Luis Manuel García Méndez: Yo soy un socialdemócrata y, sobre todo, un demócrata convencido
Por Roberto Ruiz Rebo
Fue en una conversación telefónica con el escritor cubano Froilán Escobar que saltó el nombre del novelista y periodista Luis Manuel García Méndez. Sin embargo, en los años ochenta del siglo pasado, ya había leído uno de sus trabajos en una revista juvenil llamada Somos Jóvenes, que por esos años cometió la herejía de publicar unos pocos artículos atrevidos, en aquel contexto donde la censura yacía agazapada en un discurso aparentemente aperturista. Hablo de “El Caso Sandra” un artículo que narraba sin sobresaltos las peripecias de una prostituta, hija de un fenómeno que florecía en las calles cubanas por aquellos años: el jineterismo. Pese a las reacciones en las altas esferas del Partido Comunista y en especial de su más alta nomenclatura, los ejemplares de aquella edición de la revista se vendieron como pan caliente en los estanquillos del país, lo cual encendió más la ira de los mandamases. La historia nos la cuenta García Méndez de manera magistral en esta entrevista a la que él accedió generosamente desde su casa en Madrid donde reside desde el año 1994.
Pero, haber escrito El Caso Sandra no es, ni mucho menos, el gran mérito de Luis Manuel, porque su carrera literaria es extensa y jugosa: su colección de cuentos Los Forasteros recibió el favor del jurado en el año 1987, coronándose con el Premio Union de Escritores y Artistas de Cuba; en esta obra, García Méndez explora los temas de la migración y la identidad utilizando técnicas realistas, de ciencia ficción y la literatura fantástica. Habanecer otra de sus obrasse alzó en el año 1990 con el premio Casa de Las Américas, en ella el autor fusionando diversos géneros literarios nos relata con sorprendente lirismo un día en la vida de la capital de los cubanos. Luego, vendría el Premio Vicente Blasco Ibáñez en 2001 con su novela El restaurador de almas, en la cual aborda con tono introspectivo y poético, la identidad, la memoria y la crisis existencial. En el año 2003, el escritor de Habanecer vuelve a ser ganador, pero esta vez con un libro de poemas que el tituló Utopiario, a través de la cual presenta una visión crítica de la Habana; Bitácora del silencio, es otra sus obras galardonadas en 2011 con el Premio Camilo José Cela de novelas en castellano y más reciente en 2022, Luis Manuel García Méndez recibe una nueva recompensa en el Certamen de Relato Corto Tierra de Monegros con el cuento Balance de liquidación, en el que el autor realiza una reflexión sobre las decisiones y los cambios profundos del ser humano.
El quehacer de Luis Manuel García Méndez en el campo intelectual trasciende estos apuntes, pues se ha desempeñado también en el ámbito académico como profesor y conferencista en varias universidades del mundo, incluyendo a Cuba, su país natal. Durante años, ha recorrido recintos universitarios de México, Suiza, Alemania, Italia, Brasil y España, donde ha impartido cursos y conferencias. Desde el año 2022 Luis Manuel ha ejercido como jefe de redacción de la revista Encuentro de la Cultura Cubana, y aunque dice haberse retirado de las labores pedagógicas, aun se mantiene activo dando respuestas sorprendentes a entrevistas como esta.
Roberto Ruiz Rebo: A finales de los años 80, en un intento por visibilizar el fenómeno del jineterismo que había tomado auge en Cuba por esos años, escribes un reportaje sobre una prostituta, que llamó la atención a los lectores de la revista Somos Jóvenes. El Caso Sandra tomó la dimensión de un escándalo que salpicó a muchos y sacudió al mundo periodístico de la Isla. ¿En qué consistió aquel incidente que supongo resultó traumático en tu carrera?
Luis Manuel García: Méndez Érase una vez un artículo que se llamó “El caso Sandra” … podría comenzar. Narraba las aventuras y desventuras de una jinetera (antes que fueran personajes del folklore patrio). Por entonces, ellas sólo habitaban como personajes literarios en los atestados policiales. Su fe de bautismo data de mucho después, cuando Él en persona blasonó de que en Cuba disponíamos de las putas más cultas del mundo, geishas en tiempo de guaguancó. La que yo interrogué durante largas horas, acompañé en sus cacerías por La Habana, la que invité a comer en casa (para sobresalto de mi mujer y mengua de la libreta de racionamiento) era, posiblemente, la excepción de la regla. Un accidente del sistema educacional.
Por entonces, la puta más reciente de la escritura nacional era la mítica Rachel y su bolero, pero el autor, con la prudencia a que nos tenía acostumbrados, hundía su mirada en la noche de los tiempos. A diferencia de mi Sandra, tan contemporánea que, según su propia confesión, se enteró de la publicación de sus aventuras entre un turista sueco y un mexicano de corto alcance.
Si en 1959 las putas fueron “reeducadas” a taxistas —los autos llevaban las siglas TP, Taxis Populares, que el vulgo leía como Todas Putas—, la revelación de que treinta años más tarde reflorecían como voluptuoso marabú tomó por sorpresa a algunos (seguramente no andaban La Habana en horas de la noche), y otros, menos desinformados, optaron por hacerse los sorprendidos.
Ante la publicación de “El Caso Sandra” hubo reacciones encontradas: entusiasmo e irritación. Se comentó que yo estaba preso, que la revista había sido clausurada y que el director fue removido de su cargo. En el extremo opuesto, se dijo que el artículo había sido expresamente encomendado por la dirección del Partido, y una agencia extranjera afirmó que Él en persona lo había aprobado. A la revista llegaron cientos de cartas y llamadas telefónicas, y el número correspondiente (200.000 ejemplares vendidos) recibió inesperadas cotizaciones en el mercado negro.
