(24 de septiembre, 2013)
Frómista/Carrión de los Condes: 19,25 km
A Roncesvalles: 353,13 km
A Santiago de Compostela: 407,68 km
Anoche me acosté a las diez en punto de la noche como un peregrino obediente. Qué remedio me quedaba. Se apagaron todas las luces y no había un rincón dónde meterse. Podría leer en la tablet, pero preferí ponerla a cargar porque estaba baja de batería.
Dormí sin pausas y como un tronco hasta las cuatro de la mañana. Mis seis horas reglamentarias en tiempos de paz que hasta hoy no había completado ningún día del camino. Me levanté a esa hora y en la mesa de la recepción estuve trabajando hasta las seis menos cuarto, cuando me acosté para echar otra media hora de sueño.
Antes de abandonar el albergue, pregunto al dueño si puede encender los ordenadores de monedas, para subir en ellos al blog los textos que concluí de madrugada, lo que no me llevará más de veinte minutos, pero me dice categóricamente que no. Según las normas de la casa, implacables como en una academia militar o en un convento de clausura, los ordenadores se encienden después del mediodía. Me despido con una reverencia y en el último bar del pueblo encuentro el peor ordenador de la cristiandad, con todos los programas sin actualizar y el diplay modelo cebra, a rayas, donde luego de varios intentos consigo subir los posts a golpes de café cortado.
Este es, sin dudas, el peor ordenador de monedas que he visto en el camino, y la competencia entre PCs malos y peores es ardua. Lentos, desactualizados, con navegadores que se niegan empecinadamente a entrar en la mitad de las páginas aptas para todas las edades. Una antología del despropósito, la prehistoria informática. A quien desee o necesite estar conectado durante el camino, le recomendaría que lleve su propia tablet o su propio ultrabook, a riesago de cargar un peso adicional.
En algún albergue, días atrás, leí una curiosa declaración de principios que escondía toda una filosofía: “El cliente exige. El peregrino agradece”. Un enunciado que sería justo si a los peregrinos se nos ofreciera alojamiento y comida gratuita, en nombre de Dios o de Santiago. Pero no es así. En muchos pueblos recónditos de La Rioja, Castilla e incluso Navarra, los peregrinos somos el primer (o el único) turismo y una parte importante de la economía local. No nos hacen un precio especial en nombre del apóstol. Si bien es cierto que se pagan entre seis y diez euros por cama, también lo es que en el espacio donde un hostal pondría a un cliente que pagará 40, 50 o 60 euros, no más, con baño en la habitación, se acomodarán, por pequeño que sea, diez peregrinos, que pagarán entre 80 y 100 euros y se conformarán con un retrete y una ducha para cada diez (en el mejor de los casos). De modo que el peregrino es tan cliente como el otro, e incluso más rentable.
Esa filosofía de que el peregrino tiene que ajustarse a cualquier norma que le impongan, porque no es un cliente, parece imperar en el albergue La Estrella de Santiago. Y no es el único. Excelente por lo demás, limpio, con buenas instalaciones sanitarias y un jardín acogedor donde se puede descansar después del camino. Ayer intenté trabajar en una mesa del comedor, donde había un enchufe, pero no estaba permitido. Sólo como excepción pude hacerlo veinte minutos. Las normas están perfectamente establecidas para el modelo de peregrino considerado “normal”. Ser un poquito anormal es un problema.
Me lo confirmó ayer la esposa del dueño (o la dueña, no sé), cuando me vio escribiendo. No estás disfrutando el camino, me dijo, como quien posee el secreto, las claves del único disfrute posible. Gracias a sus normas, cualquier peregrino que ande desencaminado y no consiga disfrutar el camino, puede hacerlo de la manera correcta. La impronta de Felipe II (no me refiero al brandy) permanece en el subconsciente colectivo. Y a veces se desvela.
El concepto de que el peregrino agradece y no tiene derecho a exigir por lo que paga, debería cambiar entre algunos hosteleros improvisados que se consideran a sí mismos benefactores de los peregrinos, cuando en muchos casos 3son su principal (o única) fuente de ingresos. Algo que me parece muy bien, pero unido a una vocación de servicio.
Gracias a la extrema demora del ordenador del bar, que parece enredarse en la red como en una telaraña, salgo hacia mi destino a las ocho y media de la mañana. Por suerte el trayecto es corto, menos de veinte kilómetros, porque a partir de ahí no hay prácticamente donde pernoctar hasta otros veinte kilómetros más adelante. Y cuarenta son muchos kilómetros, al menos para mis pies.
