Viva el aburrimiento

30 05 1996

Yo viví durante cuarenta años en un país que era noticia, cuando menos una vez al mes. Mirabas el diario en el estanquillo con recelo y lo tomabas con precaución, porque las noticias solían saltarte al cuello. Ahora vivo en otro país donde cada escándalo parece mero prólogo del siguiente, donde el problema de los redactores jefes no es qué pongo en portada sino cuál pongo en portada.

Cuando estudié Comunismo Científico (así se llamaba la asignatura), nos pintaron el comunismo como el mundo desprovisto (o casi) de contradicciones, plácido remanso de la paz, la concordia y el amor universales. A punto estuvimos de creérnoslo, pero respiramos aliviados al saber que se trataba de una sociedad allá muy lejos y que jamás alcanzaríamos en nuestra efímera vida. Porque nuestra primera noción fue la de una sociedad bien aburrida.

Han pasado los años de la universidad. Habito, en rápida sucesión, dos países donde el sobresalto es la materia prima básica de la realidad, y los comparo con esos otros países que jamás son noticia, ni hay escándalos, ni defenestraciones, ni robos a portafolio armado. Y pienso si no se aburrirán esos ciudadanos del Capitalismo Científico. Y quizás se aburran, si no pueden hallar en el entorno las emociones que a su vida familiar estancada y a su trabajo repetitivo y automático le faltan. Pero si, por una de esas casualidades, se interesaran por crear una familia y no, simplemente, por descansar distraídamente sobre ella; si su trabajo fuera creativo e interesante, la escasez de ruidos exteriores no haría sino aguzar el oído hacia los sonidos interiores. Casi siempre se cumple que «a río revuelto, ganancia de pescadores», porque los pescadores no pretenden saber qué ocurre en el río, sólo llevarse a casa su botín. En cambio, quienes investiguen los secretos del río, su dialéctica, que seguramente la tendrá aunque no sea un río hegueliano, preferirán la corriente suave y los remansos donde es más fácil otear el fondo.

De modo que, al cabo de los años, he llegado a pensar que tan aburrida no sería aquella hipotética sociedad que nos contaban, porque un viaje en tren puede ser una mágica sucesión de paisajes o un inacabable traqueteo, según quien sea el viajero. Y ante la página en blanco me sentí tentado a escribir tan sólo: Viva el aburrimiento. Pero había que dar ciertas explicaciones. Cuando menos, para que no malinterpreten.

“Viva el aburrimiento”; en: Diario de Jaén, Jaén, España, mayo, 1996, p. 28.





Bizantinadas

7 02 1996

A pesar del estruendo que venía desde las murallas atravesando el aire leve de Bizancio, los monjes continuaron enfrascados en discusiones teológicas y de orden interior.

Entre tanto, Mohamed Mahomet II, El Conquistador, estaba cumpliendo lo que se había prometido a sí mismo desde el principio de su reinado: sitiar Constantinopla, cuya conquista prometía el Corán a los musulmanes, signo precursor del juicio final que aguardaba a los cristianos y del triunfo definitivo de la verdadera fe (Alá, of course).

Mientras Constantino XIII, con el rostro tiznado de humo y pólvora, trataba de restañar las heridas por donde se le iba desangrando la ciudad, llegaron a sus oídos, gracias a un cambio rápido, y por suerte efímero, de la brisa, retazos de aquella discusión perpetrada por los monjes, cuyo fin último era decidir el sexo de los ángeles, si las sandalias reglamentarias serían negras o marrón, el calibre y color de la cuerda con que se anudarían la sotana y otros asuntos incluso más complejos, en los que no era fácil alcanzar el consenso. A Constantino XIII le dieron ganas de voltear sus cañones y convertir a los monjes en puré de. Pero por suerte (para los monjes), el cambio de la brisa fue breve, un mar de cimitarras se le vino encima, y  Constantino XIII se olvidó de ellos.

Los musulmanes no. Y más tarde dispusieron de mucho tiempo libre.

 

“Bizantinadas”; en: Diario de Jaén, Jaén, España, 7 de febrero, 1996, p. 26.





Extranjero

4 12 1995

Extranjero es una palabra rara y polivalente, que ha servido incluso para titular libros y grupos de rock. Para un espartano, extranjero era el ateniense que habitaba, por así decirlo, a la vuelta de la esquina. Con el tiempo, todos terminaron siendo griegos. Extranjero era, entre los romanos, un concepto geopolítico: un romano de pura cepa podía nacer en las Galias o en Hispania, mientras el advenimiento de un bárbaro podía ocurrir a los pies del Coliseo, sin que por ello dejara de ser extranjero, lo que en este caso equivalía a extraño, ajeno. En las colonias españolas de Hispanoamérica, el criollo, nacido en el Nuevo Mundo, sin importar que sus padres fueran castellanos viejos, por razones geográficas (que a la larga se convirtieron en razones económicas y, más tarde, políticas, militares) no tenía acceso a numerosos cargos públicos. Era extranjero. Extranjero en su propia tierra.

En países como Suiza, para que a un extranjero se le conceda la ciudadanía —únicamente al estar casado con un ciudadano suizo—, debe reunirse el consejo de la localidad donde nació el cónyuge, valorar los méritos y deméritos del aspirante a la suizificación, y decidir, a puro voto democrático, si el tal tiene derecho o no a la eximia nacionalidad de las vacas alpinas y los quesos Emmental. Incluso en junio del 94, durante un referéndum sobre si se le concedía o no la nacionalidad a los hijos y nietos de inmigrantes nacidos en el país (y que sólo hablan alemán, francés o italiano, no su idioma de origen), más de la mitad de los suizos dijeron que no. De modo que siguen siendo extranjeros en la tierra donde nacieron ellos y sus padres. Españoles, croatas o chilenos que jamás han pisado los países de donde, teóricamente, son nativos. La extranjeridad es su condición natural.

He escuchado a algunas personas sentirse orgullosas de su nacionalidad, y creo que ello entraña un absurdo: es puro accidente que yo haya nacido en La Habana y no en Helsinki o en Ulan Bator. No puedo sentirme orgulloso por algo en que no intervine, y que, por tanto, no entraña ningún mérito. Podría, en cambio, sentirme orgulloso de mis obras, de mi condición humana, de mi país o de mi pueblo (lo cual no equivale a mi nacionalidad, mudable, como cualquier rótulo). Y me refiero a esto porque, apreciando los nacionalismos sanos, no excluyentes y que podrían asumirse como una categoría cultural, la salvaguarda de una herencia histórica; detesto los nacionalismos chovinistas, excluyentes, detentados por personas que se atribuyen los méritos de su pueblo gracias a una simple partida de nacimiento. Méritos en los que, con harta frecuencia, no han cooperado en lo absoluto. Y el aprecio superlativo y miope de lo propio viene con asiduidad convoyado por el desprecio a Lo Otro, Lo Extranjero. De modo que la otredad se convierte en un defecto y el otro, el extranjero, pasa a ser el bárbaro de los romanos, excluible, inferior.

La historia demuestra que la nación pervive, no el país. Yugoslavia fue un país, como la Unión Soviética o Checoslovaquia. Hoy descubrimos cuantas naciones contenían. O el África Negra, donde impusieron fronteras quienes se repartieron el botín, sin tomar en consideración las verdaderas naciones, sajadas a mansalva por esas líneas trazadas en los mapas. Pero la nación, la verdadera nación, que parte del auto reconocimiento de una herencia cultural e histórica, no cree en esas demarcaciones artificiales, y un yoruba sigue siendo yoruba antes que senegalés.

Pero ni siquiera la nación, a nivel individual, es determinista. La historia está llena de travestismos nacionales. ¿Era Conrad un escritor polaco o inglés? Y  Nabokov: ¿norteamericano o ruso? ¿Y esa Gertrudis Gómez de Avellaneda, nacida en el Camagüey cubano, cuya obra se imparte en los cursos de literatura española? Demasiados ejemplos demuestran que incluso la nacionalidad puede ser una vocación: la del hombre que asume la nacionalidad (y no sólo la ciudadanía) del sitio donde halla la plenitud y la felicidad, es decir, su lugar (suyo, intransferible) en el planeta. De modo que, con frecuencia, la llamada cultura nacional está minada de extranjeros. Sin ir más lejos: el mayor acontecimiento de la historia española, el descubrimiento de América —llamémosle así para abreviar— fue obra de un extranjero, que quizás (antes de la ignominia, el desprecio y las cadenas) se sintiera más extranjero en su tierra natal. O el Napoleón francés, que era corso. Y el Napoleón alemán, Adolf Hitler, que era austríaco. Demasiados accidentes hacen sospechar que la cultura y la historia nacionales son más internacionales de lo que se piensa. Y el Hitler ruso, que era georgiano.

