(21 de septiembre, 2013)
Burgos – Hontanas: 32,17 km
A Roncesvalles: 298,93 km
A Santiago de Compostela: 461,88 km
Con los víveres que había comprado ayer, me preparo un bocadillo de jamón y queso antes de salir a caminar, para no detenerme por el camino, porque hoy la jornada será larga. La guía proponía 21,41 kilómetros hasta Hornillos del Camino, pero allí los albergues tienen mala prensa y decido avanzar hasta Hontanas, más de 32 kilómetros, donde se encuentra el albergue El Puntido. Reservo con los colegas madrileños una habitación de tres que resulta la mejor o una de las mejores hasta hoy. Salgo a las seis y media. Tras una pequeña confusión que me hace errar el camino a la salida de Burgos, lo reencuentro y continúo. Hora y media más tarde me pasará por el lado un ciclista, nada extraordinario en este camino si no fuera porque el ciclista viene haciendo equilibrio, con mochila y todo, sobre una bicicleta de una sola rueda. Es el peregrino más original que he visto hasta ahora. Colinas, sembrados, extensos campos de cereales. Estamos ya en plena Castilla.
Comparto un tramo del camino con un coreano menudo, bajito, protestante, y contemporáneo mío (días más, días menos), aunque nadie le echaría más de cincuenta. Me pregunta de dónde soy, y aunque le respondo Cuba, Caribbean Sea, Island, insiste en pensar que soy irlandés. Necesito enumerar todos los tópicos. Havana, mojito, ron, mulatas, tabaco, todo menos quién tú sabes, y al fin se entera de que soy de otra isla.
En esta tierra cerealera, con frecuencia el camino hace un giro para evitar un campo. Yo aprovecho para tirar en diagonal, no sólo por el teorema de Pitágoras, sino por el placer de ir pisando la tierra roturada y los tallos recién cortados. De niño me habría dado incluso más gusto. Es el tipo de alfombra que regala Castilla de vez en cuando.
Con bastante regularidad, tropezamos con alguien que va vestido de peregrino, con su mochila y su esterilla, pero lleva un saco negro de polietileno donde va echando papeles, plásticos, envoltorios que algunos desaprensivos arrojan al camino. Voluntarios, contratados, espontáneos, no tengo ni idea. Pero lo cierto es que la brigada de limpieza del camino aparece en los tramos más disímiles, a las afueras de una ciudad o en un espeso bosque de Navarra.
Observo las pirámides de piedra castellanoleonesas que parecen marcar el inicio de los sembrados. Erigidas con las piedras que han arrancado a los campos hasta convertirlos en estos jardines de trigo y cebada. Colinas y más colinas, como si surfeármos sobre nuestras botas en un interminable oleaje dorado que deslumbra al sol de la mañana. Es Castilla en estado puro.
El último tramo, pasado Hornillos del Camino, más de diez kilómetros, se me hace interminable en este paisaje repetitivo. Paso a doscientos metros de San Bol donde, según me contarán mañana, el albergue no tiene luz eléctrica ni agua caliente, pero todo se hace en comunidad, lo que algunos llaman el verdadero espíritu del camino.
Un cartel anuncia que el pueblo se encuentra a dos kilómetros, pero no se ve por ninguna parte. Otro cartel, más adelante, lo anuncia en 500 metros, pero o los carteles son una broma pesada o el pueblo es subterráneo, algo que finalmente se confirma. Llego por fin a los bordes de un profundo valle en cuyo centro se encuentra el pueblo, invisible hasta que lo alcanzas. Ni siquiera la cúpula de la iglesia alcanza los bordes del valle. El pueblo es simpático y se nota en su dinámica que el Camino le ha otorgado una nueva vida. El centro de la movida es nuestro albergue y su bar que mantiene hasta las nueve de la noche, hora de cierre, una notable afluencia de público, como si todo el pueblo y todos los peregrinos se dieran cita allí.
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