Roberto González Echevarría: Una fiesta cubana

10 03 2011

El presidente de EE.UU., Barack Obama, acaba de condecorar con la Medalla Nacional de las Humanidades al profesor cubanoamericano de Literatura Comparada Roberto González Echevarría. En su discurso de entrega, Obama anotó que “su obra seminal, Myth and Archive: a Theory of Latin American Narrative, es uno de los trabajos académicos más citados en la literatura en español». Por su parte, Harold Bloom ha dicho de Roberto que es “el crítico vivo más importante de la literatura hispánica, tanto del viejo como del nuevo mundo”. Afirmaciones avaladas por obras como Calderón y la crítica (1976), Alejo Carpentier: The Pilgrim at Home (1977), Isla a su vuelo fugitiva: ensayos críticos sobre literatura hispanoamericana (1983), The Voice of the Masters: Writing and Authority in Modern Latin American Literature (1985), reeditada en español por Verbum (2008); La ruta de Severo Sarduy (1986), Celestina’s Brood (1993), con su edición en español a cargo de Colibrí; The Pride of Havana: A History of Cuban Baseball (999), que ganó el primer Dave Moore Award, publicado en español también por Colibrí (2006); Crítica práctica/Práctica crítica (2002), y Love and the Law in Cervantes (2005), editada en castellano por Gredos (2008), entre otros. Colaborador habitual del New York Times Review of Books, The Wall Street Journal, The Village Voice, The Nation y USA Today, a sus cientos de artículos se suman ediciones críticas de obras de Sarduy y Carpentier. Coordinó la monumental Cambridge History of Latin American Literature (1996), publicada en español por Gredos, y ha sido además el editor del Oxford Book of Latin American Short Stories (1997). No es raro entonces que haya recibido doctorados Honoris Causa por la Colgate University (1987), la University of South Florida (2000), y Columbia University (2002), que fuera electo en 1999 a la American Academy of Arts and Sciences, y que le hayan rendido sendos homenajes la Universidad de Puerto Rico, Arecibo (2002) y la revista Encuentro de la Cultura Cubana (2004).

Hablar con Roberto es siempre un placer, por lo que dice y por cómo lo hace, en esa norma del cubano culto que aprendió en su casa y reafirmó después gracias a su relación de trabajo con Juan José Arrom, de modo que sus respuestas a mis preguntas serán otras Cuban fiestas, el título de su último libro, publicado en 2010.

 

En tus inicios, como tú mismo has afirmado, andabas “metido hasta la coronilla en Lévi-Strauss y Roland Barthes y lo que empezaba de Derrida”. Te fascinaba quizás el estructuralismo y otras herramientas de análisis. El carpintero mide, corta y ensambla las piezas. El ebanista emplea las mismas herramientas, pero ha rebasado la fase instrumental. Su instinto estético prima sobre las herramientas y los protocolos. En tu caso, creo que el lector ha vencido al crítico. Un lector cómplice y atento que, para nuestro bien, nos cuenta sus lecturas desde un plano superior, nos revela secretos que nosotros, los simples lectores, pasamos por alto o, en el mejor de los casos, apenas intuimos. En ese sentido, creo que tu formación norteamericana aprehendió los métodos, y, al cabo, tu cubanía (o tu carácter mediterráneo, si se quiere) impuso sobre ellos la intuición, la sensibilidad, el placer de la lectura inteligente y enterada. ¿Lo sientes así o son figuraciones (esa deliciosa palabra del cubaneo oral) mías?

RGE: Muchos se dejaron deslumbrar por la crítica francesa y terminaron escribiendo lo que suena como parodias de Barthes, Derrida, Lacan, etc.  Yo, que viví inmerso en lo francés desde muy joven, e incluso conocí y hasta fui colega de algunas de esas figuras (es el caso de Derrida), aprendí de todas ellas pero preferí hacer una síntesis propia, sin abandonar nunca la filología, es decir, la historia literaria.  Lo que el contexto norteamericano me dio —De Man, Bloom, Hartman, Abrams— fue el apego a lo concreto y el afán de escribir claro y bien.  Todos ellos fueron maestros y luego colegas míos.  Siento, además, una profunda admiración por Auerbach y Curtius, a quienes leo en traducción inglesa, por supuesto, porque mi alemán no da para tanto.  Creo, además, en la intuición, en el insight de que hablaba De Man, que viene no se sabe de dónde, pero es como un chispazo de comunicación subconsciente con el texto leído.

 

Has afirmado que “resistir a Lezama puede equivaler a resignarse a no entenderlo, a quedarse fuera de la fiesta del todo. Tomar distancia irónica de su discurso es como una profanación. Además, ¿desde qué perspectiva inexpugnable puede mirarse a Lezama con un desapego irónico que no se constituya en otra fe tan arbitraria como la de él, aunque sea nihilista? (…) he tratado de (…) aislar y comprender un tópico recurrente en Lezama, pero, como ocurre hasta con el más nimio detalle de su obra, separarlo sin arrastrar con él todo el conjunto de ésta resulta imposible”. Creo que esa inmersión en los textos que analizas, lejos de la frialdad crítica como cirugía, se da en toda tu obra, sea sobre la literatura del Siglo de Oro, sobre Carpentier o Sarduy, y eso, a mi juicio, te distingue de la historiografía y la crítica literaria norteamericana. ¿O no es tan así como yo pienso?

RGE: Yo aprendí también de los New Critics norteamericanos, que analizaban los textos minuciosamente, y también de Leo Spitzer, otro que sabía desmenuzar una obra a partir del estudio detenido de lo que podría parecer una minucia.  Además, leí mucho y admiré a sus discípulos dantistas como Singleton, y en especial Freccero, que fue uno de mis maestros.  En Yale fui alumno de Gustavo Correa, un colombiano que había estudiado con Spitzer en Johns Hopkins.

 

En “La fiesta en Lezama” has hablado de la importancia de la fiesta en la literatura latinoamericana y, en particular, en el mundo lezamiano, cubano, habanero. Has hablado también del amor y la ley en Cervantes y en toda la literatura del Siglo de Oro, y de cómo esa tensión generó un mundo dramático, contradictorio y burlesco que, a su vez, tuvo merecida respuesta en una gran literatura. ¿Cómo se ha comportado, desde tu punto de vista, la relación entre la fiesta, el amor y la ley en la sociedad cubana del último medio siglo? ¿Ha generado una literatura en consonancia?

RGE: Cuba ha sufrido el peso de la ley implacable e ilegítima y ha impuesto la fiesta no sólo vigilada, como diría Ponte, sino obligada; todos esos mítines multitudinarios en que los cubanos son sometidos a la implacable voz de la dictadura.  En mi último libro, Cuban fiestas, dedico unas páginas, al final, a ese fenómeno, que equiparo a los mítines de Nurenberg (Hitler) y la Plaza Venezia (Mussolini).

 

El análisis de Carpentier y tu trato con el autor han sido una de tus primeras obsesiones críticas, y tu obra ha modulado el modo en que releemos a Carpentier. Aunque sigue siendo uno de los tótems de la literatura cubana y latinoamericana de todos los tiempos, noto un desapego de las nuevas generaciones de autores cubanos por su obra, todo lo contrario de lo que ha ido sucediendo con el universo lezamiano, en ocasiones más citado que leído. ¿A qué atribuyes ese giro?

RGE: Los altibajos de la popularidad de Carpentier entre los jóvenes no tienen nada significativo.  Ocurre con muchos grandes escritores, y Carpentier lo fue.  Puede deberse a esa ansiedad o angustia de la influencia de que habla mi querido amigo Bloom.  Entre los cubanos, Carpentier tuvo un tremendo impacto sobre Arenas (el rechazo es una forma de influencia) y Benítez Rojo, y sin Carpentier no habría ni Fuentes ni García Márquez.  El servilismo de Carpentier con el régimen cubano fue vergonzoso.

 

Han pasado siete años desde que publicaste “Oye mi son: el canon cubano”, que en su día levantara controversias en torno a inclusiones y exclusiones, aunque tú aclaraste en todo momento que era tu canon, no el canon, y que tu actitud hacia el propio canon “es ambivalente”. Visto lo visto, tras siete años de lluvia literaria y sus relecturas, ¿algo que añadir, anotar o eliminar en aquel texto? ¿O se mantiene intacto?

RGE: Nada se mantiene intacto.  Escribí ese ensayo para sacudir la mata, a sabiendas de que habría críticas y sensibilidades heridas.  Además, vivir fuera de Cuba, no pertenecer a ninguna camarilla, y mucho menos a la oficial, me da una libertad que gozo y aprovecho.  Me criticaron la exclusión de Piñera entre los grandes, y recuerdo tener una discusión en París o Madrid con Jorge Luis Arcos sobre él.  Mi respuesta es, ¿dónde están El reino de este mundo o Los pasos perdidos de Piñera?  ¿Dónde su Paradiso?  Entiendo su valor, y la entereza de su rebeldía, pero la literatura se hace con grandes obras.  Escribo ahora una secuela a ese ensayo mío que se va a concentrar en la literatura cubana fuera de Cuba.

 

Entrevistarte para Cubaencuentro me lleva a una pregunta inevitable: ¿Cómo ves el estado actual de la literatura cubana y sus perspectivas? Y conste que, como tú nos has mostrado, la literatura cubana es más que la que se escribe en la Isla o en cualquier lejanía, y en la que yo incluiría la literatura cubana de fronteras (entre distintas lenguas, distintas sensibilidades culturales y perspectivas geográficas).

RGE: La cultura visible en Cuba, la que el régimen promueve, es un desastre.  Sobre la de afuera vas a tener que esperar a mi próximo ensayo.

 

Eres un incondicional (teórico y práctico) de la pelota, te has sacado la licencia de piloto y ejerces el análisis literario con una maestría fuera de dudas. Del béisbol nos fascinan esas jugadas precisas, rapidísimas, que permiten robar una base, sacar un doblepley o impulsar dos carreras gracias a un hit bien colocado a ras de suelo. Desde la distancia (histórica, física) y desde el aire, se ven cosas que a ras de suelo (o de cotidianidad, o de cercanía) muchas veces no se aprecian. ¿Encuentras vínculos, vasos comunicantes, entre tus tres pasiones? ¿Se agolpan unas a otras y por eso no te matan?

RGE: Tus palabras finales las tomas de una conocida canción.  El béisbol se nutre de mi nostalgia, y el arrepentimiento de la oportunidad que tuve que pasar de llegar a jugarlo profesionalmente.  La aviación, que practico hace 25 años, es un reto porque pone a prueba mi capacidad física e intelectual para realizar maniobras muy precisas y exigentes. Debe haber un flirteo con la muerte además.

 

“Roberto González Echevarría: Una fiesta cubana”; en: Cubaencuentro, Madrid, 10/03/2011. http://www.cubaencuentro.com/entrevistas/articulos/roberto-gonzalez-echevarria-una-fiesta-cubana-257873





Nuestro Premio Nobel

15 10 2010

La ciudad y los perros fue publicada en 1963; La casa verde, en 1965, y Conversación en La Catedral, en 1969. Si añadimos diez años para su traducción y difusión, comprobaremos que a Mario Vargas Llosa le debían hace treinta años el Premio Nobel de Literatura. Aunque más vale tarde que ese nunca padecido por Borges, Carpentier y Guimaraes Rosas, por sólo citar a algunos. Y en ello coincide el periodista cubano M. H. Lagarde, según el cual, Vargas Llosa “debió recibir el galardón muchos años antes, cuando el autor de Confesión en la Catedral era mucho más escritor que político”. Confío en que haya leído la novela con más atención que su título.

En su ambición de constituirse en el sumo pontífice de la literatura universal, la Academia Sueca se rige por un extraño sistema de cuotas y asignaciones que nos ha deparado, en los últimos años, premios misteriosos cuando no insólitos, como si se cumpliera el aserto borgeano y los suecos se dedicaran a “descubrir nuevos talentos”, aunque Borges apostillaba que a él no le desagradaría ser descubierto. El Nobel de Mario Vargas Llosa es, en cambio, tan incuestionable, que hasta sus enemigos han tenido que admitir su justicia. Atacan su “ética”, o lo que ellos llaman “ética”, sus opiniones filosóficas o sus preferencias políticas, pero no aquello por lo cual, y no por otras razones, se le ha concedido este premio.  En su caso no se ha cumplido el vaticinio de Pablo Neruda cuando le dijo que “por cada elogio recibirás dos insultos”.

Ajeno a modas y estados gregarios de opinión, Vargas Llosa se situó, frente al análisis estructural y las teorías del Nouveau Roman, en lo “teóricamente incorrecto” sustentando en La orgía perpetua (1975) y La verdad de las mentiras (1990) la inmanencia del narrador como contador de historias que merecían ser contadas, y se desmarcó de la literatura como mero juego retórico, pirotecnia verbal, pasarela exhibicionista de experimentación formal, no aquella que se pone al servicio de la historia. Cuando Carlos Barral afirmó que la literatura era puro lenguaje, haciéndose eco de las tesis en boga, Vargas Llosa mostró su total desacuerdo, y se declaró desde muy temprano contra aquellas novelas “sin acción, de pura atmósfera, de lenguaje moroso, intransitivo”, como nos dice Jorge Edwards. El reciente Nobel hundió sus raíces en la mejor narrativa de todos los tiempos, desde Tirante el Blanco y El Quijote, hasta Flaubert y Conrad. Y como crítico dedicó numerosos ensayos a los grandes maestros, pero hizo más, hizo algo que los escritores no suelen hacer: consagrar todo un volumen, García Márquez: historia de un deicidio (1971) a uno de sus contemporáneos.

Como se dice en el flamenco, Mario Vargas Llosa, el narrador, ha tocado todos los palos. Desde sus primeras novelas, precoces en su madurez, hasta las novelas gozosas y juveniles de la edad adulta, pasando por ejercicios de maestría literaria, como La casa verde, y novelas totales, como Conversación en La Catedral y La guerra del fin del mundo (1981). Desde Lima y Los Andes a las islas del Pacífico o la “guerra santa” de Canudos; desde su novela de dictadores, La fiesta del Chivo (2000), hasta las atrocidades del colonialismo belga denunciadas por Roger Casement, nacionalista irlandés y cónsul británico en El Congo (El sueño del celta, 2010), sus novelas “funcionan como laberintos constructivos que han de ir siendo descifrados gradualmente por la inteligencia y la imaginación del lector”, como afirma Antonio Muñoz Molina. La narrativa de Vargas Llosa, quien sostiene que los únicos límites de la novela realista son los límites de la realidad, que no tiene límites, no se conforma con el lector que mastica y traga historias precocinadas. Como toda gran literatura, la suya condena al lector a la complicidad inteligente. Y lo ha conseguido con talento, mucho trabajo, pero también con una alegría de la escritura que contamina su obra, porque para él, la literatura es “una servidumbre y un gozo, un gran gozo”. Vargas Llosa ha conseguido que ese gozo de la gran literatura rebase los confines de su Perú natal y de Latinoamérica para convertirse en patrimonio universal. En España, además, como escribe Juan Luis Cebrián, Vargas Llosa fue uno de los grandes escritores latinoamericanos que “nos ayudaron a descubrir los perfiles de nuestra propia identidad, frente a la cultura acartonada, provinciana y triste que el franquismo patrocinaba”.

El Nobel, según los académicos suecos, se le concede “por su cartografía de las estructuras del poder y sus incisivas imágenes de la resistencia individual, la revuelta y la derrota”. Efectivamente, pocos escritores del siglo XX (y ya, del XXI) han personificado como él la defensa de la libertad individual, al ser humano frente al poder de los estados y las ideologías.

Mientras Borges repudió las dictaduras de izquierda pero alabó “la clara espada” de Pinochet, y Cortázar denunció las dictaduras de derecha pero admiró las de izquierda, Vargas Llosa ha repudiado por igual a unas y otras, a contracorriente de la intelligentzia occidental que aplaude las revoluciones latinoamericanas mientras pueda seguirlas vía satélite desde Nueva York o París.  Vargas Llosa aplaudió en las revoluciones de Cuba y Nicaragua su carácter libertario al deponer sangrientas tiranías, y se desmarcó tras su giro antidemocrático con el mismo fervor que denunció las dictaduras de Argentina y Chile, o las grandes religiones políticas del siglo XX, los dogmas y las ortodoxias sacramentales, soporte teórico de los regímenes más despiadados. En México, calificó al priísmo como una “dictadura perfecta” en 1990 y se vio obligado a abandonar el país.

Como Albert Camus, Vargas Llosa descree de quien “pone al hombre al servicio de la idea, el que está dispuesto a sacrificar el hombre que vive al que vendrá”, porque una sola persona es más valiosa que cualquier idea. Vargas Llosa se aproxima al liberalismo tradicional, aquella sociedad soñada por la Ilustración que garantizaría el derecho de cada hombre a la libertad de conciencia, la libertad responsable para decidir sobre su propia vida, piedra angular de la dignidad individual y colectiva. En ese sentido, ha sido fiel a sus convicciones, en consonancia con la sociedad abierta postulada por Karl Popper, y su atenta lectura de Berlin, Mises, Herzen, Dahrendorf, Hayek y los liberales anglosajones.

El diario Granma, al calificar a Vargas Llosa como “antinobel de la ética”, subraya sus “desplantes neoliberales”. Ciertamente, yo tampoco coincido con muchos de sus puntos de vista, en particular, su defensa de la autarquía del mercado como garante de una prosperidad que se expandirá automáticamente a toda la sociedad, ni con la minimización del Estado como agente que garantice la redistribución social de la riqueza. Difiero de su elogio a Margaret Thatcher o de su defensa a posteriori de la invasión a Irak. Sin olvidar que tras criticar la segunda intifada de los palestinos, denunció en Gaza las políticas de Israel. O que ha defendido los derechos de los homosexuales y el de las mujeres a abortar, con el mismo énfasis que ha censurado los nacionalismos excluyentes. En cualquier caso, estemos o no de acuerdo con él, sus ensayos y su periodismo son diáfanos, rigurosos, no apelan al engaño, la triquiñuela o el dato escondido. Merecen una réplica de empaque equivalente, no el circunloquio de la descalificación. Y, desde luego, tal como nos enseñó en su día Rosa Luxemburgo, «La libertad sólo para los que apoyan al gobierno, sólo para los miembros de un partido (por numeroso que éste sea) no es libertad en absoluto. La libertad es siempre y exclusivamente libertad para el que piensa de manera diferente». La defensa de esa libertad no es una graciosa concesión, sino un principio.

