(18 de septiembre, 2013)
Santo Domingo de la Calzada – Belorado: 22,97 km
A Roncesvalles: 216,08 km
A Santiago de Compostela: 544,73 km
El trayecto de hoy es de solo 22,97 kilómetros, por lo que permanezco trabajando en el albergue casi hasta las ocho de la mañana, cuando tenemos que desalojar por fuerza las instalaciones. Como no pude dormir más que hasta las cinco de la mañana, consigo adelantar bastante.
Supongo que estas referencias al tiempo de la escritura ya van siendo un tanto repetitivas. El caso es que entre caminar, dormir, comer, departir con los compañeros y visitar las ciudades por donde paso, queda poco tiempo para reunir la información que ando buscando para un libro futuro que va del siglo XVI al XXI y de Flandes a América pasando una y otra vez por el Camino de Santiago.
El camino se empina poco a poco (en ocasiones no tan poco) desde los 369 metros hasta los 724 en Grañón. Poco después abandono La Rioja y penetro en tierras de Castilla y León. Avanzo entre colinas roturadas, horizontes abiertos y un cielo que parece una enorme losa azul, fosforescente por el sol. Los campos de cereal y otros cultivos en La Rioja y Castilla están tirados a cordel, impecables, como una suerte de jardín inglés que de paso nos da de comer. Cuando se levanta la brisa parece que estamos viendo el mar, un mar dorado.
Vale la pena hacer un alto en Redecilla del Camino para contemplar en la pequeña iglesia una pila bautismal románica del siglo X si la memoria no me engaña. Una cronología que en América nos resulta abusiva, inabarcable.
El camino transita casi todo el tiempo paralelo a la carretera y el ruido de los coches no es precisamente la banda sonora más agradable. Por fin entro a Belorado aproximadamente a la una de la tarde. Aunque hay una pequeña cola en el albergue Cuatro Cantones, entro inmediatamente porque ya los colegas madrileños habían reservado para los tres y tomado sitio.
Almorzamos un menú de peregrino en el mismo restaurante del albergue, condimentando la comida con buena conversación. En la tarde echamos una mirada al pueblo, que se deja ver en media hora, y encuentro acomodo al final de la cocina, en un sitio donde tengo wifi y un enchufe eléctrico.
El albergue se extiende hacia un hermoso patio presidido por una piscina cubierta. Las habitaciones tienen cuatro literas cada una. No se trata de la tradicional nave con capacidad para decenas de peregrinos. En realidad, es una gran casa muy bien remodelada y habilitada como albergue. Sumamente confortable. Y el ambiente, como es habitual, es de camaradería en un batiburrillo de idiomas. Pero aquí, por el contrario de lo que me sucederá en otras ocasiones, cuando el único hispanohablante sea yo, la comunidad de peregrinos hispanos es muy nutrida.
Sabiendo donde quiero pasar la noche, me he habituado a llamar por teléfono a aquellos albergues que tienen buena prensa (buenas condiciones higiénicas, buena atención y donde no hay fauna indeseable) y reservar mi cama. Los albergues públicos, generalmente muy grandes, no lo permiten, pero sí los privados. Con ello haces tranquilamente el camino, sabiendo que al llegar al sitio tu cama está garantizada.
Estaba sentado trabajando en la cocina del albergue Cuatro Cantones, cuando escucho a dos peregrinos de Barcelona hablando de pernoctar en Agés. Dado que allí hay varios albergues, algunos de los cuales tienen mala fama, les hablé de la posibilidad de reservar. Me dijeron que no lo habían hecho hasta entonces, les ofrecí los teléfonos y comenzaron a conversar entre ellos sobre si era ético reservar albergue y si ello no desnaturalizaba la verdadera esencia del camino. Decidieron que la esencia del camino era justamente ir al albur, a la buena de Dios, dormir donde te sorprendiera la noche y comer lo que encontraras. Esa, según ellos, era la única esencia posible, la tradicional. Y hablaron de que antiguamente los peregrinos se hospedaban gracias a la benevolencia de los lugareños y comían lo que tuvieran a bien ofrecerle. Mientras que ahora todo está comercializado. A riesgo de meterme en lo que no me importaba (y como aquello parecía un reproche a mi propuesta de reservar) les objeté que la esencia del camino era algo muy difuso, pero que si queríamos atenernos a los usos y costumbres medievales había dos posibilidades. La primera, vestir un sayal de tosca aspillera, unas sandalias en invierno y verano, cargar una calabaza para el agua y un morral para lo que nos ofrecieran de comer, y hacer de esa guisa los 760 kilómetros. Comiendo frutos del bosque y sobras, durmiendo al raso las más de las veces, y sin bañarnos a menos que por accidente cayésemos a un río helado. La segunda variante sería hacerlo como los reyes y los dignatarios de la iglesia. Con un séquito de cien edecanes que fuese barriendo el camino a nuestro paso y tuviesen a punto el cochinillo al concluir la jornada. Cuál de las formas tradicionales prefieren, pregunté. Lo que no se puede pedir a pueblecillos deprimidos, y donde el peregrino es el único turista (no hay en ellos sol ni playa ni Museo del Prado), que ofrezcan lecho y yantar a peregrinos que calzan botas de 150 euros y en lugar de morral traen mochilas de diseño, 500 o 600 euros en equipamiento (más de lo que quizás gane en un mes ese campesino), sin que nadie pida a Decathlon o a North Face una rebaja en nombre de Santiago. En realidad, la esencia del camino es que cada cual tiene la suya. Esa es la verdadera esencia gracias a la cual acuden aquí católicos y protestantes, budistas y ateos, soñadores de cualquier naturaleza, deportistas, caminadores de vocación. Cualquier esencia es admisible, porque el camino es para todos.
Posteriormente se produjo la (hasta hoy, por suerte) única conversación sobre política cubana. Me vi obligado a desmontar con datos, suavidad y paciencia, todos los lugares comunes que la publicidad del gobierno cubano ha conseguido inocular, como un virus, en la dotación de una izquierda que suele repetirlas sin masticar. Y, desde luego, sin metabolizarlas previamente. Comenzando porque Cuba en 1959 era Bolivia, cuando el único aborigen que quedaba en la Isla permanecía impávido en el logotipo de la cerveza Hatuey. Que era un prostíbulo de los norteamericanos. El lupanar de la mafia. Y terminando con el embargo. De haberse levantado, afirmaban categóricamente, Cuba sería el paraíso verde olivo. Obviamente, no voy a reproducir aquí la conversación completa.
Corro sobre lo que ya se pueden imaginar tupido velo, como dirían los escritores antiguos (o los escritores picúos) y hasta mañana que tengo sueño y he perdido mucho tiempo en esta bobería.
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