Elegir la patria

2 11 2008

El título de una antología es siempre un reto a la imaginación. Si atiende al contenido, suele derrochar el encanto de una guía telefónica. Si se atreve a veleidades poéticas, requiere prótesis de subtítulos para que no confundamos una selección de poetas paraguayos con un catálogo de piezas para la industria siderúrgica. Pero la antología personal ¿Entonces, qué? ha conseguido sortear el peligro desde el título. Un título provocador que es toda una declaración de intenciones: Hay más preguntas que respuestas, más dudas que certezas en esta poesía arriesgada, inquietante, que se va construyendo, como el cuerpo de los seres vivos, con los materiales disponibles en un entorno por momentos caótico. Materiales puros e impuros, contaminados y prístinos.

Según Ricardo Alberto Pérez, en la primera poesía de Chago“los puntos han perdido su capacidad de absoluto. Cuando se dice negro se miente, se debe entender lugar de camuflaje, zona confusa que propicia una numerosa actividad microscópica. (…) Por el paso inferior está el camino más recto hacia los vertederos y las cloacas; se goza de haber aprendido el motivo de ser cínico, legitimación de un nuevo carnaval, júbilo y artificio de la descomposición. (…) Chago gusta a intervalos, de ser cronista de la fractura, la pérdida, de lo que siempre va a impedir que el organismo logre restaurarse nuevamente”.

Y Jorge Luis Arcos nos habla de “un barroquismo de lo visceral”, la “marginalia de la realidad”, de una poesía “auténtica, rota, inacabada, con un ritmo interior antiguo, casi salvaje”.

Lo cierto es que desde “Punto negro” hasta “Efory Atocha”, pasando por “Flashback”, se podría trazar una ruta que va de lo visceral, reconcentrado, lo íntimo intentando quebrar las fronteras, hasta un desparrame de la sensibilidad, que fluye hacia nuevos confines (geográficos, existenciales, pero, sobre todo, nuevos confines de la percepción). Si en sus primeros poemas hay una apelación más frecuente a lo metatextual, a la referencia literaria, y a suplir con lecturas una dotación de vivencias insuficiente o íntima que no se puede (o no se quiere) convertir en sustancia poética, a medida que cursamos el libro hacia el presente, los textos denotan que “hay que coger la realidad, manosearla, como si fuera una mezcla de todos los sentidos: los alimentos terrestres”, según afirma Jorge Luis Arcos. En suma, hay una carnalización de sus poéticas (y hablo de poéticas, porque no percibo una poética en jefe, sino una sinuosa hibridación de poéticas mestizas, atentas a los reclamos de cada discurso), una “desintelectualización”, para apelar a la experiencia directa, inmediata, a la metáfora de la carne y de la sangre.

En “Punto negro” se percibe una angustia, una ira contenida (o no, o a veces) que deja paso en los siguientes libros a un juego mucho más complejo y rico de sensaciones: asombro, júbilo, dolor, tristeza, rebeldía, incluso una percepción renovada del paisaje, como de quien observa con ojos nuevos el árbol, la casa, el pájaro, la sombra. Hay una suerte de depuración de la ira en la mirada, desde ese enfoque asombrado, que no sabe bien a dónde mirar, hasta un enfoque más preciso, una mejor definición del objeto poético emergiendo de aquella niebla fantasmal. Quizás por eso tenemos que llegar a “Flashback” para encontrar un poema a mi juicio antológico de lo que se podría definir como “desarraigo eufórico”, un desarraigo que no viene en tiempo de bolero y nostalgia, sino con playback de músicas mestizas y alborotadas. En “Poética martiana” dice Chago:

He partido de todo

/  ahora sólo queda hacerse un hueco /

/  no hay un lugar para echar raíces…

no basta una Casa /

Estos que te mojan son mis mares

He partido de todo para llegar a ellos

estoy a salvo de una Patria

Es cuando el poeta descubre que “vivir sin la patria es vivir”. Y no porque (aunque también), como decía Henry George, “¿Cómo se puede decir a un hombre que tiene una patria cuando no tiene derecho a una pulgada de su suelo?”. Pero, más allá de lo meramente territorial, el poeta se libera de la patria como deber, obligación, yugo, cadena, no de la patria como vocación o registro de la memoria, como amante. Ciertamente, como decía Ricardo Alberto Pérez, “una isla es la antinomia de una úlcera, una protuberancia (…) Aquí aparecen en una situación de transgresión (…) la úlcera de Chago y la Isla en peso de Piñera pretendiendo copular”.

Pero ¿está, realmente, Chago, a salvo de una Patria? ¿O lo acosa en la memoria y no puede (o no quiere) librarse, como en “Poema de familia”, “Flashback”  y “Flor de isla”? A esa pregunta, Chago me respondió que “Posiblemente no llegue a estar fuera de un sentimiento patético-patriótico (…) Pero no se trata de intentar olvidar, excluir nada. Todo lo contrario. La patria tiene que dejar de ser un peso. (…) Soy cubano por los cuatro costados. (…) se nota, incluso, aunque no me lo proponga. Ahora bien, yo elijo la patria”.

Chago no es “el Hombre Viejo”, que traía el pecado original, ni mucho menos el cacareado “Hombre Nuevo”, sino, como dice Jorge Luis Arcos, “el pre o el pos, la víspera o la postrimería, de ese Hombre Nuevo”. Es decir, el hombre posnacional de un exilio devenido diáspora, de una nación transterritorial, ciudadano de una patria portátil y electiva. Michael Dear, en “Ciudad y ciudadanos del siglo XXI”, ya habló de ciudades de frontera portátil, «dónde la frontera como tal, tanto a nivel de ciudad como de país, ha dejado de tener sentido». Es allí donde habita Chago, esbozo de ciudadano de esa sociedad que nos revela Jürgen Habermas. Y en ese ciudadano posnacional percibo un intento de negar ciertas emboscadas de la nostalgia, negarlas sin desconocerlas

paseando la dejadez a golpe de salitre y lejanía

a leves toques de recuerdo

Aunque, al mismo tiempo, asiste apesadumbrado (¿resignado? ¿expectante?) a una nueva dimensión de sí mismo, cuando

Definitivamente me hago a las buenas costumbres

Costumbre antigua

Vergonzosa.

¿Entonces, qué? ¿Se prefigura un nuevo giro en su poesía de hoy, de mañana? ¿Anuncio de nuevos asombros? De momento, este libro nos sirve de bitácora para navegantes. Estaremos atentos a los nuevos rumbos.

 

Presentación del libro ¿Entonces, qué? Casa de América, Madrid, 2008.

 





Fábula de un hombre fiel

2 12 2007

You taught me language

And my profit on’t

Is, I know how to curse.

William Shakespeare

Calibán a Próspero en La tempestad

 

Las autocracias, especialmente las que dimanan de las revoluciones, establecen el grosor exacto de lo aceptable y, una vez ajustada la maquinaria del poder, hacen pasar a la sociedad entre sus cuchillas. El resultado: cómplices, fieles y obedientes. Cualquier otro producto es un error fabril que debe ser reciclado o, en el peor de los casos, desechado.

El epistolario de Tomás Gutiérrez Alea es la fábula de un hombre que quiso soñar en imágenes y que invirtió en ello sus certezas y, sobre todo, sus dudas. Es una historia de amor. Y son, también, las aventuras y desventuras de un hombre fiel que, como Calibán, aprendió a maldecir.

Es imposible deslindar con exactitud la trayectoria del creador, sus dudas, inconformidades, certezas y errores —vale la pena leer todas sus dudas sobre el arte en la Revolución, escritas en 1971—, del homo histórico, imbuido desde muy joven de las ideas de redención social, y fiel a ellas durante toda su vida, a pesar de los errores, vilezas y crímenes cometidos en su nombre. Quizás Titón no llegara a conocer/aceptar los crímenes, pero sí maldijo empecinadamente (con todas sus consecuencias) los errores y vilezas, sin abandonar una fe por momentos más parecida a una religión que a una ideología.

Quienes deseen conocer mejor los mecanismos creativos del artista encontrarán aquí las cartas de su período en Roma, el entusiasmo, el descubrimiento, el aprendizaje. Su deslumbramiento con el neorrealismo italiano, un cine valioso y barato; cine del Tercer Mundo europeo cuyos mecanismos de creación podían ser extrapolados al resto del Tercer Mundo. Aquí están sus dudas y peripecias durante la filmación de la batalla de Santa Clara, que se incluye en Historias de la Revolución, una película que catalogó apenas como un ensayo, pero donde insertó por primera vez, por razones de presupuesto, fragmentos documentales en la ficción, algo que se convertiría en un procedimiento recurrente en su filmografía. Aparece su sensación de ser ajeno a esa película, y su total extrañamiento respecto a Cumbite. Detalla el proyecto de filmar El arpa y la sombra, y cómo, al cabo de una vida, Memorias del subdesarrollo y La última cena son los filmes donde encontró un justo equilibrio entre lo que quería decir y el modo de hacerlo; en consonancia con su propuesta de un cine subversivo desde el poder, visualmente interesante. Un cine que, al menos en los casos de Memorias…, La última cena y Los sobrevivientes, consiguió el nivel de ambigüedad suficiente para suscitar, en sucesivas generaciones de espectadores, renovadas lecturas.

En estas cartas está también su propuesta de implementar (además del cine como arte) un “cine marginal” que sea herramienta de indagación de la realidad. Y fomentar un clima propicio para la aparición de una filmografía de calidad que fuera no sólo un “arma de la Revolución”, sino, sobre todo, arte. Y sus métodos de trabajo, como cuando, en carta a Leo Brouwer le propone, partiendo de sus conocimientos musicales, hacer en paralelo Los sobrevivientes y la música de la película.

