Día 23

2 10 2013

2 de octubre

San Martín del Camino-Astorga: 24,16 km

A Roncesvalles: 515,95 km

A Santiago de Compostela: 286,05 km

 

Otro día, y aun nos queda mañana, de camino junto a la carretera. Esta tendría que haber sido una etapa musical, pero dejé los auriculares enterrados en el fondo de la mochila y, como se anunciaba lluvia, esta iba cubierta con su forro, así que por pura vagancia pasé casi toda la jornada escuchando la música de los camiones y los coches al circular por la carretera a cien kilómetros por hora.

Mañana no cometeré el mismo error. Pondré a los camiones una banda sonora de Miles Davis, B. B. King y Bach.

Anoche estaba realmente cansado. Apagaron la luz a las diez, leí media hora y me dormí sin pausas hasta las cinco de la mañana. Fui a asearme haciendo el menor ruido posible, pero a mi regreso, los otros siete compañeros de habitación ya estaban despiertos. Me tocó el dormitorio de los madrugadores. Dos chicas argentinas, una de las cuales vive en Almería, un granadino, un vasco, un francés, un joven soldado de Torrelodones que llegó de Madrid en mi mismo tren, y el correcaminos húngaro.

Después de un copioso desayuno en el albergue y una conversación con el granadino y el vasco que queda aplazada porque tenemos que salir, abandono el albergue a las siete y cuarto de la mañana. Se anuncia agua, de modo que llevo polainas, chubasquero y he forrado la mochila. Aproveché el viaje a Madrid para comprar un forro a la mochila y dejar allí el poncho que el viento convierte en estandarte de la infantería peregrina. Ahora voy más cómodo y perfectamente protegido: las polainas evitan que el agua entre en las botas, el forro protege la mochila, el chubasquero, la cabeza y el tronco, y como dice el refrán, “para comer pescado hay que mojarse el culo”, y para ir a Santiago, también. Lo malo de esa indumentaria impermeable, es que cuando me quito polainas y chubasquero, estoy empapado de sudor aunque haga frío. La única que no ha sudado es la mochila.

Pasados los primeros siete kilómetros y medio de camino paralelo a la N-120, con el tráfico (por suerte) más ligero de la mañana, la ruta se desvía hacia el norte para pasar por Puente Órbigo, un pueblecillo agradable después de tanta carretera. Cruzo el puente del Passo Honroso donde en 1434 don Suero de Quiñones se apostó con nueve colegas y retó a todo caballero que quisiera cruzar el puente a batirse con él y con los suyos. Se creó un atasco monumental. En un mes se quebraron más de trescientas lanzas, todo para que don Suero impresionara a su dama, doña Leonor de Tovar. Hoy existen  modos menos tremebundos de ligar. Aunque queden sus casos patológicos. Tal como hizo en su día don Suero tras imponer peaje de guerra en el puente, continúo viaje hacia Santiago, aunque no con el mismo propósito.

Pasado Hospital de Órbigo, puedo elegir entre continuar el andadero paralelo a la carretera, o desviarme hacia el norte para pasar por Villares de Órbigo y Santibáñez de Valdeiglesias, pueblos típicos de la Maragatería, como se conoce esta zona de Castilla León. La elección sería fácil si el desvío hacia el norte no añadiera siete kilómetros a los 24 que ya deberemos recorrer. Me resigno a la carretera y continúo.

El paisaje de maizales y camiones es invariable hasta que abandonamos la carretera cerca del crucero de Santo Toribio, un maravilloso mirador sobre el pueblo de San Justo de la Vega, la ciudad de Astorga y el monte Teleno. Se cuenta que en este punto se detuvo Santo Toribio a su salida de la ciudad y, volviendo la vista hacia ella, exclamó “De Astorga, ni el polvo”, mientras sacudía sus sandalias para no llevarse ni ese souvenir. (Lejos estaba de adivinar que la ciudad lo nombraría su santo patrón). Pero ahora, en lugar del santo, hay apostado un guitarrista ambulante que entona la misma canción de bienvenida al peregrino de turno, cambiando la nacionalidad. No siempre rima igual neozelandés que canadiense, pero se agradece el esfuerzo. En la tarde se aposta en la Plaza Mayor para cantarle a los ciclistas que llegan a esa hora.

En un bar de San Justo de la Vega, el primero desde Hospital de Órbigo, reencuentro a mis compañeros de habitación de anoche que, al parecer, forman un grupo (tejido por el azar y el camino) desde varias jornadas atrás. Bebo una caña y continúo en su compañía hasta el Albergue Municipal Siervas de María, excelente en sus instalaciones.

La ducha nos quita de encima no menos de diez kilómetros, y salimos a comer un menú. Lo adecuado habría sido pedir un cocido maragato, que se come en orden inverso: carne, verduras y por último la sopa. Pero está muy sobrevalorado, como podemos comprobar en los restaurantes locales. La conversación es más suculenta que el menú, aunque nos desquitaremos en la noche con unas tapas en el bar Cubasol, al que acudimos en una tarde de lluvia. Albergues, anécdotas, personajes que han quedado atrás o adelante en el camino. Somos soldados veteranos, avezados peregrinos que en 20 días hemos reunido un universo de historias que no se parecen a nuestras vidas anteriores. Una vida incrustada en nuestra vida habitual, entre dos paréntesis: Roncesvalles y Santiago.

En la tarde visitamos el peregrino francés y yo la catedral y el Museo del Camino, en el edificio obra de Gaudí. Pero el museo está cerrado, aunque admiten la entrada libre a los jardines y a la tienda. La catedral también estás cerrada hasta mañana a las nueve. Menos mal que no tenemos ninguna necesidad espiritual urgente. Dios atiende en horario de oficina y no hay Urgencias Espirituales las 24 horas.





Día 22

1 10 2013

1 de octubre

León-San Martín del Camino: 26,15 km

A Roncesvalles: 491,79 km

A Santiago de Compostela: 308,21 km

 

Un día de extremos. Despierto en Madrid, al lado de mi mujer, a las 6:00, y me acuesto en San Martín del Camino, entre León y Astorga, pasadas las diez de la noche, en la misma habitación que nueve desconocidos (o recién conocidos, si lo prefieren).

A las 7:30 tomo en Chamartín, la estación norte de Madrid, un tren a León, donde llego a las 10:15. En la catedral me sellan la credencial, y en la Casa Unamuno, albergue universitario y de peregrinos, consigo una nueva,  porque la mía se está llenando.

Bajo una lluvia pertinaz abandono el bello centro de León, que conozco de visitas anteriores. Ningún peregrino deberá perderse esta ciudad, “plena de todo tipo de felicidades”, según el Calixtino, y que llegó a tener en el Medioevo 30 hospitales de peregrinos. La catedral, con sus 1.765 metros cuadrados de vidrieras. Las plazas Mayor y de Santa María del Camino. El Barrio Húmedo. La colegiata de San Isidoro. La casa de Botines, obra de Gaudí. Y el espectacular museo de León.

