Día 18

27 09 2013

(27 de septiembre, 2013)

Bercianos del Real Camino – Mansilla de las Mulas: 26,46 km

A Roncesvalles: 430,02 km

A Santiago de Compostela: 330,79 km

 

Por la mañana, después de dormir como un tronco hasta las seis en punto, me preparo, y cuando estoy listo para salir, entra Rosa, la hospitalera, y reprende cariñosa a un francés por tomarse unos huevos duros cuando ella ha preparado para todos un espléndido desayuno, al precio de levantarse, como todos los días de lunes a domingo, a las cinco menos cuarto de la mañana, para tenerlo todo listo cuando los peregrinos se despierten.

Gracias al ungüento que me recomendó la doctora palentina, ya han remitido mis erupciones en las piernas, y vuelvo a salir en pantalones cortos para que se ventilen las pantorrillas. Pero en esta zona las hierbas de los bordes se enciman al camino y debo andar ojo avizor, sobre todo ahora que ha amanecido, para eludir cardos y ortigas (rosas blancas no hay y tampoco, hasta donde se sabe, tienen efectos urticantes).

He ido perfeccionando mi sistema de esquiador de secano. Tirar hacia delante los bastones, hincarlos firmemente y apoyarme en ellos para adicionar su impulso en el paso hacia delante. Eso me otorga un plus, de modo que en estas llanuras ando a una velocidad de crucero de cinco kilómetros por hora, que no está nada mal.

La de hoy es una etapa relativamente larga, más de 26 kilómetros, aunque prácticamente llanos. Los 7 km hasta El Burgo Ranero los hago de noche, Iluminando el camino con la tenue lucecita de mi linterna de cuerda, cuyo dínamo debo accionar cada cinco o diez minutos. Son más prácticas las linternas que se fijan en la frente, pero requieren baterías, lo cual es un peso adicional.

Es el amanecer más dorado que he visto nunca. Como si no se tratase de luz reflejada. Parece que este resplandor dorado saliera de las hierbas y los trigales, y se reflejara en el cielo.

Al pasar por El Burgo Ranero me bebo un café y continúo. Esta es la parte más pesada de la etapa. Trece kilómetros sin ver un solo pueblo, por una llanura interminable, y paralelo a la carretera, que aunque con poco tráfico, enturbia el silencio del camino. Los arroyos y canales que atraviesan la ruta otorgan, en cambio, la música del agua.

Llegando a Reliegos, en un túnel bajo la línea del tren aparecen nuevos carteles. Según uno de ellos, “Hay algo más emocionante que matar, dejar vivir”.

A la entrada del pueblo, comienza a lloviznar, y tenemos que sacar capas, ponchos y protectores, porque hasta Mansilla de las Mulas quedan aún más de 6 kilómetros.

Llamo por teléfono a la Alberguería del Camino y reservo una cama, con lo que puedo continuar con la confianza de que a mi llegada tendré garantizado el hospedaje.

Mansilla de las Mulas es un pueblo bastante grande que tiene en la entrada una estatua al peregrino más original que la mayoría. En ella los peregrinos no aparecen de pie con el manto ondeando al viento, desafiantes, la mirada avizorando el horizonte al mejor estilo del obrero y la koljosiana en el anuncio de Mosfilm. Están sentados, recostados unos a otros, extenuados, apoyados en sus báculos, buscando sus cantimploras. Disfrutan un momento de reposo o acaban de concluir una etapa. Agotados como nosotros, ellos tienen una desventaja: seguirán agotados en la piedra para siempre (o el parasiempre que dure la estatua), mientras nosotros nos recuperamos.

Después de caminar medio pueblo, llego a la Alberguería del Camino, y resulta que es un hostal donde, efectivamente, me han reservado una cama. Al preguntarle por qué no me advirtió que no se trataba de un albergue, la dueña me responde que yo pedí una cama y ella me ha reservado una, sólo que la cama está dentro de una habitación individual, que cuesta seis veces más que un albergue habitual. Si me lo hubiera advertido con antelación, posiblemente me quedaría, pero me molesta que me engañen de esa manera. Le doy las gracias y me dirijo al albergue municipal donde, por seis euros, tendré una cama, una ducha, un sitio a cubierto, lo cual me hará bastante falta porque desde ahora ha empezado a llover y no escampará en toda la noche.

Almuerzo con los peregrinos gallegos, a quienes encuentro por casualidad en la calle, y una profesora de Barcelona que los acompaña. De regreso al albergue, la tarde cae súbitamente tamizada por la lluvia. El gris me contamina como si no fuera un color, una atmósfera, sino una enfermedad.

No tengo deseos de escribir y me dedico a leer hasta pasadas las 12 de la noche cuando, por fin, me vence el sueño. Me acuesto con la certeza de lo que haré mañana.





Día 17

26 09 2013

(26 de septiembre, 2013)

Terradillos de los templarios – Bercianos del Real Camino: 23,59 km

A Roncesvalles: 403,56 km

A Santiago de Compostela: 357,25 km

 

Todavía no sé dónde voy a dormir esta noche. Por suerte, como el caracol, llevo mi casa a cuestas. Pensaba pernoctar en Sahagún, sitio donde la historia ha cuajado en cada piedra, para verlo con detenimiento, pero un peregrino de León me advierte que para lo que hay que ver bastan un par de horas. La grandeza pasada se ha compactado en dos horas de visita. Si es así, continuaré quince kilómetros más o, en el peor de los casos, 10,65 kilómetros, para cumplir una etapa de 24 a 30 kilómetros, y acercarme más a León, por si mi mujer y mi hijo vienen el sábado. Llegar temprano y aprovechar el día.

El sol no acaba de salir, pero ya la claridad inunda el campo y es como caminar por un mar dorado con algunos acentos verdes, los árboles, no tan numerosos como debieran. Los humanos llevan dos mil años desarbolando esta región para sembrar alimento. Aunque, ya en mi destino, me enteraré por el hospitalero que casi todo este cereal que se cosecha en la zona se destina a fabricar biodiésel.

Una buena parte del camino, al menos hasta Moratinos, es de tierra y pasto seco apisonado, la más confortable superficie para el caminante. Sin asperezas, como una moqueta de pelo corto, firme pero elástica y, sobre todo, sin piedras. En Moratinos diviso una pequeña colina, al parecer arcillosa, donde han cavado puertas, se supone que para cobijar en su interior a los animales. Pero se trata de bodegas. No solo de vino. Aquí se conservaban las salazones, los quesos y los embutidos. Y antes de la refrigeración, todo.

Los grafiteros no se ocupan aquí del fracking ni de la opresión española, sino del esparcimiento. Los carteles en las paredes piden “Más opio y menos trigo”. “Porras y porros”. (Y no se refiere a las porras policiales, sino a los churros king size).

