“La obediencia simula subordinación, lo mismo
que el miedo a la policía simula honradez”.
George Bernard Shaw
A lomos de la Corriente del Golfo, media milla al norte de La Habana, deriva Fernando mientras pesca, sentado en el borde de una cámara de camión inflada hasta 120 centímetros de diámetro: un anillo de caucho para sus bodas con la mar, un salvavidas de caramelo lamido por el azul del océano. Va a echar mano a la cajetilla de cigarros cuando siente una presencia, una sombra, premonición casi. Saca las piernas del agua por instinto, al tiempo que una cabeza en forma de T, con dos ojillos en sus extremos, un martillo con dientes, aparece exactamente bajo él, a un metro de profundidad. Una cornuda, piensa mientras el cuerpo gris claro nada con un zigzagueo. Cuatro metros como mínimo. El terror ralentiza los segundos. A la velocidad del miedo, parece que el animal nunca terminara de pasar. Fernando sabe que el tiburón, con sólo voltearse, podría comérselo con cámara y avíos. Pero se aleja. Hunde de nuevo las piernas en el agua y patea con desesperación hacia la costa. Mira en derredor buscando la aleta dorsal, aunque sabe que bien podría no darle tiempo. Virgencita, yo te pongo una vela, dos, tres. Pero en este minuto, más confía en sus piernas que en la Virgencita, a la que en un flashazo de humor involuntario, ve flotando en el aire, ataviada con la trusa roja y las tetas XL de Pamela Anderson. Si sonríe ante su propia visión, ni se da cuenta. Se proyecta hacia la costa a una velocidad de pescador en trance de ser pescado. La cámara choca contra los arrecifes y se raja con un estallido. Fernando trepa de un salto y se arrodilla sobre las rocas, se persigna y da gracias a Yemayá y a la Virgen de la Caridad del Cobre —aunque sea más destetada que su tía Eulalia—. A cien metros de la costa, una aleta dorsal gira en redondo y se pierde mar afuera. Triángulo gris oculto entre pirámides de espuma y agua. Fernando no logra verla.
Camina despacio hacia su casa con las manos vacías y la cámara rota al hombro. Las rodillas le tiemblan. Por hoy, terminó la pesca.
Pero eso sucedió hace tres años. Ahora cierra con cuidado la puerta para no despertar al niño y se adentra en esta madrugada de marzo. Hace quince días que no puede salir al mar. Primero unos nortes, después un brisote del sur. Nancy lleva una semana desesperada, sin nada para darle de comer a Daniel. Por suerte, una vecina le dio un pedacito de carne y otra le prestó dos huevos; gracias a esa solidaridad que ha sobrevivido cuatro décadas de escasez. Una solidaridad que se resiste a extinguirse, aunque las abrumadoras carencias de estos tiempos la erosionen día a día. Los perros ─como dice su tío Miguel Angel─ engendran perritos; los gatos, gaticos, y la miseria, miserables.
Sobre la cabeza de Fernando, como un enorme sombrero, la cámara de camión inflada. En un saco, los sedales y avíos, el pomo de café y dos cajetillas de cigarros dentro de un nylon. En total, cuarenta kilogramos. Camina entre las casas del Fanguito: parche sobre parche de madera, hojalata y cartón tabla. Cruza el puente sobre el río Almendares y desemboca a Miramar sumido en la tiniebla: hay apagón otra vez. Fernando otea en derredor. En estos tiempos de supervivencia y picaresca, hay quienes pescan peces jugándose el pellejo, como él, y otros pescan, a punta de navaja, turistas extraviados, bicicleteros, viejas con jabas, transeúntes indefensos con 99 papeletas para optar al título “el bobo de la noche”; la variopinta fauna de comemierdas desprevenidos en medio de los apagones. Aunque el botín no sea suculento, pueden limpiarte de un chavetazo los avíos, la cámara y hasta la vida, que esa sí no hay dios que la reponga. Y mi vida es la única que tengo. Demasiadas horas en la mar le han entrenado para entablar largos diálogos con Dios. Es un decir. Los peces son sordos y con alguien hay que hablar. Aunque ese cabrón no lo escuche. Se cuidará de no arrimar la oreja a lo que se comenta en esta Isla. En media hora se volvería loco. Si cuerdo armó este manicomio de planeta en una semana, cualquiera sabe lo que haría un dios con guayabitos en la azotea. Pero con alguien hay que hablar. De vez en vez dos cámaras a la deriva se cruzan sobre el azul, intercambian cuatro palabras o un cigarro, y siguen cada uno su rumbo. Quizás donde comen dos, coman tres —peor, sin dudas—, pero donde pescan dos no pesca ninguno.
