Siete razones y una coda

15 11 2004

El pasado lunes 8 de noviembre, el III Encuentro Con Cuba en la Distancia se propuso homenajear al narrador Carlos Victoria. Yo debía presentar la bella edición de sus Cuentos (1992-2004), preparada por Aduana Vieja, y durante varios días pensé cuál sería el mejor modo de invitar a los lectores a aproximarse a la magia de estas historias, sin incurrir en la densa sustancia de un alegato crítico, sin develar demasiado sus secretos y sin ocupar más de cinco minutos. Y estimé que lo más oportuno sería explicar las «Siete razones y una coda para leer a Carlos Victoria».

Porque para leer los cuentos de Carlos Victoria hay razones de muy diversa índole: estéticas, económicas, subterráneas, ambiguas, perversas, políticas y geográficas. La justa dosificación del idioma, ajena a la procacidad exhibicionista y repetitiva que algunos intentan traficar como lo «típicamente cubano»; la economía de localismos y la ausencia de tipicismos recurrentes; la conformación de un español enriquecido por las trasmigraciones desde Camagüey a La Habana y a Miami (con todos los castellanos adventicios que allí se interdigitan), bastaría como razón estética para leerlos, por el mero placer de paladear las palabras.

Sus cuentos, «recios y perfectos» según Reinaldo Arenas, nos ahorran mucho tiempo al apelar a la vocación sintética de la literatura norteamericana, de la que ha bebido en abundancia, eluden la experimentación ornamental y sólo echan mano a la que el texto exige en ciertos momentos. Todo ello son poderosas razones económicas. Como un buen reloj Omega o un telescopio Karl Zeiss, estos cuentos están diseñados para ofrecer la hora exacta o para mirar las estrellas.

Hay razones subterráneas también, porque en historias donde todos huyen de algo, el autor bucea bajo la plácida apariencia hasta dar con los monstruos que empavorecen a sus personajes. Y nos muestra las trastiendas, los sótanos, los desagües donde se debaten vidas fracturadas que muestran por sus heridas la anatomía oculta de la condición humana.

Claro que con frecuencia son historias como caminos de montaña: llenas de curvas, ascensos, caídas y retrocesos. Historias que tienen varias, muchas lecturas. Y esas son las razones ambiguas que permiten leer algunos cuentos dos, tres veces, y siempre parecen diferentes, siempre susurran claves nuevas. El cuento que nos habla de un hombre resbaloso e inasible, la personificación de la noche, es posiblemente el más inquietante. Pero no el único. Muchos personajes resbalan cuando intentamos encerrarlos entre los barrotes de una definición.

No escasean tampoco los personajes de una lógica conductual excéntrica, que otorgan razones perversas a nuestra lectura, y nos permiten acercarnos con muchas precauciones al lado oscuro del ser humano, que con cierta asiduidad está presente, agazapado, listo para saltar, dentro de nosotros mismos. De ahí el atractivo, el vértigo, cuando nos asomamos a algunas de estas historias.

Un escritor profundamente político

Lejos de ser un escritor explícitamente político, Carlos Victoria es un escritor profundamente político, en tanto que política como «intervención del ciudadano en los asuntos públicos». Profundamente, porque su literatura es siempre políticamente incorrecta, incómoda, no importa desde qué ladera de la política se mire. Tan inconveniente, incorrecta e incómoda como suele ser la vida. Y esa es una razón política que huye del politiqueo.

Hay una última razón: la geográfica. Y no hablo de su Camagüey natal, que está, de La Habana donde vivió, que está también, o de su Miami adoptivo, donde ha escrito su obra, y cuya presencia es, desde luego, clave. No hablo de paisajes trazados por retratistas de feria. Hablo de una geografía dubitativa, «resbalosa», cruzada por transmigraciones entre el allí y el aquí, la geografía de la realidad y la de la memoria. Hablo, en suma, de la geografía de nuestras ausencias.

Y esas son las siete razones, pero hay algo más. No creo en la autenticidad de lo contado como una virtud literaria. No me importa si lo que cuenta un autor sucedió exactamente así, si es un copista fiel de la realidad. La verdadera autenticidad de un escritor ocurre cuando juega limpio sobre el tablero de la literatura con el destino de sus personajes. Cuando es leal con ellos. Sin esa autenticidad que amalgama la obra, las siete razones anteriores serían mera retórica o carnaza para la crítica.

Escrito lo anterior, pensé que dejaría en los oídos de los presuntos lectores una invitación convincente, sin transgredir los cinco minutos.

Llegada la hora, en el hermoso patio central del Casino Gaditano, Fabio Murrieta, por el comité organizador, Felipe Lázaro, editor de Betania, y Olga O’Connor, crítica de El Nuevo Herald, hicieron sucesivos elogios de Victoria en tanto escritor, hombre de convicciones y ser humano de indudable calidad y honradez. Entonces el homenajeado leyó unas palabras. Durante varios minutos desgranó cómo fue perseguido, arrinconado, confinado en trabajos deleznables, ninguneado sistemáticamente, con el propósito de reducirlo. De cómo fue encarcelado y sus manuscritos fueron incautados como alimañas peligrosas por los agentes de la policía política.

Contó de su huida en 1980 por el Mariel, junto a otros 125.000 compatriotas. De los nueve años que pasó sin volver a pisar su tierra, y sin encontrar ningún rincón de la geografía que se le pareciera, ningún rincón donde alojar sus recuerdos, donde trucar los paisajes de la memoria. Y de cómo reencontró a Cuba en los pueblecitos de Andalucía, en las cornisas, los balcones, las rejas y la gente. Y de cómo transcurrieron otros cuatro años hasta que pudo regresar de visita a la Isla. Supimos por sus palabras de esa literatura que se construye de ausencias más que de presencias, y hubo un instante de silencio tras su silencio, un instante tributado a su sufrimiento, antes de los aplausos.

Entonces me invitaron a comentar el libro. Yo tenía anotadas mis siete razones y la coda final. Sabía que no rebasaría los cinco minutos, pero las palabras de Carlos Victoria aún flotaban en el aire, estaban allí, se movían entre la gente. Había palabras en algún gesto pensativo, encerradas en una lágrima. Y no quise que mis palabras fueran las últimas que se escucharan esa noche. No quise que mis palabras opacaran el eco de las suyas. Preferí que todos nos lleváramos esa noche la reverberación de sus palabras contra las paredes, el eco intacto.

Y eso fue lo único que dije.

Lo cierto es que esa noche, Carlos Victoria nos obsequió en sus palabras razones mucho más poderosas que las mías. Confío en que cada uno de sus lectores pueda encontrarlas.





Guillermo Vidal: oro de ley

19 05 2004

Fue en febrero de 1982 cuando me presentaron, durante una lectura en la Sala de Cultura de Victoria de las Tunas, a un hombre extremadamente delgado, de tez aceitunada y curtida por los soles feroces de la Isla. Su rostro era afilado como una navaja, con ojos hablaban antes que su dueño abriera la boca, y su sonrisa era capaz de desarmar las peores intenciones. Antes y después de aquel día he conocido a personas que tras una apariencia de ogros eran apenas ogros de caramelo, y a otros que despertaban una espontánea simpatía. Al cabo del tiempo uno descubría los devastadores efectos de una sonrisa-trampa, de un regalo envenenado. También he conocido a buenas personas que lo parecían, pero a ninguna como aquel hombre al que uno sabía incapaz de una mala obra desde la primera sonrisa.

Volví a encontrarlo al año siguiente, durante la premiación del concurso Cuentos de Amor, que convocaba Las Tunas. Y desde entonces nos vimos ocasionalmente en distintos espacios y circunstancias, sin que jamás me abandonara aquella sensación primera. Y lo más importante: sin que jamás tuviera ni un solo motivo para que me abandonara.

Hoy me entero que aquel ingenioso hidalgo, el escritor Guillermo Vidal Ortiz, falleció en la noche del pasado sábado 15 de mayo, a los 52 años de edad, en Victoria de las Tunas, su ciudad natal. Según algunos medios, fue un tumor cerebral; según otros, problemas respiratorios que ya lo habían obligado a varias hospitalizaciones. En cualquier caso, es injusto, irreparable.

Lo miro en la foto: igual de flaco, pero con una barba patriarcal plagada de canas, una mirada tan vivaz y joven como recuerdo, y una sonrisa que no llega a aflorar y apenas se insinúa en una mínima contracción de los ojos.

En 1986, el mismo año en que Guillermo Vidal ganó el premio David con su libro Se permuta esta casa—ya antes había obtenido el premio 13 de Marzo con Los iniciados—, apareció una especie de libro iniciático de una generación de narradores cubanos, la antología Hacer el amor, preparada y editada por Alex Fleites. En la contraportada aparece la tropa de los autores incluidos posando para el daguerrotipo. Siempre he pensado que en esa foto hay dos ausentes: Abilio Estévez y Guillermo Vidal.

Contando a esos dos ausentes, me percato de que en aquella foto de familia sólo tres habíamos nacido en La Habana, sólo dos vivimos hoy fuera de la Isla, y sólo uno permaneció en la provincia del interior donde había nacido: Guillermo Vidal. Resistió el “llamado de La Habana” durante los 70 y los 80, y resistió “el llamado de ultramar” tras la crisis de los 90. En una entrevista concedida hace un año (Literaturacubana.com, junio, 2003), respondía que se había quedado en Las Tunas “sólo por razones sentimentales. Tengo la mayor parte de mi familia aquí, pero también tengo una hija, un yerno y dos nietos en España, a mi madre de crianza en Estados Unidos y no he dicho en ninguna parte que estoy comprometido a quedarme. Me va bien, porque vivir lejos del mundanal ruido permite que no me jodan. (…) Los viajes me deprimen un poco, pero a veces asisto a ferias en otros países, no a tantas, y me siento como un bicho raro y apenas hablo con la gente y sueño con volver a casa para no estar en salones y protocolos que me apocan, que me hacen decirme qué hago aquí, por qué no me quedé en casita, sin tanto barullo. Es que soy muy tímido. Aún así, imparto conferencias y doy entrevistas y salgo por la tele y nadie se da cuenta de que me cuesta mucho trabajo. Prefiero las conversaciones privadas, la gente sencilla, y detesto las frivolidades que llegan a asquearme”. Una timidez, una ausencia de vedetismo que algunos fabricantes de aureolas, prestigios literarios y otros artículos de segunda mano suelen confundir con un síntoma de obra menor, quizás porque les resulta inconcebible que, incluso entre los escritores, a veces, la modestia exista.

Su larga barba, su coleta, su perfil aguileño, su inteligencia y su proverbial bondad, eran ya parte inseparable del paisaje urbano de Victoria de las Tunas, la ciudad donde nació el 10 de febrero de 1952, y que se negó a abandonar aunque en los 80 fue expulsado de su cátedra en el Instituto Superior Pedagógico por razones “ideológicas”, y aunque su nombre constaba en la lista de los intelectuales que los medios no debían entrevistar en directo por miedo a que dijera alguna “inconveniencia”. A pesar de todo, como dijo Guillermo, “un hombre es capaz de sentirse libre en condiciones muy duras”. Y añadía: “ni se imagina lo negras que me las he visto, he tenido que asistir a un juicio y luego me he tenido que ir como un apestado de mi trabajo como profesor universitario, he perdonado a esa gente, he vivido situaciones límites y he mantenido mi dignidad”. Cuando ganó el premio Alejo Carpentier, los desconocidos lo felicitaban y hasta lo abrazaban por la calle. Posiblemente, ese fuera su mejor premio. No la estatua que quizás le construyan mañana los mismos que lo expulsaron de su cátedra o los que lo inscribieron en la lista negra de los condenados al diferido. Y con más razón que las cadenas televisivas norteamericanas tras el affaire de Janet Jackson. Guillermo Vidal no habría mostrado, desde luego, una teta rellena de silicona; sino una verdad sin relleno, lo cual es siempre más peligroso.

Autor polémico e irreverente, más que un estilista fue un explorador minucioso de la condición humana en obras como Los cuervos, El amo de las tumbas, Confabulación de la araña, Las manzanas del paraíso, Ella es tan sucia como sus ojos, Matarile, posiblemente su más polémica novela, El quinto sol y La saga del perseguido (Premio Alejo Carpentier, 2003). Además de éste, obtuvo los premios Luis Felipe Rodríguez de la UNEAC (1990), Hermanos Loynaz (1996), Casa de Teatro (República Dominicana, 1998) y Dulce María Loynaz (2002). No obstante, siguió hasta el último día buscando la novela ideal: “una que el lector no pudiera dejar de principio a fin y que hablara de lo poco sabios que hemos sido hasta ahora, que la gente envejece y muere y seguimos casi como en la comunidad primitiva, si quitamos unos cuantos artefactos y comodidades (…) sigo esperando esa novela que me hará feliz y si esto ocurre es que me voy a morir”. Guillermo Vidal ha muerto con la certeza de que su gran novela será la próxima, pero con la certeza también de que cada página memorable que nos dejó era una página de esa novela nonata. La literatura, Guillermo, es como ir a cumplirle a Santiago Apóstol: más vale el sudor del camino que tocar el santo. Sobre todo cuando hay tanto santo trucado, desechable.

Eludió el autobombo y el marketing, despreció la vida de salón y tertulia, no cultivó las amistades convenientes, le pisó los callos a personas poderosas y con los pies sensibles, y dedicó más tiempo a los buenos sustantivos que a las buenas influencias. En fin, no era “un hombre de éxito” ni “una gran figura de nuestras letras”. Él mismo lo contaba:

“Me levanto a las cuatro de la madrugada y oro a Dios para que me permita escribir, leo algunos pasajes de la Biblia y luego releo fragmentos de novelas que elijo por temporadas y que acaricio con una envidia rosa, y cuando parezco un pitcher que ha calentado lo suficiente, me siento ante el ordenador y escribo con gran rapidez y siento que me dictan, siento el tono, veo lo que ocurre en la novela y me creo en esos momentos un escritor de gran calibre, trabajo hasta media mañana si puedo y salgo feliz si me ha ido bien y no reviso hasta después. Escribo todos los días excepto los domingos, tengo una disciplina del carajo, como de obrero ejemplar”.

Y uno se percata de que este hombre no estaba dotado para el glamour. Era un escritor que dedicaba su tiempo a escribir.

Su prosa afilada y por momentos ácida suscitó con frecuencia la ira de los guardianes de la ideología, sin que por ello Guillermo Vidal, el hombre, quebrara su cordialidad y su sencillez. Se ocupó de los marginales, de los presos y de los homosexuales condenados a exclusión social o condenados, a secas; de las familias en descomposición, de lo que se oculta bajo la cáscara de la realidad y, sobre todo, del miedo que paraliza y corrompe. Hasta el último minuto, como él mismo afirmó, escribió “con las tripas”, jugándose el alma, porque “si se es deshonesto como escritor uno está perdido o comienza a perderse”.