Día de paraguas, sería bueno para perderse en sus callejas, museos, templos y palacios, pero además de que ya conozco la ciudad, el camino me llama. Aunque se hace esperar. Salir de León cuesta lo suyo. Los ocho kilómetros hasta la Virgen del Camino es una sucesión de barrios, urbanizaciones, polígonos industriales, naves y el perenne ruido de la carretera. Y numerosísimas bodegas subterráneas más o menos sofisticadas, donde almacenan edl vino o los emnbutidos, o los ahúman. Algunas se han convertido en sitios de reunión de los jóvenes a quienes, desde tiempos inmemoriales, les ha tirado lo underground.

Más adelante, el  enlace entre distintas carreteras y autovías obliga a desvíos por la imposibilidad de cruzarlas. Llegando a Valverde de la Virgen, el camino se encauza invariable en paralelo a la carretera N-120. Diecisiete kilómetros de maizales infinitos a la derecha y una interminable hilera de autos y camiones a la izquierda. Diecisiete kilómetros escuchando el tráfico a alta velocidad (de los maizales no tengo quejas) no es la banda sonora idónea para un camino que invita a la meditación, no a taponarse los oídos.

Llego al albergue Vieira cerca de las cinco. Excelente hospitalidad e instalaciones.

En mi habitación somos casi todos hispanohablantes, un suceso raro en este camino de Babel. La última cama la ocupa un joven húngaro que ha hecho el viaje de Roncesvalles a aquí, casi 500 kilómetros, en diez días. No sé si intenta romper algún récord o si esa es su velocidad habitual. Con unos cuantos húngaros así, quiebra el transporte público.

Declino la invitación a participar en la cena. Lo siento por eludir la vida social, pero una cena copiosa a esta hora me derribaría sobre el colchón y no me permitiría escribir una letra. Ni pensar. En esas circunstancias parece que todo el cuerpo, hasta la última neurona, se dedicara en exclusiva a la digestión. Proceso que ha generado una de las palabras más universales del castellano: la siesta.





Días 20 y 21: El week end del peregrino

30 09 2013

(29 y 30 de septiembre, 2013)

 

Hace muchos años, cuando era geólogo y me dedicaba a caminar las montañas de mi país con una piqueta, una brújula y una mochila rusa que se iba llenando, paulatinamente, de muestras de roca, aprendí que el agua no siempre sabe igual. Cuando asciendes una montaña, y estás a 1.100 o 1.200 m de sudor y esfuerzo, un trago de agua tibia de una cantimplora de aluminio puede saber mejor que un Moët & Chandon gran reserva.

Diecinueve días lejos de los míos, me convencen de que son ellos, efectivamente, con quienes quiero pasar el resto de mi vida. Cuando 25 años con una mujer se te hacen cortos, cuando descubres que los años pueden otorgar encantos que no concebía a los 30, es que has tenido la suerte de protagonizar un milagro.

Redescubres también el tacto aterciopelado de tus libros, el olor de tu dormitorio, la textura de las sábanas y tu mullida huella en el colchón, más otras percepciones sobre las que, pudoroso, correré tupido velo. Lo cierto es que dos días, un week end de peregrino, pasan volando y, llegada la noche del lunes, preparo de nuevo la mochila para concluir las próximas catorce jornadas del camino. Nadie me obliga. He decidido hacerlo, y una cosa que diferencia a los hombres de otras especies es que, con frecuencia, tomamos decisiones e incluso las cumplimos sin negarnos a pagar su coste. Alto o bajo, doloroso o placentero. Posiblemente gracias a eso hemos sobrevivido al mamut y al tigre dientes de sable. Ellos disponían de mejores armas, pero carecían de nuestra empecinada perseverancia. Somos unos bichos curiosos, inquietos, en ocasiones impredecibles, emprendemos tareas inexplicables o absurdas, pero que contribuyen a explicar lo que somos. Animales singulares, capaces, por igual, del altruismo y la abyección, de la grandeza y la miseria.

Lo cierto es que este bicho que soy se prepara esta noche para dar mañana cumplido final a un sueño mucho tiempo soñado. Podría quedarme disfrutando la buena compañía y los placeres del hogar. Pero siempre me quedaría un sueño trunco, una ilusión por cumplir. Un propósito (personal, intransferible, ilógico quizás, pero mío) atragantado.

Mañana me espera el camino, de nuevo, el cansancio, el sudor, los despertares en tinieblas, las incomodidades del vivir colectivo. Pero espera también el cumplimiento de un propósito que aún no sé exactamente a qué misterioso impulso debe su comienzo, pero que seguramente se articulará con esos otros propósitos un tanto ilógicos también: soñar con mundos inexistentes, contar historias, fabricar universos de palabras.





Día 19

28 09 2013

(28 de septiembre, 2013)

Mansilla de las Mulas – León: 18,18 km

A Roncesvalles: 448,20 km

A Santiago de Compostela: 312,61 km

 

Comienzo a caminar a las siete en punto de la mañana. Queda una hora o más para que se haga de día.

Cae una llovizna muy fina que arrecia cuando apenas he caminado 500 metros. Me veo obligado a colocarme las polainas y sacar el poncho que me cubrirá tanto a mí como a la mochila, aunque su colocación es un verdadero incordio.

En la oscuridad del camino brillan, con un reflejo plateado, los charcos de lluvia, como pocetas que pueden tener un pie de profundidad, y que se han acumulado durante la noche en este suelo arcilloso. De hundirme en ellos no hay peligro de ahogamiento, pero están garantizadas las ampollas cuando la piel se reblandezca.

Iluminar el camino es hoy imprescindible para evitar los charcos. En 1977, cuando hice el levantamiento geológico del área Bayate Norte para mi tesis de grado, me vi obligado a cruzar una y otra vez ríos y arroyos por los vados. El resultado de caminar la mitad del día con una laguna dentro de cada bota fue devastador para mis pies, a pesar de que tenían poco más de veinte años y estaban aún en garantía.

Andar de noche el camino de Santiago es una experiencia interesante. Estás solo, más solo si cabe. El camino de hoy acentúa esa soledad: gravilla fina o tierra apisonada, flanqueado por una hilera de árboles que se recortan, negro sobre negro, refulge bajo el alumbrado central de la Vía Láctea, aunque sea noche sin luna. Posiblemente nunca más esté tan a solas conmigo mismo. Los pasos, el camino, la tiniebla y la suave fosforescencia de la gravilla bajo las estrellas.

Antes de ayer me llamó uno de los madrileños, que me lleva una jornada de ventaja, para contarme que habían visto de nuevo, cerca de Frómista, al hombre de negro. Lo adelantaron, le desearon buen camino, y él respondió en alguna jerga incomprensible. Lo único que nos queda por pensar es que se trata de un funcionario público en paro al que han ofrecido un contrato temporal como fantasma, para otorgar al Camino una dosis adicional de misterio.

Mis pasos me conducen hacia un horizonte vagamente luminoso, como si me dirigiera al amanecer, que ocurrirá a mis espaldas. Es el próximo pueblo que, en esta oscuridad, refulge con ínfulas de ciudad.

A las ocho de la mañana, media hora antes del primer punto de destino, adelanto, ¿a quién si no?, a mis colegas coreanos que cuando me ven hacen una alegre reverencia, dado que soy como su amigo desconocido, el que les ha acompañado desde Roncesvalles aunque no hayamos cruzado una palabra.

