Auto de fe

6 12 2011

En 1996 tropecé en la prensa con una foto patética y conmovedora: un viejo comunista ruso, con sus medallas lastrando la solapa y sus cabellos nevados, dormitaba encogido en su asiento del Congreso Popular Patriótico celebrado en Moscú. Una banderita soviética estaba a punto de caer de sus manos. El apunte de sonrisa en sus labios permite conjeturar que soñaba con aquellos felices tiempos en que el futuro era una promesa y él tenía veinte años, la edad en que todos los futuros parecen habitables. El pie de foto ignoraba su nombre. La cámara sólo captó  la cáscara de sus sueños. Quizás un defenestrado de la nomenklatura que no supo reconvertirse a tiempo en demócrata y nuevo rico, de modo que las vacaciones en Marbella le están vedadas. O un mujik rojo que persiguió durante toda su vida, desde su remoto koljós, el espejismo de un futuro equitativo y justo. O un humilde tornero que intentó diseñar la pieza exacta para la luminosa maquinaria del porvenir. Sin darse cuenta, como Serguei Boronov, que «estamos condenados a la esperanza» en un mundo donde algunos encargaron, con la doctrina de Lenin, trajes a la medida de sus ambiciones, y la mayoría fue convencida de la comodidad y la elegancia de las camisas de fuerza. Hoy, los más ágiles y atentos a los vaivenes de la moda, detentan un discurso demócrata, defienden la sagrada libertad de empresa y asisten a misa. Los otros, duermen. Felices sueños. Mejor sería no despertar. La vigilia es menos reparadora.

Mi padre también fue un comunista convencido en su versión caribeña: fidelista. Abandonó en 1959 su puesto en una empresa norteamericana para ingresar al ejército como comisario político, y redujo dos tercios su salario porque la patria lo necesitaba. Desde entonces blindó su fe en El Señor contra las inclemencias del futuro. En 1985, cuando Fidel Castro lanzó su “Proceso de rectificación de errores y tendencias negativas” y criticaba en televisión el estado de los hospitales y las escuelas, o los males que asolaban la economía del país —una vez removidos los “tecnócratas” y restaurado su propio voluntarismo económico, los males se esfumaron—, mi padre apagaba el televisor para no ver a Fidel criticando a la Revolución. Lo peor fue cuando Él en persona le dijo que “Ahora sí vamos a construir el socialismo”. Treinta y seis años de calentamiento es demasiado, incluso en las grandes ligas del comunismo mundial. Es muy difícil aceptar que la mitad de tu vida ha sido un prólogo. En 1990, un infarto masivo le ahorró el futuro.

A un amigo, ateo militante (y beligerante), siempre le recomiendo que no discuta sobre asuntos de fe, inmune al razonamiento y la lógica. No por casualidad la fe es la primera de las virtudes teologales, el “asentimiento a la revelación de Dios”, la “creencia que se da a algo por la autoridad de quien lo dice”, como reza el diccionario de la RAE. Al ser la aceptación de un enunciado que dimana de la autoridad (humana o divina), el creyente no necesita demostraciones ni pruebas. Al igual que la confianza, la fe es una certeza de futuro, y el futuro se sabe indemostrable.

La palabra hebrea emuná, equivalente de nuestra fe, significa firmeza, seguridad y fidelidad, los tres ingredientes de una fe que no se concibe sin alguno de ellos. Por eso en la Carta a los hebreos se afirma que «la fe es la certeza de lo que se espera y la evidencia de lo que no se ve» (Heb 11:1). Lo cual explica que Abraham acudiera con su hijo al monte del sacrificio, como Dios le había ordenado (Heb 11:17; Stg 2:21-22), dado que por entonces hombres y dioses se mantenían online.

El Fideísmo es la doctrina según la cual a Dios no se puede llegar por la razón, sino sólo por la fe, y afirma que el razonamiento es prescindible y los argumentos sobre la existencia de Dios son falaces e irrelevantes. A imagen y semejanza, el Fidelismo ha intentado durante medio siglo imbuirnos la idea de que las decisiones que bajan “de arriba” vienen dotadas de una sabiduría y de una información privilegiada a la que jamás los simples mortales tendremos acceso, de modo que nuestra única función, como buenos fieles, es apoltronarnos en nuestra fe y obedecer.

En El triunfo de la fe sobre la idolatría, de Jean-Baptiste Théodon, la fe es bella y enhiesta; la idolatría, rastrera. Por defecto, la fe es tenida siempre como virtuosa –para lo contrario, necesitamos adjetivarla–: esperanza, fidelidad, certidumbre, confianza, crédito, rectitud, honradez… encontrarán en cualquier diccionario de sinónimos. Todas palabras amables. Algo subrayado por el hecho de que una fe es casi siempre la insistencia en convertir en realidad (realidad virtual) lo deseado.  De modo que el creyente invertirá su fe en religiones o ideologías que encajen con sus ideas y deseos preconcebidos. Desde esa perspectiva, es comprensible que tras medio siglo de república trucada (desigual, corrupta, injusta), en 1959 la inmensa mayoría de la población depositara su fe en el proyecto nacionalista y socialdemócrata de La historia me absolverá, único documento programático del Movimiento 26 de Julio, como proyecto colectivo de renovación republicana.

La fe es empecinada, sobre todo aquella que se contrae a edades fértiles de la imaginación. Y holística: interpreta la realidad como un todo que no se puede reducir a la suma de sus partes. Fracasarán la economía y el bienestar, las libertades y los derechos, pero ese todo que la fe llama Revolución se mantiene, para sus creyentes, como una suprarrealidad incólume. No es casual que en la Alegoría de la fe, de Luis Salvador Carmona, el rostro de la fe está cubierto por un fino velo que tamiza la realidad. Es el mejor modo de convertir tu fe de vida en una fe  de erratas.

Hablo, desde luego, de la fe verdadera que nace de la necesidad de materializar un deseo o una creencia, y que se confirma y  cuaja en la aprobación colectiva, de ahí que (mientras el mesías se mantuvo en pie) las manifestaciones, las concentraciones, los desfiles y los mítines fueran tan importantes como las misas y las procesiones de otros tiempos. La multitud sigue a los símbolos de la nueva fe en los desfiles, procesiones encabezadas bajo palio por la santísima trinidad del marxismo; dialoga a través de sus aplausos con el nuevo mesías que los exhorta desde el púlpito. Pero, sobre todo, la multitud se confirma a sí misma. Cada hombre y mujer de la plaza se confirma en su vecino. Hay que aplaudir, vitorear y responder con un sí o un no multitudinario a las preguntas del líder. La disonancia es pecado, incluso el silencio o la apatía. Cualquiera que desafine en la consigna  será expulsado de la orquesta. Y va cuajando la inmolación del yo al nosotros (aunque ese nosotros sea el seudónimo de un solo Yo que lo suplanta). El creyente habla de nuestra lucha, nuestros éxitos, nuestras victorias (las derrotas vienen de serie con un culpable asignado) como si fuera su protagonista, y no un mero peón de decisiones ajenas. El yo destituido se consuela con la autoestima inflamada del nosotros. Es el puteado obrero de Volgogrado (nuestro ruso adormilado de la foto, quizás) que se duele por la pérdida de la grandeza soviética, potencia mundial, cuando él era un puteado obrero de Volgogrado.

No hablo, desde luego, de la fe simulada. Esa es un mecanismo de supervivencia (sumisión involuntaria) que responde a las leyes de la física: desaparece cuando cesa la presión ejercida. Tampoco hablo de la fe como coartada para el instinto depredador de un predicador ateo. Esa responde a las leyes de la química: reacciona con la circunstancia y trueca radicalmente el objeto de sus devociones. Rusia está plagada de magnates que aprendieron de finanzas en el KGB.

Pero hay también conversiones de otra naturaleza entre quienes necesitan una fe para apuntalar su alma a punto del derrumbe. Al caducar su fe en el porvenir, el cubano ha echado mano a otra fe de repuesto. Tras casi medio siglo de educación laica, cientos de miles han regresado a las iglesias, y se ha mudado del armario a la sala el Corazón de Jesús o el altar a Changó. Una sociedad que potencia la educación se muestra comprensiva con ese ciudadano politeísta y bilingüe, que dispone de un idioma para la asamblea y de otro para la intimidad, de un credo público y de otro privado.

En cualquier caso, y aunque en franca mengua, todavía queda en la Isla una feligresía empecinada en los antiguos dioses de la Revolución, sobre todo entre los mayores de 60, aquellos que contrajeron su fe a edades tempranas, aunque sólo sea porque es muy doloroso reconocer que te han timado tres cuartos de tu vida y casi todos tus sueños. La bancarrota de las ilusiones es el peor evento posible, aunque no lo registren las cotizaciones de la bolsa o las cifras macroeconómicas, sobre todo cuando has invertido en ello todo el capital disponible: tu propia vida. Una tarea de los constructores de futuro en Cuba será convencerlos de que ese futuro también les pertenece. (Hasta donde sé, ningún código penal del planeta condena la ingenuidad o la ignorancia, salvo que la buena fe se haya traducido en autos de fe). Ellos son también parte de sus activos, porque no de otro modo se construirá un nuevo país sobre las ruinas del pasado.

 

“Auto de fe”; en: Cubaencuentro, Madrid, 06/12/2011. http://www.cubaencuentro.com/opinion/articulos/auto-de-fe-271289





Inteligéntsia

26 08 2011

Con un espectáculo en el Gran Teatro de La Habana, se acaba de celebrar el 50 aniversario de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Como artista invitado, asistió el general Raúl Castro, quien instó a los asistentes a reencontrarse en “el centenario», aunque cabe sospechar, sin ser demasiado suspicaz, que el general-presidente no pensaba en la pervivencia de la institución, sino en la de su propio régimen.

