Un libro imprescindible

31 08 2011

Alerto a los no pocos lectores de Carpentier: Crónicas de la impaciencia. El periodismo de Alejo Carpentier, de Wilfredo Cancio (Editorial Colibrí, Madrid, 2010, 382 pp.) es un libro imprescindible para la comprensión cabal, no sólo de su periodismo, sino también de su literatura.

Cancio rastrea desde sus orígenes y hasta su último artículo, publicado en El País dos días después de su muerte, la evolución del periodismo carpentieriano al compás de sus ideas sobre la historia y la cultura, su aprehensión de América y el entorno donde se produce.

A pesar del popular criterio de Carpentier como un escritor europeizado, en especial durante su primera estancia parisina y su acercamiento a los surrealistas, su “Carta abierta sobre el meridiano intelectual de Nuestra América” anota que en América, por el contrario que en Europa, donde el intelectual “ha vencido una cantidad de prejuicios adversos; vive, si quiere, en medios desconectados de toda realidad étnica o histórica”, ningún artista piensa “seriamente en hacer arte puro o arte deshumanizado. El deseo de hacer un arte autóctono sojuzga todas las voluntades”. Y concluye que “América tiene, pues, que buscar meridianos en sí misma si es que quiere algún meridiano”. Ya tras su viaje a México en 1926 se había referido a la obra de Diego Rivera, el “hombre en quien palpita el alma de un continente”. Cabe señalar sus referencias a Villa-Lobos en el sentido de que lo americano “no era más que una cuestión de sensibilidad”. Preludio de su posterior alejamiento de los surrealistas.

Anota Cancio la adecuación del lenguaje del autor a lo narrado y la extracción de todas sus posibilidades, de modo que el lenguaje “se convierte en asunto de taumaturgia, de intuición, de vehemencia emocional”.

En una sociedad que aun subvaloraba lo negro como parte de la herencia cultural cubana, el periodismo de Carpentier es precursor en su apología del son y la posibilidad de que algún día sea “una fuerza moderna como lo es ahora el jazz”. Anota la conmoción que le causaron los Cuentos negros de Cuba, de Lydia Cabrera, lo que lo conduce a una reflexión crítica sobre Ecué Yamba-O: “todo lo hondo, lo verdadero, lo universal del mundo que había pretendido pintar en mi novela había permanecido fuera del alcance de mi observación”.

La vocación viajera del autor tiene su mejor registro en los artículos de viajes publicados en Carteles y Social, así como su admiración por el “cosmopolitismo” de Paul Morand, autor viajero que asistió a un almuerzo con el Grupo Minorista, y quien, junto a Cendars, serían influencias claves en la obra de Carpentier, o mejor, en su actitud periodística: la relación entre hombre y paisaje, primero en España, y luego en América. Llega a escribir que “La sola presencia de la llanura castellana explica mejor el misticismo ardiente de una santa Teresa, que veinte volúmenes de comentarios eruditos o apasionados”.

Como bien observa Cancio, en la primera producción periodística del autor, “la política entra apenas oblicuamente a la reflexión estética y culturológica”, hasta que en los años 30 gira hacia temas políticos, directamente alineado con el antifascismo y en la sensibilidad de la izquierda y las causas obreras. Se posiciona en defensa de Ilia Ehrenburg, sometido a pleito por el empresatio zapatero Thomas Bata, y en ello hace referencia a las fábricas-cárcel y alaba el Plan Quinquenal ruso. Es entonces cuando se refiere al malestar de Europa, el “estado de angustia ideológico”, vaticinando “convulsiones definitivas” en Europa, lo que ha sido leído como una referencia tangencial a la dictadura machadista. Tras la caída de Machado, revelará su militancia en una célula de ABC en París, y es entonces cuando se refiere al antimachadismo como una cuestión de higiene moral, que no admite actitud apolítica o neutral.

