noche), y otros, menos desinformados, optaron por hacerse los sorprendidos.

Ante la publicación de “El Caso Sandra” hubo reacciones encontradas: entusiasmo e irritación. Se comentó que yo estaba preso, que la revista había sido clausurada y que el director fue removido de su cargo. En el extremo opuesto, se dijo que el artículo había sido expresamente encomendado por la dirección del Partido, y una agencia extranjera afirmó que Él en persona lo había aprobado. A la revista llegaron cientos de cartas y llamadas telefónicas, y el número correspondiente (200.000 ejemplares vendidos) recibió inesperadas cotizaciones en el mercado negro.

¿Cuáles fueron las causas de esta repercusión? Antes habría que preguntarse ¿qué periodismo consumía (consume) el lector cubano? Un periodismo chato y monocorde, sobrepasado por la Agencia Vox Populi. Salvo excepciones, es común que “la noticia del día” corra de boca en boca, eludida elegantemente por la palabra escrita, desmedida en la alabanza y tímida en la crítica (o viceversa, de acuerdo al objeto de estudio). Una prensa donde el descubrimiento y revelación de problemas no es emanación precursora sino reflejo. Prudente, la prensa aguarda obediente a que el conflicto sea tocado por el discurso político. Ni siquiera se arriesga a una visión alternativa (no necesariamente contestataria). No es raro, por tanto, que a mediados de los 80 el propio Fidel Castro haya alabado la “disciplina” de la prensa, que es como elogiar la prudencia al volante de un piloto de fórmula uno.

En lo coyuntural, había tenido lugar entre 1986 y 1987 una ofensiva “crítica” a las deformaciones entronizadas durante tres lustros o poco menos, período durante el cual nada de ello fue observado por la prensa.  Para nuestro asombro, Él nos comunicaba desde la tele, con la furia de Ulises a su regreso a Ítaca, que todo lo hecho en los últimos 15 años era un desastre, y que “ahora sí vamos a construir el socialismo”. (Mi padre jamás se recuperó de aquella noticia). Empezó a hablarse por entonces de una “nueva política informativa”, de un “periodismo de opinión” (¿cuál que es no lo es?), del “ejercicio del criterio”, pero lo cierto es que hasta hoy el discurso periodístico no ha ni siquiera igualado al discurso político en profundidad de análisis y novedad informativa. Y es mucho decir. Una especie de culminación de ese período fue el V congreso de la UJC.

En ese contexto aparece “El caso Sandra”. El artículo cumplía una premisa noticiosa habitual en cualquier periodismo del mundo: tocaba un tema que no había sido manoseado institucionalmente. Lo trataba sin la timidez tradicional, que necesita disculparse por cualquier verdad incómoda. Desde el reportaje de Homero sobre la batalla de Troya, tampoco esto ha sido excepcional en el periodismo. Narraba los accidentes de una vida real, dolorosa, no hilvanaba un esquema más o menos moralista y maniqueo. Sin pretensiones sensacionalistas —como lo demuestra su lenguaje conciso y la discreción con que traté ciertas aristas—, lo era de algún modo, aunque sólo fuera porque desvelaba un submundo apenas intuido o totalmente desconocido para una buena parte de la población, sobre todo fuera de La Habana. Acto de revelación en que me jugué mucho menos el pellejo que Ryszard Kapuściński en África.

Como parte de su “Proceso de Rectificación de Errores y Tendencias Negativas”, el Periodista en Jefe afirmaba: “Antes que la suciedad nos sepulte, es mucho mejor lavar los trapos al aire libre” (II Pleno del CC del PCC; en Cuba Socialista, La Habana, septiembre‑octubre, 1986). Y que era un error no hacerlo “por temor de que el enemigo se entere allá en Miami, o allá, los imperialistas, y utilicen esto para atacarnos (…) Ningún enemigo nos va a criticar mejor que lo que nos criticamos nosotros. Porque nosotros sabemos mejor que nuestros enemigos dónde están nuestros problemas (…) Incluso al enemigo le quitamos las armas, lo dejamos sin armas”. Más tarde comprenderíamos que esa frase era apenas un puñado de palabras unidas por las leyes de la sintaxis, y que sólo se refería a los trapos previamente señalados por el pret à porter del poder.

En abril de 1987, durante el V Congreso de la UJC, muchos delegados se expresaron sin eufemismos. Fue una explosión provocada con mando a distancia. Antes del congreso, Roberto Robaina, por entonces su primer secretario, recorrió la Isla expresando atrevidas críticas, incitando a los jóvenes. Con toda la imprudencia de sus años mozos, ellos lo soltaron más tarde en el Congreso, ante las mismísimas barbas del vecino y, ya de paso, dejaron escapar alguna que otra crítica imprevista de su propia cosecha. Roberto Robaina cedió complaciente la palabra y, por respeto a sus mayores, durante todo el congreso no dijo ni pío, a pesar de lo cual terminó, en el imaginario público, como el héroe de la película. De más está decir que, a su regreso, los delegados “disfrutaron” en sus provincias las bondades del sistema nacional de salud: les fueron aplicadas las más modernas técnicas para sanar su incontinencia verbal y, en la mayoría de los casos, conjuraron futuras recaídas.

En esas circunstancias, la revista Somos Jóvenes se propuso una nueva política editorial que arrancó con una entrevista al primer secretario de la UJC, publicada en marzo de 1987 bajo la firma de Mayra Beatriz.

En la nueva política editorial, las propuestas de los trabajos centrales eran discutidas por toda la redacción, y los textos terminados se leían y analizaban en un  ambiente de compromiso (complicidad) que reinó durante aquellos meses. Transitamos en un par de números desde un periodismo ligero, sonriente, algo farandulero y por momentos infantiloide, hasta el tratamiento de temas nuevos y escabrosos en condiciones de libertad vigilada, lo que nos obligaba a una precisión de lenguaje y construcción digna de funambulistas sin red, y a un rigor milimétrico en la búsqueda de información y en la selección  de las fuentes. Cualquier ornitólogo sabe que la verdad tiene alas. Y en la prensa cubana ya era tradición cojear de un ala (con el beneplácito de las autoridades) y estaba completamente contraindicado cojear de la otra: pasarse por defecto era siempre un “acto de buena fe”. Pasarse por exceso te podía costar un auto de fe. Por esa razón, si queríamos que nuestro vuelo fuera mínimamente duradero, el equilibrio entre ambas alas debería ser impecable.

