Día 19

28 09 2013

(28 de septiembre, 2013)

Mansilla de las Mulas – León: 18,18 km

A Roncesvalles: 448,20 km

A Santiago de Compostela: 312,61 km

 

Comienzo a caminar a las siete en punto de la mañana. Queda una hora o más para que se haga de día.

Cae una llovizna muy fina que arrecia cuando apenas he caminado 500 metros. Me veo obligado a colocarme las polainas y sacar el poncho que me cubrirá tanto a mí como a la mochila, aunque su colocación es un verdadero incordio.

En la oscuridad del camino brillan, con un reflejo plateado, los charcos de lluvia, como pocetas que pueden tener un pie de profundidad, y que se han acumulado durante la noche en este suelo arcilloso. De hundirme en ellos no hay peligro de ahogamiento, pero están garantizadas las ampollas cuando la piel se reblandezca.

Iluminar el camino es hoy imprescindible para evitar los charcos. En 1977, cuando hice el levantamiento geológico del área Bayate Norte para mi tesis de grado, me vi obligado a cruzar una y otra vez ríos y arroyos por los vados. El resultado de caminar la mitad del día con una laguna dentro de cada bota fue devastador para mis pies, a pesar de que tenían poco más de veinte años y estaban aún en garantía.

Andar de noche el camino de Santiago es una experiencia interesante. Estás solo, más solo si cabe. El camino de hoy acentúa esa soledad: gravilla fina o tierra apisonada, flanqueado por una hilera de árboles que se recortan, negro sobre negro, refulge bajo el alumbrado central de la Vía Láctea, aunque sea noche sin luna. Posiblemente nunca más esté tan a solas conmigo mismo. Los pasos, el camino, la tiniebla y la suave fosforescencia de la gravilla bajo las estrellas.

Antes de ayer me llamó uno de los madrileños, que me lleva una jornada de ventaja, para contarme que habían visto de nuevo, cerca de Frómista, al hombre de negro. Lo adelantaron, le desearon buen camino, y él respondió en alguna jerga incomprensible. Lo único que nos queda por pensar es que se trata de un funcionario público en paro al que han ofrecido un contrato temporal como fantasma, para otorgar al Camino una dosis adicional de misterio.

Mis pasos me conducen hacia un horizonte vagamente luminoso, como si me dirigiera al amanecer, que ocurrirá a mis espaldas. Es el próximo pueblo que, en esta oscuridad, refulge con ínfulas de ciudad.

A las ocho de la mañana, media hora antes del primer punto de destino, adelanto, ¿a quién si no?, a mis colegas coreanos que cuando me ven hacen una alegre reverencia, dado que soy como su amigo desconocido, el que les ha acompañado desde Roncesvalles aunque no hayamos cruzado una palabra.

El camino está ahora jalonado de pequeños pueblos, como suele suceder en las cercanías de una gran ciudad, la cuarta gran ciudad de este camino: Pamplona, Logroño, Burgos, y ahora León.

Atravieso, aún de noche, Villamoros de Mansilla y en Puente Villarente me bebo un café con el que me obsequian un pincho de tortilla. Raro acompañamiento que despacho porque no he tomado nada desde que me levanté. Llamo a mi mujer, que me responde con una voz de ultratumba. Yo estoy a 6 kilómetros de mi despertar, y ella, a cinco segundos del suyo. Ya hemos acordado que no vengan ella y mi hijo hoy a León. Serían dos pasajes de ida y vuelta, una o dos noches de hotel, cuando hay una solución más razonable y económica.

Camino los 12 kilómetros que me faltan para llegar a León bajo una lluvia pertinaz y un viento del sur que hace ondear el poncho como si yo estuviera envuelto en una bandera. Quien inventó este poncho consideró que la lluvia siempre caería de arriba hacia abajo y que el viento estaría prohibido. Dado que las condiciones aquí son otras, en Valdelafuente me veo obligado a entrar a un taller de mecánica, ponerme mi chubasquero, y envolver mal que bien la mochila con el poncho. Cargo de nuevo mis bártulos y continúo los 8 kilómetros hasta la ciudad.

Pregunto en León donde queda la estación de ferrocarriles y, dado mi aspecto de peregrino, todos me indican cómo llegar caminando, otros cinco kilómetros que cubriré en una hora. A nadie se le ocurre que un peregrino también puede tomar un autobús en estos casos.

A las 12 y 51 minutos tomo el tren con destino a Madrid. Una señora observa mi mochila con su vieira, y me pregunta si acabo el camino aquí. No. Regresaré el próximo martes para continuarlo hasta Santiago. También los peregrinos tienen fin de semana, y estoy completamente seguro de que el apóstol no se moverá de Santiago en los próximos días. Eso sí es tomárselo con calma, riposta la señora con un retintín de sospecha, como si alguien la hubiese nombrado Jefa de Tráfico del Camino de Santiago, y velara por el cumplimiento de los itinerarios de los peregrinos. Más calma tiene el apóstol, le respondo, que no se ha movido de su sitio en 1.965 años.

A las 4:10 de la tarde llego a mi casa, beso a los míos, que me han esperado para almorzar juntos, y disfruto de esos mínimos (y máximos) placeres que te depara el hogar y la buena compañía.


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