El camino se desplaza paralelo a la carretera hasta Sahagún. Desayuno en un bar y aprovecho que tienen wifi para hacer algunas gestiones pendientes. Luego dedico dos horas y media a visitar esta “Cuna y panteón de reyes, santos y sabios”, como reza la divisa local. “Llena de toda clase de prosperidades”, dice el Calixtino de Sahagún. Su esplendor data de la época romana, por su situación como cruce de caminos, y se consolidó con Alfonso VI. Se veneran aquí los santos Facundo y Primitivo, cuyos despojos decapitados fueron rescatados por los vecinos del río Cea, donde al pasar veré un visón silvestre ajeno a estas históricas tragedias. Sahagún influyó en la reforma cluniacense, impulsó la ruta jacobea y se convirtió en núcleo comercial de primerísima importancia. Basta visitar, cosa que hago, los monumentales restos de la abadía de San Benito, la capilla-iglesia de San Juan de Sahagún, la iglesia de San Tirso y el Santuario de la Virgen Peregrina (muy coqueta con su vestido, su sombrero, su báculo y el niño al hombro), actual Centro de Interpretación del Camino de Santiago, donde me entregan un documento que da fe de que este peregrino ha alcanzado lo que era, hasta el trazado del aeropuerto de Santiago de Compostela, el centro geográfico del camino.

Abandono Sahagún hacia las dos y cuarto de la tarde. Llegar a El Burgo Ranero (18 kilómetros) me tomaría cuatro horas. Y es posible que a las seis no encuentre albergue disponible. Opto por Bercianos del Real Camino, a casi once kilómetros, donde llego pasadas las cuatro y media. En el albergue parroquial todo está lleno y me indican que vaya a otro, el Santa Clara, que es privado. Cuando llego, hay un matrimonio americano esperando. Rosa, la amabilísima hospitalera, les explica que solo quedan una habitación privada con cama de matrimonio por 25 euros, y dos camas en litera por la voluntad, es decir, lo que quieran dar. Sus caras indican que no han comprendido nada. Les traduzco. Se deciden por la cama matrimonial y la habitación privada, para suerte mía y de un peregrino que viene haciendo el camino de Madrid y aparece en ese momento.

Acabo de rebasar la mitad del camino con un golpecillo de suerte, porque si no, habría tenido que caminar otros siete kilómetros hasta El Burgo Ranero. Se anuncia lluvia para el fin de semana. Alegría para el campesino. No tanta para el peregrino.

Conversando más tarde con la pareja norteamericana, descubro que no ha sido tanta suerte como benevolencia por su parte. Comprendieron rápidamente que si optaban por las literas, nos obligaban (al menos a uno) a buscar otro albergue.

Una vez acomodado y duchado le pregunto a Rosa, la hospitalera, si tienen wifi y ordenadores de monedas. Sí al wifi, no al ordenador de monedas, me responde. Pero te presto el mío si lo necesitas. Termino mis posts pendientes. Ceno en el restaurante del pueblo, en cuyo salón sólo hablamos castellano el camarero y yo, y comparto mesa y conversación con un danés, un norteamericano de New York y una chica pelirroja y pecosa que más irlandesa no puede ser.

De regreso al Albergue Santa Clara, Rosa me presta su portátil para subir mis posts. A diferencia de otros hospitaleros, Rosa y Santiago son, ante todo, avezados caminantes que conocen de primera mano las bellezas y las extenuaciones del camino, por lo que atienden a los peregrinos con un sentido casi maternal de la hospitalidad, tratando en cada momento de resolver las pequeñas dificultades de cada uno. Me cuentan que ya con el albergue repleto han recibido peregrinos agotados a altas horas. Los han llevado en su propio coche hasta el siguiente pueblo, donde han conseguido alojamiento. No creo que muchos hospitaleros hagan algo semejante, y menos aun los hosteleros eventuales que han aparecido a partir de la creciente popularidad del Camino. Hacer al menos una etapa sería un excelente aprendizaje para ellos. Conocer de primera mano el estado en que llegan sus presuntos huéspedes.

No es que para ser hospitalero sea condición imprescindible haber hecho el camino, pero, dado que el peregrino es un cliente con unos requerimientos específicos, el hospitalero debe estar sensibilizado con las rudezas del peregrinar. Su huésped no es un turista que acaba de aparcar su coche, ni un ejecutivo recién aterrizado.





Día 16

25 09 2013

(25 de septiembre, 2013)

Carrión de los Condes – Terradillos de los templarios: 26,84 km

A Roncesvalles: 379,97 km

A Santiago de Compostela: 380,84 km

 

Hoy me despedí con un café cortado de mi compatriota el hospitalero, quien hizo el camino el año pasado y ha regresado éste como voluntario. Emigró en 1961 y ha vivido todo el tiempo en New Jersey, donde trabajaba para la televisión hasta que se jubiló. Descendiente de chino e inglés, nunca ha regresado a la isla porque allí no tiene familia. Coincidimos en que el futuro de Cuba pasa por una democracia plural en que todos tengan derecho a la palabra, desde los comunistas a los conservadores, pero emitir esa opinión le ha traído disgustos con tirios y troyanos. Me comenta que en Carrión de los Condes vivió hasta hace unos meses un cubano que en las tertulias del bar defendía con fervor el castrismo. Era un anciano cuya hija había emigrado a este pueblo y que en su ocaso lo trajo a vivir con ella para evitarle las penurias y carencias de la isla. Pero él se negaba a variar su discurso, anclada la memoria en las ilusiones de su juventud. Murió meses atrás. Descanse en paz.

Me recomienda el servicio de transporte de mochilas que funciona en todo el camino, a razón de unos tres euros por trayecto, y que al parecer él empleó en su momento. Yo prefiero llevar mi propia mochila, no por un prurito de hombría caminera, sino porque el peregrino debe ser una unidad sellada con la casa a cuestas, previniendo un cansancio o un entusiasmo súbito, albergues llenos o un cambio de planes que lo obligue a pernoctar antes o después de lo previsto. Además, es parte de la lección de vida que ofrece el camino: carga sólo lo esencial. El resto es superfluo, peso muerto que deberás acarrear sin más provecho que la tendinitis. A otras escalas, lo mismo te ocurrirá el resto de tu vida. He escuchado a peregrinos supuestamente puristas llamar con desprecio turigrinos, mitad turistas mitad peregrinos, a estos que encomiendan sus bártulos. Pero volvemos a lo mismo. Son muchos los propósitos y los modos de hacer el camino. Cada cual sabe sus razones y sus posibilidades. Habrá quien no quiera y quien no pueda. El “purista” argumenta que es injusto que un caminante aligerado llegue antes al alberque y le quite el sitio. Con idéntica lógica, tampoco es justo que un joven de veinte años llegue antes que un anciano de ochenta.

Tenía pensado concluir hoy mi camino en Calzadilla de la Cueza, 17,38 kilómetros, pero revisando en la mañana las opiniones sobre los albergues, encuentro que el que tiene mejor prensa es el albergue Los templarios, en Tejadillo de los templarios, a 26,84 kilómetros, y opto por acercarme allí y estar a tres horas de camino de Sahagún, mi meta de mañana, una localidad a la que cualquier peregrino debería dedicar un tiempo.

Hoy el camino es extraordinariamente aburrido. Una línea recta que se pierde en un horizonte plano, sin accidentes geográficos y casi sin árboles. Tan monótono, que lo único que podemos hacer es permitir a los pies que cumplan su trabajo minuciosa, metódica y mecánicamente, y echar a volar la imaginación. Hacer lo que muchas veces en la vida cotidiana nos está vedado. Dedicar cinco, seis horas a pensar. Un tractor a lo lejos, un pájaro que sobrevuela el camino, el ruido en sordina de la autovía que se divisa a unos quinientos metros, y los pasos sobre la gravilla. Esa es la banda sonora del camino hoy.