El camino está ahora jalonado de pequeños pueblos, como suele suceder en las cercanías de una gran ciudad, la cuarta gran ciudad de este camino: Pamplona, Logroño, Burgos, y ahora León.

Atravieso, aún de noche, Villamoros de Mansilla y en Puente Villarente me bebo un café con el que me obsequian un pincho de tortilla. Raro acompañamiento que despacho porque no he tomado nada desde que me levanté. Llamo a mi mujer, que me responde con una voz de ultratumba. Yo estoy a 6 kilómetros de mi despertar, y ella, a cinco segundos del suyo. Ya hemos acordado que no vengan ella y mi hijo hoy a León. Serían dos pasajes de ida y vuelta, una o dos noches de hotel, cuando hay una solución más razonable y económica.

Camino los 12 kilómetros que me faltan para llegar a León bajo una lluvia pertinaz y un viento del sur que hace ondear el poncho como si yo estuviera envuelto en una bandera. Quien inventó este poncho consideró que la lluvia siempre caería de arriba hacia abajo y que el viento estaría prohibido. Dado que las condiciones aquí son otras, en Valdelafuente me veo obligado a entrar a un taller de mecánica, ponerme mi chubasquero, y envolver mal que bien la mochila con el poncho. Cargo de nuevo mis bártulos y continúo los 8 kilómetros hasta la ciudad.

Pregunto en León donde queda la estación de ferrocarriles y, dado mi aspecto de peregrino, todos me indican cómo llegar caminando, otros cinco kilómetros que cubriré en una hora. A nadie se le ocurre que un peregrino también puede tomar un autobús en estos casos.

A las 12 y 51 minutos tomo el tren con destino a Madrid. Una señora observa mi mochila con su vieira, y me pregunta si acabo el camino aquí. No. Regresaré el próximo martes para continuarlo hasta Santiago. También los peregrinos tienen fin de semana, y estoy completamente seguro de que el apóstol no se moverá de Santiago en los próximos días. Eso sí es tomárselo con calma, riposta la señora con un retintín de sospecha, como si alguien la hubiese nombrado Jefa de Tráfico del Camino de Santiago, y velara por el cumplimiento de los itinerarios de los peregrinos. Más calma tiene el apóstol, le respondo, que no se ha movido de su sitio en 1.965 años.

A las 4:10 de la tarde llego a mi casa, beso a los míos, que me han esperado para almorzar juntos, y disfruto de esos mínimos (y máximos) placeres que te depara el hogar y la buena compañía.





Día 18

27 09 2013

(27 de septiembre, 2013)

Bercianos del Real Camino – Mansilla de las Mulas: 26,46 km

A Roncesvalles: 430,02 km

A Santiago de Compostela: 330,79 km

 

Por la mañana, después de dormir como un tronco hasta las seis en punto, me preparo, y cuando estoy listo para salir, entra Rosa, la hospitalera, y reprende cariñosa a un francés por tomarse unos huevos duros cuando ella ha preparado para todos un espléndido desayuno, al precio de levantarse, como todos los días de lunes a domingo, a las cinco menos cuarto de la mañana, para tenerlo todo listo cuando los peregrinos se despierten.

Gracias al ungüento que me recomendó la doctora palentina, ya han remitido mis erupciones en las piernas, y vuelvo a salir en pantalones cortos para que se ventilen las pantorrillas. Pero en esta zona las hierbas de los bordes se enciman al camino y debo andar ojo avizor, sobre todo ahora que ha amanecido, para eludir cardos y ortigas (rosas blancas no hay y tampoco, hasta donde se sabe, tienen efectos urticantes).

He ido perfeccionando mi sistema de esquiador de secano. Tirar hacia delante los bastones, hincarlos firmemente y apoyarme en ellos para adicionar su impulso en el paso hacia delante. Eso me otorga un plus, de modo que en estas llanuras ando a una velocidad de crucero de cinco kilómetros por hora, que no está nada mal.

La de hoy es una etapa relativamente larga, más de 26 kilómetros, aunque prácticamente llanos. Los 7 km hasta El Burgo Ranero los hago de noche, Iluminando el camino con la tenue lucecita de mi linterna de cuerda, cuyo dínamo debo accionar cada cinco o diez minutos. Son más prácticas las linternas que se fijan en la frente, pero requieren baterías, lo cual es un peso adicional.

Es el amanecer más dorado que he visto nunca. Como si no se tratase de luz reflejada. Parece que este resplandor dorado saliera de las hierbas y los trigales, y se reflejara en el cielo.

Al pasar por El Burgo Ranero me bebo un café y continúo. Esta es la parte más pesada de la etapa. Trece kilómetros sin ver un solo pueblo, por una llanura interminable, y paralelo a la carretera, que aunque con poco tráfico, enturbia el silencio del camino. Los arroyos y canales que atraviesan la ruta otorgan, en cambio, la música del agua.

Llegando a Reliegos, en un túnel bajo la línea del tren aparecen nuevos carteles. Según uno de ellos, “Hay algo más emocionante que matar, dejar vivir”.

A la entrada del pueblo, comienza a lloviznar, y tenemos que sacar capas, ponchos y protectores, porque hasta Mansilla de las Mulas quedan aún más de 6 kilómetros.

Llamo por teléfono a la Alberguería del Camino y reservo una cama, con lo que puedo continuar con la confianza de que a mi llegada tendré garantizado el hospedaje.

Mansilla de las Mulas es un pueblo bastante grande que tiene en la entrada una estatua al peregrino más original que la mayoría. En ella los peregrinos no aparecen de pie con el manto ondeando al viento, desafiantes, la mirada avizorando el horizonte al mejor estilo del obrero y la koljosiana en el anuncio de Mosfilm. Están sentados, recostados unos a otros, extenuados, apoyados en sus báculos, buscando sus cantimploras. Disfrutan un momento de reposo o acaban de concluir una etapa. Agotados como nosotros, ellos tienen una desventaja: seguirán agotados en la piedra para siempre (o el parasiempre que dure la estatua), mientras nosotros nos recuperamos.

Después de caminar medio pueblo, llego a la Alberguería del Camino, y resulta que es un hostal donde, efectivamente, me han reservado una cama. Al preguntarle por qué no me advirtió que no se trataba de un albergue, la dueña me responde que yo pedí una cama y ella me ha reservado una, sólo que la cama está dentro de una habitación individual, que cuesta seis veces más que un albergue habitual. Si me lo hubiera advertido con antelación, posiblemente me quedaría, pero me molesta que me engañen de esa manera. Le doy las gracias y me dirijo al albergue municipal donde, por seis euros, tendré una cama, una ducha, un sitio a cubierto, lo cual me hará bastante falta porque desde ahora ha empezado a llover y no escampará en toda la noche.

Almuerzo con los peregrinos gallegos, a quienes encuentro por casualidad en la calle, y una profesora de Barcelona que los acompaña. De regreso al albergue, la tarde cae súbitamente tamizada por la lluvia. El gris me contamina como si no fuera un color, una atmósfera, sino una enfermedad.