Asistimos a su angustiosa necesidad de mantenerse al día en un país tapiado, de ahí sus incesantes peticiones de libros y revistas culturales a editores y amigos. Quiso abrir ventanas en todas direcciones: invitó a trabajar en Cuba a escritores como Carlos Fuentes y Juan Goytisolo, a directores como Carlos Saura, a quien dispensa una admiración no acrítica, aunque siempre transitada por la amistad. Se proponía acercar el mundo a la Isla, y ponerlo en contacto con la Revolución, con la certeza de que ello atraería amigos, levantaría puentes, derogaría los muros edificados por “el enemigo”. En los últimos años de su vida, ya Titón había descubierto que el muro era una coproducción, y que los albañiles de adentro renovaban de inmediato cualquier grieta que anunciara derrumbe.

Próximo al Partido Socialista Popular desde 1948, participó en la lucha clandestina en los 50, y su adhesión a la Revolución fue total desde el primer momento. Una carta a Saulius, el hijo de su esposa Mirtha Ibarra, en 1991, cuenta una versión casi oficial de la historia de Cuba y añade que “los jóvenes, entonces, nos sentíamos poderosos e invencibles y, además, sabíamos que teníamos la razón. Y eso era cierto en aquellos primeros años”. En 1964 afirmó: “Se estaba con la Revolución por razones emotivas principalmente. A partir de entonces, se mantiene uno con la Revolución cada vez más por motivos racionales”. Y habla de errores, de los sinsabores y el sufrimiento cotidiano, y de que el sentido de la vida es vivirla. Y la vida es, para él, una experiencia indisociable de la Revolución, ese “gran acto de justicia” en cuyo nombre tiene que convivir “con pequeñas injusticias cotidianas”. En 1969 escribió: “Este es un lugar maravilloso y terrible al mismo tiempo (…) la vida cotidiana se hace molesta y fea (…) puede llevarte a situaciones amargas”. Y él no quiere conformarse con esas injusticias (a veces no tan pequeñas, aclara), pero, al mismo tiempo, no quiere hacer nada que perjudique a la Revolución. Ese es el terrible dilema de muchos hombres honestos de su generación, desgarrados entre su sentido de la justicia y su juramento de lealtad a la Revolución, aunque de ésta fuera quedando, con el tiempo, apenas la cáscara retórica.

De ahí que en carta escrita a Néstor Almendros en 1966 no lo acuse de traidor, sino que lo felicita por abrirse paso en el cine francés; le promete el envío de la revista Cine Cubano y le cuenta que a su paso por París evitó encontrarse con él para que una discusión política no dejara “maltrecho el afecto”. Y es el mismo Titón que en 1987 dice a Edmundo Desnoes que Conducta impropia es un filme deshonesto y mediocre, obviando la terrible realidad que revela.

Pero su adhesión nunca fue acrítica. Por estas páginas no sólo discurren los grandes acontecimientos históricos: el juicio de Marcos Rodríguez, los debates culturales, como el de Alfredo Guevara con Blas Roca y el de Titón con Julio García Espinosa en 1965; también sus discrepancias sobre la política cultural, especialmente la del ICAIC. El 3 de junio del 61, Alea renunció como consejero del ICAIC, y en esa carta hace constar su desacuerdo sobre cómo se manejó el caso de PM, sin que él participase en un comunicado oficial de la directiva, aun cuando formaba parte de la comisión que evaluó la película. Su memorando del 25 de mayo de 1961 a Alfredo Guevara, “Asuntos generales del Instituto”, toca prácticamente todas las llagas que asolarían durante medio siglo la cultura y la vida cubana: la ultracentralización de la toma de decisiones, que termina creando un cuello de botella que entorpece el trabajo; el escamoteo y la ocultación de información para evitar que los creadores “se contaminen” de algún virus capitalista; la cúpula autodesignada para decidir quién puede leer o ver esto o aquello sin mancharse; el monopolio estético, pues todas las obras deberán pasar por el filtro del gusto de una sola persona; la tendencia a pensar por los demás e imponer ideas; la minimización de los márgenes de libertad y la falta de confianza en las personas, con su corolario: la supervisión excesiva que ralentiza y castra el trabajo, mata la pasión artística y crea un clima opresivo.

Por eso no es raro que Memorias del subdesarrollo saliera adelante gracias a la intervención personal de Osvaldo Dorticós, entonces presidente de la República; que su película El encuentro fuera paralizada; que entrara en conflicto con el censor Mario Rodríguez Alemán; que algunas de sus películas fueran engavetadas y otras fueran llevadas a pasear por diferentes festivales internacionales de la mano de funcionarios y burócratas, sin comunicarlo siquiera a su director, o que prosperara, con la anuencia de Guevara, el caso de suplantación realizado por Santiago Álvarez al apropiarse del crédito de realización de Muerte al Invasor, dirigido y editado por Titón. En carta de 1977 a Alfredo Guevara, Titón reconoce que las relaciones entre ambos han dejado de existir hace tiempo, a pesar de lo cual le escribe para aclarar cosas en aras del trabajo. Desgrana, entonces, un rosario de miserias y ostracismo a los que ha sido sometido, sus cinco años completos sin viajar, ni siquiera para llevar sus películas, e incluso la posibilidad de irse del ICAIC y no hacer más cine. Es comprensible entonces que Alfredo Guevara ejerciera todas las presiones posibles para que la Fundación Autor no publicara este libro.

A pesar de todo, Titón escribió que “Hemos tropezado repetidas veces con la misma piedra (…) el camino que queda por delante es mucho más largo que como lo soñamos (…) hemos llegado hasta aquí con una rara dignidad. Y una profunda sensación de que estamos vivos”. Ya en los 90, Titón comprendía que aquello que seguíamos llamando Revolución por pura costumbre no era el ecosistema propicio para el talento honrado, pero sí la coartada perfecta para el oportunismo y la ambición. Aun así, una certeza que ya había escrito en 1969 no lo abandonó nunca: “aquí es posible encontrar la fuerza para vivir, luchar, descubrir un sentido a la vida, ser… ¿feliz?”.

 

Fábula de un hombre fiel, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena letra, n.° 47, invierno, 2007/2008, pp. 169-170. (Gutiérrez Alea, Tomás; Volver sobre mis pasos. Una selección epistolar de Mirtha Ibarra; Ediciones y Publicaciones Autor SRL, Madrid, 2007, 514 pp. ISBN: 978-84-8048-737-5).

 





De Leo Martín a Sam Spade

2 10 2007

Con la novela negra Que en vez de infierno encuentres gloria, Lorenzo Lunar (Santa Clara, 1958) obtuvo los premios Brigada 21, a la mejor novela en español, y Novelpol. Premios concedidos por los lectores, posiblemente los mejores jurados a que pueda aspirar un escritor del género. Leyendo sus 124 páginas, que se deslizan a toda velocidad hacia el final, comprendí esos veredictos de calidad. La obra consigue no sólo atrapar al lector con una intriga creíble, sino que dosifica con máxima efectividad la información, entrega las raciones justas para no morir de sed, lo suficiente para empujarte hacia la contraportada. Pero eso es sólo (como si fuera poco) buena técnica, carpintería del oficio. Lo más importante es que en las primeras diez páginas se ha construido un universo particular: el barrio: cerrado, con leyes propias y, sobre todo, vivo. Un universo real, literariamente real, donde empieza a alojarse desde ese instante la voracidad del lector, ajeno a cualquier extrañamiento brechtiano, porque allí los hechos no se representan, no se componen ni se escriben; suceden.

Dos años después, el autor obtendría otro premio, concedido esta vez por un jurado profesional que no juzgaba novelas negras o verdes, sino literatura. Polvo en el viento consiguió en Puerto Rico el Premio de Novela Plaza Mayor. En ella, el barrio se expande a la ciudad, que no funciona como un espacio cerrado, sino como un espejo del país, del tiempo angustioso, de la desesperanza, esta sí, cerrada, donde son prisioneros todos los personajes por igual: policías y bandidos, funcionarios y drogadictos, creyentes y ateos en una religión laica por decreto.

“Vivir en este barrio le ronca los cojones” es la oración inicial de Que en vez de infierno encuentres gloria. Y Polvo en el viento bien podría comenzar con la sentencia: “Vivir en este tiempo le ronca los cojones”.

En la primera, el hilo conductor es el asesinato de Cundo, un viejo amigo del policía Leo Martín. Desde el instante en que el cadáver aparece molido a golpes en su cuartucho, y César, el jefe de sector, encarga el caso a Leo, nacido y criado en el barrio, los acontecimientos se precipitan, más que en el tiempo, a través de los sinuosos pasadizos del barrio, verdadero protagonista de la obra, con su elenco de personajes: Tania, la prostituta, aquella niña que fue para el policía como una hermana menor, Blanquita, El Moro, El Puchy, Pepe el Vaca, Pechoemulo, Chago el Buey, El Rey del Brillo. Personajes de vidas rotas, machacadas por la miseria, extraviadas en un mundo donde el relativismo moral no es perversión sino garantía de supervivencia. Una corte de los milagros donde cualquier destello de esperanza, cualquier aspiración, fue aplastada sin piedad hace mucho. Y todos ellos componen el rostro poliédrico del barrio, un monstruo de cien cabezas cuya anatomía conoció perfectamente, alguna vez, Leo Martín, quien todavía cree conocer todo lo que se trama en la dramática geografía de la supervivencia. Pero desde que usa uniforme, hay muchos secretos que púdicamente el barrio le oculta y otros que él ha desaprendido, como el expatriado que comienza a olvidar los matices de su lengua materna. Por eso, la voz del barrio le susurra: “Aquí pasan muchas cosas, cosas que las sabe todo el mundo menos tú, son las mismas que han pasado siempre desde antes que te metieras en la policía”. De ahí que el lector se sienta voyeur, mirahuecos, fisgón, a medida que el policía va abriendo las puertas del barrio, ventilando intimidades.

