Idea (del libro Habanecer, 1992)

1 02 1990

Portada Habanecer 186

La camilla sorteó felizmente largos corredores, cardúmenes de pacientes e impacientes, enfermeras, cirujanos distraídos y la mirada aún transparente de un niño en el cunero.

La cabeza rapada del hombre descansa ahora sobre la mesa de operaciones y alguien se ocupa de pintarla con agua mentiolada. El estudiante aprovecha la acción plástica para revisar los antecedentes del caso: comenzó varios meses atrás con trastornos de conducta, pérdidas momentáneas de conciencia y cefalea.

Eso quiere decir, aunque no aparezca en la hoja clínica, que Efren Blanco fue, hasta un día más o menos bien determinado de hace cinco meses, un trabajador disciplinado, laborioso, indiferente, amante de las tradiciones heredables y codificadas por ello en su subconsciente desde la más tierna infancia. Efren Blanco  ha sido (hasta la aparición de los síntomas) un ejecutor. No un preguntante o un decididor. Lo suyo nunca fue dudar o decidir. Fue siempre un hombre bondadoso en la medida de sus posibilidades (pero sin extremarse); afectuoso con su familia y amigos (pero sin extremarse tampoco), y extremadamente respetuoso del orden jerárquico.

Desde aquel (im)preciso día en adelante, Efren Blanco comenzó a sufrir dolores de cabeza que, de inicio, fueron atribuidos al ruido de las máquinas, aunque llevaba treinta años escuchando, sin afecciones evidentes, el canto desacompasado de esas mismas máquinas. Efren apeló a la ingestión masiva de aspirinas; hasta que le ocurrió su primer desmayo. De éste se percataron inmediatamente, porque cayó al suelo sin soltar la palanca que regulaba la velocidad de la estera mecánica. El final de la línea se superpobló de cadenas. Días más tarde, antes que Efren Blanco acudiera al médico y, por supuesto, después que lo alejaron de la palanca, el hecho se repitió. En ese momento, ya Efren padecía fuertes trastornos de conducta que lo hacían punto menos que irreconocible, incluso para su familia: comenzó a otear alrededor con miradas inquisitivas de reciente adquisición. Comenzó a preguntar todo lo que ignoraba (y no era poco). Se transformó de oidor en opinante. Empezó, incluso, a tratar de entender a sus hijos, inescrutables hasta entonces como los planes técnico‑económicos. Y, lo que es peor, empezó a dudar de algunas tradiciones instaladas, de algunas órdenes que antes acataba, bovino y neutral, con expresión de cantón suizo. Se convirtió en un ejecutor imperfecto, contaminado de dudas y decisiones propias.

Ya su mal había avanzado hasta ese extremo cuando se iniciaron las exploraciones clínicas que ahora el estudiante, en su primera operación dentro de la especialidad, repasa para tener claros los procedimientos, por si acaso el profe le pregunta:

Primero fue la placa de cráneo que sólo arrojó algunas calcificaciones.

Después, el electroencefalograma descartó la epilepsia, y la arteriografía cerebral mostró un área muy vascularizada en la supuesta zona de la lesión.

Por último, aplicaron la resonancia magnética nuclear y la tomografía axial. Ambos procedimientos revelaron la existencia de un tumor asombrosamente esférico en la región parietal.

El estudiante trata de memorizar los pasos por orden de aparición, y observa el entubado, la anestesia general endotraqueal. Después, claro profe, el procedimiento casi carpinteril (la diferencia más palmaria es la asepsia) de hacer los trépanos con el taladro (Trépanos uno, dos… ¿Trépanos se acentúa?) y seccionar la tapa del cráneo. Ya el profe puede cortar la dura madre a tijera y bisturí, y el estudiante mira lo más posible para que no se le olvide. Entonces queda al descubierto la masa encefálica, ese esferoide cuya superficie, en los libros de texto, en los medios audiovisuales y en los muertos de aprender, allá en la escuela, siempre le ha parecido la foto aérea de un delta paranoico: poblada de circunvoluciones, esos cauces por donde corren las ideas. Pero ahora el estudiante se queda entre decepcionado y estupefacto, porque bajo la dura madre se revela una superficie convexa, gris, inmaculada como una pelota de goma maciza, sólo alterada por pálidas sombras de (quizás) circunvoluciones recién nacidas, como quintas copias al papel carbón.

No sólo el estudiante. El profe, el anestesista, los asistentes y enfermeras se miran perplejos —y esa perplejidad es más significativa porque ellos sí están aburridos de fisgonear el cerebro del prójimo—. A pesar de tanta perplejidad compartida, hay que seguir, porque, lisa o no la superficie, debajo está el tumor.

El transductor ultrasónico (¿transqué, profe?) los va guiando como perro de aguas entrenado para cazar tumores. El cirujano resecciona de modo segmentario (había otra resección, pero no me acuerdo. Ah, sí, la otra), con mucho cuidado para afectar lo menos posible al paciente, hasta una profundidad de tres centímetros, donde se pone al descubierto el tumor: una esferita azul, traslúcida, de quince milímetros de diámetro. El profe y su equipo vuelven a mirarse asombrados, porque tampoco han visto un tumor de aspecto tan inofensivo. Hasta el estudiante, que jamás se ha encontrado cara a cara con un tumor en persona, se da cuenta de que los tumores no pueden ser objetos tan seráficos. O reconsidera sus valoraciones previas, o reconsidera el tumor.

El estudiante ignora lo que el narrador sí conoce —a esto le llaman el dato escondido—: que hace cinco meses, durante una reunión en la fábrica, treinta años de intuiciones y silencio archivados en el subconsciente de Efren Blanco se pusieron de acuerdo, y una idea imprevisible nació en su cerebro. Una idea sutil como ciertas brisas de agosto, equilibrada como una pirámide, precisa como un láser, sencilla como un teorema de Pitágoras. Entonces, ante el estupor de la concurrencia,  se puso de pie y dejó fluir durante algunos minutos las palabras reverdecidas que condensaban treinta años de ideas probables, de ideas nonatas, sepultadas bajo la pantanosa superficie de su indiferencia. Cuando los integrantes de la mesa presidencial salieron de su asombro, le prometieron estudiar su proposición.

Transcurrieron meses, prórrogas, dilaciones, detallados estudios, cuidadosas valoraciones, trámites a los que toda idea debe sumisión y respeto, sin una respuesta a la (sorpresiva, subversiva, intempestiva) idea. Durante ese tiempo, los trastornos en la personalidad de Efren Blanco se fueron acentuando. Entonces le recomendaron reposo y un chequeo que acaba de concluir ahora, sobre la mesa de operaciones, cuando el profe, con la punta del bisturí, roza la idea, y la idea se desprende, se eleva, antigravitacional y azul. Liberada de esa claustrofobia que hace peligrosísima cualquier idea enconada, comienza a flotar por el salón. (En casos extremos, llegan a convertirse en ideas malignas y hacen metástasis de consecuencias casi siempre fatales).

Aunque ignora de qué se trata, el estudiante persigue a saltos a la idea por todo el salón. Pero es inútil, porque las ideas tienden a la altura y no padecen de vértigo. Guiado por un instinto que hasta ese momento ignoraba, el estudiante le habla con cariño, trata de convencerla para que baje. Y la idea se deja conmover, desciende y se posa en la mano del estudiante, quien le acaricia la superficie con la yema del dedo índice.

El profe decide dar por concluida la operación y analizar esa cosa más tarde, pero la idea percibe la intención de reducirla a trofeo de laboratorio y se desprende de la mano, roza con un gesto amistoso la mejilla del estudiante y, gracias a su impunidad de idea, atraviesa el cristal de la ventana. Él la ve alejarse volando en dirección a la ciudad y la despide con un movimiento levísimo de la mano.

Absorto en su despedida, el estudiante se pierde el final de la historia, cuando el profe concluye su labor de alta costura, convencido de que la operación ha sido un éxito, que no habrá recaídas ni secuelas.





Radiografía de un salto (del libro Habanecer, 1992)

1 02 1990

Portada Habanecer 186

La última puerta de la 79 se abre con un resoplido y tú saltas, tropiezas con alguien, disculpe, disculpe, y atraviesas corriendo la Avenida 1ª, después de echar un vistazo preventivo a derecha e izquierda. Desde el momento que alcanzaste la guagua a una cuadra de la parada, desde el momento que te enganchaste al racimo de hombres colgados, supiste que sólo tenías dos posibilidades: que todos los relojes del mundo sufrieran una parálisis momentánea, o correr. Como ignoras que la primera variante es, si no probable, al menos, posible, optaste por la segunda. Mientras vuelas por el separador central de 5ª Avenida, mientras tu camisa a cuadritos, tu pantalón de caqui y tus botas van dejando atrás, como Ben Johnson a tu abuela paterna, a los corredores miramarenses y mañaneros, a los shorts Adidas, las zapatillas Mizuno y las bandas elásticas Ralley alrededor de las ideas, perdón, de las frentes, tu pelo, desmayado casi de tan lacio, va pegando saltos, aleteando en lo alto, ni que eso ayudara a cruzar la cerca peerles a las ocho en punto, a introducir la tarjeta en la ranura justo dos segundos antes que el reloj de ese temible salto hacia las ocho y un minuto. Coñó. Resuellas. Por poco. Si no corro . Y recuerdas, en un pase instantáneo de la memoria, la 79 que se te escapó justo llegando a la parada, y la otra (por fin); el olor a pasteles frescos dos minutos y medio más tarde, qué hambre, apúrate guagüita, y el cartel de CUBALSE (Cuba al Servicio del Extranjero), ─¿cuándo crearán CUBALSEC: Cuba al Servicio de los Cubanos?─ medio minuto antes de doblar a la izquierda, tres minutos antes de que el árbitro de la puntualidad disparara tus doscientos metros planos contra la raya roja que pendía sobre tu cabeza. Si no fuera porque la vieja se antojó a esa hora de que le cargara cuatro latas de agua, figúrate, mamá, se me hace tarde; cuando venga, mamá, cuando venga. ¿Y me quedo seca todo el día? Tú eres un desconsiderado. Está bien. Está bien. No se me puede olvidar más. Cuando llegue, sin cambiarme de ropa ni nada, le lleno el bidón de lavar y el de la cocina y ya. ¿Contenta, vieja? Sí, mijito, yo siempre se lo digo a Candita, que tú eres más considerado conmigo . De todas maneras, a esa hora de la tarde la cola para las duchas es del carajo, así que cargando el agua hago tiempo. Con la práctica que tengo en la cargadera de agua, eso es rápido. ¿Desde séptimo, no? Creo que sí. Once o doce años tendrías cuando el viejo te llamó con su voz de bajo: Desde hoy el asunto del agua es cosa tuya, que ya estás bien hombre para ayudar ─con la misma solemnidad que si te armara caballero─. Al principio te sentiste orgulloso de ser tan hombre ya, pero después . Mira que me jodía aquello; porque cuando el piquete salía corriendo de la secundaria para casa de Chuchito a oír la grabadora, o a coger la FM, que su padre había puesto en la azotea una antena de esas que parecen una araña pelúa, y la Super Q, la WGBS, se oían super; yo tenía que ir a cargar la cabrona agua. Sin chivichana ni nada, que de todas maneras, uno dejaba cuatro latas llenas allá abajo, y mientras subía las primeras, se las robaban con latas y todo. Una a una. O dos. Aunque había días que yo no podía con dos, y otros días, ni con mi alma. Lo mismo en el pre, cuando a Chuchito le trajeron el vídeo y todas las películas aquellas de kung‑fu y carros y jevas encueras, y todos se iban en molote para allá, mientras el bobo se quedaba cargando agua. Menos mal que a Xiomara la dejaban salir por la noche, que si no, me bota por aguador. Y cuando no era el agua eran los mandados, y cuando no . Siempre había una jodedera diferente. O la misma, pero todos los días.

Caminas hacia el traspatio, abres la puerta de la caseta, te cambias de ropa y sacas las herramientas. Después que pasó lo que pasó, tío Román me decía: ¿Tu padre no estará tan encabronado porque ahora tiene que cargar el agua? Pero no era por eso.

Sales. Cierras la caseta con candado y caminas hacia el frente, carretilla por delante, bordeando el edificio del museo. Pasas al lado de la estatua en mármol blanco de una muchacha, quién sabe si vistiéndose o desnudándose, mientras el gato de mármol blanco se lude contra sus piernas, y los saludas. Buen día, Xiomara. Buen día, Blanquita. Porque estás seguro de que es gata, aunque el escultor no se ocupó de esas minucias, y más seguro aún de que la muchacha tiene las mismas corvas que Xiomara. Conduces la carretilla por el caminito, subes el contén y te detienes al pie del flamboyán, ¿te acuerdas? Como al segundo día por poco me caigo de allá arriba. Casi nadie se podía trepar al copito, pero yo pesaba ciento veinte libras. Y como había menos peste, menos empuja empuja, y menos posibilidades de tropezarse con Frank, con Guillermo El Abacuá, con Aníbal El Gallego, con Pedro El Gordo; aunque conmigo casi nunca se metieron. Un muchachito sin comida, sin buena ropa, sin dinero. Echate pallá, comemierda. Tampoco les salí con boconerías, que por eso llevaron a tres o cuatro para allá atrás, donde nadie se metiera, y después los dejaban tirados, hechos un ripio. Yo lo vi. Sin moverme del nido. Hasta aprendí a orinar pegado al tronco, despacito, y que el orine resbalara por la corteza sin caerle a nadie arriba, que entonces sí me hubiera metido en una candela. Bueno, depende, porque había sus infelices que ya no protestaban por nada, como si la única manera de sobrevivir fuera quedarse callados. Injertados. Depende de lo que uno quiera injertar, y del tronco. Hay palos que no sirven y hay plantas que no aguantan. Depende del clima también. Guillermo y El Gallego estaban en su elemento. Pero dos o tres familias que hicieron campamento para aquella punta de la cerca, vivían, dormían, soñaban con pánico. Yo tampoco serví para injerto aquella vez.

Tus ojos descienden por el tronco sin salpicar a nadie. Qué bien ha crecido la malanga ésta. Y rápido. Mejor hago los trasplantes por la tarde, que esa es la hora buena, como decía Prieto, aquel negro viejo que hablaba con las azucenas y los gladiolos cuando nadie lo oía, el que te enseñó cuanto podía ser enseñado de todo lo que sabía, a dos leguas de la finca de tu abuelo. Mejor los colores para jardín que las plantas aromáticas, muchacho. Esas hay que sembrarlas donde alguien las huela. La jardinería no es obra de desperdicio, y las plantas de olor hasta se molestan cuando ven el despilfarro. Se les enquista el perfume y se mustian. Fíjate, para preparar esquejes o hacer trasplantes, lo más importante es el cuido, muchacho, el buen trato. No te das cuenta hasta después de muchos años, pero las plantas son suceptibles como mujeres preñadas. Si uno las cariñea un poco, se dan que es una maravilla, pero si no . Y cuando miras hacia las rocas en desorden que se amontonan más allá del camino, decides que el viejo tenía razón, porque los jardines a la inglesa son demasiado tiesos. Eso es para llanuras bien organizaditas y casas cuadradas con columnas medio clásicas de esas y paredes viejísimas de bloques sin pintar. Esos jardines se parecen a un plan de trabajo, ¿verdad, viejo? Y el viejo asiente en tu imaginación, con el sombrero ladeado y la frente, que el sol ha dividido en dos tonos de carmelita oscuro, al descubierto. A la italiana o a la francesa tampoco, que ahí hasta las plantas se ven como plásticas. Nada más que sirven para pasear mujeres de películas, tan lindas que parecen de mentira; medio amanerados que son los jardines esos. Ahí en el pedregal lo mejor es un jardín oriental, ¿verdad, viejo? Un jardín medio misterioso con parterres, setos vivos, terrazas aprovechando los desniveles, macizos y arriates que aparezcan así, como de casualidad, y las piedras saliendo del césped japonés, con lenguas de vaca y magueyes en las más grandes. Sonríes mirando la escalera flanqueada de setos vivos, un sauce llorón por allá, unos bancos de piedra y un arroyito. Pero despiertas, porque, ¿de dónde voy a sacar agua para un arroyito? Si por aquí hubiera agua, no habría pasado tanta sed, que fueron una vaso de agua o dos al día. Como la acaparaban los mandantes, figúrate. Y a veces era por no bajar, que si me movía, enseguida me volaban el puesto.

Mejor me pongo a trabajar, en vez de estar mirando el jardín en mi cabeza. Las arecas las dejo para más tarde. Mejor tuso bajito el seto, que con las lluvias ésto revienta a crecer de un día para otro. Comienzas a podar bien parejo, en dirección a la calle, y cuando te agarras a la cerca que separa el césped de la acera, para virar en redondo, es como si todos los recuerdos hubieran quedado guardados en la memoria del alambre, porque, con la nitidez del Hotel Tritón emergiendo entre los árboles, aparece aquella tarde de 1980 cuando, a la salida del pre, Chuchito, Vázquez y Adriano le soltaron sin prólogo:

─Te estábamos esperando para ir a ver el show ese que han montado en la embajada.

─¿Qué show?

─¿Tú no lees periódicos? El de la embajada del Perú, viejo. Fidel quitó los policías y se está metiendo un montón de gente.

─No puedo, tengo que cargar .