¿Cuáles fueron las causas de esta repercusión? Antes habría que preguntarse ¿qué periodismo consumía (consume) el lector cubano? Un periodismo chato y monocorde, sobrepasado por la Agencia Vox Populi. Salvo excepciones, es común que “la noticia del día” corra de boca en boca, eludida elegantemente por la palabra escrita, desmedida en la alabanza y tímida en la crítica (o viceversa, de acuerdo al objeto de estudio). Una prensa donde el descubrimiento y revelación de problemas no es emanación precursora sino reflejo. Prudente, la prensa aguarda obediente a que el conflicto sea tocado por el discurso político. Ni siquiera se arriesga a una visión alternativa (no necesariamente contestataria). Recordemos que por entonces Internet era asunto de ciencia ficción y la prensa alternativa no existía. No es raro, por tanto, que a mediados de los 80 el propio Fidel Castro haya alabado la “disciplina” de la prensa, que es como elogiar la prudencia al volante de un piloto de fórmula uno.
En lo coyuntural, había tenido lugar entre 1986 y 1987 una ofensiva “crítica” a las deformaciones entronizadas durante tres lustros o poco menos, período durante el cual nada de ello fue observado por la prensa. Para nuestro asombro, Él nos comunicaba desde la tele, con la furia de Ulises a su regreso a Ítaca, que todo lo hecho en los últimos quince años era un desastre, y que “ahora sí vamos a construir el socialismo”. (Mi padre jamás se recuperó de aquella noticia). Empezó a hablarse por entonces de una “nueva política informativa”, de un “periodismo de opinión” (¿cuál que es no lo es?), del “ejercicio del criterio”, pero lo cierto es que hasta hoy el discurso periodístico oficial no ha ni siquiera igualado al discurso político en profundidad de análisis y novedad informativa. Y es mucho decir. Una especie de culminación de ese período fue el V congreso de la UJC.
En ese contexto aparece “El caso Sandra”. El artículo cumplía premisas habituales en cualquier periodismo del mundo: tocaba un tema que no había sido manoseado institucionalmente. Lo trataba sin la timidez tradicional, que necesita disculparse por cualquier verdad incómoda. Desde el reportaje de Homero sobre la batalla de Troya, tampoco esto ha sido excepcional en el periodismo. Narraba los accidentes de una vida real, dolorosa, no hilvanaba un esquema más o menos moralista y maniqueo. Sin pretensiones sensacionalistas —como lo demuestra su lenguaje conciso y la discreción con que traté ciertas aristas—, lo era de algún modo, aunque sólo fuera porque desvelaba un submundo apenas intuido o totalmente desconocido para una buena parte de la población, sobre todo fuera de La Habana. Acto de revelación en que me jugué mucho menos el pellejo que Ryszard Kapuściński en África.
Como parte de su “Proceso de Rectificación de Errores y Tendencias Negativas”, el Periodista en jefe afirmaba: “Antes que la suciedad nos sepulte, es mucho mejor lavar los trapos al aire libre” (II Pleno del CC del PCC; en Cuba Socialista, La Habana, septiembreoctubre, 1986). Y que era un error no hacerlo “por temor de que el enemigo se entere allá en Miami, o allá, los imperialistas, y utilicen esto para atacarnos (…) Ningún enemigo nos va a criticar mejor que lo que nos criticamos nosotros. Porque nosotros sabemos mejor que nuestros enemigos dónde están nuestros problemas (…) Incluso al enemigo le quitamos las armas, lo dejamos sin armas”. Más tarde comprenderíamos que esa frase era apenas un puñado de palabras unidas por las leyes de la sintaxis, y que sólo se refería a los trapos previamente señalados por el pret à porter del poder.
En abril de 1987, durante el V Congreso de la UJC, muchos delegados se expresaron sin eufemismos. Fue una explosión provocada con mando a distancia. Antes del congreso, Roberto Robaina, por entonces su primer secretario, recorrió la Isla expresando atrevidas críticas, incitando a los jóvenes. Con toda la imprudencia de sus años mozos, ellos lo soltaron más tarde en el Congreso, ante las mismísimas barbas del vecino y, ya de paso, dejaron escapar alguna que otra crítica imprevista de su propia cosecha. Roberto Robaina cedió complaciente la palabra y, por respeto a sus mayores, durante todo el congreso no dijo ni pío, a pesar de lo cual terminó, en el imaginario público, como el héroe de la película. De más está decir que, a su regreso, los delegados “disfrutaron” en sus provincias las bondades del sistema nacional de salud: les fueron aplicadas las más modernas técnicas para sanar su incontinencia verbal y, en la mayoría de los casos, conjurar futuras recaídas.
En esas circunstancias, la revista Somos Jóvenes se propuso una nueva política editorial que arrancó con una entrevista al primer secretario de la UJC, publicada en marzo de 1987 bajo la firma de Mayra Beatriz.
En la nueva política editorial, las propuestas de los trabajos centrales eran discutidas por toda la redacción, y los textos terminados se leían y analizaban en un ambiente de compromiso (complicidad) que reinó durante aquellos meses. Transitamos en un par de números desde un periodismo ligero, sonriente, algo farandulero y por momentos infantiloide, hasta el tratamiento de temas nuevos y escabrosos en condiciones de libertad vigilada, lo que nos obligaba a una precisión de lenguaje y construcción digna de funambulistas sin red, y a un rigor milimétrico en la búsqueda de información y en la selección de las fuentes. Cualquier ornitólogo sabe que la verdad tiene alas. Y en la prensa cubana ya era tradición cojear de un ala (con el beneplácito de las autoridades) y estaba completamente contraindicado cojear de la otra: pasarse por defecto era siempre un “acto de buena fe”. Pasarse por exceso te podía costar un auto de fe. Por esa razón, si queríamos que nuestro vuelo fuera mínimamente duradero, el equilibrio entre ambas alas debería ser impecable.
Varios trabajos concebidos dentro de esta política habían sido publicados ya y decenas estaban en curso cuando apareció, en el número doble de septiembre de 1987, “El Caso Sandra”. No fue un acto temerario, sino parte de una política editorial. Tampoco iba contra la Revolución, sino a favor de la Revolución que debió ser. (Y que nunca fue).