En Polvo en el viento, en cambio, parece que César (¿el mismo César ansioso de culpables, lo sean o no, de la novela anterior?) no conoce verdaderamente a nadie. Parece que no los ha conocido nunca. No asistimos a un microuniverso, sino al espacio despoblado, ajeno, de la ciudad donde se mueven los personajes a través de diferentes estratos superpuestos. Los protagonistas, Yuri y Yenia —eslavonimia resultante de unos padres amamantados con los manuales de Marxismo-Leninismo—, son hermanos jimaguas que habitan una suerte de universo paralelo donde el sexo (hetero, homo, bi, múltiple, incestuoso), el arte, las drogas, la música, no cumplen una función orgiástica. Son rituales funerarios, preámbulos de una muerte buscada como única alternativa a una realidad más que miserable, repulsiva. Es una suerte de última cena donde los comensales —con Susy, El Flaco, El Ripiao, a los que se añade Bianka Roxana, leit motiv de la novela— engullen desaforadamente de todos los platos con la certeza de que nunca concluirán la digestión.

En otro estrato, encontramos a César, un policía de nuevo tipo en la literatura cubana, y a Mirtha Sardiñas, la madre de los Y, una Margaret Thatcher de provincias que se casó con el compañero director Arsenio Padrón y cuyo egoísmo ha pulverizado la familia. Si Mirtha Sardiñas es todo cálculo, sus hijos son el reverso: intentan quebrar todo límite, toda frontera, con la osadía libertaria del pichón que se echa a volar desde el acantilado cuando aún no ha plumado.

Un tercer estrato es el mundo feroz de la cárcel, una jungla cuyas leyes empiezan a parecerse sospechosamente al universo convencional donde habitan César y Mirtha. Por eso no es raro que, a través del sexo, se anuden César, el policía, con Mirtha, la funcionaria, con su hijo Yuri, el evadido, con El Caballo, prisionero que trabaja de soplón para César a cambio de protección y sexo. Si el sexo es el último reducto de libertad individual en la Isla, en esta isla de Lunar es siempre dominio o amenaza, instrumento, moneda, compra, venta, huida o muerte.

El cuarto estrato está poblado de extras que deambulan como testigos del naufragio, que se arrastran por el proscenio para dar fe a su tiempo del derrumbe.

Leo Martín, jefe del sector de la policía en su barrio, no sabe por qué se metió a policía, y concluye que sería “porque eso estaba escrito” o porque le “gustaba dar patadas y clavar sukis en los estómagos y ahora sigo por inercia”. No obstante, busca la verdad, no un culpable.

Mientras, el teniente César “maldice la hora en que se metió en la policía”, y concluyó muy pronto que “era mejor no meterse con los malos. No atravesarse en el camino de los delincuentes”, “hacerse de la vista gorda y recibir (…) aquellos obsequios que no eran para nada chantaje, sino pura cortesía de sus buenos vecinos”. Aprendió a templarse a la mujer de Felipe a cambio de que su marido continuara traficando café, permitir el trapicheo de carne alojada entre las espléndidas tetas de Aga, que él tan bien conoce. Y, ahora, como jefe del Departamento de Criminalística, cumpliendo de alguna manera su vocación para ser jefe de algo, de lo que sea (aunque “le tocaba serlo en el momento en que nadie quería ser jefe de nada”), no buscaba la verdad, sino culpables. Y para eso estaba dispuesto a encerrar a Yuri con El Caballo —hasta donde alcanzo, no tiene relación con el otro Caballo—, asesino, bugarrón y chivato, para que “lo ablande” a fuerza de violaciones y se lo entregue listo para la confesión, para que el teniente se anote otro caso resuelto en su expediente. Como dice su coronel, “antes que llore mi mamá, que llore la de otro”. Summa filosófica.

Si en Que en vez de infierno… una muerte real convocaba al policía a desbrozar un mundo que conoce; en Polvo en el viento, la presunta muerte de un símbolo, de una alegoría (en consonancia con toda la muerte simbólica que atraviesa la novela) empuja a otro policía completamente distinto a forzar una realidad que le resulta ajena, que es incapaz de comprender, para acompasarla a sus necesidades.

Si la primera es una historia simple, convincente y fragmentada con inteligencia para construir la trama, donde, al final, gana el delincuente (“a veces es mejor que olvides que sabes cosas”, le dicen al policía cuando pierde); en la segunda, una novela de trama más compleja, donde hay un juego evanescente entre lo inmediato y lo simbólico, todos pierden. Como si César hubiera echado a andar una maquinaria de destrucción que va macerando a quienes encuentra a su paso, incluso a su creador, condenado a la distancia, ese sucedáneo de la muerte. Máquina incapaz de destruir el símbolo, de borrar esa presencia inquietante que desencadena toda la acción. Nada más puedo decir sin estropearle la intriga a los lectores.

La extrema concisión narrativa de Que en vez de infierno… da paso a una narración más pausada (no menos tensa) que ilumina los sectores más oscuros de la sociedad y se permite otros matices y circunloquios en Dust in the Wind.

Lorenzo Lunar, quien ya ha publicado El último aliento (1995), Échame a mí la culpa (1999) y Cuesta abajo (2002), ha declarado que la literatura no puede ser un discurso político y que busca el término medio. Si arrojarnos a una realidad brutal, sin afeites ni evasiones, es “el término medio”, lo ha conseguido. Reconoce la deuda con la novela negra norteamericana, y lo evidencia en cómo Leo Martín, un policía con bastante decencia por uniforme, da paso a César, un Sam Spade brutal, inelegante y sin escrúpulos, y cómo las tinieblas del barrio inicial anochecen completamente en una ciudad donde todos son víctimas y victimarios. Las cloacas de sus vidas desembocan, indefectiblemente, en el colector de la muerte. Ignoramos si serán recicladas hacia alguna materia patriótica.

Dos nuevas entregas de la saga Leo Martín acaban de aparecer: La vida es un tango (2006) y Usted es la culpable (2007), pero eso será asunto de otro contar. Como su anunciada Cocina criminal cubana.

Que en vez de infierno… es una novela tragicómica, ha declarado el autor, porque en Cuba “vivimos un humor negro tristón” (El País, 11 de julio, 2004). Y aclara: “cómica para los que la ven desde afuera y trágica para los que estamos dentro”. La realidad cubana viene con una exultante banda sonora, es cierto, pero es trágica desde todos los afueras y los adentros, excepto desde el ángulo recto de una consigna. Aunque… hay por ahí cada sentido del humor que debería constar en el Código Penal.

 

De Leo Martín a Sam Spade, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena letra, n.° 45/46, verano/otoño, 2007, pp. 295-297. (Lunar, Lorenzo; Que en vez de infierno encuentres gloria; Zoela Ediciones, Granada, 2003, 124 pp. ISBN: 84-95756-04-8 / Lunar, Lorenzo; Polvo en el viento; Editorial Plaza Mayor, San Juan, Puerto Rico, 2005, 192 pp. ISBN: 1-56328-292-5).

 





El engañoso reflejo de las cosas

2 12 2006

¿Cuántas posibilidades de elección tuvo Dios al construir el universo?, se preguntaba Albert Einstein, y ¿cuántas posibilidades de construir su universo tiene un escritor? Si consideramos el puñado de temas a los que se puede reducir toda literatura, y el surtido de herramientas narrativas disponibles, nada desdeñable después del tránsito por las vanguardias, pero tampoco ilimitado, las posibilidades resultan mucho menores que las de Dios, quien tenía en su mano inventar, incluso, la Teoría de Probabilidades. Pero si introducimos en la ecuación la reserva de circunstancias y a ello añadimos las percepciones posibles de un mismo texto, entonces el escritor se acerca a las posibilidades de Dios.

Es arriesgada la búsqueda del espacio común donde pueden tocarse dos autores, dos modos de reformular la realidad, dos libros, esos hechos tan singulares. Y, efectivamente, si algo aflora de inmediato son las disensiones. Partiendo incluso de sus propias obras precedentes y de las expectativas que convocan, cabe esperar más diferencias que aproximaciones de perspectiva entre Fábulas sin (contra) sentido, de Jorge Domingo Cuadriello, y Todo por un dólar, de Eduardo del Llano. Dos libros breves, brevísimos, compactos, cuyas piezas se precipitan en ambos casos hacia el final, con aquella urgencia por quitarnos de encima una alimaña de la que hablaba Cortázar.

Eduardo del Llano (Moscú, 1962) es narrador, guionista y profesor de Escritura de guiones. Su calidad de humorista data de los que ya parecen prehistóricos tiempos de Nos y Otros. Ha publicado los volúmenes de cuento El beso y el plan (1997), Cabeza de ratón (1998) y Los viajes de Nicanor (2000), entre otros, y reside en La Habana. Las historias que componen este libro —“Sweat Dreams”, “Senectud rebelde”, “Regina”, “Nicanor y los peces”, “La fruta prohibida”, “El subversivo”, “lovestorio” y “Monte Rouge”— remiten al universo donde despierta un día Gregorio Samsa: subtitulado de sueños; viejos atrincherados, la revolución en un asilo; el estatus de estandarte vitalicio que puede adquirir un culo; la relación entre los sucesivos alumbramientos de una guppy y el advenimiento de un segundo Mesías; manzanas antigravitatorias; un extraño subversivo que hace de madrugada pintadas a favor, no en contra; el amor entre el más que centenario y la muchacha o la resurrección de la virilidad a los 110, y de cómo unos respetuosos policías solicitan la ayuda del vigilado para colocarle los micrófonos. Todas en clave de humor y transitadas por una fina ironía. Historias veloces, cinematográficas (de hecho, el corto de ficción Monte Rouge ya ha provocado un notable revuelo), donde las escuetas descripciones aparecen como acotaciones a los diálogos, sobre los que descansa la trama. Un lenguaje sin sobresaltos, preciso, imprescindible, va empujando al lector hacia el final. Los escasos meandros juegan con los equívocos, estallan en algún gag o aprovechan los sobreentendidos para “engrosar” la textura narrativa sin conceder al lector un remanso.

