Anatomía del fantasma

14 10 1999

«En 1787 el colombiano Don Juan Ignacio de Salazar declaró que viniendo «de gente honrada y limpia de toda raza de Guinea» entablaba querella contra su hijo Juan Antonio por haber éste contraído matrimonio «de secreto» con la joven Salvadora Espinosa,  de «calidad mulata».

El hombre no sólo desheredó al hijo, ante el riesgo de que sus dos hermanas se quedaran solteras por no encontrar varón dispuesto a emparentar con familia «ennegrecida», sino que reclama una acción legal contra el sacerdote que los casó.

A algunos puede parecerle que este hecho se remonta a un pasado del que ya estamos muy alejados, en una América multirracial y mestiza, donde ya ningún periódico anuncia que

“Se venden cuatro negritos de dos años, hasta la edad de nueve en la cantidad de 550 pesos..”..

O         donde ningún mayoral apunta en su libro de zafra:

«Las reses matadas son toros. Se malogró una puerca de la ceiba. El negro muerto es Domingo Mandongo».

Pero se equivocan rotundamente. El hecho de que en Argentina o Santo Domingo se produjera la muerte estadística del negro, o de que en Cuba se haya abolido por decreto la discrirninacion racial, no significa su extinción. Del fantasma de la esclavitud, reconvertido a discriminación racial, imposición de patrones culturales blancos, conflictos familiares, sociales y laborales relacionados con la raza, trata este libro de Duharte y Santos que no sólo es recomendable, sino necesario para quienes deseen comprender el laberinto de relaciones sociales de nuestros pueblos.

Los autores dedican las primeras 70 páginas a analizar la situación del negro en países donde a primera vista no existen (Argentina y México), países donde se le ha convertido en un ser invisible (Colombia), países de mestizaje galopante aunque condicionado por prejuicios claramente institucionalizados (Brasil, República Dominicana, Venezuela), aquellos donde la población negra es abrumadora mayoría (Haití, Jamaica y algunas islas de las Antillas Menores), donde se interdigita la problemática negra con la indígena (Ecuador), el mosaico de conflictos en las pequeñas Antillas y el mito de la integración en Puerto Rico, para adentrarse en el caso de Cuba, a la que dedica veinte páginas, para concluir con un interesantísimo paquete de testimonios de entrevistados cubanos procedentes de los más diversos sectores, que ocupa las últimas 70 páginas. Aunque carecen de representatividad estadística, según confiesan los propios autores, estos testimonios son una muestra del modelo de pensamiento (racista o no, consciente o inconsciente) que ha condicionado en nuestra sociedad cuatro siglos de esclavitud, una división clasista que en mucho consideraba la aristocracia de la sangre, la preterización forzosa del negro a la base de la pirámide social, los largos procesos de despojo de la cultura del negro, y la imposición de los patrones blancos, occidentales, asumidos a veces de manera inconsciente y «natural» por la vía de los patrones estéticos, los medios de comunicación y los prejuicios que alcanzan el estatus de ley. Tanto el análisis de los autores como los testimonios vivos (y, en ocasiones, crudos) de los entrevistados, demuestran el grado de complejidad de este proceso en una Cuba que se «blanqueó» durante las primeras décadas del siglo con la inmigración peninsular, para «oscurecerse» más tarde con el éxodo de millón y medio de cubanos (mayoritariamente blancos), en medio de un proceso que abrió oportunidades a la población negra, «abolió» los signos externos e institucionales de la discriminación, y la definió como ideológicamente perversa; a pesar de lo cual la población penal continúa siendo mayoritariamente negra, la cúpula del poder mayoritariamente blanca, y las universidades se alejan aún de responder al balance racial de la población. Un país sometido a tensiones y cambios, donde se aprecia un renacer de los prejuicios raciales, una nueva escisión social.

 

Anatomía del fantasma, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena Letra n.º 14, otoño, 1999, pp. 216-217.  (Duharte Jiménez, Rafael y Santos García, Elsa: El Fantasma de la esclavitud Prejuicios raciales en Cuba y América Latina. Casa del Tercer Mundo Bielefeid y Pahí­Rugenstein Verlag Nachiolger Guiba, Bonn, Alemania, 1997. 160 pp.)

 





L´America Total

1 10 1999

En nuestro especializado mundo cultural y académico, son cada vez más frecuentes los estudios que intentan abarcar un espacio equivalente a la superficie de la yema del dedo, y practicar un estudio de mil kilómetros en profundidad. Lo que me recuerda la definición del especialista y el generalizador. El primero es quien sabe cada vez más de cada vez menos, para terminar sabiendo todo de nada. Mientras el generalizador es quien sabe cada vez menos de cada vez más, para terminar subiendo nada de todo.

Por eso alegra encontrar un texto como L’América, de Aleasandra Riccio, un texto donde no se intenta la autopsia de la cultura, mientras se reparten brazos y piernas a los especialistas correspondientes. Un texto donde la cultura no es el ente rectangular y predecible al que aspiraban los ilustrados, sino un cuerpo vivo, multiforme, en ocasiones monstruoso, pero sorprendente e impuro, donde todo o casi todo tiene cabida y es imposible leer el discurso literario sin insertarlo en sus contextos históricos o sin usar un diccionario político actualizado como material de consulta.

En L ‘América, Alessandra Riccio nos habla de la palabra como mecanisino de dominación, como arma a veces tan efectiva como la pólvora, que permitía que no se desencuadernara un imperio vasto aún para estos tiempos de red global. Aquellas palabras que para algunos nativos tenían ánima y eran capaces de contar al destinatario los sucesos del camino. Es interesante esa aproximación de algunos autores, desde los cánones de la literatura occidental (en cuya órbita nos movemos) al universo cualitativamente diferente de la experiencia histórica y cultural indígena.

La visión eurocentrista que impuso la ilustración, y que no era sino una ilustración de lo poco ilustrados que eran en materia americana; incurriendo en absurdos, exageraciones y, sobre todo, generalizaciones pueriles, dignas de la más desbocada mitología popular. Estereotipos que han fomentado durante siglos la complacencia de Europa en su propia ignorancia americana, la negación a adentrarse en lo que, por distante y distinto, tiene que ser forzosamente inferior.

También alude AIessandra al (¿estereotipo o no?) de la identidad cultural, el colonialismo y sus secuelas, el neocolonialismo norteamericano, los patrones culturales impresos sobre una tradición que rebasa los marcos estrictos de esa tradición occidental y adquiere su propia fisonomía en el habla, en el arte y la literatura, en el discurso popular y, no pocas veces, en el discurso político. Una fisonomía que se nutre de la oralidad, de lo cotidiano, de lo naif: aunque con frecuencia oculte sus fuentes.