Fernando abandona la zona más oscura con un suspiro de alivio, y por fin toma la Avenida Tercera hacia el oeste. Miramar, lujoso barrio de la antigua burguesía, languideció por tres decenios, pero ahora renace: los lumínicos y las vallas de las corporaciones extranjeras sustituyen el alumbrado público, abolido por algún genio del ahorro, y no precisamente el genio de la lámpara.
Apenas ha asomado a la avenida, cuando detecta desde lejos una pareja de policías que vienen a su encuentro. Se cobija en el portal de la casa más cercana, tras un rosal enorme que oculta incluso la cámara. Con la que está pasando Nancy, es mejor prevenir. A veces no ocurre nada. Sobre todo si son policías de los viejos. Pero con éstos nuevos que han traído desde Oriente, nunca se sabe. Sobrevivir en la Isla pasa por comprender que lo que no está prohibido es obligatorio. Lo jodido es cuando te prohíben respirar, y uno va de puntillas entre la disnea y el pánico. Por eso con los guardias lo mejor es esperar a que pasen de largo. Podrían tener el día malo y quitarle la cámara, los avíos, para revenderlos tres cuadras más alante. Entre policías y ladrones, Fernando prefiere no encontrarse con nadie. Bastante tiene uno con la mar, donde no escasean los malos encuentros.
Por fin desaparecen de su vista sin detectarlo, y sigue su camino. Cuatrocientos metros más adelante, un estallido de luz rompe la sombra urbana, casi rural. Bajo un lumínico que anuncia Photofast (puritito castellano) luz y música salen a borbotones por los ventanales. Varias parejas bailan: muchachas muy jóvenes con vestidos tan ajustados que les marcan hasta los lunares, hombres maduros en guayabera o camisas de seda importadas. Hasta un asiático de impecable cuello y corbata, que intenta acompañar la música con la copa, y un sentido del ritmo digno de Hiroito. Fernando detecta la escena de un vistazo. ¿Estarán celebrando la asamblea del Partido? Pero ¿de qué partido? Ellos ni siquiera ven al hombre que pasa frente a la ventana, camino de la costa, como un espectro de la realidad real que viene a perturbar su guateque de realidad virtual. Si eso de la reencarnación no es un cuento tibetano, cuando me toque la próxima corrida quiero reencarnar en extranjero y, de ser posible, extranjero en Extranjia.
Aunque extranjero en Cuba no estaría mal. Con cuatro dólares ya son millonarios, en contraste con los aborígenes. Nativos calificados a precio de saldo, sin sindicatos ni huelgas. Vaya fauna. Yo me quedo con mis peces. Incluso los peores nadan derecho, y bastan unas pocas nociones de Ictiología para adivinarles las intenciones.
Aunque a Cachita, su vecina, no le ha ido mal. La flamante ingeniera industrial, orgullo de sus papás, quienes colgaron el título en medio de la sala, junto al cuadro de los cisnes en el estanque. Todavía se recuerda en el barrio la fiesta que le obsequiaron sus viejos tras graduarse cum laude. En los cinco años que duró como ingeniera en la fábrica, consiguió un bono para comprarse un ventilador Orbita, y otro para un refrigerador Impud. Una ingeniera de éxito. Cuando cerraron la fábrica en el 91, pasó año y medio vendiendo en la terminal del Lido los coquitos prietos que hace su mamá. Se le desinfló el nalgamento y empezó a coger el color mustio de los coquitos. Había noches peores, cuando no paraba de llorar porque algún policía le quitó la mercancía, y la amenazó con meterla en el tanque si volvía a verla por allí. ¿Dónde voy a vender ahora?, preguntaba la esperanza blanca de la familia, entre jipidos, a sus abrumados padres. Hasta que ligó el trabajo de su vida: por cien dólares al mes limpia y cocina en casa de un empresario español. Se merienda cada tarde un pancito con jamón y un vaso de leche, y hasta le permiten recaudar para sus viejos lo que sobra del almuerzo. El gallego, con su cara de cabronazo, no se atreve a tocar a Cachita ni con la punta de una uña, porque su trigueña le ha hecho un amarre a lo cortico. Sus peores días son cuando el gaito mete un fiestón: tiene que preparar el triple de comida, aguantarle las manos a algunos invitados, que confunden el culo de Cachita con un buffet de autoservicio, y al día siguiente