Una renuncia condicional

20 02 2008

Tras 49 años y 49 días de ejercicio continuado y absoluto del poder, y seis días antes de que la Asamblea Nacional elija al nuevo presidente del Consejo de Estado, Fidel Castro ha explicado al pueblo de Cuba, en una nota que ocupa la portada del diario Granma, “que no aspiraré ni aceptaré —repito— no aspiraré ni aceptaré, el cargo de Presidente del Consejo de Estado y Comandante en Jefe”. Recuerda que ha sido presidente desde el 15 de febrero de 1976 y, antes, “Primer Ministro durante casi 18 años”, y que siempre dispuso “de las prerrogativas necesarias para llevar adelante la obra revolucionaria”, es decir, que ejerció el poder sin cortapisas.

Una lectura atenta del documento, donde habla de “mi estado crítico de salud”, “mi estado precario de salud”, y de una recuperación «no exenta de riesgos», demuestra que su negativa a la reelección (garantizada de no producirse este anuncio), no ha sido provocada por un “deber elemental” de no aferrarse “a cargos, ni mucho menos obstruir el paso a personas más jóvenes”. En alguien que ha monopolizado el poder durante medio siglo, esta declaración de intenciones sería risible si no fuera trágica. Fidel Castro nunca ha pensado en una jubilación anticipada, sino, como él mismo dice, en “cumplir el deber hasta el último aliento”. Se siente un hombre predestinado, irremplazable. Por eso confiesa: “me preocupó siempre, al hablar de mi salud, evitar ilusiones que en el caso de un desenlace adverso, traerían noticias traumáticas a nuestro pueblo (…). Prepararlo para mi ausencia, sicológica y políticamente, era mi primera obligación”. Pocas veces la vanidad absoluta y el hedonismo político se habrán expresado con tanto desparpajo. “Evitar ilusiones” al pueblo cubano, “prepararlo” paternalmente para asumir su “ausencia”, “noticia traumática” que él mismo llora anticipadamente sabiéndola irreparable para toda la nación (y, posiblemente, para el mundo). Si se niega a la reelección es porque no tiene otra salida, al estar imposibilitado para “ocupar una responsabilidad que requiere movilidad y entrega total que no estoy en condiciones físicas de ofrecer”.

Pero, ¿realmente no tiene otra salida?

Si retrocedemos diecinueve meses, volveremos al instante en que cedió provisionalmente la presidencia a su hermano Raúl, no sólo porque lo prescribe la Constitución cubana, sino “por méritos personales”. Durante este año y medio, Raúl Castro ha proclamado la necesidad de reformas, aperturas y libertades, pero, en la práctica, sólo ha convocado asambleas donde los cubanos han hecho catarsis, sin que hasta ahora el pataleo se haya materializado.

Pragmático y admirador del modelo chino, Raúl Castro ha estado siempre bajo la férrea tutela de su hermano, quien le ha impedido (real o simbólicamente) llevar su voluntad reformista más allá de la retórica. ¿Podrá hacerlo ahora? Dos elementos lo tensan en direcciones opuestas: lo frena su miedo filial; lo empuja su convicción de que sólo un plan de reformas que alivie la agonía cotidiana del cubano le permitirá gobernar sin sobresaltos los años que le queden. Su hermano hundió al país en la indigencia mientras dialogaba con la Historia. Él tendrá que rescatarlo dialogando con el Panadero, el Agricultor, el Carnicero. En caso de parálisis prolongada, no sólo es incierto su destino como clase política, sino también el de sus hijos, una vez que el pueblo cubano supere el encantamiento del máximo líder. Y Raúl Castro, al contrario que su hermano, es un hombre de familia.

El 24 de febrero, 614 parlamentarios de la Asamblea Nacional acudirán a ratificar con su voto a los candidatos ya elegidos por la cúpula del régimen: un nuevo Consejo de Estado con su presidente, y éste, salvo sorpresa (o gobierno por persona interpuesta), será Raúl Castro. Teóricamente, el nombramiento desatará sus manos. Pero antes, deberá sobreponerse a su carácter epigonal. Su hermano, aun despojado del cargo, conserva intacto su poder simbólico y lo seguirá ejerciendo a través de sus «Reflexiones» en la atalaya del diario Granma, “un arma más del arsenal con la cual se podrá contar”. Y añade en la nota, no sin ironía: “Tal vez mi voz se escuche. Seré cuidadoso”.

De modo que esta renuncia puede leerse como un paso previo a su ausencia definitiva, cuando comience a materializarse la sucesión-transición. Pero también puede leerse en una clave más perversa: Fidel Castro, incapacitado para ejercer el poder que le correspondería, cede el sitio a su hermano y pasa, como Dios, a una oposición ejercida desde las alturas del poder simbólico, otro modo de maniatarlo. Y desde ahora anuncia que su deber elemental es “aportar experiencias e ideas cuyo modesto valor proviene de la época excepcional que me tocó vivir”. Y añade que desconfía “de las sendas aparentemente fáciles de la apologética, o la autoflagelación como antítesis”, en referencia quizás al proceso asambleario donde la población ha vertido sus críticas a instancias del Castro menor. Porque, como ya había advertido el 17 de diciembre de 2007, «la inteligencia del ser humano en una sociedad revolucionaria ha de prevalecer sobre sus instintos”. La ideología vs. la pragmática, el ideal sacrificial a costa del pan.

Aunque Castro se extiende en las bondades de su relevo, los “cuadros de la vieja guardia”, “la generación intermedia que aprendió junto a nosotros los elementos del complejo y casi inaccesible arte de organizar y dirigir una revolución”, y los más jóvenes que “cuentan con la autoridad y la experiencia para garantizar el reemplazo”, no se resigna a confiarles la nave sin estrecha tutela.

En el mejor de los casos, se esperan aperturas económicas, reformas dentro del sistema y algunas libertades vigiladas. Algo que los habitantes de la Isla aplaudirán, al tiempo que concederá a la nomenclatura cubana un nuevo plazo para su reacomodo en cualquiera de los post previsibles. Pero sólo si Raúl asume el cargo y supera sus pánicos infantiles.

 


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