En “La cultura de la Rusia soviética”, Isaiah Berlin nos recuerda que tras las purgas quedó perfectamente establecido que “la misión de los intelectuales (…) no era interpretar, debatir, analizar ni aun menos desarrollar o extrapolar a nuevas esferas los principios del marxismo, sino simplificarlos, adoptar una interpretación acordada de su significado y luego repetir machaconamente por cualquier medio disponible y en todas las ocasiones que se presentasen el mismo conjunto de verdades oficiales”.

Y es a esas “verdades oficiales” a las que seguramente hacía referencia el presidente de la UNEAC, Miguel Barnet, al afirmar que la institución es una «herramienta de la vanguardia intelectual» que ha servido a «los ideales más nobles de la revolución socialista», un «laboratorio de ideas», un «nicho de debate» y un sitio para promover lo mejor de la cultura cubana. A qué ideales, debates e ideas se refiere queda claro cuando invoca a Fidel Castro como «autor intelectual» de la UNEAC. Y en esto tiene razón.

Siguiendo a Walter Benjamin, según el cual la obra de arte “ha perdido su aura”, su carácter sagrado, y se ha convertido en mercancía, el Estado estuvo dispuesto, desde los primeros años de la revolución, a adquirir esa mercancía y convertirla en instrumento ideológico que aportara legitimidad al nuevo orden.

Como en la URSS, el Estado cubano comprendió desde muy temprano que necesitaba a intelectuales orgánicos bien remunerados y/o apadrinados desde el poder que asumieran su condición de élite por encima del ciudadano común, pero, al mismo tiempo, ejerce sobre ellos periódicamente el recordatorio de su condición subalterna respecto al poder y dependiente de la gracia de éste. A veces se les humilla directamente o se les reprende como a escolares cuando trasgreden algún límite, y en caso de que insistan, se les reprime de acuerdo a la gravedad de su desacato.

Desde el 30 de junio de 1961, los límites quedaron muy claros: “¿Cuáles son los derechos de los escritores y de los artistas, revolucionarios o no revolucionarios?  Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, ningún derecho” (Fidel Castro; Palabras a los intelectuales). Ya lo había dicho Benito Mussolini: “Todo en el Estado, nada contra el Estado, nada fuera del Estado”. (Discurso de la Ascensión, 26 de mayo de 1927).

Según Berlin, Stalin patentó un método infalible para navegar entre el fanatismo utópico y el oportunismo cínico. Tras los períodos de terror, breves interregnos de clemencia durante los cuales se reprimía a los represores de turno, se abría un breve espacio para la crítica inofensiva y el pueblo respiraba aliviado porque los líderes se habían enterado, por fin, de los excesos cometidos. Hasta que todo volvía a empezar una vez que el período de “relajación” comenzaba a excederse en sus márgenes de libertad. Sin alcanzar los niveles bíblicos de represión practicados en la URSS, un sistema semejante se ha aplicado a los intelectuales de la Isla, alternando períodos de relativa indulgencia con decenios grises (o negros, en dependencia de las lentillas que use cada cual).

Podríamos aceptar, como afirma Miguel Barnet, que la UNEAC ha acompañado «críticamente» el proceso cubano, aunque deberemos aclarar que los límites de esa “crítica” siempre han sido dictados desde el poder, dado que para éste el pensamiento crítico es más peligroso que la subversión abierta, que puede combatir (y ha combatido) confortablemente con la violencia como razón de Estado. Por ello se ha afanado en domesticar al intelectual mediante cargos burocráticos, premios, viajes, honores y condecoraciones; asimilarlo hasta que sea inofensivo. El intelectual “integrado” reduce por cuenta propia sus márgenes de libertad. La represión es superflua.

En caso de que el intelectual se resista a la domesticación, el Estado dosificará el castigo de acuerdo al grado de indocilidad: exclusión del sistema editorial y los medios de prensa, galerías o espacios teatrales; negación de permisos de viajes; enajenación de sus medios de vida; ostracismo y/o escarnio público y, llegado el caso, la cárcel. La condena a silencio forzoso y el ostracismo público contará con la complicidad de buena parte de sus colegas, bien sea por puro cálculo –todo contacto con el sentenciado (altamente infeccioso) es dañino para la salud profesional— o porque la rectitud moral del excluido es un reproche indirecto al oportunismo y la sumisión del gremio.

Ralf Dahrendorf, en Homo Sociologicus (1968) afirma que “los bufones de las sociedades modernas son los intelectuales (…) tienen la tarea de dudar de todo lo que es evidente, de hacer relativa toda autoridad, de preguntar aquellas preguntas que nadie se atreve a plantear”. Añade que “Su papel es no interpretar papel alguno. El bufón no está arriba, pues no puede dictar a los demás las leyes de sus acciones. Tampoco está debajo, porque actúa como conciencia crítica de los poderosos (…) El poder del bufón está en su libertad en relación con la jerarquía del orden social”.

Pero en Cuba hasta el teatro bufo fue eliminado por decreto. Eso no significa que podamos incluir a todos los asistentes al cincuentenario de la UNEAC en un mismo saco.

Los más deseables para el poder, y cada vez más escasos, son los “legitimadores incondicionales”: intelectuales que aceptan sinceramente el poder establecido, y se sienten representados por él. Aunque no siempre sean, dada la estatura de sus obras, los que otorgan mayor legitimidad al poder. Suelen confundirse con los “intelectuales orgánicos”, según la definición gramsciana, cuyo máximo exponente sería el “intelectual político”, integrado a la élite del poder y que asume la construcción del aparato cultural e ideológico al servicio del Estado.

Si aceptamos el aserto de Kant, según el cual “No hay que esperar que los reyes filosofen o que los filósofos se conviertan en reyes, ni siquiera es de desear, porque la posesión de la fuerza corrompe inevitablemente el libre juicio de la razón”, podríamos dudar de que el “intelectual político” sea un verdadero intelectual, dado que la legitimidad de sus ideas estaría subordinada a su condición política.

Los “legitimadores por omisión” son, posiblemente, mayoría. La mayoría silenciosa. Evaden por igual los cargos públicos y la disidencia manifiesta; siempre que sea posible, evitan firmar cartas de apoyo o de condena; optan por la estricta especialización en sus respectivas artes y se acogen a un minucioso equilibrio entre la necesidad expresiva y la supervivencia. Combatidos en tiempos de fervor, cuando se exigía al intelectual una “definición”, es ahora para el poder, en tiempos de bancarrota ideológica, condición apetecible: No le exijo que me aplauda, señor mío. Ocupe sus manos en empuñar el pincel o pulsar las teclas.

Por último, la “inteligéntsia crítica” es aquella que hace públicas en sus obras y en el debate social, académico, ideológico o cultural sus críticas de mayor o menor calado. Una categoría que va desde la crítica participante, instalada en la defensa esencial del sistema y su perfectibilidad, hasta la disidencia que propone su desmontaje. Si esta última es siempre sometida a la más ruda represión, la respuesta a la primera es elástica: los márgenes de permisividad han variado con los años y los vaivenes de la rigidez ideológica. En la medida que el establisment ha perdido legitimidad, se ha visto obligado a aceptar márgenes mayores a la crítica, en particular a la que se produce fuera del país y que es fácilmente silenciable por una prensa cautiva. Y depende también del medio donde se recoja: hay mínimos niveles de admisibilidad en la televisión o los grandes medios de comunicación, que se van ampliando cuando se trata de revistas culturales o libros de escasa tirada y, por tanto, de corto alcance en lo que a accesibilidad pública se refiere.

Gracias a estos márgenes, algunos intelectuales críticos –disidentes en su fuero interno en muchos casos, aunque no lo hagan explícito más allá del salón de su casa—gradan con exactitud la munición de su crítica: grueso calibre en intervenciones académicas outside the borders, lo que otorga mayor credibilidad a su discurso en sociedades abiertas e informadas, y balas de fogueo en la televisión local, con lo que mantienen la pelota por las bandas pero sin salirse del campo, algo que los colocaría fuera de juego y anularía sus prerrogativas.

Tampoco esto es absoluto. La crisálida del intelectual no siempre desemboca en mariposa.

Es bien conocido que muchos pirómanos a los veinte años descubren a los cincuenta su vocación de bomberos. Y obtener un confortable puesto –con la adquisición del esprit de corps burocrático–, bienestar y honores ayuda mucho a sofocar los ardores juveniles. El azote del poder se convierte poco a poco en consejero que advierte de los riesgos que puede correr el propio poder que ahora lo cobija; la crítica jacobina evoluciona a crítica cortesana. Se centra en la carrocería del poder, no en su motor o su sistema de transmisión.

También puede suceder lo opuesto: el guardia rojo a los veinte se desilusiona por el incumplimiento de sus expectativas y acentúa su lado crítico hasta el extremo opuesto, aunque ello, en una sociedad donde le está vedado dar cuenta puntual de su evolución, ocurre con frecuencia en silencio. De modo que el público lee un buen día con sorpresa en el diario El País “Los anillos de la serpiente”, el “destape” de Jesús Díaz, quien fuera durante decenios lo más parecido al “intelectual orgánico” gramsciano.