No tengo deseos de escribir y me dedico a leer hasta pasadas las 12 de la noche cuando, por fin, me vence el sueño. Me acuesto con la certeza de lo que haré mañana.





Día 17

26 09 2013

(26 de septiembre, 2013)

Terradillos de los templarios – Bercianos del Real Camino: 23,59 km

A Roncesvalles: 403,56 km

A Santiago de Compostela: 357,25 km

 

Todavía no sé dónde voy a dormir esta noche. Por suerte, como el caracol, llevo mi casa a cuestas. Pensaba pernoctar en Sahagún, sitio donde la historia ha cuajado en cada piedra, para verlo con detenimiento, pero un peregrino de León me advierte que para lo que hay que ver bastan un par de horas. La grandeza pasada se ha compactado en dos horas de visita. Si es así, continuaré quince kilómetros más o, en el peor de los casos, 10,65 kilómetros, para cumplir una etapa de 24 a 30 kilómetros, y acercarme más a León, por si mi mujer y mi hijo vienen el sábado. Llegar temprano y aprovechar el día.

El sol no acaba de salir, pero ya la claridad inunda el campo y es como caminar por un mar dorado con algunos acentos verdes, los árboles, no tan numerosos como debieran. Los humanos llevan dos mil años desarbolando esta región para sembrar alimento. Aunque, ya en mi destino, me enteraré por el hospitalero que casi todo este cereal que se cosecha en la zona se destina a fabricar biodiésel.

Una buena parte del camino, al menos hasta Moratinos, es de tierra y pasto seco apisonado, la más confortable superficie para el caminante. Sin asperezas, como una moqueta de pelo corto, firme pero elástica y, sobre todo, sin piedras. En Moratinos diviso una pequeña colina, al parecer arcillosa, donde han cavado puertas, se supone que para cobijar en su interior a los animales. Pero se trata de bodegas. No solo de vino. Aquí se conservaban las salazones, los quesos y los embutidos. Y antes de la refrigeración, todo.

Los grafiteros no se ocupan aquí del fracking ni de la opresión española, sino del esparcimiento. Los carteles en las paredes piden “Más opio y menos trigo”. “Porras y porros”. (Y no se refiere a las porras policiales, sino a los churros king size).

El camino se desplaza paralelo a la carretera hasta Sahagún. Desayuno en un bar y aprovecho que tienen wifi para hacer algunas gestiones pendientes. Luego dedico dos horas y media a visitar esta “Cuna y panteón de reyes, santos y sabios”, como reza la divisa local. “Llena de toda clase de prosperidades”, dice el Calixtino de Sahagún. Su esplendor data de la época romana, por su situación como cruce de caminos, y se consolidó con Alfonso VI. Se veneran aquí los santos Facundo y Primitivo, cuyos despojos decapitados fueron rescatados por los vecinos del río Cea, donde al pasar veré un visón silvestre ajeno a estas históricas tragedias. Sahagún influyó en la reforma cluniacense, impulsó la ruta jacobea y se convirtió en núcleo comercial de primerísima importancia. Basta visitar, cosa que hago, los monumentales restos de la abadía de San Benito, la capilla-iglesia de San Juan de Sahagún, la iglesia de San Tirso y el Santuario de la Virgen Peregrina (muy coqueta con su vestido, su sombrero, su báculo y el niño al hombro), actual Centro de Interpretación del Camino de Santiago, donde me entregan un documento que da fe de que este peregrino ha alcanzado lo que era, hasta el trazado del aeropuerto de Santiago de Compostela, el centro geográfico del camino.

Abandono Sahagún hacia las dos y cuarto de la tarde. Llegar a El Burgo Ranero (18 kilómetros) me tomaría cuatro horas. Y es posible que a las seis no encuentre albergue disponible. Opto por Bercianos del Real Camino, a casi once kilómetros, donde llego pasadas las cuatro y media. En el albergue parroquial todo está lleno y me indican que vaya a otro, el Santa Clara, que es privado. Cuando llego, hay un matrimonio americano esperando. Rosa, la amabilísima hospitalera, les explica que solo quedan una habitación privada con cama de matrimonio por 25 euros, y dos camas en litera por la voluntad, es decir, lo que quieran dar. Sus caras indican que no han comprendido nada. Les traduzco. Se deciden por la cama matrimonial y la habitación privada, para suerte mía y de un peregrino que viene haciendo el camino de Madrid y aparece en ese momento.

Acabo de rebasar la mitad del camino con un golpecillo de suerte, porque si no, habría tenido que caminar otros siete kilómetros hasta El Burgo Ranero. Se anuncia lluvia para el fin de semana. Alegría para el campesino. No tanta para el peregrino.

Conversando más tarde con la pareja norteamericana, descubro que no ha sido tanta suerte como benevolencia por su parte. Comprendieron rápidamente que si optaban por las literas, nos obligaban (al menos a uno) a buscar otro albergue.

Una vez acomodado y duchado le pregunto a Rosa, la hospitalera, si tienen wifi y ordenadores de monedas. Sí al wifi, no al ordenador de monedas, me responde. Pero te presto el mío si lo necesitas. Termino mis posts pendientes. Ceno en el restaurante del pueblo, en cuyo salón sólo hablamos castellano el camarero y yo, y comparto mesa y conversación con un danés, un norteamericano de New York y una chica pelirroja y pecosa que más irlandesa no puede ser.

De regreso al Albergue Santa Clara, Rosa me presta su portátil para subir mis posts. A diferencia de otros hospitaleros, Rosa y Santiago son, ante todo, avezados caminantes que conocen de primera mano las bellezas y las extenuaciones del camino, por lo que atienden a los peregrinos con un sentido casi maternal de la hospitalidad, tratando en cada momento de resolver las pequeñas dificultades de cada uno. Me cuentan que ya con el albergue repleto han recibido peregrinos agotados a altas horas. Los han llevado en su propio coche hasta el siguiente pueblo, donde han conseguido alojamiento. No creo que muchos hospitaleros hagan algo semejante, y menos aun los hosteleros eventuales que han aparecido a partir de la creciente popularidad del Camino. Hacer al menos una etapa sería un excelente aprendizaje para ellos. Conocer de primera mano el estado en que llegan sus presuntos huéspedes.

No es que para ser hospitalero sea condición imprescindible haber hecho el camino, pero, dado que el peregrino es un cliente con unos requerimientos específicos, el hospitalero debe estar sensibilizado con las rudezas del peregrinar. Su huésped no es un turista que acaba de aparcar su coche, ni un ejecutivo recién aterrizado.





Día 16

25 09 2013

(25 de septiembre, 2013)

Carrión de los Condes – Terradillos de los templarios: 26,84 km

A Roncesvalles: 379,97 km

A Santiago de Compostela: 380,84 km

 

Hoy me despedí con un café cortado de mi compatriota el hospitalero, quien hizo el camino el año pasado y ha regresado éste como voluntario. Emigró en 1961 y ha vivido todo el tiempo en New Jersey, donde trabajaba para la televisión hasta que se jubiló. Descendiente de chino e inglés, nunca ha regresado a la isla porque allí no tiene familia. Coincidimos en que el futuro de Cuba pasa por una democracia plural en que todos tengan derecho a la palabra, desde los comunistas a los conservadores, pero emitir esa opinión le ha traído disgustos con tirios y troyanos. Me comenta que en Carrión de los Condes vivió hasta hace unos meses un cubano que en las tertulias del bar defendía con fervor el castrismo. Era un anciano cuya hija había emigrado a este pueblo y que en su ocaso lo trajo a vivir con ella para evitarle las penurias y carencias de la isla. Pero él se negaba a variar su discurso, anclada la memoria en las ilusiones de su juventud. Murió meses atrás. Descanse en paz.