El escritor Guillermo Vidal nunca perteneció a nadie. Me temo que su cadáver ya pertenece al gobierno. Cuando se pudran en el olvido sus zonas incómodas, lo exhumarán corregido y revisado, para engrosar el panteón donde mantienen disecados a Lezama y a Virgilio. Claro que el gordo y el flaco deben estarse riendo como locos de sus momias. Guillermo apenas echará una sonrisa socarrona cuando lo encaramen al podio de las glorias patrias. Por suerte, hay cadáveres rebencúos, escritores inmunes a la taxidermia. Después que los forenses de la cultura certifican la hora de compilar sus obras completas, muerden.

Guillermo era un católico ferviente. Quizás Dios lo necesitara con urgencia a su lado. Yo me confieso ateo y su muerte corrobora mi incredulidad: ningún Dios tan omnisciente como un narrador clásico del siglo XIX nos arrebataría con veinte años de antelación a un escritor de ley, sabiendo lo que cuesta restañar la cicatriz que nos deja en el planeta la ausencia de un hombre bueno.

 

“Oro de ley”; en: Cubaencuentro, Madrid, 19 de mayo, 2004. http://arch1.cubaencuentro.com/cultura/20040519/9b47da58aae3f104e51a2dae9fcadc6f/1.html.

 





Cintio Vitier: Interpretaciones

12 07 2002

El ensayista y poeta cubano Cintio Vitier acaba de obtener el Premio Juan Rulfo por el conjunto de su obra, que le será entregado el 30 de noviembre durante la Feria del Libro de Guadalajara (México).

Miembro destacado del Grupo Orígenes, el jurado de la duodécima edición del premio, compuesto por Beatriz Espejo, Ambrosio Fornet, Noé Jitrik, Julio Ortega, José Miguel Oviedo y Vicente Quirarte, calificó a Cintio como “un auténtico humanista cuya trayectoria intelectual lo convierte en uno de los más notables exponentes de la creación y el pensamiento latinoamericanos del siglo XX».

Autor de una extensa obra poética y narrativa —Vísperas (1938-1953), Testimonios (1953-1968), De Peña Pobre (1980),La fecha al pie (1981) y Nupcias (1993)—, su mayor aporte ha sido en el terreno de la crítica, el ensayo y los estudios martianos. Vale mencionar Crítica sucesiva (1971), Resistencia y Libertad (2000) y los tres tomos de La crítica literaria y estética del siglo XIX cubano, pero, sobre todo, una obra clave de nuestra cultura, Lo Cubano en la Poesía (1958), que bastaría por sí sola para merecer este premio, así como el Premio Nacional de Literatura que le fue otorgado en 1989.

Por el contrario que otros galardones de su especie, cuyos resultados con cierta regularidad responden a razones geopolíticas, el Juan Rulfo hasta hoy ha sido sinónimo de calidad literaria. Basta observar la nómina de los premiados: Nicanor Parra (1991),Juan José Arreola (1992), Eliseo Diego (1993), Julio Ramón Ribeyro (1994), Nélida Piñón (1995), Augusto Monterroso (1996), Juan Marsé (1997), Olga Orozco (1998), Sergio Pitol (1999), Juan Gelman (2000) y Juan García Ponce (2001).

El galardón concedido a Cintio ha suscitado entre los intelectuales del exilio reacciones diversas y contradictorias: desde la alegría por un premio que consideran, no sin razón, un premio a la cultura cubana; hasta la irritación por las inferencias políticas que supone su concesión a un “intelectual orgánico” del régimen cubano.

Poeta católico que nunca abjuró de sus convicciones, Cintio Vitier fue, durante muchos años, relegado por las autoridades políticas y culturales cubanas. Como nos recuerda Rafael Rojas, “su ensayo Ese sol del mundo moral, para una historia de la eticidad cubana (1975) fue vetado por ofrecer una interpretación de la Revolución desde la tradición de la ética nacionalista cubana y no desde la ideología marxista-leninista. Pero fue reivindicado tras la desintegración de la URSS, hacia 1992, cuando el sistema cubano tuvo que recurrir a esa tradición nacionalista para seguir legitimándose».

Con los 90, asistimos en Cuba a una “apertura” dictada por las circunstancias internacionales. Los creyentes fueron invitados a ingresar al Partido Comunista, la Patria se colocó delante de la Ideología y Karl Marx cedió su puesto en primera fila a José Martí. Cuando los alemanes invadieron la Unión Soviética, en su llamado a las armas, Stalin no apeló a la defensa del socialismo ni a motivaciones ideológicas, sino a salvar a la Madre Rusia frente al invasor extranjero. Sin muchos retoques, el comunicado de Stalin habría podido ser escrito durante la invasión napoleónica. Del mismo modo, ante la “desinvasión” de los rusos y el colapso del socialismo real, el señor Fidel Castro apeló a la nación, una noción con más poder de convocatoria. Al tiempo que se despenalizaba el dólar y se tendían alfombras rojas ante los pies de los inversionistas —el cese de las subvenciones recomendaba un capitalismo para extranjeros que sufragara el socialismo para cubanos—, se despenalizaban al católico y al santero, al homosexual y al “patriota” aunque no fuera marxista, y, de paso, se descubría que en el exilio están “los mafiosos” y los que envían remesas. Es entonces cuando Cintio Vitier es “despenalizado”. No sólo se convierte, en un acto de justicia cultural, en presidente del Centro de Estudios Martianos, hasta entonces dirigido por funcionarios del Partido; sino que se le nombra delegado a la Asamblea Nacional del Poder Popular, como muestra de una tímida “pluralidad” dentro de la unanimidad, y se le concede la Orden Nacional José Martí, máxima condecoración estatal cubana.

De lo anterior se desprende que el gobierno de la Isla ha utilizado para su provecho el prestigio cultural de Cintio Vitier. Pero no se desprende, necesariamente, que Cintio se haya dejado utilizar mansamente. Como ha expresado en reiteradas ocasiones, su adhesión a lo que llama “revolución”, dimana de su discurso cristiano sobre la nación cubana, desde el humanismo y la ética, más que desde la política. E incluso ha asegurado que preferiría no ver una Cuba sin Fidel Castro, por lo cual no es raro que el mandatario haya sido uno de los primeros en felicitarlo, durante una visita de dos horas a su casa del Vedado, que Cintio definió a Prensa Latina como «una tarde inolvidable»,

Eliseo Alberto acaba de declarar en México: “Yo que soy tan crítico, pienso que si mi tío Cintio, que es más inteligente que todos nosotros, defiende la Revolución cubana, debo estar equivocado». Ignoro si hay en la frase un ejercicio de sorna; pero tampoco habría que negar la posibilidad de que sea Cintio el equivocado. De cualquier modo, quienes aspiramos a una Cuba plural y democrática no podemos menos que respetar y aceptar su adhesión política, y aplaudir un galardón merecido por su obra, y que es, sin dudas, un reconocimiento a la cultura cubana, esa que a todos nos pertenece y que no puede ser monopolizada por sectas ni partidos.

Por eso me resulta triste leer a otro intelectual cubano, el novelista Guillermo Cabrera Infante, Premio Cervantes y que bien merecería el Juan Rulfo, declarar: «No tengo nada que decir sobre la obra de Cintio Vitier porque nunca la he leído y, además, no considero que sea un crítico. Lo conozco como miembro del Grupo Orígenes y ahora como parte del Poder Popular en Cuba, pero no tengo idea de su obra ni de su trayectoria literaria, que imagino es lo que el Premio Juan Rulfo quiere destacar y no su actividad política». Si desde Lunes de Revolución fue un crítico feroz a los origenistas fue porque, seguramente, los había leído. Por ello me resulta tan difícil de creer su absoluto desconocimiento de la obra de Cintio, en especial de Lo cubano en la poesía. Si su declaración, como sospecho, parte de consideraciones estrictamente políticas, es un triste ejemplo de fundamentalismo anticastrista que ojalá no predomine mañana en la Segunda República (ahora que tanto se habla de la primera). Más triste, si cabe, al provenir de un autor emblemático de nuestra cultura, lectura obligada de cualquier cubano, sin importar su pelaje ideológico.

Confiemos en que mañana podamos aplaudir sin reservas los triunfos merecidos por el buen hacer de cualquier compatriota, sin preguntar primero en qué partido milita, dónde vive o qué dioses reverencia. Por lo pronto, y desde aquí, mis más sinceras felicitaciones a Cintio Vitier.

 

“Cintio Vitier: Interpretaciones”; en: Cubaencuentro, Madrid, 12 de julio, 2002. http://arch.cubaencuentro.com/cultura/2002/07/12/8917.html.





Jesús Díaz: las palabras halladas

3 05 2002

La escueta nota de algún diario consignará hoy la noticia: Jesús Díaz, escritor y cineasta cubano, nacido en La Habana en octubre de 1941 y presidente de la Asociación Encuentro de la Cultura Cubana, acaba de morir en Madrid a los 61 años.

Pero bajo esas escasas líneas hay demasiadas palabras. Las precoces palabras de Los años duros, su emblemático volumen de cuentos con el que no sólo obtuvo el Premio Casa de las Américas a los 25 años, sino el privilegio de inaugurar una nueva era de la narrativa cubana. Las palabras de Las iniciales de la tierra, la novela que despertaría un inusual fervor entre los lectores de la Isla. Las palabras como espejos múltiples que componen La piel y la máscara. Las palabras perdidas que dan título a la que posiblemente sea su mejor novela. Las palabras tragicómicas de Dime algo sobre Cuba. Las palabras vertiginosas de Las cuatro fugas de Manuel, su última novela, donde la carne de la ficción es apenas una delgada piel, tensa y pulida, sobre la osamenta de la realidad.

Los miles de palabras que aún contienen las revistas que fundó: Pensamiento Crítico, que intentara reflexionar el entramado de la Revolución Cubana; El Caimán Barbudo, hogar de varias generaciones de creadores, y Encuentro de la Cultura Cubana, este espacio plural que a sus seis años de vida tiene el privilegio de ser la revista cubana más vilipendiada (en público) y más leída (en privado) dentro de los confines de la Isla

Bajo las pocas palabras de esta nota están todas las palabras de sus decenas de guiones, sus once documentales y sus dos largometrajes de ficción. Las palabras pronunciadas o escritas en cientos de conferencias y artículos. Las polémicas palabras de Los anillos de la serpiente, que hizo explícita su ruptura con las autoridades de la Isla, inaugurando esa suma de palabras destinadas a prefigurar esa Cuba posible a la que todos aspiramos.

Jesús Díaz ha abandonado, a los 61 años, el espacio físico, la geografía de Madrid. Sus amigos podemos constatarlo, sin resignarnos a creer del todo la noticia. Ha abandonado las estadísticas, los censos, los registros documentales. Se ha adentrado en la región más transparente de la cultura cubana. Y en su nueva geografía le acompañan El Rojo; Iris, la que volvió desde Miami en busca de sus dos hijos; el dentista Stalin Martínez, balsero de azotea; los supervivientes de los años duros que llegaron a rubricar las iniciales de la tierra; le acompaña Manuel, que ya no huye. Y le acompaña la memoria de sus compañeros, su familia, sus amigos, sus compatriotas, los que hemos transitado con él un tramo del camino, e incluso la memoria de sus enemigos, que ahora no podrán librarse nunca más de su recuerdo. Le acompañan, en suma, todas sus criaturas, y las que sus lectores de hoy y de mañana, fraguamos con la complicidad de sus palabras.

De modo que, aún cuando sea inapelable su cronología, sería falso decir que Jesús Díaz descansa en paz. Sus palabras y nuestra memoria no se lo permiten.

 

“Jesús Díaz: las palabras halladas”; en: Cubaencuentro, Madrid, 3 de mayo, 2002.http://arch.cubaencuentro.com/cultura/noticiero/2002/05/03/7725.html

 





Brindis por la imaginación (Una charla con Eliseo Diego)

28 12 2000

 

Por esos azares de las migraciones y el destino, esta entrevista al poeta Eliseo Diego ha permanecido inédita entre mis papeles durante casi diez años. La perpetré poco antes que le concedieran en México el Premio Juan Rulfo por el conjunto de su obra, meses antes de su muerte. Sus verdades no tienen fecha de caducidad, y son noticia, exclusivamente, en los noticiarios de la imaginación. Es decir, siempre.

 

En una habitación repleta de libros y fotos enmarcadas por la admiración y los recuerdos (y un poco de nostalgia), en una casa que mira hacia dos calles, como quien dice a dos flancos del mundo, en la bella Avenida G, en el céntrico barrio del Vedado, en La Habana, en Cuba, habitaba uno de los más grandes poetas de la lengua, que alguna vez salvara para siempre de la erosión y el tiempo la añeja Calzada de Jesús del Monte. Fundador del Grupo Orígenes, profundo conocedor de la literatura anglonorteamericana y alguien que no se puede deshacer de una bondad raigal, casi cromosomática. Eliseo Diego ha escrito para niños y dirigió durante años el Departamento de Literatura Infantil y Juvenil de la Biblioteca Nacional. Aunque la verdadera razón de esta entrevista es que su poesía, que yo me inoculara por voluntad propia hace muchos años, no ha dejado de ejercer en mí un misterio inefable.

 

¿Existe realmente la literatura para niños?

Yo no creo que exista. Si se escribe una literatura deliberadamente para niños, no es literatura. Los niños saben más, tienen una capacidad muy superior a la que suponemos. No necesitan que se escriba para ellos porque se apoderan de las cosas que necesitan. Este asunto de la literatura para niños es más bien moderno. Ellos, durante el tiempo en que nadie se ocupaba de escribirles cosas, se las arreglaban para leer lo que necesitaban. Se apoderaron de Robinson Crusoe, por ejemplo, de los Viajes de Gulliver, del Don Quijote de la Mancha…

 

De Alicia… que es lo más raro escrito para niños.

Efectivamente, de Alice in Wanderland. Es un libro muy extraño. A mí ahora Alicia me da un poco de miedo.

 

Es incluso un libro tenebroso.