Varios trabajos concebidos dentro de esta política habían sido publicados ya y decenas estaban en curso cuando apareció, en el número doble de septiembre de 1987, “El Caso Sandra”. Mientras para algunos aquello era un acto aplaudible de audacia loca, para otros era un artículo contrarrevolucionario que sacaba a relucir, con alevosía y ensañamiento, los trapos sucios (los otros trapos, no aquellos predestinados a la lavadora), ofreciendo armas al enemigo para… etc. etc. Ni unos ni otros tenían razón. No fue un acto temerario, sino parte de una política editorial. Tampoco iba contra la Revolución, sino a favor de la Revolución que debió ser.

Yo no fui encarcelado, ni el director fue removido (ya por entonces había sido promovido a subdirector del periódico Granma). Pero sí hubo consecuencias: la primera fue una reunión en el Departamento de Orientación Revolucionaria (DOR), del Comité Central del Partido, a la que fuimos convocados una noche de noviembre, creo recordar que bastante fría, todos los trabajadores de la revista, con excepción de Guillermo Cabrera, el director que diseñara el número de la discordia. Dirigía la reunión el entonces todopoderoso Carlos Aldana, director del DOR, quien nos preguntó a todos, uno por uno, nuestra opinión sobre el artículo, con el propósito de separar las papas arrepentidas de las papas podridas y sin remedio. Y uno por uno todos, salvo dos, coincidimos en que, de vernos abocados a la decisión de publicar nuevamente el artículo, volveríamos a hacerlo. Más allá de que haya sido yo el autor material, quince de diecisiete asumimos una responsabilidad que catorce podían haber delegado. Fuenteovejuna, señor. Al cabo de tantos años, no sé si alguno se habrá arrepentido.

Como supimos más tarde, Carlos Aldana era el agente transmisor de la ira de Fidel Castro, quien montó en cólera tras leer aquellos trapos no planificados.

Ante la prepotencia de Aldana, sentí aquella noche un justo orgullo por mis compañeros, equiparable en intensidad a la lástima que me inspiró otro invitado a la reunión: un Roberto Robaina tembloroso que, con un hilo de voz, se sumó a las acusaciones del Sumo Pontífice de la información cubana. Todos sabíamos que él conocía el artículo desde su fase larval de manuscrito, y que acordó en su momento con Guillermo Cabrera, el director de Somos Jóvenes, un pacto de caballeros: “oficialmente” desconocía el texto pero, una vez publicado, nos apoyaría y protegería de cualquier represalia con todo el peso de la UJC. De modo que en aquella reunión todos, salvo Aldana, sabíamos que él sabía, sabíamos que mentía cuando alegaba sorpresa y desconocimiento, pero ni así nos rebajamos a denunciarlo, de lo que aún me alegro. No por él, sino por nuestra propia integridad moral.

El autor intelectual de aquella reunión, cuyo fantasma deambulaba por los pasillos impecables del Comité Central, llamaba por entonces a la prensa a una batalla contra los errores, porque “hace falta más presión sobre los cuadros, sobre los organismos, sobre los ministros, los cuadros políticos, sindicales, administrativos (…) Si existiera más presión yo creo que existirían menos errores”. Aunque ello generara “amargura”, “injusticia”, “incomprensiones”, “interpretaciones erróneas”, porque “si nosotros mismos [los dirigentes de la Revolución] nos hemos equivocado. ¿Qué podemos esperar, que no se equivoquen los periodistas?” (II Pleno del CC del PCC, 1986). Tardamos en comprender que esas palabras no invitaban a la libertad y la responsabilidad, sino a otra forma de obediencia. Él no necesitaba periodistas sino amanuenses, secretarios de actas que llevaran a la página impresa sus nuevos “descubrimientos” políticos —hospitales infectos, escuelas en ruinas, fábricas que no fabricaban, empresas dirigidas por Alí Babá.

Y recordé a un escritor amigo que publica sólo mucho después de escribir. Mientras, añeja los papeles en una gaveta. Después, extrae las hojas amarillentas y pasa en limpio el texto, como si fuera ajeno. Fidel Castro estaba pasando el país en limpio  quince años más tarde.

Y tardamos algo más en comprender que tales “descubrimientos” tenían el don de la oportunidad: coartadas para un desmoche del palmar político: ajuste de cuentas a supuestos tecnócratas que en su día suplantaron con el recetario del Tío Stiopa el inspirado método de la economía espontánea —Cordón de La Habana, Ofensiva Revolucionaria, Triángulo Lechero, Brigada Invasora Ernesto Che Guevara, Zafra de los Diez Millones—. El ajuste de cuentas a aquellos sacerdotes del Gosplan, paladines de la economía socialista planificada, devolvería a Fidel Castro el control absoluto de la finquita nacional, que desde entonces administra con una solvencia económica indecisa entre Pyongyang y Las Vegas.

Años más tarde, “descubrirían” oportunamente que nuestro fiscal, Carlos Aldana, era propietario de unas tarjetas de crédito, lo suficiente para ganar un ascenso hasta 1.500 metros de altura, donde administró durante muchos años el Sanatorio de Topes de Collantes. Un modo sutil de recordarle que todo el mundo tiene su tope.

A Roberto Robaina no lo salvó su miedo, ni hablar por boca de otros. Robaina fue acusado de incurrir en prácticas deshonestas como ministro de Relaciones Exteriores (1993-1999) y de mantener una “estrecha amistad” con Mario Villanueva Madrid, ex gobernador de Quintana Roo, encausado por sus vínculos con el narcotráfico. Se le expulsó “deshonrosamente” del Partido, fue inhabilitado como diputado y vetado para ocupar cargos de dirección. Ahora, como nos cuenta Raúl Rivero, “pinta muchachas desnudas, tersas y sensuales; altos gallos de lidia con sus espuelas de carey; caballos al galope en las llanuras, entre palmas reales y misteriosas figuras del reino negro de Oloffi y Babalú Ayé”.