Existe también entre algunos intelectuales un síndrome que merecería un serio estudio siquiátrico: la fascinación por el poder que han padecido por igual Gabriel García Márquez y Pablo Armando Fernández, quien ha admitido que volvió a nacer el día que conoció a Fidel Castro. Supongo que no se trate de una excusa para trucar su edad.

Dados los estragos que ha causado durante medio siglo el totalitarismo y su indefectible respuesta, la simulación –ya se ha apuntado lo hiperbólico que resulta llamar doble a una moral defectuosa–, podría aplicarse a gremios de taxistas, albañiles e incluso de políticos idénticas categorías que a la inteligéntsia. La diferencia es, exclusivamente, de visibilidad, razón por la cual una zona del exilio exige a éstos una audacia crítica que disculpa a los pescadores de orilla y las amas de casa. Una exigencia éticamente discutible al pronunciarse desde la distancia, agravada por la no categorización. Encaramado en su presunta “superioridad moral”, el exilio rancio parece incapaz de distinguir a los “intelectuales políticos”, arquitectos ideológicos del sistema, del resto, cuyo ejercicio (o no) de la crítica y la profundidad de ésta dependen, como entre los restantes once millones de cubanos, tanto de sus deseos como de sus posibilidades. Recibir con menosprecio esas críticas que se ejercen (y no sin riesgo) desde adentro es la mejor complicidad a que podrían aspirar los mandantes cubanos.

Para Platón, sólo un rey filósofo, el gran salvador, conseguiría sacar a la polis de su crisis. Sólo un rey así, especializado en reflexionar sobre la justicia, la paz y la armonía, estaría predestinado a resolver los grandes problemas de la sociedad. No dudo de la sabiduría y el buen hacer de muchos de los invitados al cincuentenario de la UNEAC, pero me temo que si ésta ha sido, en palabras de su presidente, «laboratorio de ideas» y «nicho de debate» de los pasados cincuenta años, habrá que buscar un nicho donde sepultar viejos debates y otros laboratorios donde cocinar las ideas del próximo medio siglo.

 

“Inteligéntsia”; en: Cubaencuentro, Madrid, 26/08/2011. http://www.cubaencuentro.com/cuba/articulos/inteligentsia-267467

 





¿Un chino porvenir?

19 01 2011

El 3 de julio de 1941, después de diez días sumido en un estupefacto silencio, Stalin hizo su primer llamamiento a la defensa del país. No se dirigió a los comunistas, ni siquiera a los ciudadanos soviéticos. “¡Camaradas!, ¡Ciudadanos! ¡Hermanos y Hermanas! ¡Hombres de nuestro Ejército y nuestra Marina!. ¡Me dirijo a vosotros, mis amigos!” era el encabezamiento de su discurso.  Tras las purgas, los asesinatos y el Gulag, dirigirse a sus partidarios o a los comunistas en general habría rebajado la capacidad de convocatoria. Tampoco llama a la defensa del comunismo, del socialismo o del estalinismo, palabras cuidadosamente omitidas. Su llamamiento explica que esta guerra “por la libertad de nuestro país se mezclará con la de los pueblos de Europa y América por su independencia, por las libertades democráticas. Será un frente unido de pueblos defendiendo la libertad y contra la esclavitud”.  Homologa la lucha de los rusos con la del resto de Europa y América en nombre de una libertad y una democracia de la que los rusos carecían, y contra la esclavitud que, sin dudas, impondrían los nazis. Basta un análisis lexicográfico elemental para detectar la intencionalidad política del discurso, y cómo, en una situación de vida o muerte, se han evitado escrupulosamente las palabras que vertebraban la retórica clásica del estalinismo.

Durante el último cuarto del siglo XX, se puso de moda entre algunos lingüistas la Lexicometría, el análisis estadístico de los textos, que aún emplean los servicios de inteligencia, los programas para la interceptación de mensajes y conversaciones, y algunos filólogos que aspiran a dotar al análisis textual de cierta probidad matemática. Y, sin dudas, cuando se trata de analizar un texto no literario puede arrojar interesantes resultados que, desde luego, deberán ser corroborados (o no) por el análisis de significados.

Aunque el título no invita, he leído con atención el Proyecto de Lineamientos de la Política Económica y Social (http://www.cubadebate.cu/wp-content/uploads/2010/11/proyecto-lineamientos-pcc.pdf) publicado por el gobierno cubano a fines el año pasado, y ha sido sumamente instructivo. En la parte introductoria podemos leer que “Sólo el socialismo es capaz de vencer las dificultades y preservar las conquistas de la Revolución”, y que “en la actualización del modelo económico, primará la planificación y no el mercado”. Se aclara que “el socialismo es igualdad de derechos e igualdad de oportunidades para todos los ciudadanos, no igualitarismo”, aunque ello parafrasea la constitución estadounidense. Tras esa introducción, esperamos la inflamada retórica habitual donde la economía se supedita a la política. Si practicamos el experimento lexicográfico a ver qué texto nos espera, el resultado es, cuando menos, curioso.

La palabra “patria” no se menciona, y las palabras “revolución” y “socialismo” sólo aparecen dos veces en 32 páginas. Aunque el título habla de política económica y social, la palabra “ciudadano” aparece sólo dos veces y 16 la palabra “inversionista”; “derechos”, una vez; “obligaciones”, 4, y los términos recaudatorios: “tributario” o “impositivo”, 6. “Satisfacer las necesidades de la población” se menciona una vez, el término “necesidades”, 4, y 13 veces la palabra “consumo”. En cambio, “capital”, o “capitalización” aparecen en 15 ocasiones. ¿Qué capital? “Pesos cubanos”, 3; “pesos convertibles”, una, y “divisas”, 10. “Internacional” se repite 26 veces, contra 23 “nacionales” y, al menos en el papel, las 40 “exportaciones” superan a las 38 “importaciones”. Aunque en la Cuba futura primará la “planificación”, palabra que aparece 13 veces, sobre el “mercado”, esta última se repite en 27 ocasiones, a una por página, o casi.

Con estos antecedentes, nos adentramos en el texto que empieza culpando de la situación actual a la crisis mundial, la pérdida del 15 % en el poder de compra de las exportaciones entre 1997 y 2009, el bloqueo, desde luego; los huracanes y la sequía, aunque reconoce “baja eficiencia, descapitalización de la base productiva y la infraestructura”, el déficit de la balanza de pagos, y el elevado monto de los vencimientos de la deuda, así como “las tierras todavía ociosas, que constituyen cerca del 50 %”. Quienes dirigen la economía cubana desde 1959, cuando era solvente, sin deuda y con una balanza de pagos favorable, no son culpables de su descalabro, sino el pueblo, envejecido y estancado en su crecimiento poblacional, habituado a gratuidades, subsidios y paternalismo estatal que ahora serán erradicados. También se impone “incrementar la productividad del trabajo, elevar la disciplina y el nivel de motivación del salario y los estímulos”, pero tampoco se aclara quién los desestimuló en su momento.

Lo primero que llama la atención es el énfasis relativo. Aunque se anuncia la intención de “preservar las conquistas de la Revolución”, el documento dedica tres páginas a las políticas sociales y el resto a las políticas económicas, con un acento especial en las políticas económicas externas, la macroeconomía, las exportaciones y el turismo que, en total, ocupan casi la mitad del texto.

En general, sus lineamientos ponderan aquellas vías que, efectivamente, pueden reconducir la economía cubana, abierta e interdependiente, hacia una feliz reinserción en la economía mundial. Se hace énfasis en “Continuar propiciando la participación del capital extranjero” (acápite 89)[1] y que éste otorgue “acceso a tecnologías de avanzada, métodos gerenciales, sustitución de importaciones, y no menos importante: satisfacer las necesidades de la población” (90), así como “Favorecer la diversificación en la participación de empresarios de diferentes países” (94). La monogamia económica con Estados Unidos, la Unión Soviética y Venezuela en menor medida han sido funestas para el desempeño de la economía cubana. De momento, el texto no menciona la posibilidad de ofrecer un espacio a inversionistas cubanos del exilio que aportarían no sólo capital, “tecnologías de avanzada y métodos gerenciales”, sino un particular conocimiento de la realidad cubana pero desde una óptica globalizada.

Las estrategias de desarrollo, sin olvidar las exportaciones tradicionales cuya eficiencia deberá aumentarse, apuestan por producciones de alto valor añadido, especialmente la industria médico-farmacéutica y la informática. En ese sentido, Cuba cuenta con una mano de obra altamente calificada, un recurso que se filtra día a día hacia el exilio por falta de oportunidades y que, en los últimos años, dadas las limitaciones en el acceso a la educación superior (que se anuncian mayores en el futuro) no se repone a la misma velocidad que se pierde. Ha sido muy confortable gobernar durante medio siglo sin oposición ni prensa independiente y, sobre todo, sin la presión de cumplir un programa en menos de cuatro años y rendir cuentas a los electores. Ahora, de la agilidad con que se redireccione la economía cubana dependerá su destino: Corea del Sur o Guatemala.