amanece la casa como si hubiera pasado una piara de esos patanegra que tanto menciona el galleguíbiri. Y arriba soportarle la muela al patrón, que cuando se juma (un güiro sí y otro también) se suelta a hablar mierda. Figúrate, Fernandito, que una noche se me acerca babeando y me dice: Este país es una maravilla, tía. Hay que estar aquí, Cachita, sembrado, cuando el comandante la palme y se joda la marrana La suerte. La suerte. ¿Qué te decía? Usted decía que la suerte. Ah, claro. La suerte es, Cachita. Lo mejor: Si tú supieras lo baratos que salen en este país los aduaneros, las putas y los generales. Y yo callá, Fernandito. Lo mío es la limpieza, mesa y mantel a su hora, y ni me van ni me vienen sus trapicheos raros, los maletines de dinero que le trae un calvito, los sobres que reparte, o a qué coño se dedica su empresa. Callaíta callaíta ya le he comprado a los viejos su video, su televisor en colores, y a mamá no le falta su inhalador para el asma. Mira, tómate otra cervecita, que más vele tener la boca ocupada. Y a Fernando le entra una sed retroactiva en la memoria, porque justo ahora pasa frente a una máquina de vender refrescos y cervezas (only in dolars). Recuerda al hijo de un amigo ─siete años, alumno ejemplar─, que no entendió por qué se podía comprar refrescos «con la moneda del imperialismo» y «no con los billetes de José Martí». Y de paso comprendió que los papás no poseen todas las explicaciones, o se abstienen para que sus hijos desarrollen sus dotes autodidactas. Con lo que vale ahora un Martí, se nos ha quedado en apostolillo. Apóstol Washington, mi socio, y si tiras pa Jefferson, mejor.
Pero ningún apóstol de consumo nacional o de importación acompaña en esta hora solitaria a Fernando, mientras transita la capital del dólar, que ocupa el ala oeste de la capital de Cuba, entre la Avenida 9na y el mar. Supermercados, discotecas, bares y restaurantes —estatales, extranjeros, paralegales y clandestinos—, corporaciones y tiendas. Billete del enemigo por la mano, brother, o no entras. Hasta la antigua embajada de Perú, donde en el 80 se metió su primo Anselmo y diez mil más, y que luego convirtieron en el Museo de la Marcha del Pueblo Combatiente —por el desfile multitudinario, no por el pueblo que abandonó el museo del socialismo y se marchó a combatir allende los mares—. Ahora lo han demolido para construir en su lugar un aparthotel de lujo para extranjeros, que esos no se van a fugar de la Insula. Si hasta vienen voluntarios pacá. Yo no sé si Cuba es “un largo lagarto verde, con ojos de piedra y agua”, como recitábamos en la escuela, pero en este barrio el lagarto es verde fula, verde lechuga, verde Washington. Verde que te quiero verte, pero no te veo ni de casualidad. A ver si hoy engancho un buen pargo, Cachita convence a su gallego de que el pescado es lo más sublime para el alma divertir, y me caen unos fulitas pa la coba nueva del chama. Cubita la verde, porque lo que es Cubita la roja está en candela. No por gusto la candela es colorá.
En Cubita la roja Fernando impartía clases de Física en un preuniversitario en el campo, por doce dólares mensuales. Toda la semana sin ver a su mujer, comiendo en bandeja de aluminio y soportando quinientas adolescencias juntas, como si con la suya no le hubiera bastado. Y todo para dotar a aquellos pichones de ignorantes con título de una sabiduría que se adhería a sus cerebros con la perdurabilidad de un post it. Tanto interiorizó las leyes de Newton que una tarde, sentado a la sombra de un naranjo, y sin que le cayera en la cabeza una manzana —suceso prodigioso en aquel territorio—, comprendió que si fuerza es igual a masa por aceleración al cuadrado, lo mejor que podía hacer con la fuerza que le quedaba, era acelerar al cuadrado e irse de allí sin decir ni adiós. No fuera que entre malcomeres, maldormires y calentones más solitarios que una tenia saginata, viniera a menos su masa, ya bastante mermada por el desamparo proteico. O que su mujer —ausencia quiere decir recuerdo, recuerdo a aquel novio que tuve— le aumentara la masa con una cornamenta digna de que colgaran su cabeza, con mirada de vidrio, en alguna pared de La Vigía.