Pero eso a ellos nunca los ha asustado. Yo recuerdo una encuesta que hizo una sicóloga checoslovaca hace años y entre las preguntas que hacía a los niños una era sobre el cuento de Hansel & Gretel, donde al final los niños se las arreglan para que la bruja caiga en una caldera de agua hirviendo. Ella les preguntaba si no era muy cruel, pero los niños opinaban que el final estaba muy bien, porque la bruja era tan mala que se lo merecía. Claro que los niños no tienen una idea muy clara de lo que es una caldera de agua hirviente. Y recuerdo al escritor inglés C. S. Lewis, que escribió una serie de novelas fantásticas. Y decía que los niños son capaces de entenderlo todo, siempre que esté dentro de su nivel de experiencia. Y esa también era la opinión de otro gran poeta inglés de origen hugonote, Walter de la Mare. Hizo una antología de poesía para niños que incluía a William Shakespeare, John Donne, Keats, Shelley, en fin, todos aquellos poemas ingleses que están dentro del nivel de experiencia del niño. No entienden un poema erótico, porque todavía no alcanzan ese grado de experiencia humana. Pero todo lo demás sí. Es absurdo querer escribir cosas para ellos, fabricarlas. Porque uno no escribe fabricando, sino lo que necesita escribir. Pero, últimamente, escribir para ellos es una tendencia. Y es que los adultos hemos olvidado qué significa ser un niño y tenemos del niño una visión estereotipada. Ahora recuerdo una anécdota. En Cuba hay una expresión que en casi toda Latinoamérica no se conoce, y que a mí me parece un hallazgo del lenguaje popular cubano: la palabra comemierda. Una palabra que tiene distintos matices de acuerdo con el énfasis: desde el «perro comemierda» (ofensivo) hasta el «no seas comemierda» (cariñoso, de amigo). Un gran escritor cubano que ya falleció, por desgracia, Onelio Jorge Cardoso, amigo mío, hizo un viaje a Checoslovaquia donde estaba de consejero cultural otro escritor, Raúl Aparicio. La hija de Aparicio, digamos que se llamaba Rosarito (no recuerdo bien), de unos cinco años, estaba en su cunita dando un escándalo mayúsculo mientras ellos conversaban en la sala. Entonces la mujer de Raúl le pide a Onelio: Tú que sabes hacer cuentos, ve a la cuna y hazle un cuento a Rosarito, a ver si se calla. El pobre Onelio, pálido de miedo, se defendió: Yo nunca he escrito un cuento para niños. Pero tú eres un cuentista, ve y hazle un cuento, le dijo la mujer. Y allá fue Onelio.

—Mira, Rosarito, yo vengo a hacerte un cuento. ¿Quieres oírlo? —Rosarito se calló momentáneamente, lo miró con una desconfianza terrible y asintió con la cabeza. Entonces, Onelio empezó:

—Había una vez un pajarito que tenía un nidito en el copito de un arbolito y estaban ahí sus pichoncitos que tenían mucha hambre. El pajarito vio que en el suelo había un gusanito. Voy a cazar el gusanito y se lo voy a traer a mis pichoncitos, pensó el pajarito. Y bajó. Pero cuando el pajarito vio al gusanito, le dio tanta pena porque era tan chiquitico, que lo dejó ir.

Rosarito lo miró con infinito desprecio y le dijo:

—Que comemierdita era ese pajarito.

Lo cual es una lección de lo que ocurre cuando se fabrica para los niños. Por lo general un cuento para niños es igual a un cuento para adultos. Como decía Kipling, un buen cuento debe empezar por el principio, continuar por el medio y terminar por el final. Parece una bobería, pero es muy difícil. Un buen cuento tiene que empezar por algo que agarre tu interés, y mantenerte en suspenso hasta el clímax y el final. Pero los cuentos para niños se considera que deben estar llenos de cosas bonitas, arcoiris y cosas así, y son páginas y páginas y no acaba de empezar la acción del cuento. Y hasta epílogo al final lleno de cosas lindas. Pero los niños aspiran a que la historia les cuente algo que los agarre hasta el desenlace. De modo que casi siempre la literatura premeditadamente para niños es mala, y sólo hay dos tipos de literatura: la buena y la mala. Y la buena literatura siempre está al alcance de los niños mientras esté en su nivel de experiencia. Hay muchos libros que el escritor escribió de cierta manera y coincidió con el gusto de los niños.

 

Los Viajes de Gulliver.

Fue escrito para adultos. Me refiero a libros escritos con la conciencia de este tipo de lector, pero no escritos precisamente para ellos, sino porque el autor tenía la necesidad de hacerlo así. Junglebooks, de Kipling, algunos otros ingleses, franceses, norteamericanos, y en español también hay casos notables. Pero escritos con el mismo impulso que lleva a un escritor a escribir. Tú citaste a Michael Ende, que es un caso excepcional. Hay una griega de la que se publicó una novela aquí: El tigre en la jaula de cristal. Una novela de primera clase, a la altura de los clásicos. Y digo clásicos cuando me refiero a los libros de los que los niños se han apropiado. Yo durante años estuve haciendo el papel de capitán araña, invitando a la gente a escribir para los niños, pero sin hacerlo yo, entre otras cosas porque siento un gran respeto por los niños. Es el público más exigente y sincero, que te dice en la cara lo que no les gusta. Yo tengo suerte con ellos, desde que hace algunos años el Ministerio de Educación decidió renovar los libros para aprender a leer e invitaron a un grupo de escritores cubanos —Onelio Jorge Cardoso, Mirta Aguirre, yo también—. Nos reuníamos con grupos de pedagogos que nos ponían una «tarea». La escribíamos, nos volvíamos a reunir, nos hacían sugerencias, discutíamos de nuevo y así. Éramos escritores, no pedagogos o especialistas. Aunque yo tampoco creo en que haya edades; con los niños nunca se saben dónde andan.

 

Literatura de alto riesgo.

Exacto. La idea era que los niños desde el inicio estuvieran en contacto con lo mejor de su lengua materna: Gabriela Mistral, Amado Nervo, Rubén Darío, José Martí, textos de grandes poetas y escritores de la lengua, y traducciones que nos encargaban a nosotros. Y las tareas que nos ponían. De ellas recuerdo una, la más difícil que he emprendido en mi vida: «La casa donde yo vivo, la calle donde está mi casa, el pueblo donde está mi calle, la provincia donde está mi pueblo, el país donde está mi provincia y el mundo donde está mi país», en dos cuartillas, para niños de segundo grado. Imagínate. La cosa no salió tan mala. Y una de las satisfacciones que tengo es que a veces salgo y algunos niños a la salida de la escuela me saludan: «Adiós, Eliseo», porque han visto mi cara, que no es nada agradable pero es la mía, en la televisión o las revistas, y me saludan como si fuera un amigo. Eso es para mí un premio inestimable.

 

Sospecho que cada idea, cada historia por contar trae ya implícito su lector. Al escritor le toca entrar en empatía con ese lector potencial y escribirlo en función de eso. En caso contrario, una excelente idea podría dar una pésima obra.

Tú tienes razón. Y, por suerte, todavía el misterio de por qué se hace una buena novela o un buen poema no se ha descubierto.

 

Gracias a Dios.

Gracias a Dios no hay un poemómetro o un cuentómetro. Pero en esencia funciona el principio de la necesidad. Uno debe hacer aquello que necesita hacer. Si después resulta que a los niños les gusta, eso es asunto de ellos. Pero también uno siente necesidad de comunicarse con los niños y ahí surge esa empatía de que tú hablas, pero siempre con tantos escrúpulos como uno tendría para escribir para cualquier lector.

 

Nos encontramos en un mundo dominado por los medios audiovisuales, y donde no obstante existe últimamente un alto consumo de libros (no siempre buenos). Remitiéndonos a América Latina, ¿qué sugeriría usted para crear o fomentar el hábito de lectura entre nuestros niños, una vez rebasada la tarea elemental de la alfabetización?

Si los medios masivos no han logrado desplazar a la lectura, eso se debe a que ella es una necesidad del ser humano. El proceso de la lectura es, en su esencia, un proceso creador: la necesidad de convertir un símbolo, la palabra escrita, en una imagen, y eso es un placer. En los años 30, un gran escritor francés a quien ya nadie recuerda, Georges Duhamel, escribió En defensa de las letras, donde se refería a esto. El único medio que existe para estimular en el ser humano la capacidad de crear es la lectura, porque es la única que te obliga a una actitud activa. La televisión o el cine te ofrecen una imagen que recibes pasivamente. ¿Cuántas veces no nos ha pasado a todos que el personaje de la película no tiene nada que ver con el personaje que uno vio al leer la novela? Por eso la literatura siempre será atractiva, no para un grupo de exquisitos escritores o lectores, sino para todos los seres humanos, porque todos tenemos esa necesidad de la creación, de la imaginación. Pero para que los niños lean, como bien apunta Sergio Andricaín, son imprescindibles las buenas ilustraciones, que le ofrecen un pie para imaginar. Yo a los diez u once años leí La Isla del Tesoro en una edición española de Seix Barral, con magníficas ilustraciones. Esto me ayudó, porque en ese momento no tenía idea de que hubiera un siglo XVIII, ni de cómo eran los barcos de vela, o el modo de vestirse de los piratas, no tenía elementos para convertir el símbolo escrito en una imagen, y las ilustraciones me sirvieron de apoyo. En países muy cultos, como Inglaterra, se hacen exposiciones de ilustraciones de libros; pero entre los países latinos siempre hemos tenido un poquito de desprecio por eso.

 

Si la imaginación es consustancial al ser humano, habría que ver, ¿de qué manera se la estimula o de qué manera se la atrofia?

Eso es lo grave sí. Y uno de los medios para atrofiar la imaginación es el aburrimiento, los libros malos y aburridos crean el rechazo del niño. Rechazo que a veces alcanza a los otros libros.

 

Otro peligro que, según yo veo, gravita sobre la imaginación es la estandarización de los personajes. El star system ha acuñado a algunas decenas de actores como protagónicos. Así, el niño ve que el policía de la película uno es el ladrón de la dos, el rey de la tres y el pirata de la cuatro. De modo que su capacidad para “fabricar” esos personajes se puede ver más aplanada aún por la oferta de personajes enlatados y en serie.

Es un peligro grande. Y como la influencia del cine es enorme… Ciertamente, estamos en un momento crítico, cargado de películas de horror y maniáticos criminales, pero yo confío en que la propia humanidad encuentre su antídoto contra estas cosas, y también recuerdo ejemplos de lo contrario. Cuando yo trabajaba en la Biblioteca Nacional y me ocupaba en serio de estas cosas, proyectamos a los niños Oliver Twist, con actores de primerísima clase. Empezaron riéndose, pero poco a poco fue haciéndose el silencio, porque la película los había absorbido. Ya era una experiencia de la que se habían apropiado, en la que creían. Y después acudieron a buscar el libro. Y gracias a la película leyeron a Dickens, muchas de cuyas obras tienen niños como personajes: Great expectations, David Copperfield y el mismo Oliver Twist.

 

Ahora bien, ambos partimos del presupuesto de que la imaginación es buena y hay que cultivarla. Por el contrario, muchos adultos opinan que es dañina y que hay que inducir al niño a “poner los pies en la tierra”.

Un sabio ruso (cuando eso era soviético), un hombre absolutamente materialista, cuando le preguntaron ¿cuál es la cualidad humana que cree esencial para un científico?, respondió: la imaginación. Si no eres capaz de imaginar lo que no existe o lo que desconoces, no saldrás nunca de lo que tienes.

 

“Brindis por la imaginación. Una charla con Eliseo Diego”; en: Encuentro de la Cultura Cubana, n.º 19, invierno, 2000-2001, pp. 109-113.

“Brindis por la imaginación: Una charla con Eliseo Diego”; en: Cubaencuentro, Madrid, 28 de diciembre, 2000. http://www.cubaencuentro.com/espejo/entrevista/2000/12/28/532.html.

 





Los tomates radioactivos dan mal sabor al gazpacho

30 03 1997

José Viñals, poeta-editor-narrador argentino-colombiano-español,

como gustaría definirse, se encargó durante

muchos años de la revista AlSur, instaló

en la calle Hurtado sus proyectos y sus sueños,

a los cuales robé una dosis de tiempo para

practicarle esta entrevista. Hace pocos meses

reside en Madrid, pero algo de él

se niega a abandonarnos.

 

 

 

 

 

«Los tomates radioactivos dan mal sabor al gazpacho», fue el primer graffiti que leyó en 1979, a minutos de su arribo a España, el poeta José Viñals, en el pórtico de un puente. Nacido en una chacra argentina, de padres y abuelos españoles, en su ambiente natal se hablaba el castellano de España, no uno de los tantos castellanos que se hablan en Hispanoamérica, de modo que venía, no a descubrir un idioma (a los efectos de la literatura, toda oralidad es un idioma cuya sintaxis, sobreentendidos y fórmulas dialectales marcan la escritura), sino ávido de corroboraciones lingüísticas. Aquel día de 1979, ya José llevaba a sus espaldas dos volúmenes de poesía, una novela, un libro sobre diseño gráfico, varios ensayos y diálogos sobre arte, todos publicados en Buenos Aires, donde en breve aparecería también Miel de avispas (relatos). Aquel día de 1979, ya había cursado 49 años de libros, sueños, amores y desamores, es decir, tres hijos, y dos vidas transcurridas en Argentina y Colombia, respectivamente. De modo que inauguraba su tercera vida, que desde 1982 discurre en este piso de San Ildefonso, el barrio más bello de Jaén. Este piso que tras la puerta esconde la sonrisa siempre disponible de Martha, su esposa, cuyos tapices enjoyan las paredes. Entre ellos, como entre paisajes de asombros, continuamos hasta el sitio de recibir: la cocina, por supuesto.

Parapetado tras sus papeles, José entona su acostumbrado «Hola, querido», con esa voz espeleológica ─gravedad de improvisador de blues, no de capataz de plantación antillana─. Y no empezaremos la entrevista sin que la botella de Torres esté presente y las copas ajusten el tono preciso de la conversación. Porque le confieso que no intento hacerle una entrevista. Sólo quiero saciar ciertas curiosidades y, ya de paso, servir de médium a los lectores. Como si escucharan tras la puerta nuestra conversación. Y por ello me he tomado la libertad de no acotar los diálogos. El grado de sabiduría bastará para indicarles cuáles pertenecen a José Viñals.

 

A pie descalzo

─Lo primero que me he preguntado al conocer tu obra, José, es cómo definirías tú el lenguaje, dado que en ti confluyen varias oralidades, varios modos de ejercer el castellano. Más aún, cómo se han integrado esas diferentes culturas en tu obra.

─No he tenido problemas de integración. Lo lingüístico ha sido para mí una gran curiosidad artística, de modo que un nuevo país no me provoca descentramiento, sino remoción profunda y avidez. No hablo de contaminación, sino de impregnación; aunque también es posible que haya contaminación. Yo he procurado conocer la lengua de todo el orbe hispano. Después he ido estudiando problemas estilísticos de la lengua, y otros de mayor envergadura: culturales. Pero no siempre la integración está exenta de conflictos. Por ejemplo, escribí hace algunos años un poema sobre un joven colgado de las vigas del techo, vestido de traje y corbata, y uno de sus pies iba sin zapato, enfundado en un calcetín blanco, pero yo no podía escribir las palabra calcetín, propia de esta cultura, ni la palabra media, como me dictaba aquella, porque aquí media es una prenda femenina. Elegí entonces la línea cobarde, al precio de distorsionar la imagen artística: le quité el calcetín y puse el pie descalzo. Ese tipo de cosas te plantea el tema de la integración cultural. Hoy no vivo la penosa condición del extranjero, y tampoco artísticamente. ¿Debilita eso mi condición latinoamericana? Posiblemente. Pero es así.