Tantos criterios encontrados, definiciones incompletas y romas, me inducen una duda esencial: ¿qué es por fin extranjero? Y no acabo de concretarlo en una categoría geográfica o legal, en un pasaporte, una raza o un idioma. Y por eso prefiero asumir como sinónimo de extranjero una palabra inglesa: alien. Y alien es sólo aquel que reniega de los valores universales que la raza humana:  comprensión, sabiduría, amor y tolerancia; extranjero quien pretenda confirmar el yo a costa del no yo, quien se asuma centro para instaurar la periferia, quien destruya puentes y tapie puertas, pretendiendo quizás (iluso de él) vestir de ajeno lo que ocurra en cualquier otro lugar del planeta, más allá de su miope geografía; en un planeta cada vez más pequeño, cada vez más cercano. Extranjero es quien no entiende que el hambre de los indígenas bolivianos y peruanos coloca la cocaína a la puerta de nuestras escuelas. El que no escucha a John Donne cuando advertía que siempre que las campanas están doblando, no importa por quién sea, doblan por ti.

El resto, somos ciudadanos de hecho y derecho, nacidos y criados en la nación de los seres humanos: este maltratado  planeta.

 

“Extranjero; en: Diario de Jaén, Jaén, España, 4 de diciembre, 1995, p. 18./ “Extranjero; en: Cubaencuentro 19 /04/2002 http://arch.cubaencuentro.com/sociedad/2002/04/19/7446.html

 





El Oso Misha

9 09 1994

Un artículo publicado en el diario español El Mundo, y firmado por Serguei Krushov, me trajo a la memoria la imagen de su padre, aquel Nikita Krushov que tan bien rimó con los coritos revolucionarios (Fidel, Krushov, estamos con los dos ¿o con los dov?), y después de la crisis de octubre, con los coritos en su contra (“Nikita, mariquita, lo que se da no se quita” ó “Nikita ni pone”).

Durante años perduró en mi memoria su imagen de típico “bolo”: bajito, gordo, calvo, de cara y manos anchas, su elegancia de guajiro con corbata y una sonrisa que le iluminaba toda la cara. No sé por qué, pero siempre que mencionaban al oso Misha, pensaba en él. Un oso de peluche: feo pero simpático. Durante años Fidel Castro nos bombardeó con su versión del Nikita débil ante la prepotencia norteamericana, que se “agachó” a la hora de la verdad y retiró los misiles, cosa que le costó el puesto. Claro que el orgullo herido de Castro, a quien no invitaron al partido en las grandes ligas de la política mundial, cosa que nunca olvidó, hay que descontarlo de la balanza.

La historia, ese periodismo de largo alcance, ha ido poniendo las cosas en su sitio. Visto el talante de sus críticos (Mao Zedong, Fidel Castro, los halcones del generalato soviético) y el personaje que le sucedería, aquel Brezhniev de triste memoria, me empieza a caer bien. Recordamos ahora que antes de Gorbachov, fue el único dirigente ruso que se atrevió a emprender una suerte de deshielo. Fue el que sacó a la luz las atrocidades de Stalin (con las que colaboró) y permitió que se publicaran libros como “Un día de Iván Denisovich”. Fue también el primero que intentó un diálogo cordial con Occidente, y en especial con Estados Unidos. Pero quizás lo más importante, lo que posiblemente le haya costado el puesto en 1964, dos años después de la Crisis de Octubre, fue que en una sesión del Consejo de Defensa de la URSS en 1963, anunció su intención de reducir el ejército de 2,5 millones de soldados a medio millón, y limitar la producción de blindados y otras armas, dado que el mantenimiento de 200-300 misiles operativos, disuadiría de cualquier ataque a la URSS. La agricultura y la construcción de viviendas serían los destinatarios del ahorro presupuestario. El malestar en el generalato abocado al paro debió ser monumental (y letal para Nikita).

Aquella crisis de 1962, dejó también muchos saldos positivos que a los cubanos de mi generación olvidaron explicarnos. Por primera vez la humanidad sintió que el fin de la especie era pavorosamente posible, y desde entonces ha velado con mucha más precaución por que la sangre no llegue al río. Por primera vez se estableció un canal directo de comunicación entre Moscú y Washington, que al menos en dos ocasiones posteriores ha evitado que un malentendido diera la excusa a los generales de gatillo alegre para armar los últimos fuegos artificiales de la historia. Se prohibieron los ensayos nucleares a cielo abierto, y la tensa situación en Berlín entró en una fase de distensión sin cordialidad. Algo es algo. Un compromiso que se ha cumplido durante cuatro décadas, ha evitado cualquier intento de invasión a Cuba. Derramamiento de sangre que habría hecho más difícil de lo que ya es el diálogo entre todos los cubanos de cara a un futuro democrático.

Cuando acusaban a Krushov de haber flaqueado durante la Crisis de Octubre, de haber sido el primero en parpadear, contestó: «Quien parpadea primero no es siempre el más débil. A veces es el más sabio». Y posiblemente a ese parpadeo debemos nuestra existencia y la de nuestros hijos. El que, aún contaminado, este planeta sea un sitio habitable, y que de nuestra especie quede mucho más que huellas y fósiles para los paleontólogos extraterrestres del porvenir. Y no es poco. Sobre todo después de conocer la carta donde Fidel Castro lo invitaba a golpear primero, con un rotundo desprecio por la humanidad, y en especial por el pueblo que dice representar, y al que indefectiblemente condenaba a la aniquilación.

Si descontamos al primero, los calvos han sido más beneficiosos para Rusia que los peludos. De haberse mantenido en el poder por más tiempo, y de no haber sido asesinado Kennedy, quizás la Guerra Fría no habría tardado un cuarto de siglo en descongelarse. Quizás un socialismo democrático habría sido posible. Quizás el destino de Cuba fuera otro. Y el de Afganistán. Y el de la propia Rusia, que hoy se reparten el KGV y las mafias. Es decir, las mafias. Pero aún sin todos los quizás, la mera constatación de los hechos hace que cada día me caiga mejor el bolo por excelencia, el Oso Misha, y hasta me atrevería a cantar: “Nikita y Kuschov, estamos con los dov”.

 





El Camino de la historia (Una versión americana)

30 05 1994

 

Hasta 1492, Finisterre era el fin del mundo, la frontera última de una cultura múltiple, el extremo occidental de Occidente. Los peregrinos cumplían un tránsito de siglos, una aventura física, emocional, mística, cultural. Desde los más remotos confines acudían por el perdón. Pero no sólo. Hacia el límite de la Tierra, tras el cual campeaba lo desconocido —ese pavor geográfico sin nombre propio ni cartografía—, confluían en busca de salvación, descanso, paz, sabiduría, el fin de tormentos y desvelos. El fin, al fin, esperaba por ellos en el fin. Pero la Tierra de pronto no tuvo fin. Ni siquiera principio. Finisterre se convirtió en una estación medianera. Aunque, sin principio ni fin, bien podría ser Finisterre el inicio de la Tierra o, al menos, el inicio de una nueva aventura, de un camino, como hasta entonces fuera término de otra aventura y otro camino. Ni siquiera en América concluía la Tierra, pero hacia allí apuntaba El Camino.

Cuatrocientos sesenta y seis años más tarde, la Compañía General de Ediciones publicaría, en la ciudad de México, el volumen Guerra del tiempo, del escritor cubano Alejo Carpentier, que incluía tres relatos y una novela breve. Uno de aquellos relatos, ya hoy traducido a las más importantes lenguas en cientos de miles de ejemplares, objeto de estudios y controversias, es“El Camino de Santiago”.

Juan, tambor de tropa en el Flandes del Duque de Alba, cree contraer la peste, y en un acceso promete a Santiago acudirle a cambio de su salvación. Ya convertido en Juan el Romero, tropieza con un indiano que tuerce, con palabras llenas de maravillas y portentos, su camino por el de Sevilla, desde donde embarca hacia América, tierra que lo recibe con el fulgor tórrido y solar, no con el fulgor del oro que soñara, ido “hace años, en las uñas de unos pocos”,de modo que le acomete la nostalgia por Europa, dulcificada en el recuerdo, no como “estas tierras ruines, llenas de alimañas, donde el hombre, engañado por gente embustera, viene a pasar miserias sin cuento”. Por fullerías de dados, tiende de una cuchillada a un compañero de viaje, y huye. Se une al cimarronaje de los montes, donde indios, negros, calvinistas, judíos y católicos, conviven en la heterodoxia de la supervivencia. Vuelto a la península, pasto para la Inquisición sus amigos el calvinista y el judío, jura a Santiago cumplirle, esta vez en serio. Pero más tarde lo reencontramos, de Juan el Indiano, proclamando maravillas de Indias de feria en feria, y hasta convenciendo a un joven, Juan el Romero, en una escena que es copia fiel de aquella que torció su camino. Obnubilado por los prodigios, el joven Juan se encamina a Sevilla; pero Juan el Indiano, otrora Juan el Romero, otrora Juan, tambor de tropa en Flandes, no sólo ha convencido al Romero, sino a sí mismo, y juntos embarcan hacia América, reeditando el mito, torciendo (o enderezando) el camino de la rememoración a la esperanza.

No es raro que el gran poeta José Lezama Lima escribiera a Alejo Carpentier en octubre de 1958, a unos meses de aparecido el relato:

“Tu Camino de Santiago tiene algo, desde luego, de Hijo Pródigo, de la otra familia, la que surge por el reconocimiento (…) todo ello tiene la alegría americana, es decir, los ciclos de una vida se cumplen como las estaciones, en el hombre, guerra, misticismo, lo discurrido terrenal. Se oye la misma canción, cuando alguien regresa y alguien parte. Es la prodigiosa población de lo temporal, donde únicamente se ensaya ese reconocimiento, que no es en un sitio, sino en un tiempo”.