Me recomienda el servicio de transporte de mochilas que funciona en todo el camino, a razón de unos tres euros por trayecto, y que al parecer él empleó en su momento. Yo prefiero llevar mi propia mochila, no por un prurito de hombría caminera, sino porque el peregrino debe ser una unidad sellada con la casa a cuestas, previniendo un cansancio o un entusiasmo súbito, albergues llenos o un cambio de planes que lo obligue a pernoctar antes o después de lo previsto. Además, es parte de la lección de vida que ofrece el camino: carga sólo lo esencial. El resto es superfluo, peso muerto que deberás acarrear sin más provecho que la tendinitis. A otras escalas, lo mismo te ocurrirá el resto de tu vida. He escuchado a peregrinos supuestamente puristas llamar con desprecio turigrinos, mitad turistas mitad peregrinos, a estos que encomiendan sus bártulos. Pero volvemos a lo mismo. Son muchos los propósitos y los modos de hacer el camino. Cada cual sabe sus razones y sus posibilidades. Habrá quien no quiera y quien no pueda. El “purista” argumenta que es injusto que un caminante aligerado llegue antes al alberque y le quite el sitio. Con idéntica lógica, tampoco es justo que un joven de veinte años llegue antes que un anciano de ochenta.

Tenía pensado concluir hoy mi camino en Calzadilla de la Cueza, 17,38 kilómetros, pero revisando en la mañana las opiniones sobre los albergues, encuentro que el que tiene mejor prensa es el albergue Los templarios, en Tejadillo de los templarios, a 26,84 kilómetros, y opto por acercarme allí y estar a tres horas de camino de Sahagún, mi meta de mañana, una localidad a la que cualquier peregrino debería dedicar un tiempo.

Hoy el camino es extraordinariamente aburrido. Una línea recta que se pierde en un horizonte plano, sin accidentes geográficos y casi sin árboles. Tan monótono, que lo único que podemos hacer es permitir a los pies que cumplan su trabajo minuciosa, metódica y mecánicamente, y echar a volar la imaginación. Hacer lo que muchas veces en la vida cotidiana nos está vedado. Dedicar cinco, seis horas a pensar. Un tractor a lo lejos, un pájaro que sobrevuela el camino, el ruido en sordina de la autovía que se divisa a unos quinientos metros, y los pasos sobre la gravilla. Esa es la banda sonora del camino hoy.

Sigo indagando las razones personales de cada uno para hacer el camino, pero no he hallado a nadie que acuda a cumplir una promesa o a pedir un milagro al apóstol, aunque no dudo que los haya. O será que quienes así lo hacen ocultan una fe literal que es ya moneda rara en nuestros tiempos. El peregrino clásico de la Edad Media emprendía el camino casi invariablemente por esas razones con una fe a toda prueba. El Camino debió ser una procesión de agradecidos y de enfermos que con frecuencia no alcanzaban su destino. Hoy la fe es un artrículo mucho más metafórico.

En el horizonte asoma la torre de una iglesia y poco a poco se empieza a ver un cementerio. El mapa anuncia la inminencia de Calzadilla de la Cueza, pero no aparece. Es otro pueblo subterráneo. De pronto, rebasado un pequeño alto, en un profundo valle asoman de la nada, como una ilusión quijotesca, las primeras casas a menos de trescientos metros. Hasta Terradillos de los templarios faltan 9,46 kilómetros, dos horas de camino que, según el mapa, parecen más entretenidas que las anteriores. Aunque no demasiado, como comprobaré en breve.

Llegando a Ledigos, siento una sensación extraña. Mi pie izquierdo está completamente dormido. Y dormido no significa anestesiado. Duele como de costumbre pasados los diez o doce kilómetros. De ese dolor no te libra nadie. La sensación es tan extraña que me detengo y a los cinco minutos vuelve a su estado normal. Recupero con alivio el cansancio habitual, el dolor de todos los días. Un dolor soportable y reversible.

Coincido en el albergue Los templarios, de excelentes instalaciones pero situado en medio de la nada, con unos gallegos de Santiago a los que había perdido la pista en Burgos. Me preguntan por el grupo que el azar reunió en el albergue de Zubiri, al pie de Roncesvalles. Les cuento que el valenciano, el alicantino y la enfermera canaria regresaron a sus lugares. Sólo disponían de algunos días para el camino, que continuarán el año próximo. Nuestra amiga canadiense está a dos o tres jornadas atrás. Sufrió una intoxicación alimentaria y tuvo a su lado a la enfermera para auxiliarla. Los bancarios madrileños me llevan una jornada de ventaja y dos o tres el malagueño. Es el Camino, que junta y dispersa, y que al final se atiene a la antología de la memoria. De los que salimos de Roncesvalles con los únicos que coincido en trayectos y albergues, casi invariablemente, es con el coreano de las reverencias y su mujer.

El atardecer es espectacular, especialmente para los gallegos, hombres de horizontes montañosos, cerrados. Uno de ellos me dice que estos horizontes abiertos son como el mar, como caminar sobre las aguas de un océano, cuando parece que todo el mundo es puro cielo.





Día 15

24 09 2013

(24 de septiembre, 2013)

Frómista/Carrión de los Condes: 19,25 km

A Roncesvalles: 353,13 km

A Santiago de Compostela: 407,68 km

 

Anoche me acosté a las diez en punto de la noche como un peregrino obediente. Qué remedio me quedaba. Se apagaron todas las luces y no había un rincón dónde meterse. Podría leer en la tablet, pero preferí ponerla a cargar porque estaba baja de batería.

Dormí sin pausas y como un tronco hasta las cuatro de la mañana. Mis seis horas reglamentarias en tiempos de paz que hasta hoy no había completado ningún día del camino. Me levanté a esa hora y en la mesa de la recepción estuve trabajando hasta las seis menos cuarto, cuando me acosté para echar otra media hora de sueño.

Antes de abandonar el albergue, pregunto al dueño si puede encender los ordenadores de monedas, para subir en ellos al blog los textos que concluí de madrugada, lo que no me llevará más de veinte minutos, pero me dice categóricamente que no. Según las normas de la casa, implacables como en una academia militar o en un convento de clausura, los ordenadores se encienden después del mediodía. Me despido con una reverencia y en el último bar del pueblo encuentro el peor ordenador de la cristiandad, con todos los programas sin actualizar y el diplay modelo cebra, a rayas, donde luego de varios intentos consigo subir los posts a golpes de café cortado.