A pesar de su siempre cuidado uso del lenguaje y su afilado uso al servicio del tema, en su ocasional politización de 1932 en apoyo a Ilia Ehremburg, los términos y la estructura de su discurso recuerdan, como nunca antes, el inflamado vocabulario leninista. Ni siquiera en su profuso periodismo sobre la Guerra Civil Española, publicado en varias revistas de España y Costa Rica, y que se adensa en su serie “España bajo las bombas”, que pretende revelar “hombres” más que hechos, en una peculiar épica literario-periodística alejada del lenguaje de pancartas tan frecuente en la prensa cubana partidaria de la causa republicana. Aquí, su periodismo adquiere un dramatismo, una intensidad nuevos. Como en toda su obra periodística, esta fase tendrá también una resonancia en su literatura, en este caso, tardía, en la novela La consagración de la primavera.

El 19 de mayo del 39, Carpentier abandona Europa. En 1945 se referirá a ese regreso no por la guerra inminente, sino porque le espantaba parecerse “a uno de esos intelectuales americanos que se destierran y sin lograr ser nunca europeos, dejan también de ser americanos”.

Reinicia en Cuba su labor periodística ese mismo año y de esa época son sus cinco crónicas “La Habana vista por un turista cubano” en Carteles, que aplica tas técnicas de “España bajo las bombas” en el “reordenamiento de la memoria” como apunta Cancio. En ellas consigue ver lo que antes no había visto “o no había sabido ver”. Volverá sobre ellas en La consagración de la primavera, cuando narra el regreso de Enrique.

Las crónicas de “El ocaso de Europa”, publicadas en 1941, con su visión spengleriana de la historia, serán olvidadas años más tarde por Carpentier, en una reescritura continua de su biografía que va desde su nacimiento, su fervor y posterior censura a Paul Morand o el surrealismo.

La explosión de creatividad de los 40, a pesar del nefasto panorama político, no pasa inadvertida al periodismo carpentieriano. Es la época en que publican buena parte de sus obras Lino Novas Calvo, Enrique Labrador Ruiz, Virgilio Piñera, Lydia Cabrera, Onelio Jorge Cardoso, Fernando Ortiz, Jorge Mañach, Ramiro Guerra, Eliseo Diego, Lezama Lima y el propio Carpentier –con “Viaje a la semilla” y “Oficio de Tinieblas”, de 1944, y El Reino de este mundo, de 1949, tras su viaje a Haití en 1943–, por no hablar de la explosión musical de esos años. De modo que en 1944, Carpentier habla con entusiasmo del avance cubano “en lo intelectual, en lo artístico, en lo civil, en menos de veinte años”.

En ese contexto, se afina la literatura de Carpentier, como lo demuestra su obra publicada y aquella que se gestará en estos años gracias al asiduo trasvase entre periodismo y literatura. A ello contribuye su paso por el diario Tiempo y, posteriormente, por Información, donde se hace el mejor periodismo de la época. Su periodismo no cesa de innovar, como en su reseña del filme El ciudadano Kane, con el “empleo de técnicas multidisciplinarias”, como anota con acierto el autor de este libro. Al mismo tiempo, trabaja en la estación de radio CMZ como codirector y director de teatro radiofónico, y más tarde en CMQ, retomando sus experiencias radiales europeas, cuyos ecos encontraremos en su literatura en términos de dramaturgia y montaje.

Una vez radicado en Venezuela (1945-1959), publica su serie “Visión de América” en El Nacional de Caracas, y su conocida serie “Letra y Solfa” (1951-1959) donde, lejos del tono de magister concluyente e inapelable, comparte convicciones e hipótesis, apunta impresiones y ventila dudas sobre multitud de temas. El periodismo se carga hasta convertirse en literatura. En textos de esta sección anota el valor de Orígenes, revista en la que escribe ocasionalmente y para la que gestiona algunas colaboraciones. Cuando Rodríguez Feo le proponga, tras el cisma, integrar el consejo de redacción de la nueva Orígenes se escabullirá, como siempre que sea imprescindible tomar una decisión comprometida.

De su período venezolano, posiblemente el mayor efecto sobre su literatura será su viaje a la selva y El libro de la Gran Sabana, que terminará convirtiéndose en Los pasos perdidos para “plasmar todo lo virgen y lo inexpresado dentro de una cultura en vías de fijación”.