─Creo que ante todo somos ciudadanos del planeta.

─Yo tengo tres países: Argentina, Colombia y España. De Argentina y España soy ciudadano. De Colombia no pude, pero quise. Tengo en edición mi Poesía Reunida: siete libros que yo he seleccionado, en tres tomos: poesía escrita y publicada en Argentina, en Colombia (69-72) y en España, respectivamente. No he estado interesado hasta ahora en publicar en España obras de narrativa hechas en aquellos años, sólo poesía, que es lo que me gustaría hacer en los años finales de mi vida.

─Aunque tampoco hay que ponerle camisa de fuerza a la imaginación. Los argumentos, las ideas, vienen con su propio procedimiento artístico.

 

Un acto de obediencia

—No me olvido, pero el acto de escribir poesía es cuasi involuntario, un acto de obediencia a ciertos procesos de la interioridad. En cambio, el ejercicio narrativo es volitivo. Y yo no tenía el empuje interno para escribir prosa. No lo tengo. Fue una estrategia artística para alcanzar una forma de comunicación. El éxito que tuve como narrador fue un fracaso artístico, personal. Distinto a lo que me proporciona la poesía, que disfruto y siento. Soy un buen diseñador gráfico y editorial, un magnífico técnico. Tengo un gran oficio y conozco el libro como pocos. No puedo, en cambio, decir lo mismo de mi ejercicio como artista, aunque crea en ello más que en cualquier cosa en la vida. Porque entre otras cosas el motor que me arrastra es la averiguación. No me interesan tanto los resultados artísticos como la averiguación.

—Es lo más interesante. Como entre hacer el amor y hacer un hijo. Lo primero es más interesante.

—Sin dudas. El hijo es contingente. El amor es esencial.

 

La universidad horizontal

—¿Cómo han confluido en ti las distintas artes que tú asumes y ejerces o amas? La plástica, la literatura, el diseño, la música. ¿Ha habido avenencias, desavenencias, complementaciones, divorcios, matrimonios?

 

—Yo he sido extraordinariamente afortunado. Precozmente me puse en contacto y asumí mi naturaleza artística con todas sus consecuencias. Todo me llevaba a ello. Mi primer poema ocurrió a mis nueve años, un día que estaba cabalgando en la finca de mis abuelos. Y decidí que no otra cosa quería hacer en mi vida. Aunque haya cursado varios años de Derecho, sabía que para mí la universidad no era la vertical sino la horizontal: estudiar arquitectura en la arquitectura, historia de las artes en la escuela de artes, música en la escuela de música. De modo que no terminé una sola carrera. Exploré. Toco malamente un instrumento. Estudié cine. Me metí en el diseño, y a poco de estar en ello supe que sólo me interesaba el diseño del libro. Como hoy sé a ciencia cierta que lo único que me interesa es escribir poesía en mis últimos años. Yo provengo de la poesía y es algo que he decidido.

 

¿Y eso se puede decidir?

A lo mejor tengo que desobedecerme, pero lo he decidido. Yo abandoné el ejercicio puro de la poesía, pero no abandoné la condición poética en el tratamiento del material lingüístico y eso es lo que ha contaminado toda la prosa que he escrito. Una prosa perversa, no genuina. Y ha dejado de interesarme. Para explicarlo tengo que remontarme: Yo nací y crecí en un país latinoamericano dependiente, donde la labor del poeta era siempre una labor oscura, sin eco editorial, sin respuestas sociales. Mis contemporáneos alcanzaron un reconocimiento internacional como narradores. De modo que empujado por fenómenos externos sentí el desafío de dedicarme a la narrativa. Eso forzó mi propia visión del arte y de la literatura, por la que he sentido un «santo» horror. Tengo la convicción de que hay una serie de escritores que no tienen puta idea de lo que es el arte, y por ello cuentan cosas, describen cosas, pero no se internan en los mundos cargados de significación espiritual. La preocupación por la poética descansa en una investigación formal y conceptual (no hay arte sin investigación), lingüística. No a la manera del filólogo ni del gramático, sino a la manera del poeta y el escritor.

 

Adjetivas y narrativas

—¿Ello incluiría la investigación intuitiva, esa capacidad del oído para captar y seleccionar…?

—Por supuesto, y relacionar con otras artes. Yo he tenido una gran preocupación por todo el universo de las artes, pero sobre todo por la pintura y la música. Ambas las he estudiado, y dependo mucho de la música. Es un código que he podido decodificar. Toda mi obra responde a una elaboración artística, al estudio del material lingüístico, hecho con un criterio estrictamente artístico, no científico. Y sobre eso una primera lección fue la lectura del chileno Vicente Huidobro que dice: “Hago una elección para toda mi vida como artista: el adjetivo que no da vida, mata”. Segundo: También tempranamente leí a uno de mis maestros, el poeta Rimbaud. Cuando leí su Temporada en el infierno, en las primeras palabras del libro encontré una especie de dedicatoria: “Para aquellos que aprecian en el poeta la ausencia de facultades narrativas y descriptivas, ofrezco estas hojas arrancadas de mi cuaderno de condenado”. Fue una marca para mí, que eludí durante años las búsquedas narrativas y descriptivas. Y eso es como retorcerle el pescuezo al material literario.

—¿Y cómo le retuerces tú el pescuezo al material literario en tu obra?

—Yo invitaría a un lector curioso, si se encuentra con mis materiales, cosa no fácil aquí en España, a que observara la presencia de la luz o del color en los textos, porque hay cuentos donde no hay un solo elemento de color, como pintura medio tonal, la preocupación por la luz, por la estructura, por la construcción verbal, por descifrar, a través de los materiales, ciertos enigmas que son de la vida social e individual. Eso ha sido una preocupación central a lo largo de mi vida. Y eso se tiene que conectar con otra cosa. Es sorprendente para mí que la revista Kilómetro 0 se interese por entrevistarme, cuando fuera de este medio (donde sí soy una persona conocida y creo que reconocida) me conoce poquísima gente. Porque prácticamente no he publicado en España, donde he tenido una actitud recoleta, recogida, sin conexión con los medios intelectuales, y dedicado al trabajo del artista.

—Ha habido en la literatura latinoamericana una tendencia a trasponer a la experiencia literaria una militancia social y política, dando frutos de todo tipo: desde dulcísimos a patisecos y amargos. ¿Ha tentado tu militancia social y política, que la ha habido y grande, el terreno de tu literatura?

—Diría que en lo esencial sí. No es exactamente lo político. Es más serio. Por razones de formación, yo desde muy temprano fui miembro activo del Partido Comunista, y me sentí un hombre de formación marxista y estudié sus estéticas, que no me interesaron. Pero sí apareció muy tempranamente en mí una clara conciencia de clase, que responde a mi origen popular: artesano por la parte de mi padre, que era panadero, de mi madre, que era costurera, o de mis abuelos, que eran campesinos pobres. Creo no haber eludido nunca los marcos estrictos de mi clase. Y no me he ocupado de otras clases que no sea la mía, con sus contradicciones y deformaciones, buscando la verdad íntima de esa clase. Por tanto, más que una naturaleza política del material que vuelco en mi obra, hablaría de naturaleza ideológica. El acontecer político en sí no cabe en mi obra, porque por una parte no he trabajado con lo contingente, y por otra, he creído que la labor del artista es la creación de una sociedad nueva, lo que implica un arte nuevo. Y suscribo absolutamente el arte de las vanguardias, aunque algunas estén investidas de vanguardia y sean rigurosamente retaguardia.

 

Vanguardias y retaguardias

—Siempre es más sabia una adhesión al espíritu de las vanguardias que una adhesión en bloque. Lamentablemente, muchas vanguardias han creado retóricas que a la larga se han consumido a sí mismas.

—Los que nacimos y crecimos en el ámbito sudamericano, hemos crecido en un ámbito culturalmente dependiente. Esa dependencia, en mi caso, como hombre de la cultura con algún prestigio entonces en Buenos Aires, significó estar al tanto de los movimientos culturales del mundo, preponderantemente europeos. En mi caso, yo me descubro adhiriéndome fuertemente a un movimiento de vanguardia que en ese momento tenía un gran poder revulsivo, yendo de Europa a Hispanoamérica: el surrealismo o el parasurrealismo. Con ello, la introducción de ciertos procesos creativos, como, por ejemplo, el automatismo, que yo prontamente puse en su sitio dada su importancia. Creo que ciertos procesos automáticos, cuando se deja fluir libremente el inconsciente, rompe censuras seculares, un sistema, un stablishment literario, y no sabes a dónde puedes llegar. En la década de los cincuenta reflexionamos mucho sobre la frase de Jung: «Goethe no es el autor de Fausto. Fausto es el autor de Goethe». Es decir, el artista penetra en el inconsciente colectivo y si tiene talento, suerte, percepción y cojones, puede que recoja y haga aflorar los arquetipos del inconsciente colectivo. Yo creí que esa era mi aventura en la vida. Aunque fui un apasionado lector del Quijote, mi modelo no era Cervantes. No quería escribir como Cervantes, sino que me ocurriera lo que le ocurrió a Cervantes: poder percibir el arquetipo quijotesco. Creí que ese era el papel del artista.

 

El llamado boom latinoamericano…

—El don de la popularidad no es bueno ni malo per se. Ni un escritor de grandes tiradas es bueno o malo por ello. Y viceversa. Y eso me trae al tema del boom. España se convirtió en el gran trampolín de la narrativa latinoamericana, y cuando el proceso entró en meseta, la industria editorial se quedó con hambre. Aparecieron, es cierto, importantes escritores españoles, pero no bastaba. Y se vieron un poco en la necesidad de fabricar e imponer al público escritores de dudosa calidad y grandes tiradas.

—Lo tengo claro. Lo que tengo oscuro es que no hay más coñac, me cago en… —José encuentra en la alacena una botella de DyC, y tras conformarnos con él, a pesar de que no es santo de su devoción, reanuda el asunto del boom latinoamericano, que en varias ocasiones hemos tocado—. Un fenómeno comercial tiene poco que ver con la auténtica curiosidad de los artistas y los intelectuales europeos hacia el arte que se produce en otras latitudes. Es típico del arte el que se busquen productos de otras culturas y que en cierto momento incluso se mitifique y totemice. El caso del boom latinoamericano es, al menos, el segundo, sino el tercero en este siglo. El primer boom fue el del modernismo, que invadió España con una obra latinoamericana y una estética francesa. Posteriormente, la invasión de Neruda, Vallejo y Huidobro…

—Figuras puntuales, no un gran movimiento como el de los 60 y 70.

—Un boom comercial.

—Sin restarle su importancia artística.

—Por supuesto. Aquello era una cosa exótica, lo cual siempre ha tenido un gran encanto para Europa. Y el boom no fue sólo una atracción por lo que hacían los escritores latinoamericanos, sino por lo que ocurría en Latinoamérica: un fenómeno rupturista que tuvo éxito internacional y provocó una remoción de las estructuras artísticas.

 

Arcones y galeones

—Tú hablas de constreñir, de limitar tu paleta como un medio para la consecución de un resultado artístico determinado. Yo he notado en tus relatos una supeditación de lo propiamente narrativo a la pirotecnia del lenguaje. ¿Es una constante en tu narrativa?

—Absolutamente. El texto literario es un acontecimiento real, más allá de los acontecimientos que transporte. Una realidad concreta y mensurable, una criatura autónoma que se añade a la realidad de la vida, y que vive esencialmente por su forma. En mis exploraciones de las zonas oscuras, me parece que siempre he retornado con un rico trofeo verbal, y a veces he perdido por ello otras cosas fundamentales. Me sumergí en busca del galeón y quizás en su lugar me traje el arcón con las chafalonías. Por eso quizás nunca sea un buen narrador.

 

Voces de luz y sombra

—Creo que cada escritor es una o muchas voces. Hay escritores capaces de varios registros y otros no. Y creo que más allá de la sencillez o complejidad de la transmisión que uno produce, lo importante es darse cuenta de cuál es nuestra propia voz, y respetar esa voz. De ahí dimana la autenticidad de la obra. No hay textos fáciles o difíciles, todo es contextual. Flaubert fue escandalosamente difícil en su tiempo. Pero la literatura no es circunstancial, es histórica. Hoy, Madame Bovary es lectura de amas de casa.

—Llevas toda la razón. Pero el respeto por la propia voz incluye su cuestionamiento. Durante años de torpeza mía y oscuridad, yo he sido sirviente de mi voz, no he sido un buen crítico de mi voz. Caí en manierismos, en imitaciones de mi propia voz. Soy consciente de que, sin darme cuenta, sin poderlo evitar, se me elitizó el lenguaje, se hizo arduo el material que producía, de difícil lectura. Eludí las fórmulas populistas, que siempre me olieron a fascistas. Yo decía: obra literaria popular no, la literatura requiere rigor, requiere trabajo. No se puede leer como quien consume una peliculita de tres al cuarto. Yo jamás he tenido el talento de lo popular, pero estoy a tiempo para adquirirlo. Milagro a milagro, el poemario que estoy escribiendo, es lo más transparente que he hecho en mi vida, incluso en términos gramaticales y sintácticos. Aún así, la esencia de ese material sigue siendo inasible y oscura. Si uno profesa una vanguardia tiene que correr el riesgo de trabajar con códigos que todavía no han sido formulados y mucho menos decodificados. Para ello es imperioso que el artista de a conocer su obra. Yo no lo he hecho. No he sido un buen defensor de mi obra, por razones diversas de mi vida…

—Que además de escribirla, hay que vivirla.

—Y en muy buena hora. Pero hoy sí estoy interesado en que mi obra se edite y se difunda. En pequeña escala, porque yo nunca seré un escritor de best sellers. Me llevó muchos años de fracasos escribir mi novela Padreoscuro. Fue finalista en el Planeta-Ateneo de Sevilla. Pero el editor, cuando le mando el libro, aún con este aval, me lo devuelve sin explicaciones. Y lo entiendo. Mi novela, si un día se editan 5.000 ejemplares, ya será un milagro.

 

Novela que saldrá, para suerte nuestra, como su monólogo Escombros, oloroso aún a tinta fresca, su tomo de relatos Ojo alegre y viejísimo, que publicara en el 86 en Jaén, y los que próximamente aparecerán: Cinta magnética bordada (relatos), Animales, amores, parajes y blasfemias (poemas), así como el volumen de «fragmentos» (es su definición) Si breve.

Y el lector, que permanecía tras la puerta escuchando esta conversación, se aleja convencido de que este periodista podría estar preguntando a José días enteros, sonsacándole secretos. Y que José Viñals podría develar muchos más misterios, con tantas buenas palabras que dan un exquisito sabor a la literatura, exenta de tomates radioactivos. O mejor, develar la existencia de los misterios y conservar su naturaleza enigmática. Pero tendrán que leer en los silencios, que hasta una entrevista los tiene, después de la última copa y el último Ducado, tras el «Chao, querido» y la sonrisa de Martha que queda pospuesta hasta mañana por la puerta que, suavemente, se cierra a mis espaldas.

