Inmóvil en la Corriente

31 01 2002

“La obediencia simula subordinación, lo mismo

que el miedo a la policía simula honradez”. 

George Bernard Shaw

 

A lomos de la Corriente del Golfo, media milla al norte de La Habana, deriva Fernando mientras pesca, sentado en el borde de una cámara de camión inflada hasta 120 centímetros de diámetro: un anillo de caucho para sus bodas con la mar, un salvavidas de caramelo lamido por el azul del océano. Va a echar mano a la cajetilla de cigarros cuando siente una presencia, una sombra, premonición casi. Saca las piernas del agua por instinto, al tiempo que una cabeza en forma de T, con dos ojillos en sus extremos, un martillo con dientes, aparece exactamente bajo él, a un metro de profundidad. Una cornuda, piensa mientras el cuerpo gris claro nada con un zigzagueo. Cuatro metros como mínimo. El terror ralentiza los segundos. A la velocidad del miedo, parece que el animal nunca terminara de pasar. Fernando sabe que el tiburón, con sólo voltearse, podría comérselo con cámara y avíos. Pero se aleja. Hunde de nuevo las piernas en el agua y patea con desesperación hacia la costa. Mira en derredor buscando la aleta dorsal, aunque sabe que bien podría no darle tiempo. Virgencita, yo te pongo una vela, dos, tres. Pero en este minuto, más confía en sus piernas que en la Virgencita, a la que en un flashazo de humor involuntario, ve flotando en el aire, ataviada con la trusa roja y las tetas XL de Pamela Anderson. Si sonríe ante su propia visión, ni se da cuenta. Se proyecta hacia la costa a una velocidad de pescador en trance de ser pescado. La cámara choca contra los arrecifes y se raja con un estallido. Fernando trepa de un salto y se arrodilla sobre las rocas, se persigna y da gracias a Yemayá y a la Virgen de la Caridad del Cobre —aunque sea más destetada que su tía Eulalia—. A cien metros de la costa, una aleta dorsal gira en redondo y se pierde mar afuera. Triángulo gris oculto entre pirámides de espuma y agua. Fernando no logra verla.

Camina despacio hacia su casa con las manos vacías y la cámara rota al hombro. Las rodillas le tiemblan. Por hoy, terminó la pesca.

Pero eso sucedió hace tres años. Ahora cierra con cuidado la puerta para no despertar al niño y se adentra en esta madrugada de marzo. Hace quince días que no puede salir al mar. Primero unos nortes, después un brisote del sur. Nancy lleva una semana desesperada, sin nada para darle de comer a Daniel. Por suerte, una vecina le dio un pedacito de carne y otra le prestó dos huevos; gracias a esa solidaridad que ha sobrevivido cuatro décadas de escasez. Una solidaridad que se resiste a extinguirse, aunque las abrumadoras carencias de estos tiempos la erosionen día a día. Los perros ─como dice su tío Miguel Angel─ engendran perritos; los gatos, gaticos, y la miseria, miserables.

Sobre la cabeza de Fernando, como un enorme sombrero, la cámara de camión inflada. En un saco, los sedales y avíos, el pomo de café y dos cajetillas de cigarros dentro de un nylon. En total, cuarenta kilogramos. Camina entre las casas del Fanguito: parche sobre parche de madera, hojalata y cartón tabla. Cruza el puente sobre el río Almendares y desemboca a Miramar sumido en la tiniebla: hay apagón otra vez. Fernando otea en derredor. En estos tiempos de supervivencia y picaresca, hay quienes pescan peces jugándose el pellejo, como él, y otros pescan, a punta de navaja, turistas extraviados, bicicleteros, viejas con jabas, transeúntes indefensos con 99 papeletas para optar al título “el bobo de la noche”; la variopinta fauna de comemierdas desprevenidos en medio de los apagones. Aunque el botín no sea suculento, pueden limpiarte de un chavetazo los avíos, la cámara y hasta la vida, que esa sí no hay dios que la reponga. Y mi vida es la única que tengo. Demasiadas horas en la mar le han entrenado para entablar largos diálogos con Dios. Es un decir. Los peces son sordos y con alguien hay que hablar. Aunque ese cabrón no lo escuche. Se cuidará de no arrimar la oreja a lo que se comenta en esta Isla. En media hora se volvería loco. Si cuerdo armó este manicomio de planeta en una semana, cualquiera sabe lo que haría un dios con guayabitos en la azotea. Pero con alguien hay que hablar. De vez en vez dos cámaras a la deriva se cruzan sobre el azul, intercambian cuatro palabras o un cigarro, y siguen cada uno su rumbo. Quizás donde comen dos, coman tres —peor, sin dudas—, pero donde pescan dos no pesca ninguno.

Fernando abandona la zona más oscura con un suspiro de alivio, y por fin toma la Avenida Tercera hacia el oeste. Miramar, lujoso barrio de la antigua burguesía, languideció por tres decenios, pero ahora renace: los lumínicos y las vallas de las corporaciones extranjeras sustituyen el alumbrado público, abolido por algún genio del ahorro, y no precisamente el genio de la lámpara.

Apenas ha asomado a la avenida, cuando detecta desde lejos una pareja de policías que vienen a su encuentro. Se cobija en el portal de la casa más cercana, tras un rosal enorme que oculta incluso la cámara. Con la que está pasando Nancy, es mejor prevenir. A veces no ocurre nada. Sobre todo si son policías de los viejos. Pero con éstos nuevos que han traído desde Oriente, nunca se sabe. Sobrevivir en la Isla pasa por comprender que lo que no está prohibido es obligatorio. Lo jodido es cuando te prohíben respirar, y uno va de puntillas entre la disnea y el pánico. Por eso con los guardias lo mejor es esperar a que pasen de largo. Podrían tener el día malo y quitarle la cámara, los avíos, para revenderlos tres cuadras más alante. Entre policías y ladrones, Fernando prefiere no encontrarse con nadie. Bastante tiene uno con la mar, donde no escasean los malos encuentros.

Por fin desaparecen de su vista sin detectarlo, y sigue su camino. Cuatrocientos metros más adelante, un estallido de luz rompe la sombra urbana, casi rural. Bajo un lumínico que anuncia Photofast (puritito castellano) luz y música salen a borbotones por los ventanales. Varias parejas bailan: muchachas muy jóvenes con vestidos tan ajustados que les marcan hasta los lunares, hombres maduros en guayabera o camisas de seda importadas. Hasta un asiático de impecable cuello y corbata, que intenta acompañar la música con la copa, y un sentido del ritmo digno de Hiroito. Fernando detecta la escena de un vistazo. ¿Estarán celebrando la asamblea del Partido? Pero ¿de qué partido? Ellos ni siquiera ven al hombre que pasa frente a la ventana, camino de la costa,  como un espectro de la realidad real que viene a perturbar su guateque de realidad virtual. Si eso de la reencarnación no es un  cuento tibetano, cuando me toque la próxima corrida quiero reencarnar en extranjero y, de ser posible, extranjero en Extranjia.

Aunque extranjero en Cuba no estaría mal. Con cuatro dólares ya son  millonarios, en contraste con  los aborígenes. Nativos calificados a precio de saldo, sin sindicatos ni huelgas. Vaya fauna. Yo me quedo con mis peces. Incluso los peores nadan derecho, y bastan unas pocas nociones de Ictiología para adivinarles las intenciones.

Aunque a Cachita, su vecina, no le ha ido mal. La flamante ingeniera industrial, orgullo de sus papás, quienes colgaron el título en medio de la sala, junto al cuadro de los cisnes en el estanque. Todavía se recuerda en el barrio la fiesta que le obsequiaron sus viejos tras graduarse cum laude. En los cinco años que duró como ingeniera en la fábrica, consiguió un bono para comprarse un ventilador Orbita, y otro para un refrigerador Impud. Una ingeniera de éxito. Cuando cerraron la fábrica en el 91, pasó año y medio vendiendo en la terminal del Lido los coquitos prietos que hace su mamá. Se le desinfló el nalgamento y empezó a coger el color mustio de los coquitos. Había noches peores, cuando no paraba de llorar porque algún policía le quitó la mercancía, y la amenazó con meterla en el tanque si volvía a verla por allí. ¿Dónde voy a vender ahora?, preguntaba la esperanza blanca de la familia, entre jipidos, a sus abrumados padres. Hasta que ligó el trabajo de su vida: por cien dólares al mes limpia y cocina en casa de un empresario español. Se merienda cada tarde un pancito con jamón y un vaso de leche, y hasta le permiten recaudar para sus viejos lo que sobra del almuerzo. El gallego, con su cara de cabronazo, no se atreve a tocar a Cachita ni con la punta de una uña, porque su trigueña  le ha hecho un amarre a lo cortico. Sus peores días son cuando el gaito mete un fiestón: tiene que preparar el triple de comida, aguantarle las manos a algunos invitados, que confunden el culo de Cachita con un buffet de autoservicio, y al día siguiente amanece la casa como si hubiera pasado una piara de esos patanegra que tanto menciona el galleguíbiri. Y arriba soportarle la muela al patrón, que cuando se juma (un güiro sí y otro también) se suelta a hablar mierda. Figúrate, Fernandito, que una noche se me acerca babeando y me dice: Este país es una maravilla, tía. Hay que estar aquí, Cachita, sembrado, cuando el comandante la palme y se joda la marrana La suerte. La suerte. ¿Qué te decía? Usted decía que la suerte. Ah, claro. La suerte es, Cachita. Lo mejor: Si tú supieras lo baratos que salen en este país los aduaneros, las putas y los generales.  Y yo callá, Fernandito. Lo mío es la limpieza, mesa y mantel a su hora, y ni me van ni me vienen sus trapicheos raros, los maletines de dinero que le trae un calvito, los sobres que reparte, o a qué coño se dedica su empresa. Callaíta callaíta  ya le he comprado a los viejos su video, su televisor en colores, y a mamá no le falta su inhalador para el asma. Mira, tómate otra cervecita, que más vele tener la boca ocupada. Y a Fernando le entra una sed retroactiva en la memoria, porque justo ahora pasa frente a una máquina de vender refrescos y cervezas (only in dolars). Recuerda al hijo de un amigo ─siete años, alumno ejemplar─, que no entendió por qué se podía comprar refrescos «con la moneda del imperialismo» y «no con los billetes de José Martí».  Y de paso comprendió que los papás no poseen todas las explicaciones, o se abstienen para que sus hijos desarrollen sus dotes autodidactas. Con lo que vale ahora un Martí, se nos ha quedado en apostolillo. Apóstol Washington, mi socio, y si tiras pa Jefferson, mejor.

Pero ningún apóstol de consumo nacional o de importación acompaña en esta hora solitaria a Fernando, mientras transita la capital del dólar, que ocupa el ala oeste de la capital de Cuba, entre la Avenida 9na y el mar. Supermercados, discotecas, bares y restaurantes —estatales, extranjeros, paralegales y clandestinos—, corporaciones y tiendas. Billete del enemigo por la mano, brother, o no entras. Hasta la antigua embajada de Perú, donde en el 80 se metió su primo Anselmo y diez mil más, y que luego convirtieron en el Museo de la Marcha del Pueblo Combatiente —por el desfile multitudinario, no por el pueblo que abandonó el museo del socialismo y se marchó a combatir allende los mares—. Ahora lo han demolido para construir en su lugar un aparthotel de lujo para extranjeros, que esos no se van a fugar de la Insula. Si hasta vienen voluntarios pacá. Yo no sé si Cuba es “un largo lagarto verde, con ojos de piedra y agua”, como recitábamos en la escuela, pero en este barrio el lagarto es verde fula, verde lechuga, verde Washington. Verde que te quiero verte, pero no te veo ni de casualidad. A ver si hoy engancho un buen pargo, Cachita convence a su gallego de que el pescado es lo más sublime para el alma divertir, y me caen unos fulitas pa la coba nueva del chama. Cubita la verde, porque lo que es Cubita la roja está en candela. No por gusto la candela es colorá.

