Huir de la espiral

2 07 2010

El editor Hubert Nyssen dijo sobre Huir de la espiral, de Nivaria Tejera (Ed. Verbum, Madrid, 2010, 143 pp.): “no es una novela ni, por otra parte, un poema o una epopeya, ni tampoco un relato. Es una obra difícil, hermética, enigmática. Y aterradora para quienes no soportan la insurrección lingüística. Para los demás, en revancha, de pronto, ¡qué deslumbramiento!”.  Y Nyssen es uno de los grandes editores del siglo XX en lengua francesa.

Efectivamente, quien se adentre en este libro de difícil clasificación no deberá buscar un argumento clásico, estructurado, un poemario o un ensayo al uso. Huir de la espiral no apela a nuestra intelección, sino a nuestra percepción, a una sensibilidad que debe encontrar su propia sintonía con el texto.

En entrevista que integra el homenaje que Encuentro de la cultura cubana tributó a la autora (n.º 39, invierno de 2005-2006), Nivaria cuenta a Pío E. Serrano, que “Al huir del desastre (…) uno se siente algo así como expuesto a habitar un descampado para convertirse en —y valga en su arrogancia el título de Musil— un hombre sin atributos, un paria…

Ese descampado vertiginoso, como un Maelstrom que intenta engullir al protagonista, es el angustioso espacio del libro.

Nivaria Tejera se inserta en la generación de los 50, aunque nunca participó de lo que suele llamarse un espíritu generacional. Fue anunciada por Cintio Vitier en Lo cubano en la poesía (1958) como una de las voces poéticas emergentes. Publicó en el número 35 de Orígenes el capítulo 9 de El barranco, que ya prefiguraba el tono, la atmósfera híbrida de Huir de la espiral, entre lo onírico, lo alucinado y golpes de realidad —en particular, las recurrentes referencias de la prensa a la guerra de Viertnam, que funcionan como anclas o señalizaciones para fijar el discurso a un tiempo histórico concreto y que, al mismo tiempo, ofrece la mirada al hecho histórico central de los 60 desde la otra cara del espejo: la del exilio.

En Nivaria puede rastrearse la influencia (más espiritual que estilística) de Kafka, Beckett, Bernhardt, de Broch y de los surrealistas que la fascinaron durante su primera estancia en París. Basta seguir el curso de sus personajes. Entre la niña de El barranco (1959), el Sidelfiro de Sonámbulo del sol (1971), Claudio Tisesias Blecher en Huir de la espiral (1987) y la escritora exiliada de Espero la noche para soñarte, Revolución (2002) hay una progresión: variaciones de la angustia, desde la mirada aterrada a la Guerra Civil Española, hasta la el desasimiento, la atormentada espiral del exilio.

“del exiliado-suicida

del exiliado-vértigo de las esquinas

y su azoramiento de extraviado

del exiliado-mendigo

del exiliado-tartamudo en silencio” (p. 32)

Y aunque en el texto, París es la presencia recurrente en el deambular caótico de Claudio Tisesias Blecher, Cuba está siempre en el doble fondo de la memoria, como el motor de esa angustia de la que el personaje intenta huir entre audiciones de música, literatura y una permanente errancia —él mismo se califica como una especie de “Licenciado Vidrieras” (p. 89)—, como si su destino fuera la huida. Escribe Nivaria:

“conveniencias inconveniencias

silenciadoras alienadforas usurpadoras

de la libertad primaria del inocente compromiso

aquél que se llamaba revolución

hoy apoltronada

sin aliento ya” (p. 43)

Porque “EL SITIO DONDE SIN CESAR ESTOY PRESENTE ES EL SITIO DE DONDE SIN CESAR ME ALEJO” (p. 93)

Pero esa errancia no lo salva, no lo redime ni lo reinserta. Por el contrario, parece destinado a regresar siempre al punto, a la angustia de partida:

“un círculo sin fin la espiral del exilio

enraizándonos a pesar suyo

en la inmovilidad

siempre el mismo giro del agazapado” (p. 45)

Es cuando “Claudio se desprende de Tiresias por la abertura derecha y continúa un torpe recorrido a tientas en la oscuridad” (p. 47).

Y ese exilio, que recorre todo el libro con una fuerza y una crudeza estremecedoras, como no he hallado en ningún otro libro de la diáspora cubana, no es mera pérdida de coordenadas geográficas, de referentes familiares o históricos, no es un cisma de la biografía, sino una difuminación de la identidad:

“Su falta de origen

—¿de dónde eres?

—¿por qué?

—por tu acento

—qué más da

—por el tipo pareces…” (p. 77)

Y, en términos bíblicos, la caída:

“él       caída exilio exaltación

rutas por donde los demás pasan sin verlo

caída

exaltación

exilio” (p. 52)

Pero, en este caso, por el pecado original de otros: “—no más “enemigos interiores” no más “delincuentes subversivos” no más “grupos incontrolados” (…) caza al hombre anonadándolo  extirpándole sus órganos vitales poco a poco por la tortura pulida que no deja trazas con los ayudas de cámara los galenospsiquiatras capacitados para convertir en locos a los utópicos” (p. 100).

Una angustia que no se limita a la pérdida de coordenadas, al extrañamiento de la identidad o los circuitos alucinados de la errancia, sino que se encona, se retroalimenta, con la reincidencia cíclica de la memoria:

“ese tránsito entre apagar y encender la memoria

—La memoria apagarla encenderla…

a fin de que alguien se aísle a cumplir cien años insonoros

“mañana mañana mañana…” (p. 115)

Claudio Tisesias Blecher ignora “que el tiempo es un falso curandero de la memoria” (p. 129). Nivaria Tejera, no. Huir de la espiral es la huella de esa memoria atormentada, la certificación de que la huida es imposible. Por mucho que nos extraviemos por “las calles largas y tristes “del extranjero” ese país de la plana intemperie a cielo descubierto hasta donde el eco de los pasos agota su reflexión…” (p. 53), la memoria siempre nos encuentra.

 

“Huir de la espiral”; en Revista Hispano-Cubana, Madrid, 2010





Multiplicación de las islas (Narrativa cubana de la diáspora)

1 04 2010

Se ha entablado una batallita por el término con qué definir a los dos millones de cubanos que residen fuera de la Isla —el 15% de todos los cubanos que habitan el planeta—. Se reivindica la palabra exilio para conferir un carácter político a esa emigración. Se apela a la palabra emigración para restar contenido político a ese exilio. Lo cierto es que en su gran mayoría los cubanos que hemos optado por vivir out of borders somos migranxiliados.

Según el Diccionario de la Real Academia, exilio es la expatriación generalmente por motivos políticos. Y emigración es “abandonar la residencia habitual (…) en busca de mejores medios de vida” o, “dicho de algunas especies animales: cambiar periódicamente de clima o localidad por exigencias de la alimentación o de la reproducción”. En cambio, la migración es la “acción y efecto de pasar de un país a otro para establecerse en él (…) generalmente por causas económicas o sociales”. Por último, la diáspora, término que originalmente se refiere a la “dispersión de los judíos exiliados de su país”, se extiende ya a cualquier “dispersión de grupos humanos que abandonan su lugar de origen”. Obviamente, salvo contadas excepciones, los cubanos no somos desterrados. Hemos abandonado el país por voluntad propia, sean cuales sean las razones, aunque en una proporción tan desmedida que puede emplearse el término diáspora para definirnos, más aun dada nuestra dispersión: hay cubanos en casi todo el planeta,  incluso en los territorios más inesperados.

De hecho, es muy probable que el 90% de la diáspora cubana no tuviera ninguna intención de constituirse en exilio político. Buscaban libertades, sustento digno, una tierra de promisión. Pero si una persona, por el simple hecho de buscar fuera lo que no encuentra en casa, sufre todo tipo de escarnios y saqueos, si su legítima aspiración, que (hoy nos enteramos en el sitio oficial del MINREX) “Cuba no tiene dificultad en reconocer”, le convierte en escoria social, tarde o temprano sus motivaciones económicas se refuerzan por una vindicatoria voluntad política. De ahí que el gobierno de Cuba, al satanizar toda emigración, al castigar con extremo rigor todo intento de fuga, al despojar de sus bienes a quien ose escapar y arrebatar su condición nacional a quien lo consigue, sea el principal artífice de su propio exilio político. Por eso reivindico el término “migranxiliado” y prefiero hablar de diáspora.

Desde el primero de enero de 1959, Cuba emprende una trayectoria histórica singular, lo que generó un copioso éxodo, comenzando por las clases altas y medias, y que se ha extendido con el tiempo a todos los sectores sociales, diversificándose en la medida que el país pasaba de la “Era del Entusiasmo”, los 60, cuando La Habana ocupó la capitalidad cultural del continente, a la “Era Welcome Tovarich”, los 70 y 80, hasta la desaparición de la Unión Soviética y sus subsidios, que dio inicio a la “Era Good Bye Lenin” que se extiende hasta hoy. El llamado “Período Especial en Tiempos de Paz”, un eufemismo para nombrar la mayor crisis de la historia cubana, ha convertido el éxodo en una tradición nacional.

Esa diáspora ha creado su propia capital, Miami, la segunda ciudad cubana del planeta, y, curiosamente, ha conservado durante medio siglo su impronta nacional, extensible incluso a nuevas generaciones de cubanos nacidos fuera de la Isla. Pero, ¿ha creado su propia literatura? ¿Qué es la literatura de la diáspora si acaso puede hablarse de algo semejante? Me confieso incapaz de definir con precisión un fenómeno tan fluido, que quizás adopte la forma del recipiente que lo contiene. ¿Era una literatura diaspórica la de Alejo Carpentier, quien practicó una narrativa posnacional precursora y vivió casi toda su vida fuera de la Isla, aunque preservara sus lazos administrativos con ella? ¿Es literatura diaspórica la de Cabrera Infante, quien jamás abandonó la Isla de su imaginación? En cualquier caso, son numerosas las carreras literarias iniciadas en Cuba y continuadas en la diáspora sin deshacerse jamás de la impronta insular. Como existe en la Isla una zona literaria escrita desde una suerte de virtualidad diaspórica, una geografía trashumante. Ni las unas ni las otras suponen un juicio de calidad.

Una mirada rápida a la narrativa contemporánea de autores cubanos nos permite observar algunos caminos por los cuales transita, independientemente de la geografía. En el capítulo “El campo roturado”, de su libro Tumbas sin sosiego[1], Rafael Rojas afirma que

Hoy la cultura cubana experimenta todos los síntomas del quiebre de un canon nacional. Emergen nuevas hibridaciones en el arte y nuevas subjetividades en la literatura. (…) Un orden postcolonial comienza a ser rebasado por otro transnacional, (…) El despliegue de alteridades en la isla y la diáspora dibuja un nuevo mapa de actores culturales que rompe el molde machista de la ciudadanía revolucionaria. (…) La moralidad de esos actores se funda, como diría Jean Francois Lyotard[2], en atributos posmodernos: alteridad, diferencia, transgresión, ingravidez, marginalidad, resistencia, impostura.

Según él, existen tres políticas intelectuales en la narrativa cubana: la política del cuerpo, la de la cifra y la del sujeto. La “política del cuerpo” propone sexualidades y erotismos, morbos y escatologías como prácticas liberadoras del sujeto. La “política de la cifra” practica una interlocución más letrada con los discursos nacionales, descifra o traduce la identidad cubana en códigos estéticos de la alta literatura occidental. Un territorio fecundo de “la cifra”, según Rojas, es el de la novela histórica. Búsqueda de significantes de ficción en ciertas zonas del pasado que apela al recurso de la alegoría para narrar oblicuamente el presente político. La “política del sujeto” es más convencional que la del cuerpo y menos erudita que la de la cifra. Anclada en el canon realista de la novela moderna, ésta se propone clasificar e interpretar las identidades de los nuevos sujetos, como si se tratara de un ejercicio taxonómico.

Yo prefiero hablar de cinco caminos por los que discurren las nuevas narrativas, tanto en Cuba como en la diáspora: Iluminación de lo cotidiano; Reformulación de la memoria; Realismo escatológico; Ensayo narrativo y Neopolicíaco. Así como una literatura posnacional que puede ingresar en cualquiera de las categorías anteriores.

La Iluminación de lo cotidiano participaría de las políticas de la cifra y la del sujeto, definidas por Rojas, iluminando la realidad inmediata mediante diferentes procedimientos con participación variable de lo testimonial o del libre juego de lo imaginario. Entre las obras producidas dentro de la Isla, encontramos aquí, por ejemplo, Tuyo es el reino (1998), de Abilio Estévez; Misiones (2001), de Reinaldo Montero; La noche del aguafiestas (2000), de Antón Arrufat; Cuentos de todas partes del imperio (2000) y Contrabando de sombras (2002), de Antonio José Ponte; El libro de la realidad (2001), de Arturo Arango, y Habanecer, de Luis Manuel García Méndez (1993, 2005). En cuanto a las producidas en la diáspora, encontramos Esther en ninguna parte (2006), de Eliseo Alberto Diego; Espacio Vacío (2003), de Daniel Iglesias Kennedy; Un ciervo herido (2003), de Félix Luis Viera, y El navegante dormido (2008), de Abilio Estévez, por sólo citar algunas. Y su reflejo invertido en la naciente literatura del Miami cubano es una poética del desarraigo, angustiosa como un grito en la novela Boarding Home, de Guillermo Rosales, publicada en España como La casa de los náufragos (2003), y particularmente sublimada en la obra de Carlos Victoria (1950-2007), a la que me referiré con más detalle.

La Reformulación de la memoria es la novela histórica que, directa o indirectamente, ilumina las zonas oscuras de lo contemporáneo mediante la reconstrucción del pasado. En Cuba, podemos mencionar La novela de mi vida (2001), de Leonardo Padura, y su reciente El hombre que amaba a los perros (2009), así como La visita de la Infanta (2005), de Reinaldo Montero. Fuera de la Isla, se insertan en esta corriente Como un mensajero tuyo (1998), de Mayra Montero; Mujer en traje de batalla (2001), de Antonio Benítez Rojo, y El restaurador del almas (2002), de Luis Manuel García Méndez.

El Realismo escatológico es, posiblemente, la zona que más éxito comercial y difusión ha otorgado a los autores cubanos que escriben tanto dentro como fuera de la Isla. El Período Especial ha generado ya un subgénero. Sus ingredientes esenciales son miseria, desesperación, atmósfera sofocante, claustrofóbica, y escatología de lo cotidiano. Una nueva picaresca recorre las novelas y cuentos que aparecen durante los últimos dos decenios en todas las orillas. En Cuba, encajan en esta formulación obras como Trilogía sucia de la Habana (1998), de Pedro Juan Gutiérrez[3]; Cuentos frígidos (1998), de Pedro de Jesús; Perversiones en el Prado (1999), de Miguel Mejides, y El paseante cándido (2001), de Jorge Ángel Pérez. Así como las obras de Ena Lucía Portela que participan de varias sensibilidades: El pájaro: pincel y tinta china (1999) y Cien botellas en una pared (2002). En esta vertiente se inserta también Mayra Montero con Púrpura profundo (2001); varias novelas de Zoe Valdés, como La nada cotidiana (1995) y Te dí la vida entera (1996); Al otro lado (1997), de Yanitzia Canetti, y El hombre, la hembra y el hambre (1998), de Daína Chaviano, caso singular de una autora que hasta entonces había eludido todo anclaje en la realidad inmediata. Suele argumentarse a favor de esta narrativa, cuyas calidades son variables, la autenticidad como valor literario per se. Pero, al menos en su lectura lineal, de fidelidad a una circunstancia, de reflejo exacto, la autenticidad, tiene valor para las calidades del azogue, de la historiografía o del testimonio, pero la naturaleza de la literatura es más elusiva. En ese sentido, cualquier “autenticidad” constatable puede falsear la veracidad literaria. Y el lector atento detecta de inmediato cuándo el escritor ha puesto, como decía D.H. Lawrence en Morality and the novel, “el pulgar en el platillo para hacer bajar la balanza de acuerdo a sus propios gustos” y cuándo ha respetado lo que para él era “la moral en la novela”: “la temblorosa inestabilidad de la balanza”.

El ensayo narrativo pretende calificar a los textos que se encuentran a medio camino entre lo narrativo y lo ensayístico, o donde el argumento es mera excusa para hilvanar un discurso ensayístico. Y éste es un camino casi exclusivo de la narrativa diaspórica, dado que dispone de un mercado de ideas donde cualquier mercancía puede circular y ser tasada de acuerdo a su valía, pero ninguna es punible. Es el caso de Eliseo Alberto, en su Informe contra mí mismo (1997); de Iván de la Nuez, en Fantasía Roja (2006), y de Antonio José Ponte en La fiesta vigilada (2007), entre otros. A ellos se suma una ya extensa nómina de autores que han publicado memorias (noveladas o no), libros testimoniales, reportajes con una fuerte carga narrativa y ensayística que intentan taponar los baches de la historia y la sociedad cubanas durante el último medio siglo.  De La fiesta vigilada es el siguiente fragmento, que bien podría ser ejemplar de este procedimiento, de esta tierra de nadie (de ambos) entre ficción y reflexión, “reficción” que continúa el largo proceso de mulatez genérica:

Putas y putos un tanto metafísicos, la mayor parte daba poca importancia a las contundencias corporales. Decanos del oficio, se hallaban ya por encima del sexo. Y ofrecían, sobre todo, tiempo a sus clientes.

Pedían que se les contestara con una invitación al viaje. Daban historia a cambio de geografía.

Merodeaban hoteles ya que no podían hacer lo mismo con embajadas y consulados.

El dinero podía volar ante sus ojos, que ellos tomarían flemáticamente un espectáculo de tal clase. ¿Qué significaba una transacción efectuada con billetes cuando se la comparaba con esa otra donde trocaban tiempo por espacio?

El Neopolicíaco se caracteriza por su aproximación a la novela negra y porque la trama apenas es la apoyatura del planteamiento de una literatura más social que lo habitual del género. Una formulación que ha rebasado ampliamente el planteamiento maniqueo de los 60, 70 y 80. En Cuba, encontramos las obras de Lorenzo Lunar (Que en vez de infierno encuentres gloria, 2003), Daniel Chavarría (Adiós muchachos, 1994) y Leonardo Padura (Máscaras, 1997). Este último es, posiblemente, no sólo el escritor policíaco más conocido en Cuba, sino el escritor cubano vivo más conocido fuera de la Isla, y su saga de novelas protagonizada por el detective Mario Conde ha sido ampliamente estudiada. Se incluye aquí la primera producción de Amir Valle (Las puertas de la noche, 2001), quien ha continuado en la diáspora su carrera con obras como Largas noches con Flavia (2008).

Existe también una literatura de ciencia-ficción, tanto en la Isla como en la diáspora, que responde a los cánones del género y que merecería un análisis particular que yo, al no ser experto en el tema, prefiero no aventurar. Aun así, creo que en nuestra lengua la ciencia-ficción no ha alcanzado las cotas de excelencia que exhibe en otras culturas y que en castellano sí son frecuentes en otros planteamientos literarios.