Yo no fui encarcelado, ni el director fue removido (ya por entonces había sido promovido a subdirector del periódico Granma). Pero sí hubo consecuencias: la primera fue una reunión en el Departamento de Orientación Revolucionaria (DOR), del Comité Central del Partido, a la que fuimos convocados una noche de noviembre, creo recordar que bastante fría, todos los trabajadores de la revista, con excepción de Guillermo Cabrera, el director que diseñara el número de la discordia. Dirigía la reunión el entonces todopoderoso Carlos Aldana, director del DOR, quien nos preguntó a todos, uno por uno, nuestra opinión sobre el artículo, con el propósito de separar las papas arrepentidas de las papas podridas y sin remedio. Y uno por uno todos, salvo dos, coincidimos en que, de vernos abocados a la decisión de publicar nuevamente el artículo, volveríamos a hacerlo. Más allá de que haya sido yo el autor material, quince de diecisiete asumimos una responsabilidad que catorce podían haber delegado. Fuenteovejuna, señor. Al cabo de tantos años, no sé si alguno se habrá arrepentido.
Como supimos más tarde, Carlos Aldana era el agente transmisor de la ira de Fidel Castro, quien montó en cólera tras leer aquellos trapos no planificados.
Ante la prepotencia de Aldana, sentí aquella noche un justo orgullo por mis compañeros, equiparable en intensidad a la lástima que me inspiró otro invitado a la reunión: un Roberto Robaina tembloroso que, con un hilo de voz, se sumó a las acusaciones del Sumo Pontífice de la información cubana. Todos sabíamos que él conocía el artículo desde su fase larval de manuscrito, y que acordó en su momento con nuestro director un pacto de caballeros: “oficialmente” desconocía el texto, pero, una vez publicado, nos apoyaría y protegería de cualquier represalia con todo el peso de la UJC. De modo que en aquella reunión todos, salvo Aldana, sabíamos que él sabía, sabíamos que mentía cuando alegaba sorpresa y desconocimiento, pero ni así nos rebajamos a denunciarlo, de lo que aún me alegro. No por él, sino por nuestra propia integridad moral.
El autor intelectual de aquella reunión, cuyo fantasma deambulaba por los pasillos impecables del Comité Central, llamaba por entonces a la prensa a una batalla contra los errores, porque “si nosotros mismos [los dirigentes de la Revolución] nos hemos equivocado. ¿Qué podemos esperar, que no se equivoquen los periodistas?” (II Pleno del CC del PCC, 1986). Tardamos en comprender que esas palabras no invitaban a la libertad y la responsabilidad, sino a otra forma de obediencia. Él no necesitaba periodistas sino amanuenses, secretarios de actas que llevaran a la página impresa sus nuevos “descubrimientos” políticos —hospitales infectos, escuelas en ruinas, fábricas que no fabricaban, empresas dirigidas por Alí Babá y sus 4000 ladrones—. Tardamos en comprender que tales “descubrimientos” tenían el don de la oportunidad: coartadas para un desmoche del palmar político: ajuste de cuentas a supuestos tecnócratas que en su día suplantaron con el recetario del Tío Stiopa el inspirado método de la economía espontánea —Cordón de La Habana, Ofensiva Revolucionaria, Triángulo Lechero, Brigada Invasora Ernesto Che Guevara, Zafra de los Diez Millones—. El ajuste de cuentas a aquellos sacerdotes del Gosplan devolvería a Fidel Castro el control absoluto de la finquita nacional, que desde entonces hasta su mutis por el foro administró con una solvencia entre Pyongyang y Las Vegas.
Años más tarde, “descubrirían” oportunamente que nuestro fiscal, Carlos Aldana, era propietario de unas tarjetas de crédito, lo suficiente para ganar un pijama que sólo mudó hace poco por el sudario.
A Roberto Robaina no lo salvó su miedo, ni hablar por boca de otros. Fue acusado de incurrir en prácticas deshonestas como ministro y de “estrecha amistad” con el narcogobernador de Quintana Roo. Expulsado de todo, pinta gallos, paisajes, caballos y mulatas desnudas para los turistas.
Tras aquellos sucesos, comprendimos que la prensa que intentamos durante algunos meses podría ser deseable para el sistema imaginado por Karl Marx en sus tardes de la British Library, o para el socialismo libertario, democrático, que merecían los cubanos. Pero la hacienda nacional no podía permitir a unos entrometidos enjuiciar a capataces, mayorales, jefes de lote y, menos aún, al hacendado. Una finquita sólo necesita un instrumento de propaganda, un amplificador de ideas pre empacadas que cumpliera una función meramente pedagógica. O, cuando más, echarle unas piltrafas a los hambrientos chicos de la prensa: pizzerías, baches, taxistas y guagüeros.
A la salida de aquella reunión sabíamos que desde el día siguiente “se acabaría la diversión”, y siempre era el mismo el que mandaba a parar.
La primera medida fue nombrar directora a la única redactora que en la reunión de marras se libró de toda culpa por el método de “allí fumé”. La directora Yonofui conservaría el (merecido) puesto durante muchos muchos años. El siguiente número de la revista —200.000 ejemplares recién salidos de la imprenta y empacados para su distribución— hizo su viaje a la semilla: fue convertido en pulpa y se sustituyó por un número armado a parches con trabajos de la reserva. Debidamente esterilizado en el autoclave de la UJC, se imprimió con una agilidad que presagiaba a la poligrafía cubana un futuro luminoso. El propósito de nuestros pícaros funcionarios era que los lectores no notaran el cambiazo. Para su mal, un paquete de revistas se salvó de la hoguera y fue distribuido por algunos trabajadores de la imprenta. Hoy es una pieza de colección. Tiene idéntica fecha y número que el distribuido, pero su interior es más perverso (incluía, entre otros, “Perseguirlo y aniquilarlo”, un artículo mío sobre la nueva clase privilegiada, la aristocracia verde olivo, corroborada por entrevistas a 135 jóvenes estudiantes, trabajadores y militares. Sus lectores entusiastas fueron los tipógrafos).
Desde ese momento, la línea editorial y decenas de trabajos en curso fueron postergados, “endulzados” (la industria azucarera era aún la primera del país) o confinados en la gruta donde se añejan hasta gran reserva. Se estimó que “ese no era el periodismo que el momento histórico demandaba”. Y ya se sabe que el momentómetro es un instrumento muy delicado.