Un año después de encontrarse aplicando la ley de Arquímedes a bordo de su cámara sobre la Mar Océana, nació Daniel. Y entonces Fernando supo, definitivamente, que un niño necesita, para su crecimiento, algo más que un biberón de gases ideales, así lo patentara Gay-Lussac. Tampoco le resultaría confortable dormir sobre un blando colchón de discursos, aunque su función sea dormir al personal con acciones preferenciales de un futuro en fuga, más huidizo que el horizonte. Ni emplear como pañales las felices estadísticas y vaticinios del diario Granma. Desechables, pero no impermeables. De modo que ya va a cumplir seis años sobre la mar, donde su sexto sentido de la huida le ha salvado el pellejo tres o cuatro veces. Aunque más teme a los bichos de tierra firme, piensa mientras se adentra en una nueva zona de apagones, y escruta en derredor. La Cuba en sombras. Y en la penumbra, ese olor indefinible a batey vertical. Ya no hay dos gardenias para ti: La gente siembra cebollas en las macetas y cría cerdos en las bañaderas, pollos en los balcones. La ciudad se vuelve campo. El hedor a cochiquera comienza a flotar sobre las avenidas. Y el bicherío de fiesta. Vectores, les dicen ahora, porque no es lo mismo que te cague una mosca a que te cague un vector. Y seguro la picada de un vector duele menos que la de un mosquito. De contra andan esos por ahí vendiendo pan con conejo. Para beneplácito del Ratoncito Pérez, los gatos marrulleros han ingresado en La Habana al libro rojo de la fauna, y a las tradiciones culinarias de la Era Post-Nitza Villapol. De epidemias sí se han sobrecumplido los planes. Cuando no es el dengue es el mozambique. Si no andas piano te baila un microbio de esos, la pelona te hinca bien el anzuelo, cobra sedal, y cuando vienes a ver estás cantando el Manisero, haciéndole la segunda a Moisés Simons en persona, con acompañamiento de Chano Pozo, o echando unos pasillos con Malanga en la cuartería de Papá Dios.
Por fin, a la altura de la calle 110, Fernando se echa al agua en su cámara. Deriva en la Corriente del Golfo cerca de la costa y empieza la faena de obtener un poco más de carnada. Frente al Hotel Comodoro, ya ha capturado tres chopas y dos ronquitos diminutos. Desde el muelle, un hombre le grita en algún idioma pedregoso. Fernando no entiende, pero sonríe y le regala un ronquito. El turista toma el pez y lo examina. Después intenta lanzarle la media botella de ron que tiene en la mano, pero la jinetera que lo acompaña trata de detenerlo. El se libera y la arroja, pero está tan borracho, que la botella se rompe contra las rocas. Un largo animal de color gris claro siente el estallido de la botella a media milla, y nada hacia la costa. El turista hace un gesto de disculpa hacia Fernando, que le agradece de todos modos por señas. El casi nunca toma ron, y menos pescando. Hiciste la noche, piensa mirando a la mulata, porque recuerda lo que le ha contado Adita, la jinetera de su barrio: Cuando el hombre se emborracha no tiene que trabajar y le saquea el bolsillo. Ninguno se acuerda al día siguiente cuánto gastó en la discoteca. Adita, como muchas otras, sueña con un extranjero que se case con ella y la saque del país. Mientras, ya tiene ahorrado el dinero para su «fasten» (el «fasten your belt» que ansía leer cuando se anuncie el despegue), pero confía ahorrar un poco más, para llegar afuera con algún dinero. Ya cumplió los treinta años. Quizás nunca lo logre. La competencia desleal de las niñas la pone furiosa. Catorce años recién cumplidos, Fernandito, y su madre la coloca en la cama de los turistas, como si la llevara a la escuela. Menos mal que el mío es varón, suspira él aliviado. La tentación es mucha. Una niña bien dotada sabe que puede ganar por día 300 veces más que sus padres. Este país está loco: las ingenieras friegan suelos, las niñas se disfrazan de jineteras —triunfadoras de la noche, perseguidas por la maledicencia y la envidia— para la fiesta de la escuela; los profesores de física pescan pargos, y los pescadores de pargos, pacas de cocaína abandonadas. En La (Pu)Tasca de la Marina Hemingway, coto de caza, campean por sus respetos las ejecutivas de la gozadera. Tanto, que hasta reivindican sus derechos laborales. Durante cierta racha de persecuciones, el gerente se negó a dejarlas entrar (a menos que ya fueran con un turista). Las jineteras concertaron una huelga y las ventas bajaron tanto, que se vio obligado a parlamentar. Los pingueros locales también tienen un éxito notable entre los pálidos culos septentrionales, y en las asociaciones gays ya saben que la pinga no es sólo una pértiga que usan los filipinos para transportar baldes, aunque sea la única definición que conocen los frígidos de la Real Academia de la Lengua. Del internacionalismo proletario hemos pasado al internacionalismo prostibulario que, eso sí, ha demostrado las posibilidades del sistema educacional: en las academias de idiomas hay lleno completo para aprender italiano. Las vacas estarán en vías de extinción, pero la Ínsula sigue siendo un importante exportador de carne. Desde sus inviernos sexuales, acuden al trópico como caníbales de Nueva Guinea, en busca de su ración de carne humana. Desde recónditos pueblos de la Lombardía y la meseta castellana, llegan enlatados en vuelos charter, al reclamo del lejano rumor: Sección de Oportunidades: Putas en oferta. Precios de fábrica. Y el escualo también ha escuchado. Persigue el sonido de la botella al estrellarse contra los arrecifes, pero por el camino halló una mojarra desprevenida y eso varió su rumbo.