Elemento clave del relato y del Camino: el carácter cíclico y recurrente de la historia, del tiempo. Concepción que se reitera en la obra de Carpentier, apuntando a una noción cíclica de la historia. Si el mito de Santiago fue (ha sido, es) razón de un decursar humano que ha dejado su impronta cultural e histórica en el ámbito de Occidente; el mito de América multiplicó esos efectos al movilizar naciones enteras en busca de oro y libertad, de perdón y sabiduría, de aventura y fama. No es casual que fuera Santiago, el guerrero, quien consumara la primera invasión a las Indias.

Si El Camino fue móvil de la historia, vehículo de ideas y sueños, de culturas y lenguas que se difundían, fluían y refluían a lo largo de su curso, el Camino de América fue no sólo la vía para la refundación de un continente sino, por reflujo, el instrumento que operó la reedificación de Europa, que nunca más sería, después de América, lo que fue antes.

Las palabras no son pronunciadas en vano, parece ser un axioma que campea en el cuento de Alejo Carpentier, leit motiv de su obra.

Las palabras del Indiano primero crean el mito —el mito de El Dorado, de la salvación, del perdón, de las culpas redimidas, de la esperanza al alcance de la mano—. El mito es móvil de la acción, y la acción mueve la historia, que a su vez es defraudada por la realidad, desmitificada y vuelta a su dimensión terrenal e imperfecta. El hombre traicionó el Camino de Santiago a favor del Camino de América, y ahora traiciona el nuevo mito, perdidas las esperanzas. Pero las cenizas del mito, los relictos de una realidad ya superada, van fraguando dentro de él la carne de un nuevo mito que convence a Juan El Romero, esa nueva edición de sí mismo. Pero Juan no es un simple embustero: él, como todos los hombres, necesita un mito en qué creer, y cree su propia ilusión: embarca de nuevo hacia América en una reincidencia que no cierra el ciclo, sino que deja entreveer la infinita multiplicación de los ciclos.

Si la transacción “mi vida a cambio de cumplirte” lo echa al camino que en Compostela tiene su fin, un embuste lo enrumba al otro camino —continuador, epílogo— que en América concluye. La traición al Santo tiene su respuesta en la traición de la realidad al mito, y ella es la que de nuevo lo coloca en el Camino de Santiago, para que la vida lo tuerza por el de vividor que yanta echando a los cuatro vientos los despojos del viejo mito, para ser nuevamente traicionado por un mito recompuesto, que mañana será traicionado. Y así. La peregrinación hacia el pasado de la raza es trocada por la peregrinación hacia su futuro. Y viceversa. Ni el pasado ni el futuro han concluido. Están rehaciéndose continuamente el uno al otro. Los gérmenes de la futuridad yacen en el pasado. Todo futuro convoca sus orígenes.

Juan el Indiano sabe que mientepero, al mismo tiempo, no lo sabe, porque el mito va tomando la corporeidad de las ilusiones necesarias. Engaña a su nuevo yo —hijo, reencarnación, arquetipo, su propia alternativa devuelta a la esperanza, su futuridad y la posible reiteración de su pasado—, Juan el Romero, como una vez lo engañaron. De víctima expiatoria del mito, se convierte en génesis del nuevo mito. La experiencia terrenal no ha actuado en vano: el ejecutor de la historia se ha convertido en móvil de la historia. Y al incitar a la acción, se incita. Reincide. Rejuvenece. Sus pasos hacia Sevilla parecen susurrarnos una sentencia que contradice a García Márquez en la soledad de sus cien años: Los hombres  sí tienen derecho a una segunda oportunidad sobre la Tierra.

Reincidir en su camino a América es la clave de esta historia: Juan no es un simple embustero. Es un símbolo. Es el hombre, la raza, la voluntad de rehacer la historia miles, millones de veces, para así ir construyendo la futuridad con dosis de expectativas cumplidas e incumplidas. Dosis que alimentarán una segunda, tercera… milmillonésima versión del mito, que continuamente se incumple y se supera a sí mismo, para nuevamente incumplirse: es la historia humana.

El camino que va de un Juan a otro es también el Camino de Santiago, el camino de la esperanza renovada, que es al mismo tiempo el camino de la historia —la progresión geométrica de la historia—, el camino de América: futuridad, reflejo, segunda oportunidad de construir el paraíso sobre la Tierra.

Y la historia, tumultuosa, se sucede jalonada por traiciones que se convierten en móviles creciendo en la raíz de cada mito sucesivo: la traición al Santo, la traición a la América mítica, la nueva traición al Santo… ¿Pero serán verdaderas traiciones? ¿No serán los capítulos de una sola búsqueda, aunque los objetivos sean aparentemente mudables? ¿Es el verdadero camino una peregrinación hacia el pasado, o será siempre una etapa de esa carrera hacia el futuro que es toda vida humana, y por adición, la vida de la raza humana? ¿No será acaso esa dosis de inmanencia, de futuridad, que yace en todo pasado, lo que arroja a los peregrinos hacia el Camino? Buscar la expiación y el perdón de las culpas no es saldar cuentas con el pasado —que ya ha transcurrido—, sino despejar el camino hacia el futuro, excluir del futuro los lastres del pasado. La Tierra es un esferoide, no hay principio ni fin, como el tiempo para Carpentier, y andar hacia el pasado puede ser el camino más corto y menos fatigoso hacia el futuro.

El ciclo que va de las palabras a la ilusión, y de ahí a la tendencia histórica, no sólo se ha cumplido, sino que apunta hacia su recurrencia. Tras la duplicación de encuentros entre Indianos y Romeros, yace la multiplicidad de encuentros que conforman el ciclo de la historia: cada uno es muchos; cada uno es todos. La agobiante carga de la realidad abona la imaginación para que el mito caiga en suelo fértil. Pero la desilusión es también el fondo donde, tarde o temprano, tendrá que rebotar la naturaleza humana, para acudir en busca de un nuevo mito. Y si no lo hubiera, habría que inventarlo. No otra cosa es la historia humana: una larga sucesión de mitos cumplidos a medias, trascendidos y vueltos a soñar. El perfecto soñador y el ejecutor imperfecto no son personajes tipo en una mala comedia: ambos conviven en cada hombre, de ambos tiene su grandeza y su miseria. Sin ellos sería difícil explicar el papel del hombre como móvil de la historia.

Sísifo cambia la historia subiendo la misma piedra a la misma montaña. Precisamente, porque aunque lo parezca no son ni la misma piedra ni la misma montaña. Como tampoco es idéntico a sí mismo el tiempo, y ya eso trueca continuamente la faz de una acción que, vista de cerca, parece repetirse al calco. Cada desengaño, cada piedra que cae, deja un saldo a favor: un milímetro menos que rodó la piedra, una partícula de polvo que fue erosionada y suavizará la cuesta.

El desengaño no logra borrar del todo la ilusión, la audacia del mito, parece decirnos Juan el Indiano al reincidir en la esperanza. No importa que una recaída suprima el nuevo intento de hallar el paraíso. De ilusiones y recaídas parece estar compuesto el Camino de Santiago, que ya no concluye en Finisterre. Ilusiones, desilusiones y recaídas parecen ser las materias primas con las que el hombre va fabricando la eternidad.

 

“El camino de la historia”, en: Cuadernos del Camino de Santiago, Santiago de Compostela, España,n.º 5, primavera, 1994 pp. 76-79.





La Historia: ese personaje

30 09 1993

“La historia de Nuestra América pesa mucho

sobre el presente del hombre latinoamericano,

mucho más  que el pasado europeo sobre el hombre europeo”[1].

Alejo Carpentier

 

Afirmación polémica que inoculará en algunos ciertos recelos sobre la naturaleza apacible de estas reflexiones, y posiblemente tengan razón.

Tres milenios de memoria histórica equivalen a tres milenios de memoria cultural. Difícil sería menospreciar su peso sobre el hombre europeo, la gravedad que confiere a su cultura, bien distante de la levedad —casi diríamos el júbilo— de la nueva narrativa americana.

Pero por otro lado, dado el proceso de plena cocción en que se haya nuestra historia, hay una dosis nada despreciable de razón en la frase de Carpentier. Si para el hombre europeo la historia que desayuna en los periódicos es, en buena medida, como el paisaje que discurre por las ventanillas del tren sin alterar sustancialmente su marcha, para el hombre americano la historia del ayer inmediato —léase los resultados de hoy—, o la que se fragua cada día, y cuyos resultados recaerán sobre él a más tardar mañana, condicionan no sólo sus circunstancias culturales, sino su modus vivendi, y en ocasiones su propia supervivencia.

De ahí que la historia sea, para el hombre americano, más que una larga sucesión de fechas y nombres y batallas, un transeúnte apresurado con el que tropieza cada día en ciudades que crecen con la voracidad de incendios.

Pero esa omnipresencia de la historia no se traduce de inmediato en materia culturalmente digerida;  quizás porque la cultura, como la anaconda, requiere para sus digestiones un lapso de sosiego hurtado al tráfago perentorio de la selva.