─No jodas con el agua, que lo de la embajada no tiene segunda tanda. Después le haces un cuento a la vieja. Nosotros vamos contigo, vaya.

Llegaron a 5ª y 72 a media tarde. Nadie tuvo que indicarles. Desde lejos te diste cuenta: una guagua vacía en la esquina, autos abandonados, grupos del más diverso pelaje con mochilas, maletines y jabas caminando 5ª arriba. El tráfico casi paralizado por la aglomeración de curiosos y aspirantes a la peruanización. Y la bulla. Al otro lado de la verja, cientos de manos invitando, entren, entren, gritos, maldiciones, risas, cantos. Y los de afuera: Váyanse. Más queda para los que quedamos. Y los de adentro: Comunistas. Comunistas. Y los de afuera: Comemierdas. Comemierdas. Una gorda con una carterita minúscula quería entrar pero no podía treparse a la cerca. La halaban desde adentro, pero la gorda se caía. Entonces los de adentro y los de afuera hicieron un convenio de ayuda mutua, gorda mediante, y los de afuera metieron el hombro bajo las nalgas de la gorda y a la una, a las dos y a las tres. Ya está arriba. Cuando cayó del otro lado, por poco se lleva la cerca y a dos hombres del encontronazo. Entonces la gorda se viró: Abajo el comunismo. Y desde afuera: No sea malagradecida, que los comunistas hasta la ayudaron a irse del comunismo. Una Halley‑Davison de mil c.c. frenó en seco a tu lado, el chofer se bajó, apagó la moto, extrajo la llave y te la puso en la mano: Coge, te la regalo. Allá me voy a comprar una Honda. Volvió la espalda y se zambuyó en la embajada de un salto, entre dos manos levantadas que sostenían carnés rojos ardiendo. Y tú parado en la acera, estupefacto. Oye, deja eso, que te vas a buscar un barretín. Fue en ese momento cuando te diste cuenta que la llave seguía en tu mano, y la soltaste como si te hubiera picado. Pero más te picó la proposición de Adriano:

─¿Nos metemos?

─¿Tú estás loco?

─¿Loco por qué? ¿No me digas que tú no quieres ver el mundo y comprar tu pacotilla y ?

─Deja eso.

─Ni que fuera tan fácil

─¿Tan fácil qué?

─Eso.

─¿Tú no has leído en el periódico ?

─No jodas. Si es por el periódico, allá todo el mundo pasa hambre, y después vienen como mi tía: cargados de pacotilla hasta aquí.

─Yo me quedo.

─¿Y tú ?

¿Y yo? ¿Y yo? ¿Y yo? ¿Y yo? ¿Y yo? ¿Y yo? ¿Y yo? Nunca podrás precisar todo lo que pensaste en aquel momento, mientras caminabas entre Adrián y Vázquez y mi mamá y Xiomara y las latas de agua por la tarde y la voz de mi papá y el pantalón de salir se me rompió y vamos a hacerle un zurcidito invisible porque no hay otro y los labios pulposos de Xiomara en la penumbra del Payret y la guagua de bote en bote para Santa María los domingos y la grupa de Xiomara y la cinturita de Xiomara y las manos veloces de Xiomara y el sexo apretado y caliente de Xiomara y el olor a sudor de Xiomara en una posada y mi mamá huevos fritos otra vez huevos fritos y gracias que no hay otra cosa y la maleta abierta en casa de Vázquez y pulóvers Pierre Balmain y jeans Levis y Pumas y Pierre Cardin y Chemise Lacoste y Lois y Lee y la grabadora It’s a Sony Stereo Sound y las reuniones del comité de base de la UJC y los informes de balance y las escuelas al campo y las clases y las clases y las clases, mientras cruzas la calle entre Adrián y Vázquez, y la cola para el baño y la cola para la cafetería y la cola para la bodega y la cola para el agua y la cola para la guagua y la cola para el cine y la cola para la posada y la cola para la cola de la cola y el imperialismo y el bloqueo y los principios y la moral y el diversionismo ideológico y la melena esa que tú tienes y la penetración y los pantaloncitos apretados y las desviaciones y la música americana y la CIA y el Pentágono y los apátridas y los gusanos y Cuba sí yanquis no y yanquis go home y pin pon fuera abajo gusanera y patriaomuertevenceremos y pioneros por el comunismo seremos como el Che y no hay no hay no hay no hay no hay y prohibido entrar en short y prohibido entrar en mangas cortas y prohibido pisar el césped y prohibido jugar en la calle y prohibido entrar peludo y prohibido entrar si no es empleado y prohibido entrar y prohibido salir y prohibido prohibir prohibir y mi papá queyonotecoja queyonomeentere y las películas de Bruce Lee y los videos de Michael Jackson y los casetes y los pulóvers y los pitusas y los videos, mientras permaneces como una estatua al pie de la cerca sin escuchar los gritos a tu alrededor, de un lado y otro, arriba y abajo, y la Playboy aquella y la crisis del capitalismo y la inflación y la devaluación del dólar y los carros y las casas y las películas y los rascacielos de New York y las mujeres encueras y Xiomara y el vicio y la corrupción y la delincuencia y la marihuana y mi mamá y el rock probibido queyonotecoja el agua los videos la cola la juventud los pitusas Playboy las clases las reuniones patriaomuertevenceremos el pantalón se me rompió el diversionismo los huevos fritos la crisis Xiomara las guaguas It’s a Sony la corrupción, mientras Vázquez y Adriano te tienden las manos desde arriba:

─Salta, coño, salta.

Y tú saltas.

Y te ves en el aire, sobre la frontera de la cerca, como si no hubiera sucedido en la realidad real, sino en un video que viste alguna vez en casa de Chuchito.

Continúas podando cuesta arriba, pero el alambre de la cerca ha inoculado en tí aquella tarde cuando dos tipos de catadura nada dudosa les dieron la bienvenida al Mundo Libre (así mismo dijeron, aunque aquello parecía el Mundo Preso) y Vázquez, Adriano y tú (Chuchito los mirada desde afuera) encontraron un trocito minúsculo de hierba pisoteada donde sentarse a hacer planes, los tres mosqueteros, uno para todos y todos para uno, aquí, allá y donde sea, tú verás que cuando estemos allá, tú verás que, pero esa misma noche vino el padre de Vázquez y lo miró y no dijo nada y Vázquez se levantó y sin despedirse saltó la cerca para saltar la otra cerca un mes y medio más tarde, cuando un yate vino por el Mariel en busca de toda su familia. Quedamos nosotros, dijo Adriano; no nos podemos rajar. Y aquella noche durmieron acurrucados con el espacio indispensable para apoyar las espaldas en la cerca. Tú verás cuando lleguemos allá. Tú verás.

Al día siguiente, muy temprano, apareció tu padre. Si no sales de ahí, te voy a matar. Pero tú sabías que no. Si saltabas de regreso . No te vayas a rajar como Vázquez. Si saltabas. No te vayas a rajar, coño. Oiga, deje al muchacho tranquilo, que ya tiene edad para decidir. Cállese usted y no se meta. Sale. No salgas. Sale, quesinotevoya. Ya estás adentro. No te vayas a rajar. Sale. Pero si salgo, si salgo me mata. No. A pesar de que su padre estuvo parado frente a la cerca casi veinticuatro horas. A pesar de que no bebió ni comió durante veinticuatro horas. A pesar de que su padre lo estuvo mirando durante veinticuatro horas. NO (a pesar de).

Cuando se fue, respiraste aliviado, como quien ha estado esperando en un hospital de campaña que le amputen una pierna. Despiertas de la anestesia, y la ves yaciendo, como un objeto extraño, sobre un trozo de tela blanca. Todavía no sentías dolor, ni picazón entre los dedos fantasmas del pie. O del alma, porque te habías amputado un padre.

De los días siguientes sólo recuerdas el hambre y, sobre todo, la sed que precedió a la noche, la sed que no te permitió dormir, y por eso lo viste todo desde tu nido, en la copa del flamboyán. Sucedió al pie del árbol, mientras Adriano dormía aferrado a su rama, mientras tu lengua se hinchaba en la boca como llena de arena. Al principio no te diste cuenta, pero después el ruido del forcejeo subió, mitigado por la distancia, y saliste del letargo, mitad sed mitad sueño, y los viste allá abajo, al pie del árbol: Uno de los hombres le aguantaba los brazos a la mujer y otro le mantenía abiertas las piernas. A pesar del hombre que la oprimía contra el suelo y se movía y se movía, ella, con la ropa hecha jirones, levantaba la cabeza para mirar a un tipo medio calvo que lloraba con cara de infeliz (hasta lástima daba) y se le empañaban las gafas con el lloriqueo. Lo tenían arrodillado, con una cuchilla apoyada en el cuello, y le tiraban de los pelos (levanta la cabeza, coño) para que mirara para que mirara. Y ella, con ojos como de loca o de fiera, miraba llorar a su marido y le decía maricón maricón ─sin gritar─. Entonces, el que estaba arriba de ella (y se movía y se movía) le dijo cállate, puta, cállate. Y de un puñetazo la dejó medio desmadejada sobre la hierba; pero enseguida ella se repuso y se quedó mirando fijamente hacia el copito del érbol, como si con ella no fuera. Te miró con los ojos ausentes, te miró, con los ojos vidriosos desde muy muy lejos, te miró. Y era Xiomara. Tú la viste, pero ella no te estaba mirando. Aunque sabías que no era, pero era. Sus ojos te atravesaban para perderse en algún sitio. Entonces cerraste los tuyos y esperaste durante horas a que el silencio fuera casi perfecto. Cuando volviste a abrirlos, ya ellos no estaban. Te deslizaste por las ramas, alcanzaste el tronco y fuiste resbalando hacia abajo con mucho cuidado, no fueras a pisar a alguien y se despertara, y se rompiera aquel silencio tan extraño allí donde el silencio no existía. Caminaste sin hacer ruido sobre la yerba aplastada, sorteaste los cuerpos ovillados, recostados unos a otros, los cuerpos de cabezas colgantes, los ronquidos, las frases mutiladas, evadidas de los sueños. Buscaste un sitio de la cerca donde ellos no estuvieran, porque ya habían organizado guardias para evitar las deserciones, y para evitar las intromisiones también, porque ya somos demasiados. Y salté. Como nunca volveré a saltar en mi vida, ni aunque me prometan o me persigan. Salté. El tobillo derecho se me viró al caer, pero me levanté como si rebotara y corrí hasta tropezar con un policía.

─¿A dónde va?

─¿A dónde va? ¿Quiere agua? ¿Comida?

─No.

─¿Quiere ir al baño?

─No.

─¿A dónde va?

─A mi casa.

Regresas ahora con la podadora hasta la cerca y ves la figura estrafalaria del hombre que se levanta de un banco en el separador central, se estira, mueve los ojos en dirección al Sol y lo saluda con un gesto de viejos conocidos, se sacude la ropa y cruza la calle hacia tí. Qué tipo más raro.

El hombre se para frente a la tarja de la acera y lee en voz alta:

«Aquí murió valientemente el soldado Pedro Ortiz Cabrera, mientras custodiaba la embajada del Perú el día 1ro de abril de 1980, en cumplimiento de su deber».

El Pueblo de Cuba

Basta que te mire a los ojos para desactivar cualquier precaución, cualquier prejuicio:

─Joven, ¿podría regalarme una flor para mi solapa? Por favor ─y se indica el ojal. La desnudez de ese ojal es casi obscena.

─Un momento.

Regresas con una rosa roja a medio abrir. Le cortas el tronco, las hojas, pero no las espinas, porque a lo mejor se ofende, como a los hombres no .

─Los hombres también nos pinchamos, joven. Muchas gracias. ¿Usted es el jardinero?

─Sí.

─¿Conoce a Machado?

─¿Es jardinero?

─No. Antonio Machado. El poeta.

─Creo que en la escuela .

─Si usted es jardinero, no olvide:

Érase de un jardinero

 que hizo un jardín junto al mar

 y se metió a marinero.

 

 Estaba el jardín en flor

 y el jardinero se fue

 por esos mares de Dios.

─Y muchas gracias.

Dejándote a cambio una sonrisa de uso personal, intransferible, el hombre vuelve a su banco, donde en pocos momentos aparecerán, salidos de quién sabe dónde, decenas de niños que lo conocen desde siempre.

Retornas a la poda, pero los recuerdos no son tan dóciles como la hierba, y en la 132 que tomaste a la salida de la embajada, aquel hombre vuelve a levantarse, ahuyentado por la peste que traes de allá adentro, impregnada hasta en tus pesadillas. Antes de entrar, esperas en el parque de la esquina a que tu padre salga hacia el taller. Ay mijito, yo pensé que no te volvía a ver, lo recibió su madre. ¿Tienes hambre? ¿Quieres café? ¿Te preparo un baño? Vuelves a disfrutar el agua tibia, el desayuno caliente, la sábana con olor a hervidura que hizo crujir tus sueños durante varias horas, lo que duró el sentirte, por primera y única vez, huésped de honor en tu casa; soñarte recién llegado de la alfabetización, por ejemplo, del Escambray, de Girón, de la Sierra, por ejemplo, con el tufo a sudor y cansancio y mugre de los héroes. Pero te duraron poco los sueños. El rumor ascendente y los gritos te despertaron:

─Que se vaya que se vaya ─te sacó del letargo─, que se vaya la escoria ─despegó tus párpados precintados de legañas y sueño viejo, de noches arbóreas y sed y hambre─, que se vaya que se vaya que se vaya ─un estallido frente a la puerta del cuarto. Te arrodillaste de un salto en la cama, desglosaste tu sueño de los gritos y tropezaste con los ojos tristísimos de tu madre, sentada en el butacón recostado contra la puerta, contra los golpes contra la puerta, contra los gritos─, que se vaya que se vaya la escoria que se vaya ─y no empezaste a entender hasta que viste al Piti, el flaco del cuarto seis que compartía contigo masarreales, pitenes de pelota y abracados por bolas más o menos después de un manigüiti, trepado a la reja de la ventana─ que se vaya la escoria que se vaya ─y aunque lo viste flexionar hacia atrás el brazo, no previste el huevo que vino a estrellarse contra tu hombro derecho, dejándote anonadado, lo suficiente para que el Piti flexionara de nuevo el brazo, pero no tanto como para impedirte saltar y cerrar la ventana, justo en el momento que el huevo salía despedido, para estrellarse contra la jamba y salpicarle la cara al flaco, jódete cabrón—, que se vaya la escoria que se vaya —y los golpes y tu madre llorando en el butacón contra la puerta, contra los golpes, ay mijito, perdóname, es que estoy muy nerviosa—, que se vaya la escoria que se va —grito silenciado de cuajo, como si lo cortaran con un hacha. Murmullos y sonido de pies que se alejan, de suelas contra las baldosas y un clic de llave en la cerradura, pero no puede abrir la puerta, porque está atrancada por dentro, y se escuchan tres golpes secos.

—Abre, vieja. Soy yo.

Cuando tu madre abre, descubres que las dos hojas de la puerta están garabateadas de tiza (que se vaya la escoria que se vaya), y descubres a tu padre en medio de los insultos —pierna que regresara sola, saltando calles, escaleras y pasillos, después de la amputación.

—¿Usted qué hace aquí?

—Viejo, por favor.

—Usted se calla. Y usted . Para mí es como si ya se hubiera ido. Cuando regrese, no quiero verlo. Ya yo no tengo hijo.

Y te detienes antes de volver a la poda en sentido contrario, como te detuviste aquella noche, el puño alzado e indeciso, frente a la puerta de tío Román. Como te detuviste frente a la sonrisa inmóvil, congelada, de Chuchito, de Mayda, de Luly, cuando apareciste en el pre dos días más tarde; frente a la mirada inmóvil de Xiomara.

—Qué ganas de verte, mi amor, tú no sabes. ¿Qué te pasa? Respóndeme.

Pero Xiomara ya no era Xiomara:

—¿A quién? Escucho voces pero no sé de dónde.

Xiomara te miró con los ojos ausentes, te miró, con los ojos vidriosos desde muy muy lejos, te miró. Sus ojos te atravesaban para ir a perderse en algún sitio.

—Escucho voces como de alguien que se fue —Xiomara caminando hacia la escalera— ¿A quién voy a responderle si no hay nadie? —caminando hacia la salida, entrando como un fantasma del pasado en el mediodía, disolviéndose en la luz como un fantasma que desapareció sin dejar huellas, sin acudir siquiera al mitin de esa tarde que se hizo noche. Aquella noche cuando vahaste sin rumbo por las calles, hasta el beril del día siguiente, cuando llegaste a casa de tío Román.

—¿Qué te pasó, muchacho? Habla. ¿Qué te pasó?

Pero te faltaban aún dos días de silencio descubriendo todas las grietas, desconchados y manchas de humedad en el cielo raso, antes de vestirte.

—Vengo dentro de dos horas, tía

Y caminaste hasta el comité militar:

—Mire, teniente, yo quiero presentarme de voluntario para pasar el servicio militar.

—¿No estudias?

—No. Quiero pasar

—Ya me lo dijiste. Dame tu carné militar. Nosotros te citaremos. Espera el telegrama.

