Froilán Escobar
La última adivinanza del mundo
Editorial Universidad Estatal a Distancia (EUNED)
San José, Costa Rica, 2009, 152 pp.
ISBN 978-9968-31-716-0
Cuando contemplamos un Miró o un van Gogh, cuando leemos una obra de Carpentier o de Borges, podemos saltarnos la portada o la identificación del cuadro en el museo. Bastan una mirada o un par de párrafos para saber que estamos frente a un Miró, un van Gogh, un Carpentier o un Borges. Como monógamos empedernidos, ellos son incapaces de ser infieles a su estilo.
Y ese es el caso de Froilán Escobar. Quien haya asistido a su ya nutrida y sólida obra —Martí a flor de labios (1991), El monte en el sombrero, (1986, 1991), Ana y sus estrella de olor (1994), El cartero trae el domingo (1995), El patio donde quedaba el mundo (1997), y La vieja que vuela (1993, 1997), entre otras— se percatará en pocas líneas de que La última adivinanza del mundo es “un Froilán”.
Y el trazo de su pintura es el lenguaje. Este libro no transcribe, literaturizándola, el habla popular campesina de la Isla, como podría creer un lector no avisado. Froilán construye una oralidad a partir de su propia poética, recompone el idioma y consigue su efecto más perdurable en el orden morfológico y sintáctico, como ya ha apuntado acertadamente Carlos Manuel Villalobos. Una libertad de lenguaje y construcción sintáctica que se remonta al canon barroco, al Martí de los textos más intrincados y boscosos, a la tradición délfica de Lezama. El texto apela al oído del lector y consigue otorgar un protagonismo al idioma, tan apreciado por raro en la literatura que corre. Aquí el lenguaje es también argumento.
Pero este libro no es “un Froilán más”. La novela conjuga, en apenas 150 páginas, las cualidades que son ya un sello en su obra —lenguaje, imaginería popular, el medio rural y la naturaleza como personajes— con el flujo de múltiples tradiciones que han alimentado el canon de la cultura occidental.
Froilán Escobar nos permite asistir, a través de la mirada de su protagonista, a la campaña de Antonio Maceo en el Occidente de Cuba durante la última guerra de independencia (1895-1898). Pero no una epopeya estilizada y “limpia” donde sólo corra, y en las dosis recomendables por el marketing, la sangre suficiente y necesaria para no ofender al olfato del lector. Tampoco es literatura gore o derroche de violencia gratuita. La protagonista, que vive los combates sin vivirlos y muere en la retaguardia sin morir, presencia la carnicería y los desmanes, la heroicidad, el odio sin paliativos y la crueldad de una guerra donde ambos contendientes estaban dispuestos a jugarse la aniquilación para conseguir la victoria. Como dice el narrador-personaje: “Afuera, vivaqueando en la lejanía, sonaban los tiros de la guerra. Maceo apuraba la matazón. El mundo en que vivíamos está que estaba terminando”.
Una epopeya griega (o un patakín yoruba) donde participan los hombres y los dioses. En esta guerra que abolía el ayer pagando en cuotas de mañana, “veíase a Changó lanzando su piedra del rayo y a la noche pelearse con el chisporroteo. Trataba de cortarle el moño. De no dejar que se subiera la candelada para arriba. Pero ya los mambises cabalgaban momentáneo por cerca de Pinar del Río, haciendo arrecio de amago sobre la plaza”. Los dioses, como en la batalla de Troya, toman partido, combaten en el bando de las armas cubanas y cobran su óbolo en muertos al contado: “Changó tiraba su piedra del rayo, ¡busumbán!, desde arriba, y Oyá, más atrás, echaba la candela. Se soltaban a caer rayos. Era mucho el repetirse mismo de la muerte. Los Ikú no paraban: iban en un cobrarse la vida por todos lados. Era grande el reguero de los que caían sin saberse cuáles quienes eran ellos”.
Los dioses controlan como grandes estrategas el campo de batalla, juegan a la vida y la muerte. Por eso su presencia no es aquí ornamental, como en toda una literatura donde los cultos afrocubanos son mero folklore sustitutivo del culto positivista al futuro. Cuando la protagonista baña a Elegguá con malanga, cuando su madrina hace “ofrenda de frutas de pitahaya a los Ibeyi, los jimaguas sagrados”, cuando de su frente “le estaba brotado un paisaje que ofrendaba, ilé obba” no son ritos banales de cara al turista literario que aplaude, sino “adivinación de los agüeros ocultos”, lo que le permite conocer a la protagonista que su padre está en peligro y que sólo ella puede cambiar su suerte.