 

“Los tomates radioactivos dan mal sabor de boca”; en: Diario de Jaén, España,30 de marzo,1997, pp. 37-38.

 





El sabor de la intolerancia: ¿fresa o chocolate?

30 01 1993

A esta hora imprecisa anclada sobre los techos de La Habana, entre paredes blancas, cerámicas, libros y serigrafías, vigilado de cerca por un equilibrista en su cuerda floja, bajo un ventilador de techo que echa más ruido que fresco, en una butaca de malaca, me espera Senel Paz —narrador y guionista de Fresa y chocolate, nominada al Oscar a la mejor película extranjera—. No ama las entrevistas, pero es débil ante el acoso de los amigos. Y uno se aprovecha.

 

Siendo posiblemente el más popular de los narradores cubanos de las recientes promociones, cabe hacerte una pregunta: ¿Qué puede hacer a un escritor popular?

Dentro de eso hay cosas que meten miedo. Ser un escritor popular no tiene que coincidir para nada con la buena literatura, y viceversa: ser popular no te condena a ser un mal escritor. Para que un escritor sea popular hay factores importantes: los temas, las historias y, determinante, el estilo. En el ámbito cubano y latinoamericano, creo que en lo referido al estilo hay un gusto por la literatura sentimental, que acude a las emociones y los sentimientos. Una literatura que tenga una dramaturgia cercana al teatro, al cine, que genera algún tipo de tensión. Y también un estilo con peculiaridades muy reconocibles y, en particular, una musicalidad. Pienso en los casos de Guillén, Cofiño, Onelio. Casi siempre literaturas sencillas o aparentemente sencillas. Y esto es una introducción, lo que quería decirte es que creo que la comunicación es un valor importante para la literatura, pero no definitivo, y se puede convertir en un cáncer cuando se quiere lograr a toda costa. Pero cuando los escritores responsables son agraciados con la popularidad sin proponérselo, bienvenida sea; sin dejar de ser consecuente consigo mismo. Buscarla creo que es un grave peligro, porque se tiende a dejar de escribir como uno escribe, para complacer un gusto. Creo que la prosa de Lezama reúne muchas características para ser una prosa popular. ¿Por qué no lo es? Porque necesita un lector de una formación cultural de media a alta. Pero tiene una prosa inconfundible y musical, sensual. Se puede decir de un párrafo suyo: “Esto es un Lezama”. La popularidad cumple con una fórmula muy vieja: sencillez y acudir más a los sentimientos que a la razón. Creo que mi literatura tiene algunos rasgos que le permitirían ser de muchos lectores, por razones de tema, estilo (musicalidad), el elemento del humor, la carga emotiva y, al menos en lo que he publicado hasta ahora, una lectura sencilla (aunque puede ser técnica y estilísticamente más complicado de lo que parece). Hay otra literatura cuyo encanto reside en la complejidad, en la dificultad de descodificarla, y es una de las tendencias contemporáneas más fuertes. No es mi proyección más natural, pero tampoco soy indiferente a esos juegos con la estructura y el lenguaje. Pero aún en textos con esas cualidades, persiste en mí una cierta voluntad de claridad. Aunque aparentemente el lector de hoy es más racional, yo noto que las formas clásicas —el cuento en tercera persona, por ejemplo, con exposición, nudo y desenlace— son eternamente efectivas.

 

Quizás el lector encuentra en esa literatura un escudo contra ese racionalismo que impone la cotidianía. A veces hasta una novela empalagosa es necesaria. Hay como un déficit vitamínico, una hipoglicemia que viene a suplir.

Es un rasgo esencial del ser humano y quizás sea eso lo que le falta a la literatura más cerebral. Aunque el talón de Aquiles de la prosa más sensorial suele ser la falta de profundidad, pero no creo que sea algo consustancial a ella. También hay un lector más especializado que espera de la literatura placeres mucho más intensos y complejos. Un lector mucho más profesional. En general, uno recoge la opinión de que el lector se ha reducido pero, al mismo tiempo, se ha convertido en más inteligente y más exigente.

 

¿Cuáles son los lectores que a ti te interesan? ¿Tiene eso algo que ver con la función de la literatura?

En un congreso parece que la literatura tiene una alta función, vital para la sociedad; pero a ratos a uno le parece comprender que la función de la literatura y del arte es entretener, suavizar la vida. Eso pasa en el cine. Obras que reflejan la vida y los problemas, muy buenas, pero nadie las va a ver. Orientarse por eso es la locura. Lo único que puede orientarlo a uno es uno mismo. Pienso que el público siempre agradece al artista que le haya ofrecido una experiencia auténtica. Ser popular, tener éxito es algo para lo que hay que estar preparado. A mí no me produce placer. Por suerte un escritor no es un actor, ni está inmerso en eso que se llama popularidad. Una cosa al parecer tan bella puede convertirse en la peor tragedia del mundo. Hay que tener una personalidad preparada para eso. No es mi caso. A mí me desconcierta y me descontrola que alguien me conozca o se acerque a mí ya con ideas de mi persona, que se acerquen a mí para contarme historias, con la aspiración de que yo las cuente de otra manera. Y traten de “hablarme bonito”, no en su lenguaje corriente, que es el propio. Y eso es una tragedia: perder el lenguaje de la gente, el modo de decir.

 

¿Por dónde anda el buen camino de la narrativa cubana? ¿Van los narradores por él o han tomado algún desvío? ¿Qué acusan las más recientes promociones?

Creo que el camino es hacia una conquista superior del lenguaje, una experimentación y búsqueda mucho más amplia. Anda también en una mayor objetividad, serenidad y profundidad en el análisis de la realidad cubana. El mismo hecho de meditar sobre el país ha dejado de ser una decisión consciente, una alteración de la espontaneidad. Se ha creado una relación cómoda, orgánica, entre la escritura y la realidad, de modo que todo aquello de literatura comprometida, de autocensura, ha sido superado y el acercamiento es más fresco, más sincero. Incluso algunos escritores ante la dificultad de enfrentar la realidad, nos abstuvimos, en términos de “si no lo voy a hacer bien, si no tengo resueltos mi amor y mis dudas, mejor me abstengo”, como otros escritores se acercaron a esa realidad desde una óptica demasiado política, demasiado histórica, y que también…

 

Hicieron un poco literatura de denuncia.

Buscando premeditadamente una literatura vinculada a los destinos del país, lo que es válido únicamente si lo haces desde la literatura. Hoy creo que hemos llegado a esa realidad a través de la literatura. Y por eso estamos en mejores condiciones que nunca antes para hacer buena literatura, donde lo que sea cuestionador, político, el amor, el canto, se integren armónicamente.

 

He notado en gente muy joven que esa voluntad de denuncia va cediendo paso a la asimilación de la sociedad como un todo con sus virtudes, defectos y conflictos. Realidad de la que la literatura es reflejo e instrumento de análisis, pero nunca el manifiesto para cambiar aquello.

Los autores más jóvenes están acertando a resolver ese problema desde el principio. Ha sido un problema muy complejo de resolver en la literatura cubana, dada la conmoción que significa una Revolución, donde volverte a colocar con objetividad y madurez, sin exaltación, ha sido casi traumático, más cuando se ha creído en el uso de la literatura para llenar un vacío en la discusión de problemas sociales o políticos; con lo que se ha adulterado su naturaleza. Muchos de esos factores han desaparecido, pero otros no.

 

¿Crees que entramos en una situación nueva con la falta de papel: una literatura condenada a la oralidad o a proyectarse hacia el exterior?

Eso es un problema más grave para el escritor que para el lector. Lo sería para el lector si ese período se extendiera mucho. Puede que signifique un retraso, pero suponiendo que el lector se dedique a leer sólo la literatura publicada hasta el 90, ya tendría buen trabajo. Podría producirse una fase de desactualización, pero no sería un daño irreparable si hubiera mecanismos eficaces de distribución y acceso a la literatura existente. Diez años sin literatura cubana, redescubriendo o descubriendo a Proust, a Joyce, serían fructíferos. Para los autores es otra cosa, porque publicar un libro es completar un ciclo, enfrentarse a la crítica y los lectores. Por lo demás, hoy tú puedes encontrar escuelas donde grupos completos de estudiantes no han leído en los últimos 5 años ni una obra de narradores cubanos contemporáneos. Tampoco la publicación en el exterior sería una solución para los autores, porque se verían privados de su lector natural, incluso de su crítico natural.

 

Si bien la más generalizada reacción internacional hacia la literatura cubana es el desconocimiento, ¿en qué medida puede o podría nuestra literatura confluir con la avidez de un lector potencial que en América Latina está creciendo?

Tengo la impresión (no la certeza, para la cual no poseo datos) que el lector en América Latina también se ha ido haciendo elitista. Cuando uno piensa que en Ciudad México una edición de la obra de un gran escritor consta de 3.000 ejemplares, y los precios de esos libros, y los niveles de vida, se da cuenta que la lectura ha quedado para determinados estamentos de la sociedad, que posiblemente no incluyen a ese lector al que uno aspiraría. ¿Quién es el lector? Bueno, sea quien sea, la carta de triunfo radica en la calidad de la literatura. Es cierto que el interés por Cuba es un factor, pero que se agota muy rápido… La gente que lee literatura no lo hace buscando información, aunque hoy hay un retorno de Cuba como foco de atención, lo contrario de lo que ocurrió hace unos pocos años. El mercado es favorable pero no perdurable. Pero coincide con que hay muy buenos síntomas de calidad en la literatura cubana contemporánea, que nos permitirían ganar el espacio que nos merecemos, sin exagerarlo, dentro del lector latinoamericano y mundial. A los consabidos nosotros se están sumando nuevos nombres (las listas nunca son largas) y confío en que los escritores cubanos se van a ganar un lugar. Y si las editoriales extranjeras vinieran buscando, encontrarían. Lo primero es abrir la puerta y eso se decide con los textos. La propia poesía tiene mucho que ofrecer. Pero a veces nos gusta, preferimos pensar que si la literatura cubana no tiene más impacto en el extranjero se debe al aislamiento político. Y eso no me parece correcto. El cine cubano tuvo mayor espacio desde el momento que se constituyó en un cine más interesante. Aunque haya aislamiento, que también ocurre entre Venezuela y Colombia o México. Mas fácil es hallar en Quito el último best seller de Europa y Estados Unidos que las mejores o más actuales obras de los países colindantes. La época del postboon ha conllevado un desmantelamiento de la comunicación literaria entre nuestros países e incluso la comunicación entre autores, cosa que no pasaba hace diez o veinte años. No conocemos a nuestros iguales. ¿Quién es el Luis Manuel o el Senel de Argentina, de México? Y existen. Yo lo descubrí en México: Un grupo de escritores con obra, incluso con una posición social en las universidades. Están creadas las condiciones para un nuevo lanzamiento de la literatura latinoamericana. Tiene que haber una revisión inmediata. Y tendrán que aparecer los mecanismos promocionales, porque el boom no fue sólo un fenómeno literario, sino también editorial, comercial, de promoción. Lecciones que no hemos aprendido. Europa es otro caso, porque su interés hacia América Latina ha disminuido y está fijándose continuamente en sí misma.

 

En “El lobo, el bosque y el hombre nuevo” (que ganara el premio Juan Rulfo en París y, por supuesto, en la película Fresa y chocolate que se basa en el cuento, han visto o creído ver una narrativa de aprendizaje, una exculpación de la homosexualidad, y hasta una hipercrítica (qué palabreja más fea) a la Revolución, que concluye de un modo raro, con pioneros y flores (el cuento, creo que el final de la película está mejor resuelto). Si hubiera que rotularlo, me remitiría a él como alegato contra la intolerancia, pero hasta eso me desdibuja el relato, donde lo temático es menos trascendente que lo conmovedor, humano y tan próximo, de sus situaciones y personajes. ¿Cuáles son las opiniones más disparatadas que has recibido sobre el cuento y sobre la película, cuáles las más inesperadas y, por fin, cuál es la tuya?

Mi opinión está redactada sin que le sobre ni una coma en la opinión tuya. Ha habido opiniones disparatadas y también inesperadas. Parto de que a pesar de su difusión tan limitada (dos mil y tantos ejemplares en Cuba en publicaciones especializadas en contraste con los 100 000 ejemplares de México) este cuento ha gozado de una alta popularidad, pasándose incluso de mano en mano copias y fotocopias. La valoración más disparatada ha sido la de gato por liebre, en el caso de lecturas prejuiciadamente politizadas: El cuento tiene el final que tiene para poder decir lo que dice. Esto es, el cuento es hipercrítico pero con un final que le permite pasar. Y Dos: Pongo lo del medio para poder decir el final, siendo entonces un cuento de apoyo irrestricto al gobierno, ante todo diciendo que en Cuba se puede escribir un cuento como éste. A veces me parece necesaria una declaración al principio de todo lo que escribo: “Ojo con el gato y la liebre”. Yo no practico el camuflaje de determinados criterios para que me pasen por la aduana. Mi operación literaria es limpia. El que se deja pasar gato por liebre es porque quiere.

 

En México, Venezuela y Francia, ¿cuáles han sido las opiniones predominantes?

El de la calidad literaria del texto. Que he logrado, con Diego, un personaje importante en la literatura cubana.

 

Como en su momento el “Premio David” o el “Premio de la Crítica”, pero a una escala superior, la obtención del “Juan Rulfo” es una catapulta. Y a propósito, ¿dónde queda ese lugar intermedio entre el orgullo sin pacaterías por lo alcanzado y la inconformidad crónica con la propia obra de todo creador en crecimiento? ¿Cuál es su dosis de agonía? ¿Cómo funciona ese cachumbambé que roza en sus extremos la pedantería y la autoflagelación?

En mi caso el cachumbambé se inclina hacia la autoflagelación. Mi inconformidad es crónica, aunque trabajar me ha dado buenos resultados. Y que conste, prefiero aparentar ser pedante que falsamente modesto, que es la peor de las pedanterías. Creo que cada uno de mis libros ha sido lo mejor que en ese momento he podido hacer. No sería justo que yo lo analizara ahora. Cuando los escribí no escribía mejor que eso. Este cuento del Rulfo es mi nivel actual. No los tacho de “ensayos” mientras mi “gran obra” está guardada. Lo que he ido publicando me ha dado sucesivas satisfacciones. Pero no logro gozar los éxitos. Mi primera reacción es esconderme en el cuarto como los niños. Aunque ya he aprendido a fingir alegría y entusiasmo para no parecer anormal. Los premios me producen verdaderamente un extrañamiento, y eso ocurre con el libro publicado. Ni como periodista ni como escritor soy capaz de leer mis libros publicados. La relación con el objeto que es el libro no se produce, ni con la promoción, ni con las entrevistas…

 

Senel acostumbra a hacerse el bobo y suele insistir en que es ni más ni menos que un espontáneo de pura cepa, incapaz de elucubraciones teóricas, pero todos los que lo hemos leído, y aún más, los que le hemos visto la cara de zorrito cuando suelta alguna observación sobre el arte de narrar, desconfiamos de esa “ignorancia feliz” que quiere vendernos. Por eso aquella tarde (mañana o noche, quién se acuerda) le pregunto: ¿Existen vasos comunicantes entre tu labor como narrador y tu labor como guionista? ¿Cómo funcionan?