Pero después del examen médico, que tuvo lugar dos días más tarde, esperaste casi un mes sin que el telegrama (Fue lo mejor que hiciste, mi sobrino) te sacara (Paciencia, eso a veces se demora) del letargo (No te preocupes por buscar trabajo, si de todas maneras ) como si cada día fuera una fotocopia del anterior (¿Por qué no te llegas por allá? A lo mejor el telegrama se extravió. Tú sabes). Y tú volviste al comité militar.

—¿Se acuerda de mí, teniente?

—Tu nombre es . Ya me acuerdo. Mira, no te voy a engañar. En el CDR nos contaron lo de la embajada. En esas circunstancias, no podemos admitirte. ¿Me copias?

Las fuerzas armadas

La defensa del país

No es que haya ninguna ley que lo prohíba

Pero yo no puedo no puedo no

¿Me copias?

—Olvídate de eso —te dijo tío Román—. En mi trabajo creo que hay una plaza de ayudante.

(Pero la comprobación del CDR).

—No te preocupes. En la empresa de Javier están dando unos cursos.

(Pero la comprobación del CDR).

—No te vuelvas loco. Espera. Dice María que por allá hay.

(Pero la comprobación del CDR).

Y al final:

—Hablé con tu padre. Está cerrero. Me da pena, pero no quiere que regresese ni hoy ni nunca. Y . Tú sabes que aquí vivimos muy estrechos, con las niñas y . ¿Por qué no te vas a lo de tu abuelo?

Por eso te fuiste a Cabaiguán, pero las yucas y los plátanos eran tan aburridos, y tu abuelo que te miraba con unos ojos transparentes de no ver. Y Prieto hablando con los gladiolos y las azucenas cuando creía que nadie lo miraba; pero tú velabas aquellas conversaciones a través de la cerca, hasta un día:

—¿Estás viendo lo que yo veo? —le preguntó el viejo Prieto a un lirio—, parece que hay un mira mira de Palmira escondido detrás de la cerca. Hombre que mira y no habla, como las flores. ¿Lo dejamos escondido o lo dejamos entrar? ¿Sí? ¿Tú crees? Bueno. Sale de ahí, muchacho, que el negro viejo ni muerde ni pica. Y las flores, menos. Ven acá. Mira a ver qué dice el crisantemo ese. A mí toda la vejez se me ha ido para las orejas. Ríete. Ríete. Aquí hace falta una risa de vez en cuando, que la risa sin dientes de los viejos parece mueca, y las flores se asustan. Ríete. Ríete.

Y el administrador del museo, que pasa en ese momento, le hace señas al chofer de la pipa: Se tostó. Míralo como se ríe solo. Porque con el viejo aprendiste a reír otra vez, con una risa más sabia, menos estridente, que no asustara a las flores; a reírte así, por el mero gusto.

Pero la risa se te acabó aquel día, cuando tu abuelo te esperaba en la talanquera de la finca: Tu padre, dijo.

Cuando llegaste a La Habana, ya tu padre no reconocía a nadie, pero te llamaba bajito, como si la voz no le pudiera salir entre los dientes apretados.

Cuarenta horas más tarde, en el cuartico, más lóbrego y estrecho después del Sol y las flores, le hiciste un tilo a la vieja, la acostaste y le pasaste despacio la mano por las sienes sudadas, hasta que se durmió. Bebiste un poco de tilo y te metiste en la boca un caramelo de limón antes de empezar a colgar tu ropa en los percheros vacíos que encontraste en el ala derecha del escaparate: el ala de tu padre.

Buscas un caramelo en el bolsillo y encuentras la carta que no tuviste tiempo de leer esta mañana, que tuviste miedo de leer en la guagua, y aquí, aquí menos, después que el administrador te dijo el día que empezaste a trabajar:

—Mira, yo te pongo a prueba. Y si das la talla, no te ocupes de lo demás. La plaza es tuya. No te preocupes por la comprobación del CDR. Para jardinero no hace falta.

Estrujas la carta entre los dedos y notas algo rígido. Te pica demasiado la curiosidad. Sacas el sobre con borde a franjas azules y rojas, lo rasgas y de entre las hojas sale una foto en colores de Adriano, casi irreconocible con el pelo ondeado y castaño muy claro, él que nunca fue rubio, apoyando la espalda en un carro blanco y larguísimo de esos de película, con el brazo derecho sobre los hombros de una rubia grande y dientona y durita ella y muy tetona, con un escote hasta aquí, y una grabadora bien Sony y descomunal en la otra mano. A lo mejor ni la rubia es tuya. Y en el reverso, con tinta negra: «Te lo dije, comemierda».

Introduces de nuevo la foto en el sobre y lo guardas en el bolsillo del pantalón. Empiezas a recoger con el rastrillo la hierba cortada y el rastrillo de tu memoria recoje recuerdos, intenciones, aspiraciones, sueños, frustraciones y miedos. Los va apilando sin orden: Erase de un jardinero, It’s a Sony, que se vaya, patriaomuertevenceremos, los huevos fritos, Adriano, los videos, la rubia, que hizo un jardín junto al mar, cuatro latas de agua, el pantalón se me rompió, los ojos vidriosos desde muy lejos, el cuido es lo primero, muchacho, que se vaya, cuando regrese, no quiero verlo, el sexo apretado y caliente de Xiomara, prohibido prohibir prohibir, el carro blanco, el bloqueo, y se metió a marinero, la Super‑Q, escucho voces como de alguien que se fue, expulsión deshonrosa de la UJC, los hombres también nos pinchamos, voluntario, yo quiero, voluntario, el diversionismo, que se vaya la escoria, Christian Dior, a lo mejor el telegrama, estaba el jardín en flor, pin pon fuera, la defensa del país, ¿me copias?, apátrida, los principios, la cola para la cola de la cola, creo que hay una plaza, un curso, gusano, los rascacielos de New York, pero la comprobación en el CDR, y el jardinero se fue, tu padre está cerrero, la raya roja, si das la talla, no te ocupes, el cuartico apuntalado, se cae, se cae, vivimos muy estrechos, con las niñas y, que se vaya, que se vaya, Pierre Balmain, me llamaba bajito, como si la voz no le saliera, pega la oreja a ver qué dice el crisantemo, por esos mares de Dios, salta, coño, salta, y saltas de nuevo, y los recuerdos, intenciones, aspiraciones, sueños, frustraciones y miedos que tu memoria ha rastrillado quedan expectantes, mientras permaneces paralizado en el aire, justo sobre la frontera de la cerca, y tu desconcierto es total, porque no sabes desde dónde ni hacia dónde has saltado, aunque de un lado y otro te esperan, te hacen señas, y sus manos, y sus gritos, aunque no sabes de dónde vienen, porque ellos no tienen rostro (sabes que tan pronto caigas, en el lugar donde caigas, les nacerán rostros que por ahora desconoces, temes) y por eso te eternizas en el aire, aunque sabes que la eternidad es una materia sumamente frágil, y a pesar de que aleteas desesperadamente, sientes que caes hacia un lado (u otro) de la cerca, y no sabes hacia cuál, porque la duda se ha adueñado de tí como una alimaña pegajosa y no puedes librarte de ella, como tampoco has podido librarte de aquel mitin de repudio, que se vaya la escoria que se vaya, después que Xiomara desapareció sin dejar huellas, tu único alivio, que no te viera dando vueltas al Obelisco de Marianao vestido de hombre sandwich, que se vaya la escoria que se vaya, con

«OJO: ANTISOCIAL Y GUSANO»

escrito por el frente y

«SOY UN HIJO DE PUTA»

en grandes letras rojas a tu espalda.

Doscientos, trescientos estudiantes gritando. Y Mayda, y Luly y Chuchito gritando: que se vaya que se vaya que se vaya la escoria que se vaya. Y te dan de pronto un golpe en la cabeza, que se vaya, y un empujón, que se vaya, no le den más, caballeros, que se vaya quesevaya quesevayalaescoriaquesevaya, diez, quince cuadras, hasta que se aburrieron y te dejaron ir, entontecido, mudo, hasta el banco de un parque donde te sentaste durante horas a mirar con los ojos ausentes, con los ojos vidriosos desde muy lejos, atravesando las burlas y los gritos, las risas y los árboles, para perderse en algún sitio, con los cartones aún colgando del cuello.

Tan bien colgados, que en siete años no has podido quitártelos.






Fragmentos de la novela Aventuras eslavas de Don Antolín del Corojo y Crónica del Nuevo Mundo según Iván El Terrible, 1989

29 07 1989

Capítulo VI

De lo que avino a un enanito de Blancanieves que se hizo comunista, con nociones de sustología y parición del aguacate, hedor y lucha de clases y la fatigada ascensión al cielo de don Antolín del Corojo, el Tabaquito huérfano, helicópteros y semáforos, con flauta y sin pasaporte, la esmerada plática del hermano Evangelio y los dedos en lata, los silbidos hacen cola y otras admirables razones de Antolín el Grande

Portada Aventuras-eslavas 176Patidifuso me quedé con aquello de irme pa Rusia. Va y mañana vienen a decirme: Antolín, lo hemos seleccionado para una excursión a la Luna. Y Antolín ahí, de lo más tranquilo; porque eso de ir a la Luna ya no tenga gracia. Pero aquello de Rusia. Que si fuera ahora en la actualidad. Mira tú. De turismo y discutido. Cualquiera va. Bueno, amarré a ponerme nervioso y se me cayó la cesta, y el desparrame de gardenias fue que ni en las novelitas de Corín Tellado. Pero me hice ahí mismo un confesionario padentro: Ven acá, Antolín, ¿qué nerviosera es la tuya, negrito? (…) Mírate a tí mismo personalmente: el guajirito Antolín, Antolín el Chiquito, Antolincito el rebijío del Corojo, y la Revolución, de grandísima que es, lo manda pa las tierras de Rusia, a viajar los países como un personaje de novela. Empecé a decirle que sí a Manolito, que si no me ataja todavía estuviera el guajiro diciendo SÍ SÍ  SÍ  SÍ . Vamos pa la casa y se lo contamos a mi vieja. Como él no había comido, cuando llegamos le dije: Vieja, caliente algo para Manolito y para mí, que venimos desfondados del cuello pabajo. Y mientras cocinaba —bueno, cocinar, cocinar, no tanto, porque un arroz con huevos fritos y boniato hervido casi no se cocina—, Manolito y yo elucubrando cómo le entrábamos a Mamá. Hasta que me decidí: hay que entrarle por el directo y como cosa hecha, antes que le dé la calambrina y la indefinición. Mamá, me voy a estudiar pa Rusia con los Jóvenes Rebeldes. Ni me quiero acordar del aspaviento y la lloradera que se armó en mi casa. Yo tengo como creencia cierta que es desde ese día que no pare el aguacate. Como que los árboles también tienen sus neurosis y con Mamá pegando alaridos allá, no digo yo el aguacate, hasta la palma real, que debe ser más asentada, se amarra a no dar palmiche para más nunca más. Entre más yo le explicaba, más se aspavientaba Mamá. Una tragedia griega, pero en el Corojo. (…)

—Ay, mi hijito, que no voy a verte más en esta vida. Mira que Consuelo se encontró antes de ayer un dedo en una lata de carne rusa. Y un dedo de negro, que allá en Rusia no hay. Dice el hermano Evangelio que es como un mundo aparte, un purgatorio, y que a la entrada tienen una cortina grandísima de hierro. Y al que pase y vea lo que hay de la cortina padentro, a ese no lo dejan vivo, para que no cuente después las atrocidades que suceden.

Y por cuenta de la gritería entra tío Néstor, que nunca estuvo ni con los batistianos ni con los rebeldes, ni con los indios ni con los caobois, pero siempre buscaba su acomodo. Pega a enterarse de las noticias y le dice a Mamá:

—Mejor lo dejas ir, mi hermana, no sea que de todas maneras te lo lleven. Fíjate que eso de las latas no es cosa comprobada y si se queda aquí a lo mejor el día menos pensado te lo movilizan para el monte y ahí te devuelven a Antolincito en una lata de madera. Y eso sí es cosa comprobada. Con un Antolín en el monte alcanza para toda la familia. Además, si esto se cae, puede que sea mejor tener bien lejos al vejigo, que los americanos se la van a arrancar a todos los comunistas, empezando por tu marido, que la Revolución le trastornó el seso.

(…)

Y a las seis menos cuarto, que no se me olvida, nos montamos en el tren lechero hasta La Habana, donde nos recogió un camión de los Jóvenes Rebeldes a la una o las dos de la madrugada.

(…)

Pensar que yo, Antolín Mena Carvajal, Antolín el Chiquito, que había ido solo a Pinar de Río dos veces y por asuntos de familia, estaba ahora en La Habana, solito solo, y en que me iba para Rusia y a montar barco y a correr el mundo como un capitán de quince años. Bueno, de dieciséis, pero eso no le hace. Y en el piensa piensa me trabó el ¡De Pie!, pero lelo como estaba fui el último en lavarme los dientes y salí atrás de todo el mundo. Aunque no era más que cruzar la calle —bueno, LA CALLE, que ahí en Carlos III los carros fu fu fu, pasaban medio volando medio corriendo—. Y yo en la acera, esperando a que acabaran de pasar cuando en ese instante, figúrate tú, todos los carros se empiezan a parar al lado mío. Y yo: ¿por qué se pararán los carros esos? Entonces viene por detrás de mí El Helicóptero y me grita: Pasa, comemierda, que tienes la roja puesta. Así estaba yo de aguajirao en aquel tiempo, que ni desayuné ni nada por andar velando a los demás para cruzar con ellos al regreso.

(…)

Ya yo estaba bastante mal de la gripe, que al final resultó pulmonía; pero no decía ni hola, porque enfermo sí no me iban a embarcar y se me caía el viaje. Primero muerto.

(…)

Yo creo que la navegadera iba todavía por frente a Matanzas, cuando me ingresaron. Ya estaba más del lado de allá que del lado de acá. Y pega los médicos rusos a halarme, hasta que me volvieron a poner de este lado. A la salida de La Habana fue cuando se me empeoró, con el llovizneo de aquella tarde y los cielos grises. Una tristeza de los elementos que era lo peor de lo peor para irse en barco. Óigame, negrito, cuando el aparato aquel pegó a moverse y despega y despega del muelle. Poquito, un poquito más, y rápido por el canal pafuera, y yo empecé a ver las calles que se iban patrás y la gente Adiós Adiós (Ay Dios, oía yo) y los pañuelos y las banderitas (…) —y éramos nosotros mismos yéndonos de la costa pafuera, hasta Rusia sin parar—; ahí me pegaron a pasar por la cabeza el capitán Nemo, Mamá, la Isla Misteriosa, Angelita, el «Titanic», Robinson Crusoe, Papá, el quimbombó de la vieja, las clases de Geografía, la cortina de hierro, un dos tres cuatro arriba los pobres del mundo, y si me muero por el camino, seguro me echan al mar como en El Corsario Negro. Ya el Morro parecía una puntilla parada, un fósforo sin caja, y La Habana ni engurruñando los ojos casi se veía. No diga usted el Corojo.

Capítulo VII

Discreto, nuevo y confuso coloquio sobre la etimología inconclusa del cha cha cha, semiótica de los malicones y sitios de perdición, higiene de los caimanes o el peligro de las importaciones, estilagas, milicianos y rock&roll, con nociones de Culosofía, Manolito el Suápiti y el sistema cubano de información o la prensa plana no tan plana, indigestión de realidad o las visiones de Iván y otros sucesos que adornan y acreditan esta grande historia.

                                                             

 

Este capítulo será confuso como las primeras impresiones, confuso como la Teoría de la Relatividad para mi abuela, los asesinatos de Agatha Christie, los trámites para una permuta, las novelas de Hermann Broch, o la solución al último teorema de Fermat —de paso, por si algún lector se aburre de este confuso capítulo, lo invito a demostrar que no hay números enteros x, y, z que satisfagan la ecuación xn+yn=zn, cuando n es un entero mayor que dos. Aunque los matemáticos le vienen dando vueltas a eso hace trescientos años, puede que usted tenga más suerte y descubra, gracias a esta novela, su talento matemático. O, en caso contrario, puede que se convenza de lo entretenida que es la literatura.

Este capítulo será tan confuso como los acontecimientos que tienen lugar en las retinas de un ruso, habituadas a recibir abedules, ranas hibernadas en los arroyos hasta la próxima primavera, troikas, distancias nevadas y otros paisajes Turgueniev, que de pronto obtienen la imagen de La Habana 1960.

(…)

Lo cierto es que los sentidos de Iván comenzaron a adentrarse en una ciudad donde los autos se movían a cien kilómetros por hora, donde el lechón asado no sabía a lechón asado (ejemplo de relatividad), gracias al fuego proporcionado por la madera olorosa de la guayaba; una ciudad donde cada fruta era un capítulo aparte en los anales de los sabores, y un coctel de frutas, el apretado resumen de un finalista desconcertado antes de la última prueba. Entonces la lengua de Iván fue sintiéndose cada vez más impotente, más abandonada. Empezó a padecer crisis de personalidad. Si las orejas son dos, y los ojos, y los brazos, ¿por qué yo tan sola y húmeda y encarcelada tras los dientes? La lengua hacía lo humanamente posible, pero por mucho que separara la piña del caimito, el mango de la fruta bomba, era incapaz de responder cuál era cuál y le ordenaba a la garganta: trágatelo y líbrame de esta carga, pachalusta, entre remordimientos y complejos de inferioridad.