Jorge Domingo Cuadriello (La Habana, 1954) es, desde hace dieciocho años, investigador literario en el Instituto de Literatura y Lingüística de La Habana, donde se ha ocupado de los españoles en las letras cubanas, especialmente durante el siglo XX, aunque también ha publicado un Diccionario cubano de seudónimos (2000) y los volúmenes de cuentos La sombra en el muro (1993) y Diacromía y otros sucesos (1996). Estas Fábulas sin (contra)sentido—la “Fábula del poeta inédito”, la del náufrago, la del desdichado señor Pérez, la de hombres y herraduras, la del hombre ordenado, la “Fábula por una pierna feliz”, y la del misántropo tímido— asumen un realismo excéntrico, tangencial, traspasado por un humor cuyo timbre varía desde el humor corrosivo, casi vitriólico, que ilumina la historia del misántropo tímido que “es” malvado, pero obtiene un sitio en la devoción de sus conciudadanos por puro enroque de las circunstancias, o la del hombre ordenado hasta post-mortem, llegando a la intensa humanidad, diríase ternura, que atraviesa historias como la de la pierna y la del desdichado señor Pérez. En el centro, quedan la fábula del náufrago, una verdadera elipsis de la soledad, o la interesante progresión de amores truncos en la “Fábula de hombres y herraduras”. Por el contrario que los cuentos de Del Llano, Cuadriello construye sus historias en una lengua continuamente matizada, donde las descripciones del narrador en tercera cobran un protagonismo que en las anteriores asumían directamente los hablantes a través de sus diálogos. En algunas fábulas, como la del náufrago, la equívoca atmósfera construida con las descripciones “es” la historia. En otras, los personajes no tienen derecho a expresarse per se. Basta la manipulación de que son objeto. Pero siempre, en mayor o menor grado, hay una suerte de piedad del autor hacia sus criaturas, muy evidente en las fábulas de hombres y herraduras, del desdichado señor Pérez y de la pierna feliz. Mientras Del Llano los libraba a su suerte “sin garantías”, Cuadriello habla por ellos a cambio de concederles un “aterrizaje blando” en las inclemencias de la realidad.

Entonces, ¿qué nos permite unir en una sola reseña libros dispares? ¿Qué puentes transitan entre ellos?

Es cierto que los cuentos de Cuadriello son elusivos, son Turguéniev y un poco Chéjov, mientras los de Del Llano son también un poco Chéjov, pero muy Kafka (pasado por el gran Dino Risi de Los monstruos). Pero, curiosamente, ambos están en la saga del Italo Calvino que construyó “ciudades invisibles” y “barones rampantes”. Ambos trazan tal cartografía de la realidad que, para acceder a sus puertos, al decir del italiano nacido en Cuba, “no sabría trazar la ruta en la carta ni fijar la fecha de llegada”. Ciertamente, en ambos, siguiendo con Calvino, “no hay lenguaje sin engaño”. Ambos trucan las coordenadas, juegan en las excéntricas, eluden más que aluden, solicitando continuamente la complicidad del lector. El policía de “Monte Rouge” es tan equívoco como el náufrago de Cuadriello. Las alusiones de ambos apelan a un lector entendido sin excluir al que no rebasará un primer o segundo círculo de la complicidad.

Pero el elemento que permite transitar de uno a otro sin accidentes es que ambos construyen una realidad “paralela”, “perisférica”, espejo y caricatura de la anterior, una realidad donde son libres de practicar ciertas operaciones de riesgo con sus personajes. Desembozadamente, en el caso de Del Llano; subrepticiamente, en el caso de Cuadriello. Más allá de las diferencias, ambos saben, como Italo Calvino, que “la falsedad no está nunca en las palabras, está en las cosas”.

 

El engañoso reflejo de las cosas, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena letra, n.° 43, invierno, 2006/2007, pp. 283-284. (Domingo Cuadriello, Jorge; Fábulas sin (contra) sentido; Ediciones Vitral, Obispado de Pinar del Río, Pinar del Río, Cuba, 2005, 50 pp. / Llano, Eduardo del; Todo por un dólar; Miniletras H. Kliczkowski,, Madrid, 2006, 63 pp. ISBN: 84-96-592-04-9.).

 





La libertad peligrosa

2 09 2006

Cuando es raptado de la Isla de Cuba por los piratas y se adentra en una vorágine de asaltos, abordajes, asesinatos, riñas, derroche y hambrunas, temeridad y cobardía, generosidad y vileza, en un mundo en proceso de gestación y definición, de fronteras líquidas, alianzas y fidelidades mudables, el esclavo Félix trueca un destino aciago por otro no menos arriesgado pero, en el mejor de los casos, incierto.

Desde la Isla Tortuga, capital de la piratería, hasta la primera República Cosmopolita de Hombres Libres, las Indias son una promesa casi nunca cumplida, una amenaza, esa sí, implacable. En la novelaCanto de gemido, de Eliseo Altunaga, el sabio Closelier afirma que “las islas de América han sido imaginadas antes de ser vistas. Europa las ha formado en su imaginación y ahora quiere que su imagen responda a sus sueños”. Pero las islas se resisten y empiezan a configurar su propia imagen: un reflejo distorsionado de esa esquirla de Europa que cada forastero trae en la memoria. Un proceso que es posible rastrear, documentar, en esta novela de desventuras, más que de aventuras, pero también de amistad y de amor a la libertad, aunque sea una libertad tapizada de sangre y mutilaciones.

Ésta es una novela impecablemente escrita (el lenguaje se atiene con rigor a las necesidades del argumento, sin pirotecnias ornamentales) donde, en el mundo de piratas y filibusteros, de rescatadores y comerciantes que fraguaban el destino de América, se entrecruzan y fermentan la imaginación del antiguo esclavo Félix, pirata ahora bajo las órdenes de André de la Côte, las mitologías africanas, los dioses mayas, las deidades laicas de la Ilustración y la libertad, en el mundo cruel y conmovedor de la Isla Tortuga. Asesinos y estudiosos, cartógrafos y navegantes, ladrones e iluminados cruzan estas páginas de las que se desprende una verosimilitud documental. Nombres históricos, como el cirujano Exquemeling, cuyas memorias el autor ha visitado con atención; Henry Morgan y El Olonés, conviven en la novela con personajes cuya existencia histórica queda confirmada por su cuidadosa factura literaria que los dota de verismo y relieve: Michel Terror del Miedo, Lola, Closelier, Polifemo El Triste, André de la Côte, el propio Félix. Una autenticidad a veces inalcanzada por los personajes que poblaron la vida real, dada su almidonada existencia documental.

Eliseo Altunaga (Camagüey, 1941), hombre de cine, escritor, guionista y profesor, ha conseguido, también, un manejo del idioma mesurado y exacto que, gracias a oportunos arcaísmos y a una precisa dosificación del vocabulario, consigue convencer al lector sin condenarlo a una jerga críptica. Y, desde luego, también ha tramado una dramaturgia de la historia que es, con mucho, deudora de su sentido de la progresión cinematográfica.

No es ésta una novela de piratas al uso. No se trata de seducir con la imantada presencia del mal —ya se sabe que desde El Olonés o Calígula, hasta Hitler, Pol Pot y Stalin, esos personajes que condensan a su alrededor el Mal en estado puro son extraordinariamente atractivos para los lectores, una suerte de Síndrome Literario del Ángel Caído—; tampoco se trata de alimentar ninguna Leyenda Negra. Además de ser un Bildungsroman desde el negrito Félix, arrebatado de su condición esclava, hasta Félix de la Côte, marino y hombre libre de la mar, dos son los ámbitos donde esta obra se mueve con acierto y rebasa lo meramente argumental; dos ámbitos donde la historia se trasvasa en espacio y tiempo.

El primero es la acertada presentación del Nuevo Mundo, y especialmente del Caribe, donde todas las naciones de Europa se dan cita y pugnan por un espacio, como laboratorio sociológico, religioso, ideológico, e incluso político de Europa. Un sitio donde se configuran destinos y nacionalidades nuevas a una velocidad impensable en la bien estructurada casa matriz del proceso colonizador. En este Nuevo Mundo confluyen todos los registros de la escala social. El sabio, el geógrafo, el botánico y el cartógrafo se codean con el cura prófugo, el aventurero, el asesino, el huido de galeras, el noble sin heredad y la ramera. El utopista con el comerciante, el evangelizador con el matarife. Un proceso que no sólo prefigurará las naciones en proceso de cocción, sino que, como el oro y la plata de Potosí, regresan a Europa para añadir un sedimento nuevo a un proceso histórico que despierta en ese momento de su letargo y se abalanza hacia un capitalismo universal.