Tras aquellos sucesos, comprendimos que la prensa que intentamos durante algunos meses podría ser deseable para el sistema imaginado por Karl Marx en sus tardes de la British Library, o para el socialismo libertario, democrático, que merecían los cubanos. Pero la hacienda nacional no podía permitir a unos entrometidos enjuiciar a capataces, mayorales, jefes de lote y, menos aún, al hacendado. Una finquita sólo necesita un instrumento de propaganda, un amplificador de ideas pre empacadas que cumpliera una función meramente pedagógica. O, cuando más, echarle unas piltrafas a los hambrientos chicos de la prensa: pizzerías, baches, taxistas y guagüeros. “Hemos hecho muchas cosas que no han dado resultado”—dijo Él por entonces, en una imprecisa acusación sin culpables—. Comprendimos que en el escalafón divino, Dios está sujeto exclusivamente a la autocrítica.

A la salida de aquella reunión con el hoy montañero Carlos Aldana, sabíamos que desde el día siguiente “se acabaría la diversión”, y siempre era el mismo el que mandaba a parar.

La primera medida fue nombrar directora a la única redactora que en la reunión de marras se libró de toda culpa por el método de “allí fumé”. La directora Yonofui conservaría el (merecido) puesto durante muchos muchos años. El siguiente número de la revista —200.000 ejemplares recién salidos de la imprenta y empacados para su distribución— hizo su  viaje a la semilla: fue convertido en pulpa y se sustituyó por un número armado a parches con trabajos de la reserva. Debidamente esterilizado en el autoclave de la UJC, se imprimió con una agilidad que presagiaba a la poligrafía cubana un futuro luminoso. El propósito de nuestros pícaros funcionarios era que los lectores no notaran el cambiazo. Para su mal, un paquete de revistas se salvó de la hoguera y fue distribuido por algunos trabajadores de la imprenta. Hoy es una pieza de colección. Tiene idéntica fecha y número que el distribuido, pero  su interior  es más perverso (incluía, entre otros, un artículo mío sobre la nueva clase privilegiada, la aristocracia verde olivo, corroborada por entrevistas a 135 jóvenes estudiantes, trabajadores y militares. Sus lectores entusiastas fueron los tipógrafos).

Desde ese momento, la línea editorial y decenas de trabajos en curso fueron postergados, “endulzados” (la industria azucarera era aún la primera del país) o confinados en la misma gaveta donde se añejan los cuentos de mi amigo. Se estimó que “ese no era el periodismo que el momento histórico demandaba”. Y ya se sabe que el momentómetro es un instrumento muy delicado.

A mí me condenaron a escribir sobre planetas distantes, curiosidades e historia antigua. Cualquier acontecimiento posterior al Renacimiento era de candente actualidad y no confiaban en que yo podría abordarlo con la prudencia recomendable. La revista recuperó un público adicto a las misceláneas que había cultivado con esmero durante años. Perdió un público distinto que había conquistado en apenas unos meses.

Tres años después, en una reunión con todos los periodistas de la Editora Abril, el nuevo secretario de la UJC diría de uno de aquellos artículos proscritos:

—Qué falta nos hubiera hecho este trabajo en su momento.

Claro que en su momento él, en persona, se ocupó de vetarlo. Yo me limité a mandarlo al carajo con mis mejores modales.

Otro de mis reportajes, sobre la homosexualidad en Cuba y fechado en 1987, apareció en la misma revista en 1994, tras enterarnos por Fresa y Chocolate que existían homosexuales criollos. Mis entrevistados estaban ya en fase de prejubilación. Otros artículos, casi todos de Mayra Beatriz, fueron rehechos y actualizados, constituyendo lo más digno de lectura en la Somos Jóvenes de los 90. Los menos afortunados, permanecerán en sus gavetas per secula seculorum. En mi caso, 140 páginas, 4.200 líneas de silencio.

En catorce años fuera de Cuba, he conversado con muchos que en su día creyeron en la posibilidad de un mundo más justo a nuestro alcance, en la pureza de los fines a pesar de la precariedad de los medios (¿miedos?). Hasta que comprendieron y se desencantaron. Precoz o tardíamente, no importa. Mi credulidad fue un error, piensan algunos. Yo insisto en lo contrario. El día que triunfó la Revolución, yo cumplí cinco años. El día que salí de Cuba había cumplido 40. Cuando me quité la pañoleta de pionero, dejé de creer en los Tres Reyes Magos, en la cigüeña y en la infalibilidad de los hombres. Pero me empeciné en que bastaría una dosis colectiva de cerebro, corazón y cojones para evitar que unos pocos vampirizaran el sueño de muchos. Sobreestimé la anatomía. Tuve que presenciar lobotomías, sacrificios rituales y compatriotas capados a mandarria. Jamás impuse a nadie mi sueño a punta de pistola ideológica (o de la otra). Y quizás por eso no me arrepiento de haber soñado. Más vale caerse de la mata que nunca haber trepado. Y duele menos cuando no te caes de golpe. Durante muchos años, fui un comemierda ornamental sentado entre las ramas. Mientras, recostados al tronco, ellos se comían, uno por uno, todos los mangos maduros. Este artículo es, en parte, la historia de ese descenso.

Quienes se asombraron alguna vez ante las aventuras de una prostituta, vieron luego prostituirse a generales y altos oficiales, narcotraficantes por encargo —quien conozca la pirámide del poder cubano sabe que no eran una empresita privada, que traficaban por cuenta ajena—. Los que se escandalizaron con una Sandra de barrio, presenciaron más tarde la degradación de un Héroe de la República; asistieron a la primera huelga de putas, cuando les negaron la entrada a la (Pu)Tasca, a menos que fueran acompañadas por su Pepe; asistieron a la insurrección de Cojímar, al hundimiento del buque Trece de Marzo, a las reyertas tumultuarias en el Maleconazo, convertido después en astillero espontáneo por quienes se echarían a la mar sobre cuatro tablas y una esperanza. Verían incluso a José Martí abochornado, agachando la mirada en los billetes de a peso, ante la socarrona sonrisa de George Washington.

