La última puerta de la 79 se abre con un resoplido y tú saltas, tropiezas con alguien, disculpe, disculpe, y atraviesas corriendo la Avenida 1ª, después de echar un vistazo preventivo a derecha e izquierda. Desde el momento que alcanzaste la guagua a una cuadra de la parada, desde el momento que te enganchaste al racimo de hombres colgados, supiste que sólo tenías dos posibilidades: que todos los relojes del mundo sufrieran una parálisis momentánea, o correr. Como ignoras que la primera variante es, si no probable, al menos, posible, optaste por la segunda. Mientras vuelas por el separador central de 5ª Avenida, mientras tu camisa a cuadritos, tu pantalón de caqui y tus botas van dejando atrás, como Ben Johnson a tu abuela paterna, a los corredores miramarenses y mañaneros, a los shorts Adidas, las zapatillas Mizuno y las bandas elásticas Ralley alrededor de las ideas, perdón, de las frentes, tu pelo, desmayado casi de tan lacio, va pegando saltos, aleteando en lo alto, ni que eso ayudara a cruzar la cerca peerles a las ocho en punto, a introducir la tarjeta en la ranura justo dos segundos antes que el reloj de ese temible salto hacia las ocho y un minuto. Coñó. Resuellas. Por poco. Si no corro . Y recuerdas, en un pase instantáneo de la memoria, la 79 que se te escapó justo llegando a la parada, y la otra (por fin); el olor a pasteles frescos dos minutos y medio más tarde, qué hambre, apúrate guagüita, y el cartel de CUBALSE (Cuba al Servicio del Extranjero), ─¿cuándo crearán CUBALSEC: Cuba al Servicio de los Cubanos?─ medio minuto antes de doblar a la izquierda, tres minutos antes de que el árbitro de la puntualidad disparara tus doscientos metros planos contra la raya roja que pendía sobre tu cabeza. Si no fuera porque la vieja se antojó a esa hora de que le cargara cuatro latas de agua, figúrate, mamá, se me hace tarde; cuando venga, mamá, cuando venga. ¿Y me quedo seca todo el día? Tú eres un desconsiderado. Está bien. Está bien. No se me puede olvidar más. Cuando llegue, sin cambiarme de ropa ni nada, le lleno el bidón de lavar y el de la cocina y ya. ¿Contenta, vieja? Sí, mijito, yo siempre se lo digo a Candita, que tú eres más considerado conmigo . De todas maneras, a esa hora de la tarde la cola para las duchas es del carajo, así que cargando el agua hago tiempo. Con la práctica que tengo en la cargadera de agua, eso es rápido. ¿Desde séptimo, no? Creo que sí. Once o doce años tendrías cuando el viejo te llamó con su voz de bajo: Desde hoy el asunto del agua es cosa tuya, que ya estás bien hombre para ayudar ─con la misma solemnidad que si te armara caballero─. Al principio te sentiste orgulloso de ser tan hombre ya, pero después . Mira que me jodía aquello; porque cuando el piquete salía corriendo de la secundaria para casa de Chuchito a oír la grabadora, o a coger la FM, que su padre había puesto en la azotea una antena de esas que parecen una araña pelúa, y la Super Q, la WGBS, se oían super; yo tenía que ir a cargar la cabrona agua. Sin chivichana ni nada, que de todas maneras, uno dejaba cuatro latas llenas allá abajo, y mientras subía las primeras, se las robaban con latas y todo. Una a una. O dos. Aunque había días que yo no podía con dos, y otros días, ni con mi alma. Lo mismo en el pre, cuando a Chuchito le trajeron el vídeo y todas las películas aquellas de kung‑fu y carros y jevas encueras, y todos se iban en molote para allá, mientras el bobo se quedaba cargando agua. Menos mal que a Xiomara la dejaban salir por la noche, que si no, me bota por aguador. Y cuando no era el agua eran los mandados, y cuando no . Siempre había una jodedera diferente. O la misma, pero todos los días.
Caminas hacia el traspatio, abres la puerta de la caseta, te cambias de ropa y sacas las herramientas. Después que pasó lo que pasó, tío Román me decía: ¿Tu padre no estará tan encabronado porque ahora tiene que cargar el agua? Pero no era por eso.