¿Razones? El continuo proceso de mitificación y ocultamiento que ha sufrido Latinoamérica por parte del discurso político, desde la retórica renacentista que ocultaba la empresa medieval que fue la conquista, el lenguaje iluminista de la independencia que no logra ocultar un caciquismo subterráneo y realidades medievales, la retórica positivista decimonónica camuflando la entrega del continente al capital financiero, mientras América era reclamada por Los Americanos, enmascarando la nueva colonización mediante políticas de buen vecino (siempre que no tuvieran que apelar al big stick); hasta la retórica tendente a construir una América de servicio (y al servicio) aunque se hable de Alianza para el Progreso y Zona de Libre Comercio. Es algo que nos recuerdan Paz y Fuentes, y que Alessandra Riccio subraya. Un texto a mi juicio importante para desentrañar los laberintos ocultos, los nexos entre la palabra política y la literaria, entre la historia que ocurrió y la que nos han contado, entre el continente que han intentado analizar sin éxito los taxidermistas y ese continente vivo, de fronteras difusas  y que avanzan hacia el norte (¿devolución quizás, incruenta, de la conquista?), y que Alessandra examina al vuelo, al galope, descubriéndolo en plena audacia de un salto. Sin necesidad de capturarlo en las páginas de un ensayo cartesiano. Sin necesidad de clavarle un alfiler en la frente con un número de serie.

 

L´America total, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena Letra n.º 14, otoño, 1999, pp. 217-218.

 

 





El arte de crecer

1 06 1999

Desde que asomé a esa edad de la duda que suele ocurrir entre los catorce y los dieciséis años, en La Habana fervorosa de 1968 a 1970 -Fervor cerrado por reparaciones-, empecé a descubir que no coincidía el número con el billete, es decir, que entre la realidad retórica y la realidad objetiva y fuera de nuestra conciencia (según la misma retórica) existían hiatus que mi adolescencia era incapaz de explicar. Como aún no estaban tan de moda los conflictos generacionales, me acerqué con inocencia a mi padre, intentando que subsanara mis dudas (meros errores de apreciación seguramente), pero una y otra vez insistió en lapidar con discursos mi incomprensión de los otros discursos, de modo que al cabo, desistí. Muchos años después, cuando Fidel Castro proclamó el Proceso de Rectificación y aclaró que «ahora sí vamos a construir el socialismo», mi padre apagó la tele para no escuchar a Fidel negar a Fidel, o para no barruntar la idea de que durante un cuarto de siglo se había dedicado con fervor a comer catibía en conserva.
Todos hemos tenido un padre, un tío, un hermano así, suscrito al fervor perpetuo, incapaz del politeísmo, y menos aún del ateísmo político. Personajes lineales capaces de explicar lo inexplicable y maquinar argumentos, que García Márquez envidiaría, si la deidad mayor del Olimpo Político necesitara coartada. Son seres de una fe conmovedora, como de beatas que se creen literalmente la Biblia de cabo a rabo.
A esa especie pertenece Ramón Matamoros, hijo de mambí y abuelo de una jinetera, que Mario Guillot nos presenta en la novela corta Familia de Patriotas (finalista del Premio Ateneo-Ciudad de Valladolid, 1997). En segunda persona, un narrador que se nos muestra entrañable, por momentos tierno y con dosificada asiduidad irónico, va presentando a Ramón Matamoros a través de una combinación de ataques por los flancos: en su relación con Eduardo, el yerno muerto en Angola; con Flora,  Florita y Tatiana, su mujer, hija y nieta respectivamente; con Agustín, su padre mambí; o defendiendo a la Revolución con las armas y el trabajo. Una serie de aproximaciones que van edificando el personaje con la paciencia de un puzzle, superponiendo en ocasiones datos, pero iluminando casi siempre zonas de su personalidad hasta ese momento en tinieblas, o apenas vislumbradas.
Si bien el narrador enfoca desde afuera a Ramón Matamoros, al asumir la retórica revolucionaria, al conceder a sus aplicaciones y explicaciones sólo de vez en vez el beneficio de la duda, al ironizar en cuidadas dosis sobre el mundo de tareas del Partido, Movilizaciones y Lucha Antiimperialista en que habita el personaje, el narrador se adentra sin rubor en la dialéctica interior de su criatura, logra despojarlo de la aridez de un esquema y convertirlo en alguien creíble, por el que llegarnos a sentir una enorme piedad. Y posiblemente esa sea la mayor virtud de Familia de Patriotas: lograr que el fanatismo, la certeza indudable que ni pruebas necesita en su apoyo, el fervor de este elegido, capaz de clasificar a las personas de carne y hueso por estricto orden de tamaño político, alcance una dimensión humana que es, sin dudas, una dimensión trágica: la del hombre abandonado por su propia obra.
Si hay personajes unidimensionales (y, por fuerza, superficiales) como Eduardo; si lamentamos el dibujo leve esquemático, de Florita, cuya evolución desde la fe a la desilusión requeriría un tratamiento más detallado; si echamos de menos un planteo más extenso y rico de Tatiana, la nieta jinetera; no es menos cierto que el protagonista cumple sobradamente nuestras expectativas y el interés con que lo hemos seguido; salvo el final catastrófico, que no voy a develar, y que me resulta innecesario; o ciertas moralizaciones del último capítulo que son prescindibles.
Si a eso sumamos una oralidad cuidada, dosificada y sin estridencia, una dramaturgia que nos atrapa desde la primera palabra, y el verismo de quien se mete en la carne y la sangre de la palabra, podemos incorporar felizmente esta familia de patriotas en la familia de nuestra literatura, con el atisbo de que recibiremos de Mario Guillot nuevas alegrías de la palabra.

El arte de crecer, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena Letra.n.º 12-13, primavera/verano, 1999, pp. 239-240. (Guillot, Mario: Familia de Patriotas. Exmo. Ayuntamiento de Valladolid, 1998).