Del barullo original sólo recuerdo hoy con nitidez el rostro de una muchacha al mismo tiempo procaz e intimidada por la grabadora, mientras los dedos de sus manos improvisaban un repiqueteo, casi guaguancó,  en los brazos del butacón. Y también recuerdo aquella fría noche de noviembre cuando salimos del Comité Central a la Plaza de la Revolución desierta (o a la Plaza desierta de la Revolución, como quieran). Ni antes ni después he sentido, como aquel día, el privilegio de pertenecer a un equipo. La palabra “compañeros”, maltratada y manoseada a su pesar, recuperó esa noche su auténtico calibre.

 

2007 (Inédito)

 





El engañoso reflejo de las cosas

2 12 2006

¿Cuántas posibilidades de elección tuvo Dios al construir el universo?, se preguntaba Albert Einstein, y ¿cuántas posibilidades de construir su universo tiene un escritor? Si consideramos el puñado de temas a los que se puede reducir toda literatura, y el surtido de herramientas narrativas disponibles, nada desdeñable después del tránsito por las vanguardias, pero tampoco ilimitado, las posibilidades resultan mucho menores que las de Dios, quien tenía en su mano inventar, incluso, la Teoría de Probabilidades. Pero si introducimos en la ecuación la reserva de circunstancias y a ello añadimos las percepciones posibles de un mismo texto, entonces el escritor se acerca a las posibilidades de Dios.

Es arriesgada la búsqueda del espacio común donde pueden tocarse dos autores, dos modos de reformular la realidad, dos libros, esos hechos tan singulares. Y, efectivamente, si algo aflora de inmediato son las disensiones. Partiendo incluso de sus propias obras precedentes y de las expectativas que convocan, cabe esperar más diferencias que aproximaciones de perspectiva entre Fábulas sin (contra) sentido, de Jorge Domingo Cuadriello, y Todo por un dólar, de Eduardo del Llano. Dos libros breves, brevísimos, compactos, cuyas piezas se precipitan en ambos casos hacia el final, con aquella urgencia por quitarnos de encima una alimaña de la que hablaba Cortázar.

Eduardo del Llano (Moscú, 1962) es narrador, guionista y profesor de Escritura de guiones. Su calidad de humorista data de los que ya parecen prehistóricos tiempos de Nos y Otros. Ha publicado los volúmenes de cuento El beso y el plan (1997), Cabeza de ratón (1998) y Los viajes de Nicanor (2000), entre otros, y reside en La Habana. Las historias que componen este libro —“Sweat Dreams”, “Senectud rebelde”, “Regina”, “Nicanor y los peces”, “La fruta prohibida”, “El subversivo”, “lovestorio” y “Monte Rouge”— remiten al universo donde despierta un día Gregorio Samsa: subtitulado de sueños; viejos atrincherados, la revolución en un asilo; el estatus de estandarte vitalicio que puede adquirir un culo; la relación entre los sucesivos alumbramientos de una guppy y el advenimiento de un segundo Mesías; manzanas antigravitatorias; un extraño subversivo que hace de madrugada pintadas a favor, no en contra; el amor entre el más que centenario y la muchacha o la resurrección de la virilidad a los 110, y de cómo unos respetuosos policías solicitan la ayuda del vigilado para colocarle los micrófonos. Todas en clave de humor y transitadas por una fina ironía. Historias veloces, cinematográficas (de hecho, el corto de ficción Monte Rouge ya ha provocado un notable revuelo), donde las escuetas descripciones aparecen como acotaciones a los diálogos, sobre los que descansa la trama. Un lenguaje sin sobresaltos, preciso, imprescindible, va empujando al lector hacia el final. Los escasos meandros juegan con los equívocos, estallan en algún gag o aprovechan los sobreentendidos para “engrosar” la textura narrativa sin conceder al lector un remanso.

Jorge Domingo Cuadriello (La Habana, 1954) es, desde hace dieciocho años, investigador literario en el Instituto de Literatura y Lingüística de La Habana, donde se ha ocupado de los españoles en las letras cubanas, especialmente durante el siglo XX, aunque también ha publicado un Diccionario cubano de seudónimos (2000) y los volúmenes de cuentos La sombra en el muro (1993) y Diacromía y otros sucesos (1996). Estas Fábulas sin (contra)sentido—la “Fábula del poeta inédito”, la del náufrago, la del desdichado señor Pérez, la de hombres y herraduras, la del hombre ordenado, la “Fábula por una pierna feliz”, y la del misántropo tímido— asumen un realismo excéntrico, tangencial, traspasado por un humor cuyo timbre varía desde el humor corrosivo, casi vitriólico, que ilumina la historia del misántropo tímido que “es” malvado, pero obtiene un sitio en la devoción de sus conciudadanos por puro enroque de las circunstancias, o la del hombre ordenado hasta post-mortem, llegando a la intensa humanidad, diríase ternura, que atraviesa historias como la de la pierna y la del desdichado señor Pérez. En el centro, quedan la fábula del náufrago, una verdadera elipsis de la soledad, o la interesante progresión de amores truncos en la “Fábula de hombres y herraduras”. Por el contrario que los cuentos de Del Llano, Cuadriello construye sus historias en una lengua continuamente matizada, donde las descripciones del narrador en tercera cobran un protagonismo que en las anteriores asumían directamente los hablantes a través de sus diálogos. En algunas fábulas, como la del náufrago, la equívoca atmósfera construida con las descripciones “es” la historia. En otras, los personajes no tienen derecho a expresarse per se. Basta la manipulación de que son objeto. Pero siempre, en mayor o menor grado, hay una suerte de piedad del autor hacia sus criaturas, muy evidente en las fábulas de hombres y herraduras, del desdichado señor Pérez y de la pierna feliz. Mientras Del Llano los libraba a su suerte “sin garantías”, Cuadriello habla por ellos a cambio de concederles un “aterrizaje blando” en las inclemencias de la realidad.