 

Estos caminos de la narrativa cubana reciente no son senderos que se bifurcan. Puede establecerse una continuidad, una sintonía sin fronteras entre lo que se hace en la Isla y lo que se hace en la diáspora, entre otras razones, por el continuo trasvase de escritores que comienzan sus carreras en Cuba y la continúan fuera. Y por esa suerte de “fijación nacional” que se observa en escritores cuyo mundo ficcional ha permanecido en la Isla aunque vivan lustros o decenios en otras geografías. Apunta Rafael Rojas[4] también otro punto de integración: La Habana:

Existe, sin embargo, un lugar donde el campo literario comienza a dar muestras de una sorprendente integración: ese lugar es La Habana. Cualquiera que lea las interesantes novelas El pájaro: pincel y tinta china (1998), de Ena Lucía Portela, Perversiones en el Prado (1999), de Miguel Mejides, y El paseante cándido (2001) de Jorge Ángel Pérez, (…) retoman una línea de la alta modernidad literaria, transitada por Guillermo Cabrera Infante en Tres tristes tigres y Reinaldo Arenas en El color del verano, que consiste en estetizar los rumores y chismes de la ciudad letrada. (…) Esta topología simbólica de la ciudad es más legible aún en una narrativa como la de El Rey de la Habana (1999) de Pedro Juan Gutiérrez o La sombra del caminante (2001) de Ena Lucía Portela. (…) la estetización de las ruinas que practican novelas como Los palacios distantes de Abilio Estévez y Contrabando de sombras de Antonio José Ponte.

 

Podríamos hacer un largo inventario de las obras escritas fuera de Cuba que recorren cualquiera de los caminos anteriores, pero dejo esa tareas a otras preceptivas más prolijas y autorizadas, además de que una argumentación cuantitativa no esclarecerá si existe, verdaderamente, alguna singularidad en la literatura del outside que sea verdaderamente distintiva respecto a aquello que se escribe en la Isla. En cambio, prefiero subrayar en la literatura de la diáspora dos de esos caminos que han alcanzado una personalidad distintiva gracias, en buena medida, a las propias condiciones en que se producen: la iluminación de lo cotidiano, en este caso relocalizado, y la literatura posnacional. Y he optado por sumergirme en las obras de dos autores paradigmáticos.

 

La iluminación de lo (otro) cotidiano

Las tres novelas publicadas por Carlos Victoria[5], Puente en la oscuridad, La travesía secreta y La ruta del mago, tienen nombres viales: puente, travesía, ruta. Mientras, sus tres libros de cuentos[6], Las sombras en la playa, El resbaloso y otros cuentos y El salón del ciego, invocan instantes capturados con sus nombres de instantánea, de lienzo, de daguerrotipo. Y no se trata de meras casualidades. Con instantáneas y caminos el autor ha fabricado un mundo cercano, doloroso, tan verosímil que cuesta vencer la tentación de buscar a César y a Adela en las calles, de abandonar unas flores sobre las tumbas de Enrique, de William, de Ricardo; de consolar a Abel, inquietarnos por el destino de Natán Velázquez, o alcanzarle a Marcos Manuel Velazco un par de analgésicos que le alivien la resaca existencial.

Carlos Victoria podría ser catalogado como “un escritor del exilio” (si eso existe, porque una definición de tal calibre sería tan engañosa como las nóminas culturales de La Habana). Sus tres novelas son verdaderos Bildungsromanen, especialmente La travesía secreta y La ruta del mago, dado que Puente en la oscuridad es una suerte de búsqueda inversa, de retorno a la infancia en el intento de localizar a ese hermano elusivo que no sólo mantiene en tensión al lector, sino que desdibuja la frontera entre realidad, nostalgia y mitología. Independientemente de que Abel (La ruta del mago, 1997), Marcos Manuel Velazco (La travesía secreta, 1994) y Natán Velázquez (Puente en la oscuridad, 1993) tengan diferentes nombres, los tres podrían perfectamente componer un mismo Aprendizaje de Wilhelm Meister, desde la infancia de Abel hasta la torturada edad adulta de Natán, pasando por la juventud llena de preguntas, de senderos tortuosos, y tanteos sexuales, culturales y políticos, de Marcos Manuel. En contraste con las novelas de becados, personajes insertos en la maquinaria sociopolítica cubana, el adolescente Abel sufre una suerte de extrañamiento ante el paisaje de la flamante Revolución y ve pasar la manifestación y las consignas sin sumarse. Éste da paso al Marcos Manuel, quien intenta encontrar respuestas personales, un espacio de libertad y un encaje auténtico en la sociedad, eludiendo por igual la marginalidad y el oportunismo, con lo que consigue la expulsión de la universidad, el desmoronamiento de una red de amigos cuando cada hilo se marcha a pescar por su cuenta, la cárcel y esa suerte de destierro que es el regreso a los orígenes. De ahí que encontremos a Natán ya en el exilio, donde ha obtenido otros grados de libertad, aunque tampoco encaje, aunque esté condenado a la búsqueda de un hermano que es la búsqueda de sí mismo. Novelas de aprendizaje que culminan en una novela de misterio que, a su vez, rebusca en los orígenes como si le fuera dado reeditar la historia. A lo largo de las tres, presenciamos los intentos de exorcizar a los mismos fantasmas: la soledad, el desarraigo y el difícil ajuste en dos sociedades que exigen su tributo, cada una en su propia moneda.

En su obra narrativa, Carlos Victoria explora las trastiendas de la realidad, los desagües donde la sociedad intenta ocultar sus desechos. Recorrer su obra es asistir a una galería de personajes que, en el menos dramático de los casos, se mueven en los márgenes de la corriente, cuando no se trata de seres marginados y marginales, sumergidos en la bruma del alcohol o las drogas, o intentando bracear desesperadamente para escapar de ella. Seres que intentan ser ellos mismos y huir de la maquinaria estandarizadora que pretende cortarlos y editarlos de acuerdo al patrón de una presunta “normalidad”.

Tres son sus temas recurrentes, enlazados entre sí: la intolerancia, la inadaptación y la huida. Sobre todo, la huida. En su obra todos huyen de algo. El exilio es apenas una de las expresiones de esa huida.

Tanto en “El Armagedón”, con su mirada a la cárcel, como en “El resbaloso”, “El novelista” y “La estrella fugaz”, está presente, directa o indirectamente, esa fuerza oscura que obliga a huir a los personajes. Liliane Hasson[7] afirma que

(…) la inconformidad caracteriza a la mayoría de los personajes, tan inaptos [sic] como inadaptados para vivir en la sociedad que les ha tocado en suerte, sea en la Cuba revolucionaria, sea en Miami (…) Ciertos personajes son impotentes, unos luchan por mantenerse a flote, algunos se refugian en la bebida o en otras drogas, en el sexo, en la locura, hasta en el suicidio. Otros más buscan el apoyo de la religión, del misticismo, de la especulación filosófica, de la cultura…

La angustia del desarraigo y la marginalidad tiene lugar en un exilio que no es sólo ese espacio físico de la diáspora, esa patria de repuesto, especialmente Miami. El exilio puede ser La Habana; puede ser todo tiempo presente, en contraste con esa patria vívida que es la juventud y la infancia. El exilio puede ser la muerte; como puede ser una forma del exilio la noche o la literatura; excepto el propio cuerpo, ese refugio último.

Habría que subrayar que los avatares de la “exterioridad”, tienen en él un valor desencadenante. Los verdaderos exilios son esas huidas interiores a las que parecen propensos muchos de sus personajes, una suerte de respuesta transgresora a las presiones de la realidad exterior. Reinaldo García Ramos[8] califica a toda su obra como “la crónica del exilio en los años posteriores a Mariel”. Pero Carlos Victoria es el cronista de su intimidad. Los acontecimientos, las noticias, la sociedad, el entorno, son los toques a la puerta. El autor está tratando de saber qué ocurre dentro de la habitación cerrada. Marcos Manuel Velazco transita 477 páginas intentando delimitar las coordenadas de su propia geografía.

La complejidad de sus personajes se traduce con frecuencia en ambigüedad o ambivalencia. El sinuoso curso de una vida en “Un pequeño hotel de Miami Beach”. La escabrosa relación con una prostituta ladrona en “La franja azul”. La ambigüedad sexual en “El atleta”, en La travesía secreta, en La ruta del mago, y, desde luego, la ambigüedad por excelencia que campea en “El resbaloso”, uno de sus cuentos más inquietantes. Ese resbaloso que deambula por la ciudad, posible alter ego del escritor, inasible, intocable, fisgoneando la vida ajena sin un propósito definido.

Una ambigüedad que, en sus novelas, se traduce en búsqueda de las claves de futuro (La travesía secreta y La ruta del mago) o de las claves del pasado (Puente en la oscuridad), aunque las conjugaciones son engañosas. Las encarnaciones de Carlos Victoria en sus personajes son incapaces de sumarse, de desaparecer disueltas en una marcha del pueblo combatiente o en la marea humana de un centro comercial; de modo que su pregunta es siempre la misma: quién soy, qué hago aquí, hacia dónde voy. La ambigüedad es la materialización de la duda.

Si habláramos de la presencia de claves políticas, los textos de Carlos Victoria me recuerdan la famosa respuesta de Augusto Monterroso: “…todo lo que escribí era un llamado a la revolución, pero estaba hecho de manera tan sutil que lo único que logré a la postre era que los lectores se volvieran reaccionarios”[9]. Y, desde luego, si dependen de la absorción de un mensaje explícito, los lectores de Carlos Victoria pueden volverse lo que les venga en gana. Es cierto que en su obra no hay “resentimiento ni énfasis en la denuncia política”[10] y que “aun en aquellos relatos y novelas donde los personajes se mueven con desgarramiento, Victoria deja que su voz sosegada los contamine”[11]. Y aunque, efectivamente, ”dista mucho de ser comprometida”[12], al menos en la más común acepción del término, estamos frente a una literatura políticamente incorrecta. Incorrecta para casi todos los bandos y facciones de la política: virtud añadida.

Esa vida que se desmorona en “Un pequeño hotel de Miami Beach”; la inadaptación de escritores doble o triplemente exiliados en “La estrella fugaz”; la dura vida cotidiana en “El repartidor”; la desolación que transita “Las sombras de la playa”, y la marginalidad en “La franja azul”, “El novio de la noche”, “Pornografía”, y, sobre todo, el buceo en las cloacas de la sociedad miamense que es “El novelista”; la incapacidad adaptativa de Natán Velázquez a una sociedad (de y para el) consumo, sucedáneo hedonista de la ideología, su búsqueda de claves, de asideros en el pasado, el desfile de vidas fracturadas, solitarias. Todos ellos son un muestrario de la otra cara de ese exilio próspero frente a la crisis perpetua de la Isla. Una vivisección de la otra Cuba. La narrativa de Carlos Victoria sólo es política en la medida en que ello es la “actividad del ciudadano cuando interviene en los asuntos públicos”, como reza el diccionario de la Real Academia.

Tiene razón Carlos Espinosa cuando declara que Victoria ejerce el “desplazamiento Cuba-Miami, a veces poético, a veces real”[13], corroborando al autor, quien ha declarado: “Yo nací y viví treinta años en Cuba, y eso es parte vital, para bien o para mal, de lo que soy. Pero al final lo que queda es la obra, que si es valiosa opaca la nacionalidad e incluso la vida del autor, aunque éstas estén implícitas de alguna forma en cada página”[14]. Si nos pidieran delimitar geográficamente el coto de caza literario al que acude Carlos Victoria, tendríamos que dibujar una parcela que va de Camagüey a La Habana y que termina en los suburbios septentrionales de Miami. Pero esa sola parcela es insuficiente. Carlos Victoria hace también

(…) una literatura de la transmutación y hasta de la transmigración. Tocados por una suerte de ubicuidad trágica estamos en dos sitios a la vez. Y por lo mismo no estamos en ninguno. “Un pequeño hotel en Miami Beach” puede estar situado en un extraño paraje donde el personaje al doblar Collins Avenue entra en las calles Galiano y San Rafael, en La Habana[15].

La geografía de Carlos Victoria es incierta, dubitativa, los personajes transitan de un paisaje a otro sin pausas. Pero es aun más sutil: viven en Miami con el mismo gesto de habitar La Habana. A ello contribuyen los tránsitos dictados por el autor, y donde unos pocos recursos de la literatura fantástica, estratégica y discretamente dispuestos, consiguen de soslayo que, sin forzar el tono, el lector sienta la “naturalidad” de esas transmigraciones. Pero no es, de cualquier modo, una literatura acotada por la geografía. Sin dejar de ser cubanos, sus personajes y sus entornos, los conflictos que aquejan a los habitantes de sus ficciones resultan familiares a cualquier hombre, especialmente a aquellos que han padecido dictaduras y destierros, es decir, a la tercera parte de la humanidad. Y, seguramente, son más exactas para ubicar el hecho literario estas coordenadas de la sensibilidad y la imaginación, que meros paralelos y meridianos acotando la página.

“Recios y perfectos” llamó a sus cuentos Reinaldo Arenas en la contraportada de Las sombras de la playa, y “precisos mecanismos de relojería”[16], apostilló Benigno Dou. Lejos por igual del barroco, sobre todo de Lezama o Sarduy, y de la prosa majestuosa, por momentos hierática, de Carpentier, de la oralidad desbordante de Cabrera Infante y del atropellado discurso narrativo de Arenas, la contención de Victoria es, justamente, la búsqueda de una prosa al servicio de la historia. Una prosa contenida, equidistante, que rehúye tanto el desaliño como la pirotecnia. Una concisión, una desnudez que ya constituyen un estilo propio, una sobriedad que bien podría proceder, como bien dice Emilio de Armas[17], de “la sencillez expresiva de la [literatura] norteamericana”, con el añadido de todos los castellanos adventicios que pueblan la oralidad de su ciudad adoptiva, y que han conformado una norma lingüística ajena a los localismos, aunque con un finísimo sentido de la pertenencia y transitada por oportunos cubanismos: un goteo que, sin abrumar, establece coordenadas idiomáticas difíciles de pasar por alto.

Ya en abril de 1987, en una conferencia dictada en La Sorbona, Reinaldo Arenas calificaba las primeras obras de Carlos Victoria, entonces inéditas, como “una especie de lucidez desolada”, y subrayaba lo que tenían en común, a pesar de sus diferencias, los escritores cubanos del exilio[18]. En 1999, Jesús Díaz alababa a Guillermo Rosales y a Carlos Victoria por haber inventado “un Miami littéraire[19], y Olga Connor[20] cita al segundo como ejemplo de una literatura del exilio, al contrario que autores surgidos en Cuba o que, aun exiliados, “sólo escriben sobre Cuba”. Es comprensible la necesidad que tiene un exilio sangrante de verse reflejado en un corpus artístico o literario que le pertenezca (cierto orden de manipulación política de la cultura no se detiene ante la palabra “pertenencia”). Aunque el propio Victoria afirmaba: “A la larga ‘las literaturas’ no importan, lo que queda es la obra individual de los buenos escritores, que más que pertenecer a una literatura, tienen un nombre y un apellido”[21].

 

Narrativas posnacionales o la literatura que será

La redefinición del concepto de nacionalidad no es nada nuevo, aunque la globalización ha reavivado no sólo el tema, sino el hecho. Edward W. Said[22], al referirse a su identidad, sustituye la metáfora del árbol que hunde sus raíces en la tierra (que alimenta y encarcela el árbol) por “un cúmulo de flujos y corrientes” antes que como “una identidad sólida”. La nación de desterritorializa y se desacraliza, en palabras de Bernat Castany Prado[23].

Según Christopher Domínguez Michael, “la extinción de las literaturas nacionales, al menos en América Latina, no será desde luego un proceso ni natural ni lineal. Implica la desmantelación de un concepto firmemente establecido en la academia, en la opinión pública, en el espíritu de muchos escritores aún ligados sentimentalmente al nacionalismo cultural. Contra lo que suele pensarse en el extranjero (y en México mismo), ese proceso de desarraigo arranca con el siglo veinte: la tradición cosmopolita es la tradición central —aunque no la única— de la literatura mexicana moderna”[24]. Y subraya que en el presente globalizado, donde la información viaja a una velocidad sin precedentes y el español recobra la universalidad del Siglo de Oro, “la narrativa (y la poesía) latinoamericanas, además, se benefician de una globalización cultural que, permitiéndonos abandonar la obsoleta noción romántica de literatura nacional, nos devuelve, con más ganancias que pérdidas, al universalismo de las Luces”[25]. Es “el fin de nuestra excepcionalidad y de los fueros que el realismo mágico, falso o verdadero, conllevó”[26].

La traslación hacia lo posnacional de una importante zona literaria es algo que se observa con extraordinaria claridad en el Caribe, tras medio siglo (el doble, en el caso de Puerto Rico) de emigraciones masivas e intercambio fluido con Norteamérica y Europa, más que con otras naciones del continente. Si ya puede hablarse de una cultura chicana, que no es propiamente mexicana ni propiamente norteamericana (la nacionalidad reformulada), también puede hablarse de los newricans, los dominicanamericans y los cubanamericans, pero en otros términos: escrituras posnacionales, descentradas, multifocales.

Por el contrario que lo que ocurre en escritores norteamericanos de origen cubano, como Cristina García[27] y Oscar Hijuelos[28], para quienes lo cubano es escenografía y contexto, existe también una literatura anclada en una sensibilidad posnacional escrita por autores cubanos o de origen cubano desperdigados por el mundo. Obras que eluden “lo cubano” sin asumirse como apófisis de las culturas de sus países de acogida. Es el caso de José Manuel Prieto (Enciclopedia de una vida en Rusia, 1997; Livadia, 1999, y Rex, 2007)[29], y de muchas obras de Mayra Montero[30].

La globalización, con su extraordinaria movilidad de las personas, la información y las ideas, ha terminado de abolir la dictadura de escuelas estéticas y movimientos culturales dominantes. Las periferias se aproximan, la alternancia y movilidad de los centros emisores de la cultura es un hecho al que no son ajenos los mecanismos del mercado global y su manipulación del arte en tanto que mercancía. La Historia comienza a subsanar la Geografía.

Livadia es una “novela ejemplar” de esa literatura cuyas fronteras se extienden desde el Caribe hasta Estados Unidos por el Norte y Siberia por el Este, pasando por toda Europa. José Manuel Prieto (La Habana, 1962) se fue a estudiar a la URSS a inicios de los 80 y se graduó de ingeniero en Novosibirsk, Siberia Occidental. Vivió en Rusia más de doce años, se trasladó a México D.F. y enseñó en el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) desde 1994 hasta 2004. Actualmente es director del Joseph A. Unanue Latino Institute de la Universidad Seton Hall, en Nueva York.

En Livadia (también publicada como Mariposas nocturnas del imperio ruso), un joven contrabandista de origen cubano (origen apenas esbozado en unos pocos momentos) trafica visores nocturnos y otros artilugios “desviados” de los arsenales de un Ejército Rojo en plena descomposición. Se mueve continuamente por el Norte y Este de Europa hasta que recibe de un cliente sueco el encargo de conseguir una mariposa rarísima, cuyo último ejemplar conocido fue capturado hacia 1912 por el zar Nicolas II en los jardines del palacio que la familia imperial rusa se hizo construir en Livadia, cerca de Yalta, en la península de Crimea. Instalado en esa localidad —medio siglo después de la Conferencia de Yalta, que marcó un nuevo reparto del mundo y el inicio de la Guerra Fría—, en la que (en teoría) permanece al acecho de la mariposa, el narrador redacta el borrador de lo que pretende ser una respuesta a las cartas que allí le envía V., la muchacha siberiana que lo abandonó después de que él, no sin correr riesgos, la ayudara a escapar del burdel de Estambul donde trabajaba.

Prieto apela a moldes propios de la novela de aventuras, del libro de viajes, de la novela epistolar, la novela negra y del relato iniciático; cuando en realidad todos ellos sólo son el soporte argumental de un largo repaso a toda la tradición epistolar, con ciertos tintes de ensayo filosófico. Un libro organizado sobre la excusa de cartas recibidas por el autor, pero que nunca conoceremos. Presuntamente estamos en presencia del largo borrador de su respuesta (que más tarde desaparecerá). O de un rescate (mal planeado y peor ejecutado) que no termina en fracaso gracias a la divina intervención de una capa propia de Harry Potter. La historia de un entomólogo aficionado y rico que encomienda a un contrabandista la persecución (condenada al fracaso) de una mariposa rara cuya descripción es incierta. Todo el entramado sólo pretende otorgar un esqueleto narrativo a la educación sentimental del protagonista y, sobre todo, a un delicioso repaso de toda la tradición epistolar que desemboca drásticamente en las urgencias del email. Relato jalonado por las cartas que el autor-protagonista recibe de V. y con cada capítulo perfectamente ubicado en la múltiple geografía del relato, lo cual es también una ubicación temporal.