Se refiere también el diario Granma a “su catadura moral”, una vileza si consideramos que Mario Vargas Llosa ha hecho siempre gala, con amigos y enemigos, de una caballerosidad infrecuente. Jamás ha ventilado en público su diferencia con García Márquez, a pesar de que, por lo que se sabe, tendría sobradas razones. Pocos meses antes de la muerte de José Saramago, Vargas Llosa lo visitó en su casa de Lanzarote. Y confiesa que cuando recibió la noticia del Nobel, estaba enfrascado en la admirada relectura de El reino de este mundo. Aunque Saramago y Carpentier se ubicaran en las antípodas de sus propias convicciones. Pero quizás esta referencia sea elogio y no diatriba. Si la “catadura moral” de Nicolae Ceausescu, Mengistu Haile Mariam y Robert Mugabe los hicieron acreedores de la Orden Nacional José Martí, es una deferencia excluir a Mario Vargas Llosa.

El antropólogo Marvin Harris (Cows, Pigs, Wars and Witches: The Riddles of Culture), al analizar las verdaderas razones de la cacería de brujas durante la Edad Media nos cuenta que las víctimas eran gente del pueblo llano y, sólo como excepción, nobles y sacerdotes. Según él, la caza de brujas “dispersó y fragmentó todas las energías latentes de protestas. Desmovilizó a los pobres y desposeídos, aumentó la distancia social, les llenó de sospechas mutuas, enfrentó al vecino contra el vecino, aisló a cada uno, hizo a todos temerosos, aumentó la inseguridad de todo el mundo, hizo a cada uno sentirse desamparado y dependiente de las clases gobernantes (…) De esta manera evitó que los pobres afrontaran al establishment eclesiástico y secular con peticiones de redistribución de la riqueza y nivelación del rango. La manía de las brujas (…) era la bola mágica de las clases privilegiadas y poderosas de la sociedad. Éste era su secreto”.  En suma, añade Harris, su significado práctico consiste en “desplazar la responsabilidad de la crisis de la sociedad medieval tardía desde la iglesia y el Estado hacia demonios imaginarios (…) las masas depauperadas, alienadas, enloquecidas, atribuyeron sus males al desenfreno del Diablo en vez de a la corrupción del clero y la rapacidad de la nobleza. La Iglesia y el Estado no sólo se libraron de toda inculpación, sino que se convirtieron en (…) los grandes protectores de la humanidad frente a un enemigo omnipresente pero difícil de detectar”.

Eso posiblemente explique la necesidad de convertir en diablos y brujas, mercenarios y testaferros del Imperio, vendidos, lacayos y apátridas a todos los que opinen de modo diferente, un modo de “desplazar la responsabilidad de la crisis”.

En la línea de defensa de un nacionalismo de trinchera que ha ido suplantando en los últimos decenios al antiguo internacionalismo proletario, se refiere también la nota del Granma a “la negación de sus orígenes”, a lo que el propio autor responde: “Yo soy peruano, lo que hago, lo que digo expresa el país en el que he nacido y en el que he vivido las principales experiencias”. Y en El país de las mil caras (1984) reconoce que “el Perú es para mí una especie de enfermedad incurable y mi relación con él es intensa, áspera, llena de la violencia que caracteriza a la pasión”. Admite también que “España es un país que no era mío y que yo he hecho mío porque me acogió”. Una frase que dos millones de cubanos refrendarán sin mayores aclaraciones.

Aunque en este caso ninguno de los dos está en lo cierto. Mario Vargas Llosa es más que peruano o español, más que latinoamericano. Y este premio Nobel se nos ha concedido por igual a todos los ciudadanos del planeta que consideramos la gran literatura un patrimonio universal, y a los que creemos en la libertad como derecho inalienable de la condición humana.

 

“Nuestro premio Nobel “; en: Habaneceres, 15/10/2010





Romper la invisibilidad. Entrevista al eurodiputado Luis Yáñez Barnuevo

12 03 2010

Mientras el eurodiputado Luis Yáñez Barnuevo entraba a las sesiones del Parlamento Europeo, el cuestionario de esta entrevista viajaba por email hacia Estrasburgo. Tras la votación, que por aplastante mayoría aprobó una resolución de condena al gobierno de la Isla, las preguntas lo acompañaron bajo una nevada hacia el aeropuerto, aterrizaron en Madrid y volaron hasta Sevilla donde, ya cerca de la medianoche, dispuso de tiempo para responderlas, una deferencia que Cubaencuentro le agradece. Su día comenzó y terminó con el tema de Cuba, algo que el eurodiputado conoce perfectamente desde hace treinta años. Tres décadas de amistad con Cuba que, en su caso, significa amistad con su legítimo representante: el pueblo cubano. La coherencia política de Luis Yáñez Barnuevo no requiere otras presentaciones.

 

El eurodiputado Martin Schulz, líder de los socialistas y socialdemócratas en el Parlamento Europeo, pidió a los 27 socios de la UE que «rechacen categóricamente una dictadura que pisotea los derechos humanos». ¿Cómo se traduce ese rechazo categórico?

Luis Yáñez Barnuevo (LYB): Las declaraciones de Martin reflejan su indignación por la muerte de Orlando Zapata y no una propuesta política, aunque coincido en que los 27 deben tener siempre presente la naturaleza inequívoca del régimen cubano a la hora de elaborar sus políticas con Cuba.

 

¿Es coherente que la UE tenga una posición común hacia Cuba y que cada país actúe bilateralmente a su manera?

LYB: Lo ideal sería «comunitarizar» la política de la UE con la isla,  pero ya existe una coordinación intergubernamental que pesa sin duda en las relaciones bilaterales de cada país de la UE con Cuba. No actúan cada uno por su cuenta. Por sólo citar un mecanismo, los embajadores de los países miembros que tienen representación en La Habana están diariamente coordinando sus acciones e informándose mutuamente.

 

¿Cuál sería la política adecuada frente a un gobierno que usa a sus ciudadanos como rehenes, de modo que las consecuencias de cualquier medida coercitiva recaiga en ellos y no en los gobernantes?

LYB: El mejor ejemplo negativo es que el embargo norteamericano, que dura ya cerca de 50 años, no ha debilitado sino fortalecido al régimen (dotándolo de un discurso victimista y una coartada impagable), perjudicando en cambio a la población. Si se quieren tomar medidas selectivas que hagan reflexionar al gobierno cubano y no perjudiquen al pueblo, se podría pensar, por ejemplo, en condicionar las visitas a Europa de los jerarcas cubanos y el, por ahora, libre accionar de las embajadas de Cuba en Europa que organizan y financian a supuestos grupos de «amistad con Cuba» que muchas veces son arietes para hostigar a los críticos con el sistema cubano, sean estos europeos o cubanos en el exilio.

 

Otorgar legitimidad y visibilidad a la disidencia en Cuba, conseguir que ésta deje de ser invisible para el propio pueblo cubano, sería un camino adecuado, un primer paso para conseguir una transición en la Isla. ¿Debe Europa aceptar la marginación e invisibilización de esa disidencia como condición para el mantenimiento del diálogo con las autoridades cubanas, o debe mantenerse firme en su reconocimiento a la disidencia aunque ello obstaculice el diálogo con el gobierno?

LYB: Precisamente, el primer objetivo que me marqué al promover la proposición sobre los DDHH en Cuba que hoy ha aprobado el Parlamento Europeo por histórica mayoría, era romper la invisibilidad que padecen los presos de conciencia y activistas pacíficos de los DDHH en Cuba. Me ha dolido mucho la muerte de Orlando Zapata, pero me dolió antes que durante 86 días casi nadie hablara de su huelga de hambre. Con perdón, sólo yo, entre los políticos europeos, habló de él en el ABC de Madrid a finales de enero. Hacerlos más visibles es también prestar más atención al movimiento de blogueros cubanos, de fuera, pero sobre todo de dentro de la isla. Yo creo en el diálogo, crítico y exigente, de la UE con las autoridades cubanas, pero nunca al precio de ignorar a la disidencia.

 

¿Puede encontrarse un espacio común entre socialistas y populares en cuanto al tema cubano, una política de consenso, y evitar que esto se convierta en un arma arrojadiza que en nada favorece la búsqueda de un futuro mejor para Cuba?

LYB: Los que me conocen saben que siempre he combatido el instrumentalizar al pueblo cubano para dirimir las diferencias entre el PP y el PSOE. Después de años, hoy lo he conseguido, y espero que ello abra un tiempo nuevo. Para ello el PP debe renunciar a la política de campanario y de galería de acusar al gobierno español y al PSOE de complacientes con la dictadura cubana, sencillamente, porque es falso, y el PSOE debe esforzarse en negociar con el PP, sinceramente y sin reservas, una política española, y no sólo de los socialistas, con Cuba. Es decir, una política de Estado que se convertiría en política de la UE, porque Europa escucha a España en este tema.

 

Según Diego López Garrido, el diálogo con las autoridades cubanas «ha logrado algunos avances» en lo que se refiere a los presos de conciencia. ¿Cuáles son esos avances? ¿Justifican una posición más “blanda” de la UE frente al gobierno cubano?

LYB: Creo que López Garrido se refería a que el Ministro Moratinos y el propio Presidente Zapatero –en algunos casos, como el de Raúl Rivero– han logrado con dicho diálogo la liberación de 20 presos de conciencia desde 2004. En mi opinión, no hay descalificar con palabras gruesas el tan mencionado diálogo, ni significa necesariamente una política «blanda». Creo que tengo una pequeña autoridad para decir que ni con Cuba ni con cualquier otro país con gobierno autoritario o totalitario las relaciones son blancas o negras, sino de una infinita gama de grises.

 

María Muñiz, eurodiputada por el PSOE, afirma que la Posición Común es «un obstáculo que bloquea cualquier posibilidad de diálogo político», «una extravagancia en las relaciones exteriores de la UE». ¿El obstáculo y la extravagancia no será  el gobierno cubano?

LYB: El obstáculo es, desde luego, el gobierno cubano al que conozco hace más de 30 años porque los que de verdad mandan en La Habano son los mismos desde hace medio siglo.

 

¿Existe «instrumentalización» de los Derechos Humanos por parte de la UE como ha denunciado el eurodiputado de Izquierda Unida, Willy Meyer?

LYB: Creo que quienes más «instrumentalizan» los DDHH, el Estado de Derecho y la democracia en terceros países son el PP, que no condenó el golpe de Estado de Honduras, e Izquierda Unida, que no ha votado la resolución de hoy sobre Cuba y sí condenó el golpe hondureño. Dos pesos y dos medidas que los socialdemócratas no hemos practicado.

 

“Romper la invisibilidad. Entrevista al eurodiputado Luis Yáñez Barnuevo”; en: Cubaencuentro, Madrid, 12/03/2010. http://www.cubaencuentro.com/entrevistas/articulos/romper-la-invisibilidad-entrevista-al-eurodiputado-luis-yanez-barnuevo-230890





Armandito tenía razón

19 11 2009

Cierta tarde de finales de los 80, apareció en mi casa el inefable Héctor Zumbado, inesperado (y bienvenido) como de costumbre. Aquel día estaba especialmente ocurrente y fue subiendo de tono a medida que trasegaba los rones de dudoso origen que compartíamos con un grupo de amigos. Entrada la noche, se levantó de repente y con la lengua tropezona nos anunció que se iba. Quédate un rato más, Zumbi. Es temprano. Pero dijo que no. Que se iba para el Salón Rosado (de infausta memoria por las batallas campales que solían convocar los bailadores, a pesar del fuerte dispositivo policial). Y nosotros que no, Zumbado, que te van a matar, ¿tú estás loco?, mírate, compadre, si te soplan, te caes.

Y él que no.

─Me voy al Salón Rosado a buscarme una mulata del África Occidental.

Y con la misma desapareció sin que pudiéramos detenerlo.

Más tarde nos enteramos de que dos policías lo rescataron cuando estaba a punto de contar su último chiste. Una mirada o un roce de más, quién sabe.

Héctor Zumbado. Inconstante, informal, entrañable, cercano, era tan difícil trabajar con él como prescindir de su amistad.

Ya por entonces había publicado sus secciones “Limonada” y Riflexiones”, en el periódico Juventud Rebelde, y sus libros Limonada (1979), Amor a primer añejo (1980), Riflexiones (1980), ¡Esto le zumba! (1981), Prosas en ajiaco (1984), Nuevas riflexiones (1985) y Kitsch, kitsch, bang, bang! (1988). Aunque eso no le había servido para ingresar al Diccionario de la Literatura Cubana, publicado en 1984 por el Instituto de Literatura y Lingüística de la Academia de Ciencias de Cuba, un lugar que habría merecido ya desde el “Prílogo” de Limonada. También es cierto que en esos dos tomos lo más relevante son sus ausencias. No sé por qué a nadie en el exilio se le ocurrió escribir un Diccionario de Ausentes de la Literatura Cubana.

En el año 2000, como tardía reparación quizás, se concedió a Zumbado el Premio Nacional de Humorismo.

En el “Prílogo” de Limonada, Zumbado afirmaba que su objetivo era “hacer crítica de costumbres”, y que “el énfasis está en la crítica ─sustantivo─, no en las costumbres ─parte de una frase adverbial─”. No obstante, por entonces (como ahora, como siempre desde hace medio siglo), la frontera de la crítica admisible siempre quedaba angustiosamente cerca. Más allá se extendía el océano de la crítica posible. Si a eso se añade que ninguna dictadura tiene sentido del humor, es admirable lo que Zumbado pudo hacer con tan escaso margen de maniobra y sin despeñarse (del todo) en los cercanos acantilados de la censura.

Su corrosivo humor de lo permitido siempre dejaba entrever el humor impermisible que él dejaba vagar en alguna mesa del Hurón Azul de la UNEAC, o en las conversaciones del té con chácata de la UPEC, donde se reunía una variada fauna de periodistas y otras especies colaterales. No pocas veces tuvo que ser salvado el Zumbi de las iras que suscitó su vitriolo macerado en alcohol cuando algunos personajes que se tomaban a sí mismos en serio, se tomaron a Zumbado demasiado en serio.

Mario Vizcaíno Serrat, en el texto “Un pez fuera del agua”, publicado por La Jiribilla, recupera la figura de Zumbado que, como un no-muerto, vaga por la cultura cubana desde aquel día en que el mal golpe de un atracador lo ingresó en el limbo del idioma. Según Vizcaíno, “Alguna prensa ha decidido rescatar parte de su obra y publicarla, por dos razones: dar a conocerlo a la generación más joven, y armar una suerte de tributo al cultivador más auténtico de la sátira social cubana después de 1959”. Y me alegra que así sea. Zumbado lo merece.

Claro que, en mi opinión, hay dos Zumbados que esa definición no recoge: El escritor que nos legó algunos cuentos breves extraordinarios, como el de la vieja que plantó una ceiba en una maceta del balcón, y el del hombre que quería enlatar el sol. Cuentos que podrían figurar sin sonrojarse en cualquier antología.

Y el Zumbado espontáneo, directo, personal, inédito, que en cualquier momento de la conversación dejaba caer un chiste que no sólo doblaba a carcajadas a la concurrencia, sino que te quedaba rondando la memoria durante el resto de la tarde.

Se cuenta que cierta noche de carnavales se encontraban conversando en el muro del Malecón Zumbado y el fotógrafo Grandal. (Corrígeme, Grandal, si la historia es inexacta). En ese momento aparecen dos jóvenes negros y uno de ellos pregunta a Grandal:

─Oye, asere, ¿tú eres yuma?

─¿Yo? No, qué va. Yo soy fotógrafo. Cubano.

─No me engañes, asere. Con esa cámara y esa pinta tú tienes que ser yuma.

─Te digo que no. Yo soy cubano.

─El asunto es, asere, que aquí mi amigo y yo andamos buscando un yuma para que nos saque de este país, porque esto es una mierda, esto no…

En ese momento, Zumbado sufrió una especie de “coma revolucionario”:

─Negro de mierda, la Revolución te ha hecho persona y tú te quieres ir para la Yuma…

El negro intentó abalanzarse sobre Zumbado, pero su amigo lo aguantó al tiempo que intentaba arrastrarlo lejos del conflicto:

─No te desgracies, Armandito, deja al comemierda ese. No te desgracies.

Y Zumbado continuaba:

─Malagradecido, que la Revolución te hizo persona.

Mientras el otro se llevaba a Armandito, éste seguía gritando: “Esto es una mierda bien, chico. Una mierda”.

Al fin se perdieron de vista y Zumbado propuso a Grandal beberse unas cervezas en algún kiosko. Cuando llegaron al más cercano, ya estaban cerrando y a pesar de su insistencia (una cervecita nada más, compañero, una sola), el dependiente se negó en redondo a despacharles. Entonces Grandal le propuso:

─Mira, Zumbado, ahora tú te vas por ahí para tu casa y yo me voy por acá. Mañana nos vemos y nos tomamos mil cervezas. ¿Está bien?

─Está bien.

Y se alejaron en direcciones opuestas rumbo a sus casas. Pero cuando se encontraban a media cuadra de distancia, de pronto Grandal escuchó un grito:

─Grandaaaaal.

─Dime, Zumbado.

─Grandal, Armandito tenía razón.

Desde entonces, cada vez que había un problema que así lo ameritara (y no era infrecuente), en la redacción de Somos Jóvenes sentenciábamos que “Armandito tenía razón”.

El florentino San Felipe Neri (1515-1595), patrón de educadores y humoristas, tenía un gran sentido del humor y saludaba a sus amigos diciendo: «Y bien, hermanos, ¿cuándo vamos a empezar a ser mejores?». A continuación los llevaba a cuidar a los enfermos y a otras obras de caridad. Su corazón era tan grande que se oían sus latidos a un metro de distancia, y la autopsia reveló que le había roto dos costillas y arqueado otras en su afán expansionista. Dudo que en el tórax más bien discreto de Zumbado cupiera un corazón de ese tamaño, pero no tengo dudas de que su obra no era la de un cínico, sino la de un moralista. Toda ella se podría resumir en esa pregunta, pero modificando ligeramente la redacción: ¿cuándo coño vamos a empezar a ser mejores?