Sí. Muchos. Y en ambas direcciones, al extremo de que pienso escribir una novela corta a partir del guión de Adorables mentiras. El cine me aportó elementos que eran deficitarios en mi literatura: la dramaturgia, los diálogos y la tensión. Incluso no me interesaba, por ejemplo, que un texto tuviera progresión dramática, aunque pudiera darme cuenta de que lo requiriera. Siempre me interesaron más los personajes que las historias. Incluso el cine me ha influido en la prosa al hacerme consciente de elementos de otras artes menos usados por la literatura. Quieras o no, el cine te obliga a pensar en todas las artes. Si en literatura es grave adentrarse en una estructura que no hayas premeditado, e irla descubriendo, en cine es un suicidio. Y aunque no he llegado a resolverlo tampoco en el cine, ha influido en que piense más en eso que antes. Estoy convencido de que los elementos narrativos propios de la literatura que antes me eran menos interesantes, me son ahora más necesarios en el cine. Y de paso se me han quedado en la literatura. Si antes me interesaba la intensidad poética, ahora sumo a eso la intensidad dramática. Se me ha revelado también una facilidad para el humor a través del diálogo. Hasta entonces era más a través del lenguaje. Y el humor para mí es involuntario, es mi herencia (provengo de una familia sumamente cómica y he conocido a muchísimos humoristas anónimos). Mi humor nunca es buscado, me sale. Y tengo constantemente que estar quitando humor. Una película para mí implica el universo de una novela, es una novela que no se escribe, que elude el enfrentamiento con el lenguaje; aunque el argumento presenta dificultades también muy altas para mí, que me siento más cómodo en el diálogo y en la estructura.

 

Entonces, ¿cómo trabaja Senel Paz? (Esta dosis de chisme es lo que más atrae a los lectores de entrevistas, pero eso no se lo dije, porque él, como periodista, lo sabe). ¿Planeas hasta los detalles para después escribir en un rafagazo súbito? ¿Vas trazando el plan de la obra a medida que avanzas en la escritura? ¿Tienes horario o eso queda al tiempo disponible y los azares? Puedes añadir vicios, manías, traumas de chiquito y hasta anécdotas.

Yo creo en la utilidad de hacerse un plan y si es posible dibujar previamente el argumento; pero no es lo que yo hago. No puedo. Descanso mucho en el fogonazo, en los estados de ánimo. O más bien, en los estados de gracia. La sorpresa juega para mí un papel fundamental. Escribir sin saber a dónde voy. Y si tengo un planeamiento previo, la historia suele coger por otro rumbo. Escribo más con la nariz que con la razón. A olfato. A golpes de presentimiento. Pero trabajar por acercamientos es muy trabajoso. La razón toma su lugar después, durante la reescritura final.

 

¿Tienes un horario fijo para escribir?

No. Puedo escribir excelentemente a cualquier hora y puedo hacerlo durante cualquier período de tiempo. Dicen que eso varía con los años, pero a mí lo que me ha ocurrido es que ahora necesito más condiciones (silencio, tranquilidad, buena iluminación); entre otras cosas debe ser porque las tengo. La música no me ayuda, salvo excepciones. Soporto pequeñas interrupciones para tomar un trago, un té; pero las interrupciones me hacen mucho daño, me ponen de mal humor, y yo soy una persona diseñada para el buen humor, con muy poca capacidad para desintoxicarme del mal humor. Me bloquea. Me destruye el estado de gracia, el placer intenso que es trabajar, no sólo escribir, sino trabajar en general. Eso me debe venir de mi extracción campesina. Necesito escribir solo y preferiría escribir encuero. Poder actuar mientras escribo. Y no soporto, por supuesto, que alguien lea lo que escribo. Me paraliza. Esto es un retroceso en mi capacidad para escribir a toda prueba, como cuando era reportero en Camagüey y tecleaba en la redacción del periódico, o cuando concluí El niño aquel en la beca, en medio de unos juegos deportivos, no recuerdo cuáles.

 

¿Qué te induce a escribir?

Muchas cosas, pero puede ser un libro, una lectura, aunque no tenga nada que ver con lo que yo escriba. Hay autores que no puedo hojear porque inmediatamente me mandan a escribir.

 

¿Eso es también, como tus lecturas, un secreto para los críticos?

Y para los colegas.

 

“El niño este”; en: Somos Jóvenes, n.º 140, La Habana, enero, 1992.





El difícil arte de usar la cabeza

30 06 1991

Se coloca los audífonos y escucha un ruido bastante molesto. La excitación hace que su ritmo cardíaco se acelere y el ruido, que varía con su pulso, se intensifica. Poco a poco se va relajando, trata de disminuir el ruido y consigue opacarlo. Por un instante los audífonos enmudecen, pero inmediatamente su alegría —a la cual su corazón no es ajeno— lo traen de nuevo con intensidad creciente. Se relaja y busca el punto exacto. Sin prisa. El ruido se amansa, como un perro faldero, hasta que se hace el silencio. El experimento ha concluido. El Dr. Pedro Pablo Arias, neurofisiólogo del Instituto de Investigaciones Fundamentales del Cerebro de La Habana, se quita los audífonos. Logró modificar los latidos de su corazón hasta una frecuencia exacta. ¿Cómo? El mismo no lo sabe. Sólo trató de eliminar el ruido. A eso se llama retroalimentación biológica o biofeedback.

Recuerda entonces cómo aquel paciente, en estado de hipnosis, fue conducido hasta los siete años y escribió con su letra redonda y desmañada de entonces; cómo reprodujo garabatos infantiles y dibujos de casitas y soles, y cómo, por último, logró alcanzar su más antiguo recuerdo: un golpe que le hizo daño: una caída que sufrió su madre cuando él no era sino un feto.

 

Y MAS

La fabulosa capacidad de los fakires y yogas para controlar los movimientos intestinales o los latidos del corazón y el ritmo respiratorio, no son cualidades excepcionales. Experimentos recientes demuestran que cualquiera puede hacerlo —así como mantener cierta onda encefalográfica predeterminada—, lo que no todos estamos entrenados para hacerlo. No basta tener la capacidad. Hay que desarrollarla.

La naturaleza demoró tres mil millones de años en fabricar la estructura material más compleja que se conoce: la neurona, y concentró en los tres milímetros de espesor de la corteza cerebral humana entre catorce mil y quince mil de esos “bichitos” —como los llama el Dr. Rafael Alvisa—. Pero aún no hemos aprendido a utilizarlos: empleamos menos del 10% de las capacidades que nos instaló la naturaleza. Al menos eso ya se sabe con bastante exactitud.

 

PEQUEÑA MITOLOGIA DEL CEREBRO

—Muchacho, no leas más que te vas a volver loco —suelen decir las madres y abuelas, aterrorizadas por la posibilidad de una sobredosis cognoscitiva.

Dr. Rafael Alvisa: Distamos muchísimo de sobresaturar el cerebro. La capacidad de pensar no brota espontáneamente como la semilla del marañón, ni la inteligencia va alojada en el alelo izquierdo del cromosoma 24 de cada persona, de modo que a algunos les tocó más y a otros menos. Incluso el genio es, según la definición de Einstein, 20% de inteligencia y 80% de sudor. Y la inteligencia es una resultante de muchísimos factores relacionados con el entrenamiento del órgano lógico. Tal y como se entrena el aparato muscular. Ya estamos seguros de que el cerebro no funciona como se pensaba, de ahí que las formas de transmisión de información en uso sean erróneas. Por ejemplo, se pensaba que la memoria funciona sobre la base de la repetición. Es la curva del olvido según la cual a las 72 horas sólo recuerdas el 33% de la información recibida. Aunque sólo se cumple bajo ciertas condiciones de la transmisión, esa idea se convirtió en una ley general. Así en un curso de idiomas no se ofrecen más de diez palabras nuevas por clase, suponiendo que más no serían asimilables. Pero ocurre algo curioso: si te enseñan 10, recordarás 6; si te enseñan 20, recordarás 18, y si te enseñan 40, las recordarás prácticamente todas; porque mientras mayor sea el volumen de la información suministrada, con mayor velocidad y precisión será recuperada.

 

DE CUBA A ESPAÑA Y BULGARIA, PASANDO POR LA INDIA

no es una trayectoria tan absurda como pudiera parecerle a cualquier pichón de geógrafo.

La idea de que el hombre ha alcanzado otros planetas, o emulado con sus artes a las bellezas diseñadas por la naturaleza, empleando apenas la décima parte de sus capacidades, ha fascinado a no pocos. Ya el budismo tibetano, el yoga, el budismo zen, demostraron su eficacia para desarrollar en el hombre capacidades inexplotadas —mediante ejercicios de meditación y autocontemplación—, incluso para curarse a sí mismo. De ahí que el sicoanálisis occidental volviera sus ojos hacia el Oriente.

Tanto el búlgaro Georgi Losánov como el español Alfredo Caicedo viajaron a la India en busca de algunas respuestas necesarias para liberar esas capacidades ociosas.

Caicedo fundó la sofrología. Losánov, la sugestopedia y el Instituto de Sugestología y Parasicología de Bulgaria.

Losánov logró, mediante la sugestopedia, despertar capacidades curativas (neurosis, hipertensión, asma) y aumentar el rendimiento físico de los deportistas. Aunque su experimento más “escandaloso” fue el efectuado en 23 escuelas primarias de su país. Tomó las 23 aulas de primer grado y dividió cada una en dos grupos: uno recibiría el primer grado habitual y el otro cursaría primero, segundo y tercer grados en un año. Al final, los niños de los segundos grupos no sólo habían recibido tres cursos en uno, sino que su primer grado era superior al de los niños que sólo habían recibido primer grado. La dirección del país instó entonces a la implantación progresiva del método a nivel nacional, pero chocó contra el Ministerio de Educación.

 

—APRENDER ES MUY FACIL

—dice el Dr. Pedro Pablo Arias— porque toda la vida es un proceso de enseñanza‑aprendizaje. La sicoterapia es un proceso de enseñanza‑aprendizaje también. El paciente aprendea enfrentar y superar sus propios males. Losánov dice, por ejemplo, que desde que el individuo nace recibe sugestiones que lo limitan: “Tienes que ir a la escuela y esforzarte mucho. Sólo esforzándote vas a aprender.” Y no es así. Aprender es fácil, espontáneo. Por eso la nueva pedagogía trata de lograr una enseñanza abierta, placentera, participativa, en que aprender es un juego. Sin represión ni memorización forzosa. Se emplea la percepción perisférica (paredes llenas de palabras en una clase de idiomas, por ejemplo, que no advertimos conscientemente), la información subliminar. Aunque con ésta es necesario tener cuidado. Se nos dio el caso de un estudiante que había recibido subliminarmente toda la información sobre el idioma inglés, pero le era imposible emplearla. Hipnotizado, se le sugirió que entraba a una cueva y que en la cueva había un cofre. En su interior está el inglés. Toma el cofre. No puedo —dijo—. Entre el cofre y yo hay un barranco. Fíjate en el techo, ¿ves una cuerda? La veo. Salta entonces hasta donde está el cofre. Ya salté. Sácalo afuera de la cueva. Ya lo hice. Abre el cofre. Lo abrí. ¿Ves el inglés? Lo veo. Bueno, entonces tómalo. No puedo. ¿Por qué? No puedo tomarlo. Y no hubo manera de sacarlo de eso. Tenía toda la información, pero era incapaz de utilizarla.

 

EL CURSO MAS RAPIDO DEL MUNDO

—El 16 de julio de 1988 concluyó nuestro experimento —refiere el Dr. Rafael Alvisa—. Tomamos el patrón internacional para curso acelerado de idioma (nueve meses, es decir, 36 semanasa tres horas diarias de lunes a viernes). Se pretendía impartir este curso en 20 semanas (primera fase), para pasar luego a 10 y por último a cinco. El profesor Albernaz nos ayudó a organizar la manera de suministrar la información. Incorporamos a doce estudiantes.

—¿Personas excepcionales?

—En lo absoluto. La única condición es que tenían que ser vírgenes en el idioma. Y que no habría tareas para la casa ni podrían estudiar fuera del horario del curso.

—¿En qué se basaba el sistema?

—Ante todo, en qué no se basaba. La pedagogía tradicional se fundamenta en el menor esfuerzo del estudiante, y no en lo que verdaderamente ocurre en la siquis. Se sabe que el hemisferio izquierdo y el derecho trabajan de distinta manera: uno como un ordenador digital y otro como un ordenador analógico. Primero buscamos los métodos para silenciar cada hemisferio a voluntad, para introducir la información por uno u otro. Eso se hizo mediante técnicas sico‑fisiológicas: estimulación cromática, relajación inducida, sistema respiratorio, estímulos visuales mediante el ordenador que producían un estado funcional muy particular del cerebro. El sistema es muy sencillo de ejecutar, pero fue muy difícil concebirlo. Teníamos un taquitoscopio de tres campos, un ordenador, un videobin y se crearon tres equipos para hacer de interfases e interconectores, y grabadoras a las que hubo que crearles un sistema de reforzamiento, porque al sincronizarlas, el ordenador se las llevaba.

—¿Cuántos participaron en la concepción del curso?

—Un sicólogo, dos neurofisiólogos y dos ingenieros informáticos. Bueno, toda la información del curso se ofreció en cinco sesiones de una hora: información subliminar a través del ordenador —el texto pasaba tan rápidamente que parecían rayitas—, un sistema de iluminación especial, mientras a través de los audífonos recibían las palabras enmascaradas bajo una música prointelectiva. Y pausas para el descanso. Un sistema muy complejo. El resto del curso lo dedicamos a “despertar” esa información.

—¿Las 19 semanas que habían concebido para esa fase?

—No. En siete semanas logramos “despertar” toda la información. Sólo conversación. No incluimos escritura. Hasta entonces el curso más rápido del mundo era el de Losánov (26 semanas). Enseguida nos preguntaron: ¿Cuándo van a dar el próximo curso? Pero la pregunta sería: ¿Cuándo continuarán las investigaciones para perfeccionar el método y solucionar los defectos que encontramos?