La mulata desaparece con su presa, contribuyendo al incremento del turismo, y Fernando vuelve a lo suyo, que de ello dependen los féferes de su hijo. No va a salir Nancy a jinetearlos. La idea ha acudido por su cuenta, sin que él la convoque, y la espanta sacudiendo la cabeza. Sólo de imaginarse a su mujer rondando los hoteles en busca de un turista al que hincar los dientes de su sexo, se le hiela la sangre. Dame salud, Virgencita, y que podamos sobrevivir del anzuelo, sin resbalar hacia el fondo por el beril de la vida. Qué picúo me salió eso. Y suelta la carcajada. A lo mejor he eludido mi verdadera vocación como compositor de boleros.
Frente al Teatro Karl Marx, Fernando ve una sombra que se acerca. Piensa en algún compañero de pesca, pero se trata de una balsa rústica que dos hombres conducen mar afuera. Zarparon del Karl Marx con rumbo a los hermanos Marx. Pasan a unas yardas y él les desea mentalmente suerte, porque la van a necesitar. El conoce la mar y sabe que atravesar 90 millas de océano abierto en ese trasto y llegar vivo a la Florida es un milagro que ni los tres infelices de la Caridad del Cobre. Ni loco metería él a Danielito en una aventura así. La desesperación no piensa, se dice mientras echa de nuevo su anzuelo al agua. Y capaz que los americanos los viren patrás cuando ya estén llegando. Pobrecitos.
Locos o desesperados. Lo peor es la sensación de que el tiempo se ha detenido. Y lo peor peor, es que uno desee que se quede así, ante el temor de que cualquier cambio sea de Guatemala a Guatepeor. Su primo Efraín, cirujano del Ortopédico, que al terminar su consulta pedalea media Habana vendiendo a domicilio jamones pinareños traídos de contrabando, le confesó el domingo: Mira, Fernandito, no vayas a creerte que tú eres el único en lidiar contra la Corriente del Golfo. Aquí todos nadamos dieciocho horas al día contra la corriente. Cuando acaba la semana echamos cuentas: Si no hemos ido patrás, somos unos bárbaros, mi primo, unos campeones del maratón inmóvil.
Frente a la boca del río Almendares, Fernando se aleja de la costa, porque tiene suficiente carnada para buscar peces mayores. Al pie de la Chorrera, en el malecón, un grupo de jóvenes baila aún con la música de una grabadora que llega hasta él en el silencio del amanecer. Una botella de ron pasa de mano en mano. El malecón es gratis. Y la alegría también. A mi me matan, pero yo gozo. El ron no mata el hambre, asere, ni conjura el mañana, pero ni a la Bayer se le ha ocurrido un mejor analgésico contra la realidad. ¿Es o no es? Esos se buscaron su propia discoteca, masculla Fernando y patea mar afuera en busca de un azul más hondo.
Cuando el cielo clarea, ya está a 500 metros de la costa. Le gusta ver la ciudad desde aquí: el malecón entre el río y la entrada de la bahía formando un arco: la sonrisa de la ciudad. Un derrumbe aquí y otro allá, como si a la sonrisa de La Habana le faltaran los dientes. Habrá que ponerle dentadura postiza, piensa. Y recuerda a su tía Eulalia. Mirando desde su ventana el barrio de Jesús María, carcomido de derrumbes, sólo dijo una palabra la semana pasada, como si hablara a Dios: Beirut, Señor.