Naciones las nuestras que no resistieron, durante su adolescencia, la tentación de “parecerse a sus mayores”, de ahí que

“…por razones muy diversas, nuestros grandes narradores del pasado —que de hecho los tuvimos— no llegaron a percibir, y seguramente a sentir, la realidad de nuestro continente en su exacta significación y en su justo significado. Mas no se trataría propiamente de una incapacidad intrínseca, sino  más bien de una actitud histórica y, por histórica, ideológica. No podemos perder de vista, por una parte, nuestra condición de mestizos, y por otra nuestro origen colonial. Lo primero supone una novedad esencial, para comprender la cual no siempre se está dispuesto ni se posee la sensibilidad indispensable. En cuanto a lo segundo, significa un peso demasiado grande sobre la conciencia intelectual de los pueblos y los hombres de América, tanto, que ha sido necesario mucho tiempo, y que en el mismo ocurriesen muchas cosas, para empezar a deslastrarnos de ese enorme fardo.(…) Pero es evidente que en la visión e interpretación de esa realidad se colaron —porque tenían que colarse— ingredientes deformantes y mistificadores que dieron, inevitablemente, una imagen, o bien imperfecta, o bien incompleta, de nuestra esencia continental.(…) Y en una operación lamentable, pero hoy fácilmente comprensible, muchos de nuestros escritores y artistas cayeron, sin darse cuenta, en la trampa de un sui generis neocolonialismo. Y así surgieron un arte y una literatura que pretendían expresar nuestras esencias americanas, pero con una óptica europea, y lo que es más triste, con el definido propósito de  mostrar al extranjero lo que se juzgaba más atractivo de nuestro mundo: su faz pintoresca, y por ello mismo inevitablemente superficial”[2].

A esta visión prestada de nuestra historia, que, salvo excepciones, no pasó de figurante en la literatura americana previa al siglo XX, sucede una voluntad cada vez más consciente de concederle un papel protagónico en la narrativa continental, que “ha ido enfrentándose a la realidad en los distintos modos y en los distintos sistemas de expresión formal correspondientes también a los distintos tiempos, y ha tratado de ofrecer imágenes coherentes de ella”.[3] El camino, por supuesto, no ha sido rectilíneo. Ha habido intentos fallidos, cauces ciegos, búsquedas de la autenticidad que se sumieron, casi sin darse cuenta, en un localismo ajeno a la universalidad —automática, nunca premeditada— que signa desde siempre las obras que han devenido patrimonio de todos los hombres. Pero los ingredientes de una cultura mestiza no se mezclan de la noche a la mañana por voluntad o decreto. Si “…los problemas centrales que se planteó la novela naturalista (…) fue una problemática moral, más que social”[4], como acertadamente afirma Ángel Rama, ya desde Las lanzas coloradas de Arturo Uslar Pietri (1931) y El reino de este mundo (1949) de Alejo Carpentier, la historia deviene definitivamente personaje de nuestras literaturas en obras que alcanzan la tesitura de Yo el Supremo (Roa Bastos), la trilogía de Miguel Ángel Asturias, La guerra del fin del mundo  (Vargas Llosa), El siglo de las luces (Carpentier) y sobre todo Terra Nostra (Carlos Fuentes), por sólo citar algunos casos. Línea que lejos de extinguirse con el auge de una narrativa de lo cotidiano y los afanes experimentales, continúa en las obras de Abel Posse, Denzil Romero, Lisandro Otero, Francisco Herrera Luque y cuando menos una docena más de narradores americanos.

Se ha insistido en considerar la historia como argumento, como materia prima de la cual se nutren los personajes; pero en una buena parte de la narrativa latinoamericana eso es sólo parcialmente cierto, cuando no diametralmente falso. En una novela como El siglo de las luces no son Esteban o Sofía o Víctor Hughes los personajes protagónicos. Ellos tan sólo cumplen un papel, declaman los parlamentos que les dicta desde la concha el personaje principal: la historia. ¿Quién es, sino la historia, esta vez en toda su pluralidad de mitos y tradiciones y herencias culturales cruzadas, el personaje protagónico de Terra Nostra?

Por tanto, “la novela que utiliza el acontecimiento histórico como tema, y que parte de una previa investigación de los hechos que han de novelizarse, en persecución de un rigor histórico que sirva de fundamento al texto novelesco…”[5], es rebasada al alcanzar la historia papeles protagónicos, aún cuando lo disimule en personajes que no son sino sus artilugios.

De modo que si coincidimos —y por lo general coincidimos— con Tibaudet en el sentido de que el argumento no tiene valor artístico, “sino como medio de llegar a la composición del carácter de los personajes”[6], al devenir la historia personaje dentro de la narrativa latinoamericana, demuele cualquier suspicacia.

Hemos evadido conscientemente el término “novela histórica” por tratarse de un rótulo bajo el que comúnmente se presenta aquella que emplea el pasado como materia narrativa. Si bien esto se cumple en una buena parte de la producción que erige a la historia como personaje, hay también otra historia, o protohistoria: la que opera  desde el suceder cotidiano.

“Aristóteles nos dice que la historia nos presenta lo que ha pasado, la literatura, lo que puede pasar, lo que es general y probable, en los aspectos esenciales que el tiempo no puede alterar. Ante la literatura nos hallamos, pues, ante la eternidad de lo probable”[7].

Pero al incluir en el concepto de la historia esa protohistoria que actúa en el presente, resulta ella también “la eternidad de lo probable”. Porque

“La materia de la creación novelesca ha de corresponder necesariamente a la diversidad de los sucesos actuales, con sus frecuentes y desconcertantes acciones, o ha de entregarse a extraer del pasado, según la fórmula de Tairot, ‘aquellos elementos que para el espectador actual no han perdido su capacidad de estímulo directo, o los que han perdido su capacidad emocional para hacernos actuar por vía de contraste’. La diversidad de los temas al fin y al cabo se unifican en el método, en virtud de esa unidad primordial forma‑contenido que constituye un todo irrenunciable”[8].

“Lo que nos importa, y lo que siempre ha importado a la novelística latinoamericana, es este grande, avasallador descubrimiento de lo real en circunstancias determinadas.[9]“, es decir, “…recibir el mensaje de los movimientos humanos, comprobar su presencia, definir, describir su actividad colectiva. (…) en esto (…) se encuentra en nuestra época el papel del escritor.[10]“, aunque Carpentier va más allá cuando afirma:

“Creo que el papel del novelista en este momento, del novelista latinoamericano, está en traducir esas mutaciones, esas transformaciones y esas revoluciones. Una nueva temática multitudinaria, colectiva, espectáculos de lucha y contingencia, de movimientos de masa, de confrontaciones entre grupos humanos, se ofrece al novelista contemporáneo. Creo que la actual novela latinoamericana tiende hacia lo épico. Y la futura novela latinoamericana habrá de ser épica por fuerza”[11].

lo que, de hecho, se ha cumplido, pero tan sólo en una parte de la narrativa continental. Otras tendencias discurren por cauces paralelos, enriqueciéndola.

Si

“La novela —dice Ortega y Gasset— con mucha justicia, es el género literario que mayor cantidad de elementos ajenos al arte puede contener’; es decir, el más capacitado para asimilar e interpretar las peripecias de un instante dado en la evolución humana”[12].

cabría coincidir con Carpentier cuando asegura: “Por lo demás, nunca he podido establecer distingos muy válidos entre la condición del cronista y la del novelista. Al comienzo de la novela, tal como hoy la entendemos, se encuentra la crónica”[13]. O, al decir, de John Updike: “Mi narrativa de ficción  sobre la vida diaria de gente normal contiene más historia que los libros de historia…”[14]. Claro que también “En mi opinión, la realidad no debe ser más que un trampolín”[15], porque “…el arte es siempre discriminación y selección, en tanto que la vida es toda ella inclusión y confusión”[16].

¿Cómo opera este proceso dentro de la narrativa cubana contemporánea?

Ante todo, un vistazo nos muestra a la última colonia española en tierras americanas, que alcanzó su independencia casi un siglo después que las restantes. Treinta años de la guerra más sangrienta que se entablara en América por la libertad, culminaron en lo que se ha insistido en denominar la guerra hispano‑cubano‑norteamericana, sentando con la Enmienda Platt las bases para un proceso de neocolonización inédito aún en América y que en el plano económico ya venía instaurándose en Cuba desde medio siglo atrás. Durante la primera mitad del XX fueron creciendo la norteamericanización de la sociedad cubana —admitida con júbilo por una burguesía subsidiaria— y un sentimiento antiimperialista de raigambre popular. Caldo de cultivo idóneo para el triunfo, en 1959, de una revolución de marcado acento nacionalista que pondría en práctica, dos años más tarde, un sistema socio‑económico diametralmente distinto al de  las restantes naciones americanas.