Una ciudad donde en cualquier parte los acechaban altoparlantes gritando rock&roll y cha cha cha. Donde, lo que es peor, nadie sabía por qué el cha cha cha se llamaba cha cha cha. Donde, además, eso no le importaba a nadie y cualquiera sabía distinguir el cha cha cha del danzón, del danzonete prueba y vete, de la guarachita, del bolero, del son, y más aún del Concierto número uno de Chaikovski para piano y orquesta. Donde cualquiera sabía bailar cha cha cha, cantar cha cha cha y soñar cha cha cha (…) Iván comenzó a sospechar posibles etimologías en el sonido de las hojas del cocotero mecidas por los alisios tropicales, en el ronroneo de la soga que sostiene la hamaca en el cuadro La siesta, en el crepitar de los chichachacharrones de viento, el siseo de los churros al naufragar en el aceite hirviente, el almidonado crujir de un faldo dril cien con cadena de oro dieciocho, Santa Bárbara veintidós, camisetilla, tacos dos tonos y bacán de Prado y Neptuno incluido, o en el acezante quejido de una faja atenazada, como América Latina entre el subdesarrollo y las transnacionales, entre la fuerza centrípeta de la saya y la fuerza centrífuga de las nalgas.

(…)

Una ciudad bella, limpia (entonces), moderna, con Ten Cents, superoferta para las amas de casa, y niños vendiendo periódicos, oiga, señor, cómpreme la noticia, y hasta el negrito que anunciaba las últimas internacionales y domésticas cantando, bailando, haciendo cuentos de relajo y que vendía mucho más que los otros: “Oye la noticia, monina: lo de Stevenson el fuácata. No te lo pierdas. Fue a darse bombo y le dieron hasta por el bombo. Fue mucho lo que le pusieron. Un papelazo de competencia. Lo que dice la vieja mía, caballeros: el que nace pa changuí, ni aunque se pinte de cheche”. La ciudad del Tikoa Club, del Two Brother’s Bar, del Sloppy Joe’s, los Forshane Shoes y del Caballero de París obsequiando estampitas y recibiendo muy digno las limosnas, como si se tratara de meras contribuciones de aquestos sus vasallos, y la ruleta gira y gira en el Salón Rojo del Capri, hagan juego señoras y señores, el banco pierde y se ríe, el punto gana y se va, y más niños a medio la limpieza señor, el Diamante de Neptuno, y milicianos adelante, milicianos a marchar, sólo tenemos un ideal, y los night‑clubs amor, amor que falsa eres, tú me engañaste y con tu traición, ven mi corazón te llama, y el casimir erecto contra el dacrón húmedo de las damas, y el niño mami mami, cómprame ese avioncito, camina, muchacho, siempre tienes que pararte delante de la vidriera de Los Reyes Magos. Y posadas donde se fornica contra reloj. Y el ciego, por el amor de Dios, señor, la Caridad del Cobre me pidió que fuera, ella sabe lo mío, y marchando vamos hacia un ideal, y las mulatas de Tropicana impecablemente vestidas con tres estrellitas ubicadas estratégicamente en el nombre del hijo, en el epíritu y en el santo, meneando el caderamen según una órbita elíptica que ni Kepler, y cantando en son de guarachita que somos socialistas palante y palante, y los hombres a media calle girando ciento ochenta grados al paso de un apocalíptico, prodigioso y extrovertido culo, y fue entonces cuando Iván sospechó la cultura tropical del culo. El culo totémico, homenaje a ancestrales divinidades paganas. El culo como atributo de la personalidad. El culo mito, ritual, inspiración, activando la espoleta del genio poético: mami, si te pones cascabeles, eso suena mejor que la orquesta sinfónica; niña, mañana mismo voy pal oculista, porque estoy viendo doble, en esa Sierra Maestra yo me alzo cuando tú quieras. El culo unidad y lucha de contrarios. El culo intermediario, porque en Belascoaín y Zanja una reyerta con asomo de cabillas envueltas en periódicos fue zanjada por un culo talla extra que apareció, inocentemente (si puede hablarse de la inocencia de los culos) en la acera de enfrente. El culoulouloulo (con eco). El culo ambivalente y contradictorio, objeto de discordia y concordia nacional. El culo mitológico de Paulina, la del bidet. El culo de puntilla, el de manzana, el culo melocotón, el palangana (para los menos exigentes en cuestiones de estilo). El culo corazón, quizás el que de un modo más inmediato toque las fibras sentimentales del hombre. El culo socialista, por lo equitativo. El culo tímido, por lo noculo. El culo equilibrista, tan al borde de la caída siempre. El culo evocador, en fin, nostálgico, ¿te acuerdas de aquel culo? El culo resignado del viejito: niña: con lo que tú tienes y con lo que yo sé… El culo de carné y el panorámico, el culo VW y el culo Cadillac, fueron introduciendo a Iván en los misterios de la Culosofía.

(…)

Y mientras, Manolito el Suápiti voceando: “Entérense con María Cruz. Dice que a la tercera va la vencida. Ciento seis abriles y le dio pasaporte a la incultura. Ya no hay quien tupa a la ocamba. Clara como el dril cien. Vaya, Revolución, el Hoy, con las viejas más viejas y los pollos más pollos. No se lo pierda, señor. Festival de rubias en La Habana. No se preocupe, que hasta sin espejuelos se les ven los chichones en la fotografía. Vacilen el rubietaje que nos mandaron los checos. Nada de nada, que estas checas están más buenas que las otras checas, aunque no sirvan para lo mismo. Directas de Uropa, caballeros. Directas de Uropa”.

(…)

Entonces Iván empezó a reponerse de sus visiones, se dijo a sí mismo que el cambio de horario, la humedad relativa del aire, la dieta quizás. Y poco a poco empezó a comprender, a pesar de la confusión que permea toda esta historia y, por extensión, este capítulo. Un capítulo que será, como anuncié al principio, muy confuso. Tanto, que todavía no sé cómo voy a escribirlo.





El día de la ira (cuento del libro Los forasteros)

29 09 1987

                                                                                                A Luis Felipe Bernaza

Creo recordar que alguna vez me llamé Hsun Ko, que fui decapitado por robar medio cesto de grano en el valle de Wei. No he vuelto a hallar, en parte alguna del mundo ni del tiempo, un ritual semejante para rebanar el cuello a un labrador. Hay muchas maneras de matar a un hombre, pero generalmente las dignidades de la muerte tienen una suerte de parentesco con las dignidades de la vida, como si la muerte fuera una condecoración o una medalla. He visto mariscales y príncipes ahorcados, muy marciales y circunspectos; he visto esclavos y fugitivos en posturas grotescas o pueriles, rescatando del polvo sus tripas una a una, momentos antes de comprender que vísceras y esperanzas son ya superfluas. Pero también he visto, porque no hay ley que no tenga su compensación o su desquite, hombres humildísimos cuyo lujo fue la muerte ─ sin un después para recordarla─, y sátrapas arrodillados, implorando clemencia en un charco de excrementos y miedo. Y quizás me acuerdo hoy de todo esto, porque la muerte tiene dos aceras, dos márgenes. Y yo, que viví siempre (y eso es para mí una larguísima palabra) en la orilla carcomida por la erosión y el oleaje, acabo  de cruzar al otro lado. Los sueños de estos jóvenes me sirvieron de puente. La muerte no es sino alegoría, más tenebrosa o grata que cualquier otra (según los propósitos de cada quien y de la muerte).

Entre mi espalda y la corteza de este árbol se establece una complicidad, un diálogo en el idioma de la savia, que aprendí durante aquellos tiempos en que fui árbol. Mucho después que mi cabeza fuera expuesta quince días al escarnio público, a seis pies sobre el polvo de la plaza y a 4.5 millones de años‑luz bajo Alfa del Centauro. En las tardes, cuando las mujeres revolvían la sopa de mijo para sus maridos recién llegados de los campos, mi cabeza abría con cuidado los ojos para atisbar el crepúsculo allá en el fondo del valle. Son los únicos atardeceres que nunca he conseguido olvidar. Cierta vez tenía el sol tan dentro de los ojos, que no me percaté del niño deslumbrado al pie del poste, inventando el asombro. Pude cerrar los párpados, hacerle creer en las ilusiones ópticas apañadas por el sol que se apaga, pero preferí mirarlo, hacerle guiños, muecas para desmenuzar su miedo. Al día siguiente, le hablé con voz gangosa y dulce de decapitado. Fui inventando leyendas, consejas y refranes que él aprendió con la avidez de su memoria intacta. Después las  contaba a sus padres, que le pegaban y se resistían a creer en una cabeza que inventa fábulas con voz y ojos de atardecer. Porque sólo creían en evidencias y eran incapaces de sospechar, como los niños, de las verdades demasiado evidentes. Mi cabeza fue sepultada en el sendero de Tsu‑Nan, a diez leguas del cuerpo, para que nunca se encontraran; y que así me pisaran todos los caminantes. A la mañana siguiente, el chico encontró el sitio exacto y se sentó a llorar la pérdida de su único amigo. Mucho más tarde supe que insubordinó a veinte mil campesinos contra los señores. Lo decapitaron por su pueblo, no por una cesta de grano roído. Mientras él crecía y hasta mucho después de su muerte, mi cuerpo y mi cabeza fueron salvando la distancia con infinita paciencia. A veces una corriente subterránea nos alejaba, un sismo nos ponía en vecindad inminente, para burlarse más tarde de nosotros (yo mi cabeza, yo mi cuerpo).

Supe de tesoros guarecidos, de minerales que esperarían aún durante siglos, intocados, y de animales fabulosos que abandonaron sus fósiles en el limo tibio de los mares y en una memoria del hombre que es anterior a la memoria.  Peregrinación tan dilatada se me evade, y a veces la convoco, la llamo, trato de convencerla, pero no doy con ella en ese laberinto que guarda (o disimula) mis recuerdos.

Al cabo, mi cuerpo y yo nos encontramos en un valle asediado por piedras grises. Éramos un diminuto lago de fondo salino que no tardó en evaporarse sin acceder a la mirada de los hombres. Vagué entonces por los cielos de dos continentes: llovía aquí, ascendía de nuevo, cobrando cierta conciencia de nube que no me era demasiado ajena. Así fui río, laguna, pantano, poza, acequia, sin olvidar mi nombre, o mejor, mis nombres, o mejor aún, cualquier nombre. Porque el hombre es él y no sus nombres, aunque transite por apariencias de roca, de bambú o de paloma.

Aquel deambular de nube a río, siempre con sobresaltos de lluvia, terminó durante un chubasco en cierta isla del mar Egeo. La tierra, con la lengua acezante entre las fauces, bebió todo mi cuerpo, se relamió y me vertió en la fuente de un pueblito engarzado entre cuatro montañas. Rebosé el ánfora que una muchacha preñada transportó con cuidado hasta su casa. Así, meses después, nací con nuevo cuerpo, con una infancia más, acaso no muy distinta de las otras porque la he olvidado. De aquel tiempo recobré, hace tan sólo unos meses, la certeza de haber muerto joven. Hojeaba un libro de arte, en la biblioteca que fundó la dirección del Frente, cuando una ilustración me devolvió  la estatuilla de madera que me fuera encomendada por los sacerdotes durante alguna cronología anterior a las cronologías. Mientras mi cuchilla iba desnudando la madera de su apariencia vegetal, para conferirle un empaque más humano (y más sospechoso también), la diosa de las serpientes se me fue convirtendo en cierta muchacha sitiada entonces por mis deseos. Porque  las artes manuales son, en el fondo, artes del corazón. Sus pechos despiadados, su cuello prolongándose en una misma curva hasta las caderas, sus manos ofrecidas, su rostro huyéndose a bordo de los ojos: todo me denunciaba ante los sacerdotes, que consideraron mi fidelidad inconsciente a la muchacha, infidelidad consciente a los dioses. Sacrilegio acreedor de la muerte por hambre en los acantilados infranqueables de la costa oeste. Dispuse del tiempo necesario para comprender mi único sacrilegio: instalar en el rostro de la diosa unos ojos para ver siempre y lejos: ojos de amor, que ningún dios tendría. Los sacerdotes se habrían encargado de arrancárselos.

No sé por qué vericuetos de la historia, vine a despertar de ese letargo que provoca la infancia, en Keuylit‑oghlu‑yayla, entre Ilgin y Kowanna, en el suroeste de la meseta. A ese lugar asocio ciertas correrías con otros muchachos de mi edad, hasta el muro de piedra donde la imagen de un hombre permanecía en pie sobre otro, flanqueado por leones; todos sobrecogidos ante el sello real. Cobré conciencia exacta de aquel mundo, si no más cruel, de una crueldad más explícita que los anteriores, cuando fui reclutado, con la adolescencia pendiente, en el ejército que partía hacia el país de Absina. Desechado como guerrero, me encomendaron a los artesanos: ayudante para la reparación de armas. Nos encaminamos hacia el sur de Horms y de ahí a Damasco. Leones merodeaban en la noche alrededor del campamento, pero no se atrevían, porque los hititas eran los reyes del desierto, y cada quien sabe el lugar que le corresponde. Caíamos sobre los poblados como la ira de Dios: súbita e implacable. Vi cuando hicieron prisionero a De Quinza, transpuse en un año la distancia entre el Líbano y el Eufrates, y me agazapé en la retaguardia de Shubiluliuma cuando libró, en nombre de Hatti, la batalla contra Mitanni. Marchamos entonces hacia Alepo, nos dispusimos a saltar sobre Kinza. La noche antes del asalto, un grupo de guerreros gasgas atacó por sorpresa. Nuestros hombres combatieron desnudos, sin despertar. La guerra era hasta tal punto una función incondicionada, que aniquilaron a los asaltantes para recordarlo apenas, al día siguiente, como parte de un sueño. Yo me refugié en la carpa de los armeros, entre corazas, mazos de flechas y láminas romas de hierro sin muertos aún en la conciencia. Sentí pasos y un cuerpo que se deslizaba dentro de la tienda. Salí de mi escondite, presuponiendo a alguno de los maestros. Tropecé con un gasga aterrorizado por la matanza, por el tajo que le abría el brazo izquierdo del hombro al codo, y por sus diez o doce años de edad tatuados desde (y hasta) esa noche por el miedo. Le mostré un reducto al fondo, entre ruedas por reparar, y se ocultó como un animal, sin mirarme. Pero lo habían seguido. Dos guerreros se encargaron de sacarlo a lanzazos, apilándolo sobre los otros, que formaban una pequeña colina al sur del campamento.

Al día siguiente cercenaron mis brazos, taponeando con emplastos el muñón, para evitarme una muerte descansada.  Echaron mis brazos, muertos de antemano, en un pozo cavado en la arena, y allí me enterraron hasta el cuello. Mi destino sería lento, poblado de espejismos y pesadillas de sed y sol. De ello me libraron los leones dos noches después.

Fui entonces  migrando por los cuerpos de distintos animales: desde serpientes y salamandras hasta escorpiones y ratas del desierto. Vagarosa ocupación que me condujo a través de los arenales, siempre hacia el oeste.

Mi regreso a la condición (mejor sería decir a la apariencia) humana se consumó por la misma vía: el beduino nunca pensó que saciándose con una serpiente, se estaba convirtiendo en mí.

La incertidumbre enmascara los recuerdos de ese tiempo en que fui circunciso y esclavo en Egipto, desposeído de toda identidad, salvo la de haber nacido en Ur Kasdim (nunca supe por qué), de la que también fui gradualmente enajenado, porque los esclavos no nacen en ninguna parte. El acarreo de bloques sobre rodillos y, a veces, sobre esclavos y siempre sobre nuestra imaginación. Dieciséis, veinte horas de trabajo. Higos secos, azotes, untos de aceite rancio.