Y universal es el segundo ámbito que esta novela resuelve, y que deja en el lector la noción de haber presenciado un suceso irrepetible hasta tres siglos y medio después: la primera globalización, al menos del universo occidental. Por primera vez, a una escala casi planetaria, la economía, el tráfico de bienes y servicios, el sistema monetario y financiero, rebasan las fronteras y sus resonancias atraviesan el océano: un accidente en Potosí puede perturbar las arcas de los banqueros alemanes; un choque armado en el Canal Viejo de Bahamas pone en pie de guerra a los tercios de Flandes. Desde aquella globalización que fue el Imperio Romano, el mundo no era tan pequeño. Flamencos, yorubas, castellanos, mayas, portugueses, carabalíes, escoceses y bávaros no se habrían encontrado jamás un siglo antes. El Nuevo Mundo les abrió la posibilidad de poner en trueque sus sangres, sus palabras y sus sueños, aunque el proceso fuera, tal como revela Altunaga, de una crueldad extrema. “Aquí podrás ver el espejo gangrenoso de un torbellino devorador, escuchado por ti en los deformados relatos de marinos y engangés; de soñadores al escape de la realidad; de fanáticos en busca de un dios en la tierra; de aristócratas aplastados por las nuevas ideas; de ambiciosos; criminales; prostitutas y locos. Pretenden cobijar un paraíso y sólo habitan la otra cara del infierno”, como leemos en la descripción de Port Royal por Closelier.

Esta confluencia fue también una asamblea de dioses: por primera vez, Chaac-Mol se sentó a la mesa, posiblemente de alguna taberna, con Jehová y Changó, y de esa confluencia surgió otro modo, más confianzudo, menos hierático, de dirigirse a los dioses y de convocarlos a la vida cotidiana, más que a los escasos templos. Allí donde se mataba por oro y por comida, por preeminencia matoneril y hasta por placer, se mató menos por asuntos de fe; la Inquisición fue más laxa y quizás ello prefigurara la América que acogió prófugos de distintas creencias y legisló precozmente el respeto a la libertad religiosa como obligación ciudadana.

Una globalización que moduló las lenguas, trufadas desde entonces con palabras y giros prestados, desarrolló una nueva noción del espacio, quebró las talanqueras verticales de la sociedad y abrió ante el paria la posibilidad de conquistar su sitio entre los afortunados. Ese es el tipo de personaje universal que puebla Canto de gemido, título desafortunado para una novela donde, efectivamente, el canto, el canto de Paolo de Milans, vihuela y coro, alcanza uno de los hitos de la historia cuando araña, en el peor de los escenarios posibles, el alma común de aquellos hombres brutales que blasfeman y trasiegan pintas de ron en todas las jergas. Porque es la música, posiblemente, el sitio donde más rápido confluyen el amo y el esclavo, el nativo y el forastero, el conquistador y el conquistado, desde aquellas “endiabladas zarabandas de Indias” que mencionaba Cervantes. No es casual que sea precisamente aquí, en América, en las islas, donde algunos utopistas conciban la posibilidad de una República Cosmopolita de Hombres Libres. La forma en que concluye esta Nueva Atlántida en la otra ribera del Atlántico, prefigura el destino de los siguientes Mundos Felices tramados por locos, tahúres e iluminados. Muchas utopías y antiutopías nos faltaba por padecer.

 

La libertad peligrosa, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena letra, n.° 41/42, verano/otoño, 2006, pp. 302-304. (Altunaga, Eliseo; Canto de gemido; Mono Azul Editora, Colección Cazadores en la nieve, Sevilla, 2005, 226 pp. ISBN: 84-934276-0-8).

 





Changó con conocimiento

27 12 2004

Música cubana. Los últimos cincuenta años tiene una virtud cardinal de acuerdo a sus propósitos: la amenidad. Y amenidad significa no sólo lenguaje potable y capacidad narrativa; significa también, en este caso, que uno encuentra las causas y los efectos, los antecedentes y las consecuencias, en suma, la dramaturgia de la historia. Equivale a sabia combinación de la anécdota biográfica, los pormenores de la intrahistoria y los grandes acontecimientos que, por fuerza, afectan también a los músicos y a su obra, algo especialmente válido en el caso de la Cuba del último medio siglo, donde la Historia ha determinado millones de historias personales y cotidianas. Y ahí es donde queda, a mi juicio, la única arista de este libro que atenta contra su minuciosa factura y ofrece un costado vulnerable: la sobrepolitización de la historia musical cubana. Son excesivas las alusiones a los perversos efectos del castrismo sobre las vidas y obras de nuestros músicos. Y no es que el autor falte a la verdad o exagere los hechos, que posiblemente hayan sido más terribles. Lo que a mi juicio no está a la altura del resto del texto es la frecuencia de esos paréntesis y su carácter adjetivo más que objetivo, sin que su invocación aporte datos sustanciales, en la mayor parte de los casos, a la trama de la historia musical cubana.

Música cubana. Los últimos cincuenta años nos descubre lo que podría llamar los vasos comunicantes de nuestra música, pero tiene también otras virtudes: al estar escrito para un público español, es didáctico sin ser pedagógico, y añade una serie de viñetas utilísimas sobre los mejores entre nuestros músicos, y sobre los instrumentos, dado que no siempre el lector no cubano conoce el significado de la palabra bongó o que las claves no son sólo los números que se interponen entre la tarjeta de crédito y el dinero. Y por si algo faltara, el libro incluye un CD con una cuidadosa selección de piezas, una excelente bibliografía con indicaciones sobre dónde conseguirla, y un exhaustivo índice onomástico al final. Aunque les aconsejo que vayan subrayando a lo largo de la lectura los discos que Tony recomienda. Santa palabra, como decía Celina.

Más allá de su virtud como síntesis de un fenómeno tan complejo y dinámico, tan universal como la música cubana, éste es un libro desmitificador. Gracias a él quedan derogados ciertos equívocos, no en el especialista, desde luego, pero sí en el lector común, destinatario preferencial de este libro.

Se descarta que lo netamente cubano es, exclusivamente, el son y familia, es decir, sus antecedentes directos, variantes y evoluciones. Me explico: desde la zarabanda y la chacona hasta el rap, múltiples fórmulas musicales (autóctonas tras cursar las fraguas del sincretismo, o importadas y reelaboradas) han engrosado el corpus de la música cubana con idénticos derechos.

Y que la música cubana se nutre, exclusivamente, de las melodías españolas y los ritmos africanos. El libro complejiza mucho más la narración de las fuentes, donde hay ingredientes tan diversos como la canción italiana, spirituals, sonidos norteafricanos y del Cercano Oriente pasados (o no) por Andalucía, el aporte de los 200.000 coolíes chinos acarreados a la Isla, influencias de ida y vuelta entre los diferentes reductos musicales de América, por no mencionar a los músicos cubanos participando en los albores de jazz en Nueva Orleans a inicios del siglo XIX, o la evolución de la habanera fuera de las fronteras insulares y los cantos de ida y vuelta: un sistema de vasos comunicantes muchísimo más intrincado de lo que suele pensarse.

El libro revela que no sólo el jazz latino tiene que ver con la música cubana. El jazz sin apellidos también tiene que ver, desde sus orígenes; así como todas las fórmulas musicales de la cuenca del Caribe, el tropicalismo brasileño, una zona nada desdeñable del rock y la salsa neoyorquina, posiblemente los más conocidos. Pero también hay una suerte de influencia de retorno en las músicas que se están fraguando ahora mismo en la costa occidental africana, en el flamenco y un largo etcétera.

Se aclara que no sólo los cubanos hacemos música cubana. Ni que los cubanos sólo hacemos música cubana, cuando las invasiones mutuas en el hervidero musical del Caribe (y más allá) son frenéticas.

Este libro, por último, se encarga de abolir, en un único corpus demostrativo, las fronteras entre géneros, entre el afuera y el adentro (con todos sus determinismos políticos), entre el antes y el ahora, estableciendo las líneas de continuidad entre generaciones, que saltan todo tipo de barreras (de edades, geográficas, genéricas); así como los tradicionales muros que intentan aislar lo “culto” de la contaminación “popular”, demostrando la improcedencia de esos términos en el entramado de la música cubana, dado que en el caso de la “popular”, su virtuosismo alcanza en muchos casos cotas sinfónicas.

Debemos agradecer a Tony Évora Música cubana. Los últimos cincuenta años, la crónica para todos los públicos de una historia entrañable, que es de cierta manera la historia de todos los cubanos, dictada por algún orisha propiciatorio que, a juzgar por las mitologías que ruedan por la Isla, de música deben saber un trecho largo.

 

“Changó con conocimiento”, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena letra, n.° 34/35, otoño/invierno, 2004-2005, pp. 316-317. (Évora, Tony; Música cubana. Los últimos cincuenta años; Alianza Editorial. Madrid, 2003, 439 pp. ISBN: 84-206-2024-6).

“Changó con conocimiento”; en: Cubaencuentro, Madrid, 27 de diciembre, 2004. http://arch1.cubaencuentro.com/cultura/elcriticon/20041227/d8f09f672fa2ba3c9d44c15b8ab7db54.html

 





Siete razones y una coda

15 11 2004

El pasado lunes 8 de noviembre, el III Encuentro Con Cuba en la Distancia se propuso homenajear al narrador Carlos Victoria. Yo debía presentar la bella edición de sus Cuentos (1992-2004), preparada por Aduana Vieja, y durante varios días pensé cuál sería el mejor modo de invitar a los lectores a aproximarse a la magia de estas historias, sin incurrir en la densa sustancia de un alegato crítico, sin develar demasiado sus secretos y sin ocupar más de cinco minutos. Y estimé que lo más oportuno sería explicar las «Siete razones y una coda para leer a Carlos Victoria».