Aunque la perspectiva es “orientar el desarrollo industrial, como dirección fundamental, hacia el fomento de las exportaciones, reduciendo su componente importado” (197), según el modelo chino, se apuesta también por “alternativas de financiamiento mediante la inversión extranjera de aquellas industrias no exportadoras pero que aseguren producciones esenciales a la economía o en la sustitución de importaciones” (99). De nada valdría apostar por sectores de alto valor añadido si lo obtenido se pierde como consecuencia de un sistema férreamente centralizado de decisiones, importaciones masivas de alimentos y otros rubros que el país puede producir con sólo aflojar las ataduras a los productores y modificar un fosilizado sistema de relaciones mercantiles. Por eso el acápite 167 propone la “utilización más efectiva de las relaciones monetario-mercantiles (…) promover una mayor autonomía de los productores (…) una gradual descentralización hacia los gobiernos locales”; “descentralizar el sistema de gestión económica y financiera” (168); “independizar las distintas formas de cooperativas de la intermediación de las empresas estatales” (169). Aunque se subraya que el Estado regulará “la cantidad de dinero en circulación y los niveles de créditos” (52) y “se mantendrá el carácter centralizado de la determinación de las políticas y del nivel planificado de los precios de los productos y servicios que estatalmente interese regular” (62). Lo cual ocurre en no pocos países. La pregunta es si apostarán por encontrar el punto de equilibrio entre la planificación y el mercado, o recaerán en el rígido e ilusorio determinismo del Gosplan y la Junta Central de Planificación, dado que “el sistema de planificación socialista continuará siendo la vía principal para la dirección de la economía nacional” (1).

Respecto a la agricultura, además de acelerar el traspaso de ese 50% de tierras ociosas (176), proponen “adecuar la producción agroalimentaria a la demanda y la transformación de la comercialización (…) limitando la circulación centralizada para aquellos renglones vinculados a los balances nacionales; otorgando un papel más activo a los mecanismos de libre concurrencia para el resto de las producciones” (170); “reestructurar el actual sistema de comercialización de los insumos y equipamiento” (171); “modificar el sistema de acopio y comercialización de las producciones agropecuarias mediante mecanismos de gestión más ágiles” (172). Y el acápite 177 anuncia que “la formación del precio de la mayoría de los productos responderá a la oferta y la demanda y, como norma, no habrá subsidios”. ¿Resolverá eso de una vez los graves problemas de la agricultura cubana? Dependerá del grado de libertad que se conceda al nuevo campesinado, lo atractivo que resulte el regreso a la tierra y siempre que los precios de los insumos y el sistema impositivo no los ahoguen antes de nacer. En tal caso, Cuba seguirá comprando lechugas en Canadá, pollos en Kentucky y mangos en Dominicana para abastecer a la población y a un turismo que continuará sin ser el motor de producciones subsidiarias.

El documento se refiere también a los factores medioambientales, a la eficiencia energética, y apuesta por el uso de energías alternativas, así como el empleo racional de los recursos hidráulicos (incluyendo “el reordenamiento de las tarifas del servicio”) (282).

La experiencia china demuestra que una mano de obra laboriosa, calificada (más, proporcionalmente, en el caso de Cuba) y sin derechos es muy atractiva para el capital, que es escurridizo, oportunista y que en un mundo globalizado cuenta con más derechos migratorios que las personas. Los chinos supieron seducirlo colgando mil millones de obreros potenciales en el anzuelo, hasta que hoy, en una situación de dominio, son ellos quienes se dejan seducir. Por eso es llamativo encontrar en este documento, racional en sus lineamientos esenciales, un exabrupto totalitario: “Aplicar el principio de: quien decide no negocia, en toda la actividad que desarrolle el país en el plano de las relaciones económicas internacionales” (67). Al parecer, los generales de La Habana todavía no han comprendido que en el campo de batalla de la economía mundial no pasan de reclutas. Y tampoco disponen de mil millones de chinos.

Un aspecto interesante es el que se refiere a la colaboración internacional. Durante decenios nos la han vendido como una operación altruista de proporciones épicas, sin informarnos sobre su peso en la agenda política personal de Fidel Castro. Aunque ya se sabe que buena parte de la cooperación médica se practica hoy contra reembolso o contra petróleo venezolano, ahora esto se eleva a política de Estado: “Propiciar que la colaboración internacional que Cuba recibe y ofrece se desarrolle de acuerdo con los intereses nacionales” (101). Véase que la palabra “nacionales” no equivale a “políticos”, aunque pudiera incluirlos. “Continuar desarrollando (…) la colaboración (…) y establecer los registros económicos y estadísticos (…) especialmente de los costos” (103). Y “considerar, en la medida que sea posible, en la colaboración solidaria que brinda Cuba, la compensación, al menos, de los costos” (104).

Uno de los aspectos que más expectación ha despertado es la ampliación del trabajo por cuenta propia y la autorización de constituir empresas y contratar trabajadores. Algo imprescindible, a menos que se quiera promover un estallido social, cuando se prevé el despido de más de un millón de trabajadores, la cuarta parte de la población activa. Según el diario Granma (http://www.granma.cubaweb.cu/2010/09/24/nacional/artic10.html), podrán realizarse por cuenta propia 178 actividades, “de las cuales 83 podrán contratar fuerza de trabajo sin necesidad de que sean convivientes o familiares del titular”. Los Lineamientos de la política económica y social contemplan la aparición de “mercados de aprovisionamiento que vendan a precios mayoristas y sin subsidio para el sistema empresarial y presupuestado, los cooperativistas, arrendadores, usufructuarios y trabajadores por cuenta propia” (9). El hecho de que no haya, al menos en el papel, distingos ni, presuntamente, diferencias de precios para empresas estatales y privadas sienta un sano precedente de fair play en la competitividad. Y se reorientarán “a corto plazo las producciones del sector industrial con vistas a asegurar los requerimientos de los mercados de insumos necesarios a las distintas formas de producción (en particular, las cooperativas y trabajadores por cuenta propia)” (199). Por otra parte, “el sistema impositivo estará basado en los principios de la generalidad y la equidad de la carga tributaria, se aplicarán mayores gravámenes a los ingresos más altos, para contribuir a atenuar las desigualdades entre los ciudadanos” (57), lo cual es, en sentido general, justo, siempre que el monto de los impuestos no ahogue precozmente a los empresarios emergentes, y siempre que se destierre la discrecionalidad impositiva, como hace temer la Resolución No. 287/2010, según la cual “los Consejos de la Administración municipales del Poder Popular pueden revisar e incrementar los tipos impositivos mínimos establecidos. Para ello deben tener en cuenta las características de la vivienda o habitación, zona de ubicación y las propias del contribuyente”. ¿Cuáles son las características “propias del contribuyente”? ¿Queda a discreción de cada Consejo? Otro pésimo condicionante es el acápite 5: “La planificación abarcará no solo el sistema empresarial estatal y las empresas cubanas de capital mixto, sino que regulará también las formas no estatales que se apliquen”. ¿Significa que se planificará la producción a los cuentapropistas, artículos, precios, consumo de energía e insumos? ¿El Gosplan ataca de nuevo?

Aunque lo más significativo es que “en las nuevas formas de gestión no estatales no se permitirá la concentración de la propiedad en personas jurídicas o naturales” (3). ¿Qué significa “concentración de la propiedad”? ¿Cuál es el límite? ¿Penderá sobre los empresarios la espada de la expropiación en el caso de que sean demasiado exitosos? Obviamente, los mandatarios cubanos no han leído atentamente a Deng Xiaoping, o lo han leído en la versión revisada y corregida por el pánico de Fidel Castro a que alguien se enriquezca con su trabajo.

Entre los despidos programados y los ya en ejecución, decenas o cientos de miles serán de profesionales. Pero de las 178 actividades por cuenta propia permitidas, ni una sola requiere calificación superior. A lo sumo, técnicos electrónicos, mecánicos o programadores. Y esto no es casual. El Estado considera a los profesionales SU inversión y, por tanto, SU propiedad. Mía o de nadie, como diría el mariachi. Y, por otra parte, teme la competencia de un sector privado altamente calificado que no se conforme con fabricar hebillas de plástico, sino que incursione en sectores de alto valor añadido que el Estado pretende monopolizar. Dado que no se ofrece a esos profesionales la posibilidad de emplearse (legalmente) por su cuenta, sólo les quedan tres opciones: la ilegalidad, el subempleo de sus capacidades o el exilio. Pérdida neta para el país en los tres casos: la ilegalidad no paga impuestos, el subempleo resta productividad al país, y el exilio… bueno, el exilio envía remesas, quizás sea, de las tres, la opción más productiva.

Además de otros muchos factores, como el “síndrome del líder”, la emigración como válvula de escape, la represión a la disidencia, la desinformación y la mitología, un elemento que ha evitado durante medio siglo la subversión del sistema, ha sido el mantenimiento, hoy precario, de algunas garantías sociales. Por eso el documento apuesta por “continuar preservando las conquistas de la Revolución” (129), aunque especifica que la “protección mediante la asistencia social” será “a las personas que lo necesiten” (131 y 165), y que “los servicios que se brindan a la población” serán rediseñados “según las posibilidades de la economía” (131), porque “resulta imprescindible reducir o eliminar gastos excesivos en la esfera social” (132);  “disminuir la participación relativa del Presupuesto del Estado en el financiamiento de la seguridad social” (154); “reducir gratuidades indebidas y subsidios personales excesivos” (161), y “la eliminación ordenada de la libreta de abastecimiento” (162), anotando que “es necesario perfeccionar las vías para proteger a la población vulnerable o de riesgo en la alimentación” (163). Se anuncia el cobro (sin subsidios) de los comedores obreros allí donde se mantengan (164) y el reajuste en los ingresos a las universidades de acuerdo a las necesidades del país (148). Al mismo tiempo, “deberá priorizarse el consumo de proteína animal, ropa y calzado; la venta de efectos electrodomésticos, materiales de construcción, mobiliario, ajuares del hogar, entre otros” (288).