Su regreso a Cuba en 1959, además de la adhesión a la euforia del momento, tiene también un componente comercial: instalar en Cuba la Organización Continental de los Festivales del Libro, para producir ediciones masivas y baratas. Llegaba Carpentier a La Habana precedido por una reputación de indiferencia por la causa cubana y, en particular, por el fuerte Movimiento 26 de Julio en Caracas. Durante casi quince años se había mantenido alejado de la circunstancia política venezolana, y no dudó en colaborar profesionalmente con el dictador Pérez Jiménez.

Atacado, como todos los intelectuales precedentes, por Lunes de Revolución, la gran publicación cultural en los albores revolucionarios, allí sólo aparecieron dos colaboraciones suyas. De modo que su actividad periodística se concentra en el artículo y el ensayo, en particular en el diario El Mundo, entre 1960 y 1966. El Carpentier funcionario abandonaba temporalmente la literatura. Sus crónicas al regreso de una tourné por los países socialistas, la URSS, India y China, recuerdan extrañamente las de inicios de los años 30: están contaminadas por el lenguaje periodístico militante en boga, de modo que el estilo de Carpentier no sólo se ajusta al tema y al medio, sino también al ecosistema.

A su regreso de Vietnam en 1966, dos años antes de que se acabe El Mundo, es nombrado ministro consejero en la embajada de París, ciudad donde vivirá casi permanentemente hasta su muerte en 1980. Nunca más articularía Carpentier una colaboración periódica y sistemática con otro medio, aunque publicando en diarios y revistas de todo el mundo. Su última colaboración, que aparecerá en El País dos días después de su muerte, versará sobre Flaubert, a quien dedicó uno de sus primeros textos en 1922.

Wilfredo Cancio nos entrega en este libro un muy completo análisis del periodismo carpentieriano, sus etapas y los trasvases entre periodismo, vida y literatura, que permitirá comprender más cabalmente la trayectoria del autor, y un no menos útil aparato crítico, índice de publicaciones, cronología, correspondencia y testimonios que redondean el libro. Revela textos hasta ahora desconocidos y compone, en suma, la mejor síntesis de estas Crónicas de la impaciencia.

 

“Un libro imprescindible”; en: Cubaencuentro, Madrid, 31/08/2011. http://www.cubaencuentro.com/cultura/articulos/un-libro-imprescindible-267583





Roberto González Echevarría: Una fiesta cubana

10 03 2011

El presidente de EE.UU., Barack Obama, acaba de condecorar con la Medalla Nacional de las Humanidades al profesor cubanoamericano de Literatura Comparada Roberto González Echevarría. En su discurso de entrega, Obama anotó que “su obra seminal, Myth and Archive: a Theory of Latin American Narrative, es uno de los trabajos académicos más citados en la literatura en español». Por su parte, Harold Bloom ha dicho de Roberto que es “el crítico vivo más importante de la literatura hispánica, tanto del viejo como del nuevo mundo”. Afirmaciones avaladas por obras como Calderón y la crítica (1976), Alejo Carpentier: The Pilgrim at Home (1977), Isla a su vuelo fugitiva: ensayos críticos sobre literatura hispanoamericana (1983), The Voice of the Masters: Writing and Authority in Modern Latin American Literature (1985), reeditada en español por Verbum (2008); La ruta de Severo Sarduy (1986), Celestina’s Brood (1993), con su edición en español a cargo de Colibrí; The Pride of Havana: A History of Cuban Baseball (999), que ganó el primer Dave Moore Award, publicado en español también por Colibrí (2006); Crítica práctica/Práctica crítica (2002), y Love and the Law in Cervantes (2005), editada en castellano por Gredos (2008), entre otros. Colaborador habitual del New York Times Review of Books, The Wall Street Journal, The Village Voice, The Nation y USA Today, a sus cientos de artículos se suman ediciones críticas de obras de Sarduy y Carpentier. Coordinó la monumental Cambridge History of Latin American Literature (1996), publicada en español por Gredos, y ha sido además el editor del Oxford Book of Latin American Short Stories (1997). No es raro entonces que haya recibido doctorados Honoris Causa por la Colgate University (1987), la University of South Florida (2000), y Columbia University (2002), que fuera electo en 1999 a la American Academy of Arts and Sciences, y que le hayan rendido sendos homenajes la Universidad de Puerto Rico, Arecibo (2002) y la revista Encuentro de la Cultura Cubana (2004).