Este es, sin dudas, el peor ordenador de monedas que he visto en el camino, y la competencia entre PCs malos y peores es ardua. Lentos, desactualizados, con navegadores que se niegan empecinadamente a entrar en la mitad de las páginas aptas para todas las edades. Una antología del despropósito, la prehistoria informática. A quien desee o necesite estar conectado durante el camino, le recomendaría que lleve su propia tablet o su propio ultrabook, a riesago de cargar un peso adicional.

En algún albergue, días atrás, leí una curiosa declaración de principios que escondía toda una filosofía: “El cliente exige. El peregrino agradece”. Un enunciado que sería justo si a los peregrinos se nos ofreciera alojamiento y comida gratuita, en nombre de Dios o de Santiago. Pero no es así. En muchos pueblos recónditos de La Rioja, Castilla e incluso Navarra, los peregrinos somos el primer (o el único) turismo y una parte importante de la economía local. No nos hacen un precio especial en nombre del apóstol. Si bien es cierto que se pagan entre seis y diez euros por cama, también lo es que en el espacio donde un hostal pondría a un cliente que pagará 40, 50 o 60 euros, no más, con baño en la habitación, se acomodarán, por pequeño que sea, diez peregrinos, que pagarán entre 80 y 100 euros y se conformarán con un retrete y una ducha para cada diez (en el mejor de los casos). De modo que el peregrino es tan cliente como el otro, e incluso más rentable.

Esa filosofía de que el peregrino tiene que ajustarse a cualquier norma que le impongan, porque no es un cliente, parece imperar en el albergue La Estrella de Santiago. Y no es el único. Excelente por lo demás, limpio, con buenas instalaciones sanitarias y un jardín acogedor donde se puede descansar después del camino. Ayer intenté trabajar en una mesa del comedor, donde había un enchufe, pero no estaba permitido. Sólo como excepción pude hacerlo veinte minutos. Las normas están perfectamente establecidas para el modelo de peregrino considerado “normal”. Ser un poquito anormal es un problema.

Me lo confirmó ayer la esposa del dueño (o la dueña, no sé), cuando me vio escribiendo. No estás disfrutando el camino, me dijo, como quien posee el secreto, las claves del único disfrute posible. Gracias a sus normas, cualquier peregrino que ande desencaminado y no consiga disfrutar el camino, puede hacerlo de la manera correcta. La impronta de Felipe II (no me refiero al brandy) permanece en el subconsciente colectivo. Y a veces se desvela.

El concepto de que el peregrino agradece y no tiene derecho a exigir por lo que paga, debería cambiar entre algunos hosteleros improvisados que se consideran a sí mismos benefactores de los peregrinos, cuando en muchos casos 3son su principal (o única) fuente de ingresos. Algo que me parece muy bien, pero unido a una vocación de servicio.

Gracias a la extrema demora del ordenador del bar, que parece enredarse en la red como en una telaraña, salgo hacia mi destino a las ocho y media de la mañana. Por suerte el trayecto es corto, menos de veinte kilómetros, porque a partir de ahí no hay prácticamente donde pernoctar hasta otros veinte kilómetros más adelante. Y cuarenta son muchos kilómetros, al menos para mis pies.

En ocasiones veo a un peregrino y me pregunto qué hace aquí. No lo interrogo, desde luego. El Camino debe conservar sus misterios. Otras veces la motivación es bien explícita. Una joven coreana, muy delgada, hace todo el camino rezando el rosario. Según me contaron, su madre la envió a visitar a Santiago rosario en mano cuando sospechó que se debilitaba su fe. Un norteamericano alto, que andará por los sesenta y pocos años, me confesó que lo hacía porque le encanta caminar, y el Camino es una excelente oportunidad de hacerlo en compañía de mucha gente. Sospecho que en la Quinta Avenida de Nueva York le ocurriría lo mismo. Por su parte, un canadiense fue mucho más lacónico cuando indagué por sus razones para hacer el camino. Para respirar, me dijo, como si viniera de algún universo submarino.

Cruzo Población de Campos casi sin darme cuenta. Los peregrinos salpican los bares del pueblo. Atravieso el río Ucieza y continúo con mis dos cafés y mis dos yogurts temprano en la mañana. El camino discurre paralelo a la carretera, aunque por suerte hay muy poco tráfico. Algunos ancianos, con su báculo, van por el arcén de un pueblo a otro. En estos pequeños pueblos del camino los ancianos son legión. Solo en Hontanas vi reunirse un tropel de jóvenes (nativos, no peregrinos) la noche del sábado.

Los peregrinos sufrimos dos experiencias religiosas al día. La levitación, cuando llegas al albergue y te quitas la mochila. Si lo haces un par de veces en el trayecto, son levitaciones de corto alcance. Y la segunda es la ascensión, cuando te quitas las botas y tus pies se separan algunos milímetros del suelo.

Con honrosas excepciones, como la estatua del peregrino sentada en un banco frente a la catedral de Burgos, o la que encuentro en Carrión de los Condes, las numerosas estatuas a los peregrinos que salpican los pueblos por los que pasamos son verdaderos atentados contra el mobiliario urbano. Espero que los ayuntamientos no hayan pagado por ellas. Y que ningún peregrino se mire a sí mismo en esos espejos. Más valdría a las corporaciones municipales encargar un poema al bardo local y colocarlo en una lápida de bienvenida. El noventa por ciento de los peregrinos no lee en castellano, y a los demás nos queda el expediente de ignorarlo.

Aquí el campo no solo está en la mirada, sino en la toponimia: Población de Campos, Revenga de Campos, Villarmentero de Campos, valga la redundancia.

Me acaba de pasar por el lado el segundo peregrino más curioso que he visto, tras el del monociclo. Un joven extranjero, a juzgar por su ininteligible “Bene Camino”. Viste un bluejean ceñido y una camisa de rayas impecable abotonada hasta los puños, un Panamá ladeado coquetamente y, en las manos porta sendas mancuernas de dos kilos con las que viene haciendo ejercicios mientras anda.

En Villarmentero de Campos me detengo en el albergue Amanecer, en cuyo patio trasero se levantan dos tipis, como si Toro Sentado y Caballo Loco hubieran peregrinado a Santiago tras la masacre de Wounded Knee. Pero no. Se trata de atípicos hospedajes para peregrinos con añoranza por Disneyland. A los tipis se suma un tubo de cemento cerrado por ambos extremos, por si apareciera Diógenes en busca de alojamiento. Una gallina con aires de gran señora es la dueña del patio y va picoteando las ofrendas de los peregrinos.

En este llano, los ciclistas me pasan por el lado como una flecha. Es la competencia desleal. Somos la infantería del camino.

Villalcázar de Sirga posee una de las iglesias más impresionantes del camino, la de Santa María la Blanca, que el peregrino no deberá perderse. De dimensiones catedralicias, va del románico al gótico y fue levantada por los templarios entre los siglos XII y XIII. El retablo mayor, de impresionantes pinturas, sepulcros góticos de piedra policromada, y bajo dosel Nuestra Señora la Blanca a la que Alfonso X era muy devoto, milagrosa hasta el punto de superar en ocasiones al apóstol de Compostela. Una escultura recuerda al Mesonero Mayor del Camino que ofrecía vino y sopa de ajo a los peregrinos.