Entonces, ¿qué nos permite unir en una sola reseña libros dispares? ¿Qué puentes transitan entre ellos?

Es cierto que los cuentos de Cuadriello son elusivos, son Turguéniev y un poco Chéjov, mientras los de Del Llano son también un poco Chéjov, pero muy Kafka (pasado por el gran Dino Risi de Los monstruos). Pero, curiosamente, ambos están en la saga del Italo Calvino que construyó “ciudades invisibles” y “barones rampantes”. Ambos trazan tal cartografía de la realidad que, para acceder a sus puertos, al decir del italiano nacido en Cuba, “no sabría trazar la ruta en la carta ni fijar la fecha de llegada”. Ciertamente, en ambos, siguiendo con Calvino, “no hay lenguaje sin engaño”. Ambos trucan las coordenadas, juegan en las excéntricas, eluden más que aluden, solicitando continuamente la complicidad del lector. El policía de “Monte Rouge” es tan equívoco como el náufrago de Cuadriello. Las alusiones de ambos apelan a un lector entendido sin excluir al que no rebasará un primer o segundo círculo de la complicidad.

Pero el elemento que permite transitar de uno a otro sin accidentes es que ambos construyen una realidad “paralela”, “perisférica”, espejo y caricatura de la anterior, una realidad donde son libres de practicar ciertas operaciones de riesgo con sus personajes. Desembozadamente, en el caso de Del Llano; subrepticiamente, en el caso de Cuadriello. Más allá de las diferencias, ambos saben, como Italo Calvino, que “la falsedad no está nunca en las palabras, está en las cosas”.

 

El engañoso reflejo de las cosas, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena letra, n.° 43, invierno, 2006/2007, pp. 283-284. (Domingo Cuadriello, Jorge; Fábulas sin (contra) sentido; Ediciones Vitral, Obispado de Pinar del Río, Pinar del Río, Cuba, 2005, 50 pp. / Llano, Eduardo del; Todo por un dólar; Miniletras H. Kliczkowski,, Madrid, 2006, 63 pp. ISBN: 84-96-592-04-9.).

 





Consuelo Castañeda: la relectura de la imagen

1 10 2006

Consuelo Castañeda (La Habana, 1958) pertenece a esa generación, hoy legendaria, surgida a fines de los 70 y desarrollada plenamente durante los 80, que legó términos inscritos ya en la historia del arte cubano: Volumen I, Artecalle, el Grupo Puré, el Castillo de la Fuerza. El arte generaba, por primera vez dentro de Cuba, un discurso estético que retaba directamente al poder y creaba y difundía su propio aparato simbólico, hasta entonces coto privado del líder. Años más tarde, en una entrevista, Lázaro Saavedra recordaría una conferencia sobre arte y sexo realizada en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), donde la intervención de Consuelo Castañeda y Humberto Castro consistió en entrar cubiertos con un disfraz fálico y “eyacular” hacia el público chorritos de agua.

Por entonces, Consuelo era profesora en el Instituto Superior de Arte, donde ejerció una inestimable labor, no sólo en la mera instrucción técnica, sino en la educación artística de quienes renovarían la plástica cubana.

En Una historia en setenta páginas, libro publicado en 1989, la artista presentó todas  las variaciones sobre una imagen particular: el cuerpo desnudo de su madre al cumplir los 70 años. Eran imágenes no posadas, en las que no se añadían al cuerpo otros significantes gestuales o escenográficos, de modo que podía leerse a través de esas fotos el decursar de una vida gracias a sus huellas: cicatrices, arrugas. Esas fotos, que subvertían el concepto de idealización del cuerpo desde la tradición helenística hasta el hedonismo contemporáneo, no buscaban una estetización sino una revelación: la vida son sus huellas, sus estragos, sus pequeños naufragios.

Como la mayor parte de los integrantes de su generación, a los que el Ministerio de Cultura ofreció “puentes de plata” para convertirlos en “enemigos que huyen”, Consuelo Castañeda salió de Cuba en 1991 hacia México, D.F. Allí  expuso su obra en Ninart Centro de Cultura, y tres años más tarde se trasladó a Miami.

En el ensayo “Profetas por conocer” (Encuentro en la Red, 22 de septiembre de 2005), Ileana Fuentes nos recuerda que desde 1982, con la inauguración de la sede permanente en Miami del Museo Cubano de Arte y Cultura, se produjo un progresivo lanzamiento internacional de los artistas plásticos exiliados. Más de 200 de estos artistas vivían ya fuera de la Isla, y muchos de ellos participaron en la primera gran retrospectiva, Outside Cuba /Fuera de Cuba, en el Museo Zimmerli de Nueva Jersey (1987). Dentro de ese nuevo impulso divulgador, en Arte Cubana (1993), una  de las exposiciones colectivas más importantes organizadas por el Museo Cubano, coordinada por Cristina Nosti, apareció Consuelo Castañeda, entre las doce artistas invitadas, con obras que no han perdido su inquietante capacidad de releer la realidad desde diferentes ángulos: sus naturalezas muertas “Poison”, “Ocio” y “Manhattan”.

Ya en septiembre de 2001, en Hit and Miss at MAM, expuesta en el Miami Art Exchange, su instalación Cybernetic Information Center se adentraba en las nuevas tecnologías abriendo una pantalla donde la navegación por la Internet se incorporaba a la acción plástica. El calendario alrededor de la habitación, con imágenes alusivas, o elusivas, a los meses del año, cerraba un círculo, esta vez de tiempo. Un tiempo poblado de colágeno y liftings, logos publicitarios que ya son símbolos, como el de Calvin Klein, asesinatos e imágenes irreconocibles, creando polos de misterio o de ininteligibilidad. Era, de nuevo, una relectura singular de la realidad, esta vez con una intención totalizadora.