En ocasiones veo a un peregrino y me pregunto qué hace aquí. No lo interrogo, desde luego. El Camino debe conservar sus misterios. Otras veces la motivación es bien explícita. Una joven coreana, muy delgada, hace todo el camino rezando el rosario. Según me contaron, su madre la envió a visitar a Santiago rosario en mano cuando sospechó que se debilitaba su fe. Un norteamericano alto, que andará por los sesenta y pocos años, me confesó que lo hacía porque le encanta caminar, y el Camino es una excelente oportunidad de hacerlo en compañía de mucha gente. Sospecho que en la Quinta Avenida de Nueva York le ocurriría lo mismo. Por su parte, un canadiense fue mucho más lacónico cuando indagué por sus razones para hacer el camino. Para respirar, me dijo, como si viniera de algún universo submarino.
Cruzo Población de Campos casi sin darme cuenta. Los peregrinos salpican los bares del pueblo. Atravieso el río Ucieza y continúo con mis dos cafés y mis dos yogurts temprano en la mañana. El camino discurre paralelo a la carretera, aunque por suerte hay muy poco tráfico. Algunos ancianos, con su báculo, van por el arcén de un pueblo a otro. En estos pequeños pueblos del camino los ancianos son legión. Solo en Hontanas vi reunirse un tropel de jóvenes (nativos, no peregrinos) la noche del sábado.
Los peregrinos sufrimos dos experiencias religiosas al día. La levitación, cuando llegas al albergue y te quitas la mochila. Si lo haces un par de veces en el trayecto, son levitaciones de corto alcance. Y la segunda es la ascensión, cuando te quitas las botas y tus pies se separan algunos milímetros del suelo.
Con honrosas excepciones, como la estatua del peregrino sentada en un banco frente a la catedral de Burgos, o la que encuentro en Carrión de los Condes, las numerosas estatuas a los peregrinos que salpican los pueblos por los que pasamos son verdaderos atentados contra el mobiliario urbano. Espero que los ayuntamientos no hayan pagado por ellas. Y que ningún peregrino se mire a sí mismo en esos espejos. Más valdría a las corporaciones municipales encargar un poema al bardo local y colocarlo en una lápida de bienvenida. El noventa por ciento de los peregrinos no lee en castellano, y a los demás nos queda el expediente de ignorarlo.
Aquí el campo no solo está en la mirada, sino en la toponimia: Población de Campos, Revenga de Campos, Villarmentero de Campos, valga la redundancia.
Me acaba de pasar por el lado el segundo peregrino más curioso que he visto, tras el del monociclo. Un joven extranjero, a juzgar por su ininteligible “Bene Camino”. Viste un bluejean ceñido y una camisa de rayas impecable abotonada hasta los puños, un Panamá ladeado coquetamente y, en las manos porta sendas mancuernas de dos kilos con las que viene haciendo ejercicios mientras anda.
En Villarmentero de Campos me detengo en el albergue Amanecer, en cuyo patio trasero se levantan dos tipis, como si Toro Sentado y Caballo Loco hubieran peregrinado a Santiago tras la masacre de Wounded Knee. Pero no. Se trata de atípicos hospedajes para peregrinos con añoranza por Disneyland. A los tipis se suma un tubo de cemento cerrado por ambos extremos, por si apareciera Diógenes en busca de alojamiento. Una gallina con aires de gran señora es la dueña del patio y va picoteando las ofrendas de los peregrinos.
En este llano, los ciclistas me pasan por el lado como una flecha. Es la competencia desleal. Somos la infantería del camino.
Villalcázar de Sirga posee una de las iglesias más impresionantes del camino, la de Santa María la Blanca, que el peregrino no deberá perderse. De dimensiones catedralicias, va del románico al gótico y fue levantada por los templarios entre los siglos XII y XIII. El retablo mayor, de impresionantes pinturas, sepulcros góticos de piedra policromada, y bajo dosel Nuestra Señora la Blanca a la que Alfonso X era muy devoto, milagrosa hasta el punto de superar en ocasiones al apóstol de Compostela. Una escultura recuerda al Mesonero Mayor del Camino que ofrecía vino y sopa de ajo a los peregrinos.
Llego al Albergue Parroquial Santa María del Camino en apenas cuatro horas. Me recibe un hospitalero con un acento vagamente reconocible. Es cubano, de Marianao, pasado por New Jersey. La recepción que nos dispensan las clarisas peruanas es espléndida: dulces caseros y agua fría con unas gotas de limón.
Tras un menú más que correcto, aunque sin llegar a suculento, y un paseo por el pueblo, me acomodo en un bar a trabajar toda la tarde.
Es una suerte de Decálogo (sabroso, enjundioso, comentado y condimentado) para el perfecto caminante, no solo para el que hace o quiere hacer el camino de Santiago por aquello de tener la experiencia de acercarse de alguna manera al horizonte: es válido para cuarquier otro camino y para cualquier caminante. Aquí se puede llenar la mochila con todos los enseres y menesteres, razones, proyecciones, motivaciones, ilusiones y demás aderezos físicos y emocionales que se necesitan, cuando uno se dispone a caminarle un pedazo al mundo para, además de descubrirle viejos y nuevos sentidos, traerlo con uno, de alguna manbera, al final de la jornada. Buen camino, Luis Manolo.