El protagonista de J. M. Prieto, su alter ego, ha residido en la metrópoli del comunismo mundial, en la casa matriz del Imperio que en su día fue el llamado “Campo Socialista”, y asiste, diez años después, a su caída. Ya el protagonista de Enciclopedia de una vida en Rusia[31], un retrato sociopolítico del derrumbe de la URSS, reflexionaba: «El imperio, que había proyectado su pesadez hacia la lejanía de un futuro perfecto, cayó por el peso de mullidas alfombras persas, jaguares descapotables, perros de raza, debilitado por la meta de un vivir placentero que logró suplantar sus objetivos celestes». Una lectura suspicaz permite atribuir a estas palabras, también, un destinatario lejano, un país que colapsaría, al menos económicamente, tras la desaparición de la URSS. Claro que un análisis histórico de esta naturaleza, leído desde el dandismo que recorre toda la obra de Prieto, no pasa de ser una boutade con algunas certezas de fondo.

No es en la opaca presencia del régimen cubano —nunca mencionado— donde afloran las coordenadas de la experiencia totalitaria. Las alusiones al imperio y su caída se pueden rastrear en la escritura tangencial, la naturalidad con que se asume la poda de libertades e, incluso, en cierto momento, el protagonista maldice “la libertad de expresión, un valor rastreramente burgués” (p. 291) y apuesta por “una ley que permitiera la violación de la correspondiera en aras de la seguridad nacional”, reivindicando la restauración de “gabinetes negros” para el saqueo de la correspondencia privada (p. 292).

En Prieto, la retórica totalitaria es un sustrato que yace bajo la aparente libertad, en un tono, un susurro, una cuidada elección de las palabras:

“el estilo de gobierno que impera en un país se transparenta en la actitud que asumen los padres de familia, los directores de escuela y hasta los administradores de poca monta. Kizmovna había visto infinidad de filmes con escenas de interrogatorios a miembros díscolos del partido y había copiado a la perfección las inflexiones…” (p. 140).

Y estos contextos geográficos se convierten en contextos culturales. Prieto escribe desde la tradición rusa, que fluye a través de toda la obra en el tempo, en la naturaleza de las descripciones (Turguéniev más que Dostoievski), en un cierto regodeo en los circunloquios, un pausado acercamiento a la materia narrativa, una prosa tersa y otoñal. Un español escrito desde LO ruso, como un traductor de sí mismo, explicando al lector los giros de la lengua que un eslavo comprendería de inmediato:

“Le gritó—: Ponial? —que quería decir ‘¿Has entendido?’, pero en masculino, como dicho a un hombre, sin la a al final, indispensable para poner la frase en femenino; cambio de género que debía transmitirle a Leilah la gravedad de su amenaza. (…) la llamó Masha, porque es como si dijéramos ‘un Iván cualquiera’”. (p. 182).

O cuando dice: “darle a entender que había ‘mordido de parte a parte su juefo’, para utilizar una exacta expresión rusa. Mordido de parte a parte hasta dar con el hueso, lo duro” (p. 184).

Un lenguaje que busca, y con frecuencia consigue, una máxima precisión, aunque sea a costa de reajustar el tempo narrativo, y que evade ex profeso las coordenadas no sólo de la oralidad cubana sino del discurso letrado de la Isla, y no sólo del léxico, sino de la propia construcción sintáctica que suele denunciar al narrador cubano. A cambio: un español neutro, transparente para todos los hispanohablantes. Una voluntad de aproximación a un lector invisible (internacional, posnacional, ¿el mercado?), una voluntad mercadotécnica, sin que ello sea peyorativo.

Prieto viene de una tradición occidental, de otro canon de lo maravilloso, de modo que cuando se ve a sí mismo desde afuera en su propia habitación, no apela a los orishas o a los santos mulatos del catolicismo sincrético de la Isla, sino a la memoria de madame Blavatzki y la magia de sus cartas instantáneas. Y eso es parte de la tradición cultural como objeto de elección. No encaja sus ficciones en una tradición heredada, sino en una tradición elegida. No es casual entonces que el alter ego del autor se catalogue en Livadia como “alguien con el alma dividida, que albergaba la sospecha (…) de una presencia ahora mismo en otro lugar (…) Yo no era una divinidad. Tampoco era un exiliado, no me gustaba esa palabra (…) Era sólo un viajero” (pp. 116-117). Un viajero cosmopolita que asume su naturaleza nómada situándose, como un observador de paso, en todos los lugares. O en el no lugar. Es el pasajero que asume paisajes como aeropuertos: tránsitos, no destinos. Nadie como él resume la ciudadanía como flujo. Desde ese punto de vista es, posiblemente, el escritor más posnacional en la nueva literatura cubana (o escrita por cubanos, para ser más exacto).

Antes y después de este libro, Prieto confirma el perfil de su narrativa. Con su precedente Enciclopedia de una vida en Rusia, y en la posterior novela, Rex, construida como un juego de espejos en torno a un joven maestro de origen cubano que trabaja en casa de unos neomillonarios rusos radicados en la Costa del Sol.

El autor asume su posnacionalidad, no como respuesta o reivindicación del no lugar, sino como el resultado natural de su propia biografía. No ser un escritor nacional es el producto de no ser un individuo nacional. Su identidad es el “no lugar” o, mejor, el “todos los lugares”. Prieto elude el concepto mismo de nacionalidad, e instala sus escrituras en el universo líquido de una nacionalidad fluyente, imprecisa, trashumante, electiva.

 

Concurrencia y deriva de las islas

Una lectura atenta a la narrativa escrita por cubanos en los últimos lustros demuestra que si en la Isla se ha rebasado en lo esencial el “realismo socialista” que lastró una parte de la literatura, sobre todo de los 60 y 70, en la diáspora ha perdido adeptos un “realismo antisocialista” que circuló más o menos por esas mismas fechas. Se observa un continuum, un flujo y reflujo entre todas las orillas que puede rastrearse en los temas, en el idioma y en las proyecciones de esa narrativa. Sobre ello incide el continuo trasvase de carreras literarias entre la Isla y la diáspora. Pero también el hecho de que la vida en la Isla sigue constituyendo la primera materia prima sobre la cual se construyen las ficciones, sin importar la geografía desde donde se redacten. Tampoco es ajeno a este fenómeno cierto boom de la narrativa de autores cubanos que se produce durante los 90, al mismo tiempo que se desmorona la industria editorial en Cuba, con lo que numerosos escritores rebasan el carácter endogámico de una literatura hasta entonces ensimismada en el mercado interno, y acuden en busca de nuevos horizonte editoriales, nuevos públicos a los cuales se debe acceder desde una intelección menos hermética. Christopher Domínguez Michael nos recuerda que “el mercado editorial predica la uniformidad y castiga, más que nunca antes en la historia moderna del libro, la dificultad intelectual y el riesgo formal”[32]. Y eso también se constata en la literatura hecha por cubanos desde los 90. La fluidez de las comunicaciones y los intercambios, la inmediatez en el conocimiento mutuo de las escrituras que se fraguan en diferentes geografías también influyen en esta suerte de deriva continental de las diferentes narrativas que, más que distanciarse, convergen en formulaciones semejantes, aunque conserven sus personalidades.

Si algo podría singularizar a la narrativa de (algunos) autores cubanos instalados en la diáspora son los tres fenómenos subrayados (aunque no exclusivos): La acusada presencia de una literatura posnacional que llega, incluso, a desdibujarse de un presunto cannon al apelar a tradiciones culturales diferentes o escribirse en otra lenguas, con el consiguiente ingreso en una tierra de nadie (o de todos). La aparición de lo que Jesús Díaz llamó un Miami littéraire, y cuyo mejor representante es Carlos Victoria, con el corpus más abarcador y sostenido, aunque por su contundencia y eficacia narrativa quizás el más glamoroso ejemplo sea Boarding Home, de Guillermo Rosales (en España, La casa de los náufragos, 2003). Y la existencia de un ensayo narrativo que ya cuenta con varios libros de primera línea, en consonancia con el florecimiento en la diáspora del ensayo durante los últimos quince años. Lo posnacional es un resultado de la trashumancia, y la construcción de un Miami literario deriva de la propia ciudad como cubanía alternativa. Ambos son, de algún modo, subproductos de la Geografía. El ensayo narrativo, en cambio, relocaliza su geografía en la diáspora sólo en la medida que ésta ofrece hospedaje a la Historia. El ensayo, incluso el ensayo narrativo, no puede acogerse a la ambigüedad y los juegos elusivos de la narrativa pura (¿existe narrativa pura?). El comercio de las ideas conlleva riesgos que lo hacen más vulnerable a la censura. En las atracciones de feria, los avioncitos sujetos a un pivote central jamás consiguen despegar. Las ideas requieren pistas sin obstáculos, donde ninguna maniobra sea punible, para emprender el vuelo.

 

(Espacio Laical, nº 1, 2010)

 

 


[1] Tumbas sin sosiego. Revolución, disidencia y exilio del intelectual cubano Ed. Anagrama, Barcelona, 2006.

[2] Moralidades postmodernas; Tecnos, Madrid, 1996.

[3] Ver también Gutiérrez, Pedro Juan; Carne de perro; Ed. Anagrama, Barcelona, 2003. El nido de la serpiente. Memorias del hijo del heladero; Ed. Anagrama, Barcelona, 2006.

[4] Ob. Cit.

[5] Puente en la oscuridad (Premio Letras de Oro, 1993); Instituto de Estudios Ibéricos, Centro Norte-Sur, Universidad de Miami, Coral Gables, EE. UU., 1994. La travesía secreta; Ediciones Universal, Miami, 1994. La ruta del mago; Ediciones Universal, Miami, 1997.

[6] Las Sombras en la playa; Ediciones Universal, Miami, 1992. El resbaloso y otros cuentos; Ediciones Universal, Miami, 1997. El salón del ciego; Ediciones Universal, Miami, 2004. Reunidos en Cuentos, 1992-2004; Ed. Aduana Vieja, Cádiz, 2004.

[7] Hasson, Liliane; Carlos Victoria, un escritor cubano atípico, en Reinstädler, Janett y Ette, Ottmar (coordinadores); Todas las islas la isla: nuevas y novísimas tendencias en la literatura y cultura de Cuba, Iberoamericana, Madrid, 2000, pp. 153-162.

[8] García Ramos, Reinaldo; “La playa se ilumina”; en Stet, n.º 6, 1993.

[9] Bianchi Ross, Ciro; Voces de America Latina; Ed. Arte y Literatura, La Habana, 1988, pp. 234‑35.

[10] Espinosa, Carlos; El peregrino en comarca ajena; Society of Spanish and Spanish-American Studies, University of Colorado, Boulder, Colorado, 2001.

[11] Gladis Sigarret citada por Cardona, Eliseo; “Narrativa centrada en dos geografías”; en El Nuevo Herald, 16 de noviembre, 1997, p. 3E.

[12] Hasson, Liliane; ob. cit.

[13] Ob. cit.

[14] Armengol, Alejandro; “Carlos Victoria: oficio de tercos”; en Linden Lane Magazine; enero, 1995.

[15] Hasson, Liliane; ob. cit.

[16] Dou, Benigno; “Como precisos mecanismos de relojería”; en El Nuevo Herald, 16 de noviembre de 1997, p. 3E.

[17] De Armas, Emilio; Reseña sobre Las sombras de la playa; septiembre, 1992.

[18] Hasson, Liliane; ob. cit.

[19] Íd.

[20] “Victoria en lo interior”; en El Nuevo Herald, 20 de septiembre,1992.

[21] Cardona, Eliseo; “Narrativa centrada en dos geografías”; en El Nuevo Herald, 16 de noviembre, 1997, p. 3E.

[22] Fuera de lugar; De Bolsillo, Barcelona, 2002, p. 377.

[23] “Las nuevas metáforas identitarias de la literatura posnacional”, en Konvergencias, Filosofía y Culturas en Diálogo, n.º 9, año III, junio de 2005, en http://www.konvergencias.net/literaturaposnacional.htm. Ver también: Bernat Castany Prado; Literatura Posnacional; Editum, Ediciones de la Universidad de Murcia, Servicio de Publicaciones, 2007.

[24] “¿Fin de la literatura nacional?”; en: Reforma, Ciudad de México, agosto 21, 2005, en: http://atari2600.blogspot.com/2005_08_01_atari2600_archive.html

[25] Íd.

[26] Íd.

[27] García, Cristina; Soñar en cubano; Espasa Calpe, Madrid, 1993.

[28] Hijuelos, Oscar; Los reyes del mambo bailan canciones de amor; Ed. Siruela, Barcelona, 1992.

[29] Prieto, José Manuel; Enciclopedia de una vida en Rusia; Ed. Mondadori, Barcelona, 1997. Mariposas nocturnas del Imperio Ruso (Livadia); Ed. Mondadori, Barcelona, 1999. Rex; Ed. Anagrama, Barcelona, 2007.

[30] Montero, Mayra; El capitán de los dormidos; Ed. Tusquets, Barcelona, 2002.

[31] José Manuel Prieto; Mondadori, Barcelona, 1997.

[32] “¿Fin de la literatura nacional?”; en Reforma, Ciudad de México, agosto 21, 2005.





El navegante despierto: Abilio Estévez

2 05 2009

Abilio Estévez (La Habana, 1954) ha publicado volúmenes de poesía (como Manual de las tentaciones, Premio Luis Cernuda, 1986, y Premio de la Crítica, 1987), y cuento (Juego con Gloria, 1987; El horizonte y otros regresos, 1998). Su teatro, desde La verdadera historia de Juan Clemente Zenea (Premio José Antonio Ramos de la UNEAC, 1984), ha imantado la mirada de los espectadores cubanos. En 1999, alcanzó un unánime reconocimiento internacional con la novela Tuyo es el reino, merecedora en Cuba del Premio de la Crítica, 1999, y, en Francia, del Premio al Mejor Libro Extranjero, 2000. Esta novela fue seguida por Los palacios distantes (2002), traducidas a catorce idiomas, trilogía que ahora cierra con El navegante dormido (2008). Ha publicado teatro, como Ceremonias para actores desesperados (2004) y puesto en escena casi una decena de obras. En Inventario secreto de La Habana (2004), su escritura integra las memorias con la ficción y el libro de viajes. Su obra, una de las más originales de la literatura latinoamericana contemporánea, ajena a modas y reclamos de mercado, se viste siempre con una prosa elegante, empedrada de oportuna poesía que los lectores de buena literatura saben apreciar.

 

Tras el desplome del comunismo en Europa del Este, Cuba se puso de moda. El público quería saber por qué no había caído la última ficha del dominó y, ante el hermetismo de los políticos y la prensa, los exploradores de la cultura compitieron por capturar músicos, artistas plásticos, narradores que ofrecieran las claves del milagro. Como saqueadores de ruinas, exponían en los circuitos del arte los restos arqueológicos de la Revolución. Tu obra, ya de sobra conocida en Cuba, deslumbra a los lectores de Occidente justo por esos años. ¿Favoreció esta coyuntura su difusión o habría ocurrido de todos modos? ¿Condicionó de algún modo la obra siguiente? ¿Remite este fenómeno, perverso o feliz?

Pregunta peligrosa. Quizá un tanto descortés. Para responderla tendría que entrar en los terrenos equívocos de la especulación. Y por ese camino no pienso atreverme. Es decir, estás preguntando si el propio autor de la obra opina que hubo causas extraliterarias que condicionaron el cierto éxito literario, la difusión (como tú dices) de Tuyo es el reino. Tal vez; pero los hechos sucedieron como sucedieron. También podría enfocarse la pregunta de otro modo: ¿todos los libros cubanos publicados por esas fechas tuvieron igual difusión? No lo sé. Algunos sí, algunos no. ¿Y por qué algunos sí y otros no? ¿Te imaginas que yo responda que semejantes sucesos carecieron de importancia para la “repercusión” de Tuyo es el reino, que a mi libro no le hacían falta determinados acontecimientos históricos, que de cualquier modo se hubiera difundido igual? O, en caso contrario, ¿imaginas que responda que no, que si no llega a ser por el desplome del comunismo nadie se hubiera fijado en mi novela? La primera respuesta me revelaría como un tonto vanidoso, y la segunda, como un tonto a secas. De cualquier modo, sería una respuesta extraña. Esa pregunta, insisto, es descortés. Se ha dirigido a la persona equivocada. Además, conozco a algunos de esos que se hacen llamar “críticos”, esos pobres guardianes de cementerio que decía Sartre, que estarían encantados de responderte. Es más, si escuchas bien, ya te han respondido avant la question.

 

Desde luego que es, ex profeso, una pregunta descortés, provocadora, y has salido airosísimo del trance. Yo tampoco podría responderla categóricamente. Pero si lo coyuntural colaboró en el reconocimiento de tu novela, bienvenido sea como acto de justicia poética. En este caso, la obra, que en la biblioteca de mi memoria está alineada en la primera división, merece sus resonancias.

Tu cercanía a Virgilio Piñera, cuyos últimos años tú compartiste cuando eras muy joven, ha inducido a algunos críticos a confundir biografía y estilo, atribuyéndole un carácter piñeriano a tu obra. Yo sólo descubro rastros de esa negatividad piñeriana en algunas zonas de Los palacios distantes y en tus tres Ceremonias para actores desesperados, desoladas como un paisaje de ruinas sin el empaque nobiliario de los siglos. ¿Cuál es la principal huella de Virgilio en ti? ¿La ética del ejercicio literario antes que sus fórmulas?

Estoy de acuerdo, yo mismo no descubro en mí esa “descarnada negación piñeriana”. Hay muchos escritores cubanos, más jóvenes que yo y que, por tanto, no conocieron a Virgilio, que son, sin embargo, más “piñerianos”, como tú dices. La cercanía personal del escritor acaso no determina el “cómo se escribe”. Cada uno ha tenido una vida diferente y, por tanto, una manera diferente de ver o entender lo que sucede a su alrededor. Es decir, que puede que se trate (no lo sé) de que los señores que intentan escribirse, en uno y otro caso, son diferentes, como diferentes fueron las suertes o las desventuras que cada uno debió enfrentar. Detrás de cada escritor hay algo invisible. Y puede que ese “algo invisible” sea lo que determina. Esto lo dice muy bien Philip Roth en una famosa entrevista. Yo nunca me he propuesto escribir al “modo de Virgilio”, simplemente porque no sé, porque, como es natural, yo no escribo como quiero, sino como puedo. Lo que sí estoy en condiciones de afirmar es que cuando conocí a Virgilio en 1975 (yo acababa de cumplir 21 años) comencé a entender de otro modo la literatura. Ya estaba en la universidad, pero mi verdadera universidad fue Virgilio. Con esa mezcla de seriedad e ironía que lo caracterizaba, él hablaba de “sacerdocio”. Pues bien, no está mal entenderlo así, con la debida seriedad e ironía que se le debe conceder a la palabra. Como metáfora puede que sea útil. Era imposible no dejar de sentirse impresionado por la ética de ese señor tan extraordinario que fue Virgilio Piñera. Esa tozudez ética del desenmascaramiento permanente. Un hombre tan aparentemente vulnerable y que resultó de acero. Admirable. Y hay algo más (y sé que estoy en la obligación de contar todo esto algún día), nunca he conocido a nadie que viviera, como él, en la literatura. A su lado, todo se convertía en literatura, todo alcanzaba una dimensión diferente, que nada tenía de cotidiana. Con él no llegábamos a la casa-quinta de los Ibáñez-Gómez, de Yoni Ibáñez, en Mantilla: con él llegábamos a la Ciudad Celeste. Y no éramos un grupo de personas que conversábamos y leíamos, sino que éramos, al modo de Proust, un cogollito. Y así fue siempre. Cuando, desgraciadamente, se acabaron, o la policía hizo que se acabaran las tertulias de los Ibáñez, y nos veíamos a escondidas en una rara casa de la calle Galiano y San Miguel, éramos los personajes de una novela policial, lo cual no estaba, dicho sea de paso, muy lejos de la verdad. Hasta lo terrible de tener que salir de aquella casa a horas distintas y, si nos encontrábamos en la parada de la guagua, fingir que no nos conocíamos, era como vivir en un libro. Insisto: esa propensión natural a convertirlo todo en maravilla, en fábula, en mito. Era un mayeuta. Y si algo se aprendía al lado de Virgilio era a observar y a tener fe. Fe en la literatura, como se comprenderá. En un libro de Félix de Azúa que leo y releo con mucho gusto, se ha contado la fábula del judío que en el tren, camino de los campos de concentración, se asomaba por una ventanita del techo, una claraboya, y contaba a los demás cuanto iba viendo, cómo eran los paisajes que veía. Pues bien, ese era Virgilio para nosotros: el que se asomaba por la claraboya de aquel tren cerrado y nos contaba el paisaje que veía.