En la exposición To be bilingual, montada en la Frederic Snitzer Gallery, de Coral Gables, la artista exploró la experiencia del inmigrante y la indefinición de su identidad cultural, a través de trabajos minimalistas, relecturas de la tradición y referencias a la historia del arte americano. De esta manera, daba muestras de sus inquietudes ante actitudes xenófobas, así como de una resistencia a la asimilación cultural, otorgándole protagonismo a la palabra como vehículo de (in)comunicación. Especialmente, a la palabra fuck, que aparecía bajo la forma de  entradas de diccionarios, definiciones y variaciones sobre su significado. En suma, la imagen plástica de la palabra suplantando el significado de la palabra misma.  Dentro de esa serie de trabajos con la tipografía, Consuelo Castañeda ejecutó idénticas operaciones sobre palabras como dream, died, get… Palabras que no sólo asumían conceptos en su función habitual, cuyo protagonismo emanaba no sólo de su significado, sino también de su significado visual. La artista jugaba incluso con palabras capaces de contraer, por contexto, una semántica dual: la función visual las dotaba de ambigüedad cuando se referían a desplazamientos personales o sociales hacia la periferia: left, right, front, behind, border.

Después de participar en las muestras Arte Cubana y Ante América: Cambio de foco, esta última en la Biblioteca Luis Ángel Arango, de Bogotá, Consuelo Castañeda dio a conocer su serie City en la exposición colectiva Nowhere, montada en Alonso Art (noviembre, 2005 a enero, 2006). La muestra, donde expusieron también Alexandre Arrechea, Juan Pablo Ballester y José Iraola, estuvo encabezada por una sugerente cita de Jean Baudrillard que  hablaba de la “metástasis generalizada”, la “clonación del mundo”, de “nuestro universo mental”, y de cómo devenimos “espectadores pasivos, extras interactivos” en este inmenso reality show que es la contemporaneidad. Conceptos todos que definían de una manera muy precisa las piezas de la serie City, con imágenes procesadas de Las Vegas, Nueva York y Miami, y donde el acrílico no sólo constituía un soporte, sino también un ingrediente conceptual de esa nueva visión de la ciudad.

Acerca de las fotos de esta serie, dejó dicho la propia autora: “Cuando las tiré, pensaba en [James] Rosenquist y en el pop americano. Esos anuncios fueron diseñados en función de la industria del espectáculo y han terminado siendo palimpsestos de información. Es lo que dice Baudrillard cuando habla del espectador pasivo”. Y José Antonio Évora (El Nuevo Herald, 11 de diciembre, 2005), añadió que “para Castañeda las estrategias de representación de la fotografía vienen de la pintura, de modo que cuando se asoma al visor de su cámara empieza a operar mentalmente las mismas nociones de composición bidimensional que cuando pinta. Las diferencias son obvias: al entregarse a la labor artesanal de pintar, el artista se recrea en las texturas, por ejemplo, algo que falta en la práctica del fotógrafo, aunque no necesariamente en el resultado, como demuestran las imágenes de su serie City”.

Consuelo Castañeda, quien reside entre Miami y Nueva York, persiste en ofrecernos desde el hiperrealismo, el kitsch, la tipografía, el cómic, y los símbolos del consumo o la religión, una visión otra de la realidad aparente, lectura que dota siempre a las imágenes de un sustrato conceptual. Actualmente, la autora desarrolla una serie de fotografías digitales, de las cuales Amy Rosenblum, curator del Miami Art Museum (MAM), junto a Lorie Merles, ha dicho que “constituyen formas sublimes para contabilizar el pasado del tiempo”.

Tal como afirmara Carolina Ponce de León, “la obra de Consuelo Castañeda ha girado en torno a la manipulación y apropiación de lenguajes e imágenes de la historia del arte. Con una incisiva óptica conceptual, resemantiza elementos iconográficos extraídos de esa fuente para problematizar la percepción y la función del arte en las relaciones entre la periferia y la hegemonía occidental”.

“Consuelo Castañeda: la relectura de la imagen”; en: Encuentro de la Cultura Cubana; n.° 41/42, verano/otoño, 2006, pp. 247-248.

 





La libertad peligrosa

2 09 2006

Cuando es raptado de la Isla de Cuba por los piratas y se adentra en una vorágine de asaltos, abordajes, asesinatos, riñas, derroche y hambrunas, temeridad y cobardía, generosidad y vileza, en un mundo en proceso de gestación y definición, de fronteras líquidas, alianzas y fidelidades mudables, el esclavo Félix trueca un destino aciago por otro no menos arriesgado pero, en el mejor de los casos, incierto.

Desde la Isla Tortuga, capital de la piratería, hasta la primera República Cosmopolita de Hombres Libres, las Indias son una promesa casi nunca cumplida, una amenaza, esa sí, implacable. En la novelaCanto de gemido, de Eliseo Altunaga, el sabio Closelier afirma que “las islas de América han sido imaginadas antes de ser vistas. Europa las ha formado en su imaginación y ahora quiere que su imagen responda a sus sueños”. Pero las islas se resisten y empiezan a configurar su propia imagen: un reflejo distorsionado de esa esquirla de Europa que cada forastero trae en la memoria. Un proceso que es posible rastrear, documentar, en esta novela de desventuras, más que de aventuras, pero también de amistad y de amor a la libertad, aunque sea una libertad tapizada de sangre y mutilaciones.

Ésta es una novela impecablemente escrita (el lenguaje se atiene con rigor a las necesidades del argumento, sin pirotecnias ornamentales) donde, en el mundo de piratas y filibusteros, de rescatadores y comerciantes que fraguaban el destino de América, se entrecruzan y fermentan la imaginación del antiguo esclavo Félix, pirata ahora bajo las órdenes de André de la Côte, las mitologías africanas, los dioses mayas, las deidades laicas de la Ilustración y la libertad, en el mundo cruel y conmovedor de la Isla Tortuga. Asesinos y estudiosos, cartógrafos y navegantes, ladrones e iluminados cruzan estas páginas de las que se desprende una verosimilitud documental. Nombres históricos, como el cirujano Exquemeling, cuyas memorias el autor ha visitado con atención; Henry Morgan y El Olonés, conviven en la novela con personajes cuya existencia histórica queda confirmada por su cuidadosa factura literaria que los dota de verismo y relieve: Michel Terror del Miedo, Lola, Closelier, Polifemo El Triste, André de la Côte, el propio Félix. Una autenticidad a veces inalcanzada por los personajes que poblaron la vida real, dada su almidonada existencia documental.