Sigo indagando las razones personales de cada uno para hacer el camino, pero no he hallado a nadie que acuda a cumplir una promesa o a pedir un milagro al apóstol, aunque no dudo que los haya. O será que quienes así lo hacen ocultan una fe literal que es ya moneda rara en nuestros tiempos. El peregrino clásico de la Edad Media emprendía el camino casi invariablemente por esas razones con una fe a toda prueba. El Camino debió ser una procesión de agradecidos y de enfermos que con frecuencia no alcanzaban su destino. Hoy la fe es un artrículo mucho más metafórico.

En el horizonte asoma la torre de una iglesia y poco a poco se empieza a ver un cementerio. El mapa anuncia la inminencia de Calzadilla de la Cueza, pero no aparece. Es otro pueblo subterráneo. De pronto, rebasado un pequeño alto, en un profundo valle asoman de la nada, como una ilusión quijotesca, las primeras casas a menos de trescientos metros. Hasta Terradillos de los templarios faltan 9,46 kilómetros, dos horas de camino que, según el mapa, parecen más entretenidas que las anteriores. Aunque no demasiado, como comprobaré en breve.

Llegando a Ledigos, siento una sensación extraña. Mi pie izquierdo está completamente dormido. Y dormido no significa anestesiado. Duele como de costumbre pasados los diez o doce kilómetros. De ese dolor no te libra nadie. La sensación es tan extraña que me detengo y a los cinco minutos vuelve a su estado normal. Recupero con alivio el cansancio habitual, el dolor de todos los días. Un dolor soportable y reversible.

Coincido en el albergue Los templarios, de excelentes instalaciones pero situado en medio de la nada, con unos gallegos de Santiago a los que había perdido la pista en Burgos. Me preguntan por el grupo que el azar reunió en el albergue de Zubiri, al pie de Roncesvalles. Les cuento que el valenciano, el alicantino y la enfermera canaria regresaron a sus lugares. Sólo disponían de algunos días para el camino, que continuarán el año próximo. Nuestra amiga canadiense está a dos o tres jornadas atrás. Sufrió una intoxicación alimentaria y tuvo a su lado a la enfermera para auxiliarla. Los bancarios madrileños me llevan una jornada de ventaja y dos o tres el malagueño. Es el Camino, que junta y dispersa, y que al final se atiene a la antología de la memoria. De los que salimos de Roncesvalles con los únicos que coincido en trayectos y albergues, casi invariablemente, es con el coreano de las reverencias y su mujer.

El atardecer es espectacular, especialmente para los gallegos, hombres de horizontes montañosos, cerrados. Uno de ellos me dice que estos horizontes abiertos son como el mar, como caminar sobre las aguas de un océano, cuando parece que todo el mundo es puro cielo.





Día 15

24 09 2013

(24 de septiembre, 2013)

Frómista/Carrión de los Condes: 19,25 km

A Roncesvalles: 353,13 km

A Santiago de Compostela: 407,68 km

 

Anoche me acosté a las diez en punto de la noche como un peregrino obediente. Qué remedio me quedaba. Se apagaron todas las luces y no había un rincón dónde meterse. Podría leer en la tablet, pero preferí ponerla a cargar porque estaba baja de batería.

Dormí sin pausas y como un tronco hasta las cuatro de la mañana. Mis seis horas reglamentarias en tiempos de paz que hasta hoy no había completado ningún día del camino. Me levanté a esa hora y en la mesa de la recepción estuve trabajando hasta las seis menos cuarto, cuando me acosté para echar otra media hora de sueño.

Antes de abandonar el albergue, pregunto al dueño si puede encender los ordenadores de monedas, para subir en ellos al blog los textos que concluí de madrugada, lo que no me llevará más de veinte minutos, pero me dice categóricamente que no. Según las normas de la casa, implacables como en una academia militar o en un convento de clausura, los ordenadores se encienden después del mediodía. Me despido con una reverencia y en el último bar del pueblo encuentro el peor ordenador de la cristiandad, con todos los programas sin actualizar y el diplay modelo cebra, a rayas, donde luego de varios intentos consigo subir los posts a golpes de café cortado.

Este es, sin dudas, el peor ordenador de monedas que he visto en el camino, y la competencia entre PCs malos y peores es ardua. Lentos, desactualizados, con navegadores que se niegan empecinadamente a entrar en la mitad de las páginas aptas para todas las edades. Una antología del despropósito, la prehistoria informática. A quien desee o necesite estar conectado durante el camino, le recomendaría que lleve su propia tablet o su propio ultrabook, a riesago de cargar un peso adicional.

En algún albergue, días atrás, leí una curiosa declaración de principios que escondía toda una filosofía: “El cliente exige. El peregrino agradece”. Un enunciado que sería justo si a los peregrinos se nos ofreciera alojamiento y comida gratuita, en nombre de Dios o de Santiago. Pero no es así. En muchos pueblos recónditos de La Rioja, Castilla e incluso Navarra, los peregrinos somos el primer (o el único) turismo y una parte importante de la economía local. No nos hacen un precio especial en nombre del apóstol. Si bien es cierto que se pagan entre seis y diez euros por cama, también lo es que en el espacio donde un hostal pondría a un cliente que pagará 40, 50 o 60 euros, no más, con baño en la habitación, se acomodarán, por pequeño que sea, diez peregrinos, que pagarán entre 80 y 100 euros y se conformarán con un retrete y una ducha para cada diez (en el mejor de los casos). De modo que el peregrino es tan cliente como el otro, e incluso más rentable.

Esa filosofía de que el peregrino tiene que ajustarse a cualquier norma que le impongan, porque no es un cliente, parece imperar en el albergue La Estrella de Santiago. Y no es el único. Excelente por lo demás, limpio, con buenas instalaciones sanitarias y un jardín acogedor donde se puede descansar después del camino. Ayer intenté trabajar en una mesa del comedor, donde había un enchufe, pero no estaba permitido. Sólo como excepción pude hacerlo veinte minutos. Las normas están perfectamente establecidas para el modelo de peregrino considerado “normal”. Ser un poquito anormal es un problema.

Me lo confirmó ayer la esposa del dueño (o la dueña, no sé), cuando me vio escribiendo. No estás disfrutando el camino, me dijo, como quien posee el secreto, las claves del único disfrute posible. Gracias a sus normas, cualquier peregrino que ande desencaminado y no consiga disfrutar el camino, puede hacerlo de la manera correcta. La impronta de Felipe II (no me refiero al brandy) permanece en el subconsciente colectivo. Y a veces se desvela.

El concepto de que el peregrino agradece y no tiene derecho a exigir por lo que paga, debería cambiar entre algunos hosteleros improvisados que se consideran a sí mismos benefactores de los peregrinos, cuando en muchos casos 3son su principal (o única) fuente de ingresos. Algo que me parece muy bien, pero unido a una vocación de servicio.

Gracias a la extrema demora del ordenador del bar, que parece enredarse en la red como en una telaraña, salgo hacia mi destino a las ocho y media de la mañana. Por suerte el trayecto es corto, menos de veinte kilómetros, porque a partir de ahí no hay prácticamente donde pernoctar hasta otros veinte kilómetros más adelante. Y cuarenta son muchos kilómetros, al menos para mis pies.