Porque para leer los cuentos de Carlos Victoria hay razones de muy diversa índole: estéticas, económicas, subterráneas, ambiguas, perversas, políticas y geográficas. La justa dosificación del idioma, ajena a la procacidad exhibicionista y repetitiva que algunos intentan traficar como lo «típicamente cubano»; la economía de localismos y la ausencia de tipicismos recurrentes; la conformación de un español enriquecido por las trasmigraciones desde Camagüey a La Habana y a Miami (con todos los castellanos adventicios que allí se interdigitan), bastaría como razón estética para leerlos, por el mero placer de paladear las palabras.

Sus cuentos, «recios y perfectos» según Reinaldo Arenas, nos ahorran mucho tiempo al apelar a la vocación sintética de la literatura norteamericana, de la que ha bebido en abundancia, eluden la experimentación ornamental y sólo echan mano a la que el texto exige en ciertos momentos. Todo ello son poderosas razones económicas. Como un buen reloj Omega o un telescopio Karl Zeiss, estos cuentos están diseñados para ofrecer la hora exacta o para mirar las estrellas.

Hay razones subterráneas también, porque en historias donde todos huyen de algo, el autor bucea bajo la plácida apariencia hasta dar con los monstruos que empavorecen a sus personajes. Y nos muestra las trastiendas, los sótanos, los desagües donde se debaten vidas fracturadas que muestran por sus heridas la anatomía oculta de la condición humana.

Claro que con frecuencia son historias como caminos de montaña: llenas de curvas, ascensos, caídas y retrocesos. Historias que tienen varias, muchas lecturas. Y esas son las razones ambiguas que permiten leer algunos cuentos dos, tres veces, y siempre parecen diferentes, siempre susurran claves nuevas. El cuento que nos habla de un hombre resbaloso e inasible, la personificación de la noche, es posiblemente el más inquietante. Pero no el único. Muchos personajes resbalan cuando intentamos encerrarlos entre los barrotes de una definición.

No escasean tampoco los personajes de una lógica conductual excéntrica, que otorgan razones perversas a nuestra lectura, y nos permiten acercarnos con muchas precauciones al lado oscuro del ser humano, que con cierta asiduidad está presente, agazapado, listo para saltar, dentro de nosotros mismos. De ahí el atractivo, el vértigo, cuando nos asomamos a algunas de estas historias.

Un escritor profundamente político

Lejos de ser un escritor explícitamente político, Carlos Victoria es un escritor profundamente político, en tanto que política como «intervención del ciudadano en los asuntos públicos». Profundamente, porque su literatura es siempre políticamente incorrecta, incómoda, no importa desde qué ladera de la política se mire. Tan inconveniente, incorrecta e incómoda como suele ser la vida. Y esa es una razón política que huye del politiqueo.

Hay una última razón: la geográfica. Y no hablo de su Camagüey natal, que está, de La Habana donde vivió, que está también, o de su Miami adoptivo, donde ha escrito su obra, y cuya presencia es, desde luego, clave. No hablo de paisajes trazados por retratistas de feria. Hablo de una geografía dubitativa, «resbalosa», cruzada por transmigraciones entre el allí y el aquí, la geografía de la realidad y la de la memoria. Hablo, en suma, de la geografía de nuestras ausencias.

Y esas son las siete razones, pero hay algo más. No creo en la autenticidad de lo contado como una virtud literaria. No me importa si lo que cuenta un autor sucedió exactamente así, si es un copista fiel de la realidad. La verdadera autenticidad de un escritor ocurre cuando juega limpio sobre el tablero de la literatura con el destino de sus personajes. Cuando es leal con ellos. Sin esa autenticidad que amalgama la obra, las siete razones anteriores serían mera retórica o carnaza para la crítica.

Escrito lo anterior, pensé que dejaría en los oídos de los presuntos lectores una invitación convincente, sin transgredir los cinco minutos.

Llegada la hora, en el hermoso patio central del Casino Gaditano, Fabio Murrieta, por el comité organizador, Felipe Lázaro, editor de Betania, y Olga O’Connor, crítica de El Nuevo Herald, hicieron sucesivos elogios de Victoria en tanto escritor, hombre de convicciones y ser humano de indudable calidad y honradez. Entonces el homenajeado leyó unas palabras. Durante varios minutos desgranó cómo fue perseguido, arrinconado, confinado en trabajos deleznables, ninguneado sistemáticamente, con el propósito de reducirlo. De cómo fue encarcelado y sus manuscritos fueron incautados como alimañas peligrosas por los agentes de la policía política.

Contó de su huida en 1980 por el Mariel, junto a otros 125.000 compatriotas. De los nueve años que pasó sin volver a pisar su tierra, y sin encontrar ningún rincón de la geografía que se le pareciera, ningún rincón donde alojar sus recuerdos, donde trucar los paisajes de la memoria. Y de cómo reencontró a Cuba en los pueblecitos de Andalucía, en las cornisas, los balcones, las rejas y la gente. Y de cómo transcurrieron otros cuatro años hasta que pudo regresar de visita a la Isla. Supimos por sus palabras de esa literatura que se construye de ausencias más que de presencias, y hubo un instante de silencio tras su silencio, un instante tributado a su sufrimiento, antes de los aplausos.

Entonces me invitaron a comentar el libro. Yo tenía anotadas mis siete razones y la coda final. Sabía que no rebasaría los cinco minutos, pero las palabras de Carlos Victoria aún flotaban en el aire, estaban allí, se movían entre la gente. Había palabras en algún gesto pensativo, encerradas en una lágrima. Y no quise que mis palabras fueran las últimas que se escucharan esa noche. No quise que mis palabras opacaran el eco de las suyas. Preferí que todos nos lleváramos esa noche la reverberación de sus palabras contra las paredes, el eco intacto.

Y eso fue lo único que dije.

Lo cierto es que esa noche, Carlos Victoria nos obsequió en sus palabras razones mucho más poderosas que las mías. Confío en que cada uno de sus lectores pueda encontrarlas.





La reinvención del mito

2 12 2003

Cuando un escritor se pone a la tarea de contar una historia, no son pocos los retos: la novedad del tema  o del tratamiento, la profundidad, los desafíos del lenguaje, el perfecto encaje entre la materia narrativa y el punto de vista, la carpintería del oficio. Basta que falle alguno de estos mecanismos para que la estructura íntegra se desmorone.

Asomarse a la propuesta de Juana de Arco. El corazón del verdugo, de María Elena Cruz Varela, es  una experiencia inquietante. Ante todo, descubrimos que la autora nos entrega una historia mil veces contada, tanto que ha devenido mito en la cultura occidental: la adolescente-mártir inmolada en nombre de su fe y de su patria. Ello entraña un reto adicional: revelarle al lector que lo supuestamente sabido no lo es tanto, y conducirlo, de sorpresa en sorpresa y sin que decaiga la atención, hasta el final.

En segundo lugar, María Elena, a quien conocemos por el depurado pero muy contemporáneo lenguaje de su poesía, pretende transmitirnos con autenticidad —la autenticidad del lenguaje, desde luego—unos personajes que vivieron en la Francia del siglo XV, una nación en proceso de fraguarse y de fraguar su lengua, a partir del maridaje entre decenas de dialectos locales.

Y, por último, ya dentro de la estructura de la novela, la autora insiste en mostrarnos que el texto es, ni más ni menos, una novela, y que está siendo escrita en este instante; pretendiendo además que al devolvernos a la historia nos sumerjamos en ella y la hagamos nuestra con la autenticidad de lo vivido.

De modo que comenzamos  la lectura con las precauciones de quien se adentra en terreno minado, sin saber si saldremos indemnes por la última página.

La historia, tal como nos la cuenta María Elena Cruz Varela, evade  toda pretensión de linealidad que tanto se repite en la literatura que inunda los anaqueles de los supermercados. Cuatro narradores no sólo conjugan sus voces, sino que nos hablan desde cuatro tiempos diferentes. En la primera parte, bajo el nombre genérico de “Visitaciones”, en doce capítulos escuchamos el padre Henri de Voulland, elegido guardián de un secreto sobre la muerte de la doncella en la hoguera, veinte años atrás. Alternándose con estos, “El cuaderno de notas de Anna Magdalena” (del uno al diez) nos remite al conflicto de alguien que identificamos como la autora, quien está escribiendo la historia de Juana de Arco, mientras su relación de pareja se ve abocada al naufragio. Un making off de la novela explicita así que el resto es historia contada, pura ficción literaria. Pequeñas zonas de estos capítulos nos arrojan a otro tiempo a su vez: la relación entre Anna Magdalena y Johann Sebastián Bach, imaginada por la autora. Ya en la segunda parte, hay un claro cambio de tercio: desaparece la autora y su historia inmediata, que sólo regresa justo antes del final. Y es en esta parte cuando el tema central de la novela cobra un tempo allegro, gracias a la rápida alternancia de siete capítulos denominados “La ruta del deshacimiento”, y otros siete bajo el títuloEl corazón del verdugo”. En los primeros, a través de una tercera persona semiomnisciente, tradicional en las novelas del género, podemos seguir las aventuras del padre Henri de Voulland, que concluirán en la revelación de la trama urdida para propiciar la muerte de Juana. En los segundos, nos habla en primera persona el manuscrito del padre Jean Le Maistre, viceinquisidor en el juicio de Juana y testigo de la conspiración tramada veinte años atrás. La novela concluye con un epílogo, una coda y el último “cuaderno personal” de la autora. Y no hay nada casual en esta estructura.

Durante la primera parte, las “Visitaciones” despiertan en el lector un creciente interés, en la medida que el secreto confiado al padre Henri de Voulland otorga al argumento un ritmo de thriller. Paralelamente, los “Cuadernos”ralentizan la lectura, sumergiéndonos en un tempo tenso pero pausado, adagio, el de una relación en quiebra cuyo interés dependerá de la empatía de cada lector con los patrones comunes de todo naufragio, pero no del argumento en sí. Sin embargo estas zonas tienen, dentro de la estructura, dos cualidades que vale la pena señalar: sirven de estímulo y de prueba. Lo primero, porque el lector ha cerrado la última “Visitación” en un momento álgido de la trama, de modo que la lectura demorada del siguiente “Cuaderno” no hace más que redoblar su ansiedad para continuar las aventuras del padre Henri. Una técnica que los novelistas radiales han sabido aprovechar con enorme eficacia. Y lo segundo, porque tras revelarnos que esta historia del siglo XV está siendo escrita justo en este momento, la autora (y los lectores) tienen la oportunidad de comprobar hasta qué punto la escritura, la ficción, ha alcanzado ese grado de veracidad que permite al lector vivir la historia, no leerla. En ambos casos, el propósito se cumple.

Una vez en la segunda parte, la propia autora parece arrastrada por el argumento e incapaz de interrumpirlo, de modo que se agiliza la alternancia entre “La ruta del deshacimiento” y el carácter confesional de “El corazón del verdugo”, hasta alcanzar al final un ritmo trepidante. Hay otra dosis de sabiduría narrativa en estas elecciones, porque si la tercera persona le permite narrar perfectamente todos los planos y escenarios en “La ruta del deshacimiento”, el empleo de la primera persona y, en especial, de la primera persona escrita, enEl corazón del verdugo”, los toques sutiles de diario, de bitácora, confieren a esta zona la autenticidad imprescindible como elemento que mueve toda la trama, y aportan verosimilitud a la desazón de este hombre atormentado al recordar el corazón incombustible de Juana de Arco, por mucho alquitrán que se le aplicara.

Es obligado un paralelo entre el personaje central y su autora. Entre Juana de Arco, agredida sexualmente, forzada a vestirse con ropas de hombre y, al fin, asesinada por un poder que no pudo silenciarla, y María Elena Cruz Varela, condenada a dos años de prisión en Cuba por la Carta de los diez, redactada por el grupo Criterio Alternativo que ella presidía. María Elena también se enfrentó a poderes absolutos cuya respuesta fue la condena. Pero en ningún momento este paralelo se trasluce como metáfora o parábola. Sólo un elemento podría servirnos de pista para el enroque sutil de papeles que (quizás inconscientemente) propone la autora: en una novela sobre Juana de Arco, la protagonista nunca aparece, como sí aparece, apenas maquillada, la autora. Aunque jamás esta presunta suplantación funciona como alegoría.

María Elena ha conseguido fraguar una historia que se rige por sus propias leyes y que interesa, para decirlo en términos cortazarianos, al reducido círculo de sus personajes. Razón por la cual interesa también al lector. A ello contribuye, sobre todo en los papeles del padre Jean Le Maistre, un lenguaje “añejado” por recurrentes giros y algunos vocablos estratégicamente colocados, sin propósitos facsimilares, que crean  en el lector, eso sí, cierto “sabor medieval” de la palabra.

Podrán hacerse de esta obra lecturas feministas, políticas, historicistas y, sin dudas, habrá críticos más enterados que yo para tales menesteres, pero ninguna de esas lecturas sería pertinente si ante todo no fuera una novela que convoca con eficacia la sensibilidad y el interés de los lectores.

Y en eso hay un factor que escapa a la mera carpintería del oficio. No es casual que en entrevista concedida a raíz de obtener por esta obra el premio Alfonso X El Sabio, María Elena declarara que «Juana de Arco me utilizó para contar su historia», añadiendo más tarde que «convivió conmigo durante un año, en el que traté de ver su figura desde mí misma, con infinita ternura, sin ajustes de cuentas».  Y eso también explica la ausencia de Juana como personaje. La autora no ha intentado suplantarla, sino reivindicar el mito, rehacerla en los cauces de la memoria. Y permitir al mismo tiempo que en cada uno de nosotros siga existiendo la Juana de Arco que hemos imaginado.

 

La reinvención del mito, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena Letra, n.° 30-31, otoño/ invierno, 2003-2004, pp. 279-280. (Cruz Varela, María Elena; Juana de Arco. El corazón del verdugo; Ediciones Martínez Roca, Madrid, 2003. 291 pp.).

 





Inauguraciones

2 12 2002

Es sabido que en nuestro mundo y, en especial, esa parte del mundo correspondiente al planeta académico, bastan cinco novelas para declarar inaugurado un movimiento literario, la coartada perfecta para que se desate una epidemia de tesis doctorales, artículos y ensayos, que con no poca frecuencia arrojan sobre el sufrido lector una cascada de palabras mucho más caudalosa que las novelas originales. Claro que explicar una novela requiere más palabras que escribirla.

No es raro que Mariano Azuela, Agustín Yánez y el tardío Carlos Fuentes hayan propiciado una abundante ensayística sobre la novela de la Revolución Mexicana. Tampoco lo es que baste un Serguei Eisenstein para mencionar el legado fílmico de la Revolución Rusa, o que la Guerra Civil Española arroje un saldo literario torrencial, donde flotan no pocas páginas salvables. Ni es raro que, hasta donde conozco, sólo un volumen, “La Novela de la Revolución Cubana”, de Rogelio Rodríguez Coronel, se haya ocupado de un fenómeno que no existe. A menos que acudamos al “perfil ancho” de incluir bajo ese rótulo toda la novelística escrita desde 1959 a la fecha. Un  mercadillo literario donde se amontonarían en promiscuidad temática y estilística Paradiso, Los pasos perdidos, La última mujer y el próximo combate, y Tuyo es el reino, por ejemplo.

Si entendemos como “revolución” el período de lucha insurreccional que va desde fines de 1956 hasta inicios de 1959, sólo podremos hallar en la literatura cubana retazos de la historia como referente literario en volúmenes de cuentos (Los años duros de Jesús Díaz, por ejemplo), novelas (La Consagración de la Primavera de Alejo Carpentier) y, eso sí, infinitos artículos que rememoran, una y otra vez, las gestas de aquel período. Nuestros más memorables autores han eludido reiteradamente el tema como epicentro narrativo. Las razones pueden ser muy diversas: la brevísima sublimación del testimonio a mitología, difícilmente manipulable como materia narrativa a riesgo de incurrir en herejía; la naturaleza frecuentemente contestataria o, al menos, desacralizadora,  de la literatura; la precoz convocatoria a la literatura cubana de los 60 para asumir una función pedagógica, etc., etc.

Lo cierto es que Froilán Escobar, con Largo viaje de ceniza (Ed. La Buganville, 2001) incurre en una novela inaugural entre nosotros. Paradójicamente inaugural, diría yo, y es algo sobre lo que me extenderé más adelante.

Autor de larga y sólida obra —Martí a flor de labios (1991), El monte en el sombrero, (1986, 1991), Ana y sus estrella de olor (1994), El cartero trae el domingo (1995), y El patio donde quedaba el mundo (1997), entre otras— Froilán Escobar ejerció el periodismo en Cuba desde los 60 hasta inicios de los 90. Su última década ha discurrido en San José de Costa Rica.  Oriundo de la suave orografía de San Antonio de los Baños, al sur de La Habana, entabló amistad con los abruptos paisajes de la Sierra Maestra a principios de los 60, cuando escaló el Pico Turquino, la elevación más alta de la Isla, convirtiéndose en uno de los jóvenes “Cincopicos”, experiencia formativa que se insertaba en la épica de aquellos tiempos. Quizás durante sus persecuciones a la cima, Froilán entrevió lo que sería el escenario de esta novela. Más tarde tuvo tiempo de conocerlo a fondo, siguiendo el rastro del Che Guevara durante la guerra, lo que concluiría en los libros El Che en la Sierra Maestra (1973) y Che Sierra adentro (1988, 1997). Materias recurrentes en Froilán, porque desde entonces, la figura del Che y el mundo de la Sierra Maestra aparecen una y otra vez en su obra, desde la más directamente testimonial y periodística (en el mejor sentido de la palabra) —El año que estuvimos en ninguna parte (1994), en colaboración con Félix Guerra y Paco Ignacio Taibo II—, hasta la puramente narrativa  —La vieja que vuela (1993, 1997)—. De modo que Largo viaje de ceniza es, entre otras cosas, la concurrencia de varias obsesiones.  Novela que se nutre de sus indagaciones periodísticas en la historia, y de su conocimiento empírico del escenario y los personajes que lo pueblan, es mucho más que eso.

Novela inaugural, decía al principio, porque centra su historia en los primeros tiempos de la guerrilla liderada por Fidel Castro, muy lejos de alcanzar aún el poder. Un reducido grupo de hombres que, a pesar de su primera victoria al tomar el pequeño cuartel de La Plata, se concentraba en  sobrevivir a los bombardeos y las columnas de soldados enviadas en su persecución. Y es en este momento tan vulnerable —como más tarde corroborarían varias experiencias guerrilleras latinoamericanas—cuando se produce la traición de Eutimio Guerra, guía de la guerrilla y confidente del ejército. Y es esa traición, que concluirá en la novela y en la realidad con la muerte del traidor, la médula argumental de la obra.

Así este libro, no sólo inaugura una novelística de la épica revolucionaria, sino que asiste al nacimiento de un período de la historia cubana que se extendería  hasta nuestros días. Decía antes que se trata de una obra paradójicamente inaugural, y es por varias razones.