Eliseo Altunaga (Camagüey, 1941), hombre de cine, escritor, guionista y profesor, ha conseguido, también, un manejo del idioma mesurado y exacto que, gracias a oportunos arcaísmos y a una precisa dosificación del vocabulario, consigue convencer al lector sin condenarlo a una jerga críptica. Y, desde luego, también ha tramado una dramaturgia de la historia que es, con mucho, deudora de su sentido de la progresión cinematográfica.

No es ésta una novela de piratas al uso. No se trata de seducir con la imantada presencia del mal —ya se sabe que desde El Olonés o Calígula, hasta Hitler, Pol Pot y Stalin, esos personajes que condensan a su alrededor el Mal en estado puro son extraordinariamente atractivos para los lectores, una suerte de Síndrome Literario del Ángel Caído—; tampoco se trata de alimentar ninguna Leyenda Negra. Además de ser un Bildungsroman desde el negrito Félix, arrebatado de su condición esclava, hasta Félix de la Côte, marino y hombre libre de la mar, dos son los ámbitos donde esta obra se mueve con acierto y rebasa lo meramente argumental; dos ámbitos donde la historia se trasvasa en espacio y tiempo.

El primero es la acertada presentación del Nuevo Mundo, y especialmente del Caribe, donde todas las naciones de Europa se dan cita y pugnan por un espacio, como laboratorio sociológico, religioso, ideológico, e incluso político de Europa. Un sitio donde se configuran destinos y nacionalidades nuevas a una velocidad impensable en la bien estructurada casa matriz del proceso colonizador. En este Nuevo Mundo confluyen todos los registros de la escala social. El sabio, el geógrafo, el botánico y el cartógrafo se codean con el cura prófugo, el aventurero, el asesino, el huido de galeras, el noble sin heredad y la ramera. El utopista con el comerciante, el evangelizador con el matarife. Un proceso que no sólo prefigurará las naciones en proceso de cocción, sino que, como el oro y la plata de Potosí, regresan a Europa para añadir un sedimento nuevo a un proceso histórico que despierta en ese momento de su letargo y se abalanza hacia un capitalismo universal.

Y universal es el segundo ámbito que esta novela resuelve, y que deja en el lector la noción de haber presenciado un suceso irrepetible hasta tres siglos y medio después: la primera globalización, al menos del universo occidental. Por primera vez, a una escala casi planetaria, la economía, el tráfico de bienes y servicios, el sistema monetario y financiero, rebasan las fronteras y sus resonancias atraviesan el océano: un accidente en Potosí puede perturbar las arcas de los banqueros alemanes; un choque armado en el Canal Viejo de Bahamas pone en pie de guerra a los tercios de Flandes. Desde aquella globalización que fue el Imperio Romano, el mundo no era tan pequeño. Flamencos, yorubas, castellanos, mayas, portugueses, carabalíes, escoceses y bávaros no se habrían encontrado jamás un siglo antes. El Nuevo Mundo les abrió la posibilidad de poner en trueque sus sangres, sus palabras y sus sueños, aunque el proceso fuera, tal como revela Altunaga, de una crueldad extrema. “Aquí podrás ver el espejo gangrenoso de un torbellino devorador, escuchado por ti en los deformados relatos de marinos y engangés; de soñadores al escape de la realidad; de fanáticos en busca de un dios en la tierra; de aristócratas aplastados por las nuevas ideas; de ambiciosos; criminales; prostitutas y locos. Pretenden cobijar un paraíso y sólo habitan la otra cara del infierno”, como leemos en la descripción de Port Royal por Closelier.

Esta confluencia fue también una asamblea de dioses: por primera vez, Chaac-Mol se sentó a la mesa, posiblemente de alguna taberna, con Jehová y Changó, y de esa confluencia surgió otro modo, más confianzudo, menos hierático, de dirigirse a los dioses y de convocarlos a la vida cotidiana, más que a los escasos templos. Allí donde se mataba por oro y por comida, por preeminencia matoneril y hasta por placer, se mató menos por asuntos de fe; la Inquisición fue más laxa y quizás ello prefigurara la América que acogió prófugos de distintas creencias y legisló precozmente el respeto a la libertad religiosa como obligación ciudadana.

Una globalización que moduló las lenguas, trufadas desde entonces con palabras y giros prestados, desarrolló una nueva noción del espacio, quebró las talanqueras verticales de la sociedad y abrió ante el paria la posibilidad de conquistar su sitio entre los afortunados. Ese es el tipo de personaje universal que puebla Canto de gemido, título desafortunado para una novela donde, efectivamente, el canto, el canto de Paolo de Milans, vihuela y coro, alcanza uno de los hitos de la historia cuando araña, en el peor de los escenarios posibles, el alma común de aquellos hombres brutales que blasfeman y trasiegan pintas de ron en todas las jergas. Porque es la música, posiblemente, el sitio donde más rápido confluyen el amo y el esclavo, el nativo y el forastero, el conquistador y el conquistado, desde aquellas “endiabladas zarabandas de Indias” que mencionaba Cervantes. No es casual que sea precisamente aquí, en América, en las islas, donde algunos utopistas conciban la posibilidad de una República Cosmopolita de Hombres Libres. La forma en que concluye esta Nueva Atlántida en la otra ribera del Atlántico, prefigura el destino de los siguientes Mundos Felices tramados por locos, tahúres e iluminados. Muchas utopías y antiutopías nos faltaba por padecer.

 

La libertad peligrosa, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena letra, n.° 41/42, verano/otoño, 2006, pp. 302-304. (Altunaga, Eliseo; Canto de gemido; Mono Azul Editora, Colección Cazadores en la nieve, Sevilla, 2005, 226 pp. ISBN: 84-934276-0-8).

 





Ser cubano, ¿o no?