En ocasiones veo a un peregrino y me pregunto qué hace aquí. No lo interrogo, desde luego. El Camino debe conservar sus misterios. Otras veces la motivación es bien explícita. Una joven coreana, muy delgada, hace todo el camino rezando el rosario. Según me contaron, su madre la envió a visitar a Santiago rosario en mano cuando sospechó que se debilitaba su fe. Un norteamericano alto, que andará por los sesenta y pocos años, me confesó que lo hacía porque le encanta caminar, y el Camino es una excelente oportunidad de hacerlo en compañía de mucha gente. Sospecho que en la Quinta Avenida de Nueva York le ocurriría lo mismo. Por su parte, un canadiense fue mucho más lacónico cuando indagué por sus razones para hacer el camino. Para respirar, me dijo, como si viniera de algún universo submarino.

Cruzo Población de Campos casi sin darme cuenta. Los peregrinos salpican los bares del pueblo. Atravieso el río Ucieza y continúo con mis dos cafés y mis dos yogurts temprano en la mañana. El camino discurre paralelo a la carretera, aunque por suerte hay muy poco tráfico. Algunos ancianos, con su báculo, van por el arcén de un pueblo a otro. En estos pequeños pueblos del camino los ancianos son legión. Solo en Hontanas vi reunirse un tropel de jóvenes (nativos, no peregrinos) la noche del sábado.

Los peregrinos sufrimos dos experiencias religiosas al día. La levitación, cuando llegas al albergue y te quitas la mochila. Si lo haces un par de veces en el trayecto, son levitaciones de corto alcance. Y la segunda es la ascensión, cuando te quitas las botas y tus pies se separan algunos milímetros del suelo.

Con honrosas excepciones, como la estatua del peregrino sentada en un banco frente a la catedral de Burgos, o la que encuentro en Carrión de los Condes, las numerosas estatuas a los peregrinos que salpican los pueblos por los que pasamos son verdaderos atentados contra el mobiliario urbano. Espero que los ayuntamientos no hayan pagado por ellas. Y que ningún peregrino se mire a sí mismo en esos espejos. Más valdría a las corporaciones municipales encargar un poema al bardo local y colocarlo en una lápida de bienvenida. El noventa por ciento de los peregrinos no lee en castellano, y a los demás nos queda el expediente de ignorarlo.

Aquí el campo no solo está en la mirada, sino en la toponimia: Población de Campos, Revenga de Campos, Villarmentero de Campos, valga la redundancia.

Me acaba de pasar por el lado el segundo peregrino más curioso que he visto, tras el del monociclo. Un joven extranjero, a juzgar por su ininteligible “Bene Camino”. Viste un bluejean ceñido y una camisa de rayas impecable abotonada hasta los puños, un Panamá ladeado coquetamente y, en las manos porta sendas mancuernas de dos kilos con las que viene haciendo ejercicios mientras anda.

En Villarmentero de Campos me detengo en el albergue Amanecer, en cuyo patio trasero se levantan dos tipis, como si Toro Sentado y Caballo Loco hubieran peregrinado a Santiago tras la masacre de Wounded Knee. Pero no. Se trata de atípicos hospedajes para peregrinos con añoranza por Disneyland. A los tipis se suma un tubo de cemento cerrado por ambos extremos, por si apareciera Diógenes en busca de alojamiento. Una gallina con aires de gran señora es la dueña del patio y va picoteando las ofrendas de los peregrinos.

En este llano, los ciclistas me pasan por el lado como una flecha. Es la competencia desleal. Somos la infantería del camino.

Villalcázar de Sirga posee una de las iglesias más impresionantes del camino, la de Santa María la Blanca, que el peregrino no deberá perderse. De dimensiones catedralicias, va del románico al gótico y fue levantada por los templarios entre los siglos XII y XIII. El retablo mayor, de impresionantes pinturas, sepulcros góticos de piedra policromada, y bajo dosel Nuestra Señora la Blanca a la que Alfonso X era muy devoto, milagrosa hasta el punto de superar en ocasiones al apóstol de Compostela. Una escultura recuerda al Mesonero Mayor del Camino que ofrecía vino y sopa de ajo a los peregrinos.

Llego al Albergue Parroquial Santa María del Camino en apenas cuatro horas. Me recibe un hospitalero con un acento vagamente reconocible. Es cubano, de Marianao, pasado por New Jersey. La recepción que nos dispensan las clarisas peruanas es espléndida: dulces caseros y agua fría con unas gotas de limón.

Tras un menú más que correcto, aunque sin llegar a suculento, y un paseo por el pueblo, me acomodo en un bar a trabajar toda la tarde.





Día 14

23 09 2013

(23 de septiembre, 2013)

Castrojeriz – Frómista: 25,38 km

A Roncesvalles: 333,88 km

A Santiago de Compostela: 426,93 km

 

Hoy por la mañana no pude continuar durmiendo más allá de las seis y cuarto. El ajetreo en la cocina, la gente preparando mochilas. Me levanto, desayuno un vaso de zumo (en conserva) y un pedazo de pan con mantequilla. Salgo a la noche y el frío a las siete de la mañana, con la esperanza de que el café de la esquina esté abierto. Esperanza frustrada.

A unos cuatro kilómetros y medio de Castrojeriz, a las ocho menos diez, concluyo la subida del Alto de Mostelares, que asciende hasta los 914 metros. La subida es larga, enrevesada y pedregosa. Llego sin aliento, pero compensa el paisaje de toda la comarca cercado en un ángulo de 180 grados por los molinos de viento que custodian el horizonte. Despiden sus destellos intermitentes avisando a los aviones para que no se descalabren como el caballero andante.

En la cima se eleva un túmulo y una cruz recuerda no a un muerto, sino a todos los peregrinos que han alcanzado este lugar para llevarlo después en el equipaje de su memoria.

A las ocho en punto, el amanecer es prodigioso.

Después de pasar el alto, se abre una bajada un tanto abrupta. Contemplo las ondulaciones del terreno, la manera en que todos los picos, las crestas, las mesetas han sido redondeadas por miles de años de roturación. El hombre puede ser una fuerza geológica y otorgar al paisaje una textura suave, sinuosa, femenina.

Cruzo con cuidado el Puente del Piojo, no sea contagioso. Pero no veo ninguno.

A la altura de San Nicolás de Puente Fitero hay una capilla gótica donde se encuentra un hospital de peregrinos que lleva una orden italiana. María, la señora que atiende a los peregrinos un mes al año, me ofrece el primer café de la mañana. A cambio, la voluntad.

Desde que cruzo el río Pisuegra por el Puente de la Mula, el paisaje cambia radicalmente. Los extensos campos de cereales ceden paso a maizales, huertas, campos de girasoles, cultivos de un verde intenso que no sé si alimentan el estómago, pero alegran la mirada reseca de campos dorados. Es como haber cambiado, no de provincia, sino de país.

En Itero de la Vega me bebo otro café y continúo.

Son las diez de la mañana y aun me faltan catorce kilómetros para mi destino. Aquí es donde se pueden comprobar los excesos gastronómicos en que incurrimos cada día. Con un mendrugo de pan y un vaso de zumo puedes caminar veinticinco kilómetros. La máquina humana es prodigiosamente eficiente. Comemos en demasía (yo el primero) y caminamos demasiado poco.