De hecho, un siglo de altísima intensidad histórica cuyo reflejo en la literatura no tiene lugar de inmediato en el cuento o la novela, que tras algunos intentos más o menos felices, pero no definitorios, a fines del XIX, cursa por un naturalismo ya en desuso en Europa a inicios del XX. Si fuéramos a indagar en los orígenes de nuestra narrativa, hallaríamos en autores como Miró Argenter, Manuel de la Cruz y en especial en ese nombre mayor de las letras americanas que fue José Martí, una literatura de campaña de altos quilates, deudora de la cual es la literatura testimonial fraguada en la Cuba de los 60, pero no sólo ella, como veremos más adelante. A la literatura de campaña se suma la labor como cronista de José Martí, que va componiendo con su periodismo un enorme fresco de la época. Hacedor él mismo de la historia, sagaz observador de su circunstancia, prosista y poeta cuya muerte lloró Darío, no es raro que los artículos que componen Nuestra América puedan leerse por momentos con la asiduidad de una novela. Y qué decir de su diario de Cabo Haitiano a Dos Ríos, sin dudas la pieza narrativa más alta de la literatura cubana del XIX y una de las mayores de América.

No es hasta 1933, con la publicación de Pedro Blanco, el negrero, de Lino Novas Calvo, su cuentística de los años 40 y, cerrando este despegue magnífico, El reino de este mundo (1949), de Alejo Carpentier; que la historia entra a la narrativa cubana por la puerta ancha.

Hombres sin mujer, de Montenegro y La trampa, de Serpa, se componen del hoy protagonista, que aparece también, aquí y allá, en la cuentística de Hernández Catá, Enrique Labrador Ruiz, Alejo Carpentier —la noveleta El acoso (1956) y Guerra del tiempo (1958) son los más altos ejemplos. Aunque en cuentos como El camino de Santiago, en El reino de este mundo y en Pedro Blanco, el negrero, de Novas Calvo, aparece la historia como rescate, como parte de un proceso mayor de recuperación de la memoria histórica de la raza, adulterada por siglos de colonialismo y mimetismo (que es el peor de los colonialismos). Proceso mayor al que concurre una ensayística no sólo de altos valores reflexivos, sino también composicionales. Don Fernando Ortiz, Lezama Lima, Ramiro Guerra, Jorge Mañach, Moreno Fraginals, etc., van componiendo el paisaje de las ideas, del que se nutrirá la narrativa y viceversa, por un proceso de vasos comunicantes.

Con el advenimiento de la Revolución, confluyen y coexisten en una narrativa que se vuelca ante todo hacia las formas veloces del cuento, tanto ese rescate de la memoria histórica, como la protohistoria en su devenir cotidiano. No es casual que Carpentier apuntara:

“Obsérvese que en la literatura cubana contemporánea, en lo que se refiere a la novelística, al cuento, al relato, hay como una necesidad de pintar el mundo de antes, a la par que el mundo del después. 1959 es crucial…”[17].

E. Wilson y Ángel Rama ya han subrayado el vacío literario que se produce inmediatamente después de todo cambio socio‑político radical. Hacer la historia es en esos casos una ocupación excluyente, que sólo paulatinamente va cediendo paso a la escritura, comenzando por la crónica, el menos reflexivo pero el más cercano a la narrativa de los géneros periodísticos. Piezas que lindan con el cuento y el relato comienzan a ser publicadas por autores cuya narrativa ya ha sido sancionada por los lectores (Onelio Jorge Cardoso), o por escritores emergentes (Eduardo Heras León, Norberto Fuentes, entre otros) que más tarde escribirán, con las manos recién sacadas del fuego, la narrativa cubana más apegada a la historia en pleno devenir.

Caminos semejantes, determinados por una fuerte transfusión de realidad, cursa la literatura testimonial que, a partir de El Cimarrón, de Miguel Barnet, entra a escena con sólidas credenciales.

Una novelística anémica salvo excepciones se centra en el ayer inmediato (materia histórica ya digerida) y no logra despegar, aunque ciertos momentos la justifiquen. Otra, hecha desde la perspectiva del hoy mismo, ofrece dispares resultados, en ocasiones inolvidables, como algunos pasajes de Memorias del subdesarrollo (Edmundo Desnoes), caso raro de novela superada con creces por la película homónima de Tomás Gutiérrez Alea, uno de los mejores, sino el mejor largometraje cubano. Hasta tal punto que una segunda edición de la novela fue modificada en la dirección de los resultados artísticos del filme.

Es curioso subrayar que en pleno hacer la historia en detrimento de la literatura, dos obras que se venían fraguando desde mucho antes son editadas. No dos obras, sino las dos mayores obras de la narrativa cubana de todos los tiempos: El siglo de las luces (1962) de Alejo Carpentier y Paradiso (1966), de José Lezama Lima.

Pero no es hasta fines de la primera década revolucionaria que la narrativa se repone de la perspectiva abierta por el asombro y literalmente estalla en cuatro libros que son claves para comprender su ulterior evolución: Los años duros, de Jesús Díaz, Condenados de Condado, de Norberto Fuentes más La guerra tuvo seis nombres y Los pasos en la hierba de Eduardo Heras León, todos ellos colecciones de cuentos. Literatura de la violencia, donde la guerra, y por tanto la historia, es el personaje protagónico. Conflictos de alto dramatismo, formas rítmicas veloces y lenguaje de sobreentendidos que implica una complicidad, una comunidad de vivencias entre el lector y el escritor, es una cuentística más babeliana que hemingweyana, cruda, incisiva, y que evade la mitificación de la guerra mediante una disección participante y crítica a la vez de la realidad narrada. Una literatura que tendrá sus continuadores directos durante los 80: Montañas, de Miguel Mejides, da inicio a lo que podría llamarse “la literatura de la otra guerra”, con los sucesos de Angola y en menor medida de Etiopía y Nicaragua, como catalizadores y protagonistas de los conflictos. Aunque esta segunda literatura de la violencia conjuga una búsqueda de los resortes morales y éticos del hombre, que será la tónica de la narrativa más reciente.

Como epílogo, La última mujer y el próximo combate, novela de Manuel Cofiño, inicia en los 70, lo que Ambrosio Fornet llamaría “el quinquenio gris” de la literatura cubana.

Durante la segunda mitad de los 70 irrumpe en nuestra novelística José Soler Puig, que va componiendo, mediante libros como El pan dormido, una crónica tenaz de Santiago de Cuba, que entra con él como ciudad en la literatura. De Santiago es también —hijo de gato caza ratones— Rafael Soler. Sus libros Noche de fósforos y Campamento de artillería inauguran la nueva épica, literatura del cambio donde el suceder cotidiano, las transformaciones no (explícitamente) violentas de la sociedad, confluyen con las búsquedas ético‑morales de los personajes.

Al mismo tiempo, se produce una nutrida —aunque no con frecuencia feliz— novelística que indaga en los resortes del pasado, e ilumina zonas no exploradas por la literatura.

Los 80 equivalen a un segundo aire dentro de la narrativa cubana contemporánea. Literatura rica en matices, diversa desde el punto de vista formal, enfocada esencialmente hacia lo cotidiano, excluye, por lo general, la concisión anecdótica de los narradores de la violencia, dado que aquí la anécdota no es más que una justificación para el planteamiento de acuciosas inquietudes éticas.

En esta narrativa de los 80, la historia, o la protohistoria, asume un lugar clave desde la perspectiva de lo cotidiano. Libros como Donjuanes de Reinaldo Montero, Se permuta esta casa, de Guillermo Vidal, Un tema para el griego de Jorge Luis Hernández, o Cuestión de principios de Eduardo Heras, por sólo citar algunos ejemplos, develan los resortes de la historia que será, en una zona de riesgo, dado de que “Lo que representamos no es la realidad misma, sino fragmentos y parcelas de realidad reflejadas por nuestro narrar”[18]. Riesgos de los que no siempre se salva, dado que

“…el novelista corre el riesgo de convertir su obra en una mera acumulación sociológica, preocupado solamente por su significado ideológico con desmedro de su valor estético. La confusión puede ocurrir cuando se olvida que el arte acciona por el mecanismo sicológico del sentimiento, proceso en el cual suele ser cualidad adventicia el entendimiento. Por aquella posibilidad de incluir elementos ajenos al arte que Ortega hacía referencia, los peligros son siempre mayores para la novela que para ningún otro género literario. Por eso han de ser mayores los resguardos del novelista”[19].

Aunque el riesgo mayor, el de una literatura fugazmente inmediata y que será, por lo mismo, fugaz en la memoria de los lectores, ha sido sagazmente evadido por un puñado de autores, dado que la indagación se produce en los resortes ético‑morales que mueven la circunstancia histórica, no en el anecdotario del día. Su inmanencia reside en ese abordaje, más allá de cualquier consideración temática. Pero no sobran las precauciones, ni prestar oído a las advertencias que ya nos hacía Carpentier:

“…¿Qué lenguaje es ese? El de la historia que se produce en torno a él, que se construye en torno a él, que se crea alrededor de sí, que se afirma en derredor suyo. No se trata, evidentemente, de tomar la prensa de todos los días y sacar de ella una conclusión literaria, sino que se trata de ver, de percibir lo que, en su propio medio, le concierne a uno directamente, y de mantener la cabeza suficientemente fría como para poder escoger entre los diferentes compromisos que nos solicitan.

‘Los peligros son grandes, lo sé. Hay malos compromisos. (…) Uno puede equivocarse y hasta muy seriamente. Dejar en ello el fruto de toda una vida intelectual”[20].