En Cubita la roja Fernando impartía clases de Física en un preuniversitario en el campo, por doce dólares mensuales. Toda la semana sin ver a su mujer, comiendo en bandeja de aluminio y soportando quinientas adolescencias juntas, como si con la suya no le hubiera bastado. Y todo para dotar a aquellos pichones de ignorantes con título de una sabiduría que se adhería a sus cerebros con la perdurabilidad de un post it. Tanto interiorizó las leyes de Newton que una tarde, sentado a la sombra de un naranjo, y sin que le cayera en la cabeza una manzana —suceso prodigioso en aquel territorio—, comprendió que si fuerza es igual a masa por aceleración al cuadrado, lo mejor que podía hacer con la fuerza que le quedaba, era acelerar al cuadrado e irse de allí sin decir ni adiós. No fuera que entre malcomeres,  maldormires y calentones más solitarios que una tenia saginata, viniera a menos su masa, ya bastante mermada por el desamparo proteico. O que su mujer —ausencia quiere decir recuerdo, recuerdo a aquel novio que tuve— le aumentara la masa con una cornamenta digna de que colgaran su cabeza, con mirada de vidrio, en alguna pared de La Vigía.

Un año después de encontrarse aplicando la ley de Arquímedes a bordo de su cámara sobre la Mar Océana, nació Daniel. Y entonces Fernando supo, definitivamente, que un niño necesita, para su crecimiento, algo más que un biberón de gases ideales, así lo patentara Gay-Lussac.  Tampoco le resultaría confortable dormir sobre un blando colchón de discursos, aunque su función sea dormir al personal con acciones preferenciales de un futuro en fuga, más huidizo que el horizonte. Ni emplear como pañales las felices estadísticas y vaticinios del diario Granma. Desechables, pero no impermeables. De modo que ya va a cumplir seis años sobre la mar, donde su sexto sentido de la huida le ha salvado el pellejo tres o cuatro veces. Aunque más teme a los bichos de tierra firme, piensa mientras se adentra en una nueva zona de apagones, y escruta en derredor. La Cuba en sombras. Y en la penumbra, ese olor indefinible a batey vertical. Ya no hay dos gardenias para ti: La gente siembra cebollas en las macetas y cría cerdos en las bañaderas, pollos en los balcones. La ciudad se vuelve campo. El hedor a cochiquera comienza a flotar sobre las avenidas. Y el bicherío de fiesta. Vectores, les dicen ahora, porque no es lo mismo que te cague una mosca a que te cague un vector. Y seguro la picada de un vector duele menos que la de un mosquito. De contra andan esos por ahí vendiendo pan con conejo. Para beneplácito del Ratoncito Pérez, los gatos marrulleros han ingresado en La Habana al libro rojo de la fauna, y a las tradiciones culinarias de la Era Post-Nitza Villapol. De epidemias sí se han sobrecumplido los planes. Cuando no es el dengue es el mozambique. Si no andas piano te baila un microbio de esos, la pelona  te hinca bien el anzuelo, cobra sedal, y cuando vienes a ver estás cantando el Manisero, haciéndole la segunda a Moisés Simons en persona, con acompañamiento de Chano Pozo, o echando unos pasillos con Malanga en la cuartería de Papá Dios.

Por fin, a la altura de la calle 110, Fernando se echa al agua en su cámara. Deriva en la Corriente del Golfo cerca de la costa y empieza la faena de obtener un poco más de carnada. Frente al Hotel Comodoro, ya ha capturado tres chopas y dos ronquitos diminutos. Desde el muelle, un hombre le grita en algún idioma pedregoso.  Fernando no entiende, pero sonríe y le regala un ronquito. El turista toma el pez y lo examina. Después intenta lanzarle la media botella de ron que tiene en la mano, pero la jinetera que lo acompaña trata de detenerlo. El se libera y la arroja, pero está tan borracho, que la botella se rompe contra las rocas. Un largo animal de color gris claro siente el estallido de la botella a media milla, y nada hacia la costa. El turista hace un gesto de disculpa hacia Fernando, que le agradece de todos modos por señas. El casi nunca toma ron, y menos pescando. Hiciste la noche, piensa mirando a la mulata, porque recuerda lo que le ha contado Adita, la jinetera de su barrio: Cuando el hombre se emborracha no tiene que trabajar y le saquea el bolsillo. Ninguno se acuerda al día siguiente cuánto gastó en la discoteca. Adita, como muchas otras, sueña con un extranjero que se case con ella y la saque del país. Mientras, ya tiene ahorrado el dinero para su «fasten» (el «fasten your belt» que ansía leer cuando se anuncie el despegue), pero confía ahorrar un poco más, para llegar afuera con algún dinero. Ya cumplió los treinta años. Quizás nunca lo logre. La competencia desleal de las niñas la pone furiosa. Catorce años recién cumplidos, Fernandito,  y su madre la coloca en la cama de los turistas, como si la llevara a la escuela. Menos mal que el mío es varón, suspira él aliviado. La tentación es mucha. Una niña bien dotada sabe que puede ganar por día 300 veces más que sus padres. Este país está loco: las ingenieras friegan suelos, las niñas se disfrazan de jineteras —triunfadoras de la noche, perseguidas por la maledicencia y la envidia—  para la fiesta de la escuela; los profesores de física pescan pargos, y los pescadores de pargos, pacas de cocaína abandonadas. En La (Pu)Tasca de la Marina Hemingway,  coto de caza, campean por sus respetos las ejecutivas de la gozadera. Tanto, que hasta reivindican sus derechos laborales. Durante cierta racha de persecuciones, el gerente se negó a dejarlas entrar (a menos que ya fueran con un turista). Las jineteras concertaron una huelga y las ventas bajaron tanto, que se vio obligado a parlamentar. Los pingueros locales también tienen un éxito notable entre los pálidos culos septentrionales, y en las asociaciones gays ya saben que la pinga no es sólo una pértiga que usan los filipinos para transportar baldes, aunque sea la única definición que conocen los frígidos de la Real Academia de la Lengua. Del internacionalismo proletario hemos pasado al internacionalismo prostibulario que, eso sí, ha demostrado las posibilidades del sistema educacional: en las academias de idiomas hay lleno completo para aprender italiano. Las vacas estarán en vías de extinción, pero la Ínsula sigue siendo un importante exportador de carne. Desde sus inviernos sexuales, acuden al trópico como caníbales de Nueva Guinea, en busca de su ración de carne humana. Desde recónditos pueblos de la Lombardía y la meseta castellana, llegan  enlatados en vuelos charter, al reclamo del lejano rumor: Sección de Oportunidades: Putas en oferta. Precios de fábrica. Y el escualo también ha escuchado. Persigue el sonido de la botella al estrellarse contra los arrecifes, pero por el camino halló una mojarra desprevenida y eso varió su rumbo.

La mulata desaparece con su presa, contribuyendo al incremento del turismo, y Fernando vuelve a lo suyo, que de ello dependen los féferes de su hijo. No va a salir Nancy a jinetearlos.  La idea ha acudido por su cuenta, sin que él la convoque, y la espanta sacudiendo la cabeza. Sólo de imaginarse a su mujer rondando los hoteles en busca de un turista al que hincar los dientes de su sexo, se le hiela la sangre. Dame salud, Virgencita, y que podamos sobrevivir del anzuelo, sin resbalar hacia el fondo por el beril de la vida. Qué picúo me salió eso. Y suelta la carcajada. A lo mejor he eludido mi verdadera vocación  como compositor de boleros.

Frente al Teatro Karl Marx, Fernando ve una sombra que se acerca. Piensa en algún compañero de pesca, pero se trata de una balsa rústica que dos hombres conducen mar afuera. Zarparon del Karl Marx con rumbo a los hermanos Marx. Pasan a unas yardas y él les desea mentalmente suerte, porque la van a necesitar. El conoce la mar y sabe que atravesar 90 millas de océano abierto en ese trasto y llegar vivo a la Florida es un milagro que ni los tres infelices de la Caridad del Cobre. Ni loco metería él a Danielito  en una aventura así. La desesperación no piensa, se dice mientras echa de nuevo su anzuelo al agua. Y capaz que los americanos los viren patrás cuando ya estén llegando. Pobrecitos.

Locos o desesperados. Lo peor es la sensación de que el tiempo se ha detenido. Y lo peor peor, es que uno desee que se quede así, ante el temor de que cualquier cambio sea de Guatemala a Guatepeor.  Su primo Efraín, cirujano del Ortopédico, que al terminar su consulta pedalea media Habana vendiendo a domicilio jamones pinareños traídos de contrabando, le confesó el domingo: Mira, Fernandito, no vayas a creerte que tú eres el único en lidiar contra la Corriente del Golfo. Aquí todos nadamos dieciocho horas al día contra la corriente. Cuando acaba la semana echamos cuentas: Si no hemos ido patrás,  somos unos bárbaros, mi primo, unos campeones del maratón inmóvil.

Frente a la boca del río Almendares, Fernando se aleja de la costa, porque tiene suficiente carnada para buscar peces mayores. Al pie de la Chorrera, en el malecón, un grupo de jóvenes baila aún con la música de una grabadora que llega hasta él en el silencio del amanecer. Una botella de ron pasa de mano en mano. El malecón es gratis. Y la alegría también. A mi  me matan, pero yo gozo. El ron no mata el hambre, asere, ni conjura el mañana, pero ni a la Bayer se le ha ocurrido un mejor analgésico contra la realidad. ¿Es o no es?  Esos se buscaron su propia discoteca, masculla Fernando y patea mar afuera en busca de un azul más  hondo.

Cuando el cielo clarea, ya está a 500 metros de la costa. Le gusta ver la ciudad desde aquí: el malecón entre el río y la entrada de la bahía formando un arco: la sonrisa de la ciudad. Un derrumbe aquí y otro allá, como si a la sonrisa de La Habana le faltaran los dientes. Habrá que ponerle dentadura postiza, piensa. Y recuerda a su tía Eulalia. Mirando desde su ventana el barrio de Jesús María, carcomido de derrumbes, sólo dijo una palabra la semana pasada, como si hablara a Dios: Beirut, Señor.

Desde una milla mar afuera, los que van a sus trabajos se ven apenas como hormigas. Los escasos autos son cucarachitas con ruedas. Si no fuera por Daniel, a lo mejor abandonaría este cabalgar cada noche sobre las olas. Un oficio más seco, donde uno sepa que entre los pies y el suelo hay una micra de aire, no cien metros de proceloso azul. Con lo bonito que se ve el mar desde el muro, cuando le disparas todo el repertorio a una niña que conociste ayer (ayúdame, Dios mío, si no la ligo hoy me muero de las calenturas sin consuelo). O cuando la ciudad se derrite en el microondas de agosto, y tú te abandonas a los salitres y las brisas que traen todos los frescores del ancho mundo, y los sudores se amansan. Lo jodido es cuando las luces de la costa son  el único refugio posible. ¿Qué coño hago yo aquí —piensa—, si por definición soy un mamífero terrestre? En fin, hay que joderse. Si en lugar de estudiar a Newton, el spin y los orbitales,  me hubiera hecho administrador de algo robable, Danielito tendría garantizada la chaúcha. Ya se sabe que la propiedad social es propiedad del primer social que le meta mano.  El megamonopolio estatal es como el elefante en el Amazonas: se lo comen las pirañas, que miden veinte centímetros, pero tienen voluntad de supervivientes y un hambre del carajo. Claro que yo no llego ni a piraña. Una chopa mojonera de orilla. Ese soy yo. Y suerte que voy nadando. Aunque cada día me cueste más trabajo.

Por eso Fernando continúa pescando, a riesgo de que una aleta (como la que ahora asoma a una milla de distancia) venga a interrumpir para siempre su trabajo. Hoy la mañana no ha sido buena ─una presencia cercana que por ahora desconoce, podría hacerla peor─. Sólo le queda esperar. De todos modos, el tiempo en este país es lo que sobra. Incluso el tiempo de las generaciones. Su padre lo arrulló con la historia de que los sacrificios de hoy serían el abono del mañana. Fernando se niega a dormir la infancia de su hijo con el mismo cuento de hadas. Es mejor que se críe en silencio. La felicidad es siempre futurible. Ya lo aprenderá solo cuando sea grande.