Al pasar he visto en los muros numerosos carteles que exigen No Franking, el método de extracción de petróleo por fracturación de rocas e inyección de químicos. No sé si quienes escriben los carteles saben de qué se trata el asunto, pero hay unanimidad entre los grafiteros. En Navarra y parte de La Rioja, en cambio, el Franking no estaba de moda. En los túneles que permiten al caminante sortear por debajo las autovías y las carreteras sin atravesarlas, eran frecuentes los reclamos de Navarra independiente, La Rioja independiente y España, cárcel de los pueblos, lo cual es una lectura cuando menos sesgada de la historia. Exhabruptos de un nacionalismo en ocasiones irreflexivo, aunque me temo que, por lo general, todos los nacionalismos son más sentimentales que reflexivos, cuando no interesados, en el caso de una clase política que se ve ascendida de local a nacional, con los consiguientes beneficios, y no precisamente para sus pueblos.

Tres kilómetros antes de Boadilla del Camino, el Camino (perdón por la redundancia) transcurre por una extensa llanura cerealera. Es como si hubiésemos saltado a la provincia anterior. El sol, entusiasmado a esta hora, nos aplasta contra el camino. Si te quitas la gorra, el cerebro se asa a la parrilla. Si te la pones, se cuece en baño de María. No sé cuál de los dos reblandece más las neuronas.

El terraplén de fina grava ha dado paso a otro de cantos rodados. Algunos arbolillos, ya cerca del pueblo, ofrecen pinceladas de sombra que no compensan el reflector solar, pero se agradecen.

Llego a Boadilla del Camino a las once y veinte. Hay un área de descanso con una fuente de agua fresca que debes accionar con una manivela. Desde aquí hasta Frómista quedan cinco kilómetros y medio, es decir, una hora y veinte en dependencia del estado del camino. Llegaré antes de la una de la tarde al alberque La estrella de Santiago, impecable en sus instalaciones.

El último tramo del camino corre paralelo al Canal de Castilla, una espléndida obra de ingeniería de la Ilustración construida entre los siglos XVIII y XIX y que pretendía enlazar Segovia con el puerto de Santander. Doscientos siete kilómetros con 150 metros de desnivel en su trazado.

Disfruto por primera vez del sistema de salud de Palencia. Al parecer, ayer unas plantas urticantes me rozaron la pierna derecha y aparecieron ronchas bastante molestas que ahora una doctora palentina me aconseja tratar con una crema y evitar el sol.

En Frómista encuentro una de las iglesias románicas más bellas del Camino y posiblemente del mundo. La iglesia de San Martín fue construida en 1066 y restaurada a fines del siglo XIX hasta devolverle el aspecto original, que es portentoso. No es la magnificencia del gótico ni el horror vacui, el exhabrupto ornamental del barroco. Sus tres ábsides de la cabecera, los parcos elementos decorativos. El ajedrezado. Los capiteles y los canecillos, más de 300 pequeñas esculturas. Representaciones vegetales, animales, monstruosas y humanas que aluden a las leyendas que eran la cultura popular, los cómics del Medioevo. La limpieza de formas, la sólida piedra, la planta vetusta y contundente de una iglesia que seguramente sirvió no pocas veces de refugio en tiempos de guerras y revueltas.

Hoy ha sido un día de dieta involuntaria. No tengo hambre y me conformo con un bocadillo al mediodía y dos yogurts con una manzana a la hora de la cena. De todos modos, yo llevo mis propias reservas anudadas a la cintura.





Día 13

22 09 2013

(22 de septiembre, 2013)

Hontanas – Castrojeriz: 9,57 km

A Roncesvalles: 308,50 km

A Santiago de Compostela: 452,31 km

Por primera vez desde que salí de Madrid he dormido en una verdadera cama, sin ningún inquilino en los altos ni en los bajos. Sueño apacible desde las once hasta las cinco de la mañana cuando me despierto. No obstante lo cual intento echar una cabezada hasta las cinco y media. Hoy he decidido hacer una ruta muy corta, de unos diez kilómetros y aprovechar que aquí tengo las mejores condiciones para trabajar, algo que raras veces ocurre en el Camino, y adelantar los textos que llevo atrasados.

Me levanto en silencio para no molestar a mis compañeros, me aseo y a las seis en punto estoy tomando el desayuno, de modo que a las seis y quince, cuando subo y ya están despiertos, preparo la mochila, me visto y me instalo a trabajar hasta las diez y cuarto en una esquina de la barra del bar. Hay un excelente wifi y una máquina que me permite subir los textos terminados. No me levanto hasta que no tengo tres posts cumplidamente revisados y subidos a la red.

Durante ese tiempo hay interrupciones, desde luego. Varias señoras de Madrid que hacen el camino hasta mañana y otras que llegarán hasta Santiago. Una chica de un moreno homogéneo como si la hubieran pintado y luego le hubieran aplicado una capa de barniz sedoso. Es de Sri Lanka y me recuerda mi único encuentro con un sirilanqués, que iba a mi lado en un vuelo de Moscú a La Habana. Se le ocurrió sufrir un infarto sobre el Atlántico. Un médico ruso de unos sesenta años, oriundo de (por entonces) Leningrado, con un perfecto inglés de escuela de idiomas, y otro joven de Siberia (que conocería el helado idioma de los renos, pero de inglés nada) lo sacaron de la parada y comenzaron a preguntarle a su compañero por el historial clínico del paciente. Como respondía en sirienglish (que ya yo comprendía tras un curso de seis horas) me tocó traducir del sirienglish al english. Pero la cosa no pasó a mayores. A la semana se me apareció en casa el sirilanqués infartado con una novia recién conquistada en las calles de La Habana. Supongo que se estaría recuperando favorablemente.

Las chicas de la barra son atentísimas y simpáticas. Con la que se encarga hoy del desayuno empiezo con mal pie. Cuando le pregunto a las seis si ya se puede desayunar, me responde hosca que para qué se levanta ella a las cinco sino para darle de desayunar a los peregrinos. Pero se nota que la he cogido con la mala leche del amanecer obligatorio. A medida que pasa el tiempo se va dulcificando.

Arranco a caminar entre colinas. Salgo de este pueblo hundido en un profundo valle, casi cráter y en una bajada entre pedruscos estoy a punto de partirme un tobillo, cosa que evitaron, en coproducción, los bastones y mi bota, que amordazó el tobillo para que no se desbocara.

Desde que salí del albergue, llevo un dolor en los metacarpianos del pie izquierdo, pero se disipa en un par de kilómetros, el tiempo que demora un metacarpiano acongojado en convertirse en un metacarpiano entusiasmado.

Los pasos perdidos no es solo el título de una novela de Alejo Carpentier. A cada rato adelanto a un peregrino que arrastra trabajosamente los pies hacia su destino. Los he visto llegar a las cuatro, a las cinco, a las seis, a punto de anochecer o recién anochecido, después de una sufrida jornada de (quizás) diez o quince kilómetros. Más vale que cada uno haga lo que pueda a torturarse así. Jornadas de diez kilómetros practicables, a su medida. Ahorrarían muchísima energía y muchísimas tristezas. Nadie ha dicho que el camino tenga que hacerse en veinte días o en setenta.

Una hora y quince minutos después de mi salida, voy llegando a las ruinas de San Antón, donde en el medioevo se curaba el mal del mismo nombre, o al menos era en ese tema el centro de referencia de Hispania.

Del monasterio antoniano hoy solo quedan unas ruinas espectaculares en medio de la nada. Lo que en su día fue el vórtice de la comarca es hoy un cascarón vacío. La carretera pasa por el mismo centro de las ruinas. Los que eran bellos arcos con relieves e imágenes talladas están ocupados por una paloma y las imágenes borrosas de santos y mártires irreconocibles.