Hablar con Roberto es siempre un placer, por lo que dice y por cómo lo hace, en esa norma del cubano culto que aprendió en su casa y reafirmó después gracias a su relación de trabajo con Juan José Arrom, de modo que sus respuestas a mis preguntas serán otras Cuban fiestas, el título de su último libro, publicado en 2010.

 

En tus inicios, como tú mismo has afirmado, andabas “metido hasta la coronilla en Lévi-Strauss y Roland Barthes y lo que empezaba de Derrida”. Te fascinaba quizás el estructuralismo y otras herramientas de análisis. El carpintero mide, corta y ensambla las piezas. El ebanista emplea las mismas herramientas, pero ha rebasado la fase instrumental. Su instinto estético prima sobre las herramientas y los protocolos. En tu caso, creo que el lector ha vencido al crítico. Un lector cómplice y atento que, para nuestro bien, nos cuenta sus lecturas desde un plano superior, nos revela secretos que nosotros, los simples lectores, pasamos por alto o, en el mejor de los casos, apenas intuimos. En ese sentido, creo que tu formación norteamericana aprehendió los métodos, y, al cabo, tu cubanía (o tu carácter mediterráneo, si se quiere) impuso sobre ellos la intuición, la sensibilidad, el placer de la lectura inteligente y enterada. ¿Lo sientes así o son figuraciones (esa deliciosa palabra del cubaneo oral) mías?

RGE: Muchos se dejaron deslumbrar por la crítica francesa y terminaron escribiendo lo que suena como parodias de Barthes, Derrida, Lacan, etc.  Yo, que viví inmerso en lo francés desde muy joven, e incluso conocí y hasta fui colega de algunas de esas figuras (es el caso de Derrida), aprendí de todas ellas pero preferí hacer una síntesis propia, sin abandonar nunca la filología, es decir, la historia literaria.  Lo que el contexto norteamericano me dio —De Man, Bloom, Hartman, Abrams— fue el apego a lo concreto y el afán de escribir claro y bien.  Todos ellos fueron maestros y luego colegas míos.  Siento, además, una profunda admiración por Auerbach y Curtius, a quienes leo en traducción inglesa, por supuesto, porque mi alemán no da para tanto.  Creo, además, en la intuición, en el insight de que hablaba De Man, que viene no se sabe de dónde, pero es como un chispazo de comunicación subconsciente con el texto leído.

 

Has afirmado que “resistir a Lezama puede equivaler a resignarse a no entenderlo, a quedarse fuera de la fiesta del todo. Tomar distancia irónica de su discurso es como una profanación. Además, ¿desde qué perspectiva inexpugnable puede mirarse a Lezama con un desapego irónico que no se constituya en otra fe tan arbitraria como la de él, aunque sea nihilista? (…) he tratado de (…) aislar y comprender un tópico recurrente en Lezama, pero, como ocurre hasta con el más nimio detalle de su obra, separarlo sin arrastrar con él todo el conjunto de ésta resulta imposible”. Creo que esa inmersión en los textos que analizas, lejos de la frialdad crítica como cirugía, se da en toda tu obra, sea sobre la literatura del Siglo de Oro, sobre Carpentier o Sarduy, y eso, a mi juicio, te distingue de la historiografía y la crítica literaria norteamericana. ¿O no es tan así como yo pienso?

RGE: Yo aprendí también de los New Critics norteamericanos, que analizaban los textos minuciosamente, y también de Leo Spitzer, otro que sabía desmenuzar una obra a partir del estudio detenido de lo que podría parecer una minucia.  Además, leí mucho y admiré a sus discípulos dantistas como Singleton, y en especial Freccero, que fue uno de mis maestros.  En Yale fui alumno de Gustavo Correa, un colombiano que había estudiado con Spitzer en Johns Hopkins.