Boleros en Valparaíso

1 01 1999

Aunque no soy un adicto a las novelas policíacas, confieso haber disfrutado con Marlowe más que con los rebuscados crímenes de Poirot y Agatha Christie. Si algo me ha conmovido en la novela negra norteamericana, es su verismo; la noción de estar presenciando la cara oculta de la vida, no menos real que la visible. Una vez aceptada como un dogma la inapelable honradez de ese detective a quien todos vapulean, puede uno transitar la dosificada entrega de información, el embrollo paulatino de la trama hasta el instante final, los whiskies y cigarrillos que van creando en el lector una creciente ansiedad. En sus novelas encontré una prosa ágil y eficaz, parlamentos escuetos y dialectales que reforzaron mi noción de ser un mero espectador de la vida. Y si me refiero a la novela negra, es porque el modelo y la intención de Roberto Ampuero en Boleros en La Habana son, obviamente, ésos.
La novela narra el encargo a un detective de origen cubano, residente en Valparaíso, de averiguar a quién pertenece el medio millón de dólares, supuestamente hallado en su equipaje por un cantante chileno de boleros, y que se ha refugiado en La Habana tras un (también supuesto) secuestro. De modo que la novela se mueve entre Valparaíso y La Habana, con incursiones a Miami y Montevideo.
Su autor, chileno que ha residido en Holanda, Cuba y Alemania, nos entrega su trama mediante una estructura eficaz y ágil que salta de persecución en persecución: los mafiosos que persiguen al cantante de boleros, el detective cubano que persigue a los mafiosos por encargo del bolerista, y el bolerista que persigue sus fines, al parecer su propia supervivencia, mientras no se demuestre lo contrario. Al final, como es clásico en sus modelos, algunos malos caen, pero no los peores, un telón de corruptela y silencio cierra la trama, y el detective termina más vapuleado que antes y sin un centavo.
Hay elementos en la trama francamente inverosímiles, algunos claves para aceptar tácitamente la historia: No resulta demasiado convincente que Rosales, el bolerista, contrate un detective de medio pelo en el otro extremo del mundo sólo como maniobra de distracción a sus perseguidores. Como resulta increíble que un hombre perseguido por la mafia ─y que, como sabremos mucho después, conoce perfectamente ese territorio─ se dedique a cantar en el cabaret Tropicana, por donde desfilan todos los extranjeros que acuden a La Habana. Publicarse en el Gramma habría sido menos extrovertido. Los extranjeros no suelen leerlo. Y que lo contrataran tan fácilmente, sin papeleos ni burocracia, es ya un exceso. Pero todo eso pudiera pasarse por altosi tuviéramos la voluntad de creer la historia y ella nos convenciera a cada paso.
Pero las dos grandes dificultades de esta novela son su verismo ambiental y su lenguaje.
El primero me hace recordar a Hemingway, quien escribía en inglés novelas de norteamericanos desplazados que movían sus propios conflictos en medio de un escenario exótico. No intentó asumir (suplantar) la identidad y los conflictos de los nativos, que le suministraron los secundarios y la escenografía. Ibsen le había enseñado que sólo se puede escribir de lo que se conoce, y por ello el viejo cubano de su mejor novela, y hasta la aguja que pescó, o lo pescó a él, pensaban en inglés.
Lo contrario se nota en la novela de Ampuero. Resulta abrumador el contraste entre la creíbles recreación de los altos barrios bajos de Valparaíso (ciudad natal del autor) ─el asalto de los cogoteros, por ejemplo─, y esa Habana donde los balseros plantan su improvisado astillero en el patio de la cuartería en plena Habana Vieja ─rigurosamente vigilada, según la novela─, se intercambian avíos de fuga al pie de la escalinata universitaria, el sitio menos recatado del mundo, por no hablar de sus referencias a «Huira» de Melena, los «babalúas», los «boquerones fritos» en lugar de manjúas; o donde el poeta, con una cuchilla apoyada en la yugular, tiene tiempo para reflexionar sobre la anunciada invasión norteamericana que nunca tendrá lugar.
A Ampuero no le basta colocar a «nuestro hombre en La Habana», limitarse a emplear la exótica escenografía, sino que necesita juzgar la situación, colocarse en los conflictos insulares y apostillar de vez en cuando por boca de sus personajes. Pero ahí es donde se traba el paraguas, para decirlo en el buen cubano que le falta al autor de estos Boleros. Mientras un parlamento como el del cogotero chileno cuando dice «(Puchas que anda bien cubierto el jil éste», nos otorga una noción de veracidad; la afirmación del poeta: «Vengo a menudo (…) Pero siempre gracias a extranjeros. A los cubanos nos está vedado entrar aquí, a menos que paguemos en dólares, empresa más difícil y riesgosa que conseguir doblones», digna de las traducciones de la Editorial Progreso, nos hace sospechar una impostura. Aunque sea cierto. Aún cuando aceptáramos que la expresión del poeta es mera joda culterana, ya va siendo más inexplicable la oralidad de una bailarina de Tropicana, jinetera en sus ratos libres: «Te vislumbro medio pasmado en lo físico y más bien escueto en materia de fantasía, cosa que atribuyo a que careces..”. etc.
Pero lo más lamentable es esta Habana llena de personajes maniqueos, que resuelven una jinetera, alquilan su casa a extranjeros o se prostituyen (y que, indefectiblemente quieren abandonar la Isla) o los que consideran muertos a quienes se fueron a Miami, llaman compañero incluso al turista, o pertenecen a la Seguridad o las Milicias, y son implacables guardias rojos. Si de algo nunca se enterará el lector de esta novela es de que La Habana está poblada de mulatos ideológicos, azuzados por la picaresca de la supervivencia, y son más bien escasos los blancos y los negros. Su conducta es más sutil que la de esa jinetera actuando contra reembolso. Ellas han patentado el método tangencial cuando lo que desean es que las saquen de Cuba. Estas breves páginas no alcanzarían para explicarlo. O que ningún funcionario de la Seguridad le soltará literalmente a un empresario paraguayo que puede lavar tranquilamente sus dólares en la Isla, aunque de hecho se haga. Si algo resta verismo a esta Habana no son detalles geográficos o términos inapropiados, sino la rara unidireccionalidad de sus pobladores, indefectiblemente sandungueros (calificativo a mansalva), su conducta maniquea y la simplicidad de sus métodos de supervivencia.
Aunque existen notables (y muy nobles) excepciones, la mayor parte de las novelas policíacas funcionan (o no) estructuralmente, dosificando la trama y concediendo al lector la intriga por entregas. Lo común es que el lenguaje sea un mero instrumento de comunicación, operativo en la medida que cumple su propósito. Pero esta operatividad pasa, ineludiblemente, por convertir el lenguaje en un transmisor tan fiable como una línea de fibra óptica, la huella dactilar de sus propietarios. Cosa que ya sabía Hemingway hace medio siglo.

Boleros en el paraíso, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena Letra. n.º 11, invierno, 1998/1999, pp. 183-185.  (Ampuero, Roberto: Boleros en La Habana. Ed. Planeta. Barcelona, 1997.)





Naturaleza viva con abejas muertas

1 06 1998

En la contraportada de la novela Naturaleza muerta con abejas, de Atilio Caballero, se lee:

“(…) es la historia de un impulso vital de liberación personal, de escapar de una sociedad cerrada (…) la descripción y el análisis de las concecuencias que el poder absoluto tiene sobre el individuo, de las utopías utilizadas como valor supremo frente a otros aspectos de la vida (…) un simple ser humano en lucha permanente por recuperar su identidad. Naturaleza muerta con abejas es una novela que dará mucho que hablar”.

Y si confío, con los autores de la solapa, que esta novela dé mucho de qué hablar, cabría añadir que, en primera instancia, es una novela que da mucho qué pensar.