La estampa más precisa de aquella vida me llega, tamizada, desde algún pliegue del tiempo (la pieza suelta del rompecabezas); cuando cerca de Siguem aparecieron en mi tienda los hombres de Leví. Me aprestaba para la hospitalidad ritual cuando ellos acometieron con sus espadas. Una ira inédita, una ira que no había vuelto a sentir hasta hoy, echó mano a la daga. En ese momento, la tienda, los objetos, los hombres estallaron en sus verdaderos colores y yo, que no sospechaba una realidad emancipada de la cárcel blanca y negra en que mi miedo la había encerrado, tuve un deslumbramiento. Los hebreos sablearon una figura inmóvil de sorpresa,  pero entonces nada era más importante para mí que aquella visión. Ni la muerte. De los colores clareados por la agonía fue emergiendo la imagen de aquel circunciso que fui, (asesinado ahora por circuncisos), arrojado a la intemperie por los capataces, para que el sol y las hienas se discutieran su piel grisácea. Desde entonces sé que se pueden sufrir dos muertes a la vez y que no hay una igual a otra. La de hoy será distinta, puede que definitiva. Lo sospecho. Como si el instinto de la inmortalidad amainara. Juancho y Miguelito no saben que las heridas no duelen, que la muerte no duele. La vida es lo único que duele. Y no siempre. Hubo un tiempo en que no dolía. Fue en una aldea de Samnio, en Liguria. Yo era niño y feliz, o todo lo feliz que puede ser un niño. La conciencia de mi pasado no era sino presentimiento al revés que se escurría dentro de algunos sueños o me miraba desde el espejo de la laguna, mientras esperaba sonsacar alguna trucha con mi cebo de lombrices. Aquello me divertía. Era como el cine veintidós siglos antes de Lumiére y Charles Chaplin. Fui uno de los primeros en ver las legiones. Había trepado al Monte Rosa, todo de piedras opacas, pero así son los nombres —cuestión de matices que yo no percibía hasta hoy—. Ellos atravesaban el valle: todos a un tiempo: campo sembrado de picas centelleantes que hubiera decidido marchar hacia mi casa. Corrí a su encuentro atravesando la aldea, pero no me dejaron continuar cuando conté lo que había visto. Sin armas para la defensa ni plazos para la huida, el tiempo se adensó hasta tragar vidas completas: hombres que envejecieron y se encorvaron; muchachas que alcanzaron sus primeras sangres; niños que mudaron los dientes. La legión apareció arrastrando un largo camino de cosechas incendiadas y viñedos tonsurados. Cuando comenzó el saqueo, me acerqué para mirar los hombres y las armas.  Uno de ellos me devolvió a mis padres ensartado en la espada. Puede que esa vida pendiente continuara en una aldea de Flandes, donde fui labrador mientras tomaban las Galias, desaparecía el Estado visigodo y Roma se apagaba en un estertor de saturnales. Treinta años cultivé mis campos sin excesivos sobresaltos para aquellos tiempos, y me morí de viejo a los cuarenta, el mismo día que Clodoveo, en el 511. No sé si fue antes o después que asistí en Limoges a una rara competencia: cierto caballero sembró monedas de plata en uno de sus campos; otro, hizo quemar vivos treinta de sus mejores caballos. Al final, como nadie pudo dirimir la porfía, estuvieron a punto de esclarecer los resultados por las armas. Una resaca de hambre y peste asolaba entonces Europa. Mientras los señores discutían, varios siervos comenzamos a cortar pedazos carbonizados de caballo. Ya la discusión había alcanzado el puño de las espadas, cuando nos descubrieron. Nuestra insolencia de aprovechar aquella carne, merecía castigo. Fuimos ahorcados en los cedros del coto.  Al pie de nuestros cadáveres, los señores hicieron las paces y sellaron alianzas para siempre. Y no recuerdo si fue antes o después, porque el curso de alguna entre aquellas muertes, desembocó en un período de diseminación, en que mi cuerpo alimentó la tierra y fue trigo, y cebada, y mieses por recoger, y sangre y huesos de muchos hombres que se sucedieron recibiéndome y segregándome; hasta que logré reunirme en uno solo, perpetuarme e ir siendo, sucesivamente, yo, mi hijo, mi nieto, juglar, siervo, artesano, monje, porquerizo y esclavo otra vez, en Atenas. Irene había horadado los ojos de Constantino en agosto del 797 y se ataviaba con trajes de basileus en los dípticos consulares; se hacía conducir en un carro tirado por cuatro caballos blancos, las bridas sostenidas por cuatro patricios (blancos) investidos de las más altas dignidades. Los esclavos de la Hélade trabajamos a favor de los hijos de Constantino, deportados en Atenas. Irene impartió órdenes rigurosas a los soldados de Bizancio: cientos de esclavos fuimos cegados. Muchos arrimamos nuestro incierto destino a la sombra del agradecimiento. Pero ya no éramos servibles, sino despojos de una esperanza frustrada. Fuimos arrojados por los herederos a un mundo donde los videntes raras veces sobrevivían a la adolescencia.El hambre y la peste disputaron por nuestros destinos, pero al final se los repartieron equitativamente e hicieron las paces, como los señores de Limoges. En tiempos de ovejas, los lobos no disputan.

Varias veces fui instrumento de premeditaciones ajenas. En 1212, me uní a la procesión que venía tras la huella de Esteban desde junio y desde Cloyes, cerca de Vendme. La conciencia explícita nos empujaba hacia el rey, para ponernos al servicio de Dios. La conciencia implícita nos empujaba a huir de nuestros padres y pueblos, conminados por el hambre. Llegamos en número de treinta mil a Marsella. Los pescadores, asustados, vieron descender aquella plaga de niños, como una pesadilla, por el valle del Ródano. Embarcamos en siete grandes bajeles, para que los historiadores tuvieran su  Cruzada de los Niños, materia curiosa para investigaciones y asombros de sobremesa. Íbamos buscando a Dios, es cierto. Ya habíamos perdido toda esperanza en los hombres. A los dos días de navegación, no nos sorprendió una tempestad. La aguardábamos. Nuestra nave se estrelló contra Reclus, un peñón discriminado por la Isla de San Pedro, un colmillo del océano cariado de naufragios. Entonces comprendimos, con esa lucidez de los ahogados, que Dios tampoco nos daría de comer. Que ante la disyuntiva, se había librado de nosotros. Algunos cadáveres fueron arrojados a la costa por el océano hastiado. Así Gregorio IX podría edificar la iglesia de los Santos Inocentes, sobre un cimiento de huesos a medio crecer.

Mi cuerpo fue pasto de los peces, que a su vez fueron pasto de otros peces. Ya a los peces con conciencia de peces durar les era difícil. Más aún a los peces que fui, embargados por mi conciencia de hombre. Muchas permutas de devorador a devorado me condujeron del Mediterráneo al Atlántico sur. Asistí a los desechos del Amazonas: vasto comedero que se adentra tres mil kilómetros en el mar. Fui bordeando la costa hasta sumirme en la intimidad del Caribe. Regresé al sur a bordo de especies oscuras y grasientas. Remonté la costa oeste del continente, porque la Cruz del Sur me empavorecía. Era como si Dios me estuviera buscando para castigar mi antihumana obstinación de ser yo mismo, al margen de los disfraces que la naturaleza tuviera a bien endilgarme.

Me capturaron frente a la costa de Chala. Sólo el Inca era dueño de las redes de chasquis, en cuyas canastas fui conducido a la mesa del señor; aderezado con valiosos condimentos, horneado, apetecible. Pero el Hijo del Sol me echó a un lado, aun sin sospechar que estuvo a punto de ser yo.

Los sirvientes dieron cuenta de mí. Perseveré en una casta de lacayos, ayudantes, peones y funcionarios menores. No creo haber sido chasqui; aunque quizás toda mi vida no sea sino un oficio de chasqui, en que mis muchos cuerpos han servido de mensajeros para transmitir mi conciencia. Lo que nunca me fue revelado, hasta hoy, era el nombre del destinatario. Ahora sé que eran Juancho, Miguelito, mis nietos, sus amigos. No siempre los mensajes tienen que disfrazarse de mensajes.

Recuerdo cuando las crecidas arrancaron el puente colgante de Huacachaca, sobre el Apurimac, en la aldea de Cajas. Los ancianos hablaban con cierta nostalgia de los tiempos anteriores a los capaccunas, cuando no rendían tributos al Sol, porque el Sol éramos nosotros. Pero aquello parecía una leyenda, o una nostalgia peligrosa. El pachaca Curaca, al compás de los tiempos, me obligó a participar en la reparación del puente.  Tuvimos que abandonar las siembras para trenzar cabuyas hasta el grueso de un hombre. Preparados los cables, nos repartimos en dos grupos a ambas márgenes. Debíamos empezar por la armazón.  Bien tensa ya la primera cabuya, los de la otra ribera  la dejaron escapar. Al caer me arrastró, junto a otros dos, hasta el fondo del río. Curaca envió un grupo de hombres al rescate del cable, mientras nuestros cuerpos se perdían de vista entre remolinos y hervores de crecida.

Faltaban veinte lustros para que los incas creyeran en el regreso de Viracocha, el dios blanco. Y era la muerte blanca que venía desde las armerías de Toledo, en manos de Pizarro. Nunca lo ví. Estaba demasiado lejos en ese entonces. Pero sí a Cortés, y más aún a Pedro de Alvarado, cuando rogó a Monctezuma que todos los señores, sus vasallos, hicieran un mitote como ellos sabían, para celebrar la fiesta de Toxcatl. Los señores acudieron desarmados y con sus mejores trajes, que era un lujo mirarlos. Yo tañía los atabales. Los españoles se fueron repartiendo entre los bailarines, según un azar rigurosamente planeado; de cuatro en cuatro, cegaron los accesos. Mis atabales gloriaban a Huichilobos y Tezcatepuca, cuando de pronto enmudecieron. Ya no tenía brazos con qué tocar. Me asombró la recurrencia. Pero ahora no había sentido compasión por ningún enemigo. Sin tiempo para salir de mi asombro, el mismo hombre me cercenó la cabeza, que fue rodando hasta el centro del salón. Desde el piso mi cabeza vio a los señores corriendo de un lado a otro, decapitados o enredándose los pies con sus intestinos. Al final, fuimos arrojados a los campos. Ya había cundido el rumor entre la fauna: los viejos tiempos terminaron, decían. Fieras desconocidas asolan el mundo desde la costa al sol. Y se desbandaban. Yo me apresuré a huir, pumas abajo, mientras en la meseta de aquel país condenado estallaba la rebelión tardía de Tenochtitlán.

Más de un siglo fui molécula de agua, sales disueltas: mi vasto cuerpo ocupaba decenas de kilómetros, deambulaba según el ritmo de las mareas y los avatares de las corrientes. Evitaba las rutas de los hombres. Temía regresar a una condición sin esperanzas. Prefería el anonimato de ser mar, guarecer de azul mi vulnerable transparencia. Gustaba descender con las aguas frías a los fondos de naufragios, porque era el único sitio donde los hombres no me parecían peligrosos. Pero allí tuve la premonición de que yo también sería náufrago. Náufrago quería decir hombre. Supe que algún día de abril de 1721, el bergantín “Victory” sería sorprendido por una tormenta frente a Nueva Guinea, que mi cadáver alimentaría una semilla y que entonces sería árbol, y que la selva me protegería de los acechos, de las humillaciones y del hambre. Pero antes viví en una aldea de las colinas Oban, en las estribaciones del Níger. Por poco tiempo; el suficiente para que el abuelo me contara las historias de cómo el sol y la luna subieron al cielo, la del cazador Atikawt, y la historia de la calabaza. Pronto vinieron los iyó desde Undo y nos encadenaron en largas ristras, que a veces arrastraban uno o dos días a alguien que ya había muerto. Bajamos por las márgenes del río Kwa. En Atakpa fuimos cambiados por telas de algodón, quizás tejidas en las factorías de Manchester por mis lejanos descendientes de alguna vida anterior.

La mitad de mi aldea fue dispersada por los fondos del océano Atlántico. El resto, vendido en el mercado de San Cristóbal de La Habana.

En el hato Pedregales trabajé como esclavo doméstico de los Mendoza, hasta que un rejuego de la suerte me condujo a los cañaverales. La violencia del cambio me dio ánimos para escapar: serpenteando fincas y pantanos, ocultándome de día en las casimbas y huyendo de noche a través de las estrellas y el miedo, hasta la finca Las Mercedes, donde me refugié cosa de un año; aunque Cáceres ya había dicho, contradiciendo la “usansa de la tierra”, que un esclavo por más de un día en cualquier finca, sería considerado fugitivo. Don Esteban tenía sus leyes, que diferían bastante de los edictos oficiales, y me recordaba un poco por el andar y sus perderse de ojos en el horizonte, a aquel Esteban cuyos huesos deberían errar ahora por el fondo del Mediterráneo. Pero yo temía. Días antes vinieron los rancheadores de Sabana Grande y vi cebarse a los perros en Jacinto. Por eso la próxima vez que acompañé a Don Esteban hasta Caleta Jaramillo, al sur de Guasimal, llevé envueltas en un trapo las pocas monedas que había conseguido reunir. Concluído el negocio de pieles con el bergantín “Rebeca”, de Robert Jenkins, me acerqué al contramaestre y le ofrecí mi dinero a cambio de un espacio para llegar a Europa. Guardó el envoltorio sin mirarlo y me embarcó de contrabando con el resto de la carga. Días antes del arribo a  Kingston, Jenkins me hizo subir, me revisó con cuidado y discutió fuerte con el contramaestre en un inglés borrrascoso que yo entonces no entendía, pero que entendí cuando me vendieron en el puerto a otros ingleses: los oficiales del “Victory”, en ruta comercial hacia la India. Cuando leí el nombre en la proa, supe cuál sería su destino y el mío, al margen de nuestro tránsito fugaz por Buenos Aires y Valparaíso. Por eso, aun bajo las peores circunstancias, conservé siempre una sonrisa que me valió muchas burlas, y a ellos, muchos muertos.

El 14 de abril, mientras el jefe de un guardacostas español mutilaba a Robert Jenkins, dando lugar a la “Guerra de la oreja de Jenkins”, desatada por los adversarios de Walpole en la Cámara de los Comunes, el “Victory” pasaba a engrosar las abultadas relaciones de naufragios del siglo XVIII. Y yo consumé mi destino de árbol.

Al principio temía a los hervíboros, a las plagas, al salitre, a los diluvios de primavera, al viento. Después fui cobrando cuerpo y madera, corteza y confianza en mí mismo.

Ya era uno de los robles más corpulentos de Nueva Guinea cuando me derribaron. Despojado del que era mi orgullo, huí de las hachas vasos arriba (lo que hasta entonces fuera arriba). Acosado, terminé en el taller de un artesano, que me convirtió en máscara funeraria tatanua, de mandíbula prominente y ojos astutos.

En 1825, Herr Friedrich Von Ranke, de paso por algunas islas en su condición de agente de la Compañía Comercial de Hamburgo, etnólogo de la Sociedad Imperial de Estudios Extranjeros, y testaferro político de la Confederación Germánica, me adquirió para su colección de forasterías. En el oficio de objeto, el peor de cuantos he soportado, permanecí más de veinte años en la mansión de Munich, conservando mi idiosincrasia,  a pesar de la promiscuidad con estatuas africanas de ácana, supuestas reliquias católicas, huesos apelmazados en las catacumbas de París y códices mayas. Mi identidad humana ya estaba siendo transgredida, contaminada por un cierto espíritu objetuario, cuando un incendio desperdigó por todo el sur de Alemania y Francia las cenizas de bienes hurtados a tres continentes, a veinticinco siglos, a vidas sucesivas apiladas, invertidas, si no en la materia de los objetos, sí en su significado.

El amor humano sin subterfugios sólo vine a experimentarlo en un tiempo difícil de colocar en la Historia. Porque las ficciones se deslizan por una dialéctica sin baches, cronológica. No así la realidad: despeinada, inconexa, empedrada de olvido. Ocurrió siendo un mísero cudra de Dhamiari. Me enamoré de una muchacha vaicyas, de los dvijas que pueden nacer dos veces. El sistema de castas me atribuía tan sólo una vida. Quién sabe cuál de mis tantas. Y mi sangre era impura. Y mi piel intocable. Sus hermanos nos sorprendieron cierta noche bajo el follaje de la luna, en la ribera occidental del Mahanadi. Mi cuerpo, mutilado a cuchilladas, fue arrojado al río. El de ella, mutilado a desprecio, fue arrojado a los caminos. Ella envidió mi suerte de estar muerto y yo envidié su suerte: una memoria efímera.

Pero aquella vez, cuando fui ceniza en el viento, también alcancé otra especie de amor: aboné un árbol cerca de Beancon, y el árbol se pobló de columpios, de niños, de corazones tallados a cuchilla, de citas clandestinas entre enamorados, entre conspiradores.

Usé mis frutos para reasumir un cuerpo de campesino joven, deslumbrado cuando emigró en busca del mundo y descubrió París. Allí me sorprendieron los turbulentos setenta, trabajando como auxiliar de linotipista en un taller de la calle Lefevre. Eran los tiempos de la ciudad sitiada, cuando Favre, Simon, cuando Luis Julio Trocho. Mi amigo Jean Valjean fue elegido oficial y me invitó a ingresar en la Guardia Nacional, pero tuve miedo de inmiscuirme en asuntos de política que no habría entendido. El bonapartista Vinoy estaba al frente del ejército de París; Auvelle de Paladines, de la Guardia Nacional. Thiers intentó el 18 de mayo quitar los cañones a la Guardia, para firmar su paz con Bismark, que no era la paz de los franceses. El dos de abril, las tropas de Versalles habían atacado Courbevoie y se produjeron las matanzas de Bellevie. El 21 de mayo cayeron sobre París. Ví al pintor Coubert, al zapatero Serailler venido desde Londres, al húngaro Frankel, a Elizabeth Dimitrieff, la rusa, y a los polacos Wroblewski y Dombrowski, el mejor estratega, inhumado en la historia al frente  de su barricada, en la calle Myrrha, el 23 de mayo. El príncipe de Sajonia rodeó París. Los fé dé rés  que huían, eran detenidos y entregados a las tropas de Versalles, para ser fusilados en el sitio. Algunos prusianos, espantados, soltaban a sus prisioneros. Treinta mil muertos en ocho días. Más que todos los alemanes en toda la guerra. Yo tuve suerte: fui uno de los cincuenta mil detenidos, a pesar de que no había participado abiertamente en la Comuna. Fuimos deportados a América en pontones. Durante un mes disimulé mis fiebres. Los enfermos eran lanzados por la borda. Segunda vez que me conducían a América.

Conquistadores y emigrantes, esclavos y deportados, fugitivos y aventureros: todos hemos venido a dar en este continente como verdugos o víctimas.