Sales. Cierras la caseta con candado y caminas hacia el frente, carretilla por delante, bordeando el edificio del museo. Pasas al lado de la estatua en mármol blanco de una muchacha, quién sabe si vistiéndose o desnudándose, mientras el gato de mármol blanco se lude contra sus piernas, y los saludas. Buen día, Xiomara. Buen día, Blanquita. Porque estás seguro de que es gata, aunque el escultor no se ocupó de esas minucias, y más seguro aún de que la muchacha tiene las mismas corvas que Xiomara. Conduces la carretilla por el caminito, subes el contén y te detienes al pie del flamboyán, ¿te acuerdas? Como al segundo día por poco me caigo de allá arriba. Casi nadie se podía trepar al copito, pero yo pesaba ciento veinte libras. Y como había menos peste, menos empuja empuja, y menos posibilidades de tropezarse con Frank, con Guillermo El Abacuá, con Aníbal El Gallego, con Pedro El Gordo; aunque conmigo casi nunca se metieron. Un muchachito sin comida, sin buena ropa, sin dinero. Echate pallá, comemierda. Tampoco les salí con boconerías, que por eso llevaron a tres o cuatro para allá atrás, donde nadie se metiera, y después los dejaban tirados, hechos un ripio. Yo lo vi. Sin moverme del nido. Hasta aprendí a orinar pegado al tronco, despacito, y que el orine resbalara por la corteza sin caerle a nadie arriba, que entonces sí me hubiera metido en una candela. Bueno, depende, porque había sus infelices que ya no protestaban por nada, como si la única manera de sobrevivir fuera quedarse callados. Injertados. Depende de lo que uno quiera injertar, y del tronco. Hay palos que no sirven y hay plantas que no aguantan. Depende del clima también. Guillermo y El Gallego estaban en su elemento. Pero dos o tres familias que hicieron campamento para aquella punta de la cerca, vivían, dormían, soñaban con pánico. Yo tampoco serví para injerto aquella vez.
Tus ojos descienden por el tronco sin salpicar a nadie. Qué bien ha crecido la malanga ésta. Y rápido. Mejor hago los trasplantes por la tarde, que esa es la hora buena, como decía Prieto, aquel negro viejo que hablaba con las azucenas y los gladiolos cuando nadie lo oía, el que te enseñó cuanto podía ser enseñado de todo lo que sabía, a dos leguas de la finca de tu abuelo. Mejor los colores para jardín que las plantas aromáticas, muchacho. Esas hay que sembrarlas donde alguien las huela. La jardinería no es obra de desperdicio, y las plantas de olor hasta se molestan cuando ven el despilfarro. Se les enquista el perfume y se mustian. Fíjate, para preparar esquejes o hacer trasplantes, lo más importante es el cuido, muchacho, el buen trato. No te das cuenta hasta después de muchos años, pero las plantas son suceptibles como mujeres preñadas. Si uno las cariñea un poco, se dan que es una maravilla, pero si no . Y cuando miras hacia las rocas en desorden que se amontonan más allá del camino, decides que el viejo tenía razón, porque los jardines a la inglesa son demasiado tiesos. Eso es para llanuras bien organizaditas y casas cuadradas con columnas medio clásicas de esas y paredes viejísimas de bloques sin pintar. Esos jardines se parecen a un plan de trabajo, ¿verdad, viejo? Y el viejo asiente en tu imaginación, con el sombrero ladeado y la frente, que el sol ha dividido en dos tonos de carmelita oscuro, al descubierto. A la italiana o a la francesa tampoco, que ahí hasta las plantas se ven como plásticas. Nada más que sirven para pasear mujeres de películas, tan lindas que parecen de mentira; medio amanerados que son los jardines esos. Ahí en el pedregal lo mejor es un jardín oriental, ¿verdad, viejo? Un jardín medio misterioso con parterres, setos vivos, terrazas aprovechando los desniveles, macizos y arriates que aparezcan así, como de casualidad, y las piedras saliendo del césped japonés, con lenguas de vaca y magueyes en las más grandes. Sonríes mirando la escalera flanqueada de setos vivos, un sauce llorón por allá, unos bancos de piedra y un arroyito. Pero despiertas, porque, ¿de dónde voy a sacar agua para un arroyito? Si por aquí hubiera agua, no habría pasado tanta sed, que fueron una vaso de agua o dos al día. Como la acaparaban los mandantes, figúrate. Y a veces era por no bajar, que si me movía, enseguida me volaban el puesto.
Mejor me pongo a trabajar, en vez de estar mirando el jardín en mi cabeza. Las arecas las dejo para más tarde. Mejor tuso bajito el seto, que con las lluvias ésto revienta a crecer de un día para otro. Comienzas a podar bien parejo, en dirección a la calle, y cuando te agarras a la cerca que separa el césped de la acera, para virar en redondo, es como si todos los recuerdos hubieran quedado guardados en la memoria del alambre, porque, con la nitidez del Hotel Tritón emergiendo entre los árboles, aparece aquella tarde de 1980 cuando, a la salida del pre, Chuchito, Vázquez y Adriano le soltaron sin prólogo:
─Te estábamos esperando para ir a ver el show ese que han montado en la embajada.
─¿Qué show?
─¿Tú no lees periódicos? El de la embajada del Perú, viejo. Fidel quitó los policías y se está metiendo un montón de gente.
─No puedo, tengo que cargar .
─No jodas con el agua, que lo de la embajada no tiene segunda tanda. Después le haces un cuento a la vieja. Nosotros vamos contigo, vaya.