Como es ya norma en la narrativa de Atilio, el hilo argumental es apenas una excusa: las aventuras (mayoritariamente introspectivas) de un joven confinado en el “Convento” ─por la palabra “guardia” que le espeta su hermano, lo suponemos una unidad donde pasa su servicio militar, pero bien podría ser una escuela, una beca: tan parecidos en su rígida estratificación diaria, en su estricta planificación de las conductas externas que pretende como fin último la planificación neuronal de todos los elementos─. Sus escapadas del hermético círculo conventual, cercado de muros y jerarquías, hacia el otro círculo, la ciudad, de muros difusos. Espectador y partícipe casual de los tumultos y represalias que acompañaron en 1980 al éxodo por el Mariel, el joven roza el tránsito hacia la otredad: la salida hacia el vasto círculo del mundo. Pero a lo largo de toda la novela, su éxodo ocurre en sentido opuesto: es una éxodo hacia sí mismo.

Aunque el personaje represente, al mismo tiempo, esa voracidad de horizontes, esa vocación apátrida (en su sentido universal) que ya Lezama achacara a la insularidad. Si el ciudadano continental cree con frecuencia haber contraído el mundo por vía genética, el insular se siente compulsado a conquistar y digerir ese mundo, a tender los puentes que le permitan enlazar culturas y órdenes de pensamiento, para lograr, en un efecto de contrapunteo, esclarecer las coordenadas de su propia circunstancia. Arquetípico en su construcción, este personaje que hilvana filosofías para explicar(se) el mundo inmediato, asedia el bostezo de un hipopótamo, o responde a las acusaciones del stablishment mediante un alegato sobre el sentido de la creación y la “utilidad” de la poesía, ese joven recluta que por momentos compone una retórica punto menos que imposible, es, al mismo tiempo, el que ríe con La Comedia Silente (tan parecida a la cotidianía), el que se acoge al placer gregario de la amistad y descubre con pavor que la complicidad y el miedo pueden ser siameses. Un personaje, en suma, que se nos convierte en persona casi sin darnos cuenta. Que nos conmueve a su pesar, como si quisiera mantener siempre a distancia los intrusos ojos del lector.

Y ese juego de acercamientos y alejamientos alternos es seguido, en cuidadas dosis, por el punto de vista, que se mueve desde un narrador semiomnisciente en tercera persona, hasta la franca primera persona, pasando en ocasiones por el estilo indirecto libre, ese modo de estar dentro y fuera al mismo tiempo. Como tampoco es gratuito que sea un capítulo en minúsculas el VIII: es la rapidez, el juego, las mutaciones, los disfraces que derriban categorías, la farsa igualizadora del travestismo carnavalesco.

No es un “ser humano en lucha permanente por recuperar su identidad”,es un ser humano suya identidad se va conformando al margen, sesgadamente, respecto a la identidad colectiva que postula el criador de abejas en el capítulo IX (Prólogo), donde se hace más explícita la naturaleza tránsfuga del personaje respecto a la fe oficial, al papel de cada individuo en (y supeditado a) la colmena, los mecanismos de opresión y supresión del individuo, presuntamente al servicio de la colmena. En realidad, al servicio del criador de abejas, que es quien dicta las normas, vigila el obediente curso de los acontecimientos, y determina en última instancia dónde y cómo colocar los cristales que confinarán a las obreras tras una frontera invisible.

Pero, en este caso, “escapar de una sociedad cerrada”tiene una connotación más amplia: el personaje reivindica su libertad a la diferencia, su derecho a la individualidad. Es la abeja que ha descubierto la parte superior de la colmena, donde no hay barreras de vidrio. Y echa a volar, aunque el criador sospeche de inmediato que se pasará a la colmena enemiga. El personaje ya ha detectado “la similitud que existe entre este elemento [el oleaje] y su nuevo régimen disciplinario: ambos comienzan donde termina la razón”; dado que el poder aplica a los súbditos técnicas de apicultor. Para su mal, los humanos somos con frecuencia coleópteros más complicados. Atilio Caballero, en esta novela de intensa lectura, lo demuestra.

 

Naturaleza viva con abejas muertas, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena Letra. n.º 8/9, primavera/verano, 1998, pp. 238-240. (Caballero, Atilio: Naturaleza muerta con abejas. Olalla Ediciones. Madrid, 1997. 210 pp.)

 





Cuba para neófitos

1 06 1997

Los juicios sobre Cuba cumplen con asiduidad el axioma de que “no llegan, o se pasan”. Si una izquierda nostálgica persiste en culpar exclusivamente al embargo norteamericano de que la Ínsula no sea una sucursal del paraíso, la derecha más tuerta incurre en la intrínseca maldad de Fidel Castro. Una de las virtudes de este libro, Cuba, la hora de la verdad, del ecuatoriano Eduardo Durán-Cousin, es eludir ambos extremos.

No podría decirse que aporte algo a la ya vasta bibliografía de tema cubano. Pero el prólogo de Simón Espinosa bien podría iluminar con más eficacia un par de ideas sobre las que pivotea el texto, si no ocupara tanto espacio en comparar las realidades cubana y ecuatoriana con más persistencia que suerte.

“La dictadura del carisma”, título de la primera parte, constituye la médula del libro. En ella se repasa de modo ágil la historia de la revolución cubana, enfatizando los aspectos económicos que, como de costumbre, condicionan los otros. Uno de los elementos que puntualiza Durán-Cousin es la diferencia entre el castrismoy la profunda reformulación del marxismo original que se puso en práctica en la Europa Oriental bajo la etiqueta de marxismo-leninismo. De ello extrae una conclusión que merece la pena citar: “el castrismo se estructuró en torno a una personalidad dominante cuya autoridad se deriva de un acto de rebeldía y cuyo poder se ha mantenido por la permanente movilización de la población en torno a sus ideas (…) el elemento fundamental del castrismo es Castro mismo”. Con lo que diferencia la autocracia cubana de la inmensa mayoría de las dictaduras al uso padecidas por Latinoamérica; y obliga al lector a un análisis particular y no genérico. Subraya una realidad ya sancionada por los más perspicaces observadores —ningún descubrimiento sorprende en este libro a los conocedores de la realidad cubana—, pero que con frecuencia se soslaya, bien sea por puro maniqueísmo o por la beligerancia explícita de los autores.

No obstante sus aciertos en la clara exposición del tema, cierto afán pedagógico, o las limitaciones de un material de campo recogido en sólo dos visitas a la Isla, le conducen a simplificaciones rayanas en el error —a veces recuerda aquella Cuba para principiantes, de Rius, pero sin su sentido del humor—, amén de errores en la apreciación de las funciones de los CDR, o en la relación entre Proceso de Rectificación y Perestroika, cuyo andamiaje de vasos comunicantes es mucho más sutil y complejo. No obstante, expone de una manera coherente el verdadero peso del embargo norteamericano en la crisis cubana y, por otro lado, el desastroso resultado de la nueva era de voluntarismo económico que se inicia a mediados de los 80; sin valorar, en cambio, el nivel de ineficiencia que se produjo durante la “era dorada”, entre el 75 y el 85, quizás porque el manto de subvenciones y ayudas, así como el secretismo de las informaciones oficiales, permitieron enmascarar la realidad, esta vez con una notable eficiencia.