Llego al Albergue Parroquial Santa María del Camino en apenas cuatro horas. Me recibe un hospitalero con un acento vagamente reconocible. Es cubano, de Marianao, pasado por New Jersey. La recepción que nos dispensan las clarisas peruanas es espléndida: dulces caseros y agua fría con unas gotas de limón.

Tras un menú más que correcto, aunque sin llegar a suculento, y un paseo por el pueblo, me acomodo en un bar a trabajar toda la tarde.





Día 14

23 09 2013

(23 de septiembre, 2013)

Castrojeriz – Frómista: 25,38 km

A Roncesvalles: 333,88 km

A Santiago de Compostela: 426,93 km

 

Hoy por la mañana no pude continuar durmiendo más allá de las seis y cuarto. El ajetreo en la cocina, la gente preparando mochilas. Me levanto, desayuno un vaso de zumo (en conserva) y un pedazo de pan con mantequilla. Salgo a la noche y el frío a las siete de la mañana, con la esperanza de que el café de la esquina esté abierto. Esperanza frustrada.

A unos cuatro kilómetros y medio de Castrojeriz, a las ocho menos diez, concluyo la subida del Alto de Mostelares, que asciende hasta los 914 metros. La subida es larga, enrevesada y pedregosa. Llego sin aliento, pero compensa el paisaje de toda la comarca cercado en un ángulo de 180 grados por los molinos de viento que custodian el horizonte. Despiden sus destellos intermitentes avisando a los aviones para que no se descalabren como el caballero andante.

En la cima se eleva un túmulo y una cruz recuerda no a un muerto, sino a todos los peregrinos que han alcanzado este lugar para llevarlo después en el equipaje de su memoria.

A las ocho en punto, el amanecer es prodigioso.

Después de pasar el alto, se abre una bajada un tanto abrupta. Contemplo las ondulaciones del terreno, la manera en que todos los picos, las crestas, las mesetas han sido redondeadas por miles de años de roturación. El hombre puede ser una fuerza geológica y otorgar al paisaje una textura suave, sinuosa, femenina.

Cruzo con cuidado el Puente del Piojo, no sea contagioso. Pero no veo ninguno.

A la altura de San Nicolás de Puente Fitero hay una capilla gótica donde se encuentra un hospital de peregrinos que lleva una orden italiana. María, la señora que atiende a los peregrinos un mes al año, me ofrece el primer café de la mañana. A cambio, la voluntad.

Desde que cruzo el río Pisuegra por el Puente de la Mula, el paisaje cambia radicalmente. Los extensos campos de cereales ceden paso a maizales, huertas, campos de girasoles, cultivos de un verde intenso que no sé si alimentan el estómago, pero alegran la mirada reseca de campos dorados. Es como haber cambiado, no de provincia, sino de país.

En Itero de la Vega me bebo otro café y continúo.

Son las diez de la mañana y aun me faltan catorce kilómetros para mi destino. Aquí es donde se pueden comprobar los excesos gastronómicos en que incurrimos cada día. Con un mendrugo de pan y un vaso de zumo puedes caminar veinticinco kilómetros. La máquina humana es prodigiosamente eficiente. Comemos en demasía (yo el primero) y caminamos demasiado poco.

Al pasar he visto en los muros numerosos carteles que exigen No Franking, el método de extracción de petróleo por fracturación de rocas e inyección de químicos. No sé si quienes escriben los carteles saben de qué se trata el asunto, pero hay unanimidad entre los grafiteros. En Navarra y parte de La Rioja, en cambio, el Franking no estaba de moda. En los túneles que permiten al caminante sortear por debajo las autovías y las carreteras sin atravesarlas, eran frecuentes los reclamos de Navarra independiente, La Rioja independiente y España, cárcel de los pueblos, lo cual es una lectura cuando menos sesgada de la historia. Exhabruptos de un nacionalismo en ocasiones irreflexivo, aunque me temo que, por lo general, todos los nacionalismos son más sentimentales que reflexivos, cuando no interesados, en el caso de una clase política que se ve ascendida de local a nacional, con los consiguientes beneficios, y no precisamente para sus pueblos.

Tres kilómetros antes de Boadilla del Camino, el Camino (perdón por la redundancia) transcurre por una extensa llanura cerealera. Es como si hubiésemos saltado a la provincia anterior. El sol, entusiasmado a esta hora, nos aplasta contra el camino. Si te quitas la gorra, el cerebro se asa a la parrilla. Si te la pones, se cuece en baño de María. No sé cuál de los dos reblandece más las neuronas.

El terraplén de fina grava ha dado paso a otro de cantos rodados. Algunos arbolillos, ya cerca del pueblo, ofrecen pinceladas de sombra que no compensan el reflector solar, pero se agradecen.

Llego a Boadilla del Camino a las once y veinte. Hay un área de descanso con una fuente de agua fresca que debes accionar con una manivela. Desde aquí hasta Frómista quedan cinco kilómetros y medio, es decir, una hora y veinte en dependencia del estado del camino. Llegaré antes de la una de la tarde al alberque La estrella de Santiago, impecable en sus instalaciones.

El último tramo del camino corre paralelo al Canal de Castilla, una espléndida obra de ingeniería de la Ilustración construida entre los siglos XVIII y XIX y que pretendía enlazar Segovia con el puerto de Santander. Doscientos siete kilómetros con 150 metros de desnivel en su trazado.

Disfruto por primera vez del sistema de salud de Palencia. Al parecer, ayer unas plantas urticantes me rozaron la pierna derecha y aparecieron ronchas bastante molestas que ahora una doctora palentina me aconseja tratar con una crema y evitar el sol.

En Frómista encuentro una de las iglesias románicas más bellas del Camino y posiblemente del mundo. La iglesia de San Martín fue construida en 1066 y restaurada a fines del siglo XIX hasta devolverle el aspecto original, que es portentoso. No es la magnificencia del gótico ni el horror vacui, el exhabrupto ornamental del barroco. Sus tres ábsides de la cabecera, los parcos elementos decorativos. El ajedrezado. Los capiteles y los canecillos, más de 300 pequeñas esculturas. Representaciones vegetales, animales, monstruosas y humanas que aluden a las leyendas que eran la cultura popular, los cómics del Medioevo. La limpieza de formas, la sólida piedra, la planta vetusta y contundente de una iglesia que seguramente sirvió no pocas veces de refugio en tiempos de guerras y revueltas.

Hoy ha sido un día de dieta involuntaria. No tengo hambre y me conformo con un bocadillo al mediodía y dos yogurts con una manzana a la hora de la cena. De todos modos, yo llevo mis propias reservas anudadas a la cintura.





Día 13

22 09 2013

(22 de septiembre, 2013)

Hontanas – Castrojeriz: 9,57 km

A Roncesvalles: 308,50 km

A Santiago de Compostela: 452,31 km

Por primera vez desde que salí de Madrid he dormido en una verdadera cama, sin ningún inquilino en los altos ni en los bajos. Sueño apacible desde las once hasta las cinco de la mañana cuando me despierto. No obstante lo cual intento echar una cabezada hasta las cinco y media. Hoy he decidido hacer una ruta muy corta, de unos diez kilómetros y aprovechar que aquí tengo las mejores condiciones para trabajar, algo que raras veces ocurre en el Camino, y adelantar los textos que llevo atrasados.