“Armandito tenía razón”; en: Habaneceres, 19/11/2009





El Caballero de siempre

16 11 2009

El escultor José Villa Soberón parece empeñado en repoblar La Habana con personajes célebres del más allá y del más atrás. Respondiendo al encargo de las autoridades, fue primero la estatua de John Lennon, que desde entonces ocupa su banco en el parque de 17 y 8, en el Vedado. Y aunque resulta difícil validar su relación ideológica con el discurso oficial, no ocurre lo mismo con los sueños y las esperanzas del cubano de a pie, quien imagine desde siempre un mundo mejor. Restauradas las gafas que alguien le robó a los pocos días de sentarse en el parque, la costumbre le ha incorporado ya al mobiliario urbano.

 

Julio Antonio Mella baja las escaleras en la Universidad de las Ciencias Informáticas. Hemingway frente a su daiquirí en El Floridita. Teresa de Calcuta lee en su patio del Convento de San Francisco de Asís. Martí arrastra su cadena en la antigua Cantera de San lázaro. Y más allá de la capital, Benny Moré pasea por el Prado de Cienfuegos, la ciudad que más le gustaba. Tin Tan se sienta al borde de una fuente en Ciudad Juárez y otro Lennon ya camina por Denver.

 

Las autoridades aprecian las ventajas de estos ciudadanos de bronce: no exigen su cuota, no atestan el transporte urbano, no integrarán la disidencia y se presupone que, por razones de peso, no enfilarán jamás hacia el Norte a lomos de una balsa.

 

También el Caballero de París camina de nuevo por la ciudad, frente al Convento de San Francisco de Asís, en una versión menos vulnerable que el original. El encargo fue en este caso de Eusebio Leal, Historiador de la Ciudad, quien ya había exhumado los restos del Caballero para enterrarlos con honores en el mismo Convento, devenido hoy museo y sala de conciertos.

 

Juan Manuel López Lledín, más conocido como El Caballero de París, integra desde hace más de medio siglo la mitología habanera. Nacido en Fonsagrada, aldea gallega de Lugo, en 1890, emigró como cientos de miles de sus compatriotas a la promisoria Habana de la época. Después de trabajar como dependiente en los hoteles Telégrafo, Sevilla y Manhattan, cumplió prisión tras ser acusado por el robo de unas joyas en la casa donde se empleaba, aunque más tarde fue demostrada su inocencia. En la cárcel se quebró el hilo que lo conectaba a eso que las convenciones han acordado llamar “realidad”. Desde entonces se le vio zapateando las calles con su hirsuta melena y su barba, que encanecieron al paso de los años, su capa negra llena de misteriosos bolsillos interiores, de donde extraía estampitas, recortes de periódicos y hasta caramelos para obsequiar a los niños.

 

En un país obsesionado por los olores corporales, su acre aroma a sudores, soles y serenos acumulados en la piel, fue incapaz de ahuyentar a los caminantes, y en especial a los niños, que se acercaban a él con un mohín de burla que la mirada del Caballero transformaba en curiosidad y simpatía. Su altivez menesterosa, su caballerosidad, el tono siempre señorial de su discurso inconexo, lejos de espantar, atraía. No era raro ver a su alrededor un coro de todas las edades que escuchaba perorar al Caballero con una atención que raras veces se ha tributado a los políticos. No se sacaba mucho en claro de sus lecciones magistrales de poesía automática. Es cierto. Pero la gente intuía que aceptando mendrugos y limosnas sin rebajarse a pedir, mezclando en la lengua, sin filtrar, cuanto pasara por su imaginación, aquel hombre había alcanzado una redención que para la mayoría era un sueño imposible. Obligado a bajar la cerviz ante el patrón, y a domesticar su lengua más tarde ante los caciques de la política, el cubano descubría en el Caballero la libertad en estado puro.

 

Si otros mendigos de la ciudad estaban obligados a exponer sin pudor sus desastres corporales o conmover con la crónica de sus desgracias, al Caballero de París le bastaba estar. Su modo de irradiar al mismo tiempo altivez y lástima, simpatía y ternura, conseguía que el caminante se sintiera más cuerdo, y presuntamente superior, pero a su vez compulsado a ser ”bueno”, en un mundo donde la bondad no es muy rentable. Cada persona que se acercaba al Caballero contraía la perturbadora noción de que aquel hombre era una variante extrema de sí mismo.

 

El Caballero fue, posiblemente, el único peludo de La Habana que en los años 60 y 70 no fue arreado a insultos ni rapado en una estación de policía. Atento a su historia interior y no a los devaneos de la política, ni cantó la chambelona al político de turno, ni coreó las consignas que iban tatuando el rostro de su ciudad. No obstante, nadie lo acusó de falta de entusiasmo revolucionario o connivencia con el enemigo, aunque fuera de París y Caballero. No Proletario ni de Coco Solo. Las locuras temporales de la política respetaron su locura atemporal y eterna.

 

Ante el deterioro de su salud física, fue ingresado en 1977 en el Hospital Psiquiátrico de La Habana, donde permaneció hasta su muerte el 12 de julio de 1985. Desde entonces abandonó la notoriedad e ingresó en la mitología. Hoy que el marketing y la prensa rosa facturan decenas de famosos por semana para alimentar las insulsas vidas de sus lectores, cabría subrayar que El Caballero de París fue y es famoso por méritos propios.

Su imagen y su recuerdo han quedado en las artes cubanas. Su recatada ternura, en la memoria de quienes lo conocimos. Ahora que, sin perder su altivez, la ciudad se ha vuelto tan menesterosa como él, vuelve a caminar, esta vez en silencio, dispuesto a subir por la Avenida del Puerto y Malecón hasta 23 y desde ahí escalar la Rampa para acomodarse en 23 y 12, su último refugio antes de ser internado. Sea bienvenido.

 

“El caballero de siempre”; en: Habaneceres, 16/11/2009





El navegante despierto: Abilio Estévez

2 05 2009

Abilio Estévez (La Habana, 1954) ha publicado volúmenes de poesía (como Manual de las tentaciones, Premio Luis Cernuda, 1986, y Premio de la Crítica, 1987), y cuento (Juego con Gloria, 1987; El horizonte y otros regresos, 1998). Su teatro, desde La verdadera historia de Juan Clemente Zenea (Premio José Antonio Ramos de la UNEAC, 1984), ha imantado la mirada de los espectadores cubanos. En 1999, alcanzó un unánime reconocimiento internacional con la novela Tuyo es el reino, merecedora en Cuba del Premio de la Crítica, 1999, y, en Francia, del Premio al Mejor Libro Extranjero, 2000. Esta novela fue seguida por Los palacios distantes (2002), traducidas a catorce idiomas, trilogía que ahora cierra con El navegante dormido (2008). Ha publicado teatro, como Ceremonias para actores desesperados (2004) y puesto en escena casi una decena de obras. En Inventario secreto de La Habana (2004), su escritura integra las memorias con la ficción y el libro de viajes. Su obra, una de las más originales de la literatura latinoamericana contemporánea, ajena a modas y reclamos de mercado, se viste siempre con una prosa elegante, empedrada de oportuna poesía que los lectores de buena literatura saben apreciar.

 

Tras el desplome del comunismo en Europa del Este, Cuba se puso de moda. El público quería saber por qué no había caído la última ficha del dominó y, ante el hermetismo de los políticos y la prensa, los exploradores de la cultura compitieron por capturar músicos, artistas plásticos, narradores que ofrecieran las claves del milagro. Como saqueadores de ruinas, exponían en los circuitos del arte los restos arqueológicos de la Revolución. Tu obra, ya de sobra conocida en Cuba, deslumbra a los lectores de Occidente justo por esos años. ¿Favoreció esta coyuntura su difusión o habría ocurrido de todos modos? ¿Condicionó de algún modo la obra siguiente? ¿Remite este fenómeno, perverso o feliz?

Pregunta peligrosa. Quizá un tanto descortés. Para responderla tendría que entrar en los terrenos equívocos de la especulación. Y por ese camino no pienso atreverme. Es decir, estás preguntando si el propio autor de la obra opina que hubo causas extraliterarias que condicionaron el cierto éxito literario, la difusión (como tú dices) de Tuyo es el reino. Tal vez; pero los hechos sucedieron como sucedieron. También podría enfocarse la pregunta de otro modo: ¿todos los libros cubanos publicados por esas fechas tuvieron igual difusión? No lo sé. Algunos sí, algunos no. ¿Y por qué algunos sí y otros no? ¿Te imaginas que yo responda que semejantes sucesos carecieron de importancia para la “repercusión” de Tuyo es el reino, que a mi libro no le hacían falta determinados acontecimientos históricos, que de cualquier modo se hubiera difundido igual? O, en caso contrario, ¿imaginas que responda que no, que si no llega a ser por el desplome del comunismo nadie se hubiera fijado en mi novela? La primera respuesta me revelaría como un tonto vanidoso, y la segunda, como un tonto a secas. De cualquier modo, sería una respuesta extraña. Esa pregunta, insisto, es descortés. Se ha dirigido a la persona equivocada. Además, conozco a algunos de esos que se hacen llamar “críticos”, esos pobres guardianes de cementerio que decía Sartre, que estarían encantados de responderte. Es más, si escuchas bien, ya te han respondido avant la question.

 

Desde luego que es, ex profeso, una pregunta descortés, provocadora, y has salido airosísimo del trance. Yo tampoco podría responderla categóricamente. Pero si lo coyuntural colaboró en el reconocimiento de tu novela, bienvenido sea como acto de justicia poética. En este caso, la obra, que en la biblioteca de mi memoria está alineada en la primera división, merece sus resonancias.

Tu cercanía a Virgilio Piñera, cuyos últimos años tú compartiste cuando eras muy joven, ha inducido a algunos críticos a confundir biografía y estilo, atribuyéndole un carácter piñeriano a tu obra. Yo sólo descubro rastros de esa negatividad piñeriana en algunas zonas de Los palacios distantes y en tus tres Ceremonias para actores desesperados, desoladas como un paisaje de ruinas sin el empaque nobiliario de los siglos. ¿Cuál es la principal huella de Virgilio en ti? ¿La ética del ejercicio literario antes que sus fórmulas?

Estoy de acuerdo, yo mismo no descubro en mí esa “descarnada negación piñeriana”. Hay muchos escritores cubanos, más jóvenes que yo y que, por tanto, no conocieron a Virgilio, que son, sin embargo, más “piñerianos”, como tú dices. La cercanía personal del escritor acaso no determina el “cómo se escribe”. Cada uno ha tenido una vida diferente y, por tanto, una manera diferente de ver o entender lo que sucede a su alrededor. Es decir, que puede que se trate (no lo sé) de que los señores que intentan escribirse, en uno y otro caso, son diferentes, como diferentes fueron las suertes o las desventuras que cada uno debió enfrentar. Detrás de cada escritor hay algo invisible. Y puede que ese “algo invisible” sea lo que determina. Esto lo dice muy bien Philip Roth en una famosa entrevista. Yo nunca me he propuesto escribir al “modo de Virgilio”, simplemente porque no sé, porque, como es natural, yo no escribo como quiero, sino como puedo. Lo que sí estoy en condiciones de afirmar es que cuando conocí a Virgilio en 1975 (yo acababa de cumplir 21 años) comencé a entender de otro modo la literatura. Ya estaba en la universidad, pero mi verdadera universidad fue Virgilio. Con esa mezcla de seriedad e ironía que lo caracterizaba, él hablaba de “sacerdocio”. Pues bien, no está mal entenderlo así, con la debida seriedad e ironía que se le debe conceder a la palabra. Como metáfora puede que sea útil. Era imposible no dejar de sentirse impresionado por la ética de ese señor tan extraordinario que fue Virgilio Piñera. Esa tozudez ética del desenmascaramiento permanente. Un hombre tan aparentemente vulnerable y que resultó de acero. Admirable. Y hay algo más (y sé que estoy en la obligación de contar todo esto algún día), nunca he conocido a nadie que viviera, como él, en la literatura. A su lado, todo se convertía en literatura, todo alcanzaba una dimensión diferente, que nada tenía de cotidiana. Con él no llegábamos a la casa-quinta de los Ibáñez-Gómez, de Yoni Ibáñez, en Mantilla: con él llegábamos a la Ciudad Celeste. Y no éramos un grupo de personas que conversábamos y leíamos, sino que éramos, al modo de Proust, un cogollito. Y así fue siempre. Cuando, desgraciadamente, se acabaron, o la policía hizo que se acabaran las tertulias de los Ibáñez, y nos veíamos a escondidas en una rara casa de la calle Galiano y San Miguel, éramos los personajes de una novela policial, lo cual no estaba, dicho sea de paso, muy lejos de la verdad. Hasta lo terrible de tener que salir de aquella casa a horas distintas y, si nos encontrábamos en la parada de la guagua, fingir que no nos conocíamos, era como vivir en un libro. Insisto: esa propensión natural a convertirlo todo en maravilla, en fábula, en mito. Era un mayeuta. Y si algo se aprendía al lado de Virgilio era a observar y a tener fe. Fe en la literatura, como se comprenderá. En un libro de Félix de Azúa que leo y releo con mucho gusto, se ha contado la fábula del judío que en el tren, camino de los campos de concentración, se asomaba por una ventanita del techo, una claraboya, y contaba a los demás cuanto iba viendo, cómo eran los paisajes que veía. Pues bien, ese era Virgilio para nosotros: el que se asomaba por la claraboya de aquel tren cerrado y nos contaba el paisaje que veía.

 

A diferencia de la literatura piñeriana, drásticamente adulta en su acidez, como de alguien que nunca fue niño —su espíritu lúdico, jodedor, no era de juegos para todas las edades—, en la tuya uno siente al escritor que se niega a abandonar la infancia, que necesita periódicamente refugiarse en ella, desde Juego con Gloria hasta El horizonte y otros relatos, pasando, desde luego, por Tuyo es el reino. Incluso en Los palacios distantes, esa novela de adultez dolorida, apocalipsis del derrumbe, Don Fuco es una reedición elegida, sabia, no accidental, de la infancia. Quizás esa sea, en parte, la razón de que uno perciba una enorme piedad hacia los personajes que transita casi toda tu obra, semejante a la que puebla la obra de Chejov y Gogol, del primer Lino Novás Calvo y los mejores cuentos de Onelio Jorge Cardoso. Lo anterior, más que una afirmación, es una sospecha que agradecería comentario.

Uno de mis posibles “problemas” es que nunca he podido ser un adulto del todo. No lo digo en el modo “gracioso” en que se repite ese tópico bastante bobo de “conservar el niño que llevamos dentro”. No, no me refiero a esa tontería de “mirarlo todo con el asombro de los niños”. Debe ser horrible (monstruoso) un señor de sesenta años que mira la vida con “el asombro de los niños”. Me refiero a la nostalgia por una época que uno cree (observa que digo “cree”) ha sido muy feliz. Tengo la impresión de que la única época verdaderamente dichosa de mi vida fue mi infancia. Tal vez por eso intento volver a ella una y otra vez. Tal vez por eso me duela que se haya convertido en un reino inconquistable. O sólo conquistable por la literatura. Y, posiblemente, sienta una gran piedad, no sólo por los personajes, sino por todos, perdidos como vamos en este momento tan despiadado de la historia. Has mencionado a cuatro autores que he leído mucho. Almas muertas, por ejemplo, la he leído tres veces. Y es el único libro, con El Quijote, que me ha hecho reír a carcajadas, y que, no obstante, me ha dejado ese poso de tristeza que dejan siempre los escritores rusos. A Chejov lo estoy leyendo ahora mismo por razones de trabajo. Y recuerdo todavía la impresión que, muy joven, siendo aún estudiante del Pre de Marianao, me provocó La sala número seis. Con Lino Novás Calvo sucedió igual, aunque fue una lectura posterior, que debo a Virgilio. ¿No es “La noche de Ramón Yendía” uno de los mejores cuentos que se ha escrito en Cuba? ¿Y quién puede olvidarse del final de Pedro Blanco, el negrero, con esos dos cadáveres enfrentados uno al otro? Nunca olvido la primera vez que leí los cuentos de Onelio Jorge Cardoso. Y no lo olvido por dos razones, por los cuentos mismos y por el extraño lugar en que los leí. Fue en Unión de Reyes, mientras cortaba caña en la zafra del 70. Como era un libro pequeño, de Ediciones Unión, me llevaba el libro para el corte en el bolsillo del pantalón, y a la hora del almuerzo me echaba bajo un árbol a leer “Memé” y “Mi hermana Visia”. Bueno, ojalá tuviera yo la piedad que esos escritores tienen con sus personajes. Yo, en todo caso, tuve muy pronto la oportunidad de descubrir en ellos esa piedad.

 

¿Qué es La Habana para ti? ¿Qué ha sido librarte, si acaso te has librado, de La Habana? ¿Y Barcelona? ¿Hay una Habana de repuesto? ¿Existe la ciudad adoptiva, asumida, o no pasa de una dirección postal diferente, de una cápsula urbana que se puede amueblar con la memoria?

