Día 14

23 09 2013

(23 de septiembre, 2013)

Castrojeriz – Frómista: 25,38 km

A Roncesvalles: 333,88 km

A Santiago de Compostela: 426,93 km

 

Hoy por la mañana no pude continuar durmiendo más allá de las seis y cuarto. El ajetreo en la cocina, la gente preparando mochilas. Me levanto, desayuno un vaso de zumo (en conserva) y un pedazo de pan con mantequilla. Salgo a la noche y el frío a las siete de la mañana, con la esperanza de que el café de la esquina esté abierto. Esperanza frustrada.

A unos cuatro kilómetros y medio de Castrojeriz, a las ocho menos diez, concluyo la subida del Alto de Mostelares, que asciende hasta los 914 metros. La subida es larga, enrevesada y pedregosa. Llego sin aliento, pero compensa el paisaje de toda la comarca cercado en un ángulo de 180 grados por los molinos de viento que custodian el horizonte. Despiden sus destellos intermitentes avisando a los aviones para que no se descalabren como el caballero andante.

En la cima se eleva un túmulo y una cruz recuerda no a un muerto, sino a todos los peregrinos que han alcanzado este lugar para llevarlo después en el equipaje de su memoria.

A las ocho en punto, el amanecer es prodigioso.

Después de pasar el alto, se abre una bajada un tanto abrupta. Contemplo las ondulaciones del terreno, la manera en que todos los picos, las crestas, las mesetas han sido redondeadas por miles de años de roturación. El hombre puede ser una fuerza geológica y otorgar al paisaje una textura suave, sinuosa, femenina.

Cruzo con cuidado el Puente del Piojo, no sea contagioso. Pero no veo ninguno.

A la altura de San Nicolás de Puente Fitero hay una capilla gótica donde se encuentra un hospital de peregrinos que lleva una orden italiana. María, la señora que atiende a los peregrinos un mes al año, me ofrece el primer café de la mañana. A cambio, la voluntad.

Desde que cruzo el río Pisuegra por el Puente de la Mula, el paisaje cambia radicalmente. Los extensos campos de cereales ceden paso a maizales, huertas, campos de girasoles, cultivos de un verde intenso que no sé si alimentan el estómago, pero alegran la mirada reseca de campos dorados. Es como haber cambiado, no de provincia, sino de país.

En Itero de la Vega me bebo otro café y continúo.

Son las diez de la mañana y aun me faltan catorce kilómetros para mi destino. Aquí es donde se pueden comprobar los excesos gastronómicos en que incurrimos cada día. Con un mendrugo de pan y un vaso de zumo puedes caminar veinticinco kilómetros. La máquina humana es prodigiosamente eficiente. Comemos en demasía (yo el primero) y caminamos demasiado poco.

Al pasar he visto en los muros numerosos carteles que exigen No Franking, el método de extracción de petróleo por fracturación de rocas e inyección de químicos. No sé si quienes escriben los carteles saben de qué se trata el asunto, pero hay unanimidad entre los grafiteros. En Navarra y parte de La Rioja, en cambio, el Franking no estaba de moda. En los túneles que permiten al caminante sortear por debajo las autovías y las carreteras sin atravesarlas, eran frecuentes los reclamos de Navarra independiente, La Rioja independiente y España, cárcel de los pueblos, lo cual es una lectura cuando menos sesgada de la historia. Exhabruptos de un nacionalismo en ocasiones irreflexivo, aunque me temo que, por lo general, todos los nacionalismos son más sentimentales que reflexivos, cuando no interesados, en el caso de una clase política que se ve ascendida de local a nacional, con los consiguientes beneficios, y no precisamente para sus pueblos.

Tres kilómetros antes de Boadilla del Camino, el Camino (perdón por la redundancia) transcurre por una extensa llanura cerealera. Es como si hubiésemos saltado a la provincia anterior. El sol, entusiasmado a esta hora, nos aplasta contra el camino. Si te quitas la gorra, el cerebro se asa a la parrilla. Si te la pones, se cuece en baño de María. No sé cuál de los dos reblandece más las neuronas.

El terraplén de fina grava ha dado paso a otro de cantos rodados. Algunos arbolillos, ya cerca del pueblo, ofrecen pinceladas de sombra que no compensan el reflector solar, pero se agradecen.

Llego a Boadilla del Camino a las once y veinte. Hay un área de descanso con una fuente de agua fresca que debes accionar con una manivela. Desde aquí hasta Frómista quedan cinco kilómetros y medio, es decir, una hora y veinte en dependencia del estado del camino. Llegaré antes de la una de la tarde al alberque La estrella de Santiago, impecable en sus instalaciones.

El último tramo del camino corre paralelo al Canal de Castilla, una espléndida obra de ingeniería de la Ilustración construida entre los siglos XVIII y XIX y que pretendía enlazar Segovia con el puerto de Santander. Doscientos siete kilómetros con 150 metros de desnivel en su trazado.

Disfruto por primera vez del sistema de salud de Palencia. Al parecer, ayer unas plantas urticantes me rozaron la pierna derecha y aparecieron ronchas bastante molestas que ahora una doctora palentina me aconseja tratar con una crema y evitar el sol.

En Frómista encuentro una de las iglesias románicas más bellas del Camino y posiblemente del mundo. La iglesia de San Martín fue construida en 1066 y restaurada a fines del siglo XIX hasta devolverle el aspecto original, que es portentoso. No es la magnificencia del gótico ni el horror vacui, el exhabrupto ornamental del barroco. Sus tres ábsides de la cabecera, los parcos elementos decorativos. El ajedrezado. Los capiteles y los canecillos, más de 300 pequeñas esculturas. Representaciones vegetales, animales, monstruosas y humanas que aluden a las leyendas que eran la cultura popular, los cómics del Medioevo. La limpieza de formas, la sólida piedra, la planta vetusta y contundente de una iglesia que seguramente sirvió no pocas veces de refugio en tiempos de guerras y revueltas.

Hoy ha sido un día de dieta involuntaria. No tengo hambre y me conformo con un bocadillo al mediodía y dos yogurts con una manzana a la hora de la cena. De todos modos, yo llevo mis propias reservas anudadas a la cintura.


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