Poco después de pasar las ruinas se divisa a un par de kilómetros Castrojeriz, al pie de una colina suavemente cónica y coronada por los restos de un castillo en lugar de pezón. El paisaje de las lomas calcáreas a la derecha del camino, con sus raquíticos arbustos y sus zonas blancas de marga o de caliza, es lo más parecido a la escenografía de un western, aunque si miras hacia la izquierda los campos de cereal hasta las suaves cimas de las colinas, buscarás al guardián en el centeno. Es el mismo oleaje de cereales que he atravesado casi sin pausas durante los últimos dos días.

No entro al pueblo. Lo escalo. En lo alto de la colina se encuentra el albergue Casa Nostra. Acaban de abrir y me coloco al final de la pequeña cola. Cuando me quedan por delante cinco peregrinos, el hospitalero dice que solo quedan tres plazas. Le aclaro que reservé por teléfono y responde que en ese caso no hay problemas. La francesa que va delante de mí monta en cólera y dice que ella es peregrina, no turista. Le aclaro en inglés que yo también vengo caminando desde Roncesvalles, pero que hay dos tipos de peregrinos. Los previsores, que reservan, y los espontáneos, que confían en que Dios proveerá. Como yo soy ateo, no creo que él se fije en mi humilde persona, así que reservo. Eso la pone más furiosa y se marcha desbarrando en francés hacia otro albergue. Parece que ese concepto de la espontaneidad no es raro. A las seis de la tarde aparecen cuatro jóvenes que vienen desde Burgos, más de cuarenta kilómetros, y lo encuentran todo lleno. Si fuera necesario, dormirían en un banco de la iglesia antes que reservar, lo cual, según ellos, le resta encanto, frescura y emoción al camino. Me parece excelente, siempre que se lo tomen, como ellos, con la despreocupada alegría de los veinte años; no pretenden que la divina providencia reserve en su nombre, y tengan espalda para dormir en los duros bancos de la iglesia.

El albergue ha sido construido en un viejo caserón de paredes de adobe y vigas de madera, pero le falta mucho para ser un sitio confortable. Zonas a medio terminar, chapuzas donde quiera, escasas tomas de electricidad, la cocina bastante destartalada, y aunque anuncian un precio de 5 euros la noche, como es obligatorio pagar el desayuno (desayunes o no), en la práctica son 8,50, que no está mal, aunque te sientas levemente timado por ese desayuno obligatorio.

En el almuerzo comparto un rato la mesa con una señora de un pueblecito de Texas que viene por segunda vez, y ahora irá hasta León, para concluir el camino hasta Santiago el año que viene.

Trabajo toda la tarde en el albergue y en el bar de la esquina, donde el tema de conversación entre el dueño y varios parroquianos son los peregrinos que mueren cada año en el camino. Generalmente por infartos u otras dolencias que ya traían. Por distintas razones, seguramente justificadas, hay quienes esperan demasiado antes de hacer el Camino. No he visto ningún español, pero sí muchos extranjeros que rebasan ampliamente los setenta años. Y en el Camino los extranjeros son mayoría en una proporción que me atrevería a calcular de diez a uno.

Me acuesto a las once y me despierto a las dos de la mañana. No puedo dormir y me pongo a trabajar en la planta baja hasta pasadas las cuatro, cuando la batería de la tablet se acaba sin un enchufe a mano. Intentaré dormir un par de horas.





Día 12

21 09 2013

(21 de septiembre, 2013)

Burgos – Hontanas: 32,17 km

A Roncesvalles: 298,93 km

A Santiago de Compostela: 461,88 km

 

Con los víveres que había comprado ayer, me preparo un bocadillo de jamón y queso antes de salir a caminar, para no detenerme por el camino, porque hoy la jornada será larga. La guía proponía 21,41 kilómetros hasta Hornillos del Camino, pero allí los albergues tienen mala prensa y decido avanzar hasta Hontanas, más de 32 kilómetros, donde se encuentra el albergue El Puntido. Reservo con los colegas madrileños una habitación de tres que resulta la mejor o una de las mejores hasta hoy. Salgo a las seis y media. Tras una pequeña confusión que me hace errar el camino a la salida de Burgos, lo reencuentro y continúo. Hora y media más tarde me pasará por el lado un ciclista, nada extraordinario en este camino si no fuera porque el ciclista viene haciendo equilibrio, con mochila y todo, sobre una bicicleta de una sola rueda. Es el peregrino más original que he visto hasta ahora. Colinas, sembrados, extensos campos de cereales. Estamos ya en plena Castilla.

Comparto un tramo del camino con un coreano menudo, bajito, protestante, y contemporáneo mío (días más, días menos), aunque nadie le echaría más de cincuenta. Me pregunta de dónde soy, y aunque le respondo Cuba, Caribbean Sea, Island, insiste en pensar que soy irlandés. Necesito enumerar todos los tópicos. Havana, mojito, ron, mulatas, tabaco, todo menos quién tú sabes, y al fin se entera de que soy de otra isla.

En esta tierra cerealera, con frecuencia el camino hace un giro para evitar un campo. Yo aprovecho para tirar en diagonal, no sólo por el teorema de Pitágoras, sino por el placer de ir pisando la tierra roturada y los tallos recién cortados. De niño me habría dado incluso más gusto. Es el tipo de alfombra que regala Castilla de vez en cuando.

Con bastante regularidad, tropezamos con alguien que va vestido de peregrino, con su mochila y su esterilla, pero lleva un saco negro de polietileno donde va echando papeles, plásticos, envoltorios que algunos desaprensivos arrojan al camino. Voluntarios, contratados, espontáneos, no tengo ni idea. Pero lo cierto es que la brigada de limpieza del camino aparece en los tramos más disímiles, a las afueras de una ciudad o en un espeso bosque de Navarra.

Observo las pirámides de piedra castellanoleonesas que parecen marcar el inicio de los sembrados. Erigidas con las piedras que han arrancado a los campos hasta convertirlos en estos jardines de trigo y cebada. Colinas y más colinas, como si surfeármos sobre nuestras botas en un interminable oleaje dorado que deslumbra al sol de la mañana. Es Castilla en estado puro.

El último tramo, pasado Hornillos del Camino, más de diez kilómetros, se me hace interminable en este paisaje repetitivo. Paso a doscientos metros de San Bol donde, según me contarán mañana, el albergue no tiene luz eléctrica ni agua caliente, pero todo se hace en comunidad, lo que algunos llaman el verdadero espíritu del camino.

Un cartel anuncia que el pueblo se encuentra a dos kilómetros, pero no se ve por ninguna parte. Otro cartel, más adelante, lo anuncia en 500 metros, pero o los carteles son una broma pesada o el pueblo es subterráneo, algo que finalmente se confirma. Llego por fin a los bordes de un profundo valle en cuyo centro se encuentra el pueblo, invisible hasta que lo alcanzas. Ni siquiera la cúpula de la iglesia alcanza los bordes del valle. El pueblo es simpático y se nota en su dinámica que el Camino le ha otorgado una nueva vida. El centro de la movida es nuestro albergue y su bar que mantiene hasta las nueve de la noche, hora de cierre, una notable afluencia de público, como si todo el pueblo y todos los peregrinos se dieran cita allí.