 

SILVESTRISMO Y FUTUROLOGIA O LA REVOLUCION PEDAGOGICA

Dado que la sociedad contemporánea se encuentra ante una crisis de información —la pedagogía actual es capaz de dotar al hombre sólo de una mínima parte del conocimiento acumulado por la humanidad—, la revolución pedagógica es, más que una consecuencia de ciertas curiosidades y casualidades, una necesidad imperiosa del desarrollo humano.

—Padecemos de silvestrismo —enuncia el Dr. Rafael Alvisa—: nuestra educación se adquiere de modo silvestre: en dependencia de la familia, los maestros y amistades que nos hayan tocado en suerte (o en desgracia). Es aleatoria. Ante todo, tenemos que perder los prejuicios instalados sobre la limitada capacidad del cerebro. Todo es entrenamiento: un pintor ve 16 matices de azul donde tú y yo vemos sólo tres. El ser humano está aprendiendo ininterrumpidamente desde su nacimiento, y los tres primeros años son esenciales. No hay razón fisiológica que impida hablar perfectamente a un niño de seis meses. La preparación de un niño con tarjetas de colores y figuras que estimulan la capacidad cerebral, de modo que cuando le empieces a dar información formalizada, la asimile, no es futurología. Ya la Universidad de Pensylvania publicó un método y dos casetes, con un sistema de educación acelerada temprana (no precoz). Pero al niño se le trata durante los primeros años como a un perrito. Y no puede ser una educación diferencial a ciertos niños, porque al desfasarse se les crearía un problema social. Todos serían capaces de asimilarlo. Los primeros años de la escuela deberían dedicarse al entrenamiento del sistemanervioso: perfecta discriminación tonal y auditiva, perfecta discriminación cromática y visual; formas, figuras y movimiento; memoria auditiva, visual y motora. Es alentador saber que algún día los humanos seremos verdaderamente homo sapiens sapiens. Y es triste que a nosotros ya no nos toque.

 

“El difícil arte de usar la cabeza”; en: Somos Jóvenes, n.º 133, La Habana, junio, 1991.

 

 





Donjuan de Ciego Montero

30 05 1991

En la muy ilustre Ciudad de La Habana, hay un lugar que alguien denominó «la caja de fósforos». Este sitio está integrado por salacomedorcocina y un cuarto (es un decir), distribuidos en el espacio que comúnmente ocuparía un cuarto (chiquito). Un refrigerador —el único de Cuba con la puerta invertida para que pueda abrirse— y un archivo separan la cocina del comedor. Allí es posible encontrar un carapacho de caguama, un mapa celeste en el techo —lógico, ¿no?—, un girasol de Van Gogh original —original de un socio que lo copió— y mil atracciones más. Allí los discos y los libros son tan benévolos que dejan cierto espacio a las personas, y antes del aire acondicionado, la temperatura se aproximaba a la del Kalahari al mediodía, sobre todo si eras invitado a comer y te tocaba el puesto detrás del refrigerador. En ese lugar de la muy ilustre Ciudad de La Habana vive el no menos ilustre Reinaldo Montero (tipo Borjomi), ex ciclista, ex técnico medio, ex obrero de una fábrica, graduado de Filología, asesor del grupo Teatro Estudio, ex eximio fabricante de vino de arroz, aficionado a los medicamentos chinos, buen amigo y escritor que escribe (hay también escritores que no escriben), indistintamente (o distintamente), poesía, teatro, narrativa y otros géneros aún por nombrar.

Reinaldo se dedica a la literatura desde aquella apacible edad en que sus condiscípulos empinaban chiringas, y se ha leído, en los últimos veinte años, 3.120 kilómetros de palabras, es decir, el equivalente a una hilera de palabras de San Antonio a Maisí (ida y vuelta).

El tránsito de lector a escritor fue cosa de dialéctica de las posibilidades. Así nació el “Septeto Habanero”, siete libros sobre nuestros asuntos de hoy, que en buena medida pueden ser los asuntos de siempre, y que ya va por el tercer tomo, la novela Maniobras, en camino. El primer libro, «Fabriles» fue recién publicado por la Editorial Letras Cubanas. Donjuanes, el segundo, fue premio Casa de las Américas de cuento (1986). Están además En el año del cometa (poesía), el premio David de Teatro que obtuvo en 1984 y dos películas con guiones suyos.

Este ya largo prólogo sólo sirve para introducir al personaje que responderá las siguientes preguntas:

 

—¿Hay alguna relación entre el agua de los famosos manantiales de Ciego Montero y el escritor Reinaldo Montero?

—Había una vez un niño que vivía en Ciego Montero y le gustaba mucho los encuentros con aguas, no le importaba si eran de lluvia o termales o de río o de cubo. Y por encima de las aguas posibles, el río Hanalla, que no aparece en los mapas, ni él ni el Charco del negrito que está a dos tiros de piedra del balneario o sanatorio que se llama Ciego Montero. Aclaro que entre las muchas aguas, en Ciego Montero por entonces no se encontraba la famosa agua agujereada. Ciego Montero, el balneario/sanatorio, eran piscinas tibias, calientes y que pelaban, y ofrecía la posibilidad de ser héroe de varias maneras. Por ejemplo, aguantando la respiración hasta el colmo, cosa que asustaba a Neisi, o desafiando la temperatura bárbara que aterraba a Neisi.

 

—¿Qué recuerdos te trae la palabra «bicicleta»?

—La Escuela Superior de Preparación Atlética, carretera, Paquito, mecaniquear, una nadadora, una piscina vacía.

 

—¿Qué hacías entre los 14 y 20 años?

—Uh.

 

—¿De dónde nació el libro Fabriles?

—De una fábrica.

 

—¿Hay teatro en tus cuentos y narrativa en tu teatro?

—Hay situaciones dramáticas siempre y por donde quiera, y mucho trabajo. Y nunca narrativa en el teatro, que quede claro.

 

—Has escrito un libro de poesía esperando el paso del cometa Halley, y uno de cuentos sobre los Don Juanes habaneros. ¿Hay algo en común entre esos dos temas tan diferentes?

—No. Hasta donde alcanzo.

 

—¿Existe algún medicamento chino que estimule la imaginación?

—Sí. Las Analectas, de Confucio, y El Libro de Mencio.

 

—¿Tus personajes son parte de tu familia? ¿Hasta cuándo los vas a estar explotando? ¿Son dóciles o a veces se les antoja hacer lo que les viene en gana?

—Qué bárbaro si ellos quisieran responderte. Te propongo una cosa. Hazle una entrevista a Angelito, o a Chen, o a El Pinto, si acceden. Después me cuentas.

 

Entonces ensayé, para variar, algunas preguntas serias:

—¿Qué de bueno o de malo tiene la inexistencia de escuelas y manifiestos literarios en la literatura cubana contemporánea?

—Yo no sabría decirte si es malo o bueno. Sencillamente no hay. Creo que, por ejemplo, la dialéctica de organizar, limitar dentro de una escuela, hasta como posición puede servir de acicate, es decir, en la misma medida en que a Paul Eluard le sirvió de acicate para separarse del surrealismo y encontrar nuevas líneas expresivas. Uno puede pensar que es nocivo a groso modo, y puede que sea así desde el punto de vista de la preceptiva, pero como posición podría funcionar. Tal vez sea mejor que no exista, pero no lo podría saber con absoluta certidumbre. Sucede también que como la vanguardia agotó, convirtió eso en moda, y nosotros estamos aún rebasando la posvanguardia…

 

—¿Será que no resulta necesario? Si fuera cierto, como algunos afirman, que la Revolución logró abolir las contradicciones entre los escritores…

—Yo amo el vocablo contradicción y no hay por qué temerle. Pero si el parricidio se interpreta como tendencia iconoclasta, efectivamente, no. La vanguardia también agotó eso. Si saltamos la barrera de los años 40, uno se encuentra con una posición frente al fenómeno de la cultura totalmente diferente. Después de la guerra, la posición tiene que ser otra. Un fenómeno muy singular, necesariamente. Esas tendencias iconoclastas durante las cuales por poco se queman las grandes cosas, están superadas. Pero todas esas cosas que ocurren en Cuba están en el marco de la lucha político‑ideológica, que es otra cosa. A lo que nos referimos aquí es a los problemas básicamente estéticos. Aunque nadie olvide lo político‑ideológico, porque eso, por nuestras venas corre. A lo que se refiere es a que yo pudiera censurar los cuentos de Cardoso. Jamás. Ni se me ocurre. Al margen de que yo no escribo como Cardoso ni me interesa hacerlo. Lo respeto y no pretendo quitarle su magisterio. Las disputas que tuvieron un acento muy político se llevaron a otro plano, y ocurrieron entonces los grandes problemas en la esfera de la cultura. Pero es que se ha ido por vía política a solucionar cuestiones ya no políticas. Una desviación fue eso de Lunes de Revolución, las crucifixiones. Partiendo de determinadas premisas políticas, se caía en las cuestiones culturales. Y en la cultura cubana eso no es nuevo. Por ejemplo, la polémica entre Saco y Lasagra, que es una bronca por problemas políticos en relación al poeta, no sobre si Heredia escribía buena poesía o no. Eso siempre ha estado en la cultura cubana dando vueltas, porque la cultura cubana ha sido muy convulsa y apretada.

 

Pero ya eran demasiadas cosas serias y no quería concluir así, entonces:

—¿Cuáles son las 10 cosas —eso puede significar cualquier cosa— que más amas?

1) Las rodillas de las muchachas.

2) La mirada oblicua de las muchachas.

3) La manera en que las muchachas se hacen las desinteresadas o las interesantes.

4) La manera en que las mismas, o la misma, muchacha(s) se deshace(n) del desinterés, y ni rastro del tono de mujer que se hacía la interesante, porque ya ha(n) empezado a ocuparse de uno, interesadísima(s).

5) La sabiduría que supone la variopinta tolerancia en las muchachas, sobre todo si uno cree que es buen método hacerse el inteligente o el gracioso o ambas cosas, y ellas no tragan ni en seco, miran, sólo miran, confiando en el mejoramiento humano, me imagino. Qué paciencia, cuánta ciencia.

6) Los lunares y lugares recónditos de las muchachas.

7) La combinación de cuello, o pescuezo, con movimiento de cabeza cuando de pronto las muchachas se voltean, raudas, para decirte algo, con clama.

8) Las diferentes voces, o el contraste de las diferentes voces de las muchachas con la única voz que puede escuchárseles mientras están amando, y la voz aún más singular que traen cuando después de amar, murmuran más amorosas, más. Qué increíble, siempre son capaces de más.

9) Lo poco que las muchachas necesitan las palabras.

10) Las muchachas.

 

 

“Don Juan de Ciego Montero”; en: Somos Jóvenes, n.º 132, La Habana, mayo, 1991.





Miyares Cao: la constancia es un arma

29 07 1989

 

Si usted llega al Centro de Histoterapia Placentaria, digamos, un lunes a las nueve de la mañana, puede encontrar un grupo de veinte o treinta enfermos de vitiligo procedentes de Trinidad Tobago, que han viajado especialmente a La Habana para estar hoy aquí. Minutos más tarde, un hombre de profundas entradas, alto y delgado, de abdomen ligeramente prominente que hace recordar aquel chiste de la lombriz que se tragó el frijol, un hombre de gruesos lentes cabalgando sobre la nariz hebrea —lo más parecido que usted pueda ver al Sherlock Holmes dibujado por Sidney Paget—, comienza a hablarles en un inglés pronunciado según el más puro estilo de Marianao. Un inglés que el auditorio sigue con atención, más allá de los tropiezos idiomáticos, porque en sus palabras viene la esperanza para los que ya la habían perdido.

Más tarde usted puede visitar el moderno consultorio, donde las historias clínicas se registran en computadora, que a su vez auxilia en el diagnóstico del tiempo de curación y la cantidad de medicina a emplear; el salón de fototerapia, o el confortable despacho donde, sobre un bellísimo buró de maderas preciosas que casi nunca se usa, hay un elefantico de plata, un busto de Martí, algunos libros; el despacho donde usted puede conversar a sus anchas con este hombre de palabra amable que se llama Carlos Miyares Cao. Quizás otro día pueda visitar el centro de investigaciones donde Miyares transcurre la mitad de la semana. Pero ese es el final de esta historia, que empieza en

 

El Parque Almendares,

donde, cierto día, a principios de los años 60, Carlos Miyares, tan alto y delgado como ahora, pero con 25 años menos, busca cañas bravas de donde cortar tiras para fijarlas a los músculos de los animales de experimentación y así registrar sus movimientos (a falta de palancas metálicas de inscripción). Había concluido el bachillerato en el 57 e ingresado a la universidad en el 59. La propensión a la medicina le venía del padre, cirujano, y la propensión al trabajo investigativo, de su insaciable curiosidad.

A inicios de los 60, el éxodo de profesionales había dejado a la escuela de medicina con un solo profesor de farmacología para 900 alumnos. Las conferencias se daban en un gran anfiteatro, pero las prácticas obligaron a la búsqueda de una solución emergente: los instructores no graduados. Miyares fue uno de los primeros en farmacología y el único que quedó en aquel laboratorio rústico donde los termostatos eran cacerolas con resistencias eléctricas y se investigaba con un solo recurso: los deseos.

Por entonces ya había integrado los primeros grupos de la milicia y de la AJR en la universidad y había participado en la fundación de la revista 16 de Abril.

En 1965 asciende con Fidel Castro al Pico Turquino, donde tiene lugar esa primera graduación de la Revolución. Por eso es de Fidel la firma al pie de su título de médico general, que más tarde se especializará en gineco‑obstetricia y en farmacología. Pero eso ocurre más tarde, porque antes, entre el 65 y el 68 estaba en

 

Banes

haciendo el servicio rural.

La inventiva que ya había ensayado con cañas bravas y cacerolas se agudizó: fabricar anillos (anticonceptivos) con nylon de la cooperativa pesquera y colocarlos con un porta anillos que le hicieron los obreros del central Nicaragua, fueron algunas de sus ocupaciones. Ni el servicio rural abrió un paréntesis en eso que más que una profesión es un destino: el de los que buscan. Destino que fraguó entre el 68 y el 76 como jefe del departamento de Farmacología de la Universidad de La Habana y del laboratorio del hospital González Coro.

Durante esos años tuvo lugar

 

La inconclusa historia de la prostaglandina,

una sustancia no sólo capaz de interrumpir embarazos sin intervención quirúrgica, sino que, a su vez, puede provocar el celo en las vacas, de modo que haciendo coincidir el celo de todas las de una granja, lo que optimiza el trabajo de los inseminadores y veterinarios, al producirse todos los partos más o menos a la vez.

Durante sus investigaciones, Miyares tropezó con un artículo donde se reportaba la presencia de productos metabólicos de la prostaglandina en los corales de la Florida. “De modo que —pensó— si existen sus metabolitos, debe existir la sustancia activa”. Consiguió corales frescos, de donde extrajo y aisló la prostaglandina mediante solventes orgánicos. Ya en 1970 pudo patentar el método. Patente que nunca se utilizó, a pesar de que varios especialistas extranjeros reconocieron el valor de sus trabajos.