En la segunda parte, “Y llegó la hora de la verdad…”, Durán-Cousin intenta una visión de la circunstancia actual, empezando por una correcta valoración del carácter de la ayuda prestada durante 30 años por la URSS, que unos llaman subvención y otros “modelo de relación comercial entre países desarrollados (?) y subdesarrollados”. Pero al explicar el desplome del nivel y las expectativas de vida de los cubanos con el advenimiento del Período Especial, en comparación con los 80, llega a exageraciones inadmisibles: “sus 11 millones de habitantes, acostumbrados a un standard de vidaenvidiable en el mundo entero..”. Refiriéndose a índices alimentarios y de consumo más aparentes que reales. Si la realidad se hubiera comportado como afirma Durán-Cousin, las visitas familiares desde Estados Unidos, que se produjeron a fines de los 70, no habrían reportado un devastador efecto ideológico sobre la doctrina oficial, que estalló al abrirse en Mariel la válvula de escape en 1980. Por el contrario, se hablaría hoy de los cayohuesitos, que huyeron en masa de Estados Unidos hacia la Isla, paraíso de la abundancia.

La valoración de la crisis actual es una zona del texto que el lector deberá leer con atención si desea adquirir aunque sea una noción aproximada de su magnitud. La descripción de lo cotidiano es pálida, aunque podría decirse (en descargo del autor) que para transmitir una imagen verídica de su dramatismo, necesitaría algo más que dos visitas a Cuba y mucho más espacio que las 63 páginas de este libro. No obstante, las cifras son suficientemente explícitas como para que el lector atento supla lo anterior: el desplome de las calorías percápita a niveles de desnutrición, la reducción del producto social global en un 65% entre 1989 y 1993, la escasa rentabilidad efectiva del turismo, o los 50 años de crecimiento continuo a un 6% que serían necesarios para que la economía regresara a 1989 (ni H. G. Wells habría imaginado una máquina del tiempo semejante).

A pesar de la adecuada valoración que hace el autor del derribo de las avionetas y su corolario, la aprobación de la Ley Helms- Burton, como reafirmación de ambas “líneas duras”, en Miami y La Habana, y contra los intereses de supervivencia del pueblo cubano; aún cree posible que:

“… en una apertura pronta —y quizás todavía no resulte demasiado tarde— la sociedad cubana podría elevarse rápidamente a una vigorosa posición de desarrollo, la que si se conservan algunos rasgos del colectivismo del régimen, como el sentido de solidaridad social de la población y se transforma la propiedad estatal en cooperativa, bien podría aportar un nuevo modelo de organización social para los países de América Latina.

“… una democracia socialista, que conjugue en Cuba el régimen de libertades de las sociedades de occidente con una economía cooperativa”.

Envidio su optimismo y quisiera compartirlo. Lamentablemente, el propio Fidel Castro, citado en el libro, se encarga de contradecirlo:

“¿Cuándo llegará el día en que desaparecerá el racionamiento? A mí me parece que ese día está tan lejano, que quizás sólo los nietos o bisnietos de algunos de ustedes lo verán”.

Consecuencia evidente de su noción de inmovilidad en las reglas del juego. Pero nietos y bisnietos no deben aterrarse desde ahora en sus espermatozoides y óvulos por venir. La política es el arte de lo inmediato y los decretos se firman en los palacios presidenciales, no en los mausoleos.

 

Cuba para neófitos, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena Letra. n.º 4/5, primavera/verano, 1997, pp. 247-249. (Eduardo Durán-Cousin; Cuba, la hora de la verdad; Ecuador, 1996, 64 pp.)





Contracanto

24 04 1997

Al abrir Contracanto, último poemario del nada novel poeta jiennense Manuel Lombardo Duro,  no pude sospechar que lo leería en dos horas, con el fervor que suscitan las mejores novelas. Ajeno a los oropeles y artilugios verbales con que suele «adornarse» la ¿poesía? obligada a nacer con fórceps o cesárea, Contracanto apela a la transparencia y la lucidez del idioma. La textura de la palabra gana su máxima intensidad, como las mujeres hermosas, al desnudarla de afeites. Quizás porque “la palabra no limita/ con la luz ni con la música,/ sino con la oscuridad/ y con el silencio”. Pero sobre todo, porque Manuel Lombardo ha conseguido, mediante el ejercicio de la mesura, extraer a cada palabra clave su significado secreto. Obra de arquitectura, sin dudas, porque la palabra es, como el hombre, un ente gregario que sólo adquiere su valor en la sociedad de las palabras. Manuel Lombardo nos habla “desde las raíces del silencio, algo que se pueda susurrar/ al oído de un árbol,/ de una piedra,/ de un río,/ de un niño agonizante,/ de un borracho/ o de un loco”; y tiene sus razones, porque como afirma con la sabiduría inasible de los buenos poetas: “Todo se pudre/ cuando se quiere convertir/ la inmensidad de cualquier sueño/ en algo razonable. Y para demostrarlo, se ocupa «de otra cosa»: de lo que no es ni ha sido,/ de lo que no existe todavía,/ ni tal vez nunca tendrá lugar”.

Creo en ese orden de la verdad ajeno a la dialéctica y el análisis causal, en ese orden de la verdad premonitoria que se dirige a las coordenadas no cartesianas del alma humana: la verdad poética. Y creo en esa verdad cuando se instala, sin apelaciones, en algún reducto de nuestros sueños del que jamás podremos desalojarla. Pero para ello el poeta deberá asumir sus riesgos. Y Manuel Lombardo los asume en Contracanto, un libro donde “Todo poema/ es mi muerte por escrito,/ o nada”.

 

Contracanto; en: Diario de Jaén, Jaén, España, 24 de abril, 1997, p. 38.

 





El premeditado azar de la cuerda

1 10 1996

En la costa norte de Cuba Central hay una región donde cualquier espeleólogo se perdería con gusto para siempre. Miles de cavernas: archipiélago subterráneo que subyace al otro. En aquellos tiempos me interesaban tanto los laberintos de la Tierra como los de la imaginación, y tuve el privilegio de recorrer algunas. Tras la lectura de El azar y la cuerda, cuentos de Atilio Caballero (nacido frente por frente a esas cuevas, en la costa sur de la Isla) una de ellas convoca mi memoria. Discurría, extensa y casi horizontal, a poca profundidad. Dado su tortuoso juego de galerías, la oscuridad era total. Pero de repente podías chocar contra una columna de luz: una claraboya, abierta por un desplome de la bóveda, permitía minúsculos pero frondosos bosquecillos. Los tránsitos entre la intimidad de la sombra y la lujuriosa fronda que poblaba la luz eran tan súbitos (y memorables) como efímeros.