 

A diferencia de la literatura piñeriana, drásticamente adulta en su acidez, como de alguien que nunca fue niño —su espíritu lúdico, jodedor, no era de juegos para todas las edades—, en la tuya uno siente al escritor que se niega a abandonar la infancia, que necesita periódicamente refugiarse en ella, desde Juego con Gloria hasta El horizonte y otros relatos, pasando, desde luego, por Tuyo es el reino. Incluso en Los palacios distantes, esa novela de adultez dolorida, apocalipsis del derrumbe, Don Fuco es una reedición elegida, sabia, no accidental, de la infancia. Quizás esa sea, en parte, la razón de que uno perciba una enorme piedad hacia los personajes que transita casi toda tu obra, semejante a la que puebla la obra de Chejov y Gogol, del primer Lino Novás Calvo y los mejores cuentos de Onelio Jorge Cardoso. Lo anterior, más que una afirmación, es una sospecha que agradecería comentario.

Uno de mis posibles “problemas” es que nunca he podido ser un adulto del todo. No lo digo en el modo “gracioso” en que se repite ese tópico bastante bobo de “conservar el niño que llevamos dentro”. No, no me refiero a esa tontería de “mirarlo todo con el asombro de los niños”. Debe ser horrible (monstruoso) un señor de sesenta años que mira la vida con “el asombro de los niños”. Me refiero a la nostalgia por una época que uno cree (observa que digo “cree”) ha sido muy feliz. Tengo la impresión de que la única época verdaderamente dichosa de mi vida fue mi infancia. Tal vez por eso intento volver a ella una y otra vez. Tal vez por eso me duela que se haya convertido en un reino inconquistable. O sólo conquistable por la literatura. Y, posiblemente, sienta una gran piedad, no sólo por los personajes, sino por todos, perdidos como vamos en este momento tan despiadado de la historia. Has mencionado a cuatro autores que he leído mucho. Almas muertas, por ejemplo, la he leído tres veces. Y es el único libro, con El Quijote, que me ha hecho reír a carcajadas, y que, no obstante, me ha dejado ese poso de tristeza que dejan siempre los escritores rusos. A Chejov lo estoy leyendo ahora mismo por razones de trabajo. Y recuerdo todavía la impresión que, muy joven, siendo aún estudiante del Pre de Marianao, me provocó La sala número seis. Con Lino Novás Calvo sucedió igual, aunque fue una lectura posterior, que debo a Virgilio. ¿No es “La noche de Ramón Yendía” uno de los mejores cuentos que se ha escrito en Cuba? ¿Y quién puede olvidarse del final de Pedro Blanco, el negrero, con esos dos cadáveres enfrentados uno al otro? Nunca olvido la primera vez que leí los cuentos de Onelio Jorge Cardoso. Y no lo olvido por dos razones, por los cuentos mismos y por el extraño lugar en que los leí. Fue en Unión de Reyes, mientras cortaba caña en la zafra del 70. Como era un libro pequeño, de Ediciones Unión, me llevaba el libro para el corte en el bolsillo del pantalón, y a la hora del almuerzo me echaba bajo un árbol a leer “Memé” y “Mi hermana Visia”. Bueno, ojalá tuviera yo la piedad que esos escritores tienen con sus personajes. Yo, en todo caso, tuve muy pronto la oportunidad de descubrir en ellos esa piedad.

 

¿Qué es La Habana para ti? ¿Qué ha sido librarte, si acaso te has librado, de La Habana? ¿Y Barcelona? ¿Hay una Habana de repuesto? ¿Existe la ciudad adoptiva, asumida, o no pasa de una dirección postal diferente, de una cápsula urbana que se puede amueblar con la memoria?

Hasta hace un tiempo creí que La Habana era mi lugar natural. Un espacio con el que establecía una relación de amor y de odio, como deben ser las buenas relaciones, las que duran para siempre. Recuerdo que en una ocasión fui como lector de español a la Universidad de Sassari, en Cerdeña, por seis años, y regresé al cabo de unos meses. Y no fue la única ocasión: casi siempre adelantaba el pasaje de regreso. Pensaba que nunca podría vivir si no vivía allí. Cuando llegué a Barcelona, pensé que no escribiría nunca más, que sin La Habana, sin mi casa, sin mis libros y sin algunos amigos (no muchos, desgraciadamente) todo se había acabado. Sentí que abandonar La Habana era como una especie de muerte. Ahora, sin embargo, me burlo de haber creído eso. Me parece raro que uno tenga esas ideas equivocadas sobre las ciudades o las cosas. Qué raro sentido de la posesión. ¿Qué será? ¿Provincianismo, inmadurez? Abandonar La Habana no fue distinto que abandonar la casa de mi infancia, el patio de mi abuela, mis veinte años, ver morir a Marta, Otto, Alberto, Laura, tan buenos amigos. Ver morir a Virgilio y a mi padre casi al mismo tiempo. En fin, si uno va perdiendo cosas y ganando otras, ¿por qué no perder La Habana y ganar Barcelona, o Palma de Mallorca? He vuelto hace poco de La Habana, después de siete años de ausencia. Descubrí que mi nostalgia no era exactamente por mi ciudad sino por mi juventud. Yo no añoraba las palmas, deliciosas o no, ni añoraba el calor, ni la calle Galiano, ni el tamal en hoja, ni el aguacate. Yo añoraba a aquel muchacho lleno de ilusiones que tenía un novio con el que vivió once años y con el que se iba a Mantilla todos los sábados a ver y a escuchar a Virgilio Piñera. En esta ocasión de mi reciente viaje anduve por las calles de mi niñez, en Marianao, fui al Instituto, al Obelisco, buscando lo que yo creía que me había pertenecido. Anduve por las calles Monte y Reina que siempre me gustaron tanto. Y la revelación fue que aquellas calles, aquel instituto, nada me decían. Todo eso había desaparecido, no porque hubiera desaparecido en la realidad, ni siquiera porque se hubieran convertido en ruinas (no me refiero a eso), sino porque su “diálogo” conmigo había cesado. Ya me habían dicho, supongo, lo que me tenían que decir. Hoy creo que mi lugar natural es cualquiera donde me acerque a eso que llamamos felicidad, que ya sabemos qué cosa extraña, pequeña y huidiza y contradictoria es. Pero existe. Sí que existe. Levantarme y retomar la biografía de Chejov que estoy leyendo, ver que Alfredo me acompaña, que mi madre ha cumplido ochenta años, que mi sobrina me llama para hacerme una consulta sobre Jean Rhys, que mi hermano me pide que le envíe un libro de Sue Grafton, o escribir un texto para Rosario Suárez (Charín)… Esa es la felicidad. No hay otra. A Nabokov, tan grande siempre, cuando vivía en Estados Unidos le preguntaron por Rusia, y respondió que toda la Rusia que necesitaba la llevaba consigo. Sí, debe ser eso. Tenía razón. Y lo interesante fue que en La Habana tenía deseos de estar en mi casa de Barcelona. Aquí me siento ahora en mi casa. Y en Mallorca también. Bajo a comprar el periódico, el pan, me tomo un café en un negocio de marroquíes muy amables, saludo a la señora del estudio fotográfico que se ha hecho mi amiga, y ese ritual pequeñísimo es la gran prueba de que he encontrado otro modo de ser feliz. Y si me dices que me voy mañana para Madison, Wisconsin, pues hago la maleta como si tal cosa: hacia los lagos helados y a leer a Glenway Wescott. Al fin y al cabo, a cierta edad y en determinadas circunstancias, hay que saber que todo es viaje y que todo termina en un viaje.

 

Has dicho que La Habana, léase la ciudad letrada, te trató bastante mal cuando regresaste con el éxito de Tuyo es el reino bajo el brazo; que la maledicencia se cebó y que, como contrapartida, apenas hubo una indiferencia expectante de la (presunta) crítica. Últimamente, la maledicencia y el chisme municipales se han hecho literatura (con menos quilates que en Lezama y en Proust, desde luego). ¿Has sentido algo equivalente en el exilio letrado?

Sí. Alguna vez dije que La Habana me trató mal, y debo corregirme. Empleé una monumental sinécdoque. La Habana no es una sola, como tampoco Miami lo es. En La Habana y en Miami hay muchas Habanas y Miamis. Fueron algunos escritores. Incluso algunos que a los que creía amigos; incluso amigos que de algún modo se habían consagrado como escritores, si es que existe tal consagración. Y de un escritor viejo y de cierto prestigio uno espera grandeza y nobleza. No, no fue toda La Habana, por fortuna. Hubo mucha gente que me apoyó. Y en el exilio, lo mismo. De otra manera, cierto, porque en el exilio resonó un estruendoso silencio. Creo que los cubanos (no todos, claro está) somos reacios a aceptar que otro se acerque a cierto rincón del éxito, por pequeño y poco brillante que éste sea. Existen muchos casos que se podría citar. Presumo que hay un lado mezquino entre los escritores cubanos, y, por ser elegante, no me excluyo. Cuando se publicó El reino de este mundo, en La Habana se hizo un gran silencio. El propio Carpentier se quejó en sus cartas a Marcelo Pogolotti. Sin embargo, y mira qué extraño, cuando Carpentier tuvo delante el manuscrito de esa novela extraordinaria de Reinaldo Arenas, El mundo alucinante, hizo todo lo posible porque no se premiara ni se publicara. Y se publicó gracias a gestiones de Virgilio Piñera y Camila Henríquez Ureña. Es raro, ¿no? O sea, que siempre pasó lo mismo. Y seguirá pasando. Lo que ha sucedido en el pasado reciente es que la acusación política proveía, o provee, de un arma bastante letal. Algún día tendremos que aprender a respetar el criterio del otro y la diversidad. Será una labor importante. Sí, a veces me cuentan de ciertos dimes y diretes. A veces, yo mismo me veo envuelto en algunos sin demasiadas consecuencias. En la mayoría de los casos, no hay que responder a eso. Que cada cual cargue con su pobreza y con su roña. Nada que ver con Proust ni con Lezama, como bien dices. A esa altura, lo lamento, no queda nadie entre nosotros. Al menos, por el momento. Y si hay alguien, está oculto. Yo, por fortuna, me siento lejos de todo eso. Vivo maravillosamente alejado. En Barcelona, pero alejado. Y no leo muchos blogs. Frecuento algunos que me parecen bien escritos e inteligentes, pero cuando veo que comienzan a emponzoñarse, los dejo de frecuentar. Soy responsable de mi neurosis y mis venenos, y no quiero que nadie me envenene más.

 

Sin duda, hay una inexplicable (es mi manera de decir auténtica) cubanía en tus novelas y en tu teatro, y no es cuestión de escenografía. A las pocas páginas, uno regresa a la Isla. Pero, ¿te interesa expresamente la reivindicación de lo nacional? En sus antípodas, ¿te interesa un cosmopolitismo intencional?

No, no, reivindicaciones nacionales de ninguna manera. No me interesan. Si lo ha parecido ha sido sin darme cuenta, o qué sé yo. Los nacionalismos me parecen ridículos, todos. La bandera, el himno, los símbolos… Desde que era niño me sentía ridículo cantando el himno en los matutinos ¡Dios nos libre! Y más ahora, que todo se ha desvirtuado tanto. El primer libro que leí fue una versión para niños de Las mil y una noches. No fue Rumores del Hórmigo ni los Cromitos cubanos de Manuel de la Cruz. Por tanto, creo que nuestra cultura, la tuya, la mía, la de cualquiera de nosotros, está tomada de cualquier lugar, de todos, de Estados Unidos, de Argentina, de Francia, de México, de España, de Rusia… Somos un país de poca tradición literaria, si lo comparamos con otros. Así que nos sentimos con el lógico derecho de tomar de toda la tradición literaria. Puede que el asunto sea que yo, el que escribe, soy cubano. Y un cubano, como todos los de mi generación, que ha vivido en circunstancias difíciles y que se ha impuesto la obligación de usar esas circunstancias como materia literaria.

 

Casi toda la gran novela que ha sido es novela de personajes o de tesis. Si bien tu teatro es, con frecuencia, como no podía ser menos, un teatro de personajes, creo percibir en tus novelas, aun cuando haya personajes (con mucha frecuencia, arquetípicos) que se resistan al olvido, un tono coral, como novelas de atmósfera donde La Isla o La Ciudad asumen un protagonismo poliédrico. ¿Construyes tus novelas partiendo de un argumento, de los personajes o de algún suceso que te permite, como quien tira de la punta del hilo, hacerte con el ovillo?

Sí, se me ocurre una historia. Y, por supuesto, los personajes de esa historia. Soy muy laborioso a la hora de armar todo el trabajo previo. Es, además, un proceso que me divierte. Escribo un argumento. Detallo los personajes, uno a uno, cómo son física y mentalmente, les hago una especie de expediente, con datos que incluso puede que no me hagan falta, pero que los ayuda a “encarnarse”. Describo el lugar, incluso lo dibujo, hago como un mapa. Intento trazar una estructura. No me gusta que nada quede suelto. Que todo esté lo más controlado que se pueda, y que toda esa historia se me haga lo más palpable posible. Sólo entonces me siento a escribir.

 

Desde La verdadera culpa de Juan Clemente Zenea hasta Freddie o El enano en la botella, tus obras no sólo han despertado un inusual interés en Cuba, sino que han saltado limpiamente la temible valla de lo vernáculo para concertar un diálogo a otro nivel con los espectadores. ¿Te ha sucedido algo similar fuera de la Isla? A pesar de que una buena parte de la crítica te considera, sobre todo, un dramaturgo, tú has afirmado que todo lo anterior a Tuyo es el reino eran ensayos. ¿Reconsideras esa afirmación?

Mantengo esa afirmación. Es que yo he sido un lector de novelas desde que tenía once o doce años. Y siempre he creído que era una gran cosa ir creando ese mundo, ese mundo bien ordenado de la novela. Porque la novela le lleva una ventaja a la vida. Como dice Susan Sontag, la novela consigue lo que las vidas no pueden ofrecer hasta después de la muerte: un significado o sentido a la vida. En una novela, no importa si para bien o para mal, todo se resuelve, todo adquiere una estructura y una lógica final. En la novela podemos ver la introducción, el nudo y el desenlace que la vida nos niega. Y todo eso dentro de la abundancia de un mundo, en muchos casos, extraordinariamente bien creado. Mientras que el teatro exige una síntesis, un esquema de conflictos. El teatro no se permite la digresión. No se puede dar el lujo de ir hacia muchos lados, de lanzar muchas flechas, de detenerse, de estabilizarse, de razonar incluso. El teatro tiene algo de tribuna o púlpito, de mensaje inmediato. A un actor no le puedes decir: “Detente y repite ese parlamento, que me gustó”. La novela puede ser lo que ella quiera. Al fin y al cabo, uno está en un sillón, a solas con ella, y puede pasar las páginas hacia detrás o hacia delante, como uno desee. No digo que esto sea exactamente así, digo que es así como lo siento.

 

En el cuento “Estatuas sepultadas”, de Benítez Rojo, la familia se atrinchera tras el triunfo de la Revolución, cierra los muros y comienza a involucionar. Una curiosa historia que, tras la caída del Muro, esta vez en Berlín, y el advenimiento del Período Especial (delicioso eufemismo) contrajo una segunda lectura, esta vez inversa: el antiguo territorio extramuros se convirtió en intramuros, como en algún juego macabro de Borges. En Tuyo es el reino, por el contrario, 1959 dinamita los muros virtuales de esa Isla bastante resguardada de la Isla mayor. Hay una multivalencia en ese hecho que la crítica y los lectores no deben haber pasado por alto.

No voy a preguntarte cómo escribe Abilio Estévez, sino cómo lee. ¿Qué lee? Tus obsesiones como escritor son más evidentes, ¿cuáles son tus obsesiones como lector?

Me gusta siempre contar la anécdota de Gide y Valery. Gide le dice a Valery: “Me mataría si me impidieran escribir”. Valery responde: “Me mataría si me obligaran”. Puede que los dos tuvieran algo de razón. No me mataría ni por lo uno ni por lo otro. Lo cierto es que a mí me resulta más importante leer que escribir. Me considero más lector que escritor. Gozo más leyendo que escribiendo. En una época, cuando era muy joven, leía ordenadamente. Tenía como un prurito de organización del que ya, por fortuna, carezco. Ahora leo, igualmente sin parar, pero no me importa el orden de mis lecturas. Leo por placer, claro está. Un libro que me aburra o me disguste, lo echo a un lado, alegre y sin culpa. Me gusta, como ya te he dicho, leer novelas. Y si son extensas, mejor. Guerra y paz, Crimen y castigo, Retrato de una dama, La montaña mágica. Esas novelas que parece que no se acaban nunca y que uno no quiere que se acaben. Esos mundos gozosamente autosuficientes. Como casi todos aquí en España, he quedado deslumbrado con Vida y destino, de Vasili Grossmann, por ejemplo. También yo he caído, como no podía ser menos, en el influjo de Sebald. Soy un admirador apasionado de la literatura norteamericana. Hace poco descubrí (porque la suerte es que siempre se descubre algo) a William Maxwell y a James Agee. Descubrí también a un portugués: José Luis Peixoto. Sí, mis obsesiones son esas: que alguien me cuente una historia que me haga olvidar la historia que voy viviendo. Y releer, lo más que pueda. Faulkner, Conrad, Eudora Welty, Sherwood Anderson, Thomas Mann, Katherine Anne Porter, Saul Bellow, George Santayana (no entiendo por qué no se reedita El último puritano). Siempre, al cabo de unos días, releo algunos párrafos de John Cheever o de John Berger, y entonces qué alegría, qué deseos de vivir.

 

¿Cierra un ciclo tu última novela, El navegante dormido? Una casa donde convive una suerte de muestrario social, un ciclón inminente, la huida y la rememoración de los hechos desde las dos distancias: la geografía y el tiempo. Son ingredientes que prometen un suculento atracón de literatura. ¿Y luego, qué?