Por fin un tirón lo saca de sus meditaciones y cobra rápido cordel, aún sin saber que un hermoso pargo de diez libras se debate en el anzuelo, y que un animal gris, de unos cuatro metros, ha olfateado a casi una milla las gotas de sangre y viene a toda velocidad tras el pez herido. Fernando pelea el pargo centímetro a centímetro. Con mucho mucho mucho cuidado para que el sedal no se parta en un tirón, o el anzuelo casero se desprenda y le deje al extremo del hilo un desconsuelo de diez libras (no menos debe pesar ese bicho).  Fernando lo va cobrando con cautela: veinte  centímetros para los zapaticos nuevos, otros veinte para un pantalón, que con lo que ha crecido el enano, ya es un abuso ponerle eso los domingos; veinte centímetros más y a lo mejor alcanza para que Nancy se compre una blusita en la shooping. Cuando lo siente muy cerca, prefiere no abusar de su buena suerte, y lo extrae rápido del agua. Los coletazos del pez son un contento para la mirada: el sol se quiebra en minúsculos arcoiris al refractarse en las gotas de agua que hace saltar en su agonía. La cornuda llega justo a tiempo para ver a su presa perderse en dirección al cielo. Fernando lucha con el pargo, que intenta  desasirse, cuando ve la aleta  circundando la cámara, como si la estudiara antes de atacar. Pero han sido muchos días sin una presa como ésta. Fernando no está hoy en condiciones de ceder, ni aunque sepa que treparse en un ring con Mohamed Alí es una pelea más pareja que echarle cojones a este bicho en mar abierto. Toma un pequeño arpón y se dispone a defender sus ciento veinte centímetros de territorio. Vete de aquí, cabrona, le grita a la cornuda como si ella pudiera escucharlo. Por suerte para él, ella  no tiene muy claro que se lo puede comer con cámara y avíos. Ha sobrevivido, porque es precavida y teme a los objetos desconocidos. En  su mundo, un pez redondo y negro que flota es cosa rara. Por fin, se atiene a las normas que la han salvado de muchos disgustos, y se pierde zigzagueando hacia el este.

Fernando sabe  que la sesión de hoy ha concluido. Con suerte, si consigue sacar su pesca a tierra. Patea en dirección a la costa, vigilando la aleta que emerge de vez en vez a cierta distancia. Un movimiento brusco hunde el pargo un instante en las aguas. El olor de la sangre vuelve a llamar al escualo. La aleta gira en U y regresa a toda velocidad. Fernando la ve a trescientos metros, cuando sólo cincuenta lo separan de la costa. Podría lanzarle el pez para distraerla, pero no está dispuesto a sacrificar la comida  de su hijo. Calcula la distancia mientras patea con toda su alma. Cuando la cornuda está a doscientos metros, aún le faltan veinticinco para alcanzar el acantilado. Ciento cincuenta y quince. Treinta y cinco. Al tiempo que Fernando  salta hacia las rocas, el tiburón emerge como una bala, abre las fauces, proyecta hacia adelante sus dos primeras hileras de dientes, y lanza una dentellada. De pie sobre las rocas, una vez alcanzado el equilibrio entre arañazos y un doloroso corte en la mano izquierda, Fernando se vuelve hacia la cornuda, que gira al pie del diente de perro. Le hace muecas. Baila una extraña danza ritual, cojeando sobre el filo de las rocas: Te jodí, mamasita. Te jodí. Una pareja de enamorados mañaneros le dispara una mirada de éste se volvió loco.

Sin mirar atrás, con la euforia del triunfo, recoge sus bártulos y salta el muro. Más de media hora de caminata bajo el sol lo separa de su casa.

Ha recorrido una cuadra hacia el oeste, cuando Fernando siente unas gotas persistentes que caen sobre su pie derecho. ¿Qué coño? Y de un vistazo hacia atrás, descubre el rastro de sangre que ha ido abandonando sobre la acera. Deja caer entonces la cámara y los avíos. Con un mecagoendios, descubre que la dentellada última del escualo no se cerró en el aire. El corte es tan limpio, que Fernando siente un corrientazo helado recorrerle el espinazo, un escalofrío de pánico al pensar  que con idéntica facilidad habría cercenado su pierna. Aunque  ve esfumarse los zapaticos del niño, no puede menos que dar gracias al dios de los pescadores de orilla, sea quien sea. Examina la dentellada   de ese cabrón bicho: un corte en semicírculo que ha seccionado carne y vértebras con más precisión que la mejor navaja. La cuarta parte del pargo, cola incluida, ha desaparecido. Ningún comprador serio (es decir, con dólares y paladar para apreciar un pargo a la plancha), aceptará este animal mutilado. Me cago mil millones de veces en la madre tiburona que la parió. No hay arreglo. Con su ticket y su código  de barras, el pantaloncito nuevo, los zapatos y hasta la presunta blusa de Nancy, se van corriendo de regreso a la shooping. Para un día que tengo suerte. Un día. Y ya camina hacia su casa, amansando su desgracia con el consuelo de que fue el pargo y no su pantorrilla, de que siete libras y pico de buen pescado no son nada despreciables. El consuelo de no te martirices, Fernando, tú tienes un día de suerte de vez en cuando. Otros, nunca.

Cuando franquea el portal de su casa, Danielito se abraza a sus piernas. Fernando lo carga. Cómo pesa. El pescado es un buen alimento. Y le pide: Un beso esquimal. Frotan sus narices. El niño hurga en el saco y a duras penas arrastra el pargo hacia la cocina gritando mamá mamá. Mañana es sábado y Fernando quisiera llevarlo a la playa o al cine o… Pero se resigna, como cada fin de semana, a encerrarse en casa frente al televisor.

Se deja caer sin fuerzas en una silla arrimada a la puerta.  Nancy  aparece sobresaltada: ¿Te pasó algo? ¿A mí? Nada. Y a ese pez, ¿cómo le arrancaron la cola? ¿Te atacó un animal? No, muchacha, ¿tú me ves algo de menos? Nancy hunde las manos en su pelo y recuesta la cabeza de Fernando en su viente.  El cierra los ojos y entonces le cae de golpe todo el cansancio de las horas que ha pasado en la mar. Se duerme durante algunos segundos, pero la voz de ella lo despierta: Dime la verdad. ¿Fué otro animal el que le arrancó el pedazo a ese pescado? Posiblemente, otorga Fernando, pero yo no lo vi. Quién sabe todo lo que ocurre allá abajo. ¿Hay café? Sí. Ahora te traigo. Nancy sabe que Fernando no le cuenta nunca toda la verdad. Ni cuando llegó con la cámara reventada. Ni cuando un brisote casi lo mete en medio de la Corriente del Golfo, y vino a salir en Santa María del Mar, a quince kilómetros de La Habana. Ni cuando una picúa, esos perros de la mar, le arrancó un trozo a la altura de los gemelos. Ni cuando el mar de leva se lo llevó océano adentro, y  de no ser por un mercante panameño que lo izó a bordo, habría muerto de sed y hambre y tiburones en ese maldito estrecho donde descansa sin paz  una ancha lista de cubanos. Nancy lo sabe, y cada noche tiembla de miedo pensando lo solo que se debe sentir entre la noche sin techo del cielo y la noche sin fondo del mar. Pensando en su propia soledad si una mañana no regresa, ni al día siguiente, ni al otro —dos días lo supo muerto cuando lo arrastró la corriente, tres días cuando lo rescató el carguero—, y nadie responda a sus preguntas, ni quede de su hombre otra memoria que Daniel y sus propios recuerdos.  Incluso le ha instado a que regrese a sus clases de física en cualquier preuniversitario. Ahora que muchos profesores se están yendo a trabajar en el turismo, seguro consigues una escuela aquí mismo, en La Habana. Pero él dice no sé qué de un biberón de gases ideales y desecha la idea.  Mira, Nancy, tu hermano, el genio de la familia, el físico nuclear graduado en Rusia, se ha convertido en camarero para arañar unos dólares de propina. El físico se suicidó para que sobreviviera el hombre: todo lo que soñó y todo lo que estudió no le sirve ni para diferenciar un lenguado a la parrilla de un pargo a la plancha. Mi primo  Efraín se arriesga a caer preso con cada jamón que vende. Yo me arriesgo en la mar. Y los que se conforman con la limosna del Gobierno, los que regresan cada tarde de sus oficinas como jamelgos cansados, amarillentos, arrastrando los pies, son los que más se arriesgan: a ser las primeras víctimas de la próxima epidemia. Dan lástima. Se les para el rabo pensando  en un bisté de filete: y si pasan por la puerta de un restaurant,  de sólo oler ponen cara de orgasmo.  No están viviendo, Nancy,  están durando. Lo importante es que Danielito hoy se comerá un buen filete de pescado. Y en eso queda siempre la conversación, piensa ella  mientras le acerca a Fernando la taza de café humeante.

Le besa la cabeza que huele a salitre, a sudor y a miedo. Ella sabe distinguir el olor del miedo. Y trata de no imaginarse qué animal pudo cercenar de un corte exacto ese trozo al pez. Lo mejor será limpiarlo y guardarlo en el frío, que con estos calores todo se echa a perder a una velocidad del diablo. Sería el colmo.

Fernando prende un cigarro mientras saborea el café. Danielito, sentado en el suelo, alinea  los anzuelos por orden de tamaño. Cuidado no te pinches.  No, papi. Cuidado. Los ojos se le cierran de puro agotamiento. Aquí mismo se quedaría rendido. Aunque se cayera de la silla seguiría roncando. Pero tiene que sobreponerse a su cansancio. Cuando termine el cigarro, me doy una ducha y aterrizo en la cama. Fernando acaba de cumplir 31 años. Sabe que deberá hallar otra solución para su vida, que no podrá seguir pescando eternamente sobre una cámara de camión inflada hasta 120 centímetros de diámetro: algún tiburón podría ganarle la carrera. Bueno, hasta ahí llegó mi pesca. Pero no es tan sencillo. ¿Qué sería de Nancy y del niño? No sé. No sé. A quinientos metros de distancia encienden el enorme lumínico que el día de su estreno rezaba:

El futuro pertenece por entero a la Revolución y al Socialismo

Pero estos tres años le han cariado las letras, y ahora desgrana un enigmático mensaje:

El futuro per    ece por en  ero a la   evolución y al           ismo

El decir, que : El futuro perece por enero a la  evolución y al  ismo. Eso de que perece por enero suena a slogan del otro bando. Y si pertenece será a la evolución y al ismo. ¿Comunismo? ¿Capitalismo? ¿Feudalismo? ¿Surrealismo? ¿Cubismo? ¿Minimalismo o maximalismo? Marxismalismo parece que no. ¿A qué ismo pertenecerá nuestro futuro? Quién sabe. De cualquier modo, piensa casi dormido mientras da la última cachada al cigarro y lanza el cabo a la calle, posiblemente mi único futuro inmediato sea el ecologismo: discutirle cada noche a la naturaleza el alimento empleando tecnología del paleolítico temprano  Para que la pelea sea de tú a tú con los peces, y yo tenga tantas oportunidades de comérmelos a ellos, como ellos de comerme a mi.  Viva Greenpeace. Y antes de entrar a la casa, Fernando piensa que más vale no pensar demasiado, y garantizar del mejor modo posible el único futuro que conoce. Acaricia las crenchas rebeldes de su hijo. El niño ha ordenado escrupulosamente los anzuelos, y el muy bien de su padre le convoca una sonrisa que ilumina todo el barrio. Mientras se encamina hacia la ducha, Fernando se pregunta de qué número será el anzuelo necesario para pescar nuestro destino.