Incluso en 1978, cuando Miyares presentó su tesis sobre prostaglandinas para candidato a doctor, se hizo silencio durante dos años, al cabo de los cuales se dio la increíble contradicción de que, mientras el oponente aplaudía la tesis, los miembros del jurado la rechazaban, aduciendo que la sustancia no había sido determinada por todos los métodos señalados en la literatura, sino sólo por el cromatográfico y el farmacológico —a pesar de que el método de obtención tenía ocho años de patentado—. Y lo curioso es que en el propio tribunal había varios miembros del consejo que habían aprobado la publicación de trabajos de Miyares sobre prostaglandinas en revistas científicas.

Aunque aún más curioso es que se le prohibiera continuar trabajando en la obtención de la sustancia, alegando que como “él no era químico” debía limitarse a comprobar la actividad de la sustancia (bioensayos), lo que dio pie a alguno para solicitarle: “Ya que tú no puedes seguir en eso, ¿por qué no nos das los resultados que tienes y nosotros continuamos los trabajos?” Y digo que fue “lo más curioso”, porque fue precisamente Miyares, “que no era químico”, quien fue enviado a Bulgaria en 1981 para trabajar en el tema de la acción de las prostaglandinas sobre el cerebro, y a Vietnam, en 1982, para la determinación de prostaglandinas en animales marinos.

Cada gramo de prostaglandina cuesta alrededor de mil dólares.

Todavía hoy Cuba la adquiere en Checoslovaquia e Inglaterra.

 

La placenta, esa fábrica

Paralelamente, Miyares desarrolló un método para conservar con vida placentas a término obtenidas inmediatamente después del parto, y así estudiar su metabolismo y la actividad biológica de las sustancias derivadas.

“Yo buscaba alguna sustancia, quizás producida por la propia placenta al alterarse su funcionamiento, que podría ser capaz de provocar el parto prematuro”.

Y fue entonces cuando descubrió que la placenta es una maravillosa fábrica de la cual él sería, años más tarde, algo así como el administrador, al descubrirle más de diez sustancias, entre ellas la que mayor celebridad le daría:

 

La melagenina,

el medicamento cubano más codiciado en el mercado internacional, dado que no tiene equivalente.

Durante sus experimentos con las bioestimulinas placentarias, Miyares descubrió, en 1970, una sustancia que estimulaba la pigmentación en los animales de laboratorio. Esa capacidad de asociación imprescindible a rastreadores, científicos y escritores, le trajo a la memoria una enfermedad que hasta el momento no tenía cura: el vitiligo, como le corroboró su ex profesor de dermatología, el Dr. Manuel Taboas, quien posteriormente, a partir de 1973, ya aislada la sustancia y rebasadas las pruebas de laboratorio, le prestó su apoyo, su prestigio y su consulta en el Calixto García para iniciar conjuntamente las pruebas clínicas.

Desde los primeros casos, la efectividad del medicamento ascendió a 84%, sin efectos nocivos, contra 9% de repigmentación parcial, con 33% de reacciones secundarias, mediante los medicamentos tradicionales.

Hoy son 3.000 los cubanos tratados y 2.000 los extranjeros.

Aprobada la medicina por el MINSAP en 1980, ya desde 1984 comienzan a arribar pacientes de México, Colombia, Venezuela, y a llover en nuestras embajadas las solicitudes de atenderse en Cuba. De modo que en 1985 se abrió la consulta en el Cira García, que empezó con 15 pacientes mensuales y ya va por 150.

Pero, ¿es tan importante curar el vitiligo? ¿No será concederle demasiado valor a unas simples manchas de las que el paciente no puede morir, cuando el SIDA o el cáncer aún esperan por un medicamento efectivo?

Ante todo, la enfermedad convierte al afectado en segregado en casi todos los países. Se compara el mal con la lepra y la sífilis. Abunda el criterio de que es contagiosa, aunque Miyares —al inducirla en animales por stress, que provoca la liberación de una sustancia que mata las células pigmentarias, los melanocitos— ha demostrado que es de origen psicosomático. De ahí que el efecto de la melagenina sea estimular el crecimiento, la regeneración de esas células y, por tanto, su efecto sea definitivo, dado que también neutraliza la sustancia dañina.

Pero los prejuicios subsisten y en muchos países los enfermos que trabajan como médicos, estomatólogos, gastronómicos, cocineros, bancarios, son expulsados de sus trabajos. Inhibe las relaciones amorosas, no sólo a causa del desagradable aspecto del enfermo, sino porque en muchos persiste el temor de que la enfermedad sea hereditaria.

Aún más grave es la situación de los niños, que rechazan la escuela por no someterse a burlas, y al ser obligados por sus padres a asistir, sufren stress que agudiza la enfermedad.

Quizás estas causas incidan en que en muy corto plazo el medicamento haya sido patentado en 13 países, que varios hayan solicitado ya autorización para producirlo; que en Venezuela, Italia, Brasil, España, la India, Costa Rica y Panamá se proyecten clínicas para tratar la enfermedad con asesoría cubana, y que los enfermos se hayan asociado en 11 países, desde el Londres Vitiligo Group, hasta la asociación venezolana, que lleva el nombre de Miyares Cao.

Quizás porque 40 millones de personas en el mundo padecen vitiligo.

 

En 1977,

un producto aún sin nombre comenzó a utilizarse para combatir una enfermedad más grave, la psoriasis, que provoca el engrosamiento del epitelio en placas pruriginosas (que provocan picazón), lo que a su vez puede dar lugar a desgarramientos e infecciones cutáneas.

Los 80 millones de psoriáticos que existen en el mundo, incrédulos quizás por tantos medicamentos ineficaces que han ensayado, se convencerán del efecto del biopla‑841 cuando comparen las fotos de las biopsias de una lesión antes y después de tres meses de tratamiento: el epitelio pasó de 516 micras a 95: hasta límites normales.

Quizás este artículo ayude a estimular a la industria farmacéutica, dado que el medicamento sólo se encuentra de momento a disposición de los pacientes extranjeros en el servicio internacional, y no de los cubanos. Esperamos que no demore verlo en las farmacias.

 

Desde entonces

la placenta se ha convertido en manos de Miyares en una fábrica de producción cada vez más diversificada: loción y champú antialopésico (que detiene la caída del cabello), a la venta ya, y otros seis productos: un bioestimulante dérmico para eliminar las arrugas, una bioestimulina de efecto antiinflamatorio, otra que activa la coagulación sanguínea, el biopla tp‑841, que puede salvar la vida a recién nacidos con el Síndrome de Dificultad Respiratoria, un complemento dietético y hasta un dorador a base de cordón umbilical.

Para ello ya el país cuenta con un eficaz sistema de recogida de placentas en camiones refrigerados, asegurándose que sólo proceden de gestantes normales a las que previamente se hizo la prueba del SIDA.

 

“Lo más importante

no es el equipo, sino el hombre”—reflexiona Carlos Miyares sentado en la sala de su casa, en una mecedora. Y recuerda cómo ahumaban el papel de bobinas de periódico con unos mecheros, según técnicas de los años veinte, en el laboratorio de la industria farmacéutica, o cómo él mismo compró una cámara y rollos para sacar fotos de sus resultados. “Hoy tenemos una Nikon, cámara de video y computadoras, pero entonces era yo con mi Practika (y mi poca práctica), y las historias clínicas las hacíamos en libretas”.

El laboratorio más sofisticado no crea talento. Quienes piensan en la investigación científica en términos sólo de tengo o no tengo a mi disposición alta tecnología, deberían recordar que la más alta tecnología del hombre es su talento, su dedicación y su curiosidad —la de los que continúan preguntando por qué más allá de la infancia.

 

Alguien dijo

que el desarrollo de una sociedad no estaba determinado por la cantidad de talentos que fuera capaz de producir, sino por el modo en que los tratara. El pasado, cuando cientos (miles quizás) de genios morían analfabetos, no resiste comparación con el presente de instrucción generalizada. Pero el paralelo más productivo sería entre el presente que es y el que podría o debería ser.

El talento creador es, con frecuencia, indefenso: suele estar tan profundamente entregado a la consecución de sus fines, que pasa por alto el arte de las buenas relaciones y otras habilidades que facilitan la existencia social o, en otros casos, es ajeno a intriguillas y comadreos de los cuales puede ser víctima fácil. Porque el talento laborioso y la iniciativa suelen demostrar, por contraste, la incompetencia, la abulia y el facilismo. Dado que los resultados del talento creador se revertirán más tarde en beneficio de toda la sociedad, ella tiene la obligación de protegerlo. ¿En qué medida eso ocurre hoy? No podría precisarlo. Sólo que el caso de Miyares no es único y que puede servirnos de advertencia. Después de la inconclusa historia de las prostaglandinas, Miyares pasó a la industria farmacéutica como investigador, a pesar de lo cual se le ocupó, esencialmente, en desarrollar métodos de control de calidad de medicamentos conocidos. Tuvo que llevar sus investigaciones en placenta, que ya databan de varios años, en tiempo extra o a escondidas, a pesar de que eran parte de un tema de investigación que él había ideado y proyectado pero cuyo responsable (no os asombréis de nada) era otro, quien periódicamente se informaba con Miyares sobre los progresos, para después notificarlo al nivel superior.

La falta de ayuda no fue sólo limitarle el tiempo para las investigaciones sobre placenta. Se vio obligado muchas veces a transportar los pomos de medicina hacia el Calixto García, cuando ya estaba en la fase de pruebas clínicas, en una guagua, o en el auto de un paciente que se brindaba a llevar en el asiento trasero un tanque plástico con el producto. Y en el Calixto, la situación no era muy diferente: los enfermos tenían que esperar en el patio, a veces hasta las diez de la noche, y con frecuencia lo sacaban de la consulta (un sótano con escasa ventilación) y se producía el raro espectáculo de un hombre alto, con algo de prestidigitador, seguido por cuarenta enfermos de vitiligo, en busca de una consulta vacía por todo el hospital. Lo peor sucedió cuando se redujo el apoyo al tema, hasta el punto de que se eliminó la recogida y almacenamiento de placentas en los hospitales, volviéndose a incinerar como años atrás, de modo que el tema quedó sin materia prima.

Eso varió después de una larga conversación de Miyares con el comandante Juan Almeida en 1984, de la que conserva en la memoria sus palabras de aliento que por entonces tanto necesitaba y, en la muñeca, un reloj del que nunca se separa.

Ya en 1980 sus logros se habían filtrado hasta la prensa, pero existía un bloqueo que casi excluía la posibilidad de entrevistarlo: eran necesarias cuatro autorizaciones. A mí me bastó llamarlo por teléfono.

—Por poco se pierde el descubrimiento —recuerda Miyares—. Por suerte, no. Pero hay quien se cansa y no pasa de la fase investigativa. ¿Causas? Mira, creo que a algunos lo nuevo les complica la vida, les crea trabajo adicional. Lo que siempre me sostuvo fue pensar: ¿A quién hace daño el que yo descubra un medicamento? ¿No es bueno eso para el país, para la Revolución? Nunca confundí a la Revolución con ciertas personas que medran dentro de ella”.

 

Abril de 1986

fue un mes importante en la vida de Carlos Miyares Cao. Ya a fines del 85 viaja al VII Congreso Bolivariano de Dermatología, invitado por la Sociedad Dermatológica Venezolana. El avión aterriza en Caracas, atrasado, a las 12:45 am. Al bajar, cuando no esperaba siquiera a un funcionario destinado a recibirlo, encuentra medio centenar de pacientes que lo acompañan hasta la ciudad en una caravana de autos con banderas cubanas. Prólogo del éxito que tuvo su ponencia en el congreso, la repercusión internacional del hecho, y las dos ediciones del programa “En Confianza” (uno de los más populares de Venezuela) que se le dedicaron en años sucesivos.

En abril de 1986, hizo entrega a Fidel Castro de dos portafolios conteniendo veinte años de investigaciones en el campo de la farmacología.

 

Hoy,

su centro de investigaciones cuenta con los más modernos equipos, incluyendo una computadora acoplada al microscopio, con posibilidad de realizar instantáneamente cualquier medición y digitalizar las imágenes.

Entre la clínica y el centro sólo laboran una bióloga y un médico en prestación de servicio y seis trabajadores fijos: un médico, dos técnicos medios, una enfermera, una recepcionista y el administrador, que es a su vez el chofer y el que expende los medicamentos. Basta para atender 150 pacientes extranjeros y 100 cubanos cada mes, y para continuar investigando en diferentes líneas: el mejoramiento de la melagenina, la identificación de una sustancia hallada en todos los enfermos de vitiligo y que destruye los melanocitos; el propolio, un subproducto de las colmenas, efectivo como medicamento contra las yardias, investigaciones relacionadas con el aumento de la resistencia física de pilotos y buzos, en colaboración con las FAR, un trabajo de plantas medicinales, los problemas respiratorios en niños recién nacidos y (por fin) un trabajo para la producción de prostaglandinas, en colaboración con el laboratorio de medicina veterinaria de Matanzas.

 

Hoy,

mientras cae la tarde sobre La Habana, me preparo a disparar a Miyares mi última pregunta tras varios días de acoso. Pero antes, bebo el café que me trae por cuarta o quinta vez Iliana Holland, bióloga, inteligente, bella (perdón, doctor), esposa de Miyares y comprensiva con mi cafemanía. Ella me recordó incluir aquí que Carlos incumple absolutamente el código de la familia en cuanto a las tareas domésticas.

Mientras, Miyares, investigador titular y miembro de la Academia Médica de Venezuela, autor de dos libros de texto, tres monografías y más de cien artículos, que cuenta en su haber con 14 patentes, espera mi pregunta meciéndose levemente en la sala de esta casa cubana común y corriente, porque él lo único que ha pedido son “condiciones de trabajo”. Sobre una mesa, sus dibujos de cuando simultaneaba los estudios de medicina con los de artes plásticas. En el aire, el recuerdo de Fernando Miyares, su lejano ascendiente que, casado con la santiaguera Inés Mancebo, fue destinado por la corona española como gobernador de Venezuela, donde entabló estrecha amistad con la familia Bolívar. Hasta tal punto, que fue Inés quien amamantó al Libertador cuando murió su madre. Por eso resulta doblemente curioso que sea en Venezuela donde se le concedió su más alta distinción hasta el momento: la Orden Simón Bolívar, que sólo han recibido antes que él tres jefes de estado.

 

La última

pregunta es muy sencilla:

—Doctor: ¿Cuáles son, por orden, las cualidades que más admira en una persona?

—Sinceridad, constancia, eficiencia y sensibilidad.

 

“Miyares Cao (I)”; en: Somos Jóvenes, n.º 116, La Habana, julio, 1989.

“Miyares Cao (II)”; en: Somos Jóvenes, n.º 117, La Habana, agosto, 1989.