Sí, tal vez cierra un ciclo. El ciclo de los miedos, de los encierros, de los deseos de huir o, simplemente, de estar en otra parte. De disfrutar la vida en otra parte. O, mejor dicho, de disfrutar la vida (sobra, por supuesto, el “en otra parte”). Esa penosa sensación de que vivíamos para perder cosas. Hemos vivido mal o, por lo menos, yo he vivido mal. Otros, lo sé, han vivido peor. Los hay que han estado presos. Que han perdido la vida en balsas o en malos botes. No viví ese drama, entre otras cosas, porque para eso hay que tener un coraje del que yo siempre he carecido. Pero siento que me he ido liberando de toda esa angustia. Y no sólo por haberme alejado de La Habana, sino por haberme alejado de mí mismo, de ese que fui. Tengo otras angustias, pero esa ya no. ¿Y luego, qué? Sospecho que el luego ya está asegurado. Mientras escribía El navegante dormido, hice un alto y escribí otra novela. No te contaré nada sobre ella, como es de rigor, pero sí te puedo decir que ya La Habana dejó de ser el escenario. Aunque el protagonista sea un cubano, esta nueva novela tiene lugar en Barcelona. Y, por otra parte, estudio a Chejov, porque quiero contar una historia que tiene que ver con él. De manera que injértese nuestra república en el mundo, pero el tronco ha de ser el mundo. Y así vamos. Intentando navegar. Hasta que se pueda. O, como diría mi madre con una sonrisa que nunca se sabe si es de beatitud o de reproche, hasta que Dios quiera.

 

“El navegante despierto”; en: Revista Encuentro de la Cultura Cubana; n.º 51/52, invierno/ primavera 2009, pp. 115-12





Chago y las poéticas del cuerpo

23 01 2008

La Editorial Verbum acaba de editar ¿Entonces, qué?, antología personal de la poesía de L. Santiago Méndez Alpízar, Chago (Remedios, Cuba, 1970), quien ha publicado los poemarios Plaza de Armas (1996) y Rockasón con Virgilio Piñera (1996), en las editoriales Letras Cubanas, Colección Pinos Nuevos, y Betania, de La Habana y Madrid, respectivamente. Chago reside en España desde 1996 y el título de su antología es toda una declaración de intenciones: Hay más preguntas que respuestas, más dudas que certezas en esta poesía que se va construyendo, como el cuerpo de los seres vivos, con los materiales disponibles en un entorno por momentos caótico. Materiales puros e impuros, contaminados y prístinos.

Según Ricardo Alberto Pérez, en la primera poesía de Chago “los puntos han perdido su capacidad de absoluto. Cuando se dice negro se miente, se debe entender lugar de camuflaje, zona confusa que propicia una numerosa actividad microscópica. (…) Por el paso inferior está el camino más recto hacia los vertederos y las cloacas; se goza de haber aprendido el motivo de ser cínico, legitimación de un nuevo carnaval, júbilo y artificio de la descomposición. (…) Chago gusta a intervalos, de ser cronista de la fractura, la pérdida, de lo que siempre va a impedir que el organismo logre restaurarse nuevamente”.

Más adelante, Jorge Luis Arcos nos habla de “un barroquismo de lo visceral”, la “marginalia de la realidad”, de una poesía “auténtica, rota, inacabada, con un ritmo interior antiguo, casi salvaje”.

Prescindo entonces de nuestra condición de amigos y lo someto a interrogatorio, con una sola condición previa: que, como en su poesía, suelte las ideas, las imágenes, las palabras, a pastar en este cuestionario, a riesgo de que, rumiantes al fin, lo regurgiten otro.

 

Desde “Punto negro” hasta “Efory Atocha”, pasando por “Flashback”, ¿se podría trazar una ruta que va de lo visceral, reconcentrado, lo íntimo intentando quebrar las fronteras, hasta un desparrame de la sensibilidad, que fluye hacia nuevos confines (geográficos, existenciales, pero, sobre todo, nuevos confines de la percepción)?

No sabría realizar un croquis sobre lo perceptivo, el modo de adquirir el elemento poético, digerirlo, devolverlo otra vez sobre el papel con nueva vida y nueva energía. Creo que hasta hace muy poco he guardado la lucha interior entre el demonio que sin dudas convive con otro ser mucho más benevolente y piadoso que me completa. Mis aberraciones, mis miserias, los supuestos secretos y mi vida toda la vierto en la literatura. Cuando voy a la calle y veo a los policías dándoles caña a los negros con sus jolongos cargados de CD piratas, con sus tantas ganas de ser europeos, cuando me siento en La Plaza Cabestreros con los marginales, cuando converso con los intelectuales, siempre estoy haciendo literatura. Mejorando el verso que tenga en la cabeza. Lo que cambia es el medio. El paisaje. Ahora ya no me hace falta imaginar la nieve, la sensación de patinar sobre el hielo. He acumulado esa experiencia, la he concretado. Aunque creo que no siempre se escribe del mismo modo.

 

Noto en tus primeros poemas una apelación más frecuente a lo metatextual, a la referencia literaria, y suplir con lecturas una dotación de vivencias insuficiente o de carácter íntimo, que no se puede (o no se quiere) convertir en sustancia poética. En cambio, los textos, a medida que cursamos el libro, denotan que “hay que fumar, hay que comer, hay que singar, hay que vivir la música, las imágenes insaciables, hay que coger la realidad, manosearla, como si fuera una mezcla de todos los sentidos: los alimentos terrestres”, según afirma Jorge Luis Arcos. ¿Cómo ves esa carnalización de tus poéticas? (Hablo de poéticas, porque no percibo una poética en jefe, sino una sinuosa hibridación de poéticas mestizas, atentas a los reclamos de cada discurso).

Entonces me espesas aun más la muela, tengo que hacer en la memoria un viaje a Remedios, y adentrarme en una casa grande, colonial, y en esa casa grande un patio y un traspatio, con matas de chirimoyas, anones, plátanos, ciruelas amarillas como yemas de huevos, mangos y el asma, que fue lo primero que me emparentó con el gordo de Trocadero. Creo que fue allí, en los pequeños viajes al campo profundo de Cuba con mi madre, poiesis trunca, donde se cimentó el pathos poético. Aprendí a leer antes de ir al colegio, gracias a un gallego que vivía puerta con puerta y que había tenido en otros tiempos un quiosco de prensa. La casa de aquellos dos ancianos era antigua, de madera. Una de las habitaciones siempre estaba cerrada. Pero cierta vez el gallego Arias, creo recordar así su apellido en un poema mío, decidió mostrarme sus revistas y tebeos, los rastros de los años prohibidos, exterminados. Fue en esa nube de secreto y magia, de polvo y asma, donde aprendí a leer. Seguramente en la mezcla de aquellos días de viaje a la sabana, con mi madre a forrajear la comida, mi primera casa, la librería oculta, todo ello formó lo ontológico que pueda haber en mi supuesta poética.

Hay desde el comienzo hasta lo más reciente una seña personal, una certeza de que son poemas escritos por la misma persona. Eso se debe a que la poesía entró de un modo natural. Estoy inundado de imágenes y de la capacidad para narrar una historia de un modo especial. Me he armado con el tiempo de algunas herramientas, todo muy rudimentario, pero suficiente como para decir bien. Esto y un sentido intuitivo eficaz, desarrollado de tanto escuchar y leer poesía.

Tengo que aclarar que a los que llamas “primeros poemas”, son en realidad textos escritos, pensados, luego de publicar Plaza de Armas, que es una especie de miniantología, con poemas de los 80 y comienzos de los 90. Una pequeña muestra a la que se unió Sigfredo Ariel, que realizó dibujos para la portada y el interior. Algo que agradezco mucho. Aquellos poemas eran deudores de un tono muy villareño. Me refiero a que yo iba a escuchar, visitar, a poetas de Santa Clara a los que leí mucho. Escuchándolos y leyéndolos me formé una primera idea de la poesía, una aproximación al ejercicio de escriturar. No es difícil encontrar en Plaza de Armas algunos vínculos con poemas de Arístides Vega Chapú, Bertha Caluf, Fran Abel Dopico, quien en momentos de pura anarquía en mi vida, me dio hasta algunas clases de teatro, de Heriberto Hernández, S. Ariel, Jorge Luis Medero, Julio Fowler, HP, Norge Espinosa, Pedro Llanes, Joaquín Cabeza de León… son en ellos en los que encuentro la literatura como algo serio. Como destino.

“Punto Negro” es, entonces, un desprendimiento, una separación, una ruptura, con los propósitos y con esa poética, un tanto “blandita”, de Plaza de Armas. Son textos que se muestran distanciados, y cuando se habla en primera persona, son “poemas fuera del libro”… Era un guiño a los poetas yanquis de los 50. A Corso, Ginsberg, Kerouac, al palabrero de Bukowski. Pero no dejaba de ser un guiño, igual, a cierta poesía de Rolando Escardó, Luis Rogelio Nogueras y, sobre todo, luego de chocar de verdad con la poesía de Virgilio Piñera, que es el Poeta Cubano. A esto debo sumarle la contaminación que producen en mí algunos contemporáneos: Jorge Alberto Aguiar, Pedro Marqués de Armas, Ricardo Alberto Pérez, El Chaca, Ismael González Castañer, El Chino Aguilera, Juan Carlos Flores y, seguramente, otros. Lo mejor que puede responder a tu pregunta, acaso, sea una frase que solía decir Richard: “la poesía se hace con el cuerpo”; agrego yo, y con los excrementos del cuerpo.

 

En “Punto negro” se percibe una angustia, una ira contenida (o no) que deja paso en los siguientes libros a un juego mucho más complejo y rico de sensaciones: asombro, júbilo, dolor, tristeza, rebeldía, incluso una percepción nueva del paisaje, como de quien observa con ojos nuevos el árbol, la casa, el pájaro, la sombra. ¿Es que “la demasiada luz”, aquella de Eliseo, no te permitía afinar el enfoque de la mirada?

En “Punto Negro” me proponía un lugar vacío, un poeta casi inexistente, una poética del distanciamiento. La cosa era que el escritor pasara a ser, a ratos, un anónimo. Una especie de mirahuecos. Un voyeur enfermizo capaz de separar su adicción por los momentos íntimos ajenos y de verse con perspectiva, con distancia. Como si no fuera parte de lo que se escribe. Esto culmina en un texto con intenciones teleológicas, un discurso de una urbe enfermiza, fría, en La Habana del 94-95.En Plaza de Armas, en cambio, hay algún poema que podría encajar en libros de Eliseo Diego. Fue una lectura importante la de ese poeta. Siempre recuerdo una definición suya, de las más inteligentes: “La poesía es el hábito de atender bien las cosas”. ¡Y digo yo si tiene razón!

Creo que fue una intención buscar diferentes tonos, razonamientos que ampliaran mi poesía. Lo que emparienta la poética de Plaza de Armas con “Punto Negro”, “Flasback”, “Efory Atocha”, lo único que lo conjuga es el poeta, que soy yo, claro. Todas las demás intenciones son distanciadoras, como fue su objetivo. A esto hay que sumarle que yo vivía en La Habana. Aun así, creo es un libro “valiente” que se publicó en una rudimentaria y muy limitada edición de autor que realicé junto a un amigo. No incluía el poema “Rockason…”, que se publicó en Betania, la editorial de Felipe Lázaro, cuando llegué a Madrid, con prólogo de Richard, y gracias a la generosidad de una doctora con nombre de ángel a la que no he vuelto a ver.

España es el descubrimiento. Los pájaros son nuevos pájaros. La comida es comida, y nueva, se comprenden las tradiciones y se comprende, que es bien importante, de dónde venimos. Creo que si haces como yo, ignoras un poco la literatura local y vas hasta donde la producen, España es perfecta. Pero hay un elemento trascendente: se está libre en el mundo. Quiero decir, todo es nuevo. Estás verdaderamente contigo.

 

Hay en “Flashback” un poema que me parece antológico de algo que yo llamaría “el desarraigo eufórico”, ese desarraigo que no viene en tiempo de bolero y nostalgia, sino con playback de músicas mestizas y alborotadas. Es “Poética martiana”: “He partido de todo/ahora sólo queda hacerse un hueco/ no hay un lugar para echar raíces…/ no basta una Casa/ Estos que te mojan son mis mares/ He partido de todo para llegar a ellos/ estoy a salvo de una Patria”. Podría trazar un puente colgante entre ese poema y un cuento mío incluido en la última edición de Habanecer: “Vivir sin la patria es vivir”. Ciertamente, “una isla es la antinomia de una úlcera, una protuberancia, la subversión del océano u otro paso marítimo. Aquí aparecen en una situación de transgresión, queriendo salvar esa distancia tan marcada que las aleja; la úlcera de Chago y la Isla en peso de Piñera pretendiendo copular” (Ricardo Alberto Pérez). Pero la pregunta va en otra dirección: ¿Estás, realmente, a salvo de una Patria? ¿O te acosa en la memoria y no puedes (quieres) librarte, como en “Poema de familia”, “Flashback” y “Flor de isla”?

 

Posiblemente yo no llegue a estar, ciertamente, fuera de un sentimiento patético-patriótico. Como ya he dicho, somos parte de un ejercicio social de niveles altísimos de envenenamiento ideológico. Yo no fui un niño, fui pionero. Mi primer juramento fue dar mi vida por la patria e intentar ser como el Che. Pero creo que se puede ir coqueteando con ciertas teorías más liberadoras, menos contagiadas por el síndrome patria. Cuando pienso en la patria, realmente pienso en el portal de Los Caturla en mi pueblo y en un aguacero enorme, en la finca de Jinaguayabo donde viví feliz tan poco tiempo, en La Loma de Tesico, que fue refugio de nativos, piratas, cimarrones, bandoleros, y refugio mío cuando me fugaba de la escuela. Cuando pienso en la patria, recuerdo el placer de estar sentado junto a un grupo de colegas en La Plaza de Armas, en las nalgas de la jimagua que vivía en la calle Obispo, en las tetas de la hija de una mujer que vivía cerca de un poeta amigo y me amaba. En las tertulias clandestinas que habilitaba Rosendo, Conde de Batabanó, en un caserón de la otrora realeza colonial en la Calle de los Mercaderes, próxima a La Casa del té, en La Habana de finales los 80 y principios de los 90. Pienso en otro caserón, frente por frente a la Aduana, en La Avenida del Puerto en el que fue, quizás, momento más libre de mi vida. Pienso en un grupo de poetas desnutridos, escribiendo, leyendo sus poemas en una escalera, luego de regar sus tripas con litros de ron, en una noche cualquiera de Santiago de Cuba. Pienso en más de un concierto. En más de un amigo. En un solar de la calle O´Reilly, por donde transitaba cargado de libros y de carnes compradas clandestinamente, pescados, cartones de huevos, turistas…Si pienso en la patria, me veo cerca de mi hija, que nació aquí, en Madrid, capital del Reino, bajo un nombre que delata la claridad de la noche. De mi otra, la que viene, que ya trae el nombre de mi madre. Buscándoles el último inventillo de las Super Barbies, que son los tiempos.

Entonces, mi patria no estaría completa si en ella no cohabitaran los días en que trabajé de camarero en una isla ganada a África, Fuerteventura. Durmiendo en un bunker bajo tierra, con muchachos saharauis que me invitaban a tomar té y fumar en suksi el kifi traído a lomos de nadadores, a escuchar sus historias. Si no me veo recostado a María Lado, Uxía, poetas galegas, sobre un césped verde, sábana para cubrir el halo de los muertos, en el antiguo cementerio de Compostela. En Castrelos, con Marcel, Duyos, Charlyn, buscando el significado de cosechar maíz, que es millo, para darles de comer a las bestias únicamente, con una copa amarrada al cuello como amuleto y utensilio. Cuajando un pequeño desliz en el destino, enmarañado en el Albaicín de Granada.

Si pienso en la patria, querido amigo, me veo cazando cangrejos en el litoral de la costa de Adeje; trepando por un bosque de pinos hasta el ojo por donde respira Sam Borondón, por donde respira y mata. Pero, y esto ya muy seriamente, no se trata de intentar olvidar, excluir nada. Todo lo contrario. La patria tiene que dejar de ser un peso. No se es más importante por haber nacido en Tánger, o Jatibonico. Lo que importa es que podamos elegir vivir en cualquiera de ellas; si se precisa, en las dos. Ya sabemos que lo que siempre ha existido son los pueblos. De los demás inventos, paso. Aunque, en el fondo, guardo el sueño de montar un chiringuito en el Batey de Jinaguayabo, venderle gazpacho a la gente, canturrear y leer poemas.

 

Recuerdo que en cierta ocasión, en un recital de Pedro Luis Ferrer, mientras algunos daban cuenta de que “allá tú me ves, allá” habían formado parte de la tripulación del proceso socio-histórico cubano, creyentes y practicantes de eso que llaman eufemísticamente “revolución”, tú te declaraste incrédulo desde tu más tierna infancia. De modo que ni eres “el hombre viejo” ni mucho menos el cacareado “Hombre Nuevo”, sino, como dice Jorge Luis Arcos, “el pre o el pos, la víspera o la postrimería, de ese Hombre Nuevo”. ¿Eres acaso el hombre pos nacional de un exilio devenido diáspora, de una nación transterritorial, ciudadano de una patria portátil y electiva?

Mi padre, ibaé bayé tourum, Santiago Mario Méndez Díaz, el Chago original, fue un hombre luchador, de los que se pasan la vida trabajando por cuenta propia, muchas veces en “negocios profundos”, con mucho riesgo y poca ganancia. Pero él prefería, por ejemplo, vender rositas de maíz por toda la isla, municipio por municipio, carnaval por carnaval, con tal de no estar en ningún centro del gobierno. Él sabía que todo era gobierno, pero, también era consciente de que él era una especie de isla, un átomo disgregado, un elemento incómodo. Alguien relativamente poco censado. Cuando vine al mundo un diecinueve de enero del 70, él estaba preso. Le habían encontrado tres cerdos muertos, preparados, en el maletero del coche. Lo acusaron de tráfico de carne, venta ilícita, no recuerdo qué más. Siempre decía que los cerdos eran de él, se negó a decir nada más.

Nací el mismo año de la frustración azucarera, y él cumplía sentencia de dos años, algo así. Mi madre, que era buena costurera, tejía un grueso abrigo que, con el tiempo, vendió, y me llevaba a alguna visita, aunque ahora no lo podamos recordar ninguno de los tres. Lo primero que me faltó fue a mi padre. Crecí de forma arbitraria, de un modo muy intuitivo. La pérdida de mi madre cuando yo tenía diez años propició mi adultez. Comencé a vivir prácticamente solo, bajo mi responsabilidad.

No me identifico con casi nada de lo que se suponía fuera el hombre de mi generación, el hombre nuevo. No soy guerrillero, ni creo en los nacionalismos. Menos, en exportar la guerra para conseguir la justicia. Soy un conejillo de indias más dentro del gran laboratorio que es y ha sido la Revolución Cubana. Por eso le doy tanta importancia a la posibilidad de elegir, a las diferencias; la desmitificación del elemento patriótico, que satura nuestras vidas; a mirar el nicho donde se nace con respeto y cariño, pero sentirse parte de una casa mayor que está ahí, al salir. Es importante desintoxicar al pueblo de Cuba del nacionalismo y la estupidez castrista. Hay que decirle a la gente: no pasa nada si no eres patriota. Mejor si eres buena persona. Parte de nuestras desgracias es que no se supera el chauvinismo-patriótico-insular. Por supuesto, esto que llamo “desgracia”, no es exclusivo de los cubanos en la isla. Como exilio político, el exilio cubano es un fracaso: un exilio olvidadizo, olvidado y sufridor; que apoya generalmente políticas inútiles, poco serias; cada cual defendiendo su batallita personal; su preciada derrota. Un exilio capaz de levantar una de las ciudades más importantes de Estados Unidos, pero no de hacerse querer, ni dentro ni fuera de Cuba.