 

En “La fiesta en Lezama” has hablado de la importancia de la fiesta en la literatura latinoamericana y, en particular, en el mundo lezamiano, cubano, habanero. Has hablado también del amor y la ley en Cervantes y en toda la literatura del Siglo de Oro, y de cómo esa tensión generó un mundo dramático, contradictorio y burlesco que, a su vez, tuvo merecida respuesta en una gran literatura. ¿Cómo se ha comportado, desde tu punto de vista, la relación entre la fiesta, el amor y la ley en la sociedad cubana del último medio siglo? ¿Ha generado una literatura en consonancia?

RGE: Cuba ha sufrido el peso de la ley implacable e ilegítima y ha impuesto la fiesta no sólo vigilada, como diría Ponte, sino obligada; todos esos mítines multitudinarios en que los cubanos son sometidos a la implacable voz de la dictadura.  En mi último libro, Cuban fiestas, dedico unas páginas, al final, a ese fenómeno, que equiparo a los mítines de Nurenberg (Hitler) y la Plaza Venezia (Mussolini).

 

El análisis de Carpentier y tu trato con el autor han sido una de tus primeras obsesiones críticas, y tu obra ha modulado el modo en que releemos a Carpentier. Aunque sigue siendo uno de los tótems de la literatura cubana y latinoamericana de todos los tiempos, noto un desapego de las nuevas generaciones de autores cubanos por su obra, todo lo contrario de lo que ha ido sucediendo con el universo lezamiano, en ocasiones más citado que leído. ¿A qué atribuyes ese giro?

RGE: Los altibajos de la popularidad de Carpentier entre los jóvenes no tienen nada significativo.  Ocurre con muchos grandes escritores, y Carpentier lo fue.  Puede deberse a esa ansiedad o angustia de la influencia de que habla mi querido amigo Bloom.  Entre los cubanos, Carpentier tuvo un tremendo impacto sobre Arenas (el rechazo es una forma de influencia) y Benítez Rojo, y sin Carpentier no habría ni Fuentes ni García Márquez.  El servilismo de Carpentier con el régimen cubano fue vergonzoso.

 

Han pasado siete años desde que publicaste “Oye mi son: el canon cubano”, que en su día levantara controversias en torno a inclusiones y exclusiones, aunque tú aclaraste en todo momento que era tu canon, no el canon, y que tu actitud hacia el propio canon “es ambivalente”. Visto lo visto, tras siete años de lluvia literaria y sus relecturas, ¿algo que añadir, anotar o eliminar en aquel texto? ¿O se mantiene intacto?

RGE: Nada se mantiene intacto.  Escribí ese ensayo para sacudir la mata, a sabiendas de que habría críticas y sensibilidades heridas.  Además, vivir fuera de Cuba, no pertenecer a ninguna camarilla, y mucho menos a la oficial, me da una libertad que gozo y aprovecho.  Me criticaron la exclusión de Piñera entre los grandes, y recuerdo tener una discusión en París o Madrid con Jorge Luis Arcos sobre él.  Mi respuesta es, ¿dónde están El reino de este mundo o Los pasos perdidos de Piñera?  ¿Dónde su Paradiso?  Entiendo su valor, y la entereza de su rebeldía, pero la literatura se hace con grandes obras.  Escribo ahora una secuela a ese ensayo mío que se va a concentrar en la literatura cubana fuera de Cuba.

 

Entrevistarte para Cubaencuentro me lleva a una pregunta inevitable: ¿Cómo ves el estado actual de la literatura cubana y sus perspectivas? Y conste que, como tú nos has mostrado, la literatura cubana es más que la que se escribe en la Isla o en cualquier lejanía, y en la que yo incluiría la literatura cubana de fronteras (entre distintas lenguas, distintas sensibilidades culturales y perspectivas geográficas).

RGE: La cultura visible en Cuba, la que el régimen promueve, es un desastre.  Sobre la de afuera vas a tener que esperar a mi próximo ensayo.