Aquí me transmití por generaciones, busqué sitios propicios para sembrar frijoles y maíz, para sembrar mis próximas vidas y que se deslizaran como siempre, entre las riberas de la muerte, pegadas a la orilla carcomida por la erosión y el oleaje. Aquí tuve hijos, nietos, los mejores que recuerdo en un siempre tan siempre. Tuve hasta ayer, que me los mataron los contra en el alto de Jícaro.

Miguelito vino con los otros del BLIN. Habíamos de irnos, explicó. Se esperaba una incursión de las grandes en esta dirección. Y yo recogía ya mis pocos bártulos, cuando se me acercó: “Oigame, viejo”, y ahí dijo lo de los muchachos. Entonces me vino la ira, la misma ira de aquella vez en mi tienda de Palestina. Y el monte todo cobró sus colores. Y los pájaros fueron azules y rojos y amarillos, y los árboles dejaron de tener troncos negruzcos y follaje gris. Y todo en el monte fue verde. Y no quise perder esos colores como había perdido a mis nietos, a los dos juntos, que si me hubieran dejado tan sólo uno. Como perdí a Jean, a mi amigo de Wei, a mi Kantama a orillas del Mahanadi, y tantas cosas que los recuerdos han tenido la bondad de esconder, porque si no ya fuera loco o muerto de recuerdos. Entonces le bajé despacio del hombro el hierro de matar. “Explícame cómo se maneja este trasto. Me voy al cachimbeo con ustedes”. Y Miguelito no supo qué decir, porque hay palabras para convencer a un hombre, pero ninguna sirve para desconvencer a un viejo que no quiere perder los colores del mundo junto con los nietos. Y mientras esperábamos en la quebrada, les hice mil historias increíbles que fueron ciertas. Dudaron. Pensaban igual que los otros del pueblo: “Mire que usted inventa cosas, Don Serafín; eso es que lee mucho”. Las creen ficciones. Hay verdades que desbordan nuestra tímida credulidad humana. Ignoran que algunas ficciones parecen más reales que la realidad, porque la realidad tiene más imaginación que los hombres. “Y como sabe usted palabras”, me decían los muchachos. Claro, cuatro mil años aprendiendo palabras son demasiados años, demasiadas palabras. Pero todas juntas no me sirvieron para ver el mundo de esos colores que tiene ahora, o que ha tenido siempre y nunca para mis ojos neblinosos de miedo. Y demasiadas palabras también hacen daño, les dije; más valen pocas y bien usadas, que andarse perdiendo en un laberinto de palabras para buscar la única, la exacta, y que al final te hayas demorado tanto, que no la necesites.

Ahí empezó la balacera. Y mientras más perdía yo los residuos del miedo, más abrillantado se volvía el mundo. Me entretuve mirando un chorlito dorado, y recordé aquel otro que se posó en la milpa donde cultivé maíz hace medio milenio o cosa así, y yo pensé lo feo el pajarito ese, pero ahora me deslumbró con el oro viejo de su plumas. Quedé suspendido de su aleteo. Fue  entonces cuando me dieron, aquí, en la vecindad del corazón. Después que todo terminó, dejamos (DEJAMOS, y lo pienso en mayúsculas) muertos y huidos a los matarifes de mis nietos, Miguelito y Juancho me recostaron a este árbol, en lo que viene el médico. Aunque ellos lo saben: para qué, si ya me estoy muriendo solo.  No necesito ayuda, porque morirse es lo más fácil. Para vivir sí que hace falta ayuda. Y ellos piensan que me estoy muriendo para siempre. Pero yo sé que esta vez sí me estoy muriendo para siempre, porque ya vi lo que me faltaba por ver, que eso me tenía detenido en una vida trashumante y entrecortada. Ahora me deslumbra el color rojísimo de mi sangre. Y ellos se asombran de que un viejo tan viejo (y eso sin saber lo tan viejo que puede ser este viejo) venga a deslumbrarse con un líquido tan habitual en estos tiempos. Un adelanto de todo lo mío que la Tierra va a recibir, por fin, después de tantísimos siglos y tantísima paciencia; que ninguna mujer espera a un hombre sin urgencias; y soy yo quien se urge de prórrogas y dilaciones.

Ahora que llevo dentro todos los colores del mundo, entiérrenme sin ruido ni letreros al pie del mango grande de la escuela.

Y guarden el secreto.





Ombra y luce (cuento del libro Los forasteros)

29 09 1987

“La suponéis atenta a los

relatos desenfadados de

Boccacio. (Desconfiad! El

propio Vinci, el gran

maestro de la ilusión, se

ha dejado engañar…”

Heinrich Rank; Ueber Kunst und Literatur, Berlín, 1912

“Ombra y luce, ombra y luce”, repite mientras manipula con idéntica habilidad colores y conceptos. Al fondo, un río dibuja su última S antes de desaparecer entre las rocas, antes de adentrarse en el páramo de la sombra y la luz, moviéndose siempre, como el agua, “la última de aquella que pasó y la primera de la que vendrá, como el tiempo presente”, como una nota tañida por sus manos en la lira de braccio, en el estupor de la tarde, en el último bostezo del medioevo.

El hombre se detiene en los siniestros umbrales del olvido. Sin miedo a caer, la luz juega sus malabares con la tarde. Cae, en cambio, desde los recuerdos, la amiga de Fiésole que lo escuchó sin sospechar que conversaba consigo mismo: “Mira la luz y considera su belleza; abre y cierra los ojos, y vuelve a mirarla: lo que de ella ves antes no era, y lo que era, ya no es”.  Camina hasta una silla en el extremo de la habitación. La antesala de la noche tiene sus ritos, su voz de mercaderes, perros nostálgicos y pasos que se pierden. El hombre y el cuadro se miran largamente a los ojos. No hay equívocos ni subterfugios. El hombre y el cuadro se miran largamente a los ojos. La cortesana del velo de gasa, la llamaría alguien. Un siglo más tarde, otro italiano, retomando a Vasari, cree identificarla con la hija de Antón María di Noldo Gherardini, la esposa de Francesco di Bartolomeo di Zanobi. Mientras, Adolfo Venturi asegura que se trata de Constanza Avalos, duquesa de Francavilla, pintada en Roma por Leonardo hacia 1502 a petición de Julián di Médicis. Por ahora, es tan sólo una mujer que lo mira imperturbable desde el cuadro, y le descubre en las manos un antiguo cansancio de tanto amasar la eternidad (indómita materia). El se sonroja sorprendido. Aunque quizás no sea la hija de Antón María, la mujer de Francesco, la amiga de Julián, ni siquiera la hija, la mujer o la amiga de alguien. Solemos pertenecer a las cosas que nos pertenecen, sobre todo si se trata de esta mujer que ha venido naciendo durante dos años. Entonces todo era más sencillo, menos confuso que ahora. Bastaba deambular por el bosque, en la ladera norte, atrapando vuelos de aves en el aire, desmenuzando la arquitectura de las hierbas, la armazón oculta de los troncos. Apareció al pie de una encina. O mejor, parecía haber estado siempre al pie de la encina. Leonardo se sentó frente a ella y durante varias horas urdieron el silencio. Quizás por eso, la segunda vez que se encontraron la miró con los ojos desnudos, y la aviesa intención de secuestrar su sonrisa, de obligarla a sonreír para siempre, aunque sucedieran masacres, inundaciones, homicidios, terremotos, violaciones, epidemias, gases tóxicos, armas convencionales (sarcástica palabra), aun cuando el cielo se nublara de satélites atentos al menor descuido.

Dos años. La fiesta en el palacio de los señores di Varochi: los trajes desenfrenados, la frottola, la venerable ancianidad del vino y las carnes grasientas no lograban contener el tedio que supuraba entre columnas, bailes y bostezos. Desde la fiesta del Paraíso por la boda entre Juan Galeazzo Sforza e Isabel de Aragón, y la justa por las de Ludovico el Moro con Beatriz de Este, todo era tedio para él. Todo menos ella. “Creía que aprendía a vivir, pero era a morir a lo que estaba aprendiendo”, fue lo primero que usurpó su nostalgia cuando la vio sobre el banco del jardín. Intercambiaron poquísimas palabras que eran, de todos modos, superfluas. Las ideas de la mujer fluían hacia él sin tener que salvar los escollos, las frases con que usualmente tropiezan en su curso los sueños. Las ideas ascendían desde el fondo de su cerebro para ser absorbidas inmediatamente por ella. El canto de un búho cercenó bruscamente aquel trasiego de palabras que no requerían disfrazarse de palabras. Minutos después, ella accedía a posar para él, con el sosiego de quien confirma una hipótesis largo tiempo defendida[1], con la naturalidad de quien no esperara otra cosa. Acudió puntual al día siguiente. Leonardo, acostumbrado a estudiar con detenimiento sus temas, se vio sometido a total registro: ella parecía ir grabando cada losa rota, cada desconchado en las paredes, cada mueble, cada página de sus manuscritos, que leía con asombrosa facilidad. Mientras, él recibía con nitidez de sueño cada detalle. Los documentos iban desfilando por su memoria un folio tras otro, línea a línea, palabra por palabra, a medida que ella los iba hojeando. Cuando cerraba los ojos, la imagen se hacía aun más pavorosamente real, de modo que, al abrirlos, los objetos adquirían apariencia de meras reproducciones. Optó por mantenerlos abiertos, extraviados en algún lugar entre las vigas del techo. Hasta allí iban las imágenes a buscarlo. Apenas se dio cuenta cuando ella se marchó, tan impalpable como había venido. Esa noche se excedió un tanto en el vino y, al día siguiente, en el paseo por las márgenes del río. La mujer apareció siempre a la misma hora durante varias semanas. El se sometía a aquella recapitulación de los que, siglos después, se conocerían como Códices de Madrid. Por ahora, voluminosos cuadernos atestados de notas, bocetos y observaciones sobre mecánica, fundición, ingeniería militar, geometría, óptica, perspectiva.

Leonardo repasaba la página 187 del primer manuscrito ─esquemas para la fundición de la estatua ecuestre de Francesco Sforza─, interpuesta entre sus ojos y la tarde, cuando comenzaron a ocurrir tachaduras, sustituciones, cambios en algunos bocetos, y adiciones en los márgenes que aclaraban detalles de incierta factura en el original. El estupor de los primeros momentos no le permitió moverse, aun cuando estaba seguro de que aquello no aparecía en su cuaderno. Se encaminó después al sitio donde la mujer leía la página 187, sin modificaciones,  intacta. Varias veces se acercó dubitativo. Pero el original se mantenía impávido.  Pasaron algunos días antes de aceptar que aquellos cambios sólo se estaban operando en la clandestina realidad de sí mismo, no en la vulgar realidad de los objetos. A veces era una solución imprevista, un diseño elegante o la puertecilla al final de ciertos callejones sin salida. Algo que desde el inicio llamó su atención fue que las observaciones nunca afectaban los premeditados errores que, por precaución, siempre incluía en sus diseños de nuevos mecanismos[2].

Durante el tiempo que ella permanecía absorta en los documentos, Leonardo evitaba cualquier movimiento, por temor a espantar esas visiones que iban componiendo el más raro diálogo: ideas despobladas de palabras. Después se sentaba ante los pliegos desnudos e iba vistiéndolos hasta bien entrada la noche.

Cierto día, cuando la tabla permanecía aún como un espejo sin rostro sobre el caballete de roble, ella lo invitó a caminar. Transpusieron las márgenes de la ciudad, cruzaron pastizales, caballadas inquietas, chozas y sembrados; se adentraron en el bosque donde el olor de los abetos tenía en esa época la misma consistencia que en las sierras de su niñez, humedecidas por el pequeño Streda, al pie de Vinci. Desde entonces se acostumbraron a caminar cada tarde entre los árboles. Leonardo arrancaba flores, cortezas, tallos de arbustos, hierbas espigadas en los claros del bosque. De inmediato, todo se despejaba: el tejido leñoso, la constitución celular, los vasos trasegando la savia, los minúsculos estomas, las funciones vitales de la clorofila. Todo colaboraba con las noches, cuando llenaba, entre feliz, sorprendido y exhausto, resmas de papel como nunca antes[3]. El día que descubrieron un águila herida junto al tronco de un pino, Leonardo estudió las alas, la disposición imbricada y exacta de las plumas, su vocación por las cañadas del aire. En ese momento, sin dejar de sentir en el tacto los desbocados latidos del águila agonizante,  las alas se convirtieron en objetos rígidos, esbeltos y plateados; el cuerpo, en un huso de metal desconocido. Asustado, soltó el ave, que se arrastró penosamente sobre la hierba. Miró a los ojos de la mujer y fueron apareciendo extraños animales o (¿quién lo sabría?) máquinas voladoras. Se desprendían de la tierra y ejecutaban piruetas, corcoveos de potro cimarrón, se despeñaban cielo abajo o hincaban el hocico en los flancos del cielo, poseídos, hechizados, enfurecidos de estrellas. Más tarde se desarticulaban,  mostrando una anatomía inasible, aun para Leonardo. Cuando cesaron las visiones, el águila quedó definitivamente inmóvil y la brisa se hizo cargo de los pinos, ya anochecía. La mujer descansaba en él una mirada vagarosa y un ligerísimo rictus entre burla y ternura había copado la comisura de sus labios. Cerca de la medianoche, mientras ella dormía, el hombre se alejó con efuerzo del pesado aroma que la arropaba. Se afanó sobre sus papeles, pero sólo pudo extraer de los recuerdos algunos bocetos perfectísimos y veinticinco líneas de brumoso texto. Crecía la madrugada. El rostro de la mujer en el bosque se dibujaba con tanta nitidez que Leonardo traza, casi de un tirón, el primer boceto para el cuadro. El sol y la sonrisa más discutida de la historia, nacieron juntos ese 12 de agosto de 1502.

El tres de agosto, Leonardo viaja a Cesena. Allí recibe, a fines de mes, una carta firmada el dieciocho en Pavia, durante su visita a Luis XII, por César Borgia, duque de Valentinois. Le encarga, como arquitecto e ingeniero general, la inspección de todas las fortificaciones de sus estados. El invierno transcurre mientras visita Imola, Forli, Toscana, Umbría, Siena, Rímini, Urbino, Chiusi, Pesaro, Sinigaglia, Orvieto, Perusa y Roma. Cumple con minucioso desgano sus obligaciones. Durante la noche, cuando la imaginación es plaza sitiada por los recuerdos, dibuja nuevos bocetos que se van acumulando copiosos en una carpeta de becerro con los bordes carcomidos por el uso[4].

El cuatro de marzo regresa a Florencia. La mujer, como movida por un presentimiento o una certeza, lo espera. Leonardo ya sabe cómo será el cuadro, aun cuando no sepa cómo es la mujer.

Por esa fecha es elegido para integrar el consejo que decidirá  el emplazamiento del David de Miguel Ángel. La rivalidad entre Leonardo y Miguel Ángel se encona. Pier Gorderini, Gonfalonero Vitalicio de la República, adjudica a Leonardo una pared en el Palazzo Vecchio para pintar su versión de la batalla de Anghiari. Miguel Ángel solicita (y obtiene) otra, donde aparecerá la batalla de Cascina. Comienza una batalla entre batallas; quizás la más pública entre las guerras del arte. La más sangrienta también: corceles enardecidos por el olor de la muerte, hombres acuchillados y acuchillantes, picas, alabardas, tajos y alaridos se van abriendo paso cada mañana en los bocetos de Leonardo. Un instante congelado en la pared que sólo espera su oportunidad para precipitarse sobre el salón y concluir la matanza. Como un grito, la pintura pugna por salir de las fronteras en que Leonardo la ha encarcelado; pero también como una premonición, como una advertencia.

La mujer es ahora el remanso en las tardes. Él regresa extenuado de la guerra y se echa a descansar en sus ojos[5]. Va instalándola en un paisaje lunar, fabricado con rocas, montañas neblinosas y caminos sin término.

El veinticuatro de octubre recibe la llave de la sala pontificia de Santa María Novella y acuerda la terminación de la batalla para febrero de 1505. Levanta un original andamio para acelerar el trabajo y concluye sus observaciones sobre el vuelo de las aves.

La mujer lee en silencio, pero algo se ha quebrado durante la ausencia de Leonardo: las visiones[6] y enmiendas, el bosque, los paseos usurpados por la guerra. Sólo queda el misterio, esa frágil materia con que va construyendo un rostro.

Se acerca el fin en esta tarde ventosa de septiembre, mientras repite “ombra y luce”, como una letanía o un talismán para detener los recuerdos. Sobre una mesa yacen, en pecaminosa promiscuidad, sus recientes investigaciones sobre la transformación de los cuerpos sólidos y la fórmula de Plinio para un encausto especial, empleado por los romanos, a base de resina y colofonia —destilado de la trementina— que dará a los colores un brillo de esmalte después de secado al fuego. El hombre y el cuadro se miran largamente a los ojos. “La gracia de la sombra gradualmente privada de colores demasiado marcados”, no es ahora una  recomendación, sino un hecho, un rostro, un tiempo detenido al pie de cierta encina, una mujer que desapareció hace ya cinco días con el paso furtivo de la noche[7].