Y la definición de este narrador-personaje es otro de los grandes aciertos de la novela. Como Sasa Stanisic en su novela Cómo el soldado repara el gramófono, como James G. Ballard en El imperio del sol, o Elem Klimov en la estremecedora película Ven y mira, Froilán Escobar observa la guerra a través de los ojos de una niña que no sólo la presencia desde una distancia que queda abolida por la magia de la ficción, sino que padece en la retaguardia las iniquidades de un mundo sin ley con todos los ingredientes de la contemporaneidad —pederastia, violencia de género, impunidad, crueldad extrema y una miseria que es la implacable enemiga que no cesa, la heroicidad de los pobres—. “Mi mamá mencionaba, verbigracia: harina, ñame, o un compuesto cualquiera de lo que comíamos, ¿y qué quedaba detrás mismo de lo que decía? Nada. Un aire. La palabra, apenitas. Ni un más. Ni un ni. Ni siquiera un sabor de frijoles. Lo que la boca pronunciaba, la barriga carecía de tenerlo”.
De vuelta a la tradición griega, esta Penélope no teje y desteje a la espera, en este caso, del padre que ha ido a la guerra. La niña construye, tuerce, modifica los sucesos con su puntada. Su madrina le anuncia la inminencia de la muerte que ronda a su padre en la guerra y le advierte que sólo ella puede modificar su sino. Tiene que aprender a tejer, no para consolar la espera, sino para rehacer la realidad en cada puntada, para salvarlo de cada peligro. Tejiendo la realidad, la niña teje el camino de la salvación para su padre. “Lo real sólo empieza a existir cuando empiezo a tejer los hilos”, nos dice. Y anota: “esta tela se borda como lo que yo una vez viví. Con la primera puntada que meto, sin que yo dé fijo en creérmelo todavía, aparece la invasión en Paso Viejo, en los empiezos de la cordillera, con una recua traída de insurrectos que vienen.(…) Pero apenas doy el pespunte, ya están saliéndose de donde lo oculto donde estaban, para resucitarse puestos aquí”.
Posiblemente el mayor hallazgo de esta novela es ese entretejer, nunca mejor dicho, la realidad invocada o construida y la realidad objetiva de la guerra a la que la protagonista no sólo asiste sino que la prefigura y tuerce los caminos de la vida y la muerte como un Elegguá que, equivocado de isla, hubiera ido a parar a Ítaca. “Estoy repitiendo su vivir, su ilé olódin. Doy todo rápido las puntadas para que aliste el jolongo y agarre al tiento el machete”.
En cierta ocasión, cuando amanece en la tela, el día que ella le regala a su padre a puntadas lo delata al enemigo. Entonces “se mete a esconderse en el monte. Yo en mi yo, tiemblo. No me alcanzan las hebras para tejer el derredor. No me alcanzan tampoco los ojos. (…) Por tanto matorral el follaje, mi padre se me pierde de la vista. Tengo que desapretar los hilos para abrir ranuras que permitan entrar rayitos chiquiticos de la luz, con fin de distinguir su figura”.
Hasta un siglo después, las guerras no serían televisadas. La última adivinanza del mundo prefigura esa sintonía visual, pero, como en una web 2.0 o en un juego interactivo, el espectador-narrador-personaje compone los sucesos. Reacomoda la realidad desde la escritura, esta vez a puntadas sobre la tela.
Pero ninguno de esos artefactos verbales o argumentales escamotea (por el contrario, subrayan) la terrible textura de una realidad narrada con un verismo que la convierte en experiencia personal, cercana, para el lector. “El tiempo donde vivíamos los de acá, no se molestaba en irse para ningún lado”, dice la narradora recapitulando las terribles circunstancias de su vida. “La noche no sabe del tiempo. No tiene pasado, es un presente que no pasa. La noche dura en su eternidad. (…) Nadie se acordaba de los muertos que habían existido aquí. No estaban. No estábamos. No guardábamos memoria de que estuviéramos. Nadie de los enterrados aquí podía ser desenterrado para recordarse. Vivíamos y moríamos en un oscuro”.
Si la narrativa actual se nos vuelve cada vez más anecdótica y cinematográfica (Hollywood y el best seller mandan, dictando una literatura “amable” de leer y tirar), este libro nos devuelve la epopeya.
El escritor portorriqueño Luis López Nieves escribió en 1984 su cuento “Seva”. El cuento comienza simulando ser una carta escrita por el autor a un periódico de San Juan, se habla de documentos que comprobarían que la invasión se produjo en verdad en mayo de 1898, no el 25 de julio, y que encontró una resistencia tan heroica en Seva que las tropas norteamericanas liquidaron al pueblo completo, instalaron sobre sus escombros la base militar Roosevelt Roads y construyeron en las inmediaciones otro pueblo, Ceiba, que existe realmente, para evitar una rebelión popular y trastocar la historia. Fue infructuoso que López Nieves intentase explicar que aquello era solamente ficción, porque “Seva” se convirtió en historia de inmediato y la gente comenzó a exigir justicia y esclarecimiento del pasado. Del mismo modo, sería infructuoso que Froilán Escobar intentara convencernos de que estamos frente a una ficción, que ésta no fue la guerra.
La poética de La última adivinanza del mundo nos conduce hacia ese espacio sin tiempo donde la palabra consigue crear una realidad que adquiere vida propia. A los lectores se nos concede la oportunidad de otorgar a estas palabras textura de experiencia personal, intransferible.
“Tejer la realidad”; en: La Nación, San José de Costa Rica, 24/06/2012
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