Hasta hace un tiempo creí que La Habana era mi lugar natural. Un espacio con el que establecía una relación de amor y de odio, como deben ser las buenas relaciones, las que duran para siempre. Recuerdo que en una ocasión fui como lector de español a la Universidad de Sassari, en Cerdeña, por seis años, y regresé al cabo de unos meses. Y no fue la única ocasión: casi siempre adelantaba el pasaje de regreso. Pensaba que nunca podría vivir si no vivía allí. Cuando llegué a Barcelona, pensé que no escribiría nunca más, que sin La Habana, sin mi casa, sin mis libros y sin algunos amigos (no muchos, desgraciadamente) todo se había acabado. Sentí que abandonar La Habana era como una especie de muerte. Ahora, sin embargo, me burlo de haber creído eso. Me parece raro que uno tenga esas ideas equivocadas sobre las ciudades o las cosas. Qué raro sentido de la posesión. ¿Qué será? ¿Provincianismo, inmadurez? Abandonar La Habana no fue distinto que abandonar la casa de mi infancia, el patio de mi abuela, mis veinte años, ver morir a Marta, Otto, Alberto, Laura, tan buenos amigos. Ver morir a Virgilio y a mi padre casi al mismo tiempo. En fin, si uno va perdiendo cosas y ganando otras, ¿por qué no perder La Habana y ganar Barcelona, o Palma de Mallorca? He vuelto hace poco de La Habana, después de siete años de ausencia. Descubrí que mi nostalgia no era exactamente por mi ciudad sino por mi juventud. Yo no añoraba las palmas, deliciosas o no, ni añoraba el calor, ni la calle Galiano, ni el tamal en hoja, ni el aguacate. Yo añoraba a aquel muchacho lleno de ilusiones que tenía un novio con el que vivió once años y con el que se iba a Mantilla todos los sábados a ver y a escuchar a Virgilio Piñera. En esta ocasión de mi reciente viaje anduve por las calles de mi niñez, en Marianao, fui al Instituto, al Obelisco, buscando lo que yo creía que me había pertenecido. Anduve por las calles Monte y Reina que siempre me gustaron tanto. Y la revelación fue que aquellas calles, aquel instituto, nada me decían. Todo eso había desaparecido, no porque hubiera desaparecido en la realidad, ni siquiera porque se hubieran convertido en ruinas (no me refiero a eso), sino porque su “diálogo” conmigo había cesado. Ya me habían dicho, supongo, lo que me tenían que decir. Hoy creo que mi lugar natural es cualquiera donde me acerque a eso que llamamos felicidad, que ya sabemos qué cosa extraña, pequeña y huidiza y contradictoria es. Pero existe. Sí que existe. Levantarme y retomar la biografía de Chejov que estoy leyendo, ver que Alfredo me acompaña, que mi madre ha cumplido ochenta años, que mi sobrina me llama para hacerme una consulta sobre Jean Rhys, que mi hermano me pide que le envíe un libro de Sue Grafton, o escribir un texto para Rosario Suárez (Charín)… Esa es la felicidad. No hay otra. A Nabokov, tan grande siempre, cuando vivía en Estados Unidos le preguntaron por Rusia, y respondió que toda la Rusia que necesitaba la llevaba consigo. Sí, debe ser eso. Tenía razón. Y lo interesante fue que en La Habana tenía deseos de estar en mi casa de Barcelona. Aquí me siento ahora en mi casa. Y en Mallorca también. Bajo a comprar el periódico, el pan, me tomo un café en un negocio de marroquíes muy amables, saludo a la señora del estudio fotográfico que se ha hecho mi amiga, y ese ritual pequeñísimo es la gran prueba de que he encontrado otro modo de ser feliz. Y si me dices que me voy mañana para Madison, Wisconsin, pues hago la maleta como si tal cosa: hacia los lagos helados y a leer a Glenway Wescott. Al fin y al cabo, a cierta edad y en determinadas circunstancias, hay que saber que todo es viaje y que todo termina en un viaje.

 

Has dicho que La Habana, léase la ciudad letrada, te trató bastante mal cuando regresaste con el éxito de Tuyo es el reino bajo el brazo; que la maledicencia se cebó y que, como contrapartida, apenas hubo una indiferencia expectante de la (presunta) crítica. Últimamente, la maledicencia y el chisme municipales se han hecho literatura (con menos quilates que en Lezama y en Proust, desde luego). ¿Has sentido algo equivalente en el exilio letrado?

Sí. Alguna vez dije que La Habana me trató mal, y debo corregirme. Empleé una monumental sinécdoque. La Habana no es una sola, como tampoco Miami lo es. En La Habana y en Miami hay muchas Habanas y Miamis. Fueron algunos escritores. Incluso algunos que a los que creía amigos; incluso amigos que de algún modo se habían consagrado como escritores, si es que existe tal consagración. Y de un escritor viejo y de cierto prestigio uno espera grandeza y nobleza. No, no fue toda La Habana, por fortuna. Hubo mucha gente que me apoyó. Y en el exilio, lo mismo. De otra manera, cierto, porque en el exilio resonó un estruendoso silencio. Creo que los cubanos (no todos, claro está) somos reacios a aceptar que otro se acerque a cierto rincón del éxito, por pequeño y poco brillante que éste sea. Existen muchos casos que se podría citar. Presumo que hay un lado mezquino entre los escritores cubanos, y, por ser elegante, no me excluyo. Cuando se publicó El reino de este mundo, en La Habana se hizo un gran silencio. El propio Carpentier se quejó en sus cartas a Marcelo Pogolotti. Sin embargo, y mira qué extraño, cuando Carpentier tuvo delante el manuscrito de esa novela extraordinaria de Reinaldo Arenas, El mundo alucinante, hizo todo lo posible porque no se premiara ni se publicara. Y se publicó gracias a gestiones de Virgilio Piñera y Camila Henríquez Ureña. Es raro, ¿no? O sea, que siempre pasó lo mismo. Y seguirá pasando. Lo que ha sucedido en el pasado reciente es que la acusación política proveía, o provee, de un arma bastante letal. Algún día tendremos que aprender a respetar el criterio del otro y la diversidad. Será una labor importante. Sí, a veces me cuentan de ciertos dimes y diretes. A veces, yo mismo me veo envuelto en algunos sin demasiadas consecuencias. En la mayoría de los casos, no hay que responder a eso. Que cada cual cargue con su pobreza y con su roña. Nada que ver con Proust ni con Lezama, como bien dices. A esa altura, lo lamento, no queda nadie entre nosotros. Al menos, por el momento. Y si hay alguien, está oculto. Yo, por fortuna, me siento lejos de todo eso. Vivo maravillosamente alejado. En Barcelona, pero alejado. Y no leo muchos blogs. Frecuento algunos que me parecen bien escritos e inteligentes, pero cuando veo que comienzan a emponzoñarse, los dejo de frecuentar. Soy responsable de mi neurosis y mis venenos, y no quiero que nadie me envenene más.

 

Sin duda, hay una inexplicable (es mi manera de decir auténtica) cubanía en tus novelas y en tu teatro, y no es cuestión de escenografía. A las pocas páginas, uno regresa a la Isla. Pero, ¿te interesa expresamente la reivindicación de lo nacional? En sus antípodas, ¿te interesa un cosmopolitismo intencional?

No, no, reivindicaciones nacionales de ninguna manera. No me interesan. Si lo ha parecido ha sido sin darme cuenta, o qué sé yo. Los nacionalismos me parecen ridículos, todos. La bandera, el himno, los símbolos… Desde que era niño me sentía ridículo cantando el himno en los matutinos ¡Dios nos libre! Y más ahora, que todo se ha desvirtuado tanto. El primer libro que leí fue una versión para niños de Las mil y una noches. No fue Rumores del Hórmigo ni los Cromitos cubanos de Manuel de la Cruz. Por tanto, creo que nuestra cultura, la tuya, la mía, la de cualquiera de nosotros, está tomada de cualquier lugar, de todos, de Estados Unidos, de Argentina, de Francia, de México, de España, de Rusia… Somos un país de poca tradición literaria, si lo comparamos con otros. Así que nos sentimos con el lógico derecho de tomar de toda la tradición literaria. Puede que el asunto sea que yo, el que escribe, soy cubano. Y un cubano, como todos los de mi generación, que ha vivido en circunstancias difíciles y que se ha impuesto la obligación de usar esas circunstancias como materia literaria.

 

Casi toda la gran novela que ha sido es novela de personajes o de tesis. Si bien tu teatro es, con frecuencia, como no podía ser menos, un teatro de personajes, creo percibir en tus novelas, aun cuando haya personajes (con mucha frecuencia, arquetípicos) que se resistan al olvido, un tono coral, como novelas de atmósfera donde La Isla o La Ciudad asumen un protagonismo poliédrico. ¿Construyes tus novelas partiendo de un argumento, de los personajes o de algún suceso que te permite, como quien tira de la punta del hilo, hacerte con el ovillo?

Sí, se me ocurre una historia. Y, por supuesto, los personajes de esa historia. Soy muy laborioso a la hora de armar todo el trabajo previo. Es, además, un proceso que me divierte. Escribo un argumento. Detallo los personajes, uno a uno, cómo son física y mentalmente, les hago una especie de expediente, con datos que incluso puede que no me hagan falta, pero que los ayuda a “encarnarse”. Describo el lugar, incluso lo dibujo, hago como un mapa. Intento trazar una estructura. No me gusta que nada quede suelto. Que todo esté lo más controlado que se pueda, y que toda esa historia se me haga lo más palpable posible. Sólo entonces me siento a escribir.

 

Desde La verdadera culpa de Juan Clemente Zenea hasta Freddie o El enano en la botella, tus obras no sólo han despertado un inusual interés en Cuba, sino que han saltado limpiamente la temible valla de lo vernáculo para concertar un diálogo a otro nivel con los espectadores. ¿Te ha sucedido algo similar fuera de la Isla? A pesar de que una buena parte de la crítica te considera, sobre todo, un dramaturgo, tú has afirmado que todo lo anterior a Tuyo es el reino eran ensayos. ¿Reconsideras esa afirmación?

Mantengo esa afirmación. Es que yo he sido un lector de novelas desde que tenía once o doce años. Y siempre he creído que era una gran cosa ir creando ese mundo, ese mundo bien ordenado de la novela. Porque la novela le lleva una ventaja a la vida. Como dice Susan Sontag, la novela consigue lo que las vidas no pueden ofrecer hasta después de la muerte: un significado o sentido a la vida. En una novela, no importa si para bien o para mal, todo se resuelve, todo adquiere una estructura y una lógica final. En la novela podemos ver la introducción, el nudo y el desenlace que la vida nos niega. Y todo eso dentro de la abundancia de un mundo, en muchos casos, extraordinariamente bien creado. Mientras que el teatro exige una síntesis, un esquema de conflictos. El teatro no se permite la digresión. No se puede dar el lujo de ir hacia muchos lados, de lanzar muchas flechas, de detenerse, de estabilizarse, de razonar incluso. El teatro tiene algo de tribuna o púlpito, de mensaje inmediato. A un actor no le puedes decir: “Detente y repite ese parlamento, que me gustó”. La novela puede ser lo que ella quiera. Al fin y al cabo, uno está en un sillón, a solas con ella, y puede pasar las páginas hacia detrás o hacia delante, como uno desee. No digo que esto sea exactamente así, digo que es así como lo siento.

 

En el cuento “Estatuas sepultadas”, de Benítez Rojo, la familia se atrinchera tras el triunfo de la Revolución, cierra los muros y comienza a involucionar. Una curiosa historia que, tras la caída del Muro, esta vez en Berlín, y el advenimiento del Período Especial (delicioso eufemismo) contrajo una segunda lectura, esta vez inversa: el antiguo territorio extramuros se convirtió en intramuros, como en algún juego macabro de Borges. En Tuyo es el reino, por el contrario, 1959 dinamita los muros virtuales de esa Isla bastante resguardada de la Isla mayor. Hay una multivalencia en ese hecho que la crítica y los lectores no deben haber pasado por alto.

No voy a preguntarte cómo escribe Abilio Estévez, sino cómo lee. ¿Qué lee? Tus obsesiones como escritor son más evidentes, ¿cuáles son tus obsesiones como lector?

Me gusta siempre contar la anécdota de Gide y Valery. Gide le dice a Valery: “Me mataría si me impidieran escribir”. Valery responde: “Me mataría si me obligaran”. Puede que los dos tuvieran algo de razón. No me mataría ni por lo uno ni por lo otro. Lo cierto es que a mí me resulta más importante leer que escribir. Me considero más lector que escritor. Gozo más leyendo que escribiendo. En una época, cuando era muy joven, leía ordenadamente. Tenía como un prurito de organización del que ya, por fortuna, carezco. Ahora leo, igualmente sin parar, pero no me importa el orden de mis lecturas. Leo por placer, claro está. Un libro que me aburra o me disguste, lo echo a un lado, alegre y sin culpa. Me gusta, como ya te he dicho, leer novelas. Y si son extensas, mejor. Guerra y paz, Crimen y castigo, Retrato de una dama, La montaña mágica. Esas novelas que parece que no se acaban nunca y que uno no quiere que se acaben. Esos mundos gozosamente autosuficientes. Como casi todos aquí en España, he quedado deslumbrado con Vida y destino, de Vasili Grossmann, por ejemplo. También yo he caído, como no podía ser menos, en el influjo de Sebald. Soy un admirador apasionado de la literatura norteamericana. Hace poco descubrí (porque la suerte es que siempre se descubre algo) a William Maxwell y a James Agee. Descubrí también a un portugués: José Luis Peixoto. Sí, mis obsesiones son esas: que alguien me cuente una historia que me haga olvidar la historia que voy viviendo. Y releer, lo más que pueda. Faulkner, Conrad, Eudora Welty, Sherwood Anderson, Thomas Mann, Katherine Anne Porter, Saul Bellow, George Santayana (no entiendo por qué no se reedita El último puritano). Siempre, al cabo de unos días, releo algunos párrafos de John Cheever o de John Berger, y entonces qué alegría, qué deseos de vivir.

 

¿Cierra un ciclo tu última novela, El navegante dormido? Una casa donde convive una suerte de muestrario social, un ciclón inminente, la huida y la rememoración de los hechos desde las dos distancias: la geografía y el tiempo. Son ingredientes que prometen un suculento atracón de literatura. ¿Y luego, qué?

Sí, tal vez cierra un ciclo. El ciclo de los miedos, de los encierros, de los deseos de huir o, simplemente, de estar en otra parte. De disfrutar la vida en otra parte. O, mejor dicho, de disfrutar la vida (sobra, por supuesto, el “en otra parte”). Esa penosa sensación de que vivíamos para perder cosas. Hemos vivido mal o, por lo menos, yo he vivido mal. Otros, lo sé, han vivido peor. Los hay que han estado presos. Que han perdido la vida en balsas o en malos botes. No viví ese drama, entre otras cosas, porque para eso hay que tener un coraje del que yo siempre he carecido. Pero siento que me he ido liberando de toda esa angustia. Y no sólo por haberme alejado de La Habana, sino por haberme alejado de mí mismo, de ese que fui. Tengo otras angustias, pero esa ya no. ¿Y luego, qué? Sospecho que el luego ya está asegurado. Mientras escribía El navegante dormido, hice un alto y escribí otra novela. No te contaré nada sobre ella, como es de rigor, pero sí te puedo decir que ya La Habana dejó de ser el escenario. Aunque el protagonista sea un cubano, esta nueva novela tiene lugar en Barcelona. Y, por otra parte, estudio a Chejov, porque quiero contar una historia que tiene que ver con él. De manera que injértese nuestra república en el mundo, pero el tronco ha de ser el mundo. Y así vamos. Intentando navegar. Hasta que se pueda. O, como diría mi madre con una sonrisa que nunca se sabe si es de beatitud o de reproche, hasta que Dios quiera.

 

“El navegante despierto”; en: Revista Encuentro de la Cultura Cubana; n.º 51/52, invierno/ primavera 2009, pp. 115-12





Cuba es un país que mira al pasado. Entrevista a Leonardo Padura

19 12 2008

Leonardo Padura Fuentes (La Habana, 1955), narrador, periodista, guionista de cine, crítico y ensayista, es no sólo un escritor honesto, sino una persona decente y legal, como diría mi abuela en frase que ella despachaba sólo contra méritos probados, como una condecoración. Su periodismo ha aparecido en una treintena de publicaciones de Cuba, México, Colombia, España, Francia, Estados Unidos e Italia. Desde 1995, es columnista de la Agencia IPS y coordina su suplemento Cultura y Sociedad. Es internacionalmente conocido por su tetralogía “Las cuatro estaciones”, integrada por las novelas Pasado perfecto (1991), Vientos de cuaresma (1994), Máscaras (1997) y Paisaje de otoño (1998), protagonizadas por el inspector Mario Conde, quien regresa en Adiós, Hemingway (2001) y en La neblina del ayer (2005). Ha publicado, además, las novelas Fiebre de caballos (1988), y La novela de mi vida (2001). A ellas se suman una noveleta, cuatro volúmenes de cuentos, seis de ensayos y otros seis de periodismo. Ha obtenido, en España, el Premio «Café Gijón” (1995) y el Premio “Dashiell Hammett” (en 1997, 1998 y 2005); en Cuba, varios Premios de la Crítica (1995, 1998, 2001, 2002 y 2006); en Francia, el Premio de las Islas (2000) y, en República Dominicana (2001), el Premio de Novela Casa de Teatro. Su obra ha sido traducida a dieciséis idiomas.

 

Es bien conocida tu admiración por la obra de Carpentier. Te has referido también a la de Vargas Llosa, García Márquez y el Cabrera Infante de Tres tristes tigres como (eludiré la palabra “influencias”) fuentes nutricias. Sin embargo, cualquiera que se acerque a tu literatura descubrirá que el tempo, la estructura, el diseño de los personajes, se acerca más a la arquitectura de la narrativa norteamericana que a las construcciones de los grandes narradores iberoamericanos.

Y tienes toda la razón. Yo creo que en mi manera de entender y de pretender la literatura gravitan los dos universos entre los que, incluso geográficamente, se encuentra Cuba. De la literatura iberoamericana he perseguido la calidad idiomática, el espíritu literario que sólo se puede expresar a través de un lenguaje y sólo se puede adquirir a través de la lectura del idioma propio. No creo que pudiera escribir en “cubano”, más aun, en “habanero”, sin haber asimilado la narrativa de Cabrera Infante, y tampoco tendría el estilo que pretendo tener sin las lecturas de Carpentier, García Márquez, Fernando del Paso, Vázquez Montalbán, verdaderos maestros en el uso del idioma español. Tampoco me habría sido posible, yendo un poco más allá, concebir determinadas historias que he escrito sin el aprendizaje de la arquitectura de la novela que he hecho en un Vargas Llosa o en la más reciente lectura de Roberto Bolaño. Pero toda esa voluntad de estilo y empleo de mi lengua ha sido puesta en función de una necesidad que aprendí de la novela norteamericana, de ese elemento que, a mi juicio, es su gran virtud: la capacidad de sus escritores para contar historias. Desde que tuve intenciones literarias, en mi época de estudiante en la Universidad de La Habana, comencé a leer como un loco novelas norteamericanas y lo hice con el placer enorme —que no me garantizaban todos los latinoamericanos— de leer historias sólidas, bien narradas, en las que la comunicación con el lector es una premisa que siempre está presente. Y ese influjo fue algo de lo que me apropié como una necesidad y una virtud posible. Al extremo de que cuando escribí mi primera novela, el punto de referencia era ni más ni menos que Desayuno en Tiffani’s, de Truman Capote, y las voces que me obsesionaban (y obsesionan) eran las de Hemingway, Salinger, Updike, Fitzgerald, Carson McCullers, Chandler y Hammett.