Desde una milla mar afuera, los que van a sus trabajos se ven apenas como hormigas. Los escasos autos son cucarachitas con ruedas. Si no fuera por Daniel, a lo mejor abandonaría este cabalgar cada noche sobre las olas. Un oficio más seco, donde uno sepa que entre los pies y el suelo hay una micra de aire, no cien metros de proceloso azul. Con lo bonito que se ve el mar desde el muro, cuando le disparas todo el repertorio a una niña que conociste ayer (ayúdame, Dios mío, si no la ligo hoy me muero de las calenturas sin consuelo). O cuando la ciudad se derrite en el microondas de agosto, y tú te abandonas a los salitres y las brisas que traen todos los frescores del ancho mundo, y los sudores se amansan. Lo jodido es cuando las luces de la costa son el único refugio posible. ¿Qué coño hago yo aquí —piensa—, si por definición soy un mamífero terrestre? En fin, hay que joderse. Si en lugar de estudiar a Newton, el spin y los orbitales, me hubiera hecho administrador de algo robable, Danielito tendría garantizada la chaúcha. Ya se sabe que la propiedad social es propiedad del primer social que le meta mano. El megamonopolio estatal es como el elefante en el Amazonas: se lo comen las pirañas, que miden veinte centímetros, pero tienen voluntad de supervivientes y un hambre del carajo. Claro que yo no llego ni a piraña. Una chopa mojonera de orilla. Ese soy yo. Y suerte que voy nadando. Aunque cada día me cueste más trabajo.
Por eso Fernando continúa pescando, a riesgo de que una aleta (como la que ahora asoma a una milla de distancia) venga a interrumpir para siempre su trabajo. Hoy la mañana no ha sido buena ─una presencia cercana que por ahora desconoce, podría hacerla peor─. Sólo le queda esperar. De todos modos, el tiempo en este país es lo que sobra. Incluso el tiempo de las generaciones. Su padre lo arrulló con la historia de que los sacrificios de hoy serían el abono del mañana. Fernando se niega a dormir la infancia de su hijo con el mismo cuento de hadas. Es mejor que se críe en silencio. La felicidad es siempre futurible. Ya lo aprenderá solo cuando sea grande.
Por fin un tirón lo saca de sus meditaciones y cobra rápido cordel, aún sin saber que un hermoso pargo de diez libras se debate en el anzuelo, y que un animal gris, de unos cuatro metros, ha olfateado a casi una milla las gotas de sangre y viene a toda velocidad tras el pez herido. Fernando pelea el pargo centímetro a centímetro. Con mucho mucho mucho cuidado para que el sedal no se parta en un tirón, o el anzuelo casero se desprenda y le deje al extremo del hilo un desconsuelo de diez libras (no menos debe pesar ese bicho). Fernando lo va cobrando con cautela: veinte centímetros para los zapaticos nuevos, otros veinte para un pantalón, que con lo que ha crecido el enano, ya es un abuso ponerle eso los domingos; veinte centímetros más y a lo mejor alcanza para que Nancy se compre una blusita en la shooping. Cuando lo siente muy cerca, prefiere no abusar de su buena suerte, y lo extrae rápido del agua. Los coletazos del pez son un contento para la mirada: el sol se quiebra en minúsculos arcoiris al refractarse en las gotas de agua que hace saltar en su agonía. La cornuda llega justo a tiempo para ver a su presa perderse en dirección al cielo. Fernando lucha con el pargo, que intenta desasirse, cuando ve la aleta circundando la cámara, como si la estudiara antes de atacar. Pero han sido muchos días sin una presa como ésta. Fernando no está hoy en condiciones de ceder, ni aunque sepa que treparse en un ring con Mohamed Alí es una pelea más pareja que echarle cojones a este bicho en mar abierto. Toma un pequeño arpón y se dispone a defender sus ciento veinte centímetros de territorio. Vete de aquí, cabrona, le grita a la cornuda como si ella pudiera escucharlo. Por suerte para él, ella no tiene muy claro que se lo puede comer con cámara y avíos. Ha sobrevivido, porque es precavida y teme a los objetos desconocidos. En su mundo, un pez redondo y negro que flota es cosa rara. Por fin, se atiene a las normas que la han salvado de muchos disgustos, y se pierde zigzagueando hacia el este.