“Inmóvil en la Corriente”, Sevilla, 2002





El arte de crecer

1 06 1999

Desde que asomé a esa edad de la duda que suele ocurrir entre los catorce y los dieciséis años, en La Habana fervorosa de 1968 a 1970 -Fervor cerrado por reparaciones-, empecé a descubir que no coincidía el número con el billete, es decir, que entre la realidad retórica y la realidad objetiva y fuera de nuestra conciencia (según la misma retórica) existían hiatus que mi adolescencia era incapaz de explicar. Como aún no estaban tan de moda los conflictos generacionales, me acerqué con inocencia a mi padre, intentando que subsanara mis dudas (meros errores de apreciación seguramente), pero una y otra vez insistió en lapidar con discursos mi incomprensión de los otros discursos, de modo que al cabo, desistí. Muchos años después, cuando Fidel Castro proclamó el Proceso de Rectificación y aclaró que «ahora sí vamos a construir el socialismo», mi padre apagó la tele para no escuchar a Fidel negar a Fidel, o para no barruntar la idea de que durante un cuarto de siglo se había dedicado con fervor a comer catibía en conserva.
Todos hemos tenido un padre, un tío, un hermano así, suscrito al fervor perpetuo, incapaz del politeísmo, y menos aún del ateísmo político. Personajes lineales capaces de explicar lo inexplicable y maquinar argumentos, que García Márquez envidiaría, si la deidad mayor del Olimpo Político necesitara coartada. Son seres de una fe conmovedora, como de beatas que se creen literalmente la Biblia de cabo a rabo.
A esa especie pertenece Ramón Matamoros, hijo de mambí y abuelo de una jinetera, que Mario Guillot nos presenta en la novela corta Familia de Patriotas (finalista del Premio Ateneo-Ciudad de Valladolid, 1997). En segunda persona, un narrador que se nos muestra entrañable, por momentos tierno y con dosificada asiduidad irónico, va presentando a Ramón Matamoros a través de una combinación de ataques por los flancos: en su relación con Eduardo, el yerno muerto en Angola; con Flora,  Florita y Tatiana, su mujer, hija y nieta respectivamente; con Agustín, su padre mambí; o defendiendo a la Revolución con las armas y el trabajo. Una serie de aproximaciones que van edificando el personaje con la paciencia de un puzzle, superponiendo en ocasiones datos, pero iluminando casi siempre zonas de su personalidad hasta ese momento en tinieblas, o apenas vislumbradas.
Si bien el narrador enfoca desde afuera a Ramón Matamoros, al asumir la retórica revolucionaria, al conceder a sus aplicaciones y explicaciones sólo de vez en vez el beneficio de la duda, al ironizar en cuidadas dosis sobre el mundo de tareas del Partido, Movilizaciones y Lucha Antiimperialista en que habita el personaje, el narrador se adentra sin rubor en la dialéctica interior de su criatura, logra despojarlo de la aridez de un esquema y convertirlo en alguien creíble, por el que llegarnos a sentir una enorme piedad. Y posiblemente esa sea la mayor virtud de Familia de Patriotas: lograr que el fanatismo, la certeza indudable que ni pruebas necesita en su apoyo, el fervor de este elegido, capaz de clasificar a las personas de carne y hueso por estricto orden de tamaño político, alcance una dimensión humana que es, sin dudas, una dimensión trágica: la del hombre abandonado por su propia obra.
Si hay personajes unidimensionales (y, por fuerza, superficiales) como Eduardo; si lamentamos el dibujo leve esquemático, de Florita, cuya evolución desde la fe a la desilusión requeriría un tratamiento más detallado; si echamos de menos un planteo más extenso y rico de Tatiana, la nieta jinetera; no es menos cierto que el protagonista cumple sobradamente nuestras expectativas y el interés con que lo hemos seguido; salvo el final catastrófico, que no voy a develar, y que me resulta innecesario; o ciertas moralizaciones del último capítulo que son prescindibles.
Si a eso sumamos una oralidad cuidada, dosificada y sin estridencia, una dramaturgia que nos atrapa desde la primera palabra, y el verismo de quien se mete en la carne y la sangre de la palabra, podemos incorporar felizmente esta familia de patriotas en la familia de nuestra literatura, con el atisbo de que recibiremos de Mario Guillot nuevas alegrías de la palabra.

El arte de crecer, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena Letra.n.º 12-13, primavera/verano, 1999, pp. 239-240. (Guillot, Mario: Familia de Patriotas. Exmo. Ayuntamiento de Valladolid, 1998).





Boleros en Valparaíso

1 01 1999

Aunque no soy un adicto a las novelas policíacas, confieso haber disfrutado con Marlowe más que con los rebuscados crímenes de Poirot y Agatha Christie. Si algo me ha conmovido en la novela negra norteamericana, es su verismo; la noción de estar presenciando la cara oculta de la vida, no menos real que la visible. Una vez aceptada como un dogma la inapelable honradez de ese detective a quien todos vapulean, puede uno transitar la dosificada entrega de información, el embrollo paulatino de la trama hasta el instante final, los whiskies y cigarrillos que van creando en el lector una creciente ansiedad. En sus novelas encontré una prosa ágil y eficaz, parlamentos escuetos y dialectales que reforzaron mi noción de ser un mero espectador de la vida. Y si me refiero a la novela negra, es porque el modelo y la intención de Roberto Ampuero en Boleros en La Habana son, obviamente, ésos.
La novela narra el encargo a un detective de origen cubano, residente en Valparaíso, de averiguar a quién pertenece el medio millón de dólares, supuestamente hallado en su equipaje por un cantante chileno de boleros, y que se ha refugiado en La Habana tras un (también supuesto) secuestro. De modo que la novela se mueve entre Valparaíso y La Habana, con incursiones a Miami y Montevideo.
Su autor, chileno que ha residido en Holanda, Cuba y Alemania, nos entrega su trama mediante una estructura eficaz y ágil que salta de persecución en persecución: los mafiosos que persiguen al cantante de boleros, el detective cubano que persigue a los mafiosos por encargo del bolerista, y el bolerista que persigue sus fines, al parecer su propia supervivencia, mientras no se demuestre lo contrario. Al final, como es clásico en sus modelos, algunos malos caen, pero no los peores, un telón de corruptela y silencio cierra la trama, y el detective termina más vapuleado que antes y sin un centavo.
Hay elementos en la trama francamente inverosímiles, algunos claves para aceptar tácitamente la historia: No resulta demasiado convincente que Rosales, el bolerista, contrate un detective de medio pelo en el otro extremo del mundo sólo como maniobra de distracción a sus perseguidores. Como resulta increíble que un hombre perseguido por la mafia ─y que, como sabremos mucho después, conoce perfectamente ese territorio─ se dedique a cantar en el cabaret Tropicana, por donde desfilan todos los extranjeros que acuden a La Habana. Publicarse en el Gramma habría sido menos extrovertido. Los extranjeros no suelen leerlo. Y que lo contrataran tan fácilmente, sin papeleos ni burocracia, es ya un exceso. Pero todo eso pudiera pasarse por altosi tuviéramos la voluntad de creer la historia y ella nos convenciera a cada paso.
Pero las dos grandes dificultades de esta novela son su verismo ambiental y su lenguaje.
El primero me hace recordar a Hemingway, quien escribía en inglés novelas de norteamericanos desplazados que movían sus propios conflictos en medio de un escenario exótico. No intentó asumir (suplantar) la identidad y los conflictos de los nativos, que le suministraron los secundarios y la escenografía. Ibsen le había enseñado que sólo se puede escribir de lo que se conoce, y por ello el viejo cubano de su mejor novela, y hasta la aguja que pescó, o lo pescó a él, pensaban en inglés.
Lo contrario se nota en la novela de Ampuero. Resulta abrumador el contraste entre la creíbles recreación de los altos barrios bajos de Valparaíso (ciudad natal del autor) ─el asalto de los cogoteros, por ejemplo─, y esa Habana donde los balseros plantan su improvisado astillero en el patio de la cuartería en plena Habana Vieja ─rigurosamente vigilada, según la novela─, se intercambian avíos de fuga al pie de la escalinata universitaria, el sitio menos recatado del mundo, por no hablar de sus referencias a «Huira» de Melena, los «babalúas», los «boquerones fritos» en lugar de manjúas; o donde el poeta, con una cuchilla apoyada en la yugular, tiene tiempo para reflexionar sobre la anunciada invasión norteamericana que nunca tendrá lugar.
A Ampuero no le basta colocar a «nuestro hombre en La Habana», limitarse a emplear la exótica escenografía, sino que necesita juzgar la situación, colocarse en los conflictos insulares y apostillar de vez en cuando por boca de sus personajes. Pero ahí es donde se traba el paraguas, para decirlo en el buen cubano que le falta al autor de estos Boleros. Mientras un parlamento como el del cogotero chileno cuando dice «(Puchas que anda bien cubierto el jil éste», nos otorga una noción de veracidad; la afirmación del poeta: «Vengo a menudo (…) Pero siempre gracias a extranjeros. A los cubanos nos está vedado entrar aquí, a menos que paguemos en dólares, empresa más difícil y riesgosa que conseguir doblones», digna de las traducciones de la Editorial Progreso, nos hace sospechar una impostura. Aunque sea cierto. Aún cuando aceptáramos que la expresión del poeta es mera joda culterana, ya va siendo más inexplicable la oralidad de una bailarina de Tropicana, jinetera en sus ratos libres: «Te vislumbro medio pasmado en lo físico y más bien escueto en materia de fantasía, cosa que atribuyo a que careces..”. etc.
Pero lo más lamentable es esta Habana llena de personajes maniqueos, que resuelven una jinetera, alquilan su casa a extranjeros o se prostituyen (y que, indefectiblemente quieren abandonar la Isla) o los que consideran muertos a quienes se fueron a Miami, llaman compañero incluso al turista, o pertenecen a la Seguridad o las Milicias, y son implacables guardias rojos. Si de algo nunca se enterará el lector de esta novela es de que La Habana está poblada de mulatos ideológicos, azuzados por la picaresca de la supervivencia, y son más bien escasos los blancos y los negros. Su conducta es más sutil que la de esa jinetera actuando contra reembolso. Ellas han patentado el método tangencial cuando lo que desean es que las saquen de Cuba. Estas breves páginas no alcanzarían para explicarlo. O que ningún funcionario de la Seguridad le soltará literalmente a un empresario paraguayo que puede lavar tranquilamente sus dólares en la Isla, aunque de hecho se haga. Si algo resta verismo a esta Habana no son detalles geográficos o términos inapropiados, sino la rara unidireccionalidad de sus pobladores, indefectiblemente sandungueros (calificativo a mansalva), su conducta maniquea y la simplicidad de sus métodos de supervivencia.
Aunque existen notables (y muy nobles) excepciones, la mayor parte de las novelas policíacas funcionan (o no) estructuralmente, dosificando la trama y concediendo al lector la intriga por entregas. Lo común es que el lenguaje sea un mero instrumento de comunicación, operativo en la medida que cumple su propósito. Pero esta operatividad pasa, ineludiblemente, por convertir el lenguaje en un transmisor tan fiable como una línea de fibra óptica, la huella dactilar de sus propietarios. Cosa que ya sabía Hemingway hace medio siglo.

Boleros en el paraíso, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena Letra. n.º 11, invierno, 1998/1999, pp. 183-185.  (Ampuero, Roberto: Boleros en La Habana. Ed. Planeta. Barcelona, 1997.)





Naturaleza viva con abejas muertas

1 06 1998

En la contraportada de la novela Naturaleza muerta con abejas, de Atilio Caballero, se lee:

“(…) es la historia de un impulso vital de liberación personal, de escapar de una sociedad cerrada (…) la descripción y el análisis de las concecuencias que el poder absoluto tiene sobre el individuo, de las utopías utilizadas como valor supremo frente a otros aspectos de la vida (…) un simple ser humano en lucha permanente por recuperar su identidad. Naturaleza muerta con abejas es una novela que dará mucho que hablar”.

Y si confío, con los autores de la solapa, que esta novela dé mucho de qué hablar, cabría añadir que, en primera instancia, es una novela que da mucho qué pensar.

Como es ya norma en la narrativa de Atilio, el hilo argumental es apenas una excusa: las aventuras (mayoritariamente introspectivas) de un joven confinado en el “Convento” ─por la palabra “guardia” que le espeta su hermano, lo suponemos una unidad donde pasa su servicio militar, pero bien podría ser una escuela, una beca: tan parecidos en su rígida estratificación diaria, en su estricta planificación de las conductas externas que pretende como fin último la planificación neuronal de todos los elementos─. Sus escapadas del hermético círculo conventual, cercado de muros y jerarquías, hacia el otro círculo, la ciudad, de muros difusos. Espectador y partícipe casual de los tumultos y represalias que acompañaron en 1980 al éxodo por el Mariel, el joven roza el tránsito hacia la otredad: la salida hacia el vasto círculo del mundo. Pero a lo largo de toda la novela, su éxodo ocurre en sentido opuesto: es una éxodo hacia sí mismo.

Aunque el personaje represente, al mismo tiempo, esa voracidad de horizontes, esa vocación apátrida (en su sentido universal) que ya Lezama achacara a la insularidad. Si el ciudadano continental cree con frecuencia haber contraído el mundo por vía genética, el insular se siente compulsado a conquistar y digerir ese mundo, a tender los puentes que le permitan enlazar culturas y órdenes de pensamiento, para lograr, en un efecto de contrapunteo, esclarecer las coordenadas de su propia circunstancia. Arquetípico en su construcción, este personaje que hilvana filosofías para explicar(se) el mundo inmediato, asedia el bostezo de un hipopótamo, o responde a las acusaciones del stablishment mediante un alegato sobre el sentido de la creación y la “utilidad” de la poesía, ese joven recluta que por momentos compone una retórica punto menos que imposible, es, al mismo tiempo, el que ríe con La Comedia Silente (tan parecida a la cotidianía), el que se acoge al placer gregario de la amistad y descubre con pavor que la complicidad y el miedo pueden ser siameses. Un personaje, en suma, que se nos convierte en persona casi sin darnos cuenta. Que nos conmueve a su pesar, como si quisiera mantener siempre a distancia los intrusos ojos del lector.