Me levanto en silencio para no molestar a mis compañeros, me aseo y a las seis en punto estoy tomando el desayuno, de modo que a las seis y quince, cuando subo y ya están despiertos, preparo la mochila, me visto y me instalo a trabajar hasta las diez y cuarto en una esquina de la barra del bar. Hay un excelente wifi y una máquina que me permite subir los textos terminados. No me levanto hasta que no tengo tres posts cumplidamente revisados y subidos a la red.

Durante ese tiempo hay interrupciones, desde luego. Varias señoras de Madrid que hacen el camino hasta mañana y otras que llegarán hasta Santiago. Una chica de un moreno homogéneo como si la hubieran pintado y luego le hubieran aplicado una capa de barniz sedoso. Es de Sri Lanka y me recuerda mi único encuentro con un sirilanqués, que iba a mi lado en un vuelo de Moscú a La Habana. Se le ocurrió sufrir un infarto sobre el Atlántico. Un médico ruso de unos sesenta años, oriundo de (por entonces) Leningrado, con un perfecto inglés de escuela de idiomas, y otro joven de Siberia (que conocería el helado idioma de los renos, pero de inglés nada) lo sacaron de la parada y comenzaron a preguntarle a su compañero por el historial clínico del paciente. Como respondía en sirienglish (que ya yo comprendía tras un curso de seis horas) me tocó traducir del sirienglish al english. Pero la cosa no pasó a mayores. A la semana se me apareció en casa el sirilanqués infartado con una novia recién conquistada en las calles de La Habana. Supongo que se estaría recuperando favorablemente.

Las chicas de la barra son atentísimas y simpáticas. Con la que se encarga hoy del desayuno empiezo con mal pie. Cuando le pregunto a las seis si ya se puede desayunar, me responde hosca que para qué se levanta ella a las cinco sino para darle de desayunar a los peregrinos. Pero se nota que la he cogido con la mala leche del amanecer obligatorio. A medida que pasa el tiempo se va dulcificando.

Arranco a caminar entre colinas. Salgo de este pueblo hundido en un profundo valle, casi cráter y en una bajada entre pedruscos estoy a punto de partirme un tobillo, cosa que evitaron, en coproducción, los bastones y mi bota, que amordazó el tobillo para que no se desbocara.

Desde que salí del albergue, llevo un dolor en los metacarpianos del pie izquierdo, pero se disipa en un par de kilómetros, el tiempo que demora un metacarpiano acongojado en convertirse en un metacarpiano entusiasmado.

Los pasos perdidos no es solo el título de una novela de Alejo Carpentier. A cada rato adelanto a un peregrino que arrastra trabajosamente los pies hacia su destino. Los he visto llegar a las cuatro, a las cinco, a las seis, a punto de anochecer o recién anochecido, después de una sufrida jornada de (quizás) diez o quince kilómetros. Más vale que cada uno haga lo que pueda a torturarse así. Jornadas de diez kilómetros practicables, a su medida. Ahorrarían muchísima energía y muchísimas tristezas. Nadie ha dicho que el camino tenga que hacerse en veinte días o en setenta.

Una hora y quince minutos después de mi salida, voy llegando a las ruinas de San Antón, donde en el medioevo se curaba el mal del mismo nombre, o al menos era en ese tema el centro de referencia de Hispania.

Del monasterio antoniano hoy solo quedan unas ruinas espectaculares en medio de la nada. Lo que en su día fue el vórtice de la comarca es hoy un cascarón vacío. La carretera pasa por el mismo centro de las ruinas. Los que eran bellos arcos con relieves e imágenes talladas están ocupados por una paloma y las imágenes borrosas de santos y mártires irreconocibles.

Poco después de pasar las ruinas se divisa a un par de kilómetros Castrojeriz, al pie de una colina suavemente cónica y coronada por los restos de un castillo en lugar de pezón. El paisaje de las lomas calcáreas a la derecha del camino, con sus raquíticos arbustos y sus zonas blancas de marga o de caliza, es lo más parecido a la escenografía de un western, aunque si miras hacia la izquierda los campos de cereal hasta las suaves cimas de las colinas, buscarás al guardián en el centeno. Es el mismo oleaje de cereales que he atravesado casi sin pausas durante los últimos dos días.

No entro al pueblo. Lo escalo. En lo alto de la colina se encuentra el albergue Casa Nostra. Acaban de abrir y me coloco al final de la pequeña cola. Cuando me quedan por delante cinco peregrinos, el hospitalero dice que solo quedan tres plazas. Le aclaro que reservé por teléfono y responde que en ese caso no hay problemas. La francesa que va delante de mí monta en cólera y dice que ella es peregrina, no turista. Le aclaro en inglés que yo también vengo caminando desde Roncesvalles, pero que hay dos tipos de peregrinos. Los previsores, que reservan, y los espontáneos, que confían en que Dios proveerá. Como yo soy ateo, no creo que él se fije en mi humilde persona, así que reservo. Eso la pone más furiosa y se marcha desbarrando en francés hacia otro albergue. Parece que ese concepto de la espontaneidad no es raro. A las seis de la tarde aparecen cuatro jóvenes que vienen desde Burgos, más de cuarenta kilómetros, y lo encuentran todo lleno. Si fuera necesario, dormirían en un banco de la iglesia antes que reservar, lo cual, según ellos, le resta encanto, frescura y emoción al camino. Me parece excelente, siempre que se lo tomen, como ellos, con la despreocupada alegría de los veinte años; no pretenden que la divina providencia reserve en su nombre, y tengan espalda para dormir en los duros bancos de la iglesia.

El albergue ha sido construido en un viejo caserón de paredes de adobe y vigas de madera, pero le falta mucho para ser un sitio confortable. Zonas a medio terminar, chapuzas donde quiera, escasas tomas de electricidad, la cocina bastante destartalada, y aunque anuncian un precio de 5 euros la noche, como es obligatorio pagar el desayuno (desayunes o no), en la práctica son 8,50, que no está mal, aunque te sientas levemente timado por ese desayuno obligatorio.

En el almuerzo comparto un rato la mesa con una señora de un pueblecito de Texas que viene por segunda vez, y ahora irá hasta León, para concluir el camino hasta Santiago el año que viene.

Trabajo toda la tarde en el albergue y en el bar de la esquina, donde el tema de conversación entre el dueño y varios parroquianos son los peregrinos que mueren cada año en el camino. Generalmente por infartos u otras dolencias que ya traían. Por distintas razones, seguramente justificadas, hay quienes esperan demasiado antes de hacer el Camino. No he visto ningún español, pero sí muchos extranjeros que rebasan ampliamente los setenta años. Y en el Camino los extranjeros son mayoría en una proporción que me atrevería a calcular de diez a uno.

Me acuesto a las once y me despierto a las dos de la mañana. No puedo dormir y me pongo a trabajar en la planta baja hasta pasadas las cuatro, cuando la batería de la tablet se acaba sin un enchufe a mano. Intentaré dormir un par de horas.