Fernando sabe que la sesión de hoy ha concluido. Con suerte, si consigue sacar su pesca a tierra. Patea en dirección a la costa, vigilando la aleta que emerge de vez en vez a cierta distancia. Un movimiento brusco hunde el pargo un instante en las aguas. El olor de la sangre vuelve a llamar al escualo. La aleta gira en U y regresa a toda velocidad. Fernando la ve a trescientos metros, cuando sólo cincuenta lo separan de la costa. Podría lanzarle el pez para distraerla, pero no está dispuesto a sacrificar la comida de su hijo. Calcula la distancia mientras patea con toda su alma. Cuando la cornuda está a doscientos metros, aún le faltan veinticinco para alcanzar el acantilado. Ciento cincuenta y quince. Treinta y cinco. Al tiempo que Fernando salta hacia las rocas, el tiburón emerge como una bala, abre las fauces, proyecta hacia adelante sus dos primeras hileras de dientes, y lanza una dentellada. De pie sobre las rocas, una vez alcanzado el equilibrio entre arañazos y un doloroso corte en la mano izquierda, Fernando se vuelve hacia la cornuda, que gira al pie del diente de perro. Le hace muecas. Baila una extraña danza ritual, cojeando sobre el filo de las rocas: Te jodí, mamasita. Te jodí. Una pareja de enamorados mañaneros le dispara una mirada de éste se volvió loco.
Sin mirar atrás, con la euforia del triunfo, recoge sus bártulos y salta el muro. Más de media hora de caminata bajo el sol lo separa de su casa.
Ha recorrido una cuadra hacia el oeste, cuando Fernando siente unas gotas persistentes que caen sobre su pie derecho. ¿Qué coño? Y de un vistazo hacia atrás, descubre el rastro de sangre que ha ido abandonando sobre la acera. Deja caer entonces la cámara y los avíos. Con un mecagoendios, descubre que la dentellada última del escualo no se cerró en el aire. El corte es tan limpio, que Fernando siente un corrientazo helado recorrerle el espinazo, un escalofrío de pánico al pensar que con idéntica facilidad habría cercenado su pierna. Aunque ve esfumarse los zapaticos del niño, no puede menos que dar gracias al dios de los pescadores de orilla, sea quien sea. Examina la dentellada de ese cabrón bicho: un corte en semicírculo que ha seccionado carne y vértebras con más precisión que la mejor navaja. La cuarta parte del pargo, cola incluida, ha desaparecido. Ningún comprador serio (es decir, con dólares y paladar para apreciar un pargo a la plancha), aceptará este animal mutilado. Me cago mil millones de veces en la madre tiburona que la parió. No hay arreglo. Con su ticket y su código de barras, el pantaloncito nuevo, los zapatos y hasta la presunta blusa de Nancy, se van corriendo de regreso a la shooping. Para un día que tengo suerte. Un día. Y ya camina hacia su casa, amansando su desgracia con el consuelo de que fue el pargo y no su pantorrilla, de que siete libras y pico de buen pescado no son nada despreciables. El consuelo de no te martirices, Fernando, tú tienes un día de suerte de vez en cuando. Otros, nunca.
Cuando franquea el portal de su casa, Danielito se abraza a sus piernas. Fernando lo carga. Cómo pesa. El pescado es un buen alimento. Y le pide: Un beso esquimal. Frotan sus narices. El niño hurga en el saco y a duras penas arrastra el pargo hacia la cocina gritando mamá mamá. Mañana es sábado y Fernando quisiera llevarlo a la playa o al cine o… Pero se resigna, como cada fin de semana, a encerrarse en casa frente al televisor.
Se deja caer sin fuerzas en una silla arrimada a la puerta. Nancy aparece sobresaltada: ¿Te pasó algo? ¿A mí? Nada. Y a ese pez, ¿cómo le arrancaron la cola? ¿Te atacó un animal? No, muchacha, ¿tú me ves algo de menos? Nancy hunde las manos en su pelo y recuesta la cabeza de Fernando en su viente. El cierra los ojos y entonces le cae de golpe todo el cansancio de las horas que ha pasado en la mar. Se duerme durante algunos segundos, pero la voz de ella lo despierta: Dime la verdad. ¿Fué otro animal el que le arrancó el pedazo a ese pescado? Posiblemente, otorga Fernando, pero yo no lo vi. Quién sabe todo lo que ocurre allá abajo. ¿Hay café? Sí. Ahora te traigo. Nancy sabe que Fernando no le cuenta nunca toda la verdad. Ni cuando llegó con la cámara reventada. Ni cuando un brisote casi lo mete en medio de la Corriente del Golfo, y vino a salir en Santa María del Mar, a quince kilómetros de La Habana. Ni cuando una picúa, esos perros de la mar, le arrancó un trozo a la altura de los gemelos. Ni cuando el mar de leva se lo llevó océano adentro, y de no ser por un mercante panameño que lo izó a