Día 11

20 09 2013

(20 de septiembre, 2013)

Agés – Burgos: 22,61 km

A Roncesvalles: 266,76 km

A Santiago de Compostela: 494,05 km

 

Pésima noche la de anoche. Estuve trabajando hasta las once y media, leí durante veinte minutos El gen egoísta, de Richard Dawkins, hasta que me empecé a quedar dormido. Sentí entonces una picazón en las piernas, como de insectos enloquecidos de gusto con el picadillo a la habanera. Pensé que sería una ilusión sensorial, pero la picazón no cesaba, los puntazos migraban de las piernas a las axilas y los brazos. A la una y media de la madrugada, arramblé hacia el baño con el saco de dormir. Lo revisé centímetro a centímetro, y después la cama con la linterna. Nada. Ni un solo bicho. No sé si la imaginación sensorial me jugó una trastada o si los pinchazos se debían a algún reflujo de la circulación. Lo cierto es que hasta pasadas las dos de la mañana no pude dormirme, y me desperté a las cinco como de costumbre. Pero decidí dormir hasta las seis, esta vez profundamente,

En medio del ajetreo del albergue, opté por levantarme, armar la mochila, beber un café en el bar de los bajos y salir a caminar. La oscuridad se disipa en poco más de media hora.

Una subida pedregosa me conduce hasta los mil metros de altura. La niebla es espesa, como un cobertor de mullido algodón tendido sobre el monte. Acabo de agradecer una vez más a mis botas por el servicio prestado. Durante más de un kilómetro, el camino corta en ángulo recto estratos verticales de caliza que asoman su silueta filosa como si el costillar de la tierra hubiese desgarrado la piel del planeta. Aquí es donde las mullidas zapatillas se convierten en indeseables.

Pasado el alto, el camino se abre en una gran planicie, una extensa meseta por la que transitaré casi hasta el destino.

En una colina, dos peregrinos oran al sol de cara al amanecer. Cabizbajos, la mirada recogida, el gesto devoto, inmóviles. Una imagen que Hopper habría pintado sin dudarlo. Al fondo, como modernos molinillos budistas de oración, una cordillera de molinos de vientos mueven sus aspas en el sentido de las manecillas del reloj, en el sentido del tiempo, diría algún poeta.

En Villabal, cientos o miles de pajarillos se arremolinan a la derecha del camino, revolotean entre dos casas como una bandada enloquecida y se colocan en fila sobre un cable de la electricidad. Por un momento no me extrañaría la aparición de Hichcock gritando Corten y los pajarillos yéndose a descansar a la zona de los extras.

En Orbaneja sé que el camino se bifurca, pero desconozco exactamente dónde. Le pregunto a un hombre que acaba de aparcar su coche y responde que hay dos posibilidades. La primera, que el recomienda porque se camina sobre asfalto, es continuar por la carretera, tal y como hemos ido hoy durante largos tramos. La segunda, tirar a la izquierda, donde el camino cursa paralelo al río y se ahorra no menos de una hora y cruzar el extensísimo y aburridísimo polígono industrial de Burgos. Su criterio de que es más cómodo caminar sobre asfalto es el que tenemos casi todos los urbanitas. No hay polvo ni barro. El cemento y el asfalto son lisos y limpios. Sin embargo, para el caminante es justo lo contrario. La peor superficie para andar, después de los pedregales, es el cemento y el asfalto. Es donde más duelen los pies macerados por quince o veinte kilómetros de marcha. La tierra es una bendición para los pies. Mullida, suave como una alfombra. Y cuando caminamos sobre una espesa capa de polvo de arcilla, la pesadilla de cualquier lustrabotas, es como hundirse en una tupida moqueta. Cambian las coordenadas y las preocupaciones. No importan el polvo ni el barro en las botas. Cualquier cosa que atenúe el dolor es bienvenida.

El último tramo hasta la catedral de Burgos, paralelo al río, se me hace bastante largo. Aunque la etapa en general fue confortable y no demasiado extensa, unos 23 kilómetros. En las afueras de la ciudad, se me unen los dos peregrinos de Barcelona y juntos llegamos al albergue municipal a las doce y cinco aproximadamente, hora de apertura. Los amigos madrileños deben haber llegado veinte o treinta minutos antes porque tienen el cinco o el seis en la cola que ya se extiende unos quince metros. Justo en ese momento se abre la puerta del albergue, pero por la lentitud del registro, no entro hasta la una de la tarde.

El albergue, recién remozado, tiene cinco plantas y es moderno, limpio, confortable, con gavetones numerados por plantas para guardar las botas, ascensores y amplias zonas de descanso. Luis, el hospedero que nos atiende, es de una amabilidad exquisita. Me instalan en la tercera planta y pongo una lavadora con toda mi ropa sucia tras ducharme.

En la calle de los Herreros, cerca de la Plaza Mayor, despacho con los colegas madrileños un excelente menú muy de la tierra. Alubias, espárragos, cabrito.

Una visita obligada a la catedral de Burgos, cuya restauración ha sido soberbia. Espléndida, especialmente su cúpula central que me atrevería a calificar como una de las más bellas del mundo, y la Capilla de los Condestables, una verdadera catedral dentro de la catedral, algo que ningún peregrino debería perderse.

Entonces compro una ensalada para la cena y me siento a trabajar, pero desgraciadamente el wifi es absolutamente impracticable, y aunque termino una jornada y media no puedo enviármelas por email para cargarlas en WordPress en una máquina de monedas. Tendría que teclearlo todo de nuevo directamente en el blog.

A las diez y media leo un rato. A las once y media me duermo de un tirón hasta las cinco y media, lo que será la mejor noche del camino. Hasta hoy. Me despierto como la Bella Durmiente tras cien años de sueño reparador, o cien años de soledad durmiente, que para el caso es lo mismo.





Día 10

19 09 2013

(19 de septiembre, 2013)

Belorado – Agés: 28,07 km

A Roncesvalles: 244,15 km

A Santiago de Compostela: 516,66 km

 

La jornada de hoy será algo más larga que la media, y tiene un plus de dificultad añadido, los Montes de Oca, que se elevan por encima de los 1.200 metros. Desde Belorado voy ascendiendo suavemente entre los 772 y los 891 metros de Espinosa del Camino. Saliendo de Villafranca Montes de Oca, una empinada cuesta conduce desde los 950 hasta los 1.200 metros. Es una ascensión dura, pero ni lejanamente el Anapurna que nos vaticinaban. A partir de ahí, el camino se mueve por el alto con subidas y bajadas intermitentes, entre un hermoso bosque de pinos que es interrumpido, de pronto, por la zona más oscura de la historia. En lo más elevado de los montes aparece el monumento a las trescientas personas fusiladas aquí por los partidarios del alzamiento franquista. Desde el último repecho, pasado el río Turrrientes, hasta San Juan de Ortega, el camino es una amplia y cómoda pista flanqueda por el elevado bosque. En San Juan de Ortega visito la iglesia, recién restaurada, y donde supuestamente descansan los restos de santo Domingo de la Calzada, el santo auxiliador de peregrinos, bebo una Cocacola y continúo. Cuarenta y cinco minutos y cuatro kilómetros más tarde entro en Agés, una minúscula aldea que tiene, no obstante, tres albergues para peregrinos. Como el San Rafael estaba lleno cuando llamé ayer, me quedo en el municipal, que está bien, aunque no sea para tirar cohetes. Almorzamos en un pequeño bar y tienda cuya simpática dueña no deja de hablar ni debajo del agua. Su esposo, que comparte con ella el bar, escucha casi siempre en silencio. Un perfecto acople entre una llave de palabras y una cerradura de oído, aunque por su expresión sospecho que solo oye, no escucha. No hay mucho que ver en el pueblo y me acomodo a trabajar en el bar de los bajos hasta que cierran, a las once. Si hubiera sabido la que me esperaba, me habría sentado en la escalera hasta que me cayera, literalmente, de sueño.