Y precaverse no significa cejar ni dedicarse a una literatura menos “comprometida”, menos arriesgada —sobre todo ante la perspectiva de una materia narrativa no sancionada por el dictamen del tiempo—, equivale a asumir, como un buen buzo o un paracaidista, los riesgos del oficio, porque

“Apropiarse del mundo es apropiarse de la realidad, pero es, más que nada, descubrirla. El novelista es un aventurero, un explorador de la realidad: no la recibe consolidada y explicada, no la recibe interpretada; a él cabe hallarla, y la halla en los lugares menos publicitados, muchas veces en los más esquivos. Y encontrarla es lo mismo que explicarla, ambas funciones corren paralelas, y ellas a su vez deben entroncar con las raíces subjetivas. Se busca lo que se ha de encontrar”[21].

y los que miran desde la platea a quienes ejercemos el oficio de las palabras, jamás podrán adivinar lo que para nosotros es riesgo de cada día: una página desnuda es una zona en blanco, una cartografía inédita. Los ríos espumosos aparecen de repente, al doblar un recodo; los puentes se levantan sobre la marcha; los cruzas y se esfuman.  No hay señalización ni caminos, ni coordenadas, ni señales. No hay a quien preguntar en esa tierra de nadie que es la literatura. Todo puede ocurrir.

 

“La historia: ese personaje”; en: El Caimán Barbudo, año 27, Ed. 274, julio-septiembre, 1993, pp. 27‑29./ “La historia: ese personaje”; en: Revista El centavo, Morelia, México. v. XVI, enero, 1993, pp. 6‑10.

 


[1]Chao, Ramón. Palabras en el tiempo de Alejo Carpentier Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1985. p. 43

 

[2]Márquez Rodríguez, Alexis: La Luna de Fausto y la nueva novela histórica latinoamericana, en: Casa de las Américas No. 144 La Habana, mayo‑junio, 1983. p. 172‑173

[3]Rama, Angel. Diez problemas para el novelista latinoamericano, en: Casa de las Américas Número Extraordinario: Diez años de la revista Casa de las Américas (1960‑1970) La Habana, julio de 1970 p. 34

[4]Idem. p. 35

[5]Márquez Rodríguez, Alexis. Op. Cit. p. 174

[6]Henríquez Ureña, Camila. Esencia y forma del arte novelístico, en: Esencia y forma del arte novelístico Ministerio de Cultura. La Habana, 1980 p. 25

[7]Henríquez Ureña, Camila. Invitación a la lectura Ed. Pueblo y Educación. La Habana, 1975. p. 15

[8]Agosti, Héctor P. Los problemas de la novela, en: Defensa del realismo. Ed. Lautaro. Buenos Aires, 1963. p. 90‑91

[9]Rama, Angel. Op. Cit. p. 34

[10]Carpentier, Alejo. Papel social del novelista, en: La novela latinoamericana en vísperas de un nuevo siglo. Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1985. p. 178‑179

[11]Carpentier, Alejo. Un camino de medio siglo, en: Razón de ser. Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1985 p. 36

[12]Agosti, Héctor P. Op. Cit. p. 86‑87

[13]Carpentier, Alejo. La novela latinoamericana en vísperas de un nuevo siglo. Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1985. p. 160

[14]Updike, John. En: Conversaciones con los escritores The Paris Review, 1974. p. 346

[15]Flaubert, Gustave. Carta a Iván Turgueniev, en: Miriam Allot: Los novelistas y la novela Ed. Seix Barral. Barcelona, 1965 p. 234

[16]James, Henry. En: Idem. p. 402

[17]Chao, Ramón. Op. Cit. p. 30

[18]Conrad Kurz, Paul; Metamorfosis de la novela, en: Esencia y forma del arte novelístico. Ministerio de Cultura. La Habana, 1980. p. 62‑63

[19]Agosti, Héctor P.; Op. Cit., p. 89

[20]Carpentier, Alejo. Papel social del novelista, en: La novela latinoamericana en vísperas de un nuevo siglo. Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1985. p. 177

[21]Rama, Ángel; Op. Cit., p. 31





Crónica del eslabón y la montaña

29 07 1989

 

Recién inaugurada esta mañana de noviembre, lo despierta el humillo que viene desde el horno de cal, y el aroma que despide la cocina inspeccionada por el celo matriarcal de Trinidad Valdés Amador. Las puertaventanas entreabiertas dejan pasar un chorro de luz, una delgada lámina de luz donde flotan partículas de polvo, semillas volanderas, insectos, jirones de nubes, guedejas de azul cielo.

Se levanta despacio, con el hábito del dolor en el cuerpo, pero ahora es el dolor en la imaginación. Le duele Don Nicolás, le duele Lino Figueredo, le duele Ramón Rodríguez Álvarez, sentenciado a los catorce años de su vida; le duelen Juan de Dios, Delgado y el negrito Tomás. Todos esos dolores se le enconan en el cuerpo justo antes de despertar, le empalidecen el chorro de sol por donde entra noviembre recién amanecido.

Mientras se viste, escucha martillos a lo lejos, trastear de cazuelas sobre los fogones, tintineo de cucharillas, relinchos apagados, cantos de pájaros, cloquear de gallinas, el silbo del viento que recorre las islas escurriéndose por la juntura entre dos tablas, y el fru fru de la falda de Doña Trinidad, que se mueve incesante de un lado a otro, que está, como Dios, o como dicen que está Dios, en todas partes. Menos allá en presidio, piensa y termina de ponerse los botines. Abre de par en par las hojas y entra a oleadas la luz, el vaho húmedo que flota sobre la grava del camino, el reloj de sol, más preciso que nunca en estos meses, la marea de pinos lejanos que se encrespa en dirección al horizonte.

Toma de la esquina superior derecha del armario un eslabón de hierro, pulido a fuerza de frotarlo entre sus manos, y se detiene un momento apoyado en el marco. La creciente luminosidad, tamizada por el verdor de los pinos, es sustituida en sus recuerdos por una marea de luz enceguecedora cuando el sol estallaba allá, en la cantera, contra la piedra blanquísima, y era como el reflejo de todas y cada una de aquellas muertes cotidianas. Pero retornan los pinos, la brisa fresca en esta mañana de noviembre. Y se encamina, pulcro de traje y de zapatos, al corredor grande, donde tropieza con los buenos días y la sonrisa de Doña Trinidad, esposa de Sardá, el bueno, el catalán maestro de obras y amigo de su padre, desde cuando Don Mariano era celador allá en el puerto de Batabanó, por donde sacaba sus dos goletas cargadas de materiales el maestro Sardá. Y para Doña Trinidad son sus primeras palabras de la mañana, amables pero transidas de cierta decepción prematura del mundo, a pesar de usted, señora; decepción que lo tiene agarrotado desde antes del 28 de septiembre, cuando el gobernador otorgara el indulto, desde mucho antes que aquí, en El Abra, soltaran sus grilletes. Y que no cesa. Aunque se aplaca, levemente. Se aplaca.

Camina despacio a causa de la hernia y tropieza con la plancha de hierro desde donde una mano, fundida en alguna factoría yanqui, lo saluda con sorna. La llaga en el tobillo ha mejorado, pero la de la imaginación sigue igual. Recuerda su entrada por el puerto de Júcaro: azul y verde, aroma de marismas, pinares y sudor, salitre y cielo.

Intercambia algunas frases con el viejo calesero negro. En la tarde, irán juntos a Gerona en busca de correspondencia, y él se limitará a prestar sus oídos a la sabiduría intuitiva de este hombre que habla a sus caballos durante cada viaje.

Bordea la casa de los Sardá, el rosal grande, y se detiene al pie de la montaña que se recorta contra el azul sin distracciones. Empinada la cuesta, arbolada a tramos, las rocas saliéndole por los costados, como un costillar de mármol. Y vuelve a las despiadadas rocas de la cantera, allá en San Lázaro, vuelve a las llagas, a las palizas, purulencias y miasmas de la prisión. Y esa es la integridad nacional. Bellas palabras. ¿Verdad, señores? Y piensa más aún en la montaña, y palpa el eslabón, lo aprieta entre los dedos. ¿Cuántos eslabones habrá que partir para alcanzar la cima de la montaña? ¿Cuántos?

Desaparece. Los pasos ensimismados, dolidos, entre los árboles. Hay distancias que reconfortan y él las necesita.

Tiene diecisiete años.

Tres meses en presidio, abonando plazos a la muerte.

Faltan dos para que abandone las islas, deportado a España en el vapor Guipúzcoa.

Hoy, quince de noviembre de 1870, tiene diecisiete años.

Sueña.

 

“Crónica del eslabón y la montaña”; en: Somos Jóvenes, n.º 116, La Habana, julio, 1989.

 





El hombre que sembró el sol

29 04 1988

En la isla de Suchu, del archipiélago

japonés, nació Masako Harada.

En la tierra del Sol naciente

discurrió su infancia el hombre que

vendría a sembrar el Sol de sus orígenes

en otra isla, la de los Pinos, que con

el tiempo se llamaría de la Juventud.

Hay que repetir, repetir. El hombre no puede cansarse. La buena suerte siempre llega antes que la muerte. Diez años estuve sin vender, viviendo de los préstamos, pero yo se lo decía a los cubanos: Repite, siembra de nuevo. Ya llegará la suerte. Todo pasa.