A mí me condenaron a escribir sobre planetas distantes, curiosidades e historia antigua. Cualquier acontecimiento posterior al Renacimiento era de candente actualidad y no confiaban en que yo podría abordarlo con la prudencia recomendable. La revista recuperó un público adicto a las misceláneas que había cultivado con esmero durante años. Perdió un público distinto que había conquistado en apenas unos meses.
Tres años después, en una reunión con todos los periodistas de la Editora Abril, el nuevo secretario de la UJC diría de uno de aquellos artículos proscritos:
—Qué falta nos hubiera hecho este trabajo en su momento.
Claro que en su momento él, en persona, se ocupó de vetarlo. Yo me limité a mandarlo al carajo con mis mejores modales.
Otro de mis reportajes, sobre la homosexualidad en Cuba y fechado en 1987, apareció en la misma revista en 1994, tras enterarnos por Fresa y Chocolate que existían homosexuales criollos. Mis entrevistados estaban ya en fase de prejubilación. Otros artículos, casi todos de Mayra Beatriz, fueron rehechos y actualizados, constituyendo lo más digno de lectura en la Somos Jóvenes de los 90. Los menos afortunados, permanecerán en sus gavetas per sécula seculorum. En mi caso, 140 páginas, 4.200 líneas de silencio.
Roberto Ruiz Rebo: Si por un albur de la vida te ofrecieran empleo en Cuba ¿volverías a escribir un reportaje como ese?
Luis Manuel García Méndez: Esta pregunta supone varias condiciones difícilmente cumplibles:
Primero: para que me ofrecieran un empleo en Cuba debería, en principio, vivir en Cuba, cosa que, hasta donde sé, no ocurrirá.
Segunda: Si me ofrecieran un empleo online, pongamos por caso, creo que tampoco lo aceptaría por muy tentador que fuera, dado que hoy tengo el mejor empleo del mundo: estoy jubilado. Y eso no significa que no trabaje, sino que recibo un salario por trabajar, justamente, en lo que yo quiera y en el momento que yo quiera.
Tercera: Cuba ahora tiene problemas mucho más serios (y no es que entonces no los tuviera) que las aventuras de una prostituta que, hasta donde sé, comenzó su andadura profesional recién cruzado el umbral de su mayoría de edad. El país se ha convertido en un paraíso del turismo sexual incluyendo la prostitución infantil. Hay madres que prostituyen a sus hijas y esposos, a sus mujeres. Esquilmado durante más de medio siglo, al pueblo cubano solo le ha quedado un capital: su propio cuerpo. Si en una época los capataces de la finiquita nacional tenían cierto pudor y tapaban sus desnudeces morales con discursos, ahora los Mercedes-Benz cruzan a toda velocidad frente a los tanques de basura donde bucean ancianos famélicos que ayer fueron vanguardias nacionales y soldados en las guerras coloniales africanas. En 1987 un cubano vivía (frugalmente, pero vivía) de su salario. Hoy el salario es apenas una propina que otorga a regañadientes el Estado, ese comensal cicatero que se ceba (véase sus volúmenes en cualquier reunión del buró político) a costa de la miseria de sus compatriotas. El hombre del siglo XXI no construye el comunismo en La Habana, sino los rascacielos de Miami, y es la única esperanza de los hombres del siglo XX que se quedaron en la isla. El país que exportaba azúcar y revoluciones hoy sólo exporta cubanos, aunque en eso es líder mundial. Decididamente, no volvería escribir un artículo como aquel. Un país sin coordenadas ni futuro, abocado al desastre más absoluto, y cuyos dirigentes sólo aspiran a enriquecerse y conseguir un bote salvavidas antes del naufragio, necesita mucho más que un artículo: un milagro.
RRR: A principios de los años 90, surgió en Cuba un grupo de intelectuales que se hizo llamar Paideia. En una conversación que tuvimos, mencionaste algunos nombres de escritores que aún viven en la isla que formaban parte de ese grupo, sin embargo, apenas se conocen la existencia de ese movimiento entre los intelectuales cubanos más jóvenes y otros menos jóvenes. ¿Recuerdas este movimiento, y cuáles eran sus reclamos en aquel momento?
LMGM: El movimiento Paideia hay que comprenderlo en el contexto de la segunda mitad de los años 80. Los que vivimos aquella época recordaremos la Perestroika y la Glasnost puestas en marcha por Mijaíl Gorbachov en la Unión Soviética. Revisión de un régimen anquilosado y enfermo en proceso de descomposición. Su objetivo no era desmantelar el régimen sino democratizarlo, hacerlo más eficiente y transparente, algo que chocó de inmediato con la nomenclatura tradicional. Fue el principio del fin de los regímenes socialistas en Europa del Este. En Cuba, Fidel Castro había comenzado un proceso de rectificación de errores y tendencias negativas que no tenía el mismo objetivo. Previendo que las ayudas soviéticas se acabarían en breve, y al cabo la propia Unión Soviética implosionaría, empleó todos los medios para fulminar a los tecnócratas de la junta central de planificación y a todo aquel que entorpeciera la puesta en práctica, de nuevo, de su voluntarismo al estilo de los años 60. Alentados por los movimientos de renovación en Europa del este, los jóvenes, y en particular los intelectuales, emprendieron acciones culturales innovadoras y desacralizadoras. La exposición de los artistas plásticos en el Castillo de la Fuerza, las performances, la música de nuevos trovadores como Carlos Varela, películas abiertamente heréticas como Alicia en el pueblo de maravillas. Y posiblemente entre los escritores el proyecto más avanzado fuera justamente Paideia.
En su manuscrito fundacional se afirma que “PAIDEIA es un proyecto de actuación práctico-crítica en el campo de la cultura, tal y como se perfila hoy ese campo sobre el tejido de relaciones sociales que constituyen el contenido histórico-concreto de nuestro ser y nuestra idea de la cultura”. Y más adelante: “PAIDEIA se propone contribuir al diálogo permanente y mutuamente enriquecedor entre creadores, promotores, críticos e investigadores de la cultura y, sobre esa base, al intercambio y concertación de experiencias, criterios y proyectos de creación, promoción, crítica e investigación de la cultura, de modo que semejante diálogo, y el intercambio que del mismo surja, pueda derivar en un modelo -entre otros posibles- de praxis coral y polifónica de la cultura”.