Y ese juego de acercamientos y alejamientos alternos es seguido, en cuidadas dosis, por el punto de vista, que se mueve desde un narrador semiomnisciente en tercera persona, hasta la franca primera persona, pasando en ocasiones por el estilo indirecto libre, ese modo de estar dentro y fuera al mismo tiempo. Como tampoco es gratuito que sea un capítulo en minúsculas el VIII: es la rapidez, el juego, las mutaciones, los disfraces que derriban categorías, la farsa igualizadora del travestismo carnavalesco.

No es un “ser humano en lucha permanente por recuperar su identidad”,es un ser humano suya identidad se va conformando al margen, sesgadamente, respecto a la identidad colectiva que postula el criador de abejas en el capítulo IX (Prólogo), donde se hace más explícita la naturaleza tránsfuga del personaje respecto a la fe oficial, al papel de cada individuo en (y supeditado a) la colmena, los mecanismos de opresión y supresión del individuo, presuntamente al servicio de la colmena. En realidad, al servicio del criador de abejas, que es quien dicta las normas, vigila el obediente curso de los acontecimientos, y determina en última instancia dónde y cómo colocar los cristales que confinarán a las obreras tras una frontera invisible.

Pero, en este caso, “escapar de una sociedad cerrada”tiene una connotación más amplia: el personaje reivindica su libertad a la diferencia, su derecho a la individualidad. Es la abeja que ha descubierto la parte superior de la colmena, donde no hay barreras de vidrio. Y echa a volar, aunque el criador sospeche de inmediato que se pasará a la colmena enemiga. El personaje ya ha detectado “la similitud que existe entre este elemento [el oleaje] y su nuevo régimen disciplinario: ambos comienzan donde termina la razón”; dado que el poder aplica a los súbditos técnicas de apicultor. Para su mal, los humanos somos con frecuencia coleópteros más complicados. Atilio Caballero, en esta novela de intensa lectura, lo demuestra.

 

Naturaleza viva con abejas muertas, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena Letra. n.º 8/9, primavera/verano, 1998, pp. 238-240. (Caballero, Atilio: Naturaleza muerta con abejas. Olalla Ediciones. Madrid, 1997. 210 pp.)

 





El premeditado azar de la cuerda

1 10 1996

En la costa norte de Cuba Central hay una región donde cualquier espeleólogo se perdería con gusto para siempre. Miles de cavernas: archipiélago subterráneo que subyace al otro. En aquellos tiempos me interesaban tanto los laberintos de la Tierra como los de la imaginación, y tuve el privilegio de recorrer algunas. Tras la lectura de El azar y la cuerda, cuentos de Atilio Caballero (nacido frente por frente a esas cuevas, en la costa sur de la Isla) una de ellas convoca mi memoria. Discurría, extensa y casi horizontal, a poca profundidad. Dado su tortuoso juego de galerías, la oscuridad era total. Pero de repente podías chocar contra una columna de luz: una claraboya, abierta por un desplome de la bóveda, permitía minúsculos pero frondosos bosquecillos. Los tránsitos entre la intimidad de la sombra y la lujuriosa fronda que poblaba la luz eran tan súbitos (y memorables) como efímeros.

Ya se sabe que de los escritores cubanos, y en especial de los que viven en Cuba, se espera incluso una sintaxis política. Pero quien busque en este libro, escrito y publicado en Cuba, una narrativa al servicio de la circunstancia ─circunstancial, diríamos─, quedará felizmente defraudado. Desde Dark Side of the Moon, declaración de intenciones, arte narrativa que hace las veces de pórtico, Atilio nos advierte que no se trata de describir, testificar o enjuiciar. La subjetiva visión individual, lo exterior trasuntado a través de la agónica experiencia personal, son las materias primas con que intenta construir sus ficciones:

«La percepción se legitima a través de lo particular, porque la realidad exterior nunca es la misma cuando es observada por más de una persona» (p. 8)

De modo que el ejercicio narrativo se convierte en espeleología de la naturaleza humana, búsqueda de los resortes más oscuros e inmanentes, signado a trechos por atisbos de luz, cuando la realidad exterior asoma en las colas que la mujer del amigo exiliado en Rusia no desea hacer (“Un aire que bate”), en el presunto troque de tenedores de plata por quincallería y champú (“Una tranquila sobremesa…”), ininteligible para ajenos, en la kafkiana muerte sin confirmación burocrática (“Los caballos de la noche”) o en el inquietante final de “Manguaré, buena música”, «porque, del otro lado, los policías cruzaron la calle» (p. 40).

Como nos dice Atilio en la página 9, «Observo a mi alrededor y no puedo hacer otra cosa que interpretar».  Pero su ejercicio de interpretación es el equivalente metafórico de comprobar que el siete y medio de su pie encaja perfectamente en la huella fósil de quien huyó corriendo sobre la lava. No se trata de datar la erupción o diseccionar el metabolismo del volcán, sino de convocar la angustia, el miedo, la soledad o la esperanza de salvación.

Tampoco deberá pretender el lector de El azar y la cuerda una dramaturgia al uso, ni el obediente cumplimiento de decálogos u otras preceptivas cuya validez no discuto ─los hombres, niños al fin y al cabo, necesitamos que nos cuenten una historia, masticando pernil de mamut a la orilla de una hoguera o por Internet─, pero que distan de la intención y el cumplido propósito de Atilio: operar con la materia prima en su estado prístino: el juego de espejos entre la vida y la muerte en “Los caballos de la noche”, la evasión salvadora en “Manguaré, buena música”, la amistad y esas trampas que tiende la distancia en Un aire que bate, o la soledad abisal que trasunta “Steinway & Sons”. No se trata de contar una historia, sino de arrancar un fragmento de la realidad (incluyo en este concepto continentes completos de la imaginación) y condensarlo de tal modo que las evidencias salten, como tigres, al cuello de los lectores.

El tratamiento del idioma dista tanto, por su parte, de cierto slang facilongo como del protagonismo barroco (que, en ocasiones, oculta el vacío del qué bajo la cáscara del cómo: puro cobertor de palabras). El idioma es aquí una herramienta, no exenta de dosificadas alegrías y lujos verbales. Aunque no se pretende la implacable precisión de un láser, sino el efecto de círculos concéntricos y espirales que nos van conduciendo de los arrabales al centro, ya que, según Atilio:

«Mallarmé pensaba, con mucha razón, que nombrar un objeto priva al lector del placer de ir descubriéndolo poco a poco, ayudado por la sugerencia de las palabras que no lo nombran”.(p. 12)

Efecto conseguido a pesar de la reincidencia filosofante, raras veces imprescindible y frecuentemente innecesaria. Vicios ensayísticos o alardes bibliográficos, lo cierto es que restan fluidez a los textos, adensan el discurso sin añadir otra cosa que acotaciones al margen, ofensivas para la percepción del lector atento e inteligente. El lector que, precisamente, exige este libro, dada su necesidad de hallar cómplices y no de conquistar mercados.

Al final del libro, tropezamos con “De Rerum Novarum”, cuyo sorprendente arranque nos saca de un discurso cuidadosamente homogéneo para dejarnos caer en los pastizales de la alegoría, pero no es sino el prólogo a “La escalera de Jacob (Coloquio-Pieza Narrativa Dialogada)”, que apela al ejercicio de la parábola sin explicitar moraleja alguna, dejando caer esa inquietante cuerda, como una invitación.

Confirmación de algo que ya Atilio nos anunciaba al inicio:

«Yo perseguía una ilusión, y ahora padezco la inmovilidad del perseguido. No hay testigos, y tengo la impresión de estar tartamudeando la visión del último invitado. Bien visto, nunca los hubo, aunque pienso que de esa forma es mucho mejor: la presencia del otro convierte en espectáculo lo que desde el inicio está concebido como experiencia personal”.(p. 9)

Libro, en suma, que exige con la misma intensidad que entrega, que devela sin revelar, persiste en cierta anfibología conceptual porque, como todo buen texto literario, nos descubre que la ambigüedad es no sólo una materia prima respetable, sino imprescindible. Un libro que no se conforma con la superficie esmeralda del mar lamiendo un arenal vigilado por escuadrones de palmeras (cuando vienes a ver ya estás preso dentro de una postal turística camino a Hamburgo Vía Air Mail); sino que intenta bucear, no sólo porque el mar es su espesor más que su superficie, sino porque a ras de fondo yacen los peces y los corales vivos, no etiqueteados en la vitrina del bazar. Aunque los folkloristas de la literatura puedan argumentar en su defensa que es una temeridad aventurarse a la vecindad de los escualos.

 

El premeditado azar de la cuerda, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena Letra. n.º 2, otoño, 1996, pp.157-158 (Caballero, Atilio: El azar y la cuerda. Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1996. 92 pp.)

 





La hora fantasma de cada cual

30 03 1994

Confieso que empecé a leer con desconfianza La hora fantasma de cada cual, libro de cuentos (¿cuentos? ¿novela? ¿cuentinovela? ¿novelicuento?, quién sabe, qué importa) de Raúl Aguiar. Una parte del libro —la menos feliz, por cierto— había caído en mis manos durante la última edición del premio Caimán Barbudo. La rebasé con rapidez y me adentré en la segunda parte. Y entonces esa magia que es toda buena literatura hizo su aparición. El antiteque cedió espacio hasta desaparecer, dejando al descubierto eso de humano que siempre vale en el hombre, lo que hace trascender el proceso de escritura desde un laborioso juego malabar con las palabras, a una entrega, sin esperanzas de reciprocidad, a esa quinta dimensión que es la imaginación humana. Sólo entonces la sintaxis cede espacio al corazón, los personajes cobran cierta vida que de algún modo nos trasciende y el punto final firma un compromiso que el escritor ya no está autorizado a eludir. Un compromiso que desde este momento Raúl Aguiar ha contraído con nosotros, sus lectores.

Hay tareas más arduas que otras, y no es de las más livianas aquella que alguna vez tentó a Dostoievski: descubrir el rostro oculto de la sociedad, ese que la pacatería prefiere susurrar y no decir. Un rostro en que hay tanta humanidad como en cualquier otro, y a veces más al desnudo. De ese mundo se encarga Raúl, sortea con suerte remolinos y escollos, devolviéndonos a salvo y magullados en la otra orilla. Por eso nos queda, al cabo de las páginas, esa sensación dolorosa y feliz de una excursión con paisajes, montañas, manigua densa y roquedales: el cansancio de los caminos y la tentación de regresar mañana, el año próximo, en el siguiente libro.

 

Presentación del libro La hora fantasma de cada cual, 1994

 





Historias paralelas (del libro Salto mortal, 1993)

30 11 1993

Portada Salto Mortal 159

Te lanzas del último carro patrullero, chirriantes las gomas por el frenazo inconcluso, con el AK terciado, la culata plegada y la misma expresión que has visto a los comandos en las acciones fulminantes y siempre exitosas de Hollywood. La misma expresión que asumías cuando jugabas a policías y ladrones, emboscándote en las orillas mugrosas del río Luyanó, agazapándote entre la hierba y el hedor de las aguas que por entonces tus células olfativas, de reciente estreno, pasaba por alto, absortas en olfatear el peligro que te acechaba en un zaguán de La Fernanda, entre los matorrales de un placer yermo a dos cuadras de Serafina y Rita, o en los meandros de una casa de vecindad Blanchy adentro. Y siempre era él, tu inseparable amigo, tocayo y enemigo, el niño que admiraste en secreto (porque eso no se confiesa) con la fruición que nunca concediste a las personas mayores. Él, policía empecinado y capricornio como un mastín, capaz de perseguirte hasta dentro de la noche, aunque muchacho, ven a comer que se te enfría la sopa, nada más quieres estar callejeando. Ladrón escurridizo, ingenioso, que con la temeridad de un sobresalto podía trasvestirse de perseguidor a perseguido y tenderte mil acechanzas entre los gajos de un almendro, o enterrado en la boca desdentada de una alcantarilla. Con él iniciaste tu asombro en asuntos de sexo, cuando se apareció con una colección de postales que su papá escondía en la última gaveta del chiforrober, y donde se veía tan clarito el asunto que no podías creerlo.