Leonardo registró la ciudad piedra a piedra, pero en Florencia se apagan demasiado pronto las huellas de una sombra que huye. Una sombra, porque la mujer real vivirá desde ahora sobre la tabla. Y él lo sabe. Empuña los pinceles y trabaja de madrugada.

Aún faltan meses para que Plinio destruya en una hora su obra maestra; Vasari no ha invocado el latir de una arteria en el pecho de la mujer, en un cuadro que, por otra parte, nunca vio; Marsilio Ficino no ha asegurado que “la belleza  del cuerpo no consiste en su sombra material, sino en la luz y en la forma”; y está por nacer la Magdalena Doni de Rafael; cuando la claridad del veintinueve de septiembre de 1504 comienza a filtrarse por debajo de la puerta y, en medio de la habitación se inaugura, inconclusa y eterna, una sonrisa.


[1]La hipótesis fue, más que formulada, intuída por el académico Sarracino hace cinco años. Aquel día Viera cruzó hacia una mesa del fondo y se sentó a comer despacio de frente a nosotros. Había ingresado al instituto una semana antes y era la primera vez que la veíamos fuera de sus acostumbrados predios en el centro de documentación. McLowry y yo nos miramos con una complicidad instantánea y sonriente. Sarracino, en cambio, la sometió a un implacable bombardeo. Aun cuando en sus miradas el erotismo no aparecía ni como elemento traza (y quizás por ello) la sonrojada muchacha se decidió a buscar algo en el fondo del plato. Sarracino continuó, implacable, con el mismo tacto que habría empleado para tratar a una momia persa, y la expresión que el bacilo descubrió en el rostro de Koch. Viera ripostó con una mirada frontal y una sonrisa oblicua. “Exactamente. No puede ser de otro modo. ¿Se dan cuenta?”. Pero en ese momento era casi imposible descubrirlo, entre el pelo demasiado corto y el sayak demasiado largo. Sin esperar respuesta (que de todos modos no habría obtenido), abandonó el almuerzo intacto e hizo rumbo a la mesa donde Viera ya había traspuesto la leve frontera entre el asombro y el susto.

[2]Ya por entonces, ella había publicado una lenta monografía sobre esas imprecisiones (Mixtificación profesional, Ed. Prisma, La Habana) a partir de los códices y una reconsideración de las apuntadas por Lord Richie‑Calder (Leonardo and the Age of the Eye, McGraw Hill, New York).

3Al cabo, ellas alimentarían dos gruesos volúmenes, que hoy denominamos Códices de Anjou. A la muerte de Leonardo, esos cuadernos fueron adquiridos por un comerciante veneciano de apellido Martucci. En uno de sus frecuentes viajes al Oriente, los ofreció, en prueba de buena voluntad y para redimir ciertas rutas comeciales, al entonces Gran Visir del Imperio Otomano, Solimán Ibrahim Bajá. Se transmitieron, en la confortable compañía de tapices, pedrería y metales, durante tres generaciones. En 1616 fueron trasladados a Constantinopla con otros bienes, en concepto de pago al truculento Ahmed Rachid, acuchillado después por un lancero, durante la sublevación de los jenízaros. Ejecutado Osmán II en 1622, cuando apenas contaba dieciocho años, y restablecido en el trono Mustafá I, los manuscritos pasan a integrar de nuevo el patrimonio imperial hasta finales del siglo XVIII. Después de las derrotas infringidas al desfallecido imperio por Romanzov, y la paz de Kuchuk Kainarjí (21 de julio de 1774), el Zar toma posesión de los cuadernos. En 1809 aún permanecían en el Kremlim. Es en esa época que se procede a su marcado según el método Varnak. El rastro se pierde a raíz de la invasión napoleónica y el incendio de Moscú. Algunos sugieren su traslado a Esmolensco con los objetos saqueados por las tropas del coronel Bondois, siendo llevados a Occidente después de la guerra. Pero resulta inconcebible suponer a un ejército diezmado y famélico acarreando dos pesados volúmenes sin valor inmediato. De cualquier modo, lo cierto es que el rastreo ganma permite localizarlos, durante la primavera de 1861, en la minúscula tienda de un anticuario, Charles Levasseur, en el número 456 de la Rue d’Anjou, en París. Adquiridos inmediatamente, los códices son investigados por un grupo especial de nuestro departamento.

4Durante su traslado a Francia en 1516, invitado por Francisco I, se produce la pérdida de estos bocetos, sin que haya sido posible, hasta el momento, localizarlos.

5Si de algo Sarracino nunca tuvo dudas fue de sus ojos. A nosotros, en cambio, nos resultaron inescrutables en los primeros momentos. Todo se aclaró a medida que pasaban las semanas: Viera engordó, se dejó crecer el pelo y se sometió a un complejo de pruebas taxonómicas. El método convencional para el análisis volumétrico del cuadro no dio resultado. Se ensayó entonces la exposición de  microrrelieves con emisores cuánticos, obteniéndose una maqueta con margen de error +‑0,005%. La coincidencia resultó, hasta para el académico, asombrosa. Después de esto, presentó el proyecto al consejo. Se aprobó el viaje de dos investigadores. Una indagación detallada y los materiales fotográficos presentados a su regreso, demostraron la imposibilidad de que las presuntas damas italianas hubiesen servido (ni siquiera lejanamente) de modelos. Fue entonces que el consejo decidió la ejecución total del proyecto. El entrenamiento duró dos años. Cinco semanas antes de la muerte de Sarracino, Vera salió a cumplir la misión más rara que este instituto haya encomendado jamás: sonreír.

6La insólita capacidad de Viera para la transmisión, no  fue detectada hasta mucho tiempo después de iniciado el proyecto, que ya entonces había sido transferido a nuestra dirección. Interrumpir estas emisiones involuntarias resultó sumamente difícil, dadas las condiciones en que tenían lugar. Cuando se logró, ya una parte considerable de la información era irrecuperable.

7Desde su regreso, evitamos hablar del proyecto. El instituto me exoneró temporalmente para que pudiéramos venir juntos a este balneario de Faomé, en la costa oriental de Tahití. Las noches son tan diáfanas, el mar tan tibio y los atardeceres tan memorables como anuncian los prospectos turísticos; pero en el interior de nuestra cabaña, apenas intercambiamos comentarios intrascendentes y hacemos el amor convencional, feroz, de dos náufragos arrojados por el curso embravecido del tiempo en una misma orilla. No es fácil amar a una mujer cuyo rostro se extravió, irremisiblemente, a mil doscientos años de distancia.





Sensitiva (del libro Sin perder la ternura)

29 07 1987

Sensitiva (Mimosa pudica,L.): Leguminosa silvestre

de hojas compuestas, con foliolos pequeños y flores rosadas

en cabezuelas. Al menor contacto con una parte

de la planta, toda se cierra. Los estudios botánicos

discuten si se trata de simple irritabilidad

por causas mecánicas, o verdadera sensibilidad vegetal.

La única vez que lo dije, Carlos se rió tanto. No supe cómo explicarle que cada uno tiene su difraz de árbol, o de arbusto, o de bejuco parásito, o de hierba. Fui incapaz de traducirle a nomenclatura botánica el día que ella entró al aula con su falda de cuadros. La integral se detuvo en la pizarra a medio calcular, alzó los ojos y de puro mirarla, su ecuación casi le pide el divorcio. Pero Teresa no hizo caso. Nos fue salpicando de goticas minúsculas que se escurrían de sus ramas; mientras atravesaba las filas hasta el fondo, no sé bien si del aula o de nosotros. Fueron cuarenta ojos lamiéndola desde las piernas al cabello oscuro. Cuarenta ojos transparentándole la ropa, mientras sus senos arañaban nuestros buenos y malos instintos, como un rastrillo de jardinero sobre el cemento crudo de los parques. Carlos no podía entender de espinas, hojas, tallos velados bajo sus caderas. Menos aún que sus hojas se cerraran intactas apenas acercarse las manos. Yo no supe explicarle.

Primero fue, para los ligones de pupitre, un mogote de ésos que no se sabe por dónde escalar: paredes verticales de caliza. Y los alpinistas profesionales de muchachas nuevas le daban vueltas buscando un asidero para encaramarse hasta sus labios. «La raspadura», le decía Julio, «por las moscas, tú sabes». Y eran bandadas de moscones a su alrededor, dándole vueltas como si Dios hubiera fabricado a Teresa con puro dulce de coco. Un par se lanzaron a trepar sus flacos, pero no hubo manera de llegarle. Y regresaron disfrazados de zorras sin la uvas. Después de tantos siglos, siguen verdes. Aunque los argumentos sean otros: «Lo rebuenísima que está, por eso se da tanta lija». «¿Qué se ha creído ésta?» O «Mejores que ella las he tenido en posición horizontal y sin aretes».

 

Sí. Duriba, con b. Vicedecano. ¿Marcia me dijo? Marcia: ¿Me dijo usted que su tesis es de Sicología? ¿Y no había ningún otro tema acorde con la sociedad que estamos construyendo? Pues mire, jovencita: En esta Universidad las cosas son diferentes: Aquí estudian los que van a edificar el país. Formamos revolucionarios. ¿Comprende? Y quien no esté a la altura de esa misión histórica, sobra. Yo sé que hay millones por ahí con desequilibrios. Pero esos que se vayan al siquiatra. Yo llevo veinte años sin descansar, trabajando para la Revolución, sin atender casi a mis hijos y a mi mujer para ocuparme ahora… (…de esta muchachita con sus casos patológicos raskolnikov dostoievski crimen y castigo aunque no haya matado a nadie ni que uno se acordara después de cuatro años). Sí. Será la segunda o la tercera causa de muerte en adolescentes. Como si fuera la décima. ¿Y qué quería saber?

Al principio parecía seca como la arena de un reloj. Iba cayendo, turno a turno, desde Algebra Lineal hasta Física I, para depositarse al fondo de la guagua después del mediodía. Descubrimos su risa cuando Carlos, dormido, se cayó del pupitre en pleno seminario de Cálculo. Una risa vegetal, de arbusto nuevo, que se siguió burlando en la memoria hasta el fin de la clase.

Si en un país como éste cada uno pusiera por delante sus minucias personales, estaríamos tratando todavía de intervenir las empresas privadas, jovencita (y el decano Julio César tuviera su negocio no se habría limpiado en la Limpia del Escambray de su trastienda burguesa ni sería decano claro que no es lo mismo dispararle a un tipo que te puede matar o a un bulto que se escurre en un cerco que ir limpiando ésto de gentes que no se han puesto a la altura del Proceso Revolucionario blandenguerías de burgueses rehabilitados todavía quieren vivir como les da la gana relajada la disciplina y) No. La escucho. La escucho.

Yo era entonces «el flaco de los espejuelitos que se sienta en la tercera fila». Ni siquiera Gabriel. Y ella quedaba a nueve asientos de distancia: en otro continente. Cuando empezaron a llover las tareas de Dibujo, recobré mi nombre: «Gabriel, un isométrico»; «Gabriel, esta tuerquita, hermano, que no sale»; «Gabriel, la vista lateral izquierda». Y a ella no le salían ni dibujos infantiles de papás y mamás como alambritos. Aproveché un receso para cambiarle sus seis planillas, condecoradas a toda página con ceros rojos, por otras seis, impregnadas aún de café fuerte, humo y madrugada. Al día siguiente, en el último plazo, cruzó el aula para entregarlas al profesor —que quizás esperaba un suspenso con oportunidad para revalidar, cualquiera de estas noches, a solas en la cátedra—. Al ver los impecables dibujos, guardó desolado los folios de papel alba en la carpeta azul, no en la fatídica negra. De regreso, ella me dejó una mirada muy larga dentro de los ojos, una sonrisa y su mano sobre mi hombro antes de alcanzar su sitio allá en el fin del mundo. Nunca me dio las gracias.

Teresa fue el odio de las muchachas que no querían desnudarse después frente al espejo. Vino entonces su risa, su modo de llevar la belleza como algo que le hubiera caído y no se diera cuenta. Hacer un moño a Lidia, la Vizca, en diez segundos, para que pareciera menos fea; o sus libretas: juegos a los ceritos, palomas y flores torcidas, entre las que naufrabagan algunas notas huérfanas de clases. Con el paso de las semanas, cayeron, uno a uno, los alpinistas. Se acercaron a ella, una por una, las muchachas.

El tipo más hijoeputa del aula era el enano. Recomendaban cualquier libro, y él se aparecía a la mañana siguiente con el suyo y otro de regalo («por si no lo tenía, profesora»). Y entre la desbandada del receso: «Profesor: mire a ver si está bien el ejercicio». O peor: «¿Por qué yo saqué cuatro y Berta cinco, si pusimos lo mismo en el examen y yo le repasé la asignatura?». Por eso cuando ya estaba alcanzando la escalera, en plena contrarreloj, lo cargaban entre dos hasta una cuadra de distancia, y con su paso de enano, media tracción, decían los jodedores, siempre llegaba tarde. O lo trepaban en el laboratorio de inorgánica a la banqueta, mientras el instructor se hacía el bobo; lo alejaban de mesas y paredes. No podía tirarse. Teresa lo bajó dos o tres veces. No por eso fue menos hijoeputa.

Al principio, Teresa no les hacía caso. Ellos pasaban, le abrían la portezuela: «te llevo cómoda, niña»; «¿me estabas esperando?»; «a donde tú me digas». Todos iguales: medios tiempos, entradas, cinco bolígrafos y agenda, barriga cervecera sustraída provisionalmente por una inspiración profunda para abultar los pectorales. Todos con fotos en la cartera de mujeres bien peinadas y niños, todos con olor a Populares Superfinos, colonia Fresca y gasolina estatal.

Sigo pensando que mejor se ocuparía de las escuelas en el campo o qué sé yo, en vez de hurgar los retorcimientos mentales de una pu… prostituta. Claro que me consta. Desde que llegó todos lo sabían. Con aquellos muslos provocativos y la sayita enseñando más de lo que tapaba (por lo menos indicaba donde había que mirar si no eras maricón), sobre todo cuando se sentaba en los banquitos del patio. ¿Involuntario? Negativo. Era un gesto muy estudiado, jovencita. El vendedor y su mercancía, para ser exactos (y que uno no se la pudieran sacar de la cabeza). Riéndose y haciendo contorsiones en el banco, le saltaba la saya cortiquísima y los muslos a veces hasta la entrepierna. El día menos pensado venía sin ropa interior. Y no de gratis, entendámonos. Mientras sus compañeros esperaban disciplinadamente el ómnibus, ella se iba en un carro distinto todos los días. ¿Casual? Casual un día, pero no todos todos todos. Quién me va a hacer el cuento (ni que fueran comemierdas para ponerle gratis el transporte a ella precisamente). Hasta el Decano. No. Nunca la llevó, pero a veces bajábamos y ella estaba a la caza en la parada y (y a Julio César se le veían las ganas de pasar como los otros y abrirle la puerta pero las canas por lo menos se las respeta) yo le notaba cierta inclinación, pero habría sido injusto con los demás alumnos, y en su posición política (qué posición ni posición que ya no puede con una hembra como ella a los sesenta años ganas no le faltaban será por eso que se aflojó después siempre se aflojan el burguesón de atrás que se les sale).

Después sí aceptó: Ladas rojos, azules, Moskovich, Fiat, Peugeot, VW, Volgas negros, un viejo Ford cola de pato. Nunca muy seguido en el mismo. «Servicio de recogida y gratis, viejo», se reía Julio. «Si yo tuviera su culo, cogería botella en helicóptero».

A las nueve de la noche, en el parque de Calzada, me senté, prendí un cigarro mientras leía (Mozart, Wagner, Chaikovski) en la fachada del Amadeo Roldán. Teresa apareció de pronto con las libretas aún, la misma ropa, los ojos semicerrados, al borde de la noche y del banco. «Ninguno sirve, Gabriel». Deshice la colilla bajo el tacón. «Ustedes los hombres, Gabriel, ninguno sirve». Quité los libros de sus piernas, no fueran a mojarse con el llanto que le salía sin sollozos ni espasmos. Como un río viejo, a punto de perderse. El cincuentón del Lada 1500, atento siempre y educado —flores en la guantera, podrías ser mi hija, no tengas miedo, hay hombres por ahí que no respetan, mis niñas son de tu edad, o poco menos, el trabajo, las preocupaciones, ¿tus estudios?— la había invitado a casa. «Ya le he hablado de tí». «Quiero que conozcas a mi esposa». Pero no. Era el apartamento de un amigo, sospecho. El hombre no encontraba ni el interruptor de la luz, ni el azúcar, ni el café, ni las tazas. Teresa quiso irse, pero la educación del hombre se fue escorando entre «no seas boba», «si estamos bien aquí» y «la experiencia de los hombres maduros»; hasta irse a pique en forcejeos y botones arrancados. Al fin, ella pudo patearlo y huir, la blusa rota, las hojas plegadas sobre sí: un amasijo verde con espinas. «No todos». «Tienes razón, no todos». Fuimos en silencio hasta su casa, en la calle Obispo, junto al bar de alcohólicos sinónimos: ojos inyectados en Coronilla con menta la desnudaban a la vez de cien modos, la echaban en cien camas distintas. Teresa no me invitó a subir. «Hasta mañana».