Soy cubano por los cuatro costados. No te quepa la menor duda que se nota, incluso, aunque no me lo proponga. Ahora bien, yo elijo la patria.

 

Percibo por momentos un intento de negar ciertas emboscadas de la nostalgia, negarlas sin desconocerlas, “paseando la dejadez a golpe de salitre y lejanía / a leves toques de recuerdo”, al tiempo que asistes, apesadumbrado (¿resignado? ¿expectante?) a una nueva dimensión de ti mismo, cuando “Definitivamente me hago a las buenas costumbres / Costumbre antigua/ vergonzosa”. ¿Prefigura esto un nuevo giro en tu poesía de hoy, de mañana?

 

Yo llegué a Madrid un veinte de mayo de 1996, con una invitación falsa y con una maleta y una mochila rotas. Cogí un autobús en Barajas que me dejó en la Plaza de Colón. Para mí, que soy de Caraháte, como le decían los nativos, fue bastante fuerte. Pedí instrucciones para llamar por teléfono a la primera persona con la que hablé, la dependienta del bar. Mi nerviosismo, el acento y mi mala pinta —vaqueros, camisa de mezclilla, gorra Nike, barba de cinco días, equipaje roto—bastaron para que me dijera “búsquese la vida” en un castellano que me sonó a General Resoplez. Bajo la falda de la estatua de Colón escribí, luego de mirar atolondrado el tráfico de coches, los semáforos, los olores y un sinfín de japoneses con un sinfín de cámaras: “¿qué cojones hago yo aquí?”. Automáticamente, comenzó mi vida en Madrid, en España, que ya sabemos que son varias Españas.

Me interesan menos los inventos formales en la literatura y los escritores sin vida me aburren. Son sacos de letras. Escribo por decisión y dedico mi vida a almacenar momentos que luego pueda devolver en la escritura. Aunque no mantengo una disciplina tajante, escribo a diario. Ese posiblemente sea el cambio fundamental que pueda apreciar: estoy trabajando más. Lo hago con fines específicos, me propongo obras. Aspiro a definir una poética, aunque reconozco que soy un poco esponja. Inquieto y vividor. Me va la noche… Ojalá y tu pregunta sea certeza cuando pasen veinte años. De momento, sigo dándole mamporrazos a la literatura, que un día cede, se humilla, se deja.

 

“No pasa nada si no eres patriota”; en: Cubaencuentro, Madrid, 23 de enero, 2008. http://www.cubaencuentro.com/es/entrevistas/articulos/no-pasa-nada-si-no-eres-patriota-64494

 





Consuelo Castañeda: la relectura de la imagen

1 10 2006

Consuelo Castañeda (La Habana, 1958) pertenece a esa generación, hoy legendaria, surgida a fines de los 70 y desarrollada plenamente durante los 80, que legó términos inscritos ya en la historia del arte cubano: Volumen I, Artecalle, el Grupo Puré, el Castillo de la Fuerza. El arte generaba, por primera vez dentro de Cuba, un discurso estético que retaba directamente al poder y creaba y difundía su propio aparato simbólico, hasta entonces coto privado del líder. Años más tarde, en una entrevista, Lázaro Saavedra recordaría una conferencia sobre arte y sexo realizada en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), donde la intervención de Consuelo Castañeda y Humberto Castro consistió en entrar cubiertos con un disfraz fálico y “eyacular” hacia el público chorritos de agua.

Por entonces, Consuelo era profesora en el Instituto Superior de Arte, donde ejerció una inestimable labor, no sólo en la mera instrucción técnica, sino en la educación artística de quienes renovarían la plástica cubana.

En Una historia en setenta páginas, libro publicado en 1989, la artista presentó todas  las variaciones sobre una imagen particular: el cuerpo desnudo de su madre al cumplir los 70 años. Eran imágenes no posadas, en las que no se añadían al cuerpo otros significantes gestuales o escenográficos, de modo que podía leerse a través de esas fotos el decursar de una vida gracias a sus huellas: cicatrices, arrugas. Esas fotos, que subvertían el concepto de idealización del cuerpo desde la tradición helenística hasta el hedonismo contemporáneo, no buscaban una estetización sino una revelación: la vida son sus huellas, sus estragos, sus pequeños naufragios.

Como la mayor parte de los integrantes de su generación, a los que el Ministerio de Cultura ofreció “puentes de plata” para convertirlos en “enemigos que huyen”, Consuelo Castañeda salió de Cuba en 1991 hacia México, D.F. Allí  expuso su obra en Ninart Centro de Cultura, y tres años más tarde se trasladó a Miami.

En el ensayo “Profetas por conocer” (Encuentro en la Red, 22 de septiembre de 2005), Ileana Fuentes nos recuerda que desde 1982, con la inauguración de la sede permanente en Miami del Museo Cubano de Arte y Cultura, se produjo un progresivo lanzamiento internacional de los artistas plásticos exiliados. Más de 200 de estos artistas vivían ya fuera de la Isla, y muchos de ellos participaron en la primera gran retrospectiva, Outside Cuba /Fuera de Cuba, en el Museo Zimmerli de Nueva Jersey (1987). Dentro de ese nuevo impulso divulgador, en Arte Cubana (1993), una  de las exposiciones colectivas más importantes organizadas por el Museo Cubano, coordinada por Cristina Nosti, apareció Consuelo Castañeda, entre las doce artistas invitadas, con obras que no han perdido su inquietante capacidad de releer la realidad desde diferentes ángulos: sus naturalezas muertas “Poison”, “Ocio” y “Manhattan”.

Ya en septiembre de 2001, en Hit and Miss at MAM, expuesta en el Miami Art Exchange, su instalación Cybernetic Information Center se adentraba en las nuevas tecnologías abriendo una pantalla donde la navegación por la Internet se incorporaba a la acción plástica. El calendario alrededor de la habitación, con imágenes alusivas, o elusivas, a los meses del año, cerraba un círculo, esta vez de tiempo. Un tiempo poblado de colágeno y liftings, logos publicitarios que ya son símbolos, como el de Calvin Klein, asesinatos e imágenes irreconocibles, creando polos de misterio o de ininteligibilidad. Era, de nuevo, una relectura singular de la realidad, esta vez con una intención totalizadora.

En la exposición To be bilingual, montada en la Frederic Snitzer Gallery, de Coral Gables, la artista exploró la experiencia del inmigrante y la indefinición de su identidad cultural, a través de trabajos minimalistas, relecturas de la tradición y referencias a la historia del arte americano. De esta manera, daba muestras de sus inquietudes ante actitudes xenófobas, así como de una resistencia a la asimilación cultural, otorgándole protagonismo a la palabra como vehículo de (in)comunicación. Especialmente, a la palabra fuck, que aparecía bajo la forma de  entradas de diccionarios, definiciones y variaciones sobre su significado. En suma, la imagen plástica de la palabra suplantando el significado de la palabra misma.  Dentro de esa serie de trabajos con la tipografía, Consuelo Castañeda ejecutó idénticas operaciones sobre palabras como dream, died, get… Palabras que no sólo asumían conceptos en su función habitual, cuyo protagonismo emanaba no sólo de su significado, sino también de su significado visual. La artista jugaba incluso con palabras capaces de contraer, por contexto, una semántica dual: la función visual las dotaba de ambigüedad cuando se referían a desplazamientos personales o sociales hacia la periferia: left, right, front, behind, border.

Después de participar en las muestras Arte Cubana y Ante América: Cambio de foco, esta última en la Biblioteca Luis Ángel Arango, de Bogotá, Consuelo Castañeda dio a conocer su serie City en la exposición colectiva Nowhere, montada en Alonso Art (noviembre, 2005 a enero, 2006). La muestra, donde expusieron también Alexandre Arrechea, Juan Pablo Ballester y José Iraola, estuvo encabezada por una sugerente cita de Jean Baudrillard que  hablaba de la “metástasis generalizada”, la “clonación del mundo”, de “nuestro universo mental”, y de cómo devenimos “espectadores pasivos, extras interactivos” en este inmenso reality show que es la contemporaneidad. Conceptos todos que definían de una manera muy precisa las piezas de la serie City, con imágenes procesadas de Las Vegas, Nueva York y Miami, y donde el acrílico no sólo constituía un soporte, sino también un ingrediente conceptual de esa nueva visión de la ciudad.

Acerca de las fotos de esta serie, dejó dicho la propia autora: “Cuando las tiré, pensaba en [James] Rosenquist y en el pop americano. Esos anuncios fueron diseñados en función de la industria del espectáculo y han terminado siendo palimpsestos de información. Es lo que dice Baudrillard cuando habla del espectador pasivo”. Y José Antonio Évora (El Nuevo Herald, 11 de diciembre, 2005), añadió que “para Castañeda las estrategias de representación de la fotografía vienen de la pintura, de modo que cuando se asoma al visor de su cámara empieza a operar mentalmente las mismas nociones de composición bidimensional que cuando pinta. Las diferencias son obvias: al entregarse a la labor artesanal de pintar, el artista se recrea en las texturas, por ejemplo, algo que falta en la práctica del fotógrafo, aunque no necesariamente en el resultado, como demuestran las imágenes de su serie City”.

Consuelo Castañeda, quien reside entre Miami y Nueva York, persiste en ofrecernos desde el hiperrealismo, el kitsch, la tipografía, el cómic, y los símbolos del consumo o la religión, una visión otra de la realidad aparente, lectura que dota siempre a las imágenes de un sustrato conceptual. Actualmente, la autora desarrolla una serie de fotografías digitales, de las cuales Amy Rosenblum, curator del Miami Art Museum (MAM), junto a Lorie Merles, ha dicho que “constituyen formas sublimes para contabilizar el pasado del tiempo”.

Tal como afirmara Carolina Ponce de León, “la obra de Consuelo Castañeda ha girado en torno a la manipulación y apropiación de lenguajes e imágenes de la historia del arte. Con una incisiva óptica conceptual, resemantiza elementos iconográficos extraídos de esa fuente para problematizar la percepción y la función del arte en las relaciones entre la periferia y la hegemonía occidental”.

“Consuelo Castañeda: la relectura de la imagen”; en: Encuentro de la Cultura Cubana; n.° 41/42, verano/otoño, 2006, pp. 247-248.

 





Ser cubano, ¿o no?

17 05 2005

Como decía Theodor Heuss, “cada pueblo tiene la ingenua convicción de ser la mejor ocurrencia de Dios”, y los cubanos no somos la excepción, sino casi la regla. Si los norteamericanos se vanaglorian de sus inventos, nosotros nos jactamos de estar, multitudinaria y permanentemente, “inventando”. Frente al humor inglés, el relajo criollo; sabrosura vs. sex apeal; guara vs. charme; estar en talla vs. glamour; agilidad mental vs. pensamiento abstracto —como bien decía el cura español recién llegado a la Isla, cuando él pronunciaba “Dios te salve, María”, ya los cubanos estaban “entre todas las mujeres”—. Más astutos, simpáticos, calientes, ingeniosos y creativos que el resto de la humanidad, incluso los cubanos que desconocen las ciencias jurídicas se pasan la vida “legislando”.  Y ya que somos su mejor ocurrencia, el Creador lleva casi medio siglo estimulando no nuestra huida, sino nuestra persistente invasión al resto del planeta donde toda la especie aguarda impaciente por la oportunidad de parecerse a nosotros.

Ser cubano es algo más difícil de definir que ser “natural de la Isla de Cuba”. Hay cubanos nacidos en Oklahoma o Sebastopol; y noruegos de Coco Solo. Hay cubanos desteñidos, rellollos y cubanazos, el doble nueve de la cubanidad.

La complejidad y pluralidad semántica contrastan con el pedigrí del término, porque hace dos siglos existían apenas los protocubanos en estado embrionario, y Cuba, en tanto que nación, quedaba aún a  un siglo de distancia.

Ser cubano no es fácil de definir, pero es fácil de percibir: ninguno intentará disimular su nacionalidad. Por el contrario. Algunos lo confirman con el mismo énfasis que otros emplean para anunciar un máster en Harvard o el doctorado. El chovinismo del cubano es exotérmino: capaz de echar rodilla en tierra para defender los mangos del Caney, la playa de Varadero y las virtudes del personal, tan pronto desaparece el allien, no duda en reconocer (inter nos) que “este país es una mierda” y “si por mí fuera me iría mañana mismitico para la Conchinchina”. Basta recordar que en tiempos recientes dos millones han pasado de las palabras a los hechos.  Pero el cubano no emigra solo, como el resto de los humanos. Se lleva su país, una patria más portátil, y cuida sus nostalgias como a un animal doméstico.

Más pequeño y menos poblado que La Florida, el archipiélago cubano alcanza, en la mitología, dimensiones de potencia mundial, incluso en los dudosos privilegios de sus defectos. Como si los excesos del lenguaje compensaran los déficits de la geografía y de la historia. A pesar de que los cubanos están dispuestos a gritar por su patria, pocos se sienten tentados, como otros pueblos elegidos, a matar por ella (y menos aún a que los maten). Entre otras muchas razones, eso explica que al mayoral de la finca le hayan advertido: Cuando te mueras, avisa.

Ser cubano no es más ni menos que ser australiano, chileno o griego. Y aunque hay cubanos vocacionales, cubanos profesionales y cubanos amateurs, la mayoría somos cubanos involuntarios, con frecuencia crónicos. Los planes de reeducación no suelen dar resultado.

¿Cómo se conjuga este patriotismo con la epidemia trasnacional de los últimos años? ¿Por qué cientos de miles de compatriotas andan a la caza de una bandera de repuesto que cobije su futuro?

Parecería que basta explicar las razones del éxodo cubano del último medio siglo para responder las preguntas anteriores. Pero no es exactamente así.

Durante la república, la Constitución de 1940 estipulaba cuándo se era cubano por nacimiento y cuándo por adopción, cómo se podía recuperar la nacionalidad perdida, los cinco años de residencia continua que necesitaba un extranjero para obtenerla, los dos años de matrimonio o el matrimonio con hijos, y siempre renunciando a otra nacionalidad previa. También se explicaba que adquirir ciudadanía extranjera conllevaba la pérdida de la cubana, como servir militarmente a otra nación. Y que podrían perder la ciudadanía aquellos naturalizados que cometiesen ciertos delitos o marcharan más de tres años a su país de origen.

Cientos de miles de inmigrantes, especialmente españoles, dejaron caducar sus pasaportes, sus ciudadanías, y adquirieron la cubana. Pocos fueron los cubanos que emigraron, y menos aún los que cambiaron de nacionalidad.

La Constitución de 1992 es mucho más vaga que la de 1940, pero advierte que “los cubanos no podrán ser privados de su ciudadanía, salvo por causas legalmente establecidas” y que “no se admitirá la doble ciudadanía. En consecuencia, cuando se adquiera una ciudadanía extranjera, se perderá la cubana”. En la práctica, como puede verse en la página oficial del Ministerio de Relaciones Exteriores, violando su propia constitución, el Estado cubano establece que “con la excepción de aquellos que emigraron antes del 31 de Diciembre de 1970”, toda persona de origen cubano, aunque haya adquirido otra nacionalidad, deberá viajar a la Isla con pasaporte expedido por Cuba, renovable cada dos años, que puede comprarse en los consulados correspondientes a un precio de 185 euros, cuando un pasaporte español válido por diez años cuesta 16, por ejemplo. Como se observa, las disposiciones del MINREX son más rentables que la Constitución.

Las razones del éxodo que ha convertido a Cuba de país receptor en país emisor, son bien conocidas. Otras migraciones tienen lugar cada día entre el sur y el norte del planeta, pero no siempre son irreversibles. Muchos viajan a Europa, Arabia Saudí o Estados Unidos con el propósito de levantar un pequeño capital que reinvertir más adelante (o al mismo tiempo, por medio de sus familiares) en sus países de origen. Ese emigrante no busca otra ciudadanía, dado que su perspectiva a largo plazo cuenta con las ventajas que le otorga la suya en su propio país.

 

(Ser cubano, ¿o no?   [2.23436e-07, Tue, 17 May 2005 00:00:00 GMT]  http://arch1.cubaencuentro.com/opinion/20050517/af7316d0c8ddd9315d41b2712b1822ff/1.html)

 





El exilio travestido

9 08 2004

Hace muy poco, en estas mismas páginas, Michel Suárez, en un artículo titulado La prostitución del concepto de exilio, comentaba que ni españoles republicanos ni perseguidos por Duvalier, ni prófugos de Pinochet o Fulgencio Batista, pisaron de nuevo sus países de origen hasta que no desaparecieron las dictaduras correspondientes. En cambio, los cubanos que se venden como prófugos del castrismo para obtener residencia en cualquier otro confín, apenas reúnen los dineros necesarios ya están solicitando un visado para regresar a la Isla, luciendo en algunos casos cadenas de oro alquiladas, síntoma inequívoco de su recién contraída prosperidad.

Ellos prostituyen, según Suárez, el concepto de exilio, disfrutan de concesiones tan excepcionales como la Ley de Ajuste Cubano (a la cual, en propiedad, la mayoría no debería acogerse, al ser apenas emigrantes económicos) y hacen menos creíble, a los ojos de las autoridades migratorias de otros países, la causa de los cubanos que sí constituyen un exilio político.

En el caso que nos ocupa, los conceptos de exilio, diáspora o emigración no son una graciosa pirueta lingüística. Sirven para intentar definir, si es posible, qué somos los cubanos del outside, los que integramos la mayor diáspora de la historia insular: el 15% de la población vivimos fuera de nuestro país. Qué somos, en qué dosis y si todos somos incluibles en una misma categoría.

Obviamente, salvo contadas excepciones, los cubanos no somos desterrados. No se ha dictado contra la inmensa mayoría de nosotros esa condena, sino que hemos abandonado el país por voluntad propia, sean cuales sean las razones, aunque en una proporción tan desmedida, que perfectamente puede emplearse el término diáspora para definirnos, más aún dada nuestra dispersión. Y queda claro también que la inmensa mayoría somos migrantes, no emigrantes.

Nuestra estadía fuera del territorio insular no parece temporal ni cíclica, sino más o menos definitiva. Los sesenta, cuando los cubanos de Miami esperaban con las maletas hechas la inminente caída del comunismo para regresar, ya son historia antigua. El exilio ha durado tanto y Cuba ha sufrido un grado de demolición tal que pocos serán los que regresen en el primer vuelo del día después para reestablecerse.

De modo que, por el momento, somos una diáspora de ¿exiliados migrantes?, ¿migrantes a secas?, ¿exiliados?, ¿una mezcla de esas categorías?

 

El pretexto oficialista

En la página oficial del Ministerio de Relaciones Exteriores de Cuba (www.cubaminrex.cu) puede leerse textualmente que «el término ‘emigración cubana’ es cambiante. Y si un día reunió en su mayoría a ex terratenientes, ex latifundistas, empresarios, terroristas y personeros del régimen de Batista y de la comparsa pseudorrepublicana, al paso de los años esa emigración fue incluyendo en su seno a otros sectores sociales producto de distintas razones».

Nótese que esta definición primera sólo habla de ex batistianos y oligarcas. Si ellos constituían la mayoría de esa primera diáspora, que englobó a casi un millón de personas, Cuba debía ser un país riquísimo y Batista debió contar con un apoyo enorme, factores ambos que contradicen los cursos de historia que se dictan en las escuelas cubanas.

Véase que el MINREX ni siquiera en ese primer éxodo reconoce un componente de adversarios políticos, a menos que se refiera a ello cuando menciona a «otros sectores sociales producto de distintas razones» (véase el pudor que yace bajo los términos «otros sectores» y «distintas razones»). Más adelante se afirma que «el cambio más notable se produjo en 1980, cuando llegaron a las costas de la Florida 125 mil ‘marielitos’, que desde entonces han cargado en sus espaldas con ese apellido, como un recordatorio por parte de la sociedad norteamericana de que los nuevos arribantes eran considerados distintos a sus predecesores».