 

Acabas de despertar con el timbrazo del teléfono. No. No descuelgues. Sí. Descuélgalo, pero no hables. ¿Qué? ¿Qué dice? ¿Quién es? ¿Qué pasa, tú? (Con la misma expresión que asumías cuando jugabas a policías y ladrones, emboscándote en las orillas mugrosas del río Luyanó, agazapándote entre la hierba y el hedor de las aguas. Y siempre era él, tu inseparable amigo, tocayo y enemigo: policía empecinado, ladrón escurridizo). ¿Qué pasa? Dice. Se jodió esto. ¿Cómo que se ? Dice que la fiana está ahí. Ese es Manolo. Tú me dijiste . Fíjate. No me vengas ahora . Tú me dijiste que esto era seguro. Olvídate de lo que yo te dije y muévete. Alguien nos echó palante. Seguro. Muévete, que si no, te van a mover. Suerte que la manzana esta es un queso. Pasillos y recovecos y jardines con doble salida y muros por donde quiera. Vuela, Luisito. Mierda. Apúrate. Me cogí un dedo. Suelta. Dale. Saca las cosas. Vuela, carajo, vuela.

 

Escuchas las instrucciones para el operativo: El grupo uno entrará a la casa por la Avenida 37. Lo cubrirán dos hombres, uno en cada esquina. Dos, sí. La manzana esta es un queso y no podemos derrochar gente. Javier y Guzmán: Ustedes se quedan en 42. Cubran la cuadra y ojo con las bocacalles. Deben ser dos, pero nunca se sabe. A lo mejor tienen visita. Andrés y Fermín, a la Calle 36. Andrade y tú, el nuevo, ¿cómo te llamas? Tú, Luis, y Andrade, cubran 37. Es el sector menos probable, pero no se duerman, que estos pájaros pueden volar para cualquier sitio. Vamos, muchacho. Andrade, fornido y brusco, camina delante de ti, bamboleándose como un barco para contrarrestar la cojera que le dejó un punzonazo imprevisto hace seis meses. Muévete. Muévete. Porque tú te desplazas con la cautela de un felino aprendiz, todavía contaminado de vídeos a medio digerir y manuales que en la escuela explicaban todo lo explicable, pero que no mencionaban lo inexplicable, quizás por esa omnisciencia pedante de los manuales, como para no dejar dudas. Y es tan difícil aprender sin dudar. Todo eso, y El Superpolicía, Fuerte Apache, El caso Neill, revolotean a tu alrededor mientras te emboscas, tras una lacónica seña de Andrade, en la rampa que da acceso al garage de una escuela. Saltar obstáculos. Disparar a la carrera. Puntería rápida, que la calle no es una feria y los delincuentes no son paticos de aluminio. Y en eso, sonríes, eras el uno. Disparabas casi sin mirar, como si te hubieran instalado un ojo director en el cañón de la Makaróv. Sólo en caso extremo, ¿comprenden? Ustedes son policías, no pistoleros. Y en táctica también, que vino a continuar tus sesiones de peón cuatro reina con Jacinto, porque a él eso sí que no. Yo no sé cómo tú tienes paciencia y nalgas para estar tres horas delante del tablerito ese. Lo de él era el movimiento, la calle, donde lidereaba sin esfuerzo. El nombramiento era obvio. Nadie se lo discutía. Y menos tú, que eras el cerebro, como decía él cuando te miraba, en espera de una idea nueva para sorprender a la pandilla de La Carolina que venía con Buscaperros al frente, medio enano y con bíceps de estibador por su adicción a las pesas y los constructivos desde quinto grado. Pero él no tenía paciencia. Tú, en cambio, tienes que probar la tuya ahora, inmóvil como un poste. Esperar es siempre un oficio difícil.

 

¿Por la puerta? ¿Tú eres comemierda? Sale por el fondo. Mira. De la ventana saltamos al patio, y de ahí al otro edificio. Yo me voy por allá. Tú brinca los dos muros y sale por el pasillo a 37. No te vuelvas loco. Despacio. Como si fueras un vecino cualquiera. Ven acá. Por poco sales como un sanaco, con la jabita en la mano. Métete la plata debajo de la camisa. Amárratela a la cintura. Nos vemos en casa de Andino. Dale. Huye. Con la cautela de que hacías uso durante tus sesiones de peón cuatro reina con Jacinto. Yo no sé cómo tú tienes paciencia y nalgas. Lo de él era el movimiento, la calle. Tú eras el cerebro, como decía él cuando te miraba, en espera de una idea nueva para sorprender a la pandilla de La Carolina. Y tú… Huye, carajo, huye.

 

Tratas de recordar las lecciones que aprendiste cuando eras el rey del truco, el mago de la maraña imprevista para perdértele a los demás, el que adivinaba siempre los escondites bobos, cuando te tocaba hacer de policía. Yo que tantas veces hice de . Ser ladrón siempre fue más entretenido. Uno los veía venir y se reía por dentro. Tú verás que los engaño. Tú verás. Menos a él, que me olía como a un kilómetro. Y ahora de fia . Policía. Policía no. Pichón, como ellos dicen. Límpiate con el diplomita, muchacho. Mejor no, va y te raspas. Cuando veas una pistola de frente, ahí mismo te cagas. ¿Verdad, Benito? ¿Este niño no es de los que se embolsan cuando ven una pistola de verdad abriéndoles la boca? Oye, y no te vayas a limpiar después con el diploma, que es de cartulina. Se creen que uno . Ojalá que salgan por aquí,

 

Te escurres por los pasillos tratando de no hacer ruido, de no despertar a los perros, de no olvidar las lecciones que aprendiste cuando eras el rey del truco, el mago de la maraña imprevista. Yo que tantas veces hice de fiana. Ser ladrón siempre fue más entretenido. Uno los veía venir. Tú verás que los engaño. Menos a él, que me olía a un kilómetro. Ahora sí tengo que hilar fino para que la fiana no me huela. Y saltas dos muros para caer en el pasillo de salida. Caminas con cautela y estás a punto de alcanzar la calle. Despacio, viejo. Como si contigo no fuera. Despacito. Los músculos en tensión para dispararte si no quedara más remedio. Confías. Tú no estás fichado. Desconfías. Dice El Brujo que los fianas viejos saben leerle a la gente los pensamientos en la cara. Suerte que siempre hay su nuevo. ¿Y si no? Confías, pero por si acaso . Entonces alcanzas la acera y caminas hacia la esquina. Como si contigo no fuera.

 

para que vean. Yo sí no me apendejo. Ojalá que salgan por aquí. Ojalá. Eh, ¿qué es eso? Acabas de ver una sombra y, después, a un hombre que sale persiguiendo su sombra, levemente indeciso, pero. No puede ser. ¿Y si es? ¿Y si no es? Si no es, no importa. Pero, ¿y si es? Oye, párate ahí. Párate ahí o disparo.

 

Te detienes indeciso. No sabes si correr o quedarte quieto como te conmina la voz. ¿Y si me registran? Con el 38 y el dinero estoy cogido. A lo mejor no me registran. Pero. No. Ni lo veo. Y él me tiene en la mirilla. Me cago en el farol ese. No me registran, tú verás. Yo soy un ciudadano que sale para el trabajo y . Coño. A ese yo lo conozco. ¿Qué hace él metido a fiana?

 

¿Usted no es? No. Pero . Yo a tí te conozco.

¿Usted no es? No. Pero . Yo a tí te conozco.

 

Y ambos se escrutan, uno frente al otro. ¿Serán jimaguas estos dos? ─piensa Andrade─. Pero no. Sus imágenes quedan estupefactas, comprobando que a la raya izquierda que parte el cabello de Luisito corresponde la raya derecha de Luisito, que a la cicatriz en la oreja derecha de Luisito corresponde la cicatriz en la oreja izquierda de Luisito; aunque la ropa les impida comprobar que los lunares y la diminuta lesión sacrolumbar, los callos y las pequeñas cicatrices con que la vida fue signando a Luisito, tienen su réplica exacta, especular, en el cuerpo de Luisito. Señales indistinguibles aún para Andrade, observador innato. Quedan durante algunos segundos suspendidas sus historias, sus destinos intransferibles, resultado de causas y efectos incontables; como si el tiempo se hubiera tomado la atribución de sentarse a descansar oprimiendo la «pausa», de modo que las imágenes y los sonidos queden inmovilizados en la pantalla de la noche. Después oprime como al descuido la tecla de nuevo y.

 

Ven para acá. Es que yo . Olvídate del apuro. De todas maneras, en la esquina no te van a dejar pasar. Le estamos montando un operativo a unos tipos que metieron un palo gordo. Ven. Métete aquí. Quieto. Quieto ahí. Pues mira, yo te conozco de… No. Quédate quieto. No, chico. Ni te preocupes. Esto lo matamos enseguida.

 

¿Y si me quedo tranquilito hasta que pase todo? A lo mejor libro. Yo no estoy fichado. Pero va y cogen al Uña y a Jaimito, y se van de chivas, y ahí mismo me traban de manso palomón. Qué va. Yo voy echando. Es que estoy apurado. ¿Y eso?

 

¿No te lo dije? Oye los tiros. Ya los cogieron. Salieron por 36. Como dijo el capitán. Es un lince el viejo ese. Dicen que una vez . Está bien. Dale. Si estás apurado . Pero, oye, cualquier cosa tírate al piso, que las balas perdidas no traen el nombre del muerto. Allá en la escuela . Está bien. Increíble. Seguro que te conozco. Segurito. Como si fueras yo. Bueno, nos vemos. Yo le aviso al de la esquina.

 

Con tal de que esos no canten antes que yo llegue a la esquina. Con tal de que me de tiempo. Con tal de que él no se de cuenta. Con tal de que el fiana de la esquina no se ponga pesado. Con tal de que no se le pase de pronto la inocencia al nuevo ese. Libré. Si me coge otro, me registra hasta la cerilla de las orejas. Pero él. Un muchacho sano, como decía mi pura. Un comemierda, vieja, mira como me le fui.

 

Si llega a ser otro, le registro hasta la cerilla de las orejas. Pero él. Se ve que es un muchacho sano, como decía mi pura. Un comemierda, vieja, ese no gana nunca; mira que venir a meterse en el medio de la candela. Por poco lo jodo. Atención punto cinco. Atención punto cinco. Hay uno adentro todavía. No abandonen las posiciones. No dejen salir ni entrar a nadie. Falta uno. ¿Entendido? Cambio. Entendido. Cambio y cierro. Y yo que le dije . A ver si le meten un tiro por culpa mía. Qué comemierda soy. Déjame llamarlo. Oye, párate ahí. Párate.

 

Ya se dio cuenta. Me cago en él. Estoy jodido. Y te vuelves con el Colt 38 cañón corto en la mano derecha.

 

Lo miras un momento perplejo, contraído, como te contraías en las riberas del Luyanó para esconderte mejor detrás de los macizos de yerba guinea y guizazo de caballo; antes que el fogonazo te mate la inocencia y el plomo achaparrado que acaba de salir del Colt que acaba de salir de la cintura de Luisito, te tumbe de espaldas contra el pavimento.

 

Vuela, Luisito. Vuela, que ahora sí te joden. ¿Por qué no se habrá demorado cinco minutos en salir de su comemierde ?

 

Frase segada cuando dos años de entrenamiento oprimen el disparador del AK y una ráfaga corta corta en dos la espalda de Luisito que huye de Luisito. Y la espalda, muy cerca de la esquina, continúa su huida, pero hacia el piso. Emerges del aturdimiento, te pones de pie, y caminas hacia Luisito, que yace de bruces y se contrae, como se contraía en las riberas del Luyanó para esconderse mejor detrás de los macizos de yerba guinea y guizazo de caballo; pero ahora son los espasmos y la mano aferrada al Colt 38, que desprendes despacio de los dedos agarrotados, como si fuera un delicadísimo mecanismo a punto de estallar. Con el brazo sano, lo vuelves, y Luisito te sonríe desde el piso con los dientes manchados de sangre.

 

Ganaste. Tú que no ganabas nunca. Ganaste. Pero por poco te jodo.