 

Eres un incondicional (teórico y práctico) de la pelota, te has sacado la licencia de piloto y ejerces el análisis literario con una maestría fuera de dudas. Del béisbol nos fascinan esas jugadas precisas, rapidísimas, que permiten robar una base, sacar un doblepley o impulsar dos carreras gracias a un hit bien colocado a ras de suelo. Desde la distancia (histórica, física) y desde el aire, se ven cosas que a ras de suelo (o de cotidianidad, o de cercanía) muchas veces no se aprecian. ¿Encuentras vínculos, vasos comunicantes, entre tus tres pasiones? ¿Se agolpan unas a otras y por eso no te matan?

RGE: Tus palabras finales las tomas de una conocida canción.  El béisbol se nutre de mi nostalgia, y el arrepentimiento de la oportunidad que tuve que pasar de llegar a jugarlo profesionalmente.  La aviación, que practico hace 25 años, es un reto porque pone a prueba mi capacidad física e intelectual para realizar maniobras muy precisas y exigentes. Debe haber un flirteo con la muerte además.

 

“Roberto González Echevarría: Una fiesta cubana”; en: Cubaencuentro, Madrid, 10/03/2011. http://www.cubaencuentro.com/entrevistas/articulos/roberto-gonzalez-echevarria-una-fiesta-cubana-257873





El Camino de la historia (Una versión americana)

30 05 1994

 

Hasta 1492, Finisterre era el fin del mundo, la frontera última de una cultura múltiple, el extremo occidental de Occidente. Los peregrinos cumplían un tránsito de siglos, una aventura física, emocional, mística, cultural. Desde los más remotos confines acudían por el perdón. Pero no sólo. Hacia el límite de la Tierra, tras el cual campeaba lo desconocido —ese pavor geográfico sin nombre propio ni cartografía—, confluían en busca de salvación, descanso, paz, sabiduría, el fin de tormentos y desvelos. El fin, al fin, esperaba por ellos en el fin. Pero la Tierra de pronto no tuvo fin. Ni siquiera principio. Finisterre se convirtió en una estación medianera. Aunque, sin principio ni fin, bien podría ser Finisterre el inicio de la Tierra o, al menos, el inicio de una nueva aventura, de un camino, como hasta entonces fuera término de otra aventura y otro camino. Ni siquiera en América concluía la Tierra, pero hacia allí apuntaba El Camino.

Cuatrocientos sesenta y seis años más tarde, la Compañía General de Ediciones publicaría, en la ciudad de México, el volumen Guerra del tiempo, del escritor cubano Alejo Carpentier, que incluía tres relatos y una novela breve. Uno de aquellos relatos, ya hoy traducido a las más importantes lenguas en cientos de miles de ejemplares, objeto de estudios y controversias, es“El Camino de Santiago”.

Juan, tambor de tropa en el Flandes del Duque de Alba, cree contraer la peste, y en un acceso promete a Santiago acudirle a cambio de su salvación. Ya convertido en Juan el Romero, tropieza con un indiano que tuerce, con palabras llenas de maravillas y portentos, su camino por el de Sevilla, desde donde embarca hacia América, tierra que lo recibe con el fulgor tórrido y solar, no con el fulgor del oro que soñara, ido “hace años, en las uñas de unos pocos”,de modo que le acomete la nostalgia por Europa, dulcificada en el recuerdo, no como “estas tierras ruines, llenas de alimañas, donde el hombre, engañado por gente embustera, viene a pasar miserias sin cuento”. Por fullerías de dados, tiende de una cuchillada a un compañero de viaje, y huye. Se une al cimarronaje de los montes, donde indios, negros, calvinistas, judíos y católicos, conviven en la heterodoxia de la supervivencia. Vuelto a la península, pasto para la Inquisición sus amigos el calvinista y el judío, jura a Santiago cumplirle, esta vez en serio. Pero más tarde lo reencontramos, de Juan el Indiano, proclamando maravillas de Indias de feria en feria, y hasta convenciendo a un joven, Juan el Romero, en una escena que es copia fiel de aquella que torció su camino. Obnubilado por los prodigios, el joven Juan se encamina a Sevilla; pero Juan el Indiano, otrora Juan el Romero, otrora Juan, tambor de tropa en Flandes, no sólo ha convencido al Romero, sino a sí mismo, y juntos embarcan hacia América, reeditando el mito, torciendo (o enderezando) el camino de la rememoración a la esperanza.