Y algo similar dice más tarde el MINREX sobre los balseros. ¿Distintos? ¿Quiere decir peores? ¿De modo que en veinte años de revolución se generó una emigración cuya calidad humana era «peor» que la de aquellos primeros «oligarcas y esbirros de Batista»? Tampoco eso dice mucho a favor de la sociedad generada por la revolución.

El MINREX concluye que los cubanos «son parte del flujo migratorio internacional en búsqueda de mejores destinos económicos. Los [cubanos] residentes en Estados Unidos deben (…) abandonar la falsa imagen de que son un supuesto exilio político, para reconocer con valor que son otra minoría inmigrante en la primera economía mundial».

Y, efectivamente, hay un enorme componente económico en la migración cubana. Si Fidel Castro hubiera instaurado una dictadura respetuosa del libre mercado y de los derechos económicos de los ciudadanos, posiblemente el éxodo del primer decenio se habría reducido drásticamente. Tengamos en cuenta que Fulgencio Batista generó un éxodo infinitamente menor al de 1959. Si Cuba hubiera mantenido hasta la actualidad el ritmo de crecimiento económico de los cincuenta, aun cuando medio siglo de dictadura pesara sobre el país, no habría hoy, ni lejanamente, dos millones de cubanos dispersos por el mundo.

 

Despotismo y regreso

Y volviendo a la cita original del artículo citado, sí regresaron a España muchos exiliados antes de la muerte de Franco, sobre todo aquellos menos connotados políticamente, como también regresaron numerosos chilenos antes de que Pinochet cediera paso a un gobierno democrático. Las dictaduras que podan la sociedad hasta muy abajo, generan una emigración políticamente beligerante (y normalmente minoritaria) y otra emigración de afectados, reales o presuntos, y de ciudadanos atemorizados ante la perspectiva de convertirse en víctimas.

Basta que se suavice el grado de despotismo para que una parte significativa de ese éxodo pueda regresar. Si no ha ocurrido en el caso de Cuba un porcentaje alto de regresos definitivos, es por una serie de factores específicos que ponen en entredicho la categórica clasificación del MINREX: el grado de despotismo no ha disminuido un ápice, la intolerancia se ha convertido en barricada, las esperanzas primeras de una buena parte de la población se han desvanecido y Cuba es cada vez más pobre, algo muy diferente a lo ocurrido en España y Chile. Lejos de recuperar a su diáspora, al menos el 8% de los cubanos de la Isla ha manifestado su intención de engrosarla.

Si existe un marcado componente económico en nuestro éxodo, ¿qué indicios denuncian, además, otro carácter? Bastará comparar la migración cubana con la de cualquier otro país de su entorno. Si aceptamos la tesis del MINREX, el migrante cubano es comparable al espalda mojada mexicano o al magrebí que arriba a las costas de Cádiz, al migrante legal y al ilegal. Ese migrante es, por lo general, una persona de bajo nivel educacional, procedente de los sectores más desfavorecidos y dispuesta a ejercer oficios que en los países de acogida repudian sus nacionales.

Emigran sin pedir permiso a las autoridades de sus países y, en todo caso, solicitan visados de entrada a los países de acogida (salvo que emigren ilegalmente). Si son sorprendidos en el intento de emigración ilegal, no son sancionados ni por su país de origen ni por el de acogida. Una vez establecidos (legal o irregularmente) en sus países de acogida, los emigrantes pueden regresar al propio temporal o definitivamente —muchos sólo desean hacer un capital con el que montar un negocio en su país, convirtiéndose así en importadores de capitales—, pueden conservar su nacionalidad, obtener la del país de acogida o detentar las dos, de acuerdo con la legislación vigente en cada caso.

Al emigrar, ese ciudadano no pierde su casa o sus bienes en el país de origen, y en la mayoría de los casos preserva sus derechos ciudadanos, puede votar por correo y tener una participación en la cosa pública. Alguien que esté en otro país ejerciendo tareas profesionales para una empresa o para el gobierno de su país de origen puede, si lo decide, cambiar de trabajo y establecerse en el país de destino, sin ser por ello considerado traidor a su compañía o a la patria, e inmediatamente puede, obteniendo los visados correspondientes, traer a su familia. Y, en general, sea presunto migrante o no, un ciudadano de cualquier país puede solicitar visados de los países que desea visitar y una vez obtenidos, sin que medie una carta de invitación ni un permiso de salida otorgado por su gobierno, podrá viajar.

 

Huyendo del paraíso

Un cubano, para viajar, debe presentar una carta de invitación (como si el viajero fuera minusválido y necesitara garantías de que alguien lo cuide en el país de destino) y obtener el gracioso permiso de salida que otorgan (o no) las autoridades, aunque sólo se trate de un viaje temporal. De prolongarse la estadía fuera del país, el viajero deberá pagar peaje a su gobierno: una tasa mensual por la autorización para permanecer fuera del recinto patrio. Muchos profesionales no reciben ese permiso ante el temor de que se dejen olvidados en cualquier país.

Si desea migrar, el gobierno decidirá si lo autoriza o no. En caso afirmativo, el cubano es despojado de su vivienda, automóvil y cualquier otro bien, se le retiran sus derechos ciudadanos, su carné de identidad y su derecho a residir de nuevo permanentemente en el país. Y si el ciudadano, bien porque no reciba el visado correspondiente o la autorización de su gobierno, decide emigrar por vías irregulares y es sorprendido en el intento, suele sufrir represalias —expulsión de su empresa o su centro de estudios— y hasta 1994 ello incluía severas penas de prisión agravadas con la reincidencia.

Es decir, el éxodo irregular es interpretado por el gobierno de La Habana como una fuga de prisión merecedora de castigo, como un acto de beligerancia política o en clave castrense: deserción llaman habitualmente al hecho de que un ciudadano en viaje de estudios o trabajo, decida establecerse en el país de destino.

En ese caso, sus familiares cercanos permanecerán retenidos en la Isla, sin permiso para emigrar, durante un plazo de 3 a 5 años. No importa por qué razones desee marcharse un cubano (y bien podrían ser fundamentalmente económicas), en cualquier caso, desde el instante en que hace pública su intención de emigrar, hasta su salida, el tratamiento que le concede su gobierno equivale al que normalmente se tributa a un enemigo: la tasación de sus bienes para evitar que disponga de ellos, la expropiación de dichos bienes y de sus derechos, el trato vejatorio en centros de trabajo y de enseñanza. Un cubano, al manifestar su intención de migrar, puede hacerlo por razones económicas, políticas, amorosas o climáticas. No importa. En cualquier caso, el gobierno se encarga de convertirlo en un exiliado político.

Existe, además, cierto grado de uniformidad en el trato que el gobierno de Cuba concede a sus presuntos migrantes: trámites onerosos e intrincados, discriminación, persecución y expropiaciones, son propinados por igual al ciudadano común, que jamás ha manifestado beligerancia política, que al miembro de una organización opositora, al que sólo se le otorga una dosis mayor de vejaciones.

¿Por qué el gobierno que se abroga el derecho de conceder permiso para visitar la Isla a unos emigrados y a otros no, maltrata por igual a todos sus migrantes? Se trata de desestimular el éxodo, y no por razones humanitarias, sino políticas: es poco explicable que tras medio siglo los trabajadores huyan en masa del paraíso de los trabajadores.

Según el MINREX, la tasa migratoria de Cuba es «normal» si se le compara con los países de su entorno. Lo que no añade el MINREX es que ningún país de su entorno hizo una revolución social, expropió a la burguesía y estableció, presuntamente, «la propiedad social de los medios de producción», ninguno llevó a cabo una profunda reforma agraria, universalizó la enseñanza y la atención médica, ninguno ha exigido a sus hijos medio siglo de sacrificios en aras de la felicidad futurible, y ninguno, desde luego, disfrutó durante treinta años del rubloducto de ayuda eslava, convirtiendo al embargo norteamericano en una especie de incomodidad muy soportable.

De modo que en tales circunstancias, comparar tasas migratorias es engañoso. Si mañana el gobierno cubano derogara el permiso de salida y aboliera cualquier restricción a los viajes, no persiguiera la emigración ilegal y equiparara realmente a sus migrantes con los de los países aledaños, entonces podríamos comparar tasas de emigración. O tasas de permanencia, si fuera más cómodo trabajar con ese dato.

 

Relaciones eternamente anormales

Pero las diferencias entre el migrante cubano y el de los países vecinos no acaba con su salida.

Una vez radicado en el exterior, el cubano deberá tener actualizado su pasaporte si quiere viajar alguna vez a la Isla, dado que aunque obtenga otra nacionalidad, a menos que haya emigrado de Cuba antes del 31 de Diciembre de 1970 (nadie sabe por qué esta es la fecha mágica), será el único documento de viaje que le autoricen.

Aunque Cuba no acepta la doble nacionalidad, aun presentando otro documento nacional estarás obligado a adquirir el pasaporte cubano. Y aunque ello es índice de que el gobierno continúa considerándote su ciudadano, sólo podrás regresar a Cuba (de visita y por tiempo limitado) si el gobierno te autoriza, y permanentemente sólo en casos muy especiales. Ha habido miles de cubanos a los que, ni siquiera por razones humanitarias, el gobierno le ha permitido regresar.

La denominación de las autorizaciones que concede el gobierno cubano —permiso de salida, permiso de residencia en el exterior, permiso de entrada, habilitación, permiso de salida indefinida, permiso de regreso definitivo— indican hasta qué punto el gobierno de la Isla se siente dueño de sus ciudadanos, a los que trata como a menores de edad obligados a pedir permiso para cualquier acto que los aleje del patio de la escuela.

El cubano que emigra no sólo pierde sus derechos en la Isla y se le expropian sus bienes, sino que durante más de veinte años presentar una solicitud para emigrar era castigado con trabajos forzados en labores agrícolas, sin cuyo trámite el acto de emigrar era abortado por las autoridades. Durante decenios el gobierno impidió sistemáticamente la reunificación de las familias, no concediendo permisos de salida y llegando a prohibir, incluso, los intercambios epistolares entre padres e hijos. Por no mencionar que durante veinte años a los cubanos que emigraron se les negó el derecho a regresar, ni de visita, y en muchos casos ni siquiera por razones humanitarias. Incluso hoy, el tratamiento que se concede a los migrantes en los consulados repartidos por el mundo es, salvo honrosas excepciones, vejatorio.

Cuando el MINREX habla de «normalizar las relaciones de los emigrados con su país de origen» está reconociendo que esas relaciones no han sido normales en casi medio siglo, pero pone la responsabilidad en sus exiliados, que deberán emprender «acciones constructivas (…) desde la perspectiva de la coyuntura histórica que define el destino de la Nación, la preservación de su soberanía, independencia, así como los logros de nuestro pueblo, cuales constituyen causa común para todos los cubanos de buena voluntad».

En caso contrario, se tratará de cubanos «de mala voluntad». Y volvemos, como de costumbre, a la identificación Patria = Nación = Gobierno = Socialismo = Fidel Castro. Si no estás de acuerdo con Fidel Castro, eres un enemigo de la patria. Y no importa si eres enemigo militarmente beligerante (o lo has sido) o si eres un periodista, escritor, político, cuya beligerancia es sólo verbal. Lo sancionable es siempre el pensamiento alternativo, se materialice en balas o en palabras.

 

La primera industria cubana

Volviendo al MINREX, éste nos dice que «desde 1959 siempre hubo una ‘política cubana hacia la emigración’, que estuvo determinada en primer lugar por las características y la actitud de esa emigración hacia el país». Es decir, de nuevo la culpa es de los exiliados. Cuando se le vejaba y se le condenaba en los sesenta, cuando se les apaleaba y abucheaba en mítines de repudio en 1980, se trataba de «vejaciones profilácticas», «escarnio anticipado». Se sabía de antemano que ese migrante se iba convertir en exiliado beligerante, y se le ripostaba antes que atacara. Si ello no convertía al migrante en exiliado político, habría que echar mano a la reserva de milagros de la nación cubana.

Ahora bien, hoy, cuando el exilio se ha convertido —por la vía de las remesas— en la primera industria de exportación cubana (exportación de gente), cuando miles de cubanos visitan anualmente el país, cuando quieren travestir oficialmente al exilio de emigración químicamente pura, el gobierno cubano mantiene hacia quienes emigran la misma política de despojo y exclusión. «Yo los trato como a enemigos, pero ustedes deberán pensarse, llamarse y comportarse como emigrantes».

Claro que esta política se articula con una política mayor de desprecio profundo hacia los ciudadanos. Un desprecio que sólo se relativiza en consonancia con la utilidad política o económica del exiliado. Es evidente que el cubano residente en la Isla es ciudadano de tercera categoría: carece de los derechos económicos que se conceden a un extranjero, se le obliga a pagar en una moneda ajena, su único derecho político es aplaudir y disfruta de una libertad condicional sujeta al arbitrio de Nuestro Papá, como ha dicho públicamente Nuestro Tío.

El exiliado es, a su vez, categorizado de acuerdo a su utilidad. Una persona que se preste desde el exterior a las campañas propagandísticas del régimen, un empresario que haga donaciones, un intelectual simpatizante, un político cariñoso con Castro, serían la categoría A, los compañeros de viaje, aunque opten por viajar en otra aerolínea. La categoría B serían los visitantes y remitentes de remesas: el exilio ordeñable gracias a una ingente masa de familiares cautivos. Y los otros: «la mafia de Miami, los repugnantes y dañinos. Los lamebotas y gusanos». En fin, los innombrables.

No hay, en suma, una sola palabra para definir al exilio cubano. Y si la hubiera, seríamos «migranxiliados», migrantes a los que el gobierno de Cuba convierte en exiliados, muy a nuestro pesar. O exiliados estrictos en muchos casos. Y no es raro que, aun en aquellos casos en que el que migra no ha tenido ninguna actividad opositora, se acoja a la Ley de Ajuste o intente justificar su derecho al exilio político.

Y la razón no es sólo que en la picaresca de la supervivencia un iraquí que desee solicitar el estatus de refugiado apelará incluso a sus discrepancias con Hammurabi (los cubanos disponemos de un personaje incluso más contemporáneo). La razón es que al provenir de un país donde cursar estudios universitarios, viajar, tener una casa, un automóvil, un televisor, un ventilador, obtener un puesto de responsabilidad, opinar, informarse y hacer el último chiste de Pepito, son actos francamente políticos, cualquiera es, total o parcialmente, un perseguido político, en la misma medida en que todos, absolutamente todos los ciudadanos de la Edad Media podían considerarse víctimas del Santo Oficio: por acción, por presunción, e incluso por omisión temporal.

 

(El exilio travestido; en: Cubaencuentro, Madrid, 9 de agosto, 2004).

 





Balseros aéreos

22 03 2003

El 24 de diciembre de 2000, dos adolescentes cubanos, Alberto Esteban Vázquez Rodríguez y Maikel Fonseca Almira, ambos estudiantes de la escuela militar Camilo Cienfuegos, sufrieron sobre el Océano Atlántico la Nochemala de sus recién iniciadas vidas. A la 01:02 de ese día, cuando el Boeing 777 de la aerolínea British Airways, que cumplía la ruta Habana-Londres, se detuvo en la cabecera de la pista del aeropuerto José Martí, esperando para su carrera de despegue, ambos jóvenes se introdujeron en el compartimiento del tren de aterrizaje, espacio sumamente reducido. Tras sortear la vigilancia, soportaron la velocidad del despegue, que llega a 320 kilómetros por hora, y eludieron ser aplastados por el tren al subir, cuyo mecanismo hidráulico alcanza las 200 atmósferas. A 2.000 metros comenzaron a sentir los efectos de la presión, que disminuía rápidamente. A diez kilómetros sobre el nivel del mar, a la escasa presión se unió la falta de oxígeno y una temperatura exterior de 50 grados bajo cero. Pocos seres humanos, aún bien equipados, resistirían atravesar el Atlántico en esas condiciones. El cuerpo de uno de los jóvenes fue hallado en un campo cercano al aeropuerto de Londres. El segundo, fue despedido sobre la misma pista. Los exámenes forenses concluyeron que ambos ya habían muerto antes de caer.

La televisión cubana culpó a la Ley de Ajuste, y en especial a Juan A. Rodríguez Jústiz, abuelo de Alberto, y residente en Estados Unidos, quien al mostrarles el “american way of life”, sembró en sus mentes la idea de esa fuga suicida. Ni una palabra sobre la crisis perpetua y la falta de expectativas que adolecen los ciudadanos de la Isla. Ese es, al parecer, un factor insustancial.

Alberto Esteban y Maikel no han sido los primeros, pero sí los últimos en intentar convertirse en balseros aéreos, casi siempre con dramáticos resultados.

La palabra “balsero” ya ha pasado al diccionario universal del siglo XX. Y cuando se pronuncia, indefectiblemente se piensa en Cuba. Desde 1959 a la fecha, cientos de miles de cubanos se han echado al mar en busca de una costa más acogedora. La avalancha del Mariel, o las imágenes escalofriantes de 1994, cuando los navegantes improvisados zarpaban en cuanta cosa flotara, acuden de inmediato a la memoria.

Pero hay un tipo de balsero —si por ello se entiende al interesado en alcanzar otras costas sorteando las trabas institucionales cubanas, y la reticencia de las embajadas extranjeras para conceder un visado— más sofisticado: el balsero aéreo.

Balseros aéreos son los (las) jinetera(o)s que consiguen su balsa matrimonial para emigrar —al respecto, recomiendo la página http://www.maensl.com/cuba/tramites_protocolo.htm, “Protocolo para casarse con una cubana / no (Paso a paso)”—. Balseros aéreos son los que conciertan matrimonios migratorios, pagaderos al contado. Los que han desviado aeronaves hacia aeropuertos “enemigos”. Los funcionarios que olvidaron el billete de regreso. Los que en cierta época aprovechaban la no exigencia de visado a los cubanos por parte de las autoridades suecas, y trocaron por nieve el sol inclemente de la Isla. Las decenas de miles que tras una visita familiar decidieron quedarse de visita para siempre. Y hasta ahora, todos los que conseguían un billete a cualquier sitio, siempre que hiciese escala en el aeropuerto de Barajas.

En 1999, 178 cubanos solicitaron asilo en el aeropuerto de Madrid. En 2000, se cuadruplicó la cifra, hasta 801. En 2001, unos 3.000 lograron quedarse en España por la misma vía. De las 3.273 solicitudes de asilo que tramitó el año pasado la comisaría de Barajas, el 90% fueron presentadas por cubanos en escala hacia Moscú, según estimaciones de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR). Sólo en los dos primeros meses de 2002, la cifra de embarajados ascendió a 709. 1.715 solicitudes de asilo desde septiembre hasta enero de 2002. El día 14 de marzo, 49 cubanos, llegados en dos vuelos, pidieron asilo, con lo que ascienden a 282 en una semana las peticiones de asilo, de los que 182 han logrado su «permiso de entrada», un documento que les permite ingresar en territorio español.

Como en su día la popularidad de Suecia, el boom Barajas responde a una grieta oportuna. Según un antiguo convenio entre la URSS y Cuba, los cubanos no necesitan un visado para viajar a Rusia, sólo una carta de invitación de un nativo de ese país. Por lo general se trata de rusas residentes en Cuba, casadas con cubanos que estudiaron allí, quienes invitan a todos cuantos deseen conocer la Plaza Roja, por 20 módicos dólares. Quien cobra a precio de bolsa roja es el Estado cubano: 100 dólares por legalizar la carta, 50 por el pasaporte y 150 por el permiso de salida (la conocida tarjeta blanca, que recuerda la carta de libertad que se otorgaba a los esclavos en el siglo XIX). Quienes aspiran a embarajarse, adquieren entonces un pasaje Habana-Madrid-Moscú-Madrid-Habana, y se quedan sin conocer la momia de Lenin, porque al trasbordar al vuelo de Aeroflot, solicitan asilo.