Ya se sabe que de los escritores cubanos, y en especial de los que viven en Cuba, se espera incluso una sintaxis política. Pero quien busque en este libro, escrito y publicado en Cuba, una narrativa al servicio de la circunstancia ─circunstancial, diríamos─, quedará felizmente defraudado. Desde Dark Side of the Moon, declaración de intenciones, arte narrativa que hace las veces de pórtico, Atilio nos advierte que no se trata de describir, testificar o enjuiciar. La subjetiva visión individual, lo exterior trasuntado a través de la agónica experiencia personal, son las materias primas con que intenta construir sus ficciones:

«La percepción se legitima a través de lo particular, porque la realidad exterior nunca es la misma cuando es observada por más de una persona» (p. 8)

De modo que el ejercicio narrativo se convierte en espeleología de la naturaleza humana, búsqueda de los resortes más oscuros e inmanentes, signado a trechos por atisbos de luz, cuando la realidad exterior asoma en las colas que la mujer del amigo exiliado en Rusia no desea hacer (“Un aire que bate”), en el presunto troque de tenedores de plata por quincallería y champú (“Una tranquila sobremesa…”), ininteligible para ajenos, en la kafkiana muerte sin confirmación burocrática (“Los caballos de la noche”) o en el inquietante final de “Manguaré, buena música”, «porque, del otro lado, los policías cruzaron la calle» (p. 40).

Como nos dice Atilio en la página 9, «Observo a mi alrededor y no puedo hacer otra cosa que interpretar».  Pero su ejercicio de interpretación es el equivalente metafórico de comprobar que el siete y medio de su pie encaja perfectamente en la huella fósil de quien huyó corriendo sobre la lava. No se trata de datar la erupción o diseccionar el metabolismo del volcán, sino de convocar la angustia, el miedo, la soledad o la esperanza de salvación.

Tampoco deberá pretender el lector de El azar y la cuerda una dramaturgia al uso, ni el obediente cumplimiento de decálogos u otras preceptivas cuya validez no discuto ─los hombres, niños al fin y al cabo, necesitamos que nos cuenten una historia, masticando pernil de mamut a la orilla de una hoguera o por Internet─, pero que distan de la intención y el cumplido propósito de Atilio: operar con la materia prima en su estado prístino: el juego de espejos entre la vida y la muerte en “Los caballos de la noche”, la evasión salvadora en “Manguaré, buena música”, la amistad y esas trampas que tiende la distancia en Un aire que bate, o la soledad abisal que trasunta “Steinway & Sons”. No se trata de contar una historia, sino de arrancar un fragmento de la realidad (incluyo en este concepto continentes completos de la imaginación) y condensarlo de tal modo que las evidencias salten, como tigres, al cuello de los lectores.

El tratamiento del idioma dista tanto, por su parte, de cierto slang facilongo como del protagonismo barroco (que, en ocasiones, oculta el vacío del qué bajo la cáscara del cómo: puro cobertor de palabras). El idioma es aquí una herramienta, no exenta de dosificadas alegrías y lujos verbales. Aunque no se pretende la implacable precisión de un láser, sino el efecto de círculos concéntricos y espirales que nos van conduciendo de los arrabales al centro, ya que, según Atilio:

«Mallarmé pensaba, con mucha razón, que nombrar un objeto priva al lector del placer de ir descubriéndolo poco a poco, ayudado por la sugerencia de las palabras que no lo nombran”.(p. 12)

Efecto conseguido a pesar de la reincidencia filosofante, raras veces imprescindible y frecuentemente innecesaria. Vicios ensayísticos o alardes bibliográficos, lo cierto es que restan fluidez a los textos, adensan el discurso sin añadir otra cosa que acotaciones al margen, ofensivas para la percepción del lector atento e inteligente. El lector que, precisamente, exige este libro, dada su necesidad de hallar cómplices y no de conquistar mercados.

Al final del libro, tropezamos con “De Rerum Novarum”, cuyo sorprendente arranque nos saca de un discurso cuidadosamente homogéneo para dejarnos caer en los pastizales de la alegoría, pero no es sino el prólogo a “La escalera de Jacob (Coloquio-Pieza Narrativa Dialogada)”, que apela al ejercicio de la parábola sin explicitar moraleja alguna, dejando caer esa inquietante cuerda, como una invitación.

Confirmación de algo que ya Atilio nos anunciaba al inicio:

«Yo perseguía una ilusión, y ahora padezco la inmovilidad del perseguido. No hay testigos, y tengo la impresión de estar tartamudeando la visión del último invitado. Bien visto, nunca los hubo, aunque pienso que de esa forma es mucho mejor: la presencia del otro convierte en espectáculo lo que desde el inicio está concebido como experiencia personal”.(p. 9)

Libro, en suma, que exige con la misma intensidad que entrega, que devela sin revelar, persiste en cierta anfibología conceptual porque, como todo buen texto literario, nos descubre que la ambigüedad es no sólo una materia prima respetable, sino imprescindible. Un libro que no se conforma con la superficie esmeralda del mar lamiendo un arenal vigilado por escuadrones de palmeras (cuando vienes a ver ya estás preso dentro de una postal turística camino a Hamburgo Vía Air Mail); sino que intenta bucear, no sólo porque el mar es su espesor más que su superficie, sino porque a ras de fondo yacen los peces y los corales vivos, no etiqueteados en la vitrina del bazar. Aunque los folkloristas de la literatura puedan argumentar en su defensa que es una temeridad aventurarse a la vecindad de los escualos.

 

El premeditado azar de la cuerda, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena Letra. n.º 2, otoño, 1996, pp.157-158 (Caballero, Atilio: El azar y la cuerda. Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1996. 92 pp.)

 





Plagios

17 03 1996

«La verdadera y buena originalidad ni se pierde ni se gana con copiar pensamientos, ideas o imágenes, o por tomar asuntos de otros autores. La verdadera originalidad está en la persona, cuando tiene ser fecundo y valer bastante para trasladarse al papel que escribe, y quedar en lo escrito, como encantado, dándole vida inmortal y carácter propio», dijo Juan Valera para defender a Don Ramón de Campoamor, al ser publicada en El Globo (1876) una denuncia por plagiar a Víctor Hugo. De todas maneras, Juan Valera no logró convencer a nadie, porque el denunciante citaba más  de un centenar de frases, pensamientos y sentencias que Campoamor había incluido casi literalmente en su obra. Quizás este haya sido uno de los más escandalosos plagios de la historia, pero no el primero ni el último.

Ya Demóstenes había plagiado a su maestro Iseo. Virgilio capturó algunos textos de Homero. Clément Marot se apropió de algunos textos oriundos de Marcial; y Montaigne repetía otros de Plutarco y Séneca, para ser plagiado a su vez por Charon. La Fontaine saquea a Esopo (más del 80% de sus fábulas son copiadas) y Alejandro Dumas (padre) se apropia de algunas obras de Gosselin.

Pero ha habido incluso plagios que no eran tales.