 

¿A quiénes consideras tus maestros, aquellos que personalmente han marcado tu obra: lectores, editores, amigos, profesores?

Quizás deba mencionar, en primer término, al grupo de compañeros con el que coincidí en la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana y que me indujeron a leer ciertos libros reveladores o me provocaron envidia con sus conocimientos y lecturas, en un momento en el cual yo exhibía una monumental incultura. Entre esos amigos estuvieron Lincoln Capote, Alex Fleites, José Luis Ferrer, Arsenio Cicero y Abilio Estévez. Luego, entre las personas que más me han ayudado a ser exigente con mi literatura, fue esencial la enseñanza de Ambrosio Fornet, que se leyó mis primeros libros y me los destrozó. Ambrosio es el editor más despiadado que he tenido y se lo agradezco infinita y eternamente. Luego he tenido la suerte de trabajar con editores como Beatriz de Moura y, más recientemente, con Juan Cerezo, de Tusquets, que han sido terriblemente exigentes. Desde que empecé a publicar en Tusquets, ellos son también responsables de lo que he escrito y de cómo lo he escrito. Pero también he tenido la fortuna de tener un grupo de lectores muy cercanos que me han dado la seguridad de moverme en medio de esa incertidumbre que siempre es (al menos para mí y mi inseguridad) el texto literario en proceso de creación. Entre ellos, la principal ha sido mi mujer, Lucía, que, como su nombre indica, es un ser dotado de una extraña lucidez.

 

Has afirmado que tu aproximación a Carpentier se relaciona más con el tema de la identidad, postulada por él a través de lo real maravilloso. En un mundo plagado de identidades cruzadas, mestizas, transfronterizas, de literaturas pos nacionales, ¿no resulta un tanto obsoleta la búsqueda de una identidad que se ha convertido en una especie inasible, en vertiginoso travestismo?

Es evidente que tal vez pueda parecer muy moderna (y por tanto trascendida) la búsqueda de la identidad en un mundo que ya ha traspasado la posmodernidad y va hacia ni se sabe qué. Pero a mí me interesa mucho trabajar con esas esencias que de alguna manera componen el caleidoscopio que es la cubanía (y no me pidas que la defina, no sé si nos alcanzaría el espacio). Quizás por ser un país multiétnico, multicultural, en el que siempre andamos en busca de algo que no acaba de concretarse, siento que la identidad, los orígenes, la historia, los elementos que nos componen se me revelan como una necesidad y una vía para fijar ciertas obsesiones. Quizás todo comenzó cuando decidí escribir mi tesis de grado universitaria sobre el Inca Garcilaso de la Vega y demostrar que había sido el primer hispanoamericano cuando no existía aún Hispanoamérica. Luego, cuando hice periodismo en Juventud Rebelde, me obsesioné con las historias que no aparecen en la historia oficial y en las cuales se reflejaba el proceso de una identidad siempre en formación, y escribí los reportajes sobre los chinos en Cuba, sobre los francohaitianos, los gitanos, etc., escribí vidas de peloteros, de músicos, de vírgenes (la Caridad del Cobre) y crónicas de los colores, sabores y olores que nos acompañan: el ron de Santiago de Cuba, el tabaco de Pinar del Río, las parrandas de Remedios… Después vinieron los años en que estudié a Carpentier y me adentré mucho en ese camino que él recorrió en la definición de lo latinoamericano, una búsqueda que compartió con toda una generación intelectual del continente.

Ya cuando me dediqué mayormente a escribir novelas, todo ese sustrato me acompañó y me sigue acompañando y por eso es que llego, por ejemplo, a José María Heredia, a su obra, su vida y su destino como la fuente de tantas esencias que nos han marcado: la obsesión de la insularidad, la pertenencia a un país, el exilio como presencia constante, la aspiración a la libertad en la fraternidad. En mis libros siempre la música es una compañía, como le ocurre a casi todos los cubanos, y el barrio es la representación mejor de la patria, porque ahí está el origen de todo lo que somos —o éramos, cuando los barrios tenían todo su carácter sin las difuminaciones posteriores—. Quizás todo ese propósito de fijar lo propio sea intrascendente o trasnochado en otras latitudes, pero yo sigo sintiendo que Cuba es una identidad en formación y que el trabajo con esos elementos de la esencia cubana se me revela como una necesidad.

 

¿En qué medida ha cambiado entre los escritores cubanos el concepto de literatura y arte nacionales? Siento que, salvo excepciones, se mantiene un apego a lo local (y esto no es un juicio de valor, desde luego), que en autores como Carpentier, por ejemplo, había mudado hacia una apropiación de todos los territorios de la cultura occidental.

Creo, como tú, que la literatura cubana ha sufrido de un exceso de localismo, que mi propia literatura lo ha sufrido y tal vez por ello se me presentó la necesidad de romper ciertas fronteras geográficas y culturales y estoy escribiendo una novela cubana, muy cubana, en la que los personajes centrales son León Trotski y su asesino, el español Ramón Mercader, y los escenarios que se suceden son Moscú, París, México, un fiordo noruego y una isla del mar de Mármara: pero todo eso pasa por Cuba y por la forma de ver el mundo de un cubano de estos tiempos, y ya verás de qué forma cuando leas el libro.

Pienso que la obsesión por las historias cubanas tiene mucho que ver con la falta de equilibro que existe en Cuba entre narrativa y periodismo. La cualidad, más aun que la calidad del periodismo cubano, ha sido lamentable, salvo en pequeños períodos —como ese durante el que tú también hiciste periodismo en Cuba y tratamos de mover la realidad y su percepción con artículos y reportajes—. Muchos de nosotros, casi todos, hemos sentido la complicada necesidad de hacer la crónica de nuestro tiempo, en vista de que esa crónica no aparece o aparece mal en la prensa cubana. Muchas realidades, personajes, actitudes y, sobre todo, modos de pensar de los cubanos de estos años sólo han tenido espacio en la literatura (y algún reflejo en el cine: recuerda Suite Habana o los documentales hechos por los más jóvenes realizadores) y muchos escritores, no sé si conscientemente, hemos asumido esa responsabilidad, que no tiene por qué ser de la literatura, y la hemos llevado a nuestros textos. En el caso de mis novelas policiales, he tratado de ver la realidad cubana desde la mayor cercanía posible, de meterme en ella y fijar algunas de sus características durante estos años. Mis libros, a diferencia de los de Pedro Juan Gutiérrez o los de Amir Valle, que se centran en lo peor de la sociedad, exploran lo que ocurre dentro de las cabezas de las gentes que viven en esa sociedad, y por eso Jorge Fornet los considera “narrativa del desencanto”, no de la violencia o de los lados más sucios de la realidad. En cualquier caso, al trabajar con criminales como personajes, tocas el fondo de una sociedad, aunque en más de un caso mis criminales no son marginales —todo lo contrario— y más que un bajo mundo, pretendo mostrar la bajeza de un mundo: la doble moral, el engaño, el oportunismo, el enmascaramiento, la corrupción, la envidia, la frustración de las gentes y los efectos que esas actitudes tienen en la realidad. Y de muchas maneras lo hago como el periodista que fui y que soy, y a mucha honra.

Pero el resultado es que a veces la literatura cubana se ha tornado folclorizante, demasiado local, y no ha sabido encontrar los mecanismos literarios y conceptuales para comunicarse de manera más universal. El resultado ha sido que varios excelentes escritores cubanos sólo son conocidos en Cuba, pues su literatura carece de interés para lectores de otras latitudes. Pienso que fue el mismo Carpentier quien nos dio la clave del modo de resolver esa importante cuestión cuando, apropiándose de una frase de Unamuno advirtió que era necesario “hallar lo universal en las entrañas de lo local, y en lo circunscrito y limitado, lo eterno”. Si somos capaces de encontrar en nuestras propias realidades y esencias los vasos comunicantes con las realidades y esencias de los demás hombres, la literatura da ese paso hacia lo universal, que fue el gran paso que dio Carpentier, o que dio un autor como Cabrera Infante escribiendo de la vida nocturna de cuatro locos en La Habana.

Creo que en varios creadores cubanos la noción de arte nacional ha cambiado en la medida en que los códigos artísticos universales se han hecho más cercanos a los creadores de cualquier latitud. Quizás el arte donde mejor se advierta esta ruptura sea en la música más reciente, que sigue siendo cubana, muy cubana, pero que se ha permeado de modos y actitudes llegados de otras latitudes. En la literatura, mientras tanto, van apareciendo una serie de escritores que son difíciles de ubicar en lo que antes considerábamos típicamente cubano —sus personajes y asuntos son premeditadamente universales—, pero eso no les garantiza la universalidad: no depende tanto de lo que se toma como punto de partida como del resultado. Ahí es donde hay que tener esa actitud universal, esa mirada supralocal, no importa si escribes en Las Tunas o en Estocolmo.

 

Al hablar del microcosmos donde se mueve Mario Conde, mencionas el concepto de “pertenencia” (a los territorios físicos, humanos, verbales, imaginarios donde se mueven los personajes). En ese sentido, creo que la autenticidad literaria de Mario Conde ha sido debidamente certificada por los lectores. Dado que esa “pertenencia” es involuntaria, que no nos podemos librar de ella, ¿no será más adecuado hablar sobre la “transcripción literaria” de esa “pertenencia”?

Mario Conde ha tenido una gran suerte, ha conseguido caminar por la realidad como una persona de carne y hueso. Sobre todo acá en Cuba mucha gente lo ve como alguien vivo y me preguntan por sus amigos, por sus obsesiones, por su suerte, como si fuera alguien que vive, una persona de la cual yo tengo noticias. Lo curioso es que en su formación literaria yo puse tantas responsabilidades y misiones en el personaje que verlo respirar me parece un milagro (y fue justamente ese milagro lo que me llevó a conservarlo y a revisitarlo en una serie de novelas, pues al principio sólo iba a ser el protagonista de Pasado perfecto). Mario Conde es, ahora mismo, como sabes, el personaje de seis novelas y si al principio era algo tan inverosímil como un policía investigador (es difícil creerse un policía así, más bien blando, demasiado intelectual, que además no sabe nada de investigación criminal y que es buena persona) ahora es algo más inverosímil aun, pues se transformó en librero de viejos, pero honesto y melancólico. Además, al principio tuvo la responsabilidad absoluta de llevar las riendas de las novelas: todo lo que se decía, veía, pensaba en los libros pasaba a través de la pupila y la sensibilidad de Conde, y por ello tuve que hacer de él un policía culto, inteligente, mordaz, amante de la literatura y gozador de sus nostalgias, pues de lo contrario mal hubiera podido servirme de vehículo para expresar mis preocupaciones sociales y humanas. Pero hay más: para lo que yo quería lograr y para que su verosimilitud se solidificara, Mario Conde tenía que estar más cerca de la tierra que del cielo, y por eso debía vivir en un barrio de La Habana que todavía fuese barrio y popular: ese barrio es Mantilla, aunque nunca se le mencione por su nombre. Y, para colmo, yo traté de que el pobre personaje fuese un compendio o una expresión de lo que ha sido y es nuestra generación en la Cuba de estos años, la generación escondida o de los mandados o del cansancio histórico, como se le llama algunas veces en las novelas, las gentes que se quedaron a medio camino de todo, que creyeron y luego descreyeron, los que nunca tuvieron ni tendrán nada, los que no se fueron o, si se fueron, también se quedaron porque pertenecían y pertenecerán siempre a una cultura y a una tradición…

Y ahí entra en juego el conflicto de la pertenencia. Yo creo que una de las bendiciones y de los peores lastres de la cultura cubana es la imposibilidad de desligarnos de ella por parte de los que nacimos y vivimos en sus territorios. Si los que vivimos en la isla a veces nos hartamos de combatir y recibir siempre lo mismo, los que están fuera siguen peleando con sus nostalgias, sus fantasmas y con cosas más concretas a las que no pueden renunciar: modos de ver la vida, o ese orgullo tremendo que tenemos todos los cubanos de ser cubanos y, como se dice ahora, hasta de creernos cosas: que somos los mejores, por ejemplo… Y quizás a algunos les parezca que exagero cuando digo todo esto, pero la verdad es que la cubanía es una pertenencia casi indeleble. A mí me lo demostró de un modo increíblemente fuerte el músico Mario Bauzá, el creador del latin jazz, que luego de 60 años viviendo en Estados Unidos y haciendo jazz, decía la palabra negüe, te decía chico, y estaba convencido de que lo único que no haría nunca un cubano es reconocer el éxito de otro cubano.

La pertenencia que expresa Conde es entonces múltiple, abarcadora: no sólo es física, a un territorio real, sino también pertenece a una generación, a un estado de pensamiento, a una formación cultural y sentimental, a un espacio de la memoria, sobre todo esto, a una memoria a la cual se aferra y a la que no quiere renunciar: sus recuerdos expresan mejor que nada esa pertenencia porque es, al fin y al cabo, lo único que en realidad le pertenece.

 

En Pasado perfecto encontraste, has afirmado, la literatura que no habías hallado antes. ¿Qué es, vista desde la distancia, tu primera novela, Fiebre de caballos?

Lo que se lee en ella: una novela de aprendizaje, en todos los sentidos. Fiebre de caballos fue escrita entre 1983 y 1984, en uno de los períodos más extraños de mi vida, pues coincidió con el momento es que soy sacado de El Caimán Barbudo y enviado a Juventud Rebelde a expiar mis pecados de problemático ideológico y tengo que hacer algunas de las adecuaciones más graves de mi vida, como pensar que ya no seré jamás redactor de El Caimán, ni dirigente de la Brigada Hermanos Saíz y que quizás, incluso, ni siquiera seré escritor, como podía ocurrir en aquella época, pues había ocurrido en la época anterior (apenas diez años antes). Debo, además, aprender a hacer periodismo trabajando ya en el periódico, y eso significó un gran esfuerzo de concentración. Pero me hice periodista escribiendo crónicas, y seguí siendo escritor, pues terminé Fiebre de caballos y fue aceptada por Letras Cubanas para su publicación. Es curioso que, a pesar de todos esos tropezones, la novela saliera ilesa en su inocencia esencial: tanto literaria como conceptualmente es una obra de una candidez que me conmueve. Y es que esa era mi candidez de entonces, literaria y conceptual, a mis veintitantos años, en un país donde todos mirábamos hacia el futuro.

Escribiendo esa novela, aprendí cosas tan esenciales como hacer que pasara el tiempo en una historia, a definir los rasgos y necesidades de un personaje, a perseguir una voluntad de estilo, a luchar contra lo que quiere el autor y lo que exigen el argumento y los personajes. Aprendí que una historia no está terminada hasta que no estés harto de ella, y por eso reescribí varias veces la novela hasta que se me fue de las manos y respiró por ella misma. Por eso veo a Fiebre de caballos como un escalón hacia el escritor que sería seis años después, cuando, luego de la magnífica experiencia en que se convirtió mi paso por Juventud Rebelde, me enfrento al deseo de escribir Pasado perfecto y descubro que, aunque ya era un escritor, incluso con una novela publicada, todavía no sabía —y aún no lo sé— qué cosa es escribir una novela.

 

En una entrevista hablabas de tu libertad al escribir “siempre sabiendo que existen límites que no debo transgredir para que mis libros circulen en Cuba”, aunque, añadías, “tampoco me interesa transgredirlos”. La historia está llena de períodos (el Siglo de Oro, sin ir más lejos) en que, a pesar de esos “límites”, se hizo una gran literatura. ¿Crees que acotar el terreno de la literatura, evitar ciertas fronteras, aguza la perspectiva de los autores, los inclina a hacer una literatura esquiva, ambigua, rica en sus múltiples lecturas? ¿O todo lo contrario?

Pienso, ante todo, que el mejor modo de escribir es en plena libertad: no creo que condicionamientos o exigencias o limitaciones políticas, religiosas, sociales, de mercado, sexuales, las que sean, ayuden a la literatura. Para el arte, creo, debe haber, siempre, toda la libertad, sin condiciones, pues el arte es permanente y todo lo que lo condiciona suele ser cambiante. Pero también pienso que las tensiones exteriores que obligan al autor a agudizar todos sus sentidos en el acto de la escritura de una realidad determinada sirven para que el escritor explote al máximo su inteligencia y su capacidad de expresar literariamente su visión del mundo y de una sociedad determinada. ¿Cuál es el mejor Kundera, el de antes o el de ahora? ¿Y el mejor Wajda, el mejor Saura? ¿Qué cosa es El maestro y Margarita sino un desafío de los límites de la permisividad hasta llegar a convertirse en una obra maestra?

En mi caso, los límites que no me interesa transgredir están justo en el universo pantanoso y manipulado de la política. No me atrae para nada hacer una literatura que juegue a la política, porque soy escritor y no político, y porque tampoco me interesa que los políticos utilicen mi literatura como fenómeno de feria. Y como me repele ese universo, me alejo de él. Yo soy un escritor, en lo fundamental, de la vida cubana, y la política no puede estar fuera de esa vida, pues es parte diaria, activa, penetrante de ella, pero yo la manejo de manera que sea el lector quien decida hacer las asociaciones políticas, pero sin que mis libros se refieran directamente a ella. De verdad, no lo necesito ni me interesa, pero, en cambio, me interesa muchísimo que mis libros puedan ser leídos en Cuba y que la gente pueda dialogar con ellos. Como te imaginarás, ese interés no responde a razones económicas ni de reconocimiento (vivo cada vez más alejado del mundanal y creo que cada día lo haré más y más), pues en Cuba no son especialmente importantes: es, simplemente, una necesidad que siento de ser útil a mi tiempo y a mis contemporáneos entregando lo que sé entregar: una literatura que los ayude a reconocerse y a entender determinadas realidades.