Llegaron a 5ª y 72 a media tarde. Nadie tuvo que indicarles. Desde lejos te diste cuenta: una guagua vacía en la esquina, autos abandonados, grupos del más diverso pelaje con mochilas, maletines y jabas caminando 5ª arriba. El tráfico casi paralizado por la aglomeración de curiosos y aspirantes a la peruanización. Y la bulla. Al otro lado de la verja, cientos de manos invitando, entren, entren, gritos, maldiciones, risas, cantos. Y los de afuera: Váyanse. Más queda para los que quedamos. Y los de adentro: Comunistas. Comunistas. Y los de afuera: Comemierdas. Comemierdas. Una gorda con una carterita minúscula quería entrar pero no podía treparse a la cerca. La halaban desde adentro, pero la gorda se caía. Entonces los de adentro y los de afuera hicieron un convenio de ayuda mutua, gorda mediante, y los de afuera metieron el hombro bajo las nalgas de la gorda y a la una, a las dos y a las tres. Ya está arriba. Cuando cayó del otro lado, por poco se lleva la cerca y a dos hombres del encontronazo. Entonces la gorda se viró: Abajo el comunismo. Y desde afuera: No sea malagradecida, que los comunistas hasta la ayudaron a irse del comunismo. Una Halley‑Davison de mil c.c. frenó en seco a tu lado, el chofer se bajó, apagó la moto, extrajo la llave y te la puso en la mano: Coge, te la regalo. Allá me voy a comprar una Honda. Volvió la espalda y se zambuyó en la embajada de un salto, entre dos manos levantadas que sostenían carnés rojos ardiendo. Y tú parado en la acera, estupefacto. Oye, deja eso, que te vas a buscar un barretín. Fue en ese momento cuando te diste cuenta que la llave seguía en tu mano, y la soltaste como si te hubiera picado. Pero más te picó la proposición de Adriano:
─¿Nos metemos?
─¿Tú estás loco?
─¿Loco por qué? ¿No me digas que tú no quieres ver el mundo y comprar tu pacotilla y ?
─Deja eso.
─Ni que fuera tan fácil
─¿Tan fácil qué?
─Eso.
─¿Tú no has leído en el periódico ?
─No jodas. Si es por el periódico, allá todo el mundo pasa hambre, y después vienen como mi tía: cargados de pacotilla hasta aquí.
─Yo me quedo.
─¿Y tú ?
¿Y yo? ¿Y yo? ¿Y yo? ¿Y yo? ¿Y yo? ¿Y yo? ¿Y yo? Nunca podrás precisar todo lo que pensaste en aquel momento, mientras caminabas entre Adrián y Vázquez y mi mamá y Xiomara y las latas de agua por la tarde y la voz de mi papá y el pantalón de salir se me rompió y vamos a hacerle un zurcidito invisible porque no hay otro y los labios pulposos de Xiomara en la penumbra del Payret y la guagua de bote en bote para Santa María los domingos y la grupa de Xiomara y la cinturita de Xiomara y las manos veloces de Xiomara y el sexo apretado y caliente de Xiomara y el olor a sudor de Xiomara en una posada y mi mamá huevos fritos otra vez huevos fritos y gracias que no hay otra cosa y la maleta abierta en casa de Vázquez y pulóvers Pierre Balmain y jeans Levis y Pumas y Pierre Cardin y Chemise Lacoste y Lois y Lee y la grabadora It’s a Sony Stereo Sound y las reuniones del comité de base de la UJC y los informes de balance y las escuelas al campo y las clases y las clases y las clases, mientras cruzas la calle entre Adrián y Vázquez, y la cola para el baño y la cola para la cafetería y la cola para la bodega y la cola para el agua y la cola para la guagua y la cola para el cine y la cola para la posada y la cola para la cola de la cola y el imperialismo y el bloqueo y los principios y la moral y el diversionismo ideológico y la melena esa que tú tienes y la penetración y los pantaloncitos apretados y las desviaciones y la música americana y la CIA y el Pentágono y los apátridas y los gusanos y Cuba sí yanquis no y yanquis go home y pin pon fuera abajo gusanera y patriaomuertevenceremos y pioneros por el comunismo seremos como el Che y no hay no hay no hay no hay no hay y prohibido entrar en short y prohibido entrar en mangas cortas y prohibido pisar el césped y prohibido jugar en la calle y prohibido entrar peludo y prohibido entrar si no es empleado y prohibido entrar y prohibido salir y prohibido prohibir prohibir y mi papá queyonotecoja queyonomeentere y las películas de Bruce Lee y los videos de Michael Jackson y los casetes y los pulóvers y los pitusas y los videos, mientras permaneces como una estatua al pie de la cerca sin escuchar los gritos a tu alrededor, de un lado y otro, arriba y abajo, y la Playboy aquella y la crisis del capitalismo y la inflación y la devaluación del dólar y los carros y las casas y las películas y los rascacielos de New York y las mujeres encueras y Xiomara y el vicio y la corrupción y la delincuencia y la marihuana y mi mamá y el rock probibido queyonotecoja el agua los videos la cola la juventud los pitusas Playboy las clases las reuniones patriaomuertevenceremos el pantalón se me rompió el diversionismo los huevos fritos la crisis Xiomara las guaguