Siete razones y una coda

15 11 2004

El pasado lunes 8 de noviembre, el III Encuentro Con Cuba en la Distancia se propuso homenajear al narrador Carlos Victoria. Yo debía presentar la bella edición de sus Cuentos (1992-2004), preparada por Aduana Vieja, y durante varios días pensé cuál sería el mejor modo de invitar a los lectores a aproximarse a la magia de estas historias, sin incurrir en la densa sustancia de un alegato crítico, sin develar demasiado sus secretos y sin ocupar más de cinco minutos. Y estimé que lo más oportuno sería explicar las «Siete razones y una coda para leer a Carlos Victoria».

Porque para leer los cuentos de Carlos Victoria hay razones de muy diversa índole: estéticas, económicas, subterráneas, ambiguas, perversas, políticas y geográficas. La justa dosificación del idioma, ajena a la procacidad exhibicionista y repetitiva que algunos intentan traficar como lo «típicamente cubano»; la economía de localismos y la ausencia de tipicismos recurrentes; la conformación de un español enriquecido por las trasmigraciones desde Camagüey a La Habana y a Miami (con todos los castellanos adventicios que allí se interdigitan), bastaría como razón estética para leerlos, por el mero placer de paladear las palabras.

Sus cuentos, «recios y perfectos» según Reinaldo Arenas, nos ahorran mucho tiempo al apelar a la vocación sintética de la literatura norteamericana, de la que ha bebido en abundancia, eluden la experimentación ornamental y sólo echan mano a la que el texto exige en ciertos momentos. Todo ello son poderosas razones económicas. Como un buen reloj Omega o un telescopio Karl Zeiss, estos cuentos están diseñados para ofrecer la hora exacta o para mirar las estrellas.

Hay razones subterráneas también, porque en historias donde todos huyen de algo, el autor bucea bajo la plácida apariencia hasta dar con los monstruos que empavorecen a sus personajes. Y nos muestra las trastiendas, los sótanos, los desagües donde se debaten vidas fracturadas que muestran por sus heridas la anatomía oculta de la condición humana.

Claro que con frecuencia son historias como caminos de montaña: llenas de curvas, ascensos, caídas y retrocesos. Historias que tienen varias, muchas lecturas. Y esas son las razones ambiguas que permiten leer algunos cuentos dos, tres veces, y siempre parecen diferentes, siempre susurran claves nuevas. El cuento que nos habla de un hombre resbaloso e inasible, la personificación de la noche, es posiblemente el más inquietante. Pero no el único. Muchos personajes resbalan cuando intentamos encerrarlos entre los barrotes de una definición.

No escasean tampoco los personajes de una lógica conductual excéntrica, que otorgan razones perversas a nuestra lectura, y nos permiten acercarnos con muchas precauciones al lado oscuro del ser humano, que con cierta asiduidad está presente, agazapado, listo para saltar, dentro de nosotros mismos. De ahí el atractivo, el vértigo, cuando nos asomamos a algunas de estas historias.

Un escritor profundamente político

Lejos de ser un escritor explícitamente político, Carlos Victoria es un escritor profundamente político, en tanto que política como «intervención del ciudadano en los asuntos públicos». Profundamente, porque su literatura es siempre políticamente incorrecta, incómoda, no importa desde qué ladera de la política se mire. Tan inconveniente, incorrecta e incómoda como suele ser la vida. Y esa es una razón política que huye del politiqueo.

Hay una última razón: la geográfica. Y no hablo de su Camagüey natal, que está, de La Habana donde vivió, que está también, o de su Miami adoptivo, donde ha escrito su obra, y cuya presencia es, desde luego, clave. No hablo de paisajes trazados por retratistas de feria. Hablo de una geografía dubitativa, «resbalosa», cruzada por transmigraciones entre el allí y el aquí, la geografía de la realidad y la de la memoria. Hablo, en suma, de la geografía de nuestras ausencias.

Y esas son las siete razones, pero hay algo más. No creo en la autenticidad de lo contado como una virtud literaria. No me importa si lo que cuenta un autor sucedió exactamente así, si es un copista fiel de la realidad. La verdadera autenticidad de un escritor ocurre cuando juega limpio sobre el tablero de la literatura con el destino de sus personajes. Cuando es leal con ellos. Sin esa autenticidad que amalgama la obra, las siete razones anteriores serían mera retórica o carnaza para la crítica.

Escrito lo anterior, pensé que dejaría en los oídos de los presuntos lectores una invitación convincente, sin transgredir los cinco minutos.

Llegada la hora, en el hermoso patio central del Casino Gaditano, Fabio Murrieta, por el comité organizador, Felipe Lázaro, editor de Betania, y Olga O’Connor, crítica de El Nuevo Herald, hicieron sucesivos elogios de Victoria en tanto escritor, hombre de convicciones y ser humano de indudable calidad y honradez. Entonces el homenajeado leyó unas palabras. Durante varios minutos desgranó cómo fue perseguido, arrinconado, confinado en trabajos deleznables, ninguneado sistemáticamente, con el propósito de reducirlo. De cómo fue encarcelado y sus manuscritos fueron incautados como alimañas peligrosas por los agentes de la policía política.

Contó de su huida en 1980 por el Mariel, junto a otros 125.000 compatriotas. De los nueve años que pasó sin volver a pisar su tierra, y sin encontrar ningún rincón de la geografía que se le pareciera, ningún rincón donde alojar sus recuerdos, donde trucar los paisajes de la memoria. Y de cómo reencontró a Cuba en los pueblecitos de Andalucía, en las cornisas, los balcones, las rejas y la gente. Y de cómo transcurrieron otros cuatro años hasta que pudo regresar de visita a la Isla. Supimos por sus palabras de esa literatura que se construye de ausencias más que de presencias, y hubo un instante de silencio tras su silencio, un instante tributado a su sufrimiento, antes de los aplausos.

Entonces me invitaron a comentar el libro. Yo tenía anotadas mis siete razones y la coda final. Sabía que no rebasaría los cinco minutos, pero las palabras de Carlos Victoria aún flotaban en el aire, estaban allí, se movían entre la gente. Había palabras en algún gesto pensativo, encerradas en una lágrima. Y no quise que mis palabras fueran las últimas que se escucharan esa noche. No quise que mis palabras opacaran el eco de las suyas. Preferí que todos nos lleváramos esa noche la reverberación de sus palabras contra las paredes, el eco intacto.

Y eso fue lo único que dije.

Lo cierto es que esa noche, Carlos Victoria nos obsequió en sus palabras razones mucho más poderosas que las mías. Confío en que cada uno de sus lectores pueda encontrarlas.


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