De niño pasaba horas mirándolas. Esperando que les volviera la confianza de abrir las hojas, dejarse acariciar, oler el viento. Llegué a domesticarlas con el tacto del aire, del sol, la noche. Pero aquellos tipos eran capaces de arrancar a Teresa con raíces y todo, por no ser viento en sus hojas. Yo le hablé del arca, del diluvio. Me llamó Noé. Porque cuando arreciaba sobre ella la tristeza, venía a oírme contar —guerras, amores, días lluviosos que iba sacando para ella de los libros—, a meterse en mi arca: un cofre donde mullirse con interiores de palabras. No se dio cuenta que bajarían las aguas, que el arca encallaría sobre el techo de un monte, que la abandonarían a su suerte: polvo de árboles y mar. Hasta que afuera escampaba y volvía a su uniforme de Teresa.

Cogía botellas como quien sube al ring o va a la guerra. Pretendían comprarla con gasolina y aceptó: tú compras, pero yo no pago. Un juego sórdido: nunca se sabía quien ganaba a quién. Burlarse era su única venganza, su única agua para lavarse de la piel los ojos turbios. Muchos pensaron que pagó. Algunas muchachas también: una libreta que no se presta, una mirada a sedal, una respuesta breve (demasiado breve). Otros que no, que sabía retirarse justo a tiempo. Siempre estuve seguro: pagó de sobra: la sonrisa se le volvió vieja.

Pero lo peor fue que de cinco aprobó dos en el primer semestre. Y nadie sabe cómo.

Cuando pidieron el informe (si lo dejo Julio César manda unas referencias que ni vanguardia nacional de lo babeado que lo tenía la muy puta), fuimos absolutamente objetivos: empezando por lo docente: Esa muchacha no suspendió el receso porque no se examina. Y eso no es parcial ni subjetivo, como pensaría alguno. Nunca falta quien lo piense si es cosa de actitud o de moral. Pero un suspenso es más objetivo que el Habana Libre y ella los coleccionaba. No por bruta. Se veía a una legua que para otras cosas era bien bicha. Pero mirando por la ventana o jugando a los ceritos no se pueden obtener sino ceritos.

Aquel domingo habíamos ido en camiones descubiertos al trabajo oblivuntario. Hasta las tres de la tarde aceitamos las bisagras agachándonos sobre los surcos. Y en cada movimiento las miradas se cortaban sobre el pantalón, increíblemente intacto, de Teresa. Entre ellas, la de Marlon Duriba, profesor de Introducción a la Especialidad, vicedecano, lejano como Dios (o como el Dios de Dios) y responsable de nosotros, o mejor, del trabajo voluntario. Miradas untuosas, como ranas sorprendidas en un fregadero. A las tres, el cielo adoquinado anunció lluvia, y la parcela estaba limpia de malas yerbas y sobrada de malos estudiantes. «A los camiones, caballeros», fue el grito de abordaje. Teresa y Maribel se llevaron la medalla de oro en campo arado: los cien metros no tan lisos. No había cinta que romper en la meta; sólo la cabina del camión, el único resguardo donde sobrevivir a la emboscada de la lluvia. Allí se acurrucaron ellas, para contento del chofer. Duriba entonces les abrió la puerta. No pudimos oír bien, pero fue algo como bájense, todos los alumnos tienen que ir arriba. Teresa lo obedeció con desgano (desprecio) mientras mascullaba: «Estos ma….yimbones». Se lo soltó en el oído sin soltárselo a la cara. Marlon las empujó sobre el camión con unos ojos más fríos que de costumbre. Montó junto al chofer (que no agradeció el cambio) y ordenó la salida. El lunes citaron a Teresa para consejo disciplinario. Solicitaban su expulsión por ofensas al vicedecano y falta de respeto. Todos testificamos que había dicho mayimbones, no maricones (que entre eufemismos burocráticos consignaba el informe). La cosa terminó en amonestación y nota al expediente. Aunque no terminó sino meses, nueves meses después.

Ni que nos dejáramos arrastrar por viejas rencillas: aquello del trabajo voluntario donde fue a exhibirse, como siempre, con los pantalones a reventar (marcándole hasta los lunares de la nalgas encajado en un surco entre las piernas cómo podía caminar menos correr por eso me encabroné para trabajar tendría que agacharse despacio pensando gozando gozando que la miraran después más viva que nadie corrió como un venado con pantalones y todo ni idea de compañerismo que se jodan los demás mientras yo resuelva no entiendo que los otros la defiendan no importa lo que haya dicho pero la falta de respeto estaba ahí en los ojos siempre no ese día todos los días insolente cuando no la risa ninguna muchacha decente se ríe así descarada enseñando todo lo que podía ni pudor ni un carajo lo menos que puede tener una mujer por muy puta ni antes que uno las sabía de bayú). Ni se respetaba en público, para que usted me entienda, ni se cuidaba la lengua, que hay cosas que una mujer decente no puede decir.

El caso David Crockett comenzó cuando Israel, un rubio Robert Redford, estudiante de quinto año, alumno ayudante de Física I, seis pies cuatro pulgadas y VW destartalado (pero VW a fin de cuentas), la invitó a salir. Acreedor del odio general (masculino), compró ese día acciones para el odio perpetuo. «Me jode que no se arrugue, que no sude, que no se manche el pantalón de tiza» (Abel). «Se tragó un tenedor ese cabrón, mira lo tieso que anda para no pincharse» (René). «¿Y la caída de ojos? Un parpadeo más y acaba en maricón» (Javier). «Tan planchado, no le deben quedar ni pliegues en el culo» (Manuel). Nos dimos cuenta desde que empezó a darnos clases. El pase de lista se clavaba en Teresa, como si fuera un escollo con el número quince. Sus palabras, como pelotas saltando de pupitre en pupitre, siempre iban a chocar en los ojos magnéticos de Tere. Y ella sabía cómo no entender, cómo dudar; y cómo necesitar talleres, aclaraciones especiales: «Cuando usted pueda, eso de los diagramas que es tan complejo. No me imagino. Usted explica bien, pero yo nunca…». Hasta que una tarde, Teresa no tuvo que conseguir transporte a puro dedo (y con la ayuda de su restante anatomía). Se fue en el VW del profe riéndole los chistes. A la mañana siguiente, él llegó agitando la melena como el león de la Metro. Pero Teresa estaba en lo suyo: al final del aula, pintando cosas en la libreta. Dos veces la llamó a la pizarra, pero ella, como siempre, ni idea. Israel comentó en el receso con los de quinto que la había llevado al Reloj Club, que le hizo esto y lo otro. Y el comentario rodó lo suficiente para que Mario le dijera a Rafael: «¿te enteraste?», y para que la Vizca lo oyera, y para que Teresa lo escuchaba todo con los oídos de la Vizca. Cuando Israel entró para la clase práctica, Teresa estaba en asamblea general con las muchachas, impartiéndoles información nada subliminar: «Yo te digo que no. Fachada nada más, carrocería. Pero a la hora de la verdad, nada de nada. Lo que tiene ése es una croquetica». La carcajada le apagó el rugido, le despeinó el melenaje al león de la Metro, lo arrugó un poco. Y desde entonces fue David Crockett, Israel Croqueta o, simplemente, Croquetica para toda la Facultad y su alrededores.

Ni las prostitutas de antes hacían los cuentos de lo que hicieron con fulano o con mengano. Por su culpa el pobre Israel, un excelente cuadro de la Juventud, un ingeniero valioso, andaba apenado por los pasillos. No como ella: fresquísima, encantada de la vida.

La fiesta por el fin de semestre fue en casa de Natacha. A las diez, Tere no había llegado. Primero nos preguntamos «¿Estará enferma?». La noche fue adquiriendo un etílico azul: «No se preocupen, caballeros: debe estar divirtiéndose más que todos nosotros. Para eso tiene carro» (ese era un alpinista despechado). Pero yo estaba preocupado. Atravesé el patio comunal de la casona que el tiempo degradó desde mansión a cuartería. Ella me abrió la puerta, el pelo sobre el rostro, la palabra Gabriel pastosa entre los labios y una bata a punto de desvanecerse. Volvió brusca la cabeza y el movimiento del pelo me dejó ver, sólo un momento —la distancia entre el gruñido y una mano arrastrándola hacia atrás—, el amasijo negro violáceo de cejas y pestañas donde hasta ayer estuvo su ojo izquierdo. El padre dijo algo en ese esperanto mundial de los borrachos, mientras me salpicaba de babas la camisa. Bajé despacio, pero los escalones crujieron como si al caserón se le pudriera el esqueleto.

Teresa enarbolaba aquel día una sonrisa de diseño. Abajo, el estruendo de la moto fue disolviéndose entre distancia y frenazos de guagua. La vi abrirse despacio, amedrentada al principio. «Es sencillo», decía, «divorciado, el pobre». Parques y bares. Cines en tandas de cuatro horas que se redujeron a tres, a dos, a voy mañana, no puedo hoy. Tardes apuntalando la espera con mitos para seguir creyendo. Por fin, asomaron la esposa y los dos hijos: conejos salidos de un sombrero. Y Teresa parecía que plegara las alas y el pico rojo. Paloma que regresaba húmeda sin la rama de olivo.

(y todavía Julio César la justifica como justifica a todo el mundo claro aunque su actitud sea intachable uno sabe de dónde le viene ese humanismo pequeñoburgués de pasarle la mano a la gente que no se lo merece de perdonar actitudes porque tiene actitudes que perdonarse en la trastienda la lucha de clases no es un juego de quimbumbia que al final los equipos se abrazan y salen juntos a tomarse un refresco aunque el equipo de nosotros haya ganado hay cosas que no pueden perdonarse ni a mis propios padres que en el sesenta y cinco se fueron y no les importó demasiado dejarme o les importó pero yo tampoco me iba a ir y eso no tiene arreglo ni disculpa ni perdón ni olvido aunque ya casi haya aprendido a olvidarlos después de tanta carta sin abrir echada a la basura se fueron y al carajo aunque sea mi madre la revolución nunca me ha abandonado por un pedazo de jamón ni me abandonó entonces ni me va a abandonar nunca)

Dicen que fue cirrosis. Murió en mayo. Nadie sabía que estuviera tan grave. Nos enteramos por casualidad a media tarde. Cuando llegamos, diez o quince personas enmascaraban cuentos y risas de soslayo en los sillones. La madre de Teresa, al fondo, arrugada como quien vio desde siempre perseguidos los sueños y convirtió la inocencia en astucias para sobrevivir. Debió ser bella, pero no hay cultivo que resista el guardiente por aspersión durante tantos años. Tere permanecía con los ojos secos, impávidos. (Por fin se murió ese hijoeputa). Último acto de la obra donde siempre representó el papel de huérfana. Un hombre que se aleja a lomos de la muerte. Telón. Aplauso en la platea.

Yo sé, joven, que la infancia y la adolescencia de esa muchacha fueron difíciles. Y lo discutí varias veces con Julio César. Yo sé lo del padre: un borrachín. (un tipo mierda pero cuánta gente no viene de tipos mierdas verrugas pústulas sociales Julio César) Pero era una familia humilde, proletaria, no se crió entre burgueses con deformaciones de clase. Y la extracción clasista es esencial para incorporarse al Proceso. (no jodas Julio César no hay putas por deformación genética aunque esta muchacha venga a plancharle los pliegues sicológicos con su trabajo de diploma y sus estadísticas) Uno tiene que evaluar actitudes y no se puede andar con flojeras que ni la ayudan a ella ni al país. Cuántos compañeros no he visto sancionar, porque metieron la pata hasta la ingle, y después salen a flote, echan palante. Tienen buena sangre aunque se hayan equivocado. A ninguno se le ocurriría la solución de ella, que es la más fácil. De acuerdo. No será. Pero es la más a mano. La que la saca definitivamente del problema.

Pidió la baja antes de terminar el segundo semestre. Con la muerte del viejo disminuyeron los ingresos, y ella me dijo que «trabajando ayudaré; después… en curso para trabajadores termino la carrera». Le gestionamos un estipendio, un préstamo. Pero no. Aunque el padre siguiera agonizándolas como en los últimos diez años, se habría ido. No se puede resolver un integral de volumen con mariposas, pajaritos y flores torcidas. Su irresponsabilidad —pensábamos entonces— es impecable, o casi.

Ellos no me vieron en La Torre, pero podrían haber virado de cabeza el mirador y poner La Habana a contemplar sus ojos, fijos en aquel hombre que se sentía dueño de su respiración y de sus manos. Nunca como mi arca y mi paloma. De nuevo parecía que entre sus senos hubiera salido el sol; esta vez sin eclipses.

Bien entrado diciembre, a la salida de un laboratorio con David Crockett (el autor y su obra), apareció Tere por sorpresa. Traía una felicidad perfectamente nueva: estratégica, no táctica. Y no la de antes: aquella felicidad de emergencia, de primeros auxilios. Contó que daba clases al cuarto grado en una escuela primaria. Que fue Vanguardia el semestre pasado. Había matriculado Inglés por examen de ingreso, y estaba propuesta para pasar un curso de capacitación por un año en Alemania. Se casaría en febrero, antes de irse a Europa, con su jefe de cátedra, el dueño de sus manos en la Torre. Traía una carta de la escuela solicitando a la facultad algunos documentos imprescindibles para el viaje. Desempacó la sonrisa, que de algún modo le había retoñado, y nos obsequió una porción per cápita.

Y eso nadie lo podía predecir. Los posgrados para adivino no han empezado. A todos nos asombró que ella, precisamente ella, (desfachatadamente viva) fuera a hacerlo. Tan increíble como el cambio que supuestamente dio en seis meses. Yo sigo sin creérmelo. Pero nuestra responsabilidad no era esa, sino el tiempo que estuvo aquí. Lo único que consignamos en el informe fue eso: su actitud durante su paso por la Facultad. No fuera después a pedir asilo político por ahí y vinieran con que no lo advertimos. Si otros no cumplen con sus obligaciones, allá ellos.

Del resto nos enteramos a retazos: cuentos de cuentos, comentarios de segunda y hasta tercera mano, pasajes deshilvanados que se iban juntando para armar la geometría de un desenlace. Aprovechando los precios y la escasa demanda del invierno, Teresa y su casipresunto marido se fueron a Jibacoa por el fin de semana. El domingo, ya de regreso, comieron en Bacunayagua. El tipo de La Torre pudo ir soltándole entonces, entre el café y los postres, entre el paisaje y la noche, todo lo que le traía atragantada la ternura desde el jueves: la carta de la Facultad que declaraba a Teresa persona non confiable. Y le contó el discurso de la directora en el Consejo, explicándoles que no sólo se suspendía el viaje de Teresa a Alemania, sino que su conducta en la Universidad, incompatible con la función docente, la obligaba a iniciar un proceso para su separación de la enseñanza.

─El lunes te llamarán a la dirección para comunicártelo, Teresa. Tú sabes que yo te amo, que no creo en nada de eso. ¿Me comprendes? Tiene que haber un error. Pero los documentos dicen… ¿me comprendes? Yo sé que no puede ser, pero, de momento, tú sabes. Los documentos. Así que te lo ruego. Compréndeme. Tú sabes que yo te amo, por ahora no podemos.

─¿No podemos qué?

─Cuando se aclare… entonces… pero por ahora no podemos. Mi trayectoria como dirigente de la educación, ¿entiendes lo que digo, Teresa? No es que yo no te quiera, pero no puede ser… Tú y yo. O si nos viéramos en sitios discretos, y que los de la escuela no… Por ahora, ¿entiendes?

Ella entendió.

Bajó las escaleras mientras él se demoraba con la cuenta.

Cuando él llegó hasta la carretera, ella caminaba sobre el puente hacia el centro de la noche.

Él se apresuró para alcanzarla, pero ella lo detuvo:

─Párate. No camines, o me tiro.

Él tuvo miedo. Por ella o por él. Cualquiera sabe.

No pudo ver los ojos de Teresa, enmascarados por la distancia y la noche.

Yo los imagino turbulentos de golpizas ebrias, sueños rotos y náuseas.

Él corrió hacia ella huyendo de su miedo.

Ella echó a volar, como queriendo abrazar todo Bacunayagua, en busca de la ramita de olivo que me quedé esperando.

Intentó llenar un kilómetro de vacío con veinte años de ausencias.

Quizás haya sido demasiado drástico proponer su expulsión. Aunque, sinceramente, no la querría de maestra para mis hijos. Pero eso no fue decisión nuestra. Ni tengo elementos para opinar. Algo más de lo que se dice habría, cuando el novio la abandonó. Se iban a casar, creo. Allá él. (aunque Julio César diga que en el fondo tenía una veta de bondad no jodas Julio César una cabrona de primera bondad bondad cuidar animalitos desamparados aunque se mueran no sé cuantos niños por minuto en los países subdesarrollados entregar moneditas a los mendigos de Ciudad México y lavarse las manos con Avon una bondad que yo no trago ni se puede medir ni tocar ni se puede escribir actitud comunista ante la vida sino actitud bondadosa ante la vida y qué coño es eso)

La encontraron con las primeras luces y sellaron el ataúd. Ni la madre pudo verla. «Hecha pedazos», sollozaba la Vizca. Y aunque yo crea lo contrario, no lo digo. Aunque piense que se ha plegado para siempre sobre sí misma. Porque no quiero que Carlos se ría, menos ahora que sus hojitas yacen aferradas como puños. Y ni el aire puede venir a rozarle los labios; ni yo, que nunca me atreví, porque mis dedos son torpes como garras.