España, por lo general, no concede el asilo. La Dirección General de Asilo y Refugio, dependiente de la Delegación del Gobierno para la Extranjería, suele rechazar su petición —de acuerdo a las convenciones internacionales, carecen de pruebas que les permitan demostrar su condición de perseguidos—. En su lugar, se les otorga asilo humanitario, una figura contemplada por el artículo 25.4 de la Ley de Extranjería.

El estatuto de asilo humanitario, que abarca a personas cuyos países se hallan en una situación económica de emergencia, les da un plazo de 60 días para encontrar un trabajo y regularizar su situación. En caso contrario, deberán abandonar el país.

En la práctica, ni un solo cubano ha sido deportado. Aún así, este documento no les permite regularizar su situación, otorgándoles el derecho a vivir como ilegales o, en palabras del Colegio de Abogados de Madrid, “les dejan en una enorme indefensión”. Están introduciendo irregulares con el consentimiento del Ministerio del Interior”, señala Sebastián Sánchez, del turno de Extranjería del Colegio de Abogados de Madrid. Al no tener visado de residencia, los cubanos deberían solicitar exención de visado. Si se lo concedieran, en un mes tendrían que presentar una oferta de empleo, un certificado de que no hay trabajadores europeos o extranjeros residentes que solicitan ese empleo, y con ello solicitar permiso de residencia y trabajo. Para obtener sólo residencia, deberán tener una cuenta bancaria ascendente a unos 21.500 euros. Para todo ello disponen de tres meses. Si lo consiguen en un año es tiempo récord.

Una situación que podría estallar a mediano plazo. Por el limbo legal en que se encuentran los cubanos, y por las reacciones de otros colectivos de inmigrantes, quienes opinan que la discriminación positiva que se dispensa a los cubanos debería hacerse extensiva a inmigrantes de otros países. Yolanda Villavicencio, de la asociación colombiana Aesco, opina que “existe una utilización política, en el sentido de que los cubanos vienen de un país con un régimen no apreciado por el Gobierno español”. Por su parte, según el diario El País, al portavoz de la embajada de Cuba la avalancha de compatriotas no le preocupa. “Lo que está sucediendo es responsabilidad del Gobierno español”, concluye.

Se sospecha, aunque nadie sabe cuándo ni cómo, que el Ministerio del Interior implementará procedimientos extraordinarios para legalizar a esos inmigrantes. Los cubanos aún distan de ser una presencia importante en el país. Y, al parecer, España sigue interesada en que así sea. Lo cierto es que, como respuesta a la avalancha de balseros aéreos, el pasado día 15 activó un visado de tránsito que deberán solicitar en La Habana los presuntos visitantes de Lenin y otros cubanos que hagan escala en Madrid.

A los consulados cubanos sólo le interesan sus ciudadanos en el exterior cuando se trata de cobrarles una tasa consular. Como de costumbre, la culpa siempre la tiene otro. Ciertamente, la motivación fundamental de este éxodo es económica. No obstante, es el propio gobierno cubano quien marca a su emigración como política; aunque más tarde, una vez consumada, le exija autorreconocerse como una simple legión de espaldas mojadas. Basta ver el desprecio con que las autoridades consulares en Madrid se desentienden del destino de esa “escoria apátrida”, que sólo transitará a emigración cuando comience a enviar sus remesas en euros.

El gobierno español, que reconoce la situación excepcional en que viven los ciudadanos cubanos, así como los fuertes vínculos entre ambos pueblos, no está en condiciones de repatriar simplemente a quienes llegan a Barajas. Pero tampoco desea irritar a los mandatarios de la Isla—donde España es el segundo inversionista—ni suscitar una avalancha migratoria que podría incluso ser manipulada desde La Habana como un instrumento de disuasión política —no sería la primera vez—. De modo que aplica la política del sí, pero no. E instituye el visado de tránsito, posiblemente como un mecanismo para “filtrar” esa inmigración, sin verse obligada más tarde a repatriarla.

El destino de los hombres y mujeres cubanos es asunto exclusivamente nuestro. Ningún gobierno priorizará nuestros intereses, salvo que coincidan con los suyos. Y mucho menos, el gobierno que dice representarnos.

 

Balseros aéreos”; en: Cubaencuentro, Madrid, 22 de marzo, 2002. http://www.cubaencuentro.com/internacional/2002/03/22/6951.html.

 





Mafiosos, ma non tropo

24 06 2002

En el imaginario del fidelcastrismo, el exilio cubano de Miami ha transitado por diferentes etapas. Primero fueron todos batistianos. A renglón seguido, fueron oligarcas y burgueses, dado que era incomprensible que habiendo cientos de miles de batistianos, un puñado de barbudos hubiera ganado la contienda. Y de inmediato, la prensa insular divulgó con encono la noticia de que la marquesa mantenía de su título tan sólo la M y era ahora mucama, mientras al antiguo industrial, la implacable sociedad yanqui lo había convertido en industrioso, y fregaba carros en un garaje de la sagüesera. Todas las fotos kitsch que llegaban a la Isla de exiliados sonrientes ante refrigeradores derramando jamones, o apoyados en Chevrolets del año, eran opulencias de alquiler. Por entonces, aún el gobierno podía dilapidar los restos de la riqueza heredada, y no había caducado la promesa de un cielo comunista donde amarraríamos los perros con longaniza (soviética) a una nube de algodón de azúcar.

Mientras los exiliados no limpiaban carros o se hacían fotos trucadas, ejercían un odio beligerante y terrorista cuyo propósito era dar marcha atrás a la máquina del tiempo hasta los felices 50.

Hasta ese momento, todos los exiliados —salvo las brigadas de maceítos—eran gusanos: bichos arrastrados y repulsivos que, entre otras tareas fecundan la tierra y fabrican la seda. Mantener correspondencia con un gusano estaba prohibido, para no malgastar los esfuerzos alfabetizadores desplegados por la Revolución.

A fines de los 70, el gobierno “descubrió” que existía una “comunidad cubana en el exterior”, ansiosa por visitar a sus parientes de la Ínsula y, de paso, alimentar las arcas cubanas con otros rubros que no fueran rublos. Aunque el cálculo de FC era, ante todo, un cálculo político: autorizar los viajes familiares jugaba con la política de distensión preconizada por el presidente Carter; disparaba contra la arboladura del embargo —no contra la línea de flotación, dada su demostrada utilidad como chivo expiatorio—, y dividía al exilio entre “intransigentes” y “dialogantes”. Posiblemente fue durante aquellos años finales de los 70, cuando más blando fue el discurso oficial cubano hacia Miami. Los militantes del PCC recibieron la “orientación” de acoger (y ya de paso, coger lo que pudieran) amablemente a los parientes que hasta el día anterior no merecían ni una carta. Los gusanos al fin salieron de la crisálida. Fue un tiempo de reencuentros, mariposas y maletas. Los cubanos de la Isla descubrieron asombrados la de cosas que podía comprar la antigua marquesa con su salario de mucama.

Pero el cálculo oficial se basaba en la presunta impermeabilidad ideológica de sus súbditos y su más presunto desinterés material que colmaba con creces la libreta de abastecimiento. Como resultado, en 1980 los marielitos devolvieron la visita a los maceítos y las mariposas involucionaron a gusanos.

La relativa bonanza de los 80, con sus repentinos mercaditos, mercados paralelos, mercados negros y verdes, es decir, shoppings, mantuvo a niveles medios el discurso beligerante, con sus altas y sus bajas.

Pero ya en los 90, el gobierno necesitó echar mano a todos sus recursos para explicar el total descalabro del sistema sin asumir ni una dosis de culpa. Al embargo y el clima (tradicionales culpables), se sumaron los rusos y el exilio, Helms y Burton mediante. La multiplicación del éxodo hasta niveles de los 60, y la crisis de los balseros, dictó la conveniencia de satanizar Miami, aún antes del Caso Elián. Los gusanos se volvieron más verdes y viscosos. Ya no eran batistianos ni burgueses, sino “escoria apátrida” desde 1980.

En el nuevo discurso de las autoridades cubanas, la “mafia” de Miami se dedicaba a odiar a Cuba mañana y tarde, apoyaba con fervor los más tenebrosos planes contra la Isla, y vivía pendiente de una revancha histórica que le permitiera regresar como invasores, a bordo de sus dólares, y sojuzgar para siempre a sus compatriotas, que en su día fueron redimidos por Fidel Castro. Tan ocupados en odiar, no se explica de dónde sacaban tiempo para enviar a sus familiares mil millones de dólares al año, y mantenerlos con vida hasta que llegue el momento de esclavizarlos.

A propósito, si los de Miami son todos unos mafiosos, la Isla tendrá que ser, por fuerza, la lavadora de dinero donde se asean sus excedentes.

Una lectura asidua de la prensa cubana revelará la imagen del exilio que el gobierno aspira a crear en sus ciudadanos: Repiten hasta el aburrimiento y la hipnosis que la población de Miami no sólo es de extrema derecha y anticastrista, sino anticubana, aliada con los intereses de una potencia extranjera. Un exilio dispuesto a invadir la Isla y desalojar de sus antiguas casas a los nuevos propietarios, recuperar sus empresas y apropiarse del país. Favorecería cualquier solución drástica en Cuba siempre que concluyera con el derrocamiento de Fidel Castro, y saciara sus ansias de venganza. Y, por último, no dudaría en aplaudir masivas purgas y ajustes de cuentas tras la caída del comunismo.

Sin embargo, una encuesta realizada recientemente a más de 800 personas en el condado de Miami-Dade por la firma Bendixen & Associates, con un margen de error del 3%, parece contradecir los juicios apocalípticos de La Habana.

Según sus resultados, aunque cayera el comunismo en Cuba, sólo el 27% regresaría a la Isla, de modo que la prevista invasión se quedaría en mera excursión. El 46%, en cambio, está a favor de que los norteamericanos puedan viajar libremente a Cuba, mientras el 47% se mantiene en contra. Aún el 61% se muestra a favor del embargo, pero ya el 28% aboga por eliminarlo. En ello posiblemente influye que el 45% considera que ha sido un instrumento ineficaz, frente al 46% que aún sostiene lo contrario. La inmensa mayoría apuesta por el tránsito cubano hacia la democracia y son más los que preferirían una política implementada por Europa, América Latina y Estados Unidos (48%), que quienes la limitan a una política exclusivamente norteamericana(35%). El 54% considera positivo el Proyecto Varela, aunque el mismo, al ajustarse a la Constitución vigente en Cuba, excluya la opinión de los exiliados, razón por la que el 23% dice no aceptarla iniciativa.

Entre quienes llegaron en los 60, el 42% apoya el perdón y la reconciliación entre cubanos, frente a un 46% en contra. Mientras que entre los llegados en los 90, la proporción es de 62% contra 29%. El 79% de los entrevistados prefiere una transición gradual y pacífica, aunque sea más lenta, mientras apenas el 16% apoyaría cambios drásticos. Y el 76% estaría de acuerdo con la participación en el proceso de los líderes del exilio. Un 15%, en cambio, estaría en contra. Y aunque un 42% aboga por comenzar desde ya el proceso de transición, el 52% opina que en vida de Fidel Castro serán impensables cambios serios. El empecinamiento del mandatario cubano en un discurso del odio que sirve de coartada al desmoronamiento de su régimen, parece darles la razón.

Si acatamos el precepto bíblico de que por sus obras los conoceréis, cualquier observador imparcial deberá reconocer que los exiliados cubanos, despedidos en su día a golpes de desprecio y escarnio tras ser esquilmados sus bienes salvan del hambre hoy a media Isla. Mientras en la acera sur del Estrecho se enorgullecen del odio unánime y obligan a rubricar la inamovilidad constitucional de la dictadura; en la acera norte, la tercera parte aboliría el embargo, más de la mitad aboga por la reconciliación, y las cuatro quintas partes preferiría un tránsito incruento y gradual de sus compatriotas hacia la democracia. Una mafia, en suma, de la que Don Vito Corleone se avergonzaría en nombre del gremio. Tampoco el Padrino de la Isla permitiría a los miembros de su familia esos excesos de opinión, ni esos reblandecimientos del odio.

“Mafiosos, ma non tropo”; en: Cubaencuentro, Madrid, 24 de junio, 2002. http://arch.cubaencuentro.com/sociedad/2002/06/24/8570.html.





Los de afuera (vistos desde adentro)

7 03 2002

Los cubanos de afuera no seremos coroneles (alguno habrá) pero sí tenemos quien nos escriba. Se trata de los funcionarios del Ministerio de Relaciones Exteriores de Cuba, que nos han dedicado toda una sección, “Cubanos en el Exterior”, en su página oficial

Bajo el subtítulo “Algunas características de la emigración cubana”, se nos cuenta que “el término emigración cubana es cambiante”. Si al principio fueron terratenientes y batistianos, “al paso de los años esa emigración fue incluyendo en su seno a otros sectores sociales producto de distintas razones”. Claro que no se especifica ninguna de las “distintas razones” por las que un tornero, un campesino, o la peluquera de la esquina, deciden abandonar el paraíso de los trabajadores para entregarse a la explotación inicua del capitalismo. Recuerda el documento a los 125.000 marielitos como “distintos” a sus predecesores, sin tampoco ahondar en las razones de esa distintitud o de su éxodo masivo.

Equiparan los redactores del MINREX la emigración cubana a la del resto de las naciones subdesarrolladas, aunque su propia propaganda diga exactamente lo contrario —¿será porque dado el escaso acceso a Internet, esta página está diseñada para que la lean los de afuera?—. El caso es que un mojado mexicano sólo intenta permutar una explotación inicua a diez centavos la hora, por otra igualmente feroz, pero a diez dólares la hora. El cubano, en cambio, abandona el paraíso especialmente diseñado para él, y se marcha al infierno. Al de Chihuahua nadie le expropia la casa y los bienes por cruzar el río, no lo expulsan del trabajo aunque manifieste su intención de mojarse, tiene derecho al voto por correo en su país de origen, así resida en Alaska, y jamás le exigirán un permiso de entrada o un visado para regresar a casa. Son demasiadas diferencias.

Por eso, cuando más adelante se nos dice que “Cuba no tiene dificultad en reconocer que sus nacionales son parte del flujo migratorio internacional en búsqueda de mejores destinos económicos”, a uno le entran ganas de exclamar: haberlo dicho antes. Antes de encarcelar a tanta gente por intento de salida ilegal. Antes de escupir, expropiar y apedrear a los que han querido abandonar la Isla (que se vaya la escoria), antes de poner en práctica el vejatorio “permiso de salida”, hundir un remolcador lleno de mujeres y niños, prohibir la correspondencia entre padres e hijos si uno de los dos ha emigrado en busca de “mejores destinos económicos”. Y por eso también se invita desde el MINREX a “los residentes en Estados Unidos” a abandonar “a cambio” (¿a cambio de qué? ¿de las palizas, las humillaciones y el secuestro de sus bienes?) “la falsa imagen de que son un supuesto exilio político, para reconocer con valor que son otra minoría inmigrante en la primera economía mundial”.

De hecho, es muy probable que el 90% de la diáspora cubana no tuviera ninguna intención de constituirse en exilio político. Simplemente, buscaban libertades, sustento digno, una tierra de promisión. Pero las autoridades cubanas, al satanizar toda emigración, al castigar con extremo rigor todo intento de fuga, al despojar de sus bienes a quien osara escapar —el reparto del botín arrebatado al enemigo en fuga ha sido práctica común en todas las guerras—, fabricó en buena medida ese exilio político.

Es natural que una persona aspire a lo mejor para los suyos, y que en muchos casos esté dispuesto a abandonar su espacio natural para conseguirlo. Es posible incluso que esa persona no manifieste una clara orientación política, y que ciertas libertades, como las de asociación o palabra, no signifiquen mucho para él, porque ni se dedica a asociarse, ni tiene intención de promulgar un manifiesto. Pero si esa persona, por el simple hecho de buscar fuera lo que no encuentra en casa, sufre todo tipo de escarnios y saqueos, si su legítima aspiración, que (hoy nos enteramos) “Cuba no tiene dificultad en reconocer”, le convierte en una escoria, un desecho social, tarde o temprano sus motivaciones económicas se refuerzan por una vindicatoria voluntad política. De ahí que el gobierno de Cuba sea el principal artífice de un exilio político, al que ahora intenta convencer de que “era jugando”.

El documento insiste en culpar a Norteamérica del masivo exilio, en el que al parecer la desastrosa situación de la Isla no ha influido. Pero ya se sabe que la culpa de todo en Cuba sólo la tienen el imperialismo, los soviéticos convertidos en rusos y el clima.

En cuanto a su magnitud, que cifra en un 12% (medio millón por debajo de todos los cómputos), la llama normal, dentro del habitual10-15% de la población de un país en el exterior. Para apostillar, como “conclusión obligada el que poca gente se ha ido de Cuba» (sic.). Algo que bien podrían corregir eliminando todas sus barreras a la emigración, empezando por el “permiso de salida”.

No deja de mencionar el MINREX a la perversa Ley de Ajuste Cubano, aunque miente al tildarla como “texto jurídico único en su tipo”. Basta leer las leyes migratorias norteamericanas, que son de acceso público y están disponibles en la red.

Y ya es francamente repugnante que atribuyan el éxito económico de la comunidad cubana de Miami, exclusivamente, al trato preferencial prodigado por la Small Business Administration, y no al esfuerzo personal de esos compatriotas que fueron excretados un día con una maleta vacía, y cuya aportación en forma de remesas es ahora el segundo ingreso de la República. La misma República que expropió a ese millón de cubanos, y aún contando con todos los recursos, convirtió a uno de los países más prósperos de América en uno de los más pobres. Todo a causa de la Bad Business Administration.

En otra parte del sitio se nos afirma que deberíamos dar gracias por que la Revolución “ha resistido”, En caso contrario, no existirían 118 consulados que nos permiten continuar siendo ciudadanos cubanos. Sin su cooperación y “consejos personales” (sic.) ya seríamos naturalizados en cualquier sitio o residentes permanentes sin nexos documentales con la patria. Vaya suerte la nuestra. Sobre todo por los amables consejos personales que ofrecen la mayoría de nuestros consulados, donde una buena parte de los funcionarios —con sus honrosas excepciones, hay que decirlo— se lleva maquinalmente la mano a la cintura para acomodarse la pistola, y sólo entonces se percatan de que su servicio ahora es consular. Al parecer, el MINREX considera que si la Revolución no hubiera resistido, Cuba se habría desvanecido en el aire. La historia de la Isla concluiría con ellos. Algo que está en consonancia con su noción de que en 1959 comenzó nuestra historia. Lo anterior fue mero prólogo.

Y eso explica que se lamenten de no poder “avanzar más en la relación con los cubanoamericanos”, empeñados en “crear una supuesta disidencia en Cuba”, “un supuesto sector alternativo a la Revolución”. Lo cual constituye una advertencia: si no aceptamos disidencias y alternativas in situ, menos aceptaremos una emigración respondona. Bastante que les permitimos gastar en Cuba su dinero imperialista, y hollar con sus zapatos Florshane el suelo inmaculado de la Patria. En fin, que uno llega a envidiar al coronel de García Márquez.

 

Los de afuera (vistos desde adentro) ”; en: Cubaencuentro, Madrid, 7 de marzo, 2002. http://www.cubaencuentro.com/sociedad/2002/03/07/6673.html.