No es raro que el gran poeta José Lezama Lima escribiera a Alejo Carpentier en octubre de 1958, a unos meses de aparecido el relato:

“Tu Camino de Santiago tiene algo, desde luego, de Hijo Pródigo, de la otra familia, la que surge por el reconocimiento (…) todo ello tiene la alegría americana, es decir, los ciclos de una vida se cumplen como las estaciones, en el hombre, guerra, misticismo, lo discurrido terrenal. Se oye la misma canción, cuando alguien regresa y alguien parte. Es la prodigiosa población de lo temporal, donde únicamente se ensaya ese reconocimiento, que no es en un sitio, sino en un tiempo”.

Elemento clave del relato y del Camino: el carácter cíclico y recurrente de la historia, del tiempo. Concepción que se reitera en la obra de Carpentier, apuntando a una noción cíclica de la historia. Si el mito de Santiago fue (ha sido, es) razón de un decursar humano que ha dejado su impronta cultural e histórica en el ámbito de Occidente; el mito de América multiplicó esos efectos al movilizar naciones enteras en busca de oro y libertad, de perdón y sabiduría, de aventura y fama. No es casual que fuera Santiago, el guerrero, quien consumara la primera invasión a las Indias.

Si El Camino fue móvil de la historia, vehículo de ideas y sueños, de culturas y lenguas que se difundían, fluían y refluían a lo largo de su curso, el Camino de América fue no sólo la vía para la refundación de un continente sino, por reflujo, el instrumento que operó la reedificación de Europa, que nunca más sería, después de América, lo que fue antes.

Las palabras no son pronunciadas en vano, parece ser un axioma que campea en el cuento de Alejo Carpentier, leit motiv de su obra.

Las palabras del Indiano primero crean el mito —el mito de El Dorado, de la salvación, del perdón, de las culpas redimidas, de la esperanza al alcance de la mano—. El mito es móvil de la acción, y la acción mueve la historia, que a su vez es defraudada por la realidad, desmitificada y vuelta a su dimensión terrenal e imperfecta. El hombre traicionó el Camino de Santiago a favor del Camino de América, y ahora traiciona el nuevo mito, perdidas las esperanzas. Pero las cenizas del mito, los relictos de una realidad ya superada, van fraguando dentro de él la carne de un nuevo mito que convence a Juan El Romero, esa nueva edición de sí mismo. Pero Juan no es un simple embustero: él, como todos los hombres, necesita un mito en qué creer, y cree su propia ilusión: embarca de nuevo hacia América en una reincidencia que no cierra el ciclo, sino que deja entreveer la infinita multiplicación de los ciclos.

Si la transacción “mi vida a cambio de cumplirte” lo echa al camino que en Compostela tiene su fin, un embuste lo enrumba al otro camino —continuador, epílogo— que en América concluye. La traición al Santo tiene su respuesta en la traición de la realidad al mito, y ella es la que de nuevo lo coloca en el Camino de Santiago, para que la vida lo tuerza por el de vividor que yanta echando a los cuatro vientos los despojos del viejo mito, para ser nuevamente traicionado por un mito recompuesto, que mañana será traicionado. Y así. La peregrinación hacia el pasado de la raza es trocada por la peregrinación hacia su futuro. Y viceversa. Ni el pasado ni el futuro han concluido. Están rehaciéndose continuamente el uno al otro. Los gérmenes de la futuridad yacen en el pasado. Todo futuro convoca sus orígenes.

Juan el Indiano sabe que mientepero, al mismo tiempo, no lo sabe, porque el mito va tomando la corporeidad de las ilusiones necesarias. Engaña a su nuevo yo —hijo, reencarnación, arquetipo, su propia alternativa devuelta a la esperanza, su futuridad y la posible reiteración de su pasado—, Juan el Romero, como una vez lo engañaron. De víctima expiatoria del mito, se convierte en génesis del nuevo mito. La experiencia terrenal no ha actuado en vano: el ejecutor de la historia se ha convertido en móvil de la historia. Y al incitar a la acción, se incita. Reincide. Rejuvenece. Sus pasos hacia Sevilla parecen susurrarnos una sentencia que contradice a García Márquez en la soledad de sus cien años: Los hombres  sí tienen derecho a una segunda oportunidad sobre la Tierra.