 

Las palabras no han terminado de disolverse en la noche cuando llegan el capitán y los demás y te felicitan, coño muchacho, ahora sí te graduaste. A ver. A ver. No se cagó ni nada. No te me desmayes, que el arañazo ese te lo curan en dos semanas. Dentro de quince días ya estás zapateando como nuevo. Tú verás. Seguro te dan un ascenso o una condecoración. Tú verás. Pero te apartas sin sonreír y vomitas la comida de anoche. Completa. Y entre una arqueada y otra piensas que la gloria combativa no es tan lustrosa, tan impecable y bien planchada como la habías imaginado. Ni «cumpliste con honor», ni «un ascenso a lo mejor, o una condecoración», redimen tus ojos de esa mancha bermellón que se empieza a interponer como una niebla entre tus ojos y el paisaje. Ni la alegría, «ahora sí te graduaste». Ni el miedo a la muerte, que uno lo siente después que la muerte pasó y otro día será.

 

Cuando los acuestan en la misma ambulancia, sospechas que esta noche Luisito mató de un tiro un pedazo de tu infancia. Miras sus ojos, muy fijos en el bombillo blanquecino del techo, a pesar de los tumbos que va dando la ambulancia por la Avenida 41, precedida por el aullido de la sirena, y piensas si Luisito no pensará lo mismo.

Porque no sabes, Luisito, que cuando los desnuden en el hospital perderán los rótulos, las cifras con que la sociedad ha tenido la osadía de inventariarlos, y entonces nadie sabrá quién es quién. Y será mucho más difícil convalescer de la perplejidad que de las heridas.

Porque no sabes, Luisito, que una herida mortal puede tener la voluntad de cerrarse, con la cautela de labios empecinados en hacer silencio; mientras un balazo sin importancia puede agravarse por causas aparentemente desconocidas.

Porque no sabes, Luisito, que los ojos de Luisito ya no se apartarán del bombillo blanquecino. Que tu inocencia, la mitad de tu infancia y la infancia toda de Luisito, la adolescencia toda de Luisito, no resucitarán.





Jodemas

30 05 1993

Cuando un oído recibe el impacto de la palabra poema, avisa inmediatamente al cerebro para que conecte el canal filosofante, melancolicoide y evocador (como los canales de Venecia). En cambio, cuando un oído recibe la palabra jodema, no sabe qué sugerencia hacer al cerebro, y sólo le comunica que se las arregle como pueda. De modo que la recepción del jodema se convierte en un asunto para cerebros de perfil ancho, con mucha iniciativa.

Si intentáramos una jodética (o arte jodética) a partir del jodema, obtendríamos una definición por exclusión: el jodema no es un poema, no es un chiste ni un tratado filosófico. Un jodema es la manifestación objetiva, material y fuera de nuestra conciencia de eso que se ha dado en llamar jodesía. Es cuando un jodeta recibe la visita de alguna musa que lo incita —si lo excita no era musa— a la jodetización durante horas, y quizás durante meses si los jodemas son de largo alcance o por entregas.

Un buen jodema debe limitarse a la sonrisa cómplice, a la sonrisa interior —como el monólogo interior, pero más divertida—, a la sonrisa aspirada, cuando no se pronuncia, o a la sonrisa cerebral, la más recóndita. Pero siempre, aunque sea dos meses más tarde, el jodema surte su efecto. Cuando transcurren veinte años y el jodema aún no ha dado resultado, es que era malo. Se recomiendan jodemas de acción rápida.

El jodema puede tratar de cualquier cosa siempre que no deje de ser un jodema. Si por razones temáticas dejara de serlo, es que de ningún modo lo era. Ni lo intente de nuevo.

Hay jodemas que no parecen jodemas, pero también hay globos que parecen condones y ningún niño se confunde. En contraste con el globo, el jodema debe ponerse en las neuronas. Conociendo su talla de cerebro, adquiera el jodema adecuado. No siempre se admiten devoluciones.

Una relación de ilustres jodetas sería imprecisa, dado que la mayoría de los jodetas no alcanzaron la fama, o la alcanzaron disfrazando de otras artes sus jodemas. Y nos llevaría varias páginas. Un bodrio incompatible con las normas elementales de la jodesía.

Berkeley, Hume, Malthus, Shopenhauer y Nietsze reconocen que uno de los rasgos que distingue al hombre de los restantes animales es su capacidad de jodetizar al prójimo. Por eso los niños, adultos en fase de materia prima, son la jodesía misma. Lástima que al adultecer se nos olvide.

 

“Jodema”; en: Somos Jóvenes, La Habana, 1993, p. 5.





Salto mortal hacia unos ojos verdes (del libro Recuerdos del olvido, 1992)

30 10 1992

Luis Manuel García Méndez; Recuerdos del olvido  (plaquette, cuento); Ed. Unión; La Habana, Cuba, 1992. 32 pp.

Portada Recuerdos del olvido 82

Tres cuentos sobre la nostalgia y sus acechos, el pasado siempre agazapado, esperando por un mínimo desliz de la memoria, el decursar del tiempo y su erosión a veces indetectable… hasta un día. Historias de hoy que pudieron ser escritas ayer, mañana.

Salto mortal hacia unos ojos verdes

Al perro que no tuve

(el paraíso perdido)

Carlitos se peina peina peina peina ante el espejo, tratando de que las ondulaciones del cabello se parezcan lo más posible a las que vio antes de ayer en una revista que llevaron a casa de Fiquito. Hace doce minutos que sustituye intentos fallidos por intentos fallidos, y no es sino ahora, cuando el nivel de exigencia ha descendido lo suficiente, que se conforma con ondulaciones más o menos aproximadas. Abre el escaparate y no encuentra la camisa de listas verdes, la que más grande le queda y, por eso, la que más le gusta. Al fondo hay un bulto de ropa por planchar. Lo levanta. Debajo está el viejo bozal de Tingo. Toma un momento entre los dedos las correas masticadas, verdosas de humedad y babas fósiles, y las deja en el mismo sitio. Abre el bulto y encuentra la camisa, como recién sacada de una botella. Él sabe que la vieja se la plancharía, nunca antes de arrearle un sermón, no uses más las camisas de tu padre, mira que después se pone bravo. Y prefiere plancharla él mismo. Más o menos. Mientras disimula, o por lo menos calienta las arrugas, continúa mirando el bozal dentro del escaparate abierto, y dentro del bozal ve a Tingo antes que tuviera bozal, cuando se conocieron a la entrada del zoológico. Alguna perra lo había parido en las inmediaciones y el cachorro se dio al vagabundeo entre los árboles copudos, evitando con un instinto envidiable las jaulas de los grandes felinos y el foso de los leones. Nacido varios días antes del ciclón Kate, Tingo alcanzó la sabiduría en materia de supervivencia aquella noche, cuando las ráfagas de 130 kilómetros por hora arrasaron la floresta y sufrió una experiencia irrepetible: llovían árboles. Bajo cada uno podía quedar su corta experiencia, espachurrada. Al día siguiente, cuando deambulaba, ciego de miedo y de ciego, como cualquier cachorro, entre las piernas de los humanos que intentaban evacuar cadáveres de árboles y apaciguar a las fieras nerviosas, alguien cayó al tropezar con él. Alguien que lo acarreó por una oreja, como un paquete, hasta la puerta, frente a la estatua de los venados, que ni se inmutaron. Alguien que lo lanzó a casi tres metros de distancia, a los pies de Carlitos, que había asistido esa mañana a curiosear los estragos del ciclón, avisado de que algo raro debía estar ocurriendo por los rugidos, relinchos, balidos, gruñidos, bramidos, graznidos, barritos, gamitidos, chillidos, rebudios, aullidos, silbidos, tauteos y mugidos de los animales. En lugar de fieras evadidas, cercos policíacos y fusiles con cápsulas de narcóticos, halló a Tingo, uno de los más raros estragos del Kate en todo el territorio nacional. Carlitos y Tingo, que aún no era Tingo, aunque ya era, se miraron exploratoriamente. Carlitos, desconfiando, con toda razón, de la pureza racial de Tingo. Tingo desconfiando, con toda razón, del género humano. Al fin depusieron sus desconfianzas y Tingo lo persiguió una cuadra. El niño miraba de cuando en cuando hacia atrás, momentos en que el perro se detenía y simulaba cierta indiferencia, que era su modo de precaverse. En una de esas retrovisiones,

Carlitos decide llevárselo a casa. Se detiene.

Tingo también.

Carlitos se acerca.

Tingo se aleja.

Carlitos lo persigue.

Tingo corre.

Carlitos se resigna. Regresa despacio.