El manifiesto estaba firmado, el 19 de octubre de 1989, por Carlos Alfonso, Ángel Alonso, Atilio Caballero, Almelio Calderón, Luis Felipe Calvo, Raúl Dopico, Gerardo Fernández Fernández, Jorge Ferrer, Abel Fowler, Julio Fowler, Emilio García Montiel, Esther María Hernández, Ernesto Hernández Busto, Reinaldo López, Rafael López Ramos, Rosendo López Silverio, Pedro Marqués De Armas, Juan Carlos Mirabal, Jorge A. Miralles, Abelardo Mena, Radamés Molina, Omar Pérez, Antonio José Ponte, Rolando Prats, Reina María Rodríguez, Alexis Somoza, Armando Suárez Cobián, Bladimir Zamora, Pedro Vizcaíno. Algunos de ellos permanecen en Cuba, otros se han marchado (al exilio o al país de nunca jamás) y a algunos les he perdido la pista.
El propósito era básicamente que la intelectualidad tuviera una interacción directa con el poder político y desembarazarla de su papel subalterno como amanuenses sofisticados del discurso político o, mejor dicho, del discurso que orientaran los políticos. Pero Fidel Castro y compañía no estaban dispuestos a conceder ni el más mínimo margen de libertad habiendo aprendido de la experiencia soviética, y antes de la checoslovaca, y antes de la húngara, que una pequeña grieta en el muro de la intolerancia puede terminar derribando el muro. Y hablando de muros, ya el de Berlín se había desmoronado.
Tanto el movimiento de los intelectuales como el de los artistas plásticos terminaron en el aeropuerto. Haciendo bueno el eslogan “a enemigo que huye puente de plata”, las autoridades de la isla, a las puertas del período especial en tiempos de paz, ese eufemismo para nombrar la crisis más profunda en la historia de Cuba solo superada por la actual, permitieron e incluso favorecieron el éxodo de numerosos intelectuales y artistas que se marcharon con su música (incluso con su letra) a otra parte, donde no los pudieran ver ni escuchar los inocentes habitantes de la isla.
RRR: En el año 2021 hubo un gran estallido social en Cuba en el que muchos jóvenes intelectuales y artistas tuvieron un protagonismo importante; conozco algunos de gran talento, sin embargo, la reacción de la UNEAC y la Asociación Hermanos Saíz fue de condena. Algunos me han dicho que esos artistas no tenían ni tienen representatividad, significando con ello, que no eran miembros de ninguna institución del gobierno, lo cual no es cierto, como en el caso del teatrista Yunior García Aguilera, ahora exiliado en España. ¿Crees que es necesario pertenecer a una organización u ostentar algún carnet para ser reconocido como artista en nuestro país?
LMGM: Existe y, hasta donde sé, en casi todos los países, los colegiados para distintas profesiones. Colegios de abogados, de médicos, de arquitectos, etcétera, cuyo propósito es, en teoría, garantizar que quienes ejerzan esas profesiones tengan reconocidas por una instancia oficial las capacidades profesionales necesarias para salvar la vida de un paciente, evitar que una edificación le caiga en la cabeza a los futuros ocupantes, o que el acusado tenga la mejor defensa posible. (Aunque a veces funcionen como mafias gremiales). Ese no es el caso de las profesiones artísticas y literarias. Basta recordar que Alejo Carpentier, uno de los mayores escritores cubanos de todos los tiempos, ni siquiera tenía una titulación universitaria. A lo largo de la historia numerosos escritores y artistas se han asociado entre sí por afinidades estéticas, movimientos culturales, intereses gremiales y de defensa mutua, sindicatos para la protección de sus derechos, e incluso por afinidades políticas. Basta recordar el movimiento de intelectuales antifascistas de los años 30. Aunque fueron los llamados países socialistas los que crearon las uniones de escritores y artistas cuyo propósito siempre fue el de amaestrar a aquellas individualidades fuertes y creativas y ponerlas al servicio del gobierno. La pertenencia a esas instituciones podía garantizar a sus miembros visibilidad, oportunidades y recursos. Lo cual no significa que pertenecer a ellas hiciera mejor o peor a un escritor o artista. Y no pertenecer, tampoco. “Por sus obras los conoceréis” y nunca es más cierto que en el caso de las profesiones artísticas, donde titulaciones, pertenencias y colegiaturas son totalmente secundarias. Lezama Lima, segregado, era más escritor que todos los policías literarios que lo excluyeron. Alejo Carpentier, militante y emblemático del nuevo régimen (más por conveniencia que por convicción, creo yo) no por ello fue peor escritor. Lo que define a un escritor o un artista es, simplemente, su obra. Y eso no tiene nada que ver con su pertenencia o no a instituciones gubernamentales, pero tampoco a instituciones disidentes, asociaciones del exilio o a cualquier otra, incluyendo los clubes de parchís o los amigos del croché. La “representatividad” en el caso de los escritores y artistas es individual e intransferible. El agregado cultural en París Alejo Carpentier representaba a Cuba. El escritor Alejo Carpentier representaba a Alejo Carpentier. Un senador representa a sus votantes. Un artista siempre y sólo se representa a sí mismo.
RRR: En el año 2013 ofreciste una conferencia sobre “La cuentística cubana” en un Master de Literatura Hispanoamericana, por lo que supongo estás bien enterado de lo que sucede en la literatura de la isla dentro y en la diáspora, al menos hasta ese instante ¿Cómo ves el desarrollo de la cuentística y la narrativa cubana en este momento?