bordo, habría muerto de sed y hambre y tiburones en ese maldito estrecho donde descansa sin paz una ancha lista de cubanos. Nancy lo sabe, y cada noche tiembla de miedo pensando lo solo que se debe sentir entre la noche sin techo del cielo y la noche sin fondo del mar. Pensando en su propia soledad si una mañana no regresa, ni al día siguiente, ni al otro —dos días lo supo muerto cuando lo arrastró la corriente, tres días cuando lo rescató el carguero—, y nadie responda a sus preguntas, ni quede de su hombre otra memoria que Daniel y sus propios recuerdos. Incluso le ha instado a que regrese a sus clases de física en cualquier preuniversitario. Ahora que muchos profesores se están yendo a trabajar en el turismo, seguro consigues una escuela aquí mismo, en La Habana. Pero él dice no sé qué de un biberón de gases ideales y desecha la idea. Mira, Nancy, tu hermano, el genio de la familia, el físico nuclear graduado en Rusia, se ha convertido en camarero para arañar unos dólares de propina. El físico se suicidó para que sobreviviera el hombre: todo lo que soñó y todo lo que estudió no le sirve ni para diferenciar un lenguado a la parrilla de un pargo a la plancha. Mi primo Efraín se arriesga a caer preso con cada jamón que vende. Yo me arriesgo en la mar. Y los que se conforman con la limosna del Gobierno, los que regresan cada tarde de sus oficinas como jamelgos cansados, amarillentos, arrastrando los pies, son los que más se arriesgan: a ser las primeras víctimas de la próxima epidemia. Dan lástima. Se les para el rabo pensando en un bisté de filete: y si pasan por la puerta de un restaurant, de sólo oler ponen cara de orgasmo. No están viviendo, Nancy, están durando. Lo importante es que Danielito hoy se comerá un buen filete de pescado. Y en eso queda siempre la conversación, piensa ella mientras le acerca a Fernando la taza de café humeante.
Le besa la cabeza que huele a salitre, a sudor y a miedo. Ella sabe distinguir el olor del miedo. Y trata de no imaginarse qué animal pudo cercenar de un corte exacto ese trozo al pez. Lo mejor será limpiarlo y guardarlo en el frío, que con estos calores todo se echa a perder a una velocidad del diablo. Sería el colmo.
Fernando prende un cigarro mientras saborea el café. Danielito, sentado en el suelo, alinea los anzuelos por orden de tamaño. Cuidado no te pinches. No, papi. Cuidado. Los ojos se le cierran de puro agotamiento. Aquí mismo se quedaría rendido. Aunque se cayera de la silla seguiría roncando. Pero tiene que sobreponerse a su cansancio. Cuando termine el cigarro, me doy una ducha y aterrizo en la cama. Fernando acaba de cumplir 31 años. Sabe que deberá hallar otra solución para su vida, que no podrá seguir pescando eternamente sobre una cámara de camión inflada hasta 120 centímetros de diámetro: algún tiburón podría ganarle la carrera. Bueno, hasta ahí llegó mi pesca. Pero no es tan sencillo. ¿Qué sería de Nancy y del niño? No sé. No sé. A quinientos metros de distancia encienden el enorme lumínico que el día de su estreno rezaba:
El futuro pertenece por entero a la Revolución y al Socialismo
Pero estos tres años le han cariado las letras, y ahora desgrana un enigmático mensaje:
El futuro per ece por en ero a la evolución y al ismo
El decir, que : El futuro perece por enero a la evolución y al ismo. Eso de que perece por enero suena a slogan del otro bando. Y si pertenece será a la evolución y al ismo. ¿Comunismo? ¿Capitalismo? ¿Feudalismo? ¿Surrealismo? ¿Cubismo? ¿Minimalismo o maximalismo? Marxismalismo parece que no. ¿A qué ismo pertenecerá nuestro futuro? Quién sabe. De cualquier modo, piensa casi dormido mientras da la última cachada al cigarro y lanza el cabo a la calle, posiblemente mi único futuro inmediato sea el ecologismo: discutirle cada noche a la naturaleza el alimento empleando tecnología del paleolítico temprano Para que la pelea sea de tú a tú con los peces, y yo tenga tantas oportunidades de comérmelos a ellos, como ellos de comerme a mi. Viva Greenpeace. Y antes de entrar a la casa, Fernando piensa que más vale no pensar demasiado, y garantizar del mejor modo posible el único futuro que conoce. Acaricia las crenchas rebeldes de su hijo. El niño ha ordenado escrupulosamente los anzuelos, y el muy bien de su padre le convoca una sonrisa que ilumina todo el barrio. Mientras se encamina hacia la ducha, Fernando se pregunta de qué número será el anzuelo necesario para pescar nuestro destino.
“Inmóvil en la Corriente”, Sevilla, 2002
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