 

En tu nueva novela sobre Ramón Mercader te acercas a un terreno movedizo: el de la alta política en una época donde las ideologías no sólo eran las sagradas escrituras de la política, sino una patente de corso para el ejercicio de la violencia y, no pocas veces, de la infamia. Dado que has afirmado que “la literatura que se mete en el terreno de la política puede ser devorada por ella”, ¿no es peligrosa para tu literatura esta incursión?

Sí, es la más peligrosa incursión literaria que he hecho y por muchos motivos. Quizás el primero no sea político, es más, no lo es: el primer peligro es literario, pues es una novela que me ha exigido una larguísima y profundísima investigación, que me ha emborrachado de historia, y lo más difícil de su escritura ha sido despojarme de los excesos de esa carga histórica sin renunciar a la historia, pues la novela transcurre a través de algunos de los acontecimientos históricos más importantes y lacerantes del siglo XX. Dentro de ese componente histórico está la política, pero la he asumido desde una perspectiva totalmente literaria y, más que a la historia, me refiero a la utopía: El hombre que amaba a los perros, como se llama la novela, es un drama, desde el punto de vista de lo que ocurre con personajes reales y personajes casi reales, en la URSS, España, México, Cuba, de cómo se fue pervirtiendo la gran utopía humana, la construcción de la sociedad de los iguales, cómo la filosofía se destruyó en el choque con la realidad, como la ambición humana, la obsesión por el poder y el control, acabaron con el experimento más soñado por la humanidad moderna. Claro que en todo ese análisis hay lecturas políticas (especialmente, de lo que significó el estalinismo), pero están cubiertas por la carga humana, filosófica, histórica que soporta la novela… En fin, que El hombre que amaba a los perros toca, se mueve a veces en la política, pero otra vez deja las conclusiones políticas en manos —más bien en mentes— de los lectores. Creo que es un libro muy triste y que será muy polémico, porque está lleno de certezas pero también de interrogaciones, y provocará, sobre todo, dos sentimientos: la evidencia de una frustración y la compasión.

 

El desencanto y la nostalgia son, al parecer, la atmósfera en que se mueve la nueva literatura cubana, independientemente de los géneros y de la geografía donde se escriba. ¿En qué medida esa atmósfera tiene un condicionamiento externo (la circunstancia, el país, el mundo) y en qué medida responde a la clásica añoranza del pasado, es decir, de la propia juventud, que fuera de la Isla a veces se confunde con la patria? Añoranza y nostalgia que pueden ser auténticas, pero también comerciales en la medida que el marketing otorga a la Cuba de los 50 un nuevo glamour.

Todo puede ser manipulado y vendido. La Cuba del son y el bolero, de los clubes y los carros antiguos se ha vendido bien. No es extraño que haya aparecido recientemente alguna literatura sobre ese período. Cuba, ahora mismo, es un país que mira más hacia el pasado que hacia el futuro, en todos los sentidos. La historia es tan pesada, somos tan históricos, que mucha gente se ha hartado de lo histórico y no quiere oír hablar de ello. Cuba es un país de efemérides, de celebraciones del pasado, de la fijación de la gloria pretérita, mientras que el futuro es una nebulosa casi imposible de predecir en sus más mínimos detalles y el presente es, para mucha gente, sólo lucha y agonía, supervivencia y desespero. A los que viven hacinados, a los que no les alcanza el salario, a los que se les agotaron los sueños… ¿les importa esencialmente la historia? Bueno, si acaso como memoria de tiempos mejores, cuando pensaban salir del hacinamiento, cuando compraban con su salario las exquisiteces de los mercados de los años 80, cuando soñaban que si estudiaban medicina o ingeniería serían respetados, solventes y quizás hasta dueños de un Lada o un Yugulí… Todo eso se esfumó en los años 90 y llegó el desencanto, no sólo por nuestra situación económica, tan ardua como pocos fuera de Cuba pueden imaginar, sino porque se tuvo una mejor idea de lo falso que había sido el mito en el que habíamos vivido.

De esa nostalgia por un mundo mejor que se esfumó (y que se resume en la interrogante tan cubana de “¿te acuerdas que…?”) y del desencanto de una realidad que no se correspondía con lo que habíamos aprendido e imaginado, salió la narrativa de los años 90. Algunos autores convirtieron la derrota y la miseria en el tema de sus obras. Incluso, algunos de ellos, para hacer más coherente esa elección y con gran sentido comercial, se fabricaron biografías en las que se presentaban como perseguidos, cuando en realidad eran tan privilegiados como para poder trabajar en una sede diplomática cubana en Europa (donde, según la lógica de ellos mismos, habrían tenido que pasar informes contra los demás…). Esa nostalgia y ese resentimiento utilitarios me parecen sencillamente oportunistas, ofertas de tiempos de rebajas.

Pero hay también el desencanto verdadero que sufrimos por igual los que nos hemos quedado y muchos de los que se fueron, casi todos con el alma adolorida. Y esos, todos, han asumido como una responsabilidad dejar la memoria de este tiempo a veces con una literatura muy directa, otras veces con metáforas y parábolas, pero, así lo siento en la mayoría de los autores auténticos, con el dolor que provoca la sinceridad y el amor por un pedazo de tierra que nos dio pasado, vida, lengua, cultura, amigos, sueños más o menos perdidos, pero tan amables.

 

Es muy marcada en tu literatura una visión generacional. ¿Cómo ves la narrativa policial de autores que han llegado después, como Lorenzo Lunar, por ejemplo, y que ven la realidad desde un ángulo, si se quiere, más sombrío?

Mucha novela policial es sombría, pero puede ser también literaria. El otro día me sorprendió leer que un escritor de policiales al que admiro hace tiempo, escribía que en estos momentos el sueco Mankell y yo somos los máximos exponentes de la literatura policial porque no escribimos literatura policial, sino que la utilizamos. Yo siempre cuido mucho el contexto, la escritura, su capacidad de ser un testimonio artístico de la realidad, no su crónica. Uso la literatura del género, algunos elementos de su composición y de sus efectos dramáticos, pero siempre escribo historias que empiezan antes del crimen y que terminan después del crimen, y esa historia mayor es la vida de Mario Conde y de su generación, es la mirada a una camada humana a la que pertenezco y entiendo, en sus sueños y frustraciones, más que a nada en este mundo.

Siento mucho que a partir de los años 90, justo cuando comencé a escribir Pasado perfecto, prácticamente desapareciera la novela policial en Cuba —y era lógico que el policial de los 70-80 se esfumara, pues no daba más, ni siquiera políticamente— y que sólo autores como Lorenzo Lunar y Amir Valle la cultivaran. Pero a ellos les interesa mucho más la violencia, lo descarnado, y sus novelas son mucho más negras, aunque temo que también, por eso, sean más locales. Creo que ambos tienen la capacidad para hacer una nueva novela negra cubana y que la van a hacer, sin duda.

 

A partir de los 90, el escritor cubano, y en eso tú eres paradigmático, busca espacios editoriales fuera de la Isla. El lector medio cubano, por razones de mera disponibilidad, está a dieta de ediciones estrictamente nacionales. ¿Existe un distanciamiento entre ese lector y el escritor “de exportación”? ¿La perspectiva de un editor y un lector exótico ha condicionado de alguna manera la literatura cubana de los últimos lustros?

El hecho de saber, desde hace casi quince años, que mi primer corresponsal, la medida de si cumplía o no las expectativas literarias que mis textos proponían, estuviera en una editorial de Barcelona que, para mi fortuna, siempre me pedía que mis textos fuesen mejores, sin hablar jamás de su posibilidad comercial, me convirtió en un escritor mucho más exigente y responsable, mucho más libre y literario. Además, saber que dos semanas antes de que saliera mi novela esa editorial había publicado un Kundera o un Camus y que dos semanas después saldría Almudena Grandes, o Javier Cercas, o John Updike, te obliga a pensar que estás jugando en las grandes ligas y que sólo si eres mejor que tú mismo, si escribes lo mejor que puedes, podrás tener un espacio entre tanto monstruo literario. Y eso me hizo y me sigue haciendo crecer. Por eso me da un poco de pena los que satanizan el mercado editorial sin saber qué cosas te puede aportar como escritor, como profesional, si entras en ese mercado por el lado bueno: el de la competencia literaria.

No sé en el caso de otros autores, pero mi experiencia (que es la de Abilio Estévez, de parte de la obra de Arturo Arango y de Mayra Montero) es que si el editor “exótico” ha influido, ha sido para bien, porque, además, no existe en el mundo una persona menos “exótica” y más respetuosa con sus escritores que Beatriz de Moura —y más exigente en cuestiones de calidad.

Creo, sin embargo, que algunos escritores se confunden y ellos son los que tratan de acercarse a las editoriales europeas siendo “exóticos”. No han procesado lo que antes hablábamos de lo universal y lo local, y con dosis de exotismo sexual, económico y hasta político creen que convencerán a los editores, y a veces lo hacen, pero muchas veces fracasan en el intento. Creo que esto es especialmente visible en la generación que viene detrás de nosotros, a los que la ruptura de los 90 los sorprendió en su momento de formación y, buscando romper el cascarón, se deslumbraron con el sol y perdieron el norte. Y muchos de ellos siguen sin encontrarlo, a pesar de sus cualidades literarias.

Por otro lado, es cierto que muchos autores cubanos radicados incluso dentro de Cuba no han podido ver publicados sus libros en el país —de Pedro Juan se publicarán pronto algunas novelas, por fortuna—, pero yo he tenido la suerte de que mis libros, todos, hayan circulado en Cuba, que no se les haya censurado una coma y que, incluso, varios de ellos hayan hasta ganado el premio de la Crítica y el del libro más leído que da la Biblioteca Nacional.

Pero, definitivamente, hay una desconexión entre lectores y escritores de la diáspora, aunque, también debo decirlo, la gente lee de una manera o de otra a algunos de esos escritores, no en la medida deseable, pero los leen: como nosotros leímos a Cabrera Infante en los 70 y los 80, y hasta más.

 

Rebasadas las utopías de un mundo, una sociedad fraterna, la amistad como religión laica ha sido ingrediente clave de tus obras. La masonería, la fraternidad, la hermandad elegida. Tus novelas están plagadas de guiños a los amigos, de amigos que aparecen y desaparecen, a veces travestidos, como una suerte de homenaje. ¿Nos salva esa microsociedad del afecto de cualquier intemperie? ¿Y la amistad gremial entre escritores? ¿O es que, por el contrario que muchos policías, patrullamos en solitario?

El oficio literario es jodidamente solitario, a veces hasta misántropo. Yo me paso días, semanas, de encierro laboral, con jornadas de cinco horas de escritura y tres o cuatro de lectura, y otras de reflexión en solitario, mientras arreglo los plátanos del patio y hago ejercicios para no volverme un viejo (demasiado) gordo. Asisto a muy pocas “actividades” culturales y mis encuentros con otros escritores muchas veces los gasto hablando de pelota.

Cuando éramos más jóvenes, más pobres y creo que más felices, éramos muy gremiales, definitivamente gregarios, y nos gustaba más hablar de literatura y hasta hacer proyectos conjuntos. Por fortuna, de esa época quedaron las complicidades y las amistades, que confío en que, a pesar de ciertos resbalones, sean para toda la vida. Entre los narradores de los 80, por llamarnos de algún modo, se creó entonces una afinidad que hoy es complicidad, en la cercanía o en la distancia, y amistad solidificada. Siempre siento —quiero sentirlo, me hace bien sentirlo— que Senel Paz, Arturo Arango, Abilio Estévez, López Sacha, Lichi Diego, tú, Reinaldo Montero, Miguelón Mejides, Abel Prieto, Aidita Barh, Jorge Luis Hernández en la memoria, poetas como Alex Fleites, Ramoncito Fernández Larrea, Pepe Olivares, Reina María Rodríguez, Marilyn Bobes, son mis colegas y, sobre todo, mis amigos, y por eso me siento especialmente feliz cuando los veo, cuando escucho de sus éxitos, de sus trabajos y sus días —como diría Reinaldo Montero—. Creo que mucho de ese espíritu generacional que se me sale en las novelas, se los debo a ellos, a ustedes, con los que aprendí a escribir, a leer, a beber ron y compartir una caja de Populares. No son escritores, en puridad: son socios, y eso, en cubano, es mucho decir. También por eso es que casi todos ellos, y otros amigos, son partes incluso visibles, reconocibles, de mis novelas.

La amistad, la fraternidad (de la que aprendí todo con mi padre y sus hermanos masones y con mi madre y sus amigas católicas), la complicidad entre socios es una bendición y por eso las defiendo como dones sagrados. En un mundo donde casi todo cambia —casi siempre, para peor—, la amistad sigue siendo algo que puede ser permanente, inalterable, un salvavidas en medio de tantos naufragios. Por eso es que considero que una de las mayores virtudes humanas es la fidelidad y me enorgullece pertenecer literaria y epocalmente a un grupo de personas a los que nos dio por escribir y que, a pesar de los pesares, hemos seguido siendo fieles a lo esencial. A veces estamos lejos —incluso si físicamente estamos cerca—, a veces la política se nos mete en el medio, pero siempre que extendemos la mano, hay otra, ahí, que nos toca. Y por eso creo que somos muy afortunados y que lo único que no nos está permitido es la traición; hasta el olvido lo admito, pero no la traición, porque después de tantas pérdidas no se puede vivir con rencor.

 

“Cuba es un país que mira al pasado. Entrevista a Leonardo Padura”; en: Cubaencuentro, Madrid, 19 de diciembre, 2008. http://www.cubaencuentro.com/es/entrevistas/articulos/cuba-es-un-pais-que-mira-al-pasado-i-140519

 

 





Chago y las poéticas del cuerpo

23 01 2008

La Editorial Verbum acaba de editar ¿Entonces, qué?, antología personal de la poesía de L. Santiago Méndez Alpízar, Chago (Remedios, Cuba, 1970), quien ha publicado los poemarios Plaza de Armas (1996) y Rockasón con Virgilio Piñera (1996), en las editoriales Letras Cubanas, Colección Pinos Nuevos, y Betania, de La Habana y Madrid, respectivamente. Chago reside en España desde 1996 y el título de su antología es toda una declaración de intenciones: Hay más preguntas que respuestas, más dudas que certezas en esta poesía que se va construyendo, como el cuerpo de los seres vivos, con los materiales disponibles en un entorno por momentos caótico. Materiales puros e impuros, contaminados y prístinos.

Según Ricardo Alberto Pérez, en la primera poesía de Chago “los puntos han perdido su capacidad de absoluto. Cuando se dice negro se miente, se debe entender lugar de camuflaje, zona confusa que propicia una numerosa actividad microscópica. (…) Por el paso inferior está el camino más recto hacia los vertederos y las cloacas; se goza de haber aprendido el motivo de ser cínico, legitimación de un nuevo carnaval, júbilo y artificio de la descomposición. (…) Chago gusta a intervalos, de ser cronista de la fractura, la pérdida, de lo que siempre va a impedir que el organismo logre restaurarse nuevamente”.

Más adelante, Jorge Luis Arcos nos habla de “un barroquismo de lo visceral”, la “marginalia de la realidad”, de una poesía “auténtica, rota, inacabada, con un ritmo interior antiguo, casi salvaje”.

Prescindo entonces de nuestra condición de amigos y lo someto a interrogatorio, con una sola condición previa: que, como en su poesía, suelte las ideas, las imágenes, las palabras, a pastar en este cuestionario, a riesgo de que, rumiantes al fin, lo regurgiten otro.

 

Desde “Punto negro” hasta “Efory Atocha”, pasando por “Flashback”, ¿se podría trazar una ruta que va de lo visceral, reconcentrado, lo íntimo intentando quebrar las fronteras, hasta un desparrame de la sensibilidad, que fluye hacia nuevos confines (geográficos, existenciales, pero, sobre todo, nuevos confines de la percepción)?

No sabría realizar un croquis sobre lo perceptivo, el modo de adquirir el elemento poético, digerirlo, devolverlo otra vez sobre el papel con nueva vida y nueva energía. Creo que hasta hace muy poco he guardado la lucha interior entre el demonio que sin dudas convive con otro ser mucho más benevolente y piadoso que me completa. Mis aberraciones, mis miserias, los supuestos secretos y mi vida toda la vierto en la literatura. Cuando voy a la calle y veo a los policías dándoles caña a los negros con sus jolongos cargados de CD piratas, con sus tantas ganas de ser europeos, cuando me siento en La Plaza Cabestreros con los marginales, cuando converso con los intelectuales, siempre estoy haciendo literatura. Mejorando el verso que tenga en la cabeza. Lo que cambia es el medio. El paisaje. Ahora ya no me hace falta imaginar la nieve, la sensación de patinar sobre el hielo. He acumulado esa experiencia, la he concretado. Aunque creo que no siempre se escribe del mismo modo.

 

Noto en tus primeros poemas una apelación más frecuente a lo metatextual, a la referencia literaria, y suplir con lecturas una dotación de vivencias insuficiente o de carácter íntimo, que no se puede (o no se quiere) convertir en sustancia poética. En cambio, los textos, a medida que cursamos el libro, denotan que “hay que fumar, hay que comer, hay que singar, hay que vivir la música, las imágenes insaciables, hay que coger la realidad, manosearla, como si fuera una mezcla de todos los sentidos: los alimentos terrestres”, según afirma Jorge Luis Arcos. ¿Cómo ves esa carnalización de tus poéticas? (Hablo de poéticas, porque no percibo una poética en jefe, sino una sinuosa hibridación de poéticas mestizas, atentas a los reclamos de cada discurso).