En un aspecto tan sensible como la vivienda, cuyo déficit alcanza al medio millón, el documento propone “adoptar nuevas formas organizativas en la construcción, tales como: las cooperativas y el contratista como trabajador por cuenta propia” (272); priorizar “las labores de mantenimiento y conservación del fondo habitacional” (273); fomentar la fabricación de casas por cuenta propia, curso en TV incluido, y que la reparación de edificios multifamiliares corran por cuenta de los inquilinos (276). La “venta a la población [de materiales] con costos mínimos y sin subsidios” (277) y “aplicar fórmulas flexibles para la permuta, compra, venta y arriendo de viviendas, para facilitar la solución de las demandas habitacionales de la población” (278).

Volviendo a la Lexicometría, ésta no andaba muy descaminada: en el documento hay más obligaciones que derechos, obtener capital y conseguir que las exportaciones superen a las importaciones es el propósito, y la voluntad de planificación tendrá que subordinarse a las realidades del mercado.

¿Qué Cuba prefiguran estos Lineamientos para los años venideros?

Ante todo, es evidente que el tiempo del país subvencionado llega a su fin. Incluso el petróleo venezolano es incierto. Urge encontrar soluciones para que no se consume la bancarrota del país y de una fórmula de poder que ha sobrevivido durante medio siglo. A pesar de los votos de fe en la Revolución y la “planificación socialista” (al mejor estilo Fidel), las leyes del mercado vertebran todo el proyecto de economía exportadora, al estilo chino, en el que Raúl cifra su única esperanza de conservar el poder político haciendo concesiones económicas. Chino, ma non troppo. Es obvia la voluntad del generalato en mantener el control y la “planificación”, atajar el “éxito excesivo” del empresariado naciente, monopolizar la mano de obra altamente calificada y las industrias punta, y vetar la entrada al capital del exilio, lo que consumaría la bancarrota simbólica, al tiempo que libran a su suerte a una buena parte de la población activa y recortan las garantías sociales. ¿Podrán mantener el control sin desestimular el espíritu emprendedor y la creación de riqueza? ¿Conseguirán que una buena parte de la mano de obra altamente calificada se resigne a subutilizar sus capacidades? ¿Comprenderá la población que en un Estado nada paternalista y con garantías sociales recortadas, una nomenklatura parasitaria es prescindible? No hay dudas de que el modelo de desarrollo que propone el proyecto es, en lo esencial, ajustado a las potencialidades del país, sólo que quienes proyectan el camino lo han minado también con sus obstáculos a la libertad y sus baches de control donde la creatividad podría hundirse. Es, en cualquier caso, una Cuba diferente donde el Estado deja de ser el empleador omnímodo y el padrecito que reparte salud y educación, y una buena parte de la población empezará a ser dueña de su destino, al menos en lo económico, la primera de las libertades. Echará de menos las restantes. Y es eso, justamente, lo que más temen los generales.

 

“¿Un chino porvenir?”; en: Cubaencuentro, Madrid, 19/01/2011. http://www.cubaencuentro.com/cuba/articulos/un-chino-porvenir-254016


[1] En lo adelante, los números entre paréntesis corresponden a los acápites del documento.





Paradisos

9 11 2001

El siglo XXI ha comenzado con cierto disloque universal. Una guerrilla trasnacional de fundamentalistas islámicos perpetra con éxito un ataque aéreo a la capital económica de Occidente. Y no al revés. Daniel Ortega, el cacique populista de Nicaragua, cambia el rojo y el negro por el rosado, se declara demócrata convencido, enrolando incluso a antiguos prisioneros de su gobierno, y quizás gane las elecciones. Fidel Castro hace votos de pacifista y partidario de un referéndum continental sobre el ALCA, aunque en tales menesteres democráticos le falte práctica. El presidente Bush pide moderación a su homólogo israelí, retirada de tropas y diálogo con los palestinos. Un militar golpista, amigo del terrorista más afamado de la Tierra antes del 11 de septiembre, se dice demócrata en Venezuela, y descendiente directo de Bolívar. Y lo más asombroso: Estados Unidos, Rusia y China, militan en el mismo bando.

Pero si algo no ha cambiado es esa manía que tenemos los humanos de inventar paraísos para después creérnoslos. Cuando se abalanzaban contra las torres gemelas, los terroristas padecían apenas una brevísima escala en su vuelo directo a los jardines del Edén, donde los esperaba una cuadrilla de huríes al pie de la escalerilla. Occidente apuesta por un Edén de supermercados y boutiques, ante la duda de que existan paraísos de rebajas. En el sur, el antiguo lujo de las catedrales, antesalas del cielo, va siendo sustituido en el imaginario popular por el lujo que rezuma borbotones el cine Made in Hollywood. El tradicional paraíso de arriba no sale nunca en la tele, y el del norte está perfectamente cartografiado. El futuro, ese paraíso positivista, es ya patrimonio de los crédulos. Y el pasado es el irreversible paraíso de los nostálgicos.

La izquierda, que en su día fraguó el paraíso proletario, lo tiene ahora más difícil. En primer lugar, porque ya no se sabe muy bien qué es la izquierda y en qué se diferencia exactamente de la derecha civilizada. Quizás, como a ciertos vinos, de la textura y el bouquet originales le queda apenas en la etiqueta una vaga referencia a la denominación de origen.

Sobre el paraíso zurdo, llamado en su día comunismo científico, se escribieron libros enteros donde se explicaban los pasos para llegar al remanso de la historia que, de ahí en adelante, por los siglos de los siglos amén, se conduciría mansamente y sin rápidos o meandros traicioneros. El modo en que viviríamos, recibiendo todo cuanto necesitáramos a cambio de lo que buenamente, y sin agobiarnos demasiado, nos fuera dado trabajar. La democracia telepática, la longevidad generosa, la juventud entusiasta, pero respetuosa de sus mayores. El paraíso del bolero, donde sólo existirían las penas de amor. Como literatura, Ray Bradbury ha demostrado ser más perdurable.

La izquierda que no se desparadisó tras los desafueros de Stalin, o más tarde, a la caída del muro, difícilmente asuma hoy como modelo la Rusia de Putin. China ha encontrado su sitio entre la dinastía manchú y Adam Smith, y el olorcillo que desprende no es precisamente incienso y mirra. Vietnam fabrica demasiados muñequitos para McDonald’s. Corea del Norte (el único norte para donde no quieren irse los del sur), posee ya su certificado de defunción, debidamente firmado y timbrado por la otra Corea. Aunque el entierro se demore por razones estrictamente personales.

Pero a la izquierda le queda una tierra de promisión, un paraíso no tan santo como debería, pero más visitable que los otros. Y lo que es mejor: interpretable. A la izquierda le queda Cuba. Cuba la tropical, numantina, rumbera, heroica y tan antiimperialista que se ha anexado la Florida y ha convertido el dólar en moneda nacional. La Cuba del turismo político de los que van. La del anti turismo de los que se van.

Ya no es Cuba la del socialismo con rostro humano que visitaron surrealistas y existencialistas en los 60. Tampoco es, como en los 70 y los 80, el país del Este que quedaba al Oeste. Ahora es un Jurassic Park de la política que muchos progres ansían visitar antes que se extinga. Aunque otros ni mencionan esa posibilidad. Bastantes socialismos han ingresado ya en el libro rojo de la historia. Unos, los menos, la defienden en bloque como proyecto viable (como veis, existe), Fidel Castro incluido. Otros, los más, defienden una suerte de modelo de contornos ambiguos, cuya florescencia (¿fluorescencia?) plena ha sido truncada por el embargo norteamericano, causa y razón de todos los desastres insulares. Y todos, sin excepción, promueven un turismo político a la Isla, del que regresan decepcionados ó encandilados, según la fortaleza de su fe y el grado de dioptrías que padezcan.

El Pla Jove valenciano, por ejemplo, promueve con idéntico fervor cursos para transexuales e intercambio de estudiantes con Cuba —confiemos que no envíen transexuales, nada gratos al machismo-leninismo de las autoridades cubanas.

Uno de los mejores ejemplos es el del joven vasco Aitor Suárez. La memoria de su viaje a la Isla fue publicada recientemente por la prensa bilbaína. Según él, «Por la mañana ayudábamos con la caña de azúcar o en los naranjales, por la tarde realizábamos excursiones o encuentros con diferentes sectores sociales». Después recorrió la Isla por su cuenta, para conocer ese «otro país, aún no viciado por el turismo y sus dólares»; descubriendo un sistema sanitario que funciona, la educación gratuita y universal, o que a pesar de la pobreza «nadie duerme en la calle». Le maravilló el nivel cultural y la generosidad de la población. Y, sobre todo, su aguante. Ejemplifica: «Aquí hay una huelga semanal de camiones y las ‘amas’ y ‘aitas’ arrasan con las estanterías de los supermercados. ¡Imagina esa situación durante cuarenta años!». Aunque reconoce que, de estar en lugar de los cubanos, él mismo se plantearía lo de emigrar a Miami. Pero lo más curioso de sus observaciones es la aportación del “sistema democrático” cubano: «Es horizontal, la elección se lleva a cabo en el barrio y no tiene nada que ver con los partidos, ni siquiera con el Comunista».