Reincidir en su camino a América es la clave de esta historia: Juan no es un simple embustero. Es un símbolo. Es el hombre, la raza, la voluntad de rehacer la historia miles, millones de veces, para así ir construyendo la futuridad con dosis de expectativas cumplidas e incumplidas. Dosis que alimentarán una segunda, tercera… milmillonésima versión del mito, que continuamente se incumple y se supera a sí mismo, para nuevamente incumplirse: es la historia humana.

El camino que va de un Juan a otro es también el Camino de Santiago, el camino de la esperanza renovada, que es al mismo tiempo el camino de la historia —la progresión geométrica de la historia—, el camino de América: futuridad, reflejo, segunda oportunidad de construir el paraíso sobre la Tierra.

Y la historia, tumultuosa, se sucede jalonada por traiciones que se convierten en móviles creciendo en la raíz de cada mito sucesivo: la traición al Santo, la traición a la América mítica, la nueva traición al Santo… ¿Pero serán verdaderas traiciones? ¿No serán los capítulos de una sola búsqueda, aunque los objetivos sean aparentemente mudables? ¿Es el verdadero camino una peregrinación hacia el pasado, o será siempre una etapa de esa carrera hacia el futuro que es toda vida humana, y por adición, la vida de la raza humana? ¿No será acaso esa dosis de inmanencia, de futuridad, que yace en todo pasado, lo que arroja a los peregrinos hacia el Camino? Buscar la expiación y el perdón de las culpas no es saldar cuentas con el pasado —que ya ha transcurrido—, sino despejar el camino hacia el futuro, excluir del futuro los lastres del pasado. La Tierra es un esferoide, no hay principio ni fin, como el tiempo para Carpentier, y andar hacia el pasado puede ser el camino más corto y menos fatigoso hacia el futuro.

El ciclo que va de las palabras a la ilusión, y de ahí a la tendencia histórica, no sólo se ha cumplido, sino que apunta hacia su recurrencia. Tras la duplicación de encuentros entre Indianos y Romeros, yace la multiplicidad de encuentros que conforman el ciclo de la historia: cada uno es muchos; cada uno es todos. La agobiante carga de la realidad abona la imaginación para que el mito caiga en suelo fértil. Pero la desilusión es también el fondo donde, tarde o temprano, tendrá que rebotar la naturaleza humana, para acudir en busca de un nuevo mito. Y si no lo hubiera, habría que inventarlo. No otra cosa es la historia humana: una larga sucesión de mitos cumplidos a medias, trascendidos y vueltos a soñar. El perfecto soñador y el ejecutor imperfecto no son personajes tipo en una mala comedia: ambos conviven en cada hombre, de ambos tiene su grandeza y su miseria. Sin ellos sería difícil explicar el papel del hombre como móvil de la historia.

Sísifo cambia la historia subiendo la misma piedra a la misma montaña. Precisamente, porque aunque lo parezca no son ni la misma piedra ni la misma montaña. Como tampoco es idéntico a sí mismo el tiempo, y ya eso trueca continuamente la faz de una acción que, vista de cerca, parece repetirse al calco. Cada desengaño, cada piedra que cae, deja un saldo a favor: un milímetro menos que rodó la piedra, una partícula de polvo que fue erosionada y suavizará la cuesta.

El desengaño no logra borrar del todo la ilusión, la audacia del mito, parece decirnos Juan el Indiano al reincidir en la esperanza. No importa que una recaída suprima el nuevo intento de hallar el paraíso. De ilusiones y recaídas parece estar compuesto el Camino de Santiago, que ya no concluye en Finisterre. Ilusiones, desilusiones y recaídas parecen ser las materias primas con las que el hombre va fabricando la eternidad.

 

“El camino de la historia”, en: Cuadernos del Camino de Santiago, Santiago de Compostela, España,n.º 5, primavera, 1994 pp. 76-79.