En 1808 Charles Nodier publica los Poemas de Clotilde de Surville. Las biografías que aparecieron en las notas críticas a partir de la publicación, firmadas por los más grandes analistas literarios del momento, revelaron que la dama había nacido en 1405, que había sido esposa de Béranger de Surville, muerto en batalla contra Santa Juana de Arco, etc, etc. Y al final, Gastón Paris revela, en 1873, que Clotilde de Surville no había existido nunca. En las obras publicadas, la tal Clotilde citaba a Lucrecio, aún ignorado por entonces, a Copérnico, que no tendría ni dieciocho años el día de la muerte de Clotilde. Habla también de los satélites de Saturno, descubiertos por Herschel en el siglo XVII. Sainte‑Beuve reveló más tarde que el falsificador no era otro que el marqués de Surville (1790).

La publicación de las Canciones de Bilitis confundió incluso a los sabios alemanes. Publicadas en 1894 por Pierre Louys, con un prólogo donde explicaba que los poemas habían sido encontrados en una tabletas enterradas en unas ruinas cerca del palacio de Limisso, los poemas conquistaron rápidamente por su belleza la admiración del mundo cultural, que aceptó como excelente la traducción de un hombre que ya anteriormente había traducido a Meleagro. No pasó un año antes que un diccionario de literatura escrito por Lolicée y Gidel citara a Bilitis, y que basados en esa autoridad que tiene todo diccionario, los alemanes Willamowitz y Paul Ernst defendieran a Bilitis a capa y espada; hasta que un buen día, en 1897, André Gide demostró que las Canciones de Bilitis eran obra de Pierre Louys.

Aunque el más burlesco de los plagios se le hizo a un pobre burro. En 1910 Joachim Raphael Boronali, expuso en el Salón des Independants de París su cuadro abstracto Et le Soleil se coucha sur le Adriatique, muy alabado por los críticos. Después de publicadas todas las reseñas, donde predominaban los comentarios favorables, Boronali explicó el procedimiento mediante el cual había confeccionado la obra: Después de atar el pincel a la cola de un burro, se dedicó a atiborrarlo de azúcar, y el animal, contentísimo, fue embadurnando la tela, que por tal razón tiene ese aspecto como de alegría desenfadada que ya los críticos habían apuntado.

Pero si en algo Don Juan Valera tenía razón, es que no todo préstamo es un plagio. Ni Shakespeare fue plagiario al tomar prestadas casi todas las anécdotas de sus obras de teatro, ni Racine al tomar sus temas de la antigüedad y de la Biblia, ni Moliere al copiar el teatro italiano, ni Corneile, al asimilar los teatros español e italiano, ni Jean Cocteau al basar sus filmes en los dramas antiguos. Porque el genio puede tomar prestada una pequeña anécdota, una circunstancia, e incluso todo el esqueleto argumental de una obra. Lo único que no podría copiar, y que de hecho el genio nunca copia, es trascender la anécdota inmediata para convertirla en una verdadera obra de arte. En eso el genio solo puede plagiarse a sí mismo.

 

Plagios; en: Diario de Jaén, Jaén, España, 17 de marzo, 1996, p. 23.

 





El Camino de la historia (Una versión americana)

30 05 1994

 

Hasta 1492, Finisterre era el fin del mundo, la frontera última de una cultura múltiple, el extremo occidental de Occidente. Los peregrinos cumplían un tránsito de siglos, una aventura física, emocional, mística, cultural. Desde los más remotos confines acudían por el perdón. Pero no sólo. Hacia el límite de la Tierra, tras el cual campeaba lo desconocido —ese pavor geográfico sin nombre propio ni cartografía—, confluían en busca de salvación, descanso, paz, sabiduría, el fin de tormentos y desvelos. El fin, al fin, esperaba por ellos en el fin. Pero la Tierra de pronto no tuvo fin. Ni siquiera principio. Finisterre se convirtió en una estación medianera. Aunque, sin principio ni fin, bien podría ser Finisterre el inicio de la Tierra o, al menos, el inicio de una nueva aventura, de un camino, como hasta entonces fuera término de otra aventura y otro camino. Ni siquiera en América concluía la Tierra, pero hacia allí apuntaba El Camino.

Cuatrocientos sesenta y seis años más tarde, la Compañía General de Ediciones publicaría, en la ciudad de México, el volumen Guerra del tiempo, del escritor cubano Alejo Carpentier, que incluía tres relatos y una novela breve. Uno de aquellos relatos, ya hoy traducido a las más importantes lenguas en cientos de miles de ejemplares, objeto de estudios y controversias, es“El Camino de Santiago”.

Juan, tambor de tropa en el Flandes del Duque de Alba, cree contraer la peste, y en un acceso promete a Santiago acudirle a cambio de su salvación. Ya convertido en Juan el Romero, tropieza con un indiano que tuerce, con palabras llenas de maravillas y portentos, su camino por el de Sevilla, desde donde embarca hacia América, tierra que lo recibe con el fulgor tórrido y solar, no con el fulgor del oro que soñara, ido “hace años, en las uñas de unos pocos”,de modo que le acomete la nostalgia por Europa, dulcificada en el recuerdo, no como “estas tierras ruines, llenas de alimañas, donde el hombre, engañado por gente embustera, viene a pasar miserias sin cuento”. Por fullerías de dados, tiende de una cuchillada a un compañero de viaje, y huye. Se une al cimarronaje de los montes, donde indios, negros, calvinistas, judíos y católicos, conviven en la heterodoxia de la supervivencia. Vuelto a la península, pasto para la Inquisición sus amigos el calvinista y el judío, jura a Santiago cumplirle, esta vez en serio. Pero más tarde lo reencontramos, de Juan el Indiano, proclamando maravillas de Indias de feria en feria, y hasta convenciendo a un joven, Juan el Romero, en una escena que es copia fiel de aquella que torció su camino. Obnubilado por los prodigios, el joven Juan se encamina a Sevilla; pero Juan el Indiano, otrora Juan el Romero, otrora Juan, tambor de tropa en Flandes, no sólo ha convencido al Romero, sino a sí mismo, y juntos embarcan hacia América, reeditando el mito, torciendo (o enderezando) el camino de la rememoración a la esperanza.

No es raro que el gran poeta José Lezama Lima escribiera a Alejo Carpentier en octubre de 1958, a unos meses de aparecido el relato:

“Tu Camino de Santiago tiene algo, desde luego, de Hijo Pródigo, de la otra familia, la que surge por el reconocimiento (…) todo ello tiene la alegría americana, es decir, los ciclos de una vida se cumplen como las estaciones, en el hombre, guerra, misticismo, lo discurrido terrenal. Se oye la misma canción, cuando alguien regresa y alguien parte. Es la prodigiosa población de lo temporal, donde únicamente se ensaya ese reconocimiento, que no es en un sitio, sino en un tiempo”.

Elemento clave del relato y del Camino: el carácter cíclico y recurrente de la historia, del tiempo. Concepción que se reitera en la obra de Carpentier, apuntando a una noción cíclica de la historia. Si el mito de Santiago fue (ha sido, es) razón de un decursar humano que ha dejado su impronta cultural e histórica en el ámbito de Occidente; el mito de América multiplicó esos efectos al movilizar naciones enteras en busca de oro y libertad, de perdón y sabiduría, de aventura y fama. No es casual que fuera Santiago, el guerrero, quien consumara la primera invasión a las Indias.