Aitor, seguramente descontento del capitalismo neoliberal y la democracia representativa que le han tocado en suerte, no sólo necesitaba imaginar un paraíso a su imagen y semejanza que le sirviese de contrapeso, sino encontrarlo. Y a fuerza de buscar, halló en Cuba prestaciones sociales, un pueblo generoso a pesar de su miseria, estoico (¿acaso le queda otro remedio, como no sea irse?, apuntó su subconsciente, pero de inmediato desechó la idea que maleaba su hipótesis de trabajo). Y, por encontrar, incluso encontró un modelo de democracia “horizontal” (todo el mundo bocabajo), y ajeno al Partido Comunista que controla en Cuba incluso el ritmo de la respiración.

No vale la pena refutar pormenorizadamente su idílica visión de esa Cuba “aún no maleada por el dólar”, de ese “buen salvaje” con estudios. Antes de emprender sus expediciones, los buscadores de paraísos adquieren en los supermercados ideológicos filtros para tamizar los sucesos a la medida de sus sueños. Dotados con una antología de la realidad, se instalan en una confortable fe inmune a la lógica, a las aplastantes cifras de esa vida sin filtrar que ocurre cada día.

Para su mal (o para su bien), tales filtros suelen expedirse con garantía limitada y fecha de caducidad marcada al dorso. Transcurrido cierto tiempo, no es inusual ver a los primos de Adán pontificando sobre el nefasto poder de las serpientes. Cuando no se colocan convenientemente en el mercado mundial de las manzanas.

 

Paradisos”; en: Cubaencuentro, Madrid,9 de noviembre, 2001. http://www.cubaencuentro.com/internacional/2001/11/09/4756.html.

 





Devoraciones

20 04 2001

Como hace 40 años, sólo que 40 años más viejo, Fidel Castro convocó a los cubanos en la emblemática esquina de 23 y 12, para, en sus propias palabras “ratificar el carácter socialista de la Revolución”, no para conmemorar su proclamación. En cifras oficiales, 100.000 personas acudieron al acto, en su inmensa mayoría vestidos de milicianos o soldados, y portando armas largas.

Cuarenta años atrás, sólo unos pocos miles de cubanos habían emigrado, el entusiasmo por la entrada de los barbudos en La Habana y la huida del dictador Fulgencio Batista permanecían intactos. Se acababan de producir varios bombardeos cuyo propósito era desmantelar la fuerza aérea cubana, y una de las víctimas había escrito el nombre de Fidel con sangre en una pared o, al menos, así se cuenta. La inmensa mayoría de los asistentes a aquel acto eran milicianos, uniformados y armados, que se alistaron voluntariamente para suplir la escasez de un ejército profesional. Compensando con heroísmo su escasa pericia militar, ellos serían unas horas más tarde los protagonistas de la fulminante derrota de la brigada invasora en Playa Girón. Pocos de los que participaban aquel día en la concentración tenían una idea clara de lo que proponía su Comandante en Jefe cuando proclamó “el carácter socialista de la Revolución”. Y Fidel Castro evitó la palabra prohibida: comunismo. Todos aplaudieron.

Cuarenta años más tarde, Raúl Castro, con espíritu de remake, advierte de una posible invasión norteamericana que ni él mismo se cree, y su hermano Fidel anuncia que “un nuevo amanecer comienza a iluminar nuestro futuro, un futuro que será más brillante, un socialismo que será más acabado, una obra revolucionaria más prometedora y profunda”. Corroborando lo que ya sabíamos: que la prosperidad socialista siempre se conjuga en futuro, un tiempo verbal inalcanzable.

Cuarenta años después de aquella invasión que provocó una oleada de simpatía universal hacia Cuba, el mismo gobernante se bate a la desesperada en Ginebra para no ser condenado por su recurrente violación de los derechos humanos; mientras todos los mandatarios del continente, excepto él, preparan sus maletas para acordar en Canadá, durante la III Cumbre de las Américas, los principios que regirán el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), Como si no bastaran 40 años de tecnologías obsoletas y caos económico, el pueblo cubano pierde, por el momento, una oportunidad histórica de colocarse en la mayor área de libre comercio del planeta. Pero, según Fidel Castro y gracias al socialismo, eso es una suerte, ya que la Isla “no forma parte de una América Latina balcanizada a punto de ser devorada por Estados Unidos”. Porque en su versión de los hechos, en la cumbre canadiense “la superpotencia hegemónica tratará de buscar las condiciones de rendición a los gobiernos de América Latina”. Ya de paso, según él, bloqueará los accesos de América Latina a Europa y Asia, impedirá el desarrollo del Mercosur y reeditará, corregida y actualizada, la Doctrina Monroe.

De modo que su perspicacia económica, de la cual ha dado abundantes muestras en casi medio siglo, advierte un peligro del que no se han percatado economistas y gobernantes, decenas de países donde habitan 300 millones de latinoamericanos. Todos dependientes y “devorados” por el Imperio. Excepto, claro está, aquellos cuya política sea favorable a las autoridades de Cuba.

Curiosamente, el país que Fidel Castro excluye de ser devorado, el país teóricamente más anti-norteamericano del hemisferio es, al mismo tiempo, el más dependiente. Antes que se pusiera en boga la “dolarización” de las economías latinoamericanas, ya Cuba había dolarizado la suya, hasta el punto de que los billetes de José Martí son hoy una submoneda en el país que los emite. Durante 40 años, el discurso nacionalista y reivindicativo ha descansado sobre la existencia de un enemigo, Estados Unidos, sin el cual perdería todo viso de coherencia. En el discurso oficial, el embargo no sólo ha ocasionado el cataclismo económico de la Isla, sino que es el causante del estado de sitio permanente, lo que justifica la ausencia de libertades, empezando por las democráticas. Claro que, en realidad, el embargo es la excusa perfecta para el monopolio del poder absoluto, y su levantamiento sería una catástrofe para los gobernantes cubanos. No otra explicación tiene que clamen públicamente por su derogación, mientras, de hecho, boicotean toda distensión. Por si no bastara, Cuba es, posiblemente, el país latinoamericano con una mayor proporción per cápita de emigrantes en Estados Unidos, y el único donde el volumen económico de esa emigración es superior al de su nación de origen. Hasta tal punto, que las remesas familiares de sus emigrantes son hoy la segunda fuente de ingresos de la economía cubana.

Dudo que Latinoamérica se deje devorar mansamente por Estados Unidos. La que ya ha sido devorada es Cuba, que nunca, en toda su historia, dependió tanto de ese país, como desde el día en que se proclamó su “independencia definitiva”.

Cuarenta años después de aquella declaración, el 20% de los cubanos, abolido el entusiasmo, caducadas las esperanzas, ha abandonado la Isla. Otros 32.000 han perdido la vida en el intento. Y a juzgar por los flujos puntuales durante los momentos de apertura, la popularidad del bombo de visas en la Oficina Norteamericana de Intereses y la crisis permanente de la Isla, algunos estiman en otros cuatro millones los que se marcharían sin mirar atrás. Cuarenta años después, las milicias son decorativas y Cuba dispone del segundo ejército profesional del continente, con la mayor proporción de soldados por habitante. Con rotuladores indelebles se escribe en las paredes la palabra “Fidel”, precedida por “Abajo”. Se reúnen en La  Habana los protagonistas de Girón a contar sus batallitas, síntoma de que aquello es historia. Fidel Castro no se recata de pronunciar la palabra comunismo. Y los milicianos reunidos en 23 y 12, extras en el remake de aquella fecha, ya saben exactamente a qué se refería su Comandante en Jefe cuando proclamó “el carácter socialista de la Revolución”. Quizás por eso, los cargadores de las armas con que adornaron el acto fueron cautamente vaciados. Ya el ejército no es “el pueblo uniformado”. El ejército es el ejército uniformado. De modo que acabando el acto, se recogieron todas las armas. Cuarenta años después, todos aplaudieron.

 

“Devoraciones”; en: Cubaencuentro, Madrid, 20 de abril, 2001. http://www.cubaencuentro.com/encuba/2001/04/20/2027.html.

 





Teología neoliberal

11 02 1997

La Internacional Socialista acaba de aprobar un documento contra el «fundamentalismo neoliberal», apelando a una nueva función del Estado dirigido, sobre todo, al servicio del ciudadano, y que tenga como principales preocupaciones la eliminación del paro y la modulación de las grandes desigualdades estructurales. Sólo que hoy ello resulta más difícil.

El capital, ente sin patria, móvil como nunca antes y que no entiende sino el esperanto de la contabilidad, rastrea por todo el planeta las mejores oportunidades, y es allí donde se coloca. Lo ahuyentan las legislaciones que protegen al trabajador, los impuestos y la inestabilidad socio-política. Lo atraen las facilidades fiscales, la mano de obra barata, abundante y fácilmente prescindible, así como los regímenes estables, no importa si democráticos o dictaroriales, pero que aseguren los derechos de las inversiones, aún a costa de cualquier otro derecho. De modo que se ha elaborado una teología a su imagen y semejanza: el neoliberalismo puro y duro, que establece, ante todo, que «todos los dineros son libres e iguales». Aunque se nos venda continuamente como «creador de empleo» es, ante todo, multiplicador de su propia riqueza, cosa que no puede hacer, naturalmente, sin plusvalía y, por tanto, tiene que crear empleo.

De modo que la contemporaneidad se sume en un atolladero difícilmente soluble: el Capital, ajeno a los intereses del Hombre, es quien dicta las reglas. Si el Hombre modifica esas reglas, puede ahuyentar al Capital hacia sitios más complacientes, y sin inversiones sólo es posible el equitativo reparto de la miseria. El Estado del malestar. Es quizás el nudo gordiano de nuestra Era, sólo que la solución aplicada entonces por Alejandro, cortar el nudo, quizás no sea hoy tan fácil. Aunque más vale tarde que nunca, los propios ideólogos del neoliberalismo deberán entender que las garantías sociales y el bienestar de los muchos no es un simple lujo, sino una necesidad para su propia supervivencia: hoy y mañana. Los pueblos colocados entre la espada y la pared, suelen aprovechar el menor descuido para tomar la espada y cortar el nudo.