Tingo sigue su huella a cierta y prudencial distancia, que no rebasa la esquina inmediata a la puerta por donde entra Carlitos para salir, minutos más tarde, con una escudilla en cuyo fondo yacen los restos de un litro de leche. La coloca en la acera y cierra la puerta. Otea desde la ventana, pero Tingo nota, receloso, la cabeza, y no se acerca a menos de seis metros. Carlitos termina aburriéndose y se va adentro. Media hora más tarde, descubre la escudilla vacía y los ojos agradecidos del perro desde la esquina. Dos días duró esa relación de enamorados lejanos, conciliados por una escudilla de leche. La distancia se fue acortando escudilla a escudilla, en la medida que se resignaban las dudas de Carlitos sobre la autenticidad racial de Tingo, y se disolvía en leche la desconfianza del perro. A la altura de la cuarta escudilla. Tingo permitió que Carlitos le pasara la mano y entró en la casa persiguiendo sus talones, asestándole inocentes zarpazos en tono de espérate espérate, repite Carlitos a su madre que lo llama ahora. Da los machucones finales a la camisa, desconecta la plancha y se sienta a comer, no con muchas ganas, porque teme llegar tarde. Adita Martínez, la niña más codiciada de 9º A, lo espera a las seis y media en la Fuente Luminosa, y lo último de lo último sería llegar tarde después de haber ensayado, durante casi dos meses, torpes invitaciones y tímidos halagos; más complejos que una escudilla de leche a la puerta de la casa. Casi dos meses inventando ante el espejo poses cautivantes, y preparando al acostarse discursos ingeniosos, amorosos, sabrosos y todo, menos empalagosos. Discursos que seducirían a Adita Martínez y le demostrarían que Carlitos es, efectivamente, el hombre de su vida. Discursos que más tarde serían abrumados, embrollados, reducidos a chorritos entrecortados de palabras; porque los ojos verdes de Adita tienen la propiedad de transmutar el torrente verbal de Carlitos en arroyos intermitentes de verano. Hoy no, hoy sí que no ─piensa y engulle sin pausas una cucharada tras otra (te vas a atragantar, muchacho), para no llegar tarde─. Corre a ponerse la camisa. Cierra el escaparate confinando a la oscuridad el bozal, confinando al Tingo que el bozal no ha olvidado, confinando sus recuerdos, y sale disparado. Chao, mima. Corre hasta la esquina, dobla la calle Reparto hacia Ulloa y desemboca por la calle Santa Rosa a la Avenida 26, que lo depositará, sano y salvo, cuatro minutos más tarde, en los ojos de Adita. Aunque no se da cuenta, porque ya son sus pies y no él quienes escogen el camino jalonado por la costumbre, es la misma ruta que tantas veces siguió con Tingo camino a la Ciudad Deportiva, aunque el trayecto de Tingo fuera una serie deshilvanada de meandros, lazos de pisadas anudándose y desanudándose a las piernas de Carlitos, como después perseguían juntos los flais en el campo corto, los roletazos y toques de bola, los batazos largos se va se va se fueeeee, por el center fil, y así llegaban bien cansados, sobre todo Tingo que, ignorante de las más elementales reglas del béibol, corría tras los jugadores, tras la pelota, tras el viento, tras las mariposas, tras sus visiones que a veces no tenían ni hilación con la realidad, ni con nada. Ese perro está loco, tú. Míralo. No te lo pierdas. Oye, Carlitos, mándalo a un sicólogo para perros. Seguro está enfermo de los nervios. Esa es la vieja tuya, que lo tiene quimbao. Porque Amanda detestaba a los perros y sólo le había consentido a Tingo con la condición de que no ensuciara (meara, cagara u otra conjugación), porque a mí nadie me considera, y además de aguantarles el reguero, con lo manganzones que están, el colmo es que venga un perro. Pero Carlitos no practicó la educación integral de Tingo. Le dejaba correr enloquecido, aunque a veces le echara a perder el juego, como cuando atrapó la pelota primero que él y mientras lo capturaban, les entraron tres carreras. Ganas me dan de tirar la pelota a jon con perro y todo. Pero era imposible convencerlo de que jugara banco. Cierta vez lo confinaron entre dos cajas vacías, pero los aullidos resultaron menos soportables que sus correteos por el campo corto. En el segundo ining tuvieron que soltarlo. Y en la casa sus meadas y otros embarres aparecían detrás del sofá, bajo la cama, al fondo de la cocina. Algunos destrozos de chancletas viejas fueron sobreseídos, no así los memorables zapatos nuevos de Amanda, que Tingo redujo a poco menos que huaraches pasándose por los dientes cada centímetro cuadrado de piel. Desde ese día, el odio teórico de Amanda se convirtió en lucha de contrarios sin unidad, contradicción antagónica insoluble por la vía pacífica. Desde aquel día Amanda advirtió: llévate el perro de la casa, porque si no, el día menos pensado. Y ese día fue la mañana siguiente de aquel otro cuando Tingo derribó de la mesita el búcaro favorito de la abuela; y apenas pudo escapar a la lluvia de insultos y escobazos, aprovechando la puerta entreabierta y un alto al fuego decretado por el cansancio de Amanda. A su regreso, Carlitos lo halló empapado, tiritando de aguacero y miedo, en la acera de enfrente. Amanda le advirtió que si no lo botaba sería peor, pero Carlitos no podía suponer. Ni siquiera le extrañó que a la mañana siguiente Amanda le dijera: Vete, vete corriendo, que vas a llegar tarde; yo le doy a Tingo la comida. A las diez de la mañana, la vaga inquietud tomó cuerpo de premonición, aún imprecisa, y Carlitos abandonó la escuela con un pretexto irrecordable, caminó de prisa las seis o siete cuadras hasta Tingo, echado a la puerta de su casa. Había algo inquietante en la posición del perro, yaciendo de flanco sobre la acera; en el hilo de saliva amarillenta que se descolgaba del hocico y ya había labrado un cauce que desembocaba en la calle. Carlitos se acercó con lentitud. Apoyó la carpeta contra la pared y empezó a pasarle la mano a Tingo por el lomo. Pero el perro no pareció reconocerlo. Abrió los ojos y lo miró con una pupila vidriosa donde pelotas, visiones y mariposas se habían apagado. Carlitos insistió en llamarlo, en acariciarle el lomo con tantos recuerdos compartidos, más que con las manos; pero Tingo le gruñó, por primera vez en tanto tiempo, por última vez en tan poco tiempo. Movió con trabajo el hocico y lanzó hacia la mano de Carlitos una dentellada desfalleciente que se quedó a mitad de camino. El retiró la mano y lo vio levantarse, temblando como de frío, aunque junio derretía el asfalto de las calles. Tingo echó a andar a trompicones, y en la esquina se detuvo convulsionado por un vómito verdoso que hizo saltar unas lágrimas sin lágrimas de sus ojos. La mano de Carlitos intentó una nueva caricia, pero el mordisco del perro le advirtió que ya Tingo no era Tingo, que los puentes habían sido levantados, que ahora el perro y él quedaban en dos orillas opuestas. Lo siguió calle abajo, viéndolo tropezar y tambalearse, viéndolo caer de vez en vez, acezante, cruzar a ciegas la Avenida de Puentes Grandes y salvar su lenta agonía entre chirridos de frenos y maldiciones de choferes. Las últimas cuadras de ese camino hacia la nada, el mismo que lo conduce hoy hacia los labios de Adita Martínez, la niña más codiciada de 9º A, las hizo Tingo entre chorros de saliva, vómitos y saltos torpes, porque la rigidez ya había hecho presa de sus patas delanteras. En la rotonda intentó bajar a la calle, pero sus patas lo engañaron y se desplomó al pie de la acera, con las mandíbulas contraídas, los ojos desorbitados como si intentara obtener a través de ellos no pelotas, ni visiones, ni mariposas, sino el aire elemental que los músculos petrificados le negaban. Al final, las contracciones lo hicieron saltar de un lado a otro como un pelele; los ojos giraron enloquecidos en las órbitas para detenerse, desmesurados, en una nube que debía estar muy muy lejos, porque esa mañana el cielo mostraba un azul sin accidentes, desleído por el Sol. Carlitos se sentó en el contén y dejó que sus lágrimas rodaran en silencio. Ni sollozos, ni espasmos que precavieran a los transeúntes. Durante media hora fue un niño descubriendo la muerte frente a un perro que no regresaría para explicársela. No tuvo valor para recoger el cadáver. Lo dejó allí mismo, en el sitio que Tingo había escogido; en el sitio que había escogido a Tingo para incorporar su muerte a los anales del asfalto. Durante los días subsiguientes evitó pasar por el lugar, y cuando volvió a verlo, ya el perro no era más que una calcomanía borrosa de la muerte, estampada por las ruedas de alguna rastra. Ya sus huesos, su piel, sus vísceras desecadas por el sol, se habían integrado al paisaje, como una naturaleza muerta (técnica mixta) ocupando un discreto rincón en el lienzo de asfalto.

(el paraíso cobrado)

Durante meses, Carlitos evitó caminar sobre el recuerdo de Tingo, sobre sus restos tatuados en la calle. Aún hoy, cuando ve a Adita esperándolo al pie de la fuente, sus pies eluden el lugar, encuentran otro cauce para alcanzar los ojos verdes, más húmedos que el chorro de la fuente, tan húmedos quizás como las mismas esperanzas de Carlitos. El discurso inaugural se reduce a una sonrisa y ¿quieres tomar helado? Rondan la fuente, se salpican, ella da un saltico hacia él como para no mojarse, como para salpicarlo con sus ojos, pero él no se da cuenta. Ella sí. Sabe que el salto fue mitad hidrofobia, mitad sabiduría no aprendida, ni premeditada; una sabiduría adquirida, quizás, en el código genético. Por eso es ella la que se sonroja. Sortean el tráfico y caminan junto a la verja de la Ciudad Deportiva. Ella desliza las manos por el alambre y de vez en vez se sacude de los dedos el polvillo de óxido. Él trata de alcanzar la eficiencia oratoria que ha venido preparando bajo la acuciosa mirada del Carlitos que habita en el espejo, el Carlitos que a esta hora se debe estar riendo como loco. Hay tramos de silencio, tramos de Matemática, Física, Español, tramos de playa, de fiestas, de canciones, amigos, bailes, revistas, mi familia y la tuya; hasta que llegan a la Ward. Naranja‑piña, mantecado, rizado de chocolate y cola. A ella no le gusta mucho, pero, bueno, está bien, si tú quieres. Un jimaguas. Y la naranja‑piña se reduce a un paladeo frutal y lejano, más que a la introducción para: Piña, naranja, y tú que pareces una fruta madura, ¿a qué sabes?, a todas las frutas juntas o mejor quizás, así debe saber una muchacha como tú, y ella sonrojada, tú eres tremendo, Carlitos, tú sí eres tremenda, y con lo que me gustan a mí las frutas, sobre todo las frutas que saben a todas las frutas y… Pero eso es lo que le dirá varias horas más tarde el Carlitos del espejo. No lo que fue, sino lo que pudo y no fue. Y ahora, a la salida de la Ward: ¿Quieres ir hasta el parque? ¿Cuál? El del pescado. ¿Tan lejos? No es tanto, chica. Mira: yo tengo que llegar temprano. Rápido. Rápido. Está bien, pero… Y caminan sobre las salpicaduras de luz y sombra, bajo los árboles que se interponen entre ellos y el cielo. Escogen el penúltimo banco, junto a la pequeña celda, de cara a los yerbazales indomados que se yerguen, más allá de la cerca, altaneros frente al césped domesticado. Tres minutos de conversación más tarde, Carlitos agota los temas que no le interesa tratar, y su lengua se niega a fabricar las palabras que sí quisiera decir, las palabras que Adita espera sin atreverse a provocarlas, y sin saber cómo. Carlitos se caga cien mil veces en Carlitos y, entre desesperado y náufrago en el océano de su incertidumbre, toma bruscamente la mano derecha de Adita entre las suyas y la aprieta fuerte, como para evitar su huida. Cierra los ojos, y se da cuenta de que ésto, más que una caricia, es una agresión. Entonces, con los ojos todavía cerrados, afloja lentamente la presión. Teme que ella diga algo, teme que la mano se le escape, como un pescado neurótico del chinchorro, como un sinsonte de la trampa, teme. Pero, aun liberada, la mano de Adita continúa allí y Carlitos siente que los dedos de ella se mueven, buscan el espacio entre los suyos, se trenzan. Cuando abre los ojos, ya las dos manos se han convertido en una mano de diez dedos, y los ojos de Adita están, más húmedos que nunca, muy fijos en los suyos. Caminan de regreso con las manos tomadas. Ensayan las caricias más torpes, las más inolvidables por eso mismo. Hablan de todo lo que saben y de lo que no saben, porque ya la lengua de Carlitos se ha recuperado de su parálisis momentánea, y defiende con fervor la música de Wamb, el heavy metal, los conciertos de rock del Ferretero, que él va a cada rato con su hermano; mientras Adita defiende con fervor a Roberto Carlos, las telenovelas y a José José. Qué va. Yo a ese José José sí que no lo resisto. Pues mira, que a mí sí… Pero ahora es distinto. Tú estás conmigo y en el Ferretero… ¿Qué? Que eso de oír a José José es una cheada y estando conmigo… Pues mira, fácil, yo soy una chea. Así que no estoy más contigo y ya. Y Adita echa a correr. Salta la calle hasta la fuente. Y de nuevo Carlitos se caga cien mil veces en Carlitos, pero ya está más entrenado y lo hace rápido, lo suficiente para alcanzarla casi de inmediato. Oye, chica, espérate. No seas boba. Sí. Soy boba por salir contigo y chea porque quiero. Oye, yo… Pero ella cruza casi sin mirar hasta la desembocadura de la Avenida 26. Justo antes de alcanzar la acera, Carlitos la retiene por un brazo. Mira, Adita, no seas boba. Suéltame. Si te suelto, te vas. ¿Y a tí que más te da, si yo soy una chea? Perdóname. No. Perdóname, chica. Oye a José José, y a Los Papines y a la orquesta sinfónica si tú quieres. Y a Roberto Carlos. También. ¿Y tú no decías que…? No. No importa. Yo te quiero así mismo (al fin me salió, coño). Entonces Carlitos la abraza, le toma el rostro y lo levanta hasta el suyo. Los labios de ella, cerrados, se unen por un momento a los de él, que trata de entreabrirlos como le dijo su hermano. Pero los de ella sólo se apoyan, contraídos. Y los senos pequeños titilan contra su pecho, y los muslos se apoyan en los muslos, y la piernas tiemblan, porque en ellas se refugian las precauciones que fueron desalojadas de la cabeza, el miedo que fue desahuciado del corazón. Y los pies de ambos, muy juntos, descansan sobre los restos de Tingo, que se diluyen en el asfalto, ahora que su recuerdo comienza a engrosar los neblinosos anales del olvido.





Corolario (del libro Habanecer, 1992)

1 02 1990

Portada Habanecer 186

Hasta esta hora de este viernes 28 de agosto de 1987, la ciudad ha respirado 2.425.634 m3 de aire, sus 1.384 columpios se han  mecido 622.800 veces; en los 96 cines, 144.000,5 pares de ojos pastaron besos, asesinatos y chistes en colores y cinemascope; 39.000 pares de nalgas erosionaron, en los 134 parques, los bancos de madera y granito; se escucharon 1.234.000 canciones; acaban de nacer 83 niños, que esperan alcanzar 73 años y medio y que ocuparán el espacio, cada vez más exiguo, que dejaron los 45 muertos velados, llorados, enterrados y mañana olvidados, de este día; la ciudad gastó  6.889.218 pesos, se comió 120.500 pollos, 164.000 docenas de huevos, y bebió 1.956.432 litros de agua.  Como consecuencia,  al Caribe fueron a dar 1.854.973 litros de orines y  326,95  toneladas  de mierda. 4.300.000  pasajeros  sufrieron  las inclemencias del transporte urbano y 383.920 afortunados capturaron un taxi. Hasta esta hora de este viernes 28 de agosto de 1987, la ciudad de San Cristóbal  de La Habana hizo el amor 157.437 veces.