Si la narrativa internacional se nos vuelve cada vez más anecdótica y cinematográfica (Hollywood y el best seller mandan, dictando una literatura “amable”), la narrativa cubana de los noventa ha sido signada por la que posiblemente sea la crisis más extensa y profunda de la historia insular: una depresión económica que bordea el colapso, el desmoronamiento de todas las alianzas internacionales, la caducidad del sueño compartido y una profunda crisis de valores. En ese contexto se potencian una literatura intimista, en franca huida; una literatura urbana y beligerante, dolorosa como acta forense, que llega en sus extremos a un “realismo sucio” de serie B, o el renacer de la novela negra inevitablemente crítica. Y justo entonces, contra todas las ”modas” aparece Largo viaje de ceniza, retrotrayéndonos a la epopeya,

Si nos referimos a lo puramente argumental, contra el uso, que es fraguar una dramaturgia intrigante, este libro nos entrega desde el inicio las claves del traidor. Más aún, dada la extenuación que su materia narrativa ha sufrido por las reiteraciones en el periodismo conmemorativo, el discurso político y la historia oficial, poco de nuevo puede ofrecernos el autor. Lo más novedoso: el conocimiento que Crescencio Pérez tenía de la traición en curso, demostrando que tras el “traidor oficial” hubo un mercado paralelo de traidores que jugaban con las dos barajas. De cualquier modo, que el Che robe comida o tenga sueños eróticos, que los héroes sientan miedo o les tiemble la fe, no es suficiente para hablar de una verdadera revelación en el orden argumental. La presentación en la Feria del Libro de La Habana de este libro escrito en Costa Rica y publicado en España es quizás la prueba más fehaciente de que sus transgresiones no inquietan ni siquiera a las autoridades cubanas, tan susceptibles en asuntos de historia sagrada. Aunque  tampoco ven con agrado sus concesiones a la verdad histórica a costa de la “verdad oficial”, de modo que un profundo silencio en los medios oficiales cubanos acogió este libro que, por muchas razones, merecía comentarios de peso.

¿Dónde reside entonces el encanto de esta novela que no deshilvana un misterio, ofrece una historia sabida, y ni siquiera nos propone un “cómo” de esta muerte anunciada? Lo único que nos arrastra página tras página es el lenguaje.  Y es en esta otra dimensión donde el libro cobra su verdadera estatura.

Heredero de la literatura testimonial latinoamericana que el propio Froilán ha cultivado, este libro no se conforma con transcribir, literaturizándola, el habla popular. El narrador de la historia,  Orestes Oreja, no es, por el contrario que la mayoría de los protagonistas, un personaje histórico. Orestes Oreja es la voz, o la voz de voces que condensa y transcribe la experiencia de la realidad a través de la experiencia del lenguaje. Su continuo empleo de la segunda persona confiere al discurso un carácter  íntimo, susurrante, donde los grandes acontecimientos se cuentan sotto voce al arrimo de una taza de café, o del fogón que entibia los crudos amaneceres de la Sierra. Al no declamar de cara a la galería, Orestes se permite direccionar su discurso a un interlocutor invisible, al ubicuo Che Guevara, que bien podría responderle desde el otro lado de la muerte, e incluso a Samuel Beckett, en los entornos de una intimidad imposible —no pocos artesanos del testimonio puro se rasgarán las vestiduras—, es decir, en el centro mismo de la veracidad poética. Y es por esa razón que Orestes Oreja puede asumir su propia voz, que no es una transcripción  ni una estilización de los modos coloquiales escuchados por el autor en la Sierra. Es más que eso. Froilán Escobar dota a su Orestes de un lenguaje intransferible, hecho a la medida de un personaje que tuvo dos madres, que  conoce íntimamente a los gemelos Alberiñán y Alberizún, las dos caras de una realidad que nunca es unilateral, y escucha continuamente los augurios del pájaro de la bruja.

Y si la realidad narrada no se aparta drásticamente de la realidad ya canonizada por medio siglo de historia oficial, el lenguaje, en cambio, es dinamitado y reconstruido a la medida de su locutor.  En el orden léxico, no escasean términos como “estrangulazo”, “maravillosidades”, “imponencia” o “las rivereantes aguas, las yentes y vinientes aguas”;  el “bajante y subiente” miedo.  Pero ello no es suficiente. La poética de Orestes Oreja instala en nuestra memoria con lujo de detalles incluso lo que no cuenta, o lo que apenas anota:

Hasta las nubes corrían huidas  para arriba de Caracas. Los pájaros muchos, ni se oían barullando. Los arroyos, hubiera  jurado que andaban en la puntica de los pies, atajando cualquier murmullo de ruido que hubiese. Incluso vi pasar a un pájaro carpintero que volaba con la proa fuera del aire, por no cascar los silencios.

O esa compacta y eficaz descripción de la huida:

Solté la mochila allí mismo. Hubiera querido soltar también la camisa, el pelo, que me frenaban. Soltar, incluso, el cualquier pensamiento, para andar más ligero.

Y por si no fuera suficiente, la recomposición del idioma alcanza, y tiene su efecto más perdurable, en el orden morfológico y sintáctico, como acertadamente apunta Carlos Manuel Villalobos. Unas pautas del idioma que quedan definidas desde las primeras páginas:

La muerte aniquila cualquier  oír hubiente o viniente. Y lo peor: me cuesta luego echar el habla. Digo palabras que son sin lomas, sin árboles, sin pájaros, que son sin gente dentro. Echo aire, pero sin las letras del sonido: sólo soplo salido para alante, sin que pueda verse ninguna cosa dicha. Por más que toque una hoja no la pronuncio en trocito de palabra.

De ese modo, Largo viaje de ceniza obra  como un revulsivo de los peores estereotipos de la literatura testimonial, consagrando una libertad de lenguaje y construcción sintáctica que se remonta al cannon barroco, al Martí de los textos más intrincados y boscosos, a la tradición délfica de Lezama.

Un texto paradójicamente inaugural que estrena un tema viejo, manoseado por el periodismo más ornamental; un texto que apela sin sorpresas a ese tema pero, al mismo tiempo, lo echa a volar gracias al cómo se cuenta y no al qué. Un texto, en suma, que apela al oído del lector y consigue otorgar un protagonismo al idioma, tan apreciado por raro en la literatura que corre. Un texto que nos descubre un espacio inédito de la historia y, al mismo tiempo, nos lega un hambre, una carencia que algún día la literatura cubana (o la del propio Froilán Escobar) se encargará de saciar: la recuperación literaria, y verdaderamente polifónica, contradictoria y convulsa, de la prehistoria de nuestro tiempo.

 

Inauguraciones, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena letra, n.° 26/27, otoño/invierno, 2002/03, pp. 324-327. (Escobar Froilán; Largo viaje de ceniza; Ed. La Buganville,Barcelona, 2001, 188 pp.).

 





Tabucci en La Habana

28 01 2002

Para quienes han leído Sostiene Pereira, resulta difícil sacarse al protagonista de la memoria. Un periodista añoso, gordo, viudo, obsesionado por la muerte y por un panteón de escritores ilustres a los que ofrece espacio en la sección cultural de El Lisboa. Corren tiempos difíciles en el Portugal del año 38, sumido bajo la dictadura de Salazar. Los totalitarismos de uno u otro signo campean por Europa. Y en ese entorno inquietante, nuestro personaje contrata como colaborador al joven Monteiro Rossi, un soplo de vida que cruza como una exhalación el tanatorio literario del viejo periodista. El personaje y la novela, obra de Antonio Tabucci, no ofrecen moralejas ni fórmulas mágicas para descifrar la realidad. Nos entrega un trozo de vida palpitante del que cada uno sacará sus propias conclusiones. Tampoco es menos el Antonio Tabucci periodista, que en carta abierta al flamante Silvio Berlusconni disecciona la historia reciente de Italia como la cronología de una masacre por entregas.

Italiano de nacimiento y palabra, portugués adoptivo  por vía de su mujer, de sus amigos y de Fernando Pessoa, a quien conoce como pocos, Tabucci es una presencia de lujo en la reciente edición de los premios Casa de las Américas.  Confiesa que no le gusta hablar de literatura hispanoamericana, a pesar de su entusiasmo por ella, porque se considera un lector a veces incompleto. Habla del premio Casa como de “un coagulante de las literaturas latinoamericanas”, y se muestra encantado de esta invitación.

A propósito de Se está haciendo tarde, demasiado tarde, su colección de relatos epistolares, defiende con fervor la oralidad. Y corrobora que somos habitantes del idioma, más que de la patria convencional encarcelada por las fronteras:  «El lenguaje es una forma de patria más extensa que las patrias nacionales. Pessoa decía: ‘Mi patria es la lengua portuguesa’».

El hombre que ha asegurado que “la literatura es un poco el espacio a donde vienen todas las incertidumbres, porque las certidumbres pertenecen al espacio de la teología, de la política… También es el espacio de todas las esperanzas”; el hombre que mira hacia la historia reciente desde el hombre, usufructuario y no mera mano de obra de la civilización, está en La Habana.

Viajero incansable, recopilador de historias y personajes, alerta que se viaja por viajar, no por cazar historias con paciencia de entomólogo. “No es viajar para escribir, eso hacen los reporteros. El escritor viaja para estar con las personas, para conocer los sitios. Viaja para viajar, y después, si la historia viene, mejor. Como se ama a una persona para amarla, y no para escribir una novela de amor sobre ella».

Y a pesar de ello, a pesar de que quizás reserve para la intimidad sus impresiones de La Habana, los usuarios de su obra no perdemos la esperanza de que La Habana según Tabucci salte a las palabras. Estaremos alerta.

 

Tabucchi en La Habana”; en: Cubaencuentro, Madrid,  28 de enero, 2002. http://www.cubaencuentro.com/cultura/2002/01/28/5983.html