17 05 2005

Como decía Theodor Heuss, “cada pueblo tiene la ingenua convicción de ser la mejor ocurrencia de Dios”, y los cubanos no somos la excepción, sino casi la regla. Si los norteamericanos se vanaglorian de sus inventos, nosotros nos jactamos de estar, multitudinaria y permanentemente, “inventando”. Frente al humor inglés, el relajo criollo; sabrosura vs. sex apeal; guara vs. charme; estar en talla vs. glamour; agilidad mental vs. pensamiento abstracto —como bien decía el cura español recién llegado a la Isla, cuando él pronunciaba “Dios te salve, María”, ya los cubanos estaban “entre todas las mujeres”—. Más astutos, simpáticos, calientes, ingeniosos y creativos que el resto de la humanidad, incluso los cubanos que desconocen las ciencias jurídicas se pasan la vida “legislando”.  Y ya que somos su mejor ocurrencia, el Creador lleva casi medio siglo estimulando no nuestra huida, sino nuestra persistente invasión al resto del planeta donde toda la especie aguarda impaciente por la oportunidad de parecerse a nosotros.

Ser cubano es algo más difícil de definir que ser “natural de la Isla de Cuba”. Hay cubanos nacidos en Oklahoma o Sebastopol; y noruegos de Coco Solo. Hay cubanos desteñidos, rellollos y cubanazos, el doble nueve de la cubanidad.

La complejidad y pluralidad semántica contrastan con el pedigrí del término, porque hace dos siglos existían apenas los protocubanos en estado embrionario, y Cuba, en tanto que nación, quedaba aún a  un siglo de distancia.

Ser cubano no es fácil de definir, pero es fácil de percibir: ninguno intentará disimular su nacionalidad. Por el contrario. Algunos lo confirman con el mismo énfasis que otros emplean para anunciar un máster en Harvard o el doctorado. El chovinismo del cubano es exotérmino: capaz de echar rodilla en tierra para defender los mangos del Caney, la playa de Varadero y las virtudes del personal, tan pronto desaparece el allien, no duda en reconocer (inter nos) que “este país es una mierda” y “si por mí fuera me iría mañana mismitico para la Conchinchina”. Basta recordar que en tiempos recientes dos millones han pasado de las palabras a los hechos.  Pero el cubano no emigra solo, como el resto de los humanos. Se lleva su país, una patria más portátil, y cuida sus nostalgias como a un animal doméstico.

Más pequeño y menos poblado que La Florida, el archipiélago cubano alcanza, en la mitología, dimensiones de potencia mundial, incluso en los dudosos privilegios de sus defectos. Como si los excesos del lenguaje compensaran los déficits de la geografía y de la historia. A pesar de que los cubanos están dispuestos a gritar por su patria, pocos se sienten tentados, como otros pueblos elegidos, a matar por ella (y menos aún a que los maten). Entre otras muchas razones, eso explica que al mayoral de la finca le hayan advertido: Cuando te mueras, avisa.

Ser cubano no es más ni menos que ser australiano, chileno o griego. Y aunque hay cubanos vocacionales, cubanos profesionales y cubanos amateurs, la mayoría somos cubanos involuntarios, con frecuencia crónicos. Los planes de reeducación no suelen dar resultado.

¿Cómo se conjuga este patriotismo con la epidemia trasnacional de los últimos años? ¿Por qué cientos de miles de compatriotas andan a la caza de una bandera de repuesto que cobije su futuro?

Parecería que basta explicar las razones del éxodo cubano del último medio siglo para responder las preguntas anteriores. Pero no es exactamente así.

Durante la república, la Constitución de 1940 estipulaba cuándo se era cubano por nacimiento y cuándo por adopción, cómo se podía recuperar la nacionalidad perdida, los cinco años de residencia continua que necesitaba un extranjero para obtenerla, los dos años de matrimonio o el matrimonio con hijos, y siempre renunciando a otra nacionalidad previa. También se explicaba que adquirir ciudadanía extranjera conllevaba la pérdida de la cubana, como servir militarmente a otra nación. Y que podrían perder la ciudadanía aquellos naturalizados que cometiesen ciertos delitos o marcharan más de tres años a su país de origen.

Cientos de miles de inmigrantes, especialmente españoles, dejaron caducar sus pasaportes, sus ciudadanías, y adquirieron la cubana. Pocos fueron los cubanos que emigraron, y menos aún los que cambiaron de nacionalidad.

La Constitución de 1992 es mucho más vaga que la de 1940, pero advierte que “los cubanos no podrán ser privados de su ciudadanía, salvo por causas legalmente establecidas” y que “no se admitirá la doble ciudadanía. En consecuencia, cuando se adquiera una ciudadanía extranjera, se perderá la cubana”. En la práctica, como puede verse en la página oficial del Ministerio de Relaciones Exteriores, violando su propia constitución, el Estado cubano establece que “con la excepción de aquellos que emigraron antes del 31 de Diciembre de 1970”, toda persona de origen cubano, aunque haya adquirido otra nacionalidad, deberá viajar a la Isla con pasaporte expedido por Cuba, renovable cada dos años, que puede comprarse en los consulados correspondientes a un precio de 185 euros, cuando un pasaporte español válido por diez años cuesta 16, por ejemplo. Como se observa, las disposiciones del MINREX son más rentables que la Constitución.

Las razones del éxodo que ha convertido a Cuba de país receptor en país emisor, son bien conocidas. Otras migraciones tienen lugar cada día entre el sur y el norte del planeta, pero no siempre son irreversibles. Muchos viajan a Europa, Arabia Saudí o Estados Unidos con el propósito de levantar un pequeño capital que reinvertir más adelante (o al mismo tiempo, por medio de sus familiares) en sus países de origen. Ese emigrante no busca otra ciudadanía, dado que su perspectiva a largo plazo cuenta con las ventajas que le otorga la suya en su propio país.

 

(Ser cubano, ¿o no?   [2.23436e-07, Tue, 17 May 2005 00:00:00 GMT]  http://arch1.cubaencuentro.com/opinion/20050517/af7316d0c8ddd9315d41b2712b1822ff/1.html)