Día 9

18 09 2013

(18 de septiembre, 2013)

Santo Domingo de la Calzada – Belorado: 22,97 km

A Roncesvalles: 216,08 km

A Santiago de Compostela: 544,73 km

 

El trayecto de hoy es de solo 22,97 kilómetros, por lo que permanezco trabajando en el albergue casi hasta las ocho de la mañana, cuando tenemos que desalojar por fuerza las instalaciones. Como no pude dormir más que hasta las cinco de la mañana, consigo adelantar bastante.

Supongo que estas referencias al tiempo de la escritura ya van siendo un tanto repetitivas. El caso es que entre caminar, dormir, comer, departir con los compañeros y visitar las ciudades por donde paso, queda poco tiempo para reunir la información que ando buscando para un libro futuro que va del siglo XVI al XXI y de Flandes a América pasando una y otra vez por el Camino de Santiago.

El camino se empina poco a poco (en ocasiones no tan poco) desde los 369 metros hasta los 724 en Grañón. Poco después abandono La Rioja y penetro en tierras de Castilla y León. Avanzo entre colinas roturadas, horizontes abiertos y un cielo que parece una enorme losa azul, fosforescente por el sol. Los campos de cereal y otros cultivos en La Rioja y Castilla están tirados a cordel, impecables, como una suerte de jardín inglés que de paso nos da de comer. Cuando se levanta la brisa parece que estamos viendo el mar, un mar dorado.

Vale la pena hacer un alto en Redecilla del Camino para contemplar en la pequeña iglesia una pila bautismal románica del siglo X si la memoria no me engaña. Una cronología que en América nos resulta abusiva, inabarcable.

El camino transita casi todo el tiempo paralelo a la carretera y el ruido de los coches no es precisamente la banda sonora más agradable. Por fin entro a Belorado aproximadamente a la una de la tarde. Aunque hay una pequeña cola en el albergue Cuatro Cantones, entro inmediatamente porque ya los colegas madrileños habían reservado para los tres y tomado sitio.

Almorzamos un menú de peregrino en el mismo restaurante del albergue, condimentando la comida con buena conversación. En la tarde echamos una mirada al pueblo, que se deja ver en media hora, y encuentro acomodo al final de la cocina, en un sitio donde tengo wifi y un enchufe eléctrico.

El albergue se extiende hacia un hermoso patio presidido por una piscina cubierta. Las habitaciones tienen cuatro literas cada una. No se trata de la tradicional nave con capacidad para decenas de peregrinos. En realidad, es una gran casa muy bien remodelada y habilitada como albergue. Sumamente confortable. Y el ambiente, como es habitual, es de camaradería en un batiburrillo de idiomas. Pero aquí, por el contrario de lo que me sucederá en otras ocasiones, cuando el único hispanohablante sea yo, la comunidad de peregrinos hispanos es muy nutrida.

Sabiendo donde quiero pasar la noche, me he habituado a llamar por teléfono a aquellos albergues que tienen buena prensa (buenas condiciones higiénicas, buena atención y donde no hay fauna indeseable) y reservar mi cama. Los albergues públicos, generalmente muy grandes, no lo permiten, pero sí los privados. Con ello haces tranquilamente el camino, sabiendo que al llegar al sitio tu cama está garantizada.

Estaba sentado trabajando en la cocina del albergue Cuatro Cantones, cuando escucho a dos peregrinos de Barcelona hablando de pernoctar en Agés. Dado que allí hay varios albergues, algunos de los cuales tienen mala fama, les hablé de la posibilidad de reservar. Me dijeron que no lo habían hecho hasta entonces, les ofrecí los teléfonos y comenzaron a conversar entre ellos sobre si era ético reservar albergue y si ello no desnaturalizaba la verdadera esencia del camino. Decidieron que la esencia del camino era justamente ir al albur, a la buena de Dios, dormir donde te sorprendiera la noche y comer lo que encontraras. Esa, según ellos, era la única esencia posible, la tradicional. Y hablaron de que antiguamente los peregrinos se hospedaban gracias a la benevolencia de los lugareños y comían lo que tuvieran a bien ofrecerle. Mientras que ahora todo está comercializado. A riesgo de meterme en lo que no me importaba (y como aquello parecía un reproche a mi propuesta de reservar) les objeté que la esencia del camino era algo muy difuso, pero que si queríamos atenernos a los usos y costumbres medievales había dos posibilidades. La primera, vestir un sayal de tosca aspillera, unas sandalias en invierno y verano, cargar una calabaza para el agua y un morral para lo que nos ofrecieran de comer, y hacer de esa guisa los 760 kilómetros. Comiendo frutos del bosque y sobras, durmiendo al raso las más de las veces, y sin bañarnos a menos que por accidente cayésemos a un río helado. La segunda variante sería hacerlo como los reyes y los dignatarios de la iglesia. Con un séquito de cien edecanes que fuese barriendo el camino a nuestro paso y tuviesen a punto el cochinillo al concluir la jornada. Cuál de las formas tradicionales prefieren, pregunté. Lo que no se puede pedir a pueblecillos deprimidos, y donde el peregrino es el único turista (no hay en ellos sol ni playa ni Museo del Prado), que ofrezcan lecho y yantar a peregrinos que calzan botas de 150 euros y en lugar de morral traen mochilas de diseño, 500 o 600 euros en equipamiento (más de lo que quizás gane en un mes ese campesino), sin que nadie pida a Decathlon o a North Face una rebaja en nombre de Santiago. En realidad, la esencia del camino es que cada cual tiene la suya. Esa es la verdadera esencia gracias a la cual acuden aquí católicos y protestantes, budistas y ateos, soñadores de cualquier naturaleza, deportistas, caminadores de vocación. Cualquier esencia es admisible, porque el camino es para todos.

Posteriormente se produjo la (hasta hoy, por suerte) única conversación sobre política cubana. Me vi obligado a desmontar con datos, suavidad y paciencia, todos los lugares comunes que la publicidad del gobierno cubano ha conseguido inocular, como un virus, en la dotación de una izquierda que suele repetirlas sin masticar. Y, desde luego, sin metabolizarlas previamente. Comenzando porque Cuba en 1959 era Bolivia, cuando el único aborigen que quedaba en la Isla permanecía impávido en el logotipo de la cerveza Hatuey. Que era un prostíbulo de los norteamericanos. El lupanar de la mafia. Y terminando con el embargo. De haberse levantado, afirmaban categóricamente, Cuba sería el paraíso verde olivo. Obviamente, no voy a reproducir aquí la conversación completa.

Corro sobre lo que ya se pueden imaginar tupido velo, como dirían los escritores antiguos (o los escritores picúos) y hasta mañana que tengo sueño y he perdido mucho tiempo en esta bobería.