“Teología neoliberal”; en: Diario de Jaén, Jaén, España, 11 de febrero, 1997, p. 29.





Cuba a dos ojos

29 11 1995

Occidente suele ser tuerto al mirar hacia Cuba: un nostálgico ojo izquierdo que reivindica el paraíso social de sus sueños (abortados exclusivamente por el embargo yanqui), o un feroz ojo derecho que convoca la muerte de Castro como única puerta hacia la democracia (preferentemente occidental, posiblemente sucedánea). Pero no basta mirar, hay que ver. Y la imagen estereoscópica requiere de ambos ojos.

Porque Cuba es esa Isla minúscula que intentó tocar el cielo desde su soledad continental, que sostuvo el mito de David frente a Goliat, referente para América Latina y buena parte del Tercer Mundo. A pesar de todo, es el país que ha terminado instaurando, en lugar de la dignidad estoica, una nueva picaresca de la supervivencia: lo que algún cubano bautizó como “La Era de las Tres R” (Resistir, Robar o Remar).

¿Cuándo accederá Cuba a una democracia, por fin, a nuestra imagen y semejanza?, es la pregunta del Occidente Cristiano, mientras defiende a Kuwait y otras curiosas democracias petrolíferas árabes. Pero la peor dictadura es el hambre. La primera a derrocar; cuando para dos tercios del planeta la abundancia no se postula nunca.

En 1990, Fidel Castro llegó a decir que antes de renunciar al socialismo, el pueblo cubano preferiría marcharse de las ciudades y labrar la tierra al estilo de los indios taínos. La idea cayó pronto en el olvido, junto al slogan “Socialismo o Muerte”, porque se percataron de que ningún pueblo se suicida. Con la caída del Este (y con ello, del 80% del comercio cubano) se abría para el gobierno de la Isla el mayor reto de su historia: ¿Cómo evitar que el hambre llegara a extremos tales que la desesperación pusiera en peligro el statu quo? ¿Cómo hacerlo sin concesiones al capitalismo, que significarían una derrota ideológica, y sin abandonar las conquistas sociales, única razón objetiva para su permanencia en el poder? Pero, sobre todo, ¿cómo hacerlo sin ceder ni una brizna del poder monopolizado por FC durante treinta años?

El Ministerio del Interior adquirió por entonces equipos antimotines, pero Valeriano Weyler, último Capitán General, y los dictadores Machado y Batista, la historia toda del país, demuestran que ese es el método más expedito para ser derrocado. Error. Efectúe otra jugada.

Recordaron entonces al pensador cubano José de la Luz y Caballero: “Más vale proveer que prohibir”. Pero para proveer no bastaba una economía que, sin ayuda externa, se desplomó en apenas un año, incapaz de cubrir ni siquiera las cuotas del racionamiento. La única solución era incrementar la eficiencia económica. Pero sin acudir a las fórmulas del Fondo Monetario, sin cancelar las conquistas sociales y sin dinamitar los fundamentos del sistema: ultra centralización, propiedad estatal y manejo de la economía según criterios políticos.

¿Qué hacer entonces? La ensaladilla rusa, hambre con democracia, no es una buena receta para conservar el poder. Más apetecible es el pato al estilo de Pekín: dictadura política con crecimiento económico. Pero, eso sí, nada de permitir una nueva casta de propietarios criollos. No sólo quiebra el sagrado igualitarismo, sino que sería, invirtiendo la frase de Marx, como fabricar el propio sepulturero. Patentaron entonces su propia fórmula: un capitalismo sólo para extranjeros que subvencionara el socialismo sólo para cubanos.

Esto es: descapitalizar la nación vendiendo medios de producción al capital foráneo, permitirle invertir y operar según sus propias leyes; para cobrar más tarde el diezmo. ¿Por qué no a los nacionales? Según algunos voceros del régimen, porque el cubano carece de capital. Como si el dinero, ente sin patria, no pudiera arribar desde Miami vía Zúrich. Dos millones de exiliados preferirían invertir en empresas que manejaran sus familiares en Cuba, en lugar de ir, mal que bien, subvencionando su miseria con la mínima ayuda familiar que admite el embargo. La inversión es siempre más digna y fructífera que la caridad. ¿Por qué entonces el gobierno se ha negado a esta opción? En realidad, razones políticas. El inversionista extranjero aporta capital, permite el funcionamiento de una parte de la economía, pero no tiene ningún derecho político. Si obtiene ganancias, incluso apoyará al gobierno. Los nacionales, en cambio, podrían constituir a mediano plazo una capa productiva, eficiente, y ya se sabe que el poder económico siente un hambre precoz de poder político.

¿Por qué permitir entonces ciertas formas de trabajo privado: artesanos, fabricantes de baratijas, pequeños restaurantes? Se trata de aprobar a regañadientes fórmulas que ya la picaresca de la supervivencia venía ejerciendo, paliar la abrumadora escasez y contener el descontento, como quien engaña el hambre con caramelos; desatar aunque sea una mano a las fuerzas productivas, altamente capacitadas pero uncidas a las ineficaces relaciones de producción, y ofrecer la puerta lateral como salida al enorme desempleo, producto del cierre masivo de fábricas y empresas. Pero prohibiendo a los profesionales (medio millón) ejercer por libre sus oficios, y evitar así el surgimiento de una empresa altamente cualificada y competitiva que demuestre (aun más) la incompetencia del aparato estatal. El ingeniero puede montar un pequeño restaurant, pero no una fábrica; el médico vende dulces a domicilio y el periodista fabrica juguetes de papier maché, pero jamás se les permitirá instalar una consulta o crear un periódico. Y sin hacer constar de forma definitiva la libertad de empresa y comercio de los nacionales, de modo que sea suprimible ─no es novedad, ya ha ocurrido antes─. Como la prostitución: Según el propio Fidel Castro, entrevistado en Nueva York, no se la persigue “para que no nos acusen de violar los derechos humanos”, pero jamás se legalizará. Al igual que la iniciativa privada de poca monta, las muchachas que se ganan el pan con el sudor de su cintura disfrutan del sobresalto: la tolerancia reversible.

Pero es natural el temor a inversiones masivas e incontroladas en la Isla o a la creación de una burguesía depositaria del capital procedente del exilio. La cúspide más ortodoxa, por razones ideológicas; otro sector de la burocracia política, por motivos más bastos: se están colocando ya, como gerentes de empresas mixtas, representantes de firmas extranjeras, etc., en posición de esperar el cambio, bien arropados en sus crisálidas rojas, que abandonarán convertidos en las flamantes mariposas de la nueva burguesía. No van a tolerar la competencia desleal de los advenedizos. Si no me creen, miren hacia el Este.

¿Y la democracia qué?, vuelve a preguntar Occidente. Dada la profunda crisis que pesa sobre la cotidianía del cubano, permitir la aparición de alternativas políticas, admitir que se difundan y debatan otros discursos, el destape de una oposición organizada y viable (que hoy se prohíbe por ley), sería para el gobierno actual como un intento de suicidio: si se salvara quedaría cuadripléjico. La lección Gorbachov está demasiado fresca. De modo que evitan con todo cuidado las figuras alternativas (competitivas), y cualquier fórmula democrática, como no sean las elecciones del Poder Popular, el parlamento más obediente del mundo y que no decide nada medular.

De hecho, las fuerzas dentro del gobierno que hoy promueven los cambios económicos, y cuya figura más emblemática es Carlos Lage, podrían protagonizar una suave transición política hacia formas más participativas del poder, pero no hay por ahora indicios de que la tímida apertura económica se desplace hacia el terreno político. La vieja guardia sabe que su status vitalicio (“méritos históricos” mediante), como miembros de la familia gubernamental que rodea al líder, se desmoronaría en un mundo más competitivo, de estamentos mudables. Y quizás nada ayudaría más a erosionar ese statu quo que la supresión del embargo, derogando así un fuerte factor de cohesión alrededor del líder, según la tesis “Ahí viene el lobo”. Pero la prepotencia Made in USA es el peor glaucoma político.

Para forzar desde abajo una transición radical, haría falta más que el 50%+1 de los votos: el 70%+1 de la desesperación. Situación poco predecible, dado que opera aún el “síndrome del líder”. A lo que se suma la propia idiosincrasia del pueblo cubano, que sólo llega a la sangre in extremis; el temor de muchos a la alternativa Miami (que ven como extrema de signo opuesto) en caso de desplome, y el ejemplo de la antigua URSS, precipitada en un capitalismo salvaje donde los menos aptos están peor que antes. De modo que para los cubanos mayores de 50 años el horizonte pos fidelista se barrunta negro, desguarnecido de las (ya precarias) conquistas sociales. Saben que el capitalismo cubano estará más cerca de Brasil que de Suecia. Mientras, los más jóvenes prefieren huir al paraíso que les ofrecen los enlatados de la TV, antes que intentar uno propio. Sin desdeñar que una porción aún cree en el líder, dado que la equivalencia Fidel=Socialismo=Patria, reiterada durante 35 años, ha calado muy hondo. No es fácil desglosarla. El resto, espera. ¿Hasta cuándo? Quién sabe. Las bolas de cristal y otros artilugios de adivinar no se incluyen en las cartillas de racionamiento.