LMGM: Entre 2012 y 2013 hice en la Universidad Complutense de Madrid un master de Estudios Literarios y mi tesis de fin de master se llamaba Crónica del desencanto (cuentística cubana de la revolución 1959-2013). En realidad, el tema era el héroe en la cuentística cubana y sus mutaciones a lo largo de medio siglo. Descubrí que el comportamiento del héroe en la cuentística respondía a una periodización histórica que se podía dividir en diferentes eras: Dialéctica del entusiasmo (1959-1971), Welcome Tovarich (1971-1990), Good Bye Lenin (1990-2006) y Castro remake (2006-2013). En el caso del cuento, su evolución transitó desde lo que llamo el Primer periodo dialéctico (1959-1966) hasta las narrativas de la violencia, de la adolescencia, para concluir en la narrativa del desencanto. A lo largo de ese período bastante extenso han existido movimientos y tendencias en los que se han insertado con mayor o menor acierto escritores de varias generaciones. Al no existir durante muchos años la presión editorial y comercial que en el resto del mundo dicta modas y tendencias, en particular el predominio absoluto de la novela sobre el cuento, en Cuba pudo desarrollarse una cuentística de muy variados acentos: Senel Paz, Miguel Mejides, Reinaldo Montero, Leonardo Padura, Arturo Arango, Francisco López Sacha, entre los de mi generación. A los que se sumaron en los 90 Jesús David Curbelo, Atilio Caballero, Rolando Sánchez Mejías, Amir Valle, Ángel Santiesteban, Verónica Pérez Kónina, Ronaldo Menéndez, Ena Lucía Portela, Antonio José Ponte, Karla Suárez, Anna Lidia Vega Serova y Lorenzo Lunar, entre otros. Al mismo tiempo, fuera de Cuba nuevas generaciones de escritores comenzaron a crear desde códigos y realidades propias (Reinaldo Arenas, Carlos Victoria, José Manuel Prieto, por ejemplo). Más que listar autores y obras, yo prefiero hablar de cinco caminos por los que discurren las nuevas narrativas: Iluminación de lo cotidiano; Reformulación de la memoria; Realismo escatológico; Ensayo narrativo y Neopolicíaco. Y en mi ensayo se hacía constar la evolución del héroe en la narrativa desde el héroe épico de los primeros años, al héroe épico didáctico el héroe épico clásico en la narrativa de la violencia, el héroe nacional del trabajo, una suerte de realismo socialista de escaso recorrido, el héroe romántico, el héroe realista, para desembocar en el superviviente como héroe, una especie de picaresca con la que cierro mi análisis. Debo confesarte que estoy bastante desactualizado de lo que se escribe hoy en la isla. Entre 2014 y 2018 estuve trabajando en Estados Unidos y, a mi regreso, impartí en el IB San Patricio de Toledo cursos de Lengua y Literatura en cuatro niveles diferentes, Filosofía y Teoría del Conocimiento, algo que, como imaginarás, me ocupaba una buena parte de mi tiempo. En cualquier caso, e incluso contando con mi desactualización, creo que en el último medio siglo la cuentística cubana ha contado con aportes importantísimos tanto dentro como fuera de la isla que no desmerecen en lo absoluto de los grandes cuentistas de una tradición que se remonta al siglo XIX y que en el siglo XX tiene autores de talla universal, como Lino Novas Calvo, Alejo Carpentier y Onelio Jorge Cardoso, por citar algunos.
RRR: Alguien dijo que en tu libro de cuentos Habanecer, que fue premio Casa de las Américas 1990 y Premio Nacional de la Crítica 1992, La Habana se convierte en una especie de capital de la ilusión por obra y gracia de tus relatos. Sin embargo, hoy vives lejos de la Habana. ¿Qué diferencias o similitudes has encontrado en la capital española comparables a una ciudad como La Habana, que después de haber estado en España se me antoja una ciudad tan española?
LMGM: Yo nací y viví en La Habana los primeros 40 años de mi vida. Allí pasé mi niñez, mi adolescencia, me hice adulto, tuve mi primer amor y el último, la mujer con quien comparto la vida desde hace 36 años. Cursé estudios universitarios, trabajé, cambié de profesión, nacieron mis dos hijos y mis primeros libros. Al abandonar el país en 1994 una buena parte de las cosas que marcan una vida ya estaban hechas. Y las hice en aquella Habana, una ciudad con una personalidad singular, abierta al mar y que podía ser tan acogedora como agreste, tan deliciosa como infame (recuerdo aquellos mítines de repudio de 1980). Pero que siempre consideré mi ciudad, esa de la que no sólo me sentía inquilino sino copropietario. Y ese sentido de pertenencia, esa percepción de ser dueño de sus espacios, de su luz, de su aire, de su mar, es la que intenté recrear en Habanecer. Posiblemente ninguna ciudad del mundo alcance para mí esa cualidad que tuvo La Habana. Nacer en una ciudad y hacer en ella todos los descubrimientos (la amistad, el amor, el sexo, las ilusiones y los desengaños, la nostalgia y el entusiasmo) la dotan de una cualidad única que difícilmente puedas transferir a otras ciudades, aunque te instales en ella durante muchos años y te apropies de sus espacios y sus ritmos. No obstante, eso es algo que, en parte, sólo en parte, conseguí en Sevilla, a la que dediqué una novela breve, La última muerte de Basilio El Bendito, publicada en 2015. Y me ocurre, sobre todo, con Madrid, la ciudad donde vivo hace más de 20 años y cuyos espacios podría decir que son ya míos. Mi último libro, aún inédito, es una especie de Madridecer, aunque sin la voluntad totalizadora de Habanecer. Si Habanecer ha sido calificado como novela invertebrada, El laberinto de las hormigas, mi último libro, es una colección de cuentos vertebrados: cada historia ocurre en una estación de la línea uno del Metro de Madrid, incluso en la estación fantasma de Chamberí, cerrada hace muchos años. He intentado que dejen su huella en este libro su ritmo trepidante, la diversidad humana, las prisas y las pausas, los sonidos, los olores, los mil acentos que pueblan esta ciudad de casi cinco millones de habitantes y otros dos de tránsito. La Habana de aquel libro escrito en 1989 y que se desarrollaba en un solo día de 1987 era una señora hermosa, aunque desmaquillada. La ciudad mantenía su encanto a pesar del maltrato. Su gente, lo mejor de la ciudad, intentaba vencer a las adversidades cotidianas y salvar sus ilusiones. En 2009 viajé a La Habana porque mi hijo, que llegó a España con cuatro años, quería recuperar la ciudad donde había nacido. El resultado es Diario delirio habanero, publicado por Mono Azul en 2010. Una crónica del desastre escrito con dolorosa ironía. Ya entonces yo era para la ciudad un turista más al que intentaban esquilmar y la ciudad se desmoronaba en tiempo de bolero. En mi último viaje, poco antes de la pandemia, constaté que mi ciudad había sido asesinada por el artefacto urbano (si se le puede llamar así, porque la Habana se ha ido ruralizando) que ha venido a sustituirla. Una ciudad que se llama igual que la mía pero que me resulta ajena. Descubrir mi Habana bajo la costra de escombros, suciedad y desaliento es tan difícil como adivinar la Roma del emperador Vespasiano paseando las ruinas del Coliseo. Madrid, en cambio, es una ciudad en permanente transformación: muta y se reconstruye cada mañana. Se infla y desinfla de propios y extraños. Su identidad es justamente no tener identidad, por eso se dice que nadie es de Madrid y, por lo tanto, todo el mundo es de Madrid. Cuando ocurrieron los atentados terroristas del 11 de marzo de 2004, fui a mi centro de salud porque me pareció lo más útil. La cola para donar sangre daba la vuelta a la manzana. Al día siguiente una manifestación recorrió la Castellana precedida por un enorme cartel: “Todos somos de Madrid”. Detrás de aquel cartel, y hasta donde alcanzaba la vista, un millón de personas de sesenta nacionalidades diferentes lo confirmaban. Ese es el Madrid del que me siento ciudadano.