Si El Camino fue móvil de la historia, vehículo de ideas y sueños, de culturas y lenguas que se difundían, fluían y refluían a lo largo de su curso, el Camino de América fue no sólo la vía para la refundación de un continente sino, por reflujo, el instrumento que operó la reedificación de Europa, que nunca más sería, después de América, lo que fue antes.

Las palabras no son pronunciadas en vano, parece ser un axioma que campea en el cuento de Alejo Carpentier, leit motiv de su obra.

Las palabras del Indiano primero crean el mito —el mito de El Dorado, de la salvación, del perdón, de las culpas redimidas, de la esperanza al alcance de la mano—. El mito es móvil de la acción, y la acción mueve la historia, que a su vez es defraudada por la realidad, desmitificada y vuelta a su dimensión terrenal e imperfecta. El hombre traicionó el Camino de Santiago a favor del Camino de América, y ahora traiciona el nuevo mito, perdidas las esperanzas. Pero las cenizas del mito, los relictos de una realidad ya superada, van fraguando dentro de él la carne de un nuevo mito que convence a Juan El Romero, esa nueva edición de sí mismo. Pero Juan no es un simple embustero: él, como todos los hombres, necesita un mito en qué creer, y cree su propia ilusión: embarca de nuevo hacia América en una reincidencia que no cierra el ciclo, sino que deja entreveer la infinita multiplicación de los ciclos.

Si la transacción “mi vida a cambio de cumplirte” lo echa al camino que en Compostela tiene su fin, un embuste lo enrumba al otro camino —continuador, epílogo— que en América concluye. La traición al Santo tiene su respuesta en la traición de la realidad al mito, y ella es la que de nuevo lo coloca en el Camino de Santiago, para que la vida lo tuerza por el de vividor que yanta echando a los cuatro vientos los despojos del viejo mito, para ser nuevamente traicionado por un mito recompuesto, que mañana será traicionado. Y así. La peregrinación hacia el pasado de la raza es trocada por la peregrinación hacia su futuro. Y viceversa. Ni el pasado ni el futuro han concluido. Están rehaciéndose continuamente el uno al otro. Los gérmenes de la futuridad yacen en el pasado. Todo futuro convoca sus orígenes.

Juan el Indiano sabe que mientepero, al mismo tiempo, no lo sabe, porque el mito va tomando la corporeidad de las ilusiones necesarias. Engaña a su nuevo yo —hijo, reencarnación, arquetipo, su propia alternativa devuelta a la esperanza, su futuridad y la posible reiteración de su pasado—, Juan el Romero, como una vez lo engañaron. De víctima expiatoria del mito, se convierte en génesis del nuevo mito. La experiencia terrenal no ha actuado en vano: el ejecutor de la historia se ha convertido en móvil de la historia. Y al incitar a la acción, se incita. Reincide. Rejuvenece. Sus pasos hacia Sevilla parecen susurrarnos una sentencia que contradice a García Márquez en la soledad de sus cien años: Los hombres  sí tienen derecho a una segunda oportunidad sobre la Tierra.

Reincidir en su camino a América es la clave de esta historia: Juan no es un simple embustero. Es un símbolo. Es el hombre, la raza, la voluntad de rehacer la historia miles, millones de veces, para así ir construyendo la futuridad con dosis de expectativas cumplidas e incumplidas. Dosis que alimentarán una segunda, tercera… milmillonésima versión del mito, que continuamente se incumple y se supera a sí mismo, para nuevamente incumplirse: es la historia humana.

El camino que va de un Juan a otro es también el Camino de Santiago, el camino de la esperanza renovada, que es al mismo tiempo el camino de la historia —la progresión geométrica de la historia—, el camino de América: futuridad, reflejo, segunda oportunidad de construir el paraíso sobre la Tierra.

Y la historia, tumultuosa, se sucede jalonada por traiciones que se convierten en móviles creciendo en la raíz de cada mito sucesivo: la traición al Santo, la traición a la América mítica, la nueva traición al Santo… ¿Pero serán verdaderas traiciones? ¿No serán los capítulos de una sola búsqueda, aunque los objetivos sean aparentemente mudables? ¿Es el verdadero camino una peregrinación hacia el pasado, o será siempre una etapa de esa carrera hacia el futuro que es toda vida humana, y por adición, la vida de la raza humana? ¿No será acaso esa dosis de inmanencia, de futuridad, que yace en todo pasado, lo que arroja a los peregrinos hacia el Camino? Buscar la expiación y el perdón de las culpas no es saldar cuentas con el pasado —que ya ha transcurrido—, sino despejar el camino hacia el futuro, excluir del futuro los lastres del pasado. La Tierra es un esferoide, no hay principio ni fin, como el tiempo para Carpentier, y andar hacia el pasado puede ser el camino más corto y menos fatigoso hacia el futuro.

El ciclo que va de las palabras a la ilusión, y de ahí a la tendencia histórica, no sólo se ha cumplido, sino que apunta hacia su recurrencia. Tras la duplicación de encuentros entre Indianos y Romeros, yace la multiplicidad de encuentros que conforman el ciclo de la historia: cada uno es muchos; cada uno es todos. La agobiante carga de la realidad abona la imaginación para que el mito caiga en suelo fértil. Pero la desilusión es también el fondo donde, tarde o temprano, tendrá que rebotar la naturaleza humana, para acudir en busca de un nuevo mito. Y si no lo hubiera, habría que inventarlo. No otra cosa es la historia humana: una larga sucesión de mitos cumplidos a medias, trascendidos y vueltos a soñar. El perfecto soñador y el ejecutor imperfecto no son personajes tipo en una mala comedia: ambos conviven en cada hombre, de ambos tiene su grandeza y su miseria. Sin ellos sería difícil explicar el papel del hombre como móvil de la historia.

Sísifo cambia la historia subiendo la misma piedra a la misma montaña. Precisamente, porque aunque lo parezca no son ni la misma piedra ni la misma montaña. Como tampoco es idéntico a sí mismo el tiempo, y ya eso trueca continuamente la faz de una acción que, vista de cerca, parece repetirse al calco. Cada desengaño, cada piedra que cae, deja un saldo a favor: un milímetro menos que rodó la piedra, una partícula de polvo que fue erosionada y suavizará la cuesta.

El desengaño no logra borrar del todo la ilusión, la audacia del mito, parece decirnos Juan el Indiano al reincidir en la esperanza. No importa que una recaída suprima el nuevo intento de hallar el paraíso. De ilusiones y recaídas parece estar compuesto el Camino de Santiago, que ya no concluye en Finisterre. Ilusiones, desilusiones y recaídas parecen ser las materias primas con las que el hombre va fabricando la eternidad.

 

“El camino de la historia”, en: Cuadernos del Camino de Santiago, Santiago de Compostela, España,n.º 5, primavera, 1994 pp. 76-79.