Sí, fue el 6 de abril de 1925.

Pero antes… Habíamos salido el primero de febrero de Kobe en el buque Lakuyo. De ahí a Yokohama, Hawai, Honolulu, San Francisco y no sé cuántos puertecitos de la costa pacífica centroamericana, antes de llegar a Panamá, subiendo y bajando personas. Éramos 34 o 35, casi todos jóvenes, sin familia. Veinte años tenía yo. Sí, en 1904. Y de La Habana fui para la colonia Mayaguara en Condado, Trinidad. Qué lindos los cañaverales: altos, verdes. Pero cortar caña no era como me habían dicho allá en la isla de Sucheu, en la provincia Fukuoka, donde yo nací. En el campo, claro. Siempre he sido campesino, agricultor, guajiro. Allá trabajábamos nueve o diez horas para ganar veinte centavos de yen, y un yen valía medio dólar. Entonces aparecieron algunos que habían trabajado en Cuba cinco, siete años, y traían los bolsillos llenos de dinero. Y nos contaron que aquí bailando alrededor de los cañaverales con una guataca se podían ganar quince dólares al día. Entonces salió un anuncio en el periódico de una oficina donde se podían apuntar los que quisieran venir. Cobraban cierto dinero por el viaje y los papeles.

Pero en Mayaguara todo fue distinto. Vivíamos en una barraca larga y sin saber nada de español (que todavía no sé mucho). El capataz nos enseñó a cortar la caña: pica abajo, quita las hojas, corta en trozos así y echa para la pila. Al lado había unos haitianos. Ellos ya estaban acabando y nosotros no habíamos llenado la primera. Veníamos contratados tres meses a cortar caña para una fábrica de azúcar. A la primera semana no habíamos ganado ni un peso. No alcanzaba ni para pagar la comida. Y el pica pica y el sol. Ni bañándonos se quitaba. Y arriba la maleta que se me llenó de agua en el primer aguacero, que parecía una inundación aquello. La gente antigua nos decía: ¿Para qué viniste aquí? No era a bailar con una guataca como nos habían dicho.

Una semana después, cinco malditos huimos y no pagamos ni la comida. Yo fui a parar a la colonia Kindelán, donde estaba Sato, un paisano, y guataqueamos a cinco pesos por semana. Al mes pudimos mandarle al capataz el dinero de la comida que no habíamos pagado. Pero después llegó el tiempo del agua y Sato nos dijo que el trabajo se había terminado. Fui a varios centrales y no encontré trabajo. Terminé atendiendo hortalizas en Baraguá con otros seis japoneses jóvenes.

Ahí fue donde me dijeron: Ve para la Isla de Pinos, siembra ají y tomate. Y vine: el 29 de mayo de 1926. Cuando eso la isla estaba llena de pinares y los cocodrilos, jicoteas, grullas, las jutías y las iguanas andaban por donde quiera. Empecé a trabajar con Yamanashi, que llevaba tres años cultivando en la zafra de ají y berenjena. Fue en ese tiempo, el 19 de septiembre, cuando vino el ciclón del 26. Aquello fue lo más grande de la vida. Casi todas las casas eran de madera y el ciclón se las llevó. El agua entraba así, de lado, por el agujero de los clavos, como si fueran piedras. El agua pinchaba como punzones.

Toma. Toma un poco de vino. Harada Club. Fue un barril que hice hace quince años con pasas y mandarina. Los muchachos lo descubrieron el otro día limpiando el desván. Ah, lo del ciclón. Yo vivía en La Columbia, al otro lado del cementerio americano. Después que pasó no quedaba ni una sola hoja verde en toda la mirada. A las tres semanas fue que empezaron a salir los retoñitos primeros de las palmas arrancadas, así de este tamaño. Empezó el viento a las nueve de la noche, o a las ocho, no me acuerdo bien, que esta cabeza mía ya no sirve. Es como calabaza podrida. Y el viento no dejaba oír nada, ni hablando al oído de otra persona. Y entonces, a las doce y media o la una se hizo un silencio, que hasta los grillos que quedaron se oían. Pero eso fue como diez minutos. Después empezó otra vez, pero del lado contrario, y acabó de acabar lo que quedaba. Los relámpagos alumbraban igual que el día y el agua de la mar trepó los ríos y se regó por los campos. Ahí cada uno salió por su lado. Yo crucé medio nadando medio caminando, un trillo y una zanja, y como el agua seguía subiendo, me abracé a una mata de toronjas. ¿Dónde estaban los demás? No sé. Y entre cansancio y sueño, me quedé como que dormido, abrazado a la mata aquella. Y dormido todavía, oigo una voz como de lamento. Contesté y fui por el camino de la voz hasta donde estaba el vecino de nosotros, en una mata de mangos, al lado de la casa de los americanos. Llamaba a los japoneses perdidos enseñándoles el rumbo. Yo fui el último en llegar. Nadie se había perdido. Pero todos teníamos un frííío. Ni fósforos había para hacer comida. En los bajíos, como el lugar de nosotros, toda la siembra se perdió y pasó como un mes antes que llegara un barco con comida para nosotros, y consiguiéramos semillas para volver a sembrar.

Ya cuando eso había como 35 ó 45 japoneses más. En las tierras de por aquí no había melón, ni zanahoria, ni tomate. Bueno, había de todo, pero venía de Miami, envuelto en papelitos encerados, y como el 90% de la tierra era de los americanos… Empezamos a sembrar, y a mí Yamanashi me dio un lugar en Columbia, una finquita de 20 acres, de los cuales sembré tres y todo se vendió. Además, por 400 pesos me dio un arado, dos carretas, tres o cuatro guatacas y un caballo. Yo empecé con buena suerte. Cuando pagaban cinco dólares por una caja de ají, era muy buen precio. Sin embargo, en 1928 el norte vino muy frío y New York pagaba hasta quince por caja. Entonces empecé a sembrar melón también. Al principio, cuando le brindábamos melón a los cubanos, huían porque les parecía sangre. Era el melón Tom Whatson, muy muy rojo. Hasta que empezaron a probar y qué rico, dame otro pedazo, y al final casi tengo que poner guardia para que no me comieran los melones. Melón de agua y pepino. Mucha gente se hizo de dinero con el pepino. Si vas a Gerona verás muchas casas grandes. Son casa de pepino. Aquí llegamos a coger melones de 100 libras. Para eso hace falta buena semilla. Los de ahora llegan, algunos, hasta 70 libras.

Como ya andaba más desahogado, quería casarme en Japón. Tenía un amigo que se llamaba Fuyo. Y como yo no quería moverme de aquí, Fuyo me dijo: Cásate con mi hermana. Y sin saber ni cómo era, mandamos cartas a mi familia y al papá de Fuyo, para que mi papá me buscara a la muchacha, y los de ella conocieran a los míos, que así se hacía entonces, y los hijos callados, sin saber nada. Ella era de Kagoshima, con una provincia por el medio, la de Kumamoto. Ya nos habíamos casado por papeles y nunca nos habíamos visto. Nos mandamos fotos, eso sí. La familia hizo acuerdo y la mandaron sola para Panamá. Yo fui a buscarla. Allí le vi la carita por primera vez. Estaba al pie del barco, sin moverse. Desde ese día estamos juntos Kesano y yo: agosto 30 de 1929. Ya el año que viene cumplimos las bodas de… Bueno, ya hace nueve años cumplimos las bodas de oro, ¿no? Cincuenta años.

Después de verle la carita allá en Panamá, compré una máquina de coser Singer y salimos rápido para acá. Cuando eso, ya yo andaba por una finca en La Fe, no muy buena, y por eso en 1930 vine para aquí, y de esta finca no me he movido desde hace más de 60 años. En el 31 nos nació el primer hijo y, después, uno más o menos cada dos años. Doce en total. A uno me lo mató un rayo a los veinticuatro años. Quedan Miguel (Akio), Fulgencio (Kasuko), José (Hashuo), María (Fumiko), Severino (Osam), el sexto fue el que se me murió, la séptima es Beba (Nieko), Franco (Siguelo), Isal (Maruko), César (Shigueo), Jorge (Toishi) y Ángel, el último, que no tiene nombre en japonés. De los once vivos quedan diez en Cuba, porque una de las hijas se casó con un esposo que le vino de Japón; pasó diez años en Cuba y se fue para allá, porque a él no le gustó el socialismo. Dicen que ahora es rico. Qué cabeza para guardar dinero. Lo que no le gustaba era el trabajo del campo.

Tú verás el domingo, que es día de las madres. A Kesano le llegan diez o quince cajas de cake. El día de los padres, no. Dos o tres cajas. Papá vale poco.