RRR: Tengo amigos que emigraron de otros países, y se asombran de que los cubanos constantemente hablemos y estemos pendientes de manera casi excesiva de lo que pasa en Cuba, aunque vivamos lejos. ¿Has notado ese hecho? ¿A qué crees que se deba ese fenómeno de tanta atención?
LMGM: Muchos pueblos a lo largo de la historia se han considerado “la mejor ocurrencia de Dios”. Algunos, como los judíos, asumen ser el pueblo elegido. Otros pueblos se vanaglorian de haberse escogido a sí mismos. Aunque en América Latina (no voy a discutir la pertinencia o no de este término) es proverbial el ego de los argentinos, los cubanos somos los argentinos del Caribe. Sabemos de todo. Somos terminantes en nuestras afirmaciones. Cuba es la isla más hermosa del planeta y “no hay otro cielo tan azul como tu cielo”, aunque he podido comprobar en muchas latitudes que la competencia es ardua. Fue una colonia más rica que la metrópoli. Nos independizamos luchando contra el ejército más poderoso desplegado nunca en América. Izar la bandera cubana en El Morro costó entre 200.000 y 300.000 vidas, muchas más que todas las que se perdieron en las guerras anticoloniales del resto del continente. A pesar de la devastación, el país se recuperó de un modo milagroso y tuvimos medio siglo de República funcional (a pesar de sus muchos defectos), algo completamente inusual al sur del Río Bravo. Puede que todo ello haya dotado a lo largo de la historia al cubano de un chovinismo de país menor, sin ínfulas imperiales. Si invadimos el mundo, que sea con el mambo. Por suerte. No quiero ni imaginar el destino de la humanidad si Fidel Castro hubiera nacido soviético. A juzgar por la carta que le escribió a Nikita Kruchev en 1962 instándolo a “dar el primer golpe”, hoy no estaríamos viendo películas post apocalípticas. Viviríamos en una. Lo cierto es que los cubanos expatriados, que ya nos acercamos a los tres millones, si no los superamos, aunque tengamos otro pasaporte en el bolsillo, nos seguimos considerando cubanos. Incluso muchos nacidos fuera de Cuba y que no han pisado la isla ni de visita. En Miami conocí al hijo de una mujer cubana nacido en Chicago. Hablaba en inglés como rapeando y en español como si se hubiera criado en Buenavista. Un caso singular de asere bilingüe. Donde vamos, los cubanos nos integramos y no solemos hacer gueto, quizá porque somos demasiado orgullosos, soberbios, autosuficientes como para sentirnos discriminados. Alguien objetará que Miami es un gran gueto cubano. Pero no es así. Hemos ido ocupando los espacios de la ciudad, pero sin la voluntad etnocéntrica del gueto de Varsovia o Chinatown. El día de la fiesta, eso sí, nos reunimos con los paisanos frente a una oferta culinaria que en Cuba es ya historia antigua. Conocí en Houston, Garcías y González de origen mexicano que no entendían español. Sus padres insistieron en que hablaran sólo la lengua “del progreso”, no la lengua “del atraso”. No conozco una sola familia cubana que lo haya hecho. Seguimos interesándonos por lo que pasa en la Isla, pero en muy diversa medida, en dependencia de nuestro arraigo. Quizás sin querer estamos fraguando una nueva nacionalidad: los cubanos de extramuros. Cuando Wole Soyinka, el escritor nigeriano, visitó. La Habana, lo recibieron al pie de la escalerilla unos babalaos, que le dieron la bienvenida en una lengua yoruba que en Nigeria es lengua muerta. Se echó a llorar de imaginarse un Ulises que arribaba siglos después a Ítaca y lo recibían en griego clásico. Los cubanos sin isla hemos fabricado con los recuerdos nuestra propia Ítaca.
RRR: Como se sabe asistimos a una época de una profunda crisis donde los cambios y transformaciones están marcados y acelerados por el desarrollo de las tecnologías. En este momento, la inteligencia artificial (AI) ha cambiado muchas cosas, pero también tiene preocupada a mucha gente, y aparejado a estos problemas se avecinan cambios geopolíticos como resultado de una nueva administración en la potencia más grande del orbe ¿Piensas que vamos hacia adelante o que vamos a una debacle absoluta de todo lo que hasta ahora ha creado la humanidad como piensan algunos?