Entonces me espesas aun más la muela, tengo que hacer en la memoria un viaje a Remedios, y adentrarme en una casa grande, colonial, y en esa casa grande un patio y un traspatio, con matas de chirimoyas, anones, plátanos, ciruelas amarillas como yemas de huevos, mangos y el asma, que fue lo primero que me emparentó con el gordo de Trocadero. Creo que fue allí, en los pequeños viajes al campo profundo de Cuba con mi madre, poiesis trunca, donde se cimentó el pathos poético. Aprendí a leer antes de ir al colegio, gracias a un gallego que vivía puerta con puerta y que había tenido en otros tiempos un quiosco de prensa. La casa de aquellos dos ancianos era antigua, de madera. Una de las habitaciones siempre estaba cerrada. Pero cierta vez el gallego Arias, creo recordar así su apellido en un poema mío, decidió mostrarme sus revistas y tebeos, los rastros de los años prohibidos, exterminados. Fue en esa nube de secreto y magia, de polvo y asma, donde aprendí a leer. Seguramente en la mezcla de aquellos días de viaje a la sabana, con mi madre a forrajear la comida, mi primera casa, la librería oculta, todo ello formó lo ontológico que pueda haber en mi supuesta poética.

Hay desde el comienzo hasta lo más reciente una seña personal, una certeza de que son poemas escritos por la misma persona. Eso se debe a que la poesía entró de un modo natural. Estoy inundado de imágenes y de la capacidad para narrar una historia de un modo especial. Me he armado con el tiempo de algunas herramientas, todo muy rudimentario, pero suficiente como para decir bien. Esto y un sentido intuitivo eficaz, desarrollado de tanto escuchar y leer poesía.

Tengo que aclarar que a los que llamas “primeros poemas”, son en realidad textos escritos, pensados, luego de publicar Plaza de Armas, que es una especie de miniantología, con poemas de los 80 y comienzos de los 90. Una pequeña muestra a la que se unió Sigfredo Ariel, que realizó dibujos para la portada y el interior. Algo que agradezco mucho. Aquellos poemas eran deudores de un tono muy villareño. Me refiero a que yo iba a escuchar, visitar, a poetas de Santa Clara a los que leí mucho. Escuchándolos y leyéndolos me formé una primera idea de la poesía, una aproximación al ejercicio de escriturar. No es difícil encontrar en Plaza de Armas algunos vínculos con poemas de Arístides Vega Chapú, Bertha Caluf, Fran Abel Dopico, quien en momentos de pura anarquía en mi vida, me dio hasta algunas clases de teatro, de Heriberto Hernández, S. Ariel, Jorge Luis Medero, Julio Fowler, HP, Norge Espinosa, Pedro Llanes, Joaquín Cabeza de León… son en ellos en los que encuentro la literatura como algo serio. Como destino.

“Punto Negro” es, entonces, un desprendimiento, una separación, una ruptura, con los propósitos y con esa poética, un tanto “blandita”, de Plaza de Armas. Son textos que se muestran distanciados, y cuando se habla en primera persona, son “poemas fuera del libro”… Era un guiño a los poetas yanquis de los 50. A Corso, Ginsberg, Kerouac, al palabrero de Bukowski. Pero no dejaba de ser un guiño, igual, a cierta poesía de Rolando Escardó, Luis Rogelio Nogueras y, sobre todo, luego de chocar de verdad con la poesía de Virgilio Piñera, que es el Poeta Cubano. A esto debo sumarle la contaminación que producen en mí algunos contemporáneos: Jorge Alberto Aguiar, Pedro Marqués de Armas, Ricardo Alberto Pérez, El Chaca, Ismael González Castañer, El Chino Aguilera, Juan Carlos Flores y, seguramente, otros. Lo mejor que puede responder a tu pregunta, acaso, sea una frase que solía decir Richard: “la poesía se hace con el cuerpo”; agrego yo, y con los excrementos del cuerpo.

 

En “Punto negro” se percibe una angustia, una ira contenida (o no) que deja paso en los siguientes libros a un juego mucho más complejo y rico de sensaciones: asombro, júbilo, dolor, tristeza, rebeldía, incluso una percepción nueva del paisaje, como de quien observa con ojos nuevos el árbol, la casa, el pájaro, la sombra. ¿Es que “la demasiada luz”, aquella de Eliseo, no te permitía afinar el enfoque de la mirada?

En “Punto Negro” me proponía un lugar vacío, un poeta casi inexistente, una poética del distanciamiento. La cosa era que el escritor pasara a ser, a ratos, un anónimo. Una especie de mirahuecos. Un voyeur enfermizo capaz de separar su adicción por los momentos íntimos ajenos y de verse con perspectiva, con distancia. Como si no fuera parte de lo que se escribe. Esto culmina en un texto con intenciones teleológicas, un discurso de una urbe enfermiza, fría, en La Habana del 94-95.En Plaza de Armas, en cambio, hay algún poema que podría encajar en libros de Eliseo Diego. Fue una lectura importante la de ese poeta. Siempre recuerdo una definición suya, de las más inteligentes: “La poesía es el hábito de atender bien las cosas”. ¡Y digo yo si tiene razón!

Creo que fue una intención buscar diferentes tonos, razonamientos que ampliaran mi poesía. Lo que emparienta la poética de Plaza de Armas con “Punto Negro”, “Flasback”, “Efory Atocha”, lo único que lo conjuga es el poeta, que soy yo, claro. Todas las demás intenciones son distanciadoras, como fue su objetivo. A esto hay que sumarle que yo vivía en La Habana. Aun así, creo es un libro “valiente” que se publicó en una rudimentaria y muy limitada edición de autor que realicé junto a un amigo. No incluía el poema “Rockason…”, que se publicó en Betania, la editorial de Felipe Lázaro, cuando llegué a Madrid, con prólogo de Richard, y gracias a la generosidad de una doctora con nombre de ángel a la que no he vuelto a ver.

España es el descubrimiento. Los pájaros son nuevos pájaros. La comida es comida, y nueva, se comprenden las tradiciones y se comprende, que es bien importante, de dónde venimos. Creo que si haces como yo, ignoras un poco la literatura local y vas hasta donde la producen, España es perfecta. Pero hay un elemento trascendente: se está libre en el mundo. Quiero decir, todo es nuevo. Estás verdaderamente contigo.

 

Hay en “Flashback” un poema que me parece antológico de algo que yo llamaría “el desarraigo eufórico”, ese desarraigo que no viene en tiempo de bolero y nostalgia, sino con playback de músicas mestizas y alborotadas. Es “Poética martiana”: “He partido de todo/ahora sólo queda hacerse un hueco/ no hay un lugar para echar raíces…/ no basta una Casa/ Estos que te mojan son mis mares/ He partido de todo para llegar a ellos/ estoy a salvo de una Patria”. Podría trazar un puente colgante entre ese poema y un cuento mío incluido en la última edición de Habanecer: “Vivir sin la patria es vivir”. Ciertamente, “una isla es la antinomia de una úlcera, una protuberancia, la subversión del océano u otro paso marítimo. Aquí aparecen en una situación de transgresión, queriendo salvar esa distancia tan marcada que las aleja; la úlcera de Chago y la Isla en peso de Piñera pretendiendo copular” (Ricardo Alberto Pérez). Pero la pregunta va en otra dirección: ¿Estás, realmente, a salvo de una Patria? ¿O te acosa en la memoria y no puedes (quieres) librarte, como en “Poema de familia”, “Flashback” y “Flor de isla”?

 

Posiblemente yo no llegue a estar, ciertamente, fuera de un sentimiento patético-patriótico. Como ya he dicho, somos parte de un ejercicio social de niveles altísimos de envenenamiento ideológico. Yo no fui un niño, fui pionero. Mi primer juramento fue dar mi vida por la patria e intentar ser como el Che. Pero creo que se puede ir coqueteando con ciertas teorías más liberadoras, menos contagiadas por el síndrome patria. Cuando pienso en la patria, realmente pienso en el portal de Los Caturla en mi pueblo y en un aguacero enorme, en la finca de Jinaguayabo donde viví feliz tan poco tiempo, en La Loma de Tesico, que fue refugio de nativos, piratas, cimarrones, bandoleros, y refugio mío cuando me fugaba de la escuela. Cuando pienso en la patria, recuerdo el placer de estar sentado junto a un grupo de colegas en La Plaza de Armas, en las nalgas de la jimagua que vivía en la calle Obispo, en las tetas de la hija de una mujer que vivía cerca de un poeta amigo y me amaba. En las tertulias clandestinas que habilitaba Rosendo, Conde de Batabanó, en un caserón de la otrora realeza colonial en la Calle de los Mercaderes, próxima a La Casa del té, en La Habana de finales los 80 y principios de los 90. Pienso en otro caserón, frente por frente a la Aduana, en La Avenida del Puerto en el que fue, quizás, momento más libre de mi vida. Pienso en un grupo de poetas desnutridos, escribiendo, leyendo sus poemas en una escalera, luego de regar sus tripas con litros de ron, en una noche cualquiera de Santiago de Cuba. Pienso en más de un concierto. En más de un amigo. En un solar de la calle O´Reilly, por donde transitaba cargado de libros y de carnes compradas clandestinamente, pescados, cartones de huevos, turistas…Si pienso en la patria, me veo cerca de mi hija, que nació aquí, en Madrid, capital del Reino, bajo un nombre que delata la claridad de la noche. De mi otra, la que viene, que ya trae el nombre de mi madre. Buscándoles el último inventillo de las Super Barbies, que son los tiempos.

Entonces, mi patria no estaría completa si en ella no cohabitaran los días en que trabajé de camarero en una isla ganada a África, Fuerteventura. Durmiendo en un bunker bajo tierra, con muchachos saharauis que me invitaban a tomar té y fumar en suksi el kifi traído a lomos de nadadores, a escuchar sus historias. Si no me veo recostado a María Lado, Uxía, poetas galegas, sobre un césped verde, sábana para cubrir el halo de los muertos, en el antiguo cementerio de Compostela. En Castrelos, con Marcel, Duyos, Charlyn, buscando el significado de cosechar maíz, que es millo, para darles de comer a las bestias únicamente, con una copa amarrada al cuello como amuleto y utensilio. Cuajando un pequeño desliz en el destino, enmarañado en el Albaicín de Granada.

Si pienso en la patria, querido amigo, me veo cazando cangrejos en el litoral de la costa de Adeje; trepando por un bosque de pinos hasta el ojo por donde respira Sam Borondón, por donde respira y mata. Pero, y esto ya muy seriamente, no se trata de intentar olvidar, excluir nada. Todo lo contrario. La patria tiene que dejar de ser un peso. No se es más importante por haber nacido en Tánger, o Jatibonico. Lo que importa es que podamos elegir vivir en cualquiera de ellas; si se precisa, en las dos. Ya sabemos que lo que siempre ha existido son los pueblos. De los demás inventos, paso. Aunque, en el fondo, guardo el sueño de montar un chiringuito en el Batey de Jinaguayabo, venderle gazpacho a la gente, canturrear y leer poemas.

 

Recuerdo que en cierta ocasión, en un recital de Pedro Luis Ferrer, mientras algunos daban cuenta de que “allá tú me ves, allá” habían formado parte de la tripulación del proceso socio-histórico cubano, creyentes y practicantes de eso que llaman eufemísticamente “revolución”, tú te declaraste incrédulo desde tu más tierna infancia. De modo que ni eres “el hombre viejo” ni mucho menos el cacareado “Hombre Nuevo”, sino, como dice Jorge Luis Arcos, “el pre o el pos, la víspera o la postrimería, de ese Hombre Nuevo”. ¿Eres acaso el hombre pos nacional de un exilio devenido diáspora, de una nación transterritorial, ciudadano de una patria portátil y electiva?

Mi padre, ibaé bayé tourum, Santiago Mario Méndez Díaz, el Chago original, fue un hombre luchador, de los que se pasan la vida trabajando por cuenta propia, muchas veces en “negocios profundos”, con mucho riesgo y poca ganancia. Pero él prefería, por ejemplo, vender rositas de maíz por toda la isla, municipio por municipio, carnaval por carnaval, con tal de no estar en ningún centro del gobierno. Él sabía que todo era gobierno, pero, también era consciente de que él era una especie de isla, un átomo disgregado, un elemento incómodo. Alguien relativamente poco censado. Cuando vine al mundo un diecinueve de enero del 70, él estaba preso. Le habían encontrado tres cerdos muertos, preparados, en el maletero del coche. Lo acusaron de tráfico de carne, venta ilícita, no recuerdo qué más. Siempre decía que los cerdos eran de él, se negó a decir nada más.

Nací el mismo año de la frustración azucarera, y él cumplía sentencia de dos años, algo así. Mi madre, que era buena costurera, tejía un grueso abrigo que, con el tiempo, vendió, y me llevaba a alguna visita, aunque ahora no lo podamos recordar ninguno de los tres. Lo primero que me faltó fue a mi padre. Crecí de forma arbitraria, de un modo muy intuitivo. La pérdida de mi madre cuando yo tenía diez años propició mi adultez. Comencé a vivir prácticamente solo, bajo mi responsabilidad.

No me identifico con casi nada de lo que se suponía fuera el hombre de mi generación, el hombre nuevo. No soy guerrillero, ni creo en los nacionalismos. Menos, en exportar la guerra para conseguir la justicia. Soy un conejillo de indias más dentro del gran laboratorio que es y ha sido la Revolución Cubana. Por eso le doy tanta importancia a la posibilidad de elegir, a las diferencias; la desmitificación del elemento patriótico, que satura nuestras vidas; a mirar el nicho donde se nace con respeto y cariño, pero sentirse parte de una casa mayor que está ahí, al salir. Es importante desintoxicar al pueblo de Cuba del nacionalismo y la estupidez castrista. Hay que decirle a la gente: no pasa nada si no eres patriota. Mejor si eres buena persona. Parte de nuestras desgracias es que no se supera el chauvinismo-patriótico-insular. Por supuesto, esto que llamo “desgracia”, no es exclusivo de los cubanos en la isla. Como exilio político, el exilio cubano es un fracaso: un exilio olvidadizo, olvidado y sufridor; que apoya generalmente políticas inútiles, poco serias; cada cual defendiendo su batallita personal; su preciada derrota. Un exilio capaz de levantar una de las ciudades más importantes de Estados Unidos, pero no de hacerse querer, ni dentro ni fuera de Cuba.

Soy cubano por los cuatro costados. No te quepa la menor duda que se nota, incluso, aunque no me lo proponga. Ahora bien, yo elijo la patria.

 

Percibo por momentos un intento de negar ciertas emboscadas de la nostalgia, negarlas sin desconocerlas, “paseando la dejadez a golpe de salitre y lejanía / a leves toques de recuerdo”, al tiempo que asistes, apesadumbrado (¿resignado? ¿expectante?) a una nueva dimensión de ti mismo, cuando “Definitivamente me hago a las buenas costumbres / Costumbre antigua/ vergonzosa”. ¿Prefigura esto un nuevo giro en tu poesía de hoy, de mañana?

 

Yo llegué a Madrid un veinte de mayo de 1996, con una invitación falsa y con una maleta y una mochila rotas. Cogí un autobús en Barajas que me dejó en la Plaza de Colón. Para mí, que soy de Caraháte, como le decían los nativos, fue bastante fuerte. Pedí instrucciones para llamar por teléfono a la primera persona con la que hablé, la dependienta del bar. Mi nerviosismo, el acento y mi mala pinta —vaqueros, camisa de mezclilla, gorra Nike, barba de cinco días, equipaje roto—bastaron para que me dijera “búsquese la vida” en un castellano que me sonó a General Resoplez. Bajo la falda de la estatua de Colón escribí, luego de mirar atolondrado el tráfico de coches, los semáforos, los olores y un sinfín de japoneses con un sinfín de cámaras: “¿qué cojones hago yo aquí?”. Automáticamente, comenzó mi vida en Madrid, en España, que ya sabemos que son varias Españas.

Me interesan menos los inventos formales en la literatura y los escritores sin vida me aburren. Son sacos de letras. Escribo por decisión y dedico mi vida a almacenar momentos que luego pueda devolver en la escritura. Aunque no mantengo una disciplina tajante, escribo a diario. Ese posiblemente sea el cambio fundamental que pueda apreciar: estoy trabajando más. Lo hago con fines específicos, me propongo obras. Aspiro a definir una poética, aunque reconozco que soy un poco esponja. Inquieto y vividor. Me va la noche… Ojalá y tu pregunta sea certeza cuando pasen veinte años. De momento, sigo dándole mamporrazos a la literatura, que un día cede, se humilla, se deja.

 

“No pasa nada si no eres patriota”; en: Cubaencuentro, Madrid, 23 de enero, 2008. http://www.cubaencuentro.com/es/entrevistas/articulos/no-pasa-nada-si-no-eres-patriota-64494

 





La ruta del otro mago

12 10 2007

Tras recibir la noticia de su muerte, no por esperada menos demoledora, contemplo de nuevo la foto: en un restaurante de Miami, donde acabamos de despachar el pescado más fresco de la Florida, aparecen Carlos Victoria y Germán Guerra, abrazados por mi hijo Daniel, en el centro. Tres sonrisas pletóricas. Y la mía cuando aprieto el obturador.

Durante esa comida veteada de complicidades, recuerdos insulares y literatura, Carlos disfrutó las interrupciones de mi hijo, sus abrazos repentinos, su manera de romper todo protocolo con la garantía de quien se siente inmune, dueño de los salvoconductos del cariño. Aquel día comprendí muchas cosas sobre Carlos, sobre sus ausencias y sus fantasmas personales, sobre sus adeudos y sus saldos pendientes. Algunas eran ya sospechas emboscadas entre las líneas de sus cuentos y novelas. Otras, las corroboré en la relectura.

Carlos, el huérfano inconsolable, ha abandonado a sus criaturas: César y Adela, Enrique, William, Ricardo, Abel, Natán, Marcos Manuel Velazco fruncen el ceño hoy, amagan la tristeza en todos los ejemplares de sus cuentos y sus novelas. Paternidad fructífera la de Carlos, que compuso con sus angustias, búsquedas y huidas la familia de personajes más consistente de la literatura cubana en el exilio. Pero de su literatura ya he hablado suficiente.