“Cuba a dos ojos”; en: El País, Madrid, España. 29 de noviembre,1995, p. 12.

 

 





Cuba: el crepúsculo de un sueño

30 08 1995

Cierto taxista de Ciudad México me preguntó “cuándo expulsarían a ese Castro de la Isla”. Enterado de que yo vivía en La Habana, dio un giro de 180 grados a su curiosidad: “¿Y los yanquis no pensarán levantar nunca el embargo?”. El cliente siempre lleva la razón.

Como en un western, los fans de indios y cowboys suelen abundar cuando se toca el tema de Cuba: ¿El embargo o Castro? ¿El lobo feroz o la Caperucita Roja? Pero hay preguntas más arduas: ¿Por qué se mantiene en pie el único gobierno comunista del hemisferio Occidental tras la caída del Este? ¿Por qué, a pesar de la profunda crisis, no ha habido un levantamiento popular?

En 1990, ante la inminente desintegración de la Unión Soviética, se habló por primera vez del “Período Especial en Tiempos de Paz”, eufemismo para nombrar la crisis más profunda en la historia de Cuba, que se haría realidad meses más tarde: drástica disminución del transporte público, reducción o eliminación de todo combustible, cierre de empresas y masificación del paro, cortes de electricidad que alcanzan ritmos de 8 por 8 horas, paralización de las construcciones sociales y de infraestructura, reducción del suministro alimentario a 0,4 kg por día por habitante (sólo 27 g ricos en proteína); enfermedades propiciadas por avitaminosis y aproteinosis, como neuritis y beriberi, agravadas por la falta de medicamentos. El peso, la moneda nacional, disminuye entre 50 y 100 veces su poder adquisitivo en apenas unos meses, y el salario de un ingeniero, que rondaba los 300 dólares mensuales hace cinco años, se desploma a menos de tres. La crisis, entronizada ya como modus vivendi, va mutando hasta crisis de valores: se multiplica geométricamente la prostitución (una muchacha gana por turista-noche lo que sus padres, dos profesionales, no ganarían en un año), crece la delincuencia, la malversación y la economía subterránea. El mercado negro ocupa el lugar del mercado y se hace realidad lo que algún cubano bautizó como “La Era de las Tres R” (Resistir, Robar o Remar). Dado que el trabajo (salvo excepciones) deja de ser una vía digna y segura de subsistencia, se instaura una nueva picaresca de la supervivencia: dólares a toda costa para acceder a la red comercial en divisas. Los padres aspiraron a un título universitario; los hijos, a ser camareros para agenciarse unos dólares de propina. Cuando no, se echan al mar en una balsa, añorando alcanzar el Miami Paradise (si los tiburones del Canal no se interponen). Porque al cabo de cuatro años, sin otra solución para rebasar la crisis que las continuas apelaciones al “espíritu de resistencia”, el artículo más deficitario es la esperanza.

¿Cuáles fueron los polvos que trajeron estos lodos? En desigual medida, tres factores: la ineficiencia crónica del modelo, el embargo norteamericano y la desaparición de las excepcionales relaciones comerciales con la antigua Unión Soviética.

Según estimados del gobierno cubano, el embargo ha costado 40.000 millones de dólares, al eliminar a la Isla como posible destino del turismo norteamericano, impedir el intercambio comercial y la adquisición de tecnología, derivando su comercio hacia regiones más alejadas u onerosas transacciones a través de terceros, así como las presiones a empresas internacionales. El principal exportador mundial de azúcar no tiene acceso a la Bolsa de Azúcar de Nueva York y un barco que toque puerto cubano, no podrá ni acercarse a puertos norteamericanos durante seis meses. Ese es el embargo, paliado desde inicios de los 60 por el intercambio con la antigua URSS: relación de precios estables y a largo plazo muy favorables a la Isla; suministro prácticamente gratuito de todo el armamento; asesoría técnica, préstamos e inversiones. Incluso durante los 70, con la autorización de Moscú, la segunda fuente de ingresos de la Isla fue revender parte del petróleo que recibía a precios de convenio.

De modo que el costo del embargo se eleva al 7,6% del PNB cubano durante estos 35 años y, políticamente, contribuye a cohesionar al pueblo cubano alrededor del líder, según la tesis “Ahí viene el lobo”; pero Norteamérica es demasiado prepotente con Latinoamérica para retractarse. Mientras, la desaparición de la URSS despeña la Isla en un típico modelo tercermundista de relaciones, agravadas por el atraso tecnológico heredado de la URSS y un cuarto de siglo descansando sobre relaciones paternalistas y escasa eficiencia. Ahora bien, nada de eso explicaría un colapso sin ápice de recuperación durante cuatro años. Lo explica la ineficiencia crónica del modelo cubano: ultra centralización, supresión de la iniciativa y manejo de la economía según criterios políticos: la Idea, el Sistema, el Stablishment, son más importantes que el bienestar público, esa desviación pequeñoburguesa y consumista.

Desde 1968, cuando se eliminó toda forma de propiedad privada de los medios de producción (excepto el 30% de las tierras cultivables) es el Estado quien controla desde la gran industria hasta los estanquillos de periódicos. Tenencia absoluta de bienes y recursos. Importación y exportación centralizadas. Aún así, los pequeños campesinos, que cuentan apenas con medios, son hoy el sector agrícola más eficaz, de modo que el problema es básicamente conceptual. En un país que ha tenido un verdadero boom educacional (500.000 profesionales sobre 11 millones de habitantes), la inmensa mayoría de los cuadros de dirección han sido elegidos por razones políticas ajenas a su capacidad profesional. Dado que el modelo exige incondicionalidad al sistema y al líder antes que eficiencia, la estructura piramidal de dirección recaba obediencia antes que iniciativa, premia la adulación y sanciona la indisciplina creadora: en suma: una parálisis generalizada.

Como, por otra parte, se ha sustituido la retribución por diplomas, banderitas y exhortaciones al sacrificio en aras del ideal, cunde una huelga de brazos caídos: descansar durante el horario laboral, para dedicarse fuera, con desesperación, a la picaresca de la supervivencia.

¿Soluciones? Las del Estado: descapitalizar la nación vendiendo los medios de producción al capital extranjero. ¿Y por qué no a los nacionales? Según opiniones, porque el cubano carece de capital. Como si el dinero, ente sin patria, no pudiera arribar desde Miami vía Zúrich. Incluso ante la solicitud de autorización, por parte de exiliados cubanos residentes en países que no sea Estados Unidos, de invertir en la Isla, pero delegando en sus familiares cubanos de adentro el manejo de las empresas, la respuesta fue un rotundo NO. ¿Por qué? Una vez más, razones políticas. El inversionista extranjero aporta capital, permite el funcionamiento de una parte de la economía, pero no tiene ningún derecho político. Los nacionales, en cambio, podrían constituir en breve plazo una capa productiva, eficiente, y ya se sabe que el poder económico se convierte, sin pérdida de tiempo, en poder político que podría discutir espacio al omnipotente y único Partido Comunista de Cuba, empleando incluso los escasos mecanismos democráticos. Y el stablishment no está dispuesto bajo ningún concepto a compartir ese poder.

Entonces, ¿qué mantiene en pie al gobierno?, ¿por qué no ha habido un estallido popular? Los factores son varios y se interdigitan en un complejo entramado: relictos de la vieja popularidad de la Revolución nacionalista, popular, moralizante (el panorama de la república pre revolucionaria hedía por los cuatro costados) y de sus ya precarias conquistas sociales; el carisma de Fidel Castro, operando aún lo que los sociólogos llaman “el síndrome del líder”; la propia idiosincrasia del pueblo cubano, que sólo llega a la sangre in extremis; la inexistencia de una oposición organizada y viable (que el gobierno prohíbe por ley), como no sea la extrema de signo opuesto, en Miami, que el cubano de Cuba tampoco apetece, no sólo porque ya ha prometido tres días de libertad para la revancha después de Castro, sino por el previsible cambiazo: los siervos de LA IDEA convertidos en siervos DEL CAPITAL, sin paliativos. Y el ejemplo de la antigua URSS, despeñada en un capitalismo salvaje donde los menos aptos están peor que antes. De modo que para los cubanos mayores de 50 años el horizonte pos fidelista se barrunta negro, mientras los más jóvenes prefieren huir al paraíso que le ofrecen los enlatados de la TV, antes que intentar uno propio. El resto, espera. Sin desdeñar que una porción del pueblo cubano aún cree en el líder, dado que la equivalencia Fidel=Socialismo=Patria, reiterada durante 35 años, ha calado muy hondo. No es fácil desglosarla.

De ese modo, Cuba es hoy una lección amarga de la historia: el crepúsculo de un sueño compartido de justicia social, moralidad, nacionalismo sin integrismo ni xenofobia, que se empezó a desplomar cuando el poder mudó de medio a fin; cuando la opinión popular se hizo prescindible y su participación en el poder, innecesaria; configurando una clase gubernamental inapelable e inamovible que convirtió en ley los principios de su propia supervivencia: la obediencia al líder, y declaró enemiga toda diferencia, instaurando una intolerancia practicante que será a la larga su propio sepulturero: sin diferencias no hay crítica; sin crítica, no hay mejoramiento posible. La inmovilidad parece perfecta, eterna. Cuando lo único eterno es el tiempo que cambia. De modo que a la larga el juicio de la historia quizás troque aquella frase de Fidel Castro en 1954, “La historia me absolverá”, por “La historia me absorberá”.

 

1995