LMGM: Debo confesarte que mi bola de cristal está averiada y no encuentro ninguna empresa que me la repare, de modo que mi capacidad de adivinar el futuro está muy mermada. Todos los cambios tecnológicos a lo largo de la historia, desde la primera revolución industrial hasta la fecha han provocado efectos deseados e indeseables. ¿Qué fue de los herreros que tenían frente a su establecimiento una cola de caballos esperando por sus servicios cuando el motor de combustión interna suplantó al 95% de los caballos? Del mismo modo, hay profesiones en peligro como consecuencia de la inteligencia artificial, y otras que aún no existen, pero ocuparán a los hombres de mañana. La inteligencia artificial, como todo invento humano, no es buena ni malo per se. Depende del uso que se le dé. Un martillo sirve para clavar un clavo y para abrirle la cabeza al vecino de enfrente. La inteligencia artificial puede ofrecer en segundos un diagnóstico clínico mejor que el de la mayoría de los médicos, puede optimizar un sistema productivo, puede hacer modelos financieros que eviten una quiebra o una recesión, crear y poner a punto medicamentos que salven vidas a una velocidad sin precedentes, conjurar situaciones peligrosas y catástrofes, crear modelos matemáticos de casi cualquier cosa. Pero tampoco podemos desentendernos y permitir que la inteligencia artificial nos suplante en la toma de decisiones. Los científicos y los tecnólogos deben desarrollar las herramientas. La sociedad, representada o no por su clase política, deberá determinar los límites éticos de su uso. Es cierto que la ciencia avanza más rápido que las instituciones, las leyes y los principios éticos. Pero el asunto no es detener la ciencia, sino agilizar la gobernanza. Hace más de un siglo, José Martí, a mi juicio la mente más brillante de la historia de Cuba dijo que “gobernar es prever”. Tenemos que prever los efectos indeseados de las nuevas tecnologías sin esperar a que éstos se produzcan. Y para ello es imprescindible la fortaleza de las democracias liberales, no porque sean perfectas, sino porque son el sistema menos malo de gobierno al poner cada cuatro años el poder en manos de los gobernados. Jorge Luis Borges, admirador de las dictaduras militares del cono Sur y, en particular, de Augusto Pinochet (recuerdo su discurso “La clara espada y la furtiva dinamita”), decía que la democracia es un “abuso de la estadística”. Y es cierto. Como está demostrando el resultado de las últimas elecciones en Estados Unidos, la estadística también puede equivocarse, lo cual no significa que sea ilegítima. Y aunque la democracia puede equivocarse en sus elecciones, la autocracia es siempre un error, cuando no un horror. Sea de izquierdas o de derechas es siempre desastrosa. Ante la incertidumbre del mundo contemporáneo y el descrédito de una clase política que en muchos casos ha mirado más por su propio interés que por el de los gobernados, vemos ahora el ascenso de modelos autoritarios que se atribuyen la representación de toda la sociedad (siempre que toda la sociedad se anime a parecerse a ellos, y en caso contrario deberá ser purgada). Yo soy un socialdemócrata, y sobre todo un demócrata convencido. “Viví en el monstruo y le conozco las entrañas”, diría Martí, pero en mi caso fue el monstruo de la autocracia, donde un señor se atribuía el derecho no sólo de gobernar en mi nombre sino de pensar en mi nombre. Él sabía cómo fabricar diez millones de toneladas de azúcar, inundar la isla de leche fresca, superar en veinte años el ingreso per cápita de Estados Unidos o convertir la pequeña isla en una potencia biotecnológica mundial. Y si no lo conseguía, era especialista en encontrar oportunos culpables. Si lo anterior es cierto, y no creo que ningún cubano me desmienta, me resulta incomprensible que millones de compatriotas hayan votado por Donald Trump, un señor que nunca admite un error, que se considera en posesión de la verdad, incluso cuando invita a sus compatriotas a beber cloro para matar al coronavirus, que se considera a sí mismo, sin ruborizarse, el mejor presidente de los Estados Unidos, incluyendo a Abraham Lincoln y los padres fundadores. Un hombre que miente a conciencia y falsea o retuerce los datos para apuntalar su narrativa. Un hombre que desprecia a todo el que no sea blanco, anglosajón y rico. Que considera a los inmigrantes latinoamericanos come gatos una panda de violadores y parásitos. Un hombre cuyos mejores amigos son Vladimir Putin y Kim Jong Un, a los que admira, amigos a su vez de Díaz Canel, el sin… botones, porque su panza ha hecho saltar ya varias camisas. Y que desprecia a las democracias occidentales legítimamente electas. Un delincuente juzgado y condenado, con numerosas causas pendientes, que se ha presentado a la reelección como alternativa a la cárcel. Que no acepta las reglas del juego democrático y las impugna cuando pierde, no cuando gana. Y que sería capaz de saltarse la constitución si eso le permitiera postularse para un tercer mandato o convertirse en emperador de América, quien sabe. (Acudan los desmemoriados a aquel discurso de Fidel Castro “¿Elecciones para qué?”, del primero de mayo de 1960, que marcó el fin de la democracia en Cuba. Ya él tenía el poder y gobernaría para siempre en nombre del pueblo). Y si Donald Trump es el mejor presidente de la historia, ¿para qué necesitarían los norteamericanos nuevas elecciones? Repito, ¿nada de eso le resulta familiar a los cubanos? Cuando elige para los cargos más importantes de la nación a ignorantes antivacunas (Salud Pública) o empresarios de la lucha libre (Educación) sólo por su fidelidad política y no por su cualificación para el puesto, ¿tampoco le recuerda esto a los cubanos el ministro ignorante o el director estúpido, pero ambos con carné del partido y méritos políticos de perrillo faldero? Cuando Trump afirma sin ruborizarse que la culpa de los problemas de América la tienen los demás, ¿no se parece a aquello de que la culpa siempre la tiene el imperialismo? Cuando Donald Trump clasifica a los norteamericanos en patriotas que lo apoyan y enemigos de la patria, ¿no le resulta familiar a los cubanos?
Es cierto que la inteligencia artificial puede entrañar grandes ventajas, pero también grandes peligros. Pero con la inteligencia natural ocurre lo mismo.

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