El Carlos Victoria que asiste ahora mismo a mi memoria no es el traducido en palabras, sino el amigo entrañable, el que no sólo convocaba el afecto, sino una necesidad de consolarlo por algo, de protegerlo de algo, aunque no supiéramos qué. Sí nos sabíamos incapaces de protegerlo de la historia y de sí mismo. La primera lo había perseguido siempre. El segundo, acechaba. Carlos había vencido a Carlos veintitantos años atrás, pero acechaba.

En Cuba y en el exilio, Carlos Victoria transitó por infiernos sucesivos. Se abrió cojo de padre al mundo, fue él mismo padre de su madre. Sin pases a bordo ni padrinos, empezó a abrirse paso en un mundo de escritores silenciados y comisarios de la palabra. El resultado, no por drástico, fue inesperado. A pesar de ello, conservó una confianza en el género humano que a muchos en su lugar se les encallece para siempre. Hay sobre eso una anécdota que hasta hoy no he contado y que me ronda con insistencia.

Confianza en el género humano

Junto con Guillermo Rosales, dotó al exilio, a Miami, de una literatura: artefactos de precisión que uno puede recorrer como una guía desolada del alma humana, de la ciudad, como un mapa de esa soledad que sólo abandonaba para frecuentar la amistad de un grupo sólido y fiel: su anclaje para sobrevivir, incluso en temporadas de ciclones.

La desmesura de su agradecimiento a quienes en algún momento abordábamos su obra o promovíamos su conocimiento era inquietante: al menos yo, siempre tuve la sensación de no merecerla, de no tener cambio para una gratitud de ese calibre.

Lo demás, es silencio: su silencio, ajeno a cualquier petulancia; aunque catara con exactitud las excelencias de su obra, siempre mantuvo a su ego en papeles secundarios, algo de agradecer entre nosotros. Se rió con ganas cuando le confié mi hipótesis de que nuestra literatura era, en potencia, la mayor del planeta. Bastaría que los cubanos publicáramos nuestra ínfulas completas. Su aporte, hay que decirlo, habría sido mínimo.

Por el contrario, su confianza en el género humano podía sorprender. Cuando el «Encuentro con Cuba en la distancia», celebrado en Cádiz, decidió homenajearlo, tuve la oportunidad de acompañarlo. Ese día, Carlos recibió un telegrama de felicitación muy cordial pero sin firma. Su confianza en la bondad de las personas por encima de las servidumbres del poder, le hizo pensar durante un buen rato que el autor de la felicitación era un antiguo compañero de estudios en la Universidad de La Habana, el actual ministro de Cultura Abel Prieto. Poco después, revelado el verdadero autor, Carlos comprendió que hay gestos contraindicados en el vademécum de la política.

No hay royalties ni premios Nobel para medir la calidad humana, pero sí me consta un indicio revelador: en un mundillo de chismorreos, infamias cruzadas y maledicencia deportiva, no he escuchado a nadie hablar mal de dos personas, dos escritores: Carlos Victoria y Guillermo Vidal. Ambos sintieron la literatura como una especie de sacerdocio, ambos vivieron los extremos exterior e interior del exilio y del insilio, respectivamente, ambos murieron antes de tiempo y, si existe justicia a posteriori, me gustaría que estuvieran ahora charlando de literatura en algún sitio confortable.

Inalcanzable ya para el dolor y la angustia, ignoro si más allá, Carlos, habrás alcanzado la paz, el sosiego. Confío en que tus fantasmas sean incapaces de traspasar la barrera y hayan quedado al pairo en este lado. Sí te aseguro que los fantasmas que lograste confinar en tus libros gozan de una vitalidad que crece con cada lectura. Ellos, como tú, habitan ya algún rincón protegido de nuestra memoria. Aunque quisiéramos, ellos te perpetúan, proscriben el olvido. Tanto, que incluso creo verte husmeando mientras escribo esas palabras. Y, socarrón, sonríes.





Más puro que un cordero sin uniforme

30 05 2006

Edmundo Desnoes (La Habana, 1930) acaba de presentar en Sevilla la edición española de Memorias del subdesarrollo (Mono Azul editora). Publicada por primera vez en 1967, en ella se basó la película homónima de Tomás Gutiérrez Alea, coautor con Desnoes del guión.

Autor también de No hay problema, El cataclismo, Punto de vista y América Latina, Desnoes vivió en Cuba hasta 1979, y en Nueva York desde entonces. Tras 22 años de exilio, volvió en 2003 a La Habana («la única ciudad del mundo que ha envejecido conmigo, a diferencia de otras ciudades mitológicas en las que han crecido nuevos órganos y que han sufrido cirugía plástica») como jurado del premio Casa de las Américas.

A fines de 2006 aparecerá, también bajo el sello Mono Azul, Memorias del desarrollo, protagonizada por Sergio, el mismo de Memorias del subdesarrollo, quien, ya de regreso, cuenta en su haber, quizás, con menos dudas, pero con idéntico escepticismo.

Desnoes, de paso por la Feria del Libro de Sevilla (España), conversó con Encuentro en la Red.

¿Es la ambigüedad de ‘Memorias del subdesarrollo’ lo que permite que un texto leído en su día como un juicio contra una burguesía vacilante y decadente, condenada por la historia, se lea hoy como un juicio contra una revolución autoritaria y opresiva, condenada por la historia?

Quisiera mantener la ambigüedad… Hoy la novela podría leerse en la sociedad anegada por el consumo, como la voz impotente de un misántropo, de un narrador neurótico. Y en Cuba, se podría leer ahora como la conciencia lúcida de un personaje mortal, sumido en el placer de la agonía.

La revolución, como tú bien dices, es autoritaria y opresiva, pero no creo que esté menos condenada por la historia que el amistoso y cordial Imperio norteamericano. Imperio que me acogió y del cual soy ciudadano. He vivido la intensa profundidad de la revolución y he vivido la banalidad superficial del consumismo. Ni renuncio a la revolución, ni renuncio a los pequeños placeres del consumismo. Vivo en un puente porque el abrazo de la revolución casi me asfixia.

Existen tres obras escritas en los sesenta que, más allá de su clara divergencia estética, han mantenido una rara capacidad de ser releídas a lo largo de 40 años en diferentes claves, algunas diametralmente opuestas: ‘Memorias…’, ‘El siglo de las Luces’, de Carpentier, y ‘Estatuas sepultadas’, de Benítez Rojo. ¿Coincide con esa apreciación? ¿Añadiría otras?

Continúa la ambigüedad… Me siento, sinceramente, sorprendido por la comparación —especialmente al verme junto a Carpentier—. Existe, como dices, una clara divergencia estética. Y toda estética es una manera de pensar y sentir. Carpentier me deslumbra a veces, pero siempre me aburre. No aspiro a una imponente fachada, aspiro a una buena cocina y a un cuarto de baño con espejos.

Estatuas sepultadas no está mal, pero preferiría andar solo y no en su compañía. Durante los años sesenta, Memorias vivió en una soledad sonora. La película de Gutiérrez Alea, sin necesariamente quererlo Titón, se tragó a la novela. El tiempo, espero, reconocerá la primogenitura del libro. Ahora se publica por primera vez en España, en Mono Azul, en la colección Cazadores en la Nieve. Estamos en la nieve. Y en Cuba, como dijo Lezama, «el hielo es una reminiscencia». No está mal, o como dicen aquí, «vale». Lo que más me complace es que en Sevilla no aparece con una foto del Sergio de la película en la portada.

En su día, ¿cuáles fueron las reacciones ante la publicación de ‘Memorias del subdesarrollo’? ¿Se ha reeditado el libro en Cuba?

Durante más de treinta años, la novela vivió aplastada bajo el peso descomunal de lo real maravilloso y de las abrumadoras páginas de los demiurgos del boom. Por otra parte, el Partido, los funcionarios de la cultura, consideraron una blasfemia la visión de la revolución a través de los ojos de un intelectual pequeño-burgués.

Sin embargo, cuando la traducción al inglés fue celebrada en The New York Times, y la película fue aplaudida tanto en Europa como en Estados Unidos, la dirección política decidió que la buena propaganda borraba la debilidad ideológica de la novela. Durante 40 años, la novela no se reeditó en Cuba, y los escasos ejemplares que sobrevivieron circulaban desencuadernados, especialmente entre la juventud.

En 2004, reapareció, publicada por Letras Cubanas. La apertura cultural en la Isla, primero bajo Armando Hart como ministro, y ahora con Abel Prieto, hizo posible mi viaje a Venecia en 1979, invitado por la Bienal, donde decidí exiliarme, y, años más tarde, la publicación de Memorias. Algo es algo.

Su novela no se inserta, obviamente, en el realismo mágico de Carpentier, ni en el barroco lezamiano o la estética católica de los origenistas. Tampoco forma parte de un discurso literario militante, muy frecuente en los sesenta, o en la llamada narrativa de la violencia. ¿Ha considerado todos los puentes que la unen con la narrativa norteamericana, aunque siempre se refiera a Camus como pariente más cercano? ¿Usted siente alguna comunión estética con Heberto Padilla?

Los puentes que me unen a la narrativa norteamericana no son formales. A la literatura anglosajona me unen la duda, la ambigüedad y la búsqueda de interioridad. Mis raíces literarias están en El Lazarillo de Tormes, en San Juan de la Cruz, en Antonio Machado y, por encima de todo, en El árbol de la ciencia, de Pío Baroja.

Andrés Hurtado fue el primer personaje literario con el cual me identifiqué al final de mi adolescencia. Sí, siento una comunión estética con Padilla, aunque nunca me sentí tan seguro de mi prosa polémica como Padilla de su poesía rebelde. En su lamentable confesión, Heberto hablaba de los buenos consejos que yo, entre otros, le ofrecí cuando él daba rienda suelta a sus agudas opiniones.

Jamás le aconsejé que se callara, aunque siempre me asaltaban dudas cuando me decía: «No nos pueden tocar, Fidel necesita el apoyo de la intelectualidad europea. Estamos protegidos por el prestigio de nuestra obra», en esas o en otras palabras muy parecidas. Siempre pensé que si atacaban la política de la revolución, Fidel se enfrentaría, sin vacilaciones, a los intelectuales de Europa, de Estados Unidos y de América Latina que cuestionaran su obra de arte: la revolución.

El escepticismo de Sergio, contrastante en un momento de entusiasmo colectivo ante la revolución, se ha mantenido incólume en ‘Memorias del desarrollo’, desde otra realidad y en un tiempo postrevolucionario. ¿Es el nihilismo como una forma de conocimiento?

No tengo la menor duda: somos mortales, nada es permanente. Piensa mal y acertarás. Nuestros sueños siempre se estrellan contra la realidad, pero estrellarse es también brillar.

Al Sergio de ‘Memorias del subdesarrollo’ lo abandonan «todos los que lo querían y lo estuvieron jodiendo hasta el último minuto». En ‘Memorias del desarrollo’, él los abandona a todos. ¿Hay una búsqueda de la verdad individual, intransferible, una suerte de huida de lo gregario, del pueblo, incluso de la familia como entidad colectiva?

Me alegra la pregunta. Mi contacto con el otro es siempre doloroso. El otro me interesa tanto que le tengo miedo. Además, creo que la cultura es una actividad aristocrática, pero con una enorme responsabilidad hacia los demás, hacia los muchos. Nunca el bien y el mal están de un solo lado, los opuestos se tocan, como dijo Gide.

Usted ha declarado que ‘Memorias del desarrollo’ se propone, en cierta medida, explicar el mundo norteamericano desde la psicología, la sensibilidad y la lengua latinoamericanas. Sin embargo, quien lea la conversación de Sergio con Fiddle (apodo que endilgó Santos Traficante a Fidel Castro), la cabeza de perro que corona su bastón, detectará inmediatamente una suerte de ajuste de cuentas con el pasado…

Sí, tienes razón, ese capítulo es un ajuste de cuentas con el pasado. Yo escribo por deficiencia, no por desbordamiento como Dostoievski; escribo, como Kafka, para decir lo que no siempre digo cuando ando entre los hombres y las mujeres, lo que no me atrevo a expresar, o lo que no me sale.

¿Ha habido en Cuba algún interés editorial por ‘Memorias del desarrollo’?

Sólo de una manera retórica. Estoy seguro, no, casi seguro: mi conversación imaginaria, aunque respetuosa, con Fiddle, no creo que se entienda entre los funcionarios que manejan la cultura. Ya veremos cuando aparezca próximamente en Mono Azul.

Usted fue un precursor al publicar ‘Los dispositivos en la flor’, antología donde convivían Fidel Castro y Cabrera Infante, por ejemplo. A consecuencia de ello, Reinaldo Arenas le acusó de agente castrista. ¿Sufrió algún tipo de represalia por parte del gobierno norteamericano? ¿Las editoriales e instituciones culturales cubanas han mostrado algún interés en reeditar aquel libro?

Guillermito declaró que incluirlo en una antología junto a Fidel era como haber publicado a Thomas Mann junto a Hitler. La acusación de Reinaldo Arenas es tan absurda como su ensayo en escandalar, acusándome de envidiarle la barba a Fidel porque yo era lampiño.

En realidad, sólo un gran escritor es capaz de elaborar una metáfora tan reveladora de la relación entre el intelectual y el hombre de acción. A un escritor de tan fecunda imaginación como Arenas hay que perdonarle la calumnia y la mentira. En Cuba, consideran Los dispositivos en la flor como el primer intento de incluir tanto a los escritores del exilio como a los residentes en la Isla, como partes del mismo todo. No mostraron, sin embargo, interés por reeditarla. Hoy son más numerosos los escritores que viven tanto dentro como fuera de la revolución. Una nueva antología tal vez sería apropiada.

Usted era en los sesenta y setenta una personalidad de la cultura cubana. Incluso ha afirmado que durante la revolución se sintió más importante de lo que pueda sentirse ahora, que allí disfrutó «la intensidad de la experiencia» de ese «abrazo que asfixia» que es la revolución. Creo que, efectivamente, renegar de esa experiencia sería como renegar de su propio brazo derecho o de su pierna izquierda. Dado lo anterior, ¿qué le impulsó a abandonar el país en 1979?

Yo no podría haber resumido mejor mi experiencia. Vivo en un puente entre dos islas, Cuba y Manhattan, sobre aguas tibias y turbulentas. Jamás hubiera abandonado la revolución si el Partido no hubiera asumido la dirección y la orientación de la cultura. Yo descubrí que mi actitud era más religiosa que materialista: «Cree en Dios y haz lo que te dé la gana», «cree en la revolución y escribe lo que te salga».

Ya que no podía escribir de acuerdo con mi experiencia y mi conciencia, decidí tener una vida cómoda en el exilio. «La buena vida es cara», como se decía durante la república mediatizada, «hay otra más barata, pero esa no es vida». Quiero recalcar que mientras permanecí en la Isla, desde el momento en que el PCC asumió la dirección de la cultura, no publiqué una sola palabra en Cuba.

Afirmó que en su generación y en Cuba ya no se habla tanto de los problemas ideológicos, lo cual, de algún modo, permitió que usted fuera invitado por Casa de las Américas. Sin embargo, esa invitación no es leída como un acto de distensión, sino como un intento de manipulación de esa parte de la cultura cubana en el exterior, que es «admisible» siempre que, como una sucursal, pueda ser monitoreada desde la casa matriz en La Habana. ¿Qué opina al respecto?

Mientras publiquen lo que me sale de las entrañas, me siento más limpio y puro que un cordero. Además, todo sistema manipula, usa y abusa. Yo me dejo usar, siempre y cuando no me obliguen a llevar un uniforme. Quiero recalcar que nunca me he sentido más importante y relevante que durante mis años de escritor en Cuba.

La revolución le ha dado a la literatura una importancia exagerada. Me alegro. Prefiero que me repriman y que se sientan amenazados por mi escritura, que ser un bufón de la corte, un puro entretenimiento, o un desahogo que contribuya a la estabilidad del consumismo. Quiero ser, digamos, entretenido y venenoso. Dulce al contacto y cruel en la digestión; desde luego, sólo parcialmente lo he logrado.

Al preguntarle en Cuba si visitar la Isla podría traerle problemas en Estados Unidos, usted respondió que Estados Unidos «sí puede tener en cuenta que haya sido invitado por la Casa, puede que se recrudezcan las medidas». ¿Se han producido represalias en Estados Unidos por su viaje a Cuba?

En Estados Unidos no van a tomar represalias contra un viejo ridículo. Probablemente ni se enteraron de mi visita a nuestra isla.

Sobre Casa de las Américas usted decía que su mayor mérito ha sido sobrevivir, al igual que la revolución. ¿Cree que sobrevivir, sin importar el costo, sea un mérito?

Desde luego, sobrevivir es la primera obligación de un escritor. Creo que la intensidad es más importante que la bondad de una experiencia. A los 75 años de mi edad, ya no me siento con fuerzas suficientes para vivir con intensidad en Cuba. Necesito las comodidades del desarrollo y la única intensidad que puedo asimilar es la de un buen roquefort.

Tras pasar casi la mitad de su vida dentro y la otra mitad fuera de Cuba, ¿cómo valora su relación con Estados Unidos, con Cuba y con ese tercer país que es la revolución?

De día me mueve la locura de Don Quijote y de noche me asaltan las dudas de Hamlet. Creo en lo mejor de las dos culturas. La española que me parió, y la inglesa que me acogió. Mis años en la revolución son los más intensos y profundos de mi vida. Sin ese centro, no estaríamos habitando esta entrevista.

Ha dicho que «los que se quedaron [en Cuba], las raíces, lo ven todo, el que está en las ramas [el que se fue] ha perdido la raigambre, pero es parte del mismo árbol». ¿No será que ambos ven perspectivas diferentes y posiblemente complementarias del mismo mundo: el subsuelo y el cielo, lo subterráneo y lo aéreo? ¿Y que no tendremos una visión completa del árbol hasta que circule adecuadamente la savia y haya un verdadero intercambio entre las raíces y las hojas?

Por eso estamos aquí, para que circule adecuadamente la savia y haya un verdadero intercambio entre las raíces y las hojas. Estoy muy viejo para pensar lo que digo y no decir lo que pienso y siento. Si esta entrevista no se publica en Encuentro en la Red me sentiré mutilado, y si en Cuba cae mal, me sentiré abandonado.