¿Los años 30? Fueron muy malos. Había buena siembra, pero no se vendía, menos los años de sequía, cuando todo iba mal. Los precios subían, pero no había cosecha. Diez años seguidos así, casi sin vender. Pidiendo prestado, volviendo a pedir prestado. Hasta en 13.000 pesos estuve empeñado. Y 13.000 eran muchos pesos para un pobre. Suerte que yo nunca he tomado ni he sido mujeriego (para mujer, nada más que la de la casa). Mario, un chino, me prestó durante diez años. Sí, para que tú veas, allá los chinos y los japoneses no se llevan bien. Pero aquí, con el paso del tiempo, no hay chinos ni japoneses ni árabes ni judíos. Todos somos cubanos. Y casi todas las bodegas, tintorerías, las fondas, eran de chinos. Y yo ni un centavo tenía, y seis muchachos entre uno y doce años. Fue muy difícil. Ya yo andaba buscando cuántos gajos de mango me harían falta para ahorcarme junto con toda mi familia, cuando el 11 de febrero de 1942 estalló la guerra. Los niños estaban comiendo boniatos del que se le tira a los cochinos, y nosotros, hojas de boniato sancochadas con sal. El melón bueno se pudría en el campo, porque el melón maduro no espera, y había que regalarlo. No compraban el tomate porque las plazas estaban llenas. Si quería mandarlo a La Habana, tenía que pagar el flete por anticipado, y con qué. Diez años sin vender. Y Kesano, mi mujer, cargada de niños y guataqueando. Día y noche. A veces, cuando cortaba una mata de ají en la oscuridad, ella lloraba. Pero todo el mundo decía: Harada trabaja. Préstale, el pobre. Un día ganará.

Por eso yo estoy muy agradecido a los cubanos, ricos y pobres, que siempre me ayudaron. Por eso, cuando empezó este gobierno, yo miré extrañado, pero luego vi los precios fijos. Oiga, qué bueno eso. Antes no. Había poca mercancía y los precios altos, o al revés. Y este gobierno vino comprando todo lo que hubiera. Y todo lo recibían. En 1965 gané mucho dinero, y así fui casa por casa pagándole a cada uno lo que le debía. Aunque algunos ya pensaban que me iba a morir debiendo. Qué bien dormí esa noche.

Pero, bueno, para seguirte el orden; en febrero de 1943 fue cuando se aparecieron cinco soldados y me dijeron: Harada, tienes que ir con nosotros a la cárcel. Lo sentimos mucho, es una orden. Y ahí me llevaron al presidio, a un campo de concentración para japoneses, por aquello de que Cuba estaba en guerra con Japón y eso. Figúrate, no podía darles comida a los muchachos. Tuve que ir. Pero el pueblo sabe mucho. Los que me habían prestado tanto, los cansados de prestar, cuando me llevaron vinieron a ver a la señora: ¿Quiere sembrar algo? ¿Necesita semilla, abono? Tenemos hasta comprador para la cosecha. Diez días después le trajeron semilla, un poquito de abono, medicina. Ella sembró todo esto. Ya sabía cómo hacer los camellones, los pasos entre las semillas, los días de poner el abono, la medicina. Y cuando ya las plantas tenían el tamaño bueno, vinieron de Gerona a buscarlo todo. Ella y los muchachos, con un caballo, sacaron los melones hasta el camión, pero el camión se demoró y pasaron tres o cuatro noches, con lámparas, hasta los niños durmiendo al lado de los melones para que no se los llevaran.

La señora vivió de su inteligencia y su trabajo veinte veces mejor que yo. Un negociante compró todo y quedó dinero hasta para comprar tela y hacer ropa para los muchachos, y una muda para mí. Y lo mismo con los pepinos. Es chiquita, pero trabaja. Trabaja mucho. Hasta ahora, a sus 77 años, no hay quien se le ponga al lado guataqueando, sembrando. Yo me salvé. No le vi la carita antes de casarme, pero me salvé de todas maneras. Ella llegó el 30 de agosto de 1929, descansó un día y al otro se fue conmigo a limpiar la finca, a cortar palos con el hacha. Muy valiente esta mujer. Y más esos tres años que estuve preso, hasta diciembre de 1945. La comida era mala y poca, pero después que salí del campo y comencé a ver lo que estaba pasando por el mundo, me dije: era mala y poca, pero era.

Trescientos cincuenta japoneses presos, todos mayores de veinte años, porque a los menores los dejaban en sus lugares. Venían de toda Cuba. Pero eso fue cosa de aquel gobierno, porque la guerra era allá, pero nosotros aquí hubiéramos seguido sembrando. En algunas fincas que se quedaron vacías, el gobierno puso cuidadores. Y algunos después no querían irse. Hasta incendiaron dos casas.

Entre el 45 y el 46 hubo buena cosecha. La finca había estado tres años produciendo poco. El mercado estaba vacío y el pepino en alza. Fíjate que los embarques subieron a 2.000, 5.000 pesos cada uno. Y ahí es cuando yo le recordaba a la gente lo que les había repetido: Sigan sembrando. No lo dejen. La mala suerte viene, pero la buena también. Hay que aguantar, hay que repetir. La buena suerte siempre viene antes que la muerte.

Entre el 52 y 59, la Isla fue zona franca para los negociantes y para los norteamericanos, pero a nosotros eso no nos benefició nada. Hubo algunos, como un hermano del médico Ramírez Corría, que empezó a comprar y comprar tierras. Y yo entre el 51 y el 52 aproveché para comprar esta tierra mía, no nos fueran a botar después de veinte años trabajando aquí. Hasta 16 caballerías, que era lo que yo tenía en 1959. No, con la primera Reforma Agraria no, pero con la segunda, como el límite era de cinco caballerías, vinieron los interventores. Entonces fui a hablar con Crespo, el que era como el Manresa de ahora. Sí, el que fue después el primer embajador de Cuba en Japón y allí en su oficina le dije: yo tengo 16 caballerías, pero la mayor parte no es buena tierra, no sirve nada más que para potrero. La siembra hay que hacerla pedacito a pedacito. Ellos consultaron y me dijeron: Vaya para su casa. Su finca se queda así. Me dejaron las once caballerías restantes. El secretario luego vino, y como yo tenía propiedad, me dijo: esto es tuyo. Usted, Harada, siga como hasta ahora.

Fidel vino en 1961. Lo miró todo. Vino para comer melón. No estaba de cortar, pero alguno lo había maduro. Otra vez vino por aquí cerca y le llevamos unos melones al muelle, donde tenía una lancha, y otra vez vino y habló con la mujer… Sí, ese barrilito de cerveza y esas botellas las envió él y nos las bebimos con los demás japoneses de la comunidad. Porque tú sabes que no soy yo solo. Aquí hay varias familias: está la familia Tukunaga, Kubo, Mirato, la familia Shuco, sí, como una colonia, pero no.

No es que yo sea cónsul. Los cubanos son muy habladores y dicen cosas. Yo hace doce años que no trabajo por lo de la piedras en los riñones. Ayudo aquí a todas las familias japonesas de la Isla, porque ellos sí trabajan, hago algunas gestiones, firmo a veces papeles en lugar del embajador, buscaba allá en La Habana a los muchachos becados. A veces recorría tres o cuatro escuelas secundarias. Y todavía hoy, de hombres, cuando me ven por ahí me saludan: Hola, papá, abuelo. Pero, qué va, yo soy analfabeto. Los que sí son famosos son los melones. Fíjate que hasta Oriente caminé y la gente me decía: ¿Usted no es Harada, el de los melones?

¿Ah, eso? Me lo enviaron de la escuela Tashiro. Sí, en 1969 yo me operé de cataratas, pero no quedé bien, y el hermano de mi señora me invitó a Japón y mandó el pasaje de ida para que me volviera a operar. Me curé y estuve allá más de diez meses. Después, para regresar, Fidel me regaló el pasaje, las medicinas, los espejuelos, todo me lo regaló él. Y fue en ese viaje cuando visité la escuela Tashiro. Hablé mucho sobre Cuba a los niños. Les expliqué que los majás aquí eran muy grandes, y que había peces de cien libras. Pensaban que yo estaba exagerando, entonces les mandé una caja con una piel de majá, otra de cocodrilo, un carapacho de carey, un huevo de cocodrilo vacío, un alacrán, el anzuelo grande con que se pescan los tiburones y como mil sellos cubanos. Cuando regresé a la escuela esa en 1982, todo estaba puesto en unas vitrinas muy bonitas. Mis hijos y yo formamos una cooperativa aquí en la finca. Anapistas somos cinco, pero trabajan mi esposa, los dos hijos mayores, y un viejo inmigrado que no tenía familia, Datsuo Wakafoji, aunque ya no ve bien y trabaja unas veces sí y otras no. Sí, las 16 caballerías.

La granja, con 250 personas, no produce nunca como yo, aún cuando los años sean como estos últimos con la seca. Se trabaja bien, con todo y que los muchachos se roban la fruta. Yo sí no vendo nada. Todo para Acopio, y el autoconsumo para la casa.

No, yo soy japonés, pero esta isla es el mejor lugar para vivir. Allá me decían: Si en cinco o diez años no haces dinero, regresa. Yo no hice mucho dinero, pero no regresé. Y ya llevo 68 años. Clima bueno, gente buena. Ya se sabe que en ningún lugar es como en Cuba. Aquí estoy esperando para morirme, e ir para arriba arriba, pero para el cielo de Cuba. Aquí llegué en 1925 con $3.60, y ahora tengo mujer, once hijos, veintiséis nietos y cinco bisnietos. Más de cincuenta en la familia. Y todos son cubanos.

“El hombre que sembró el sol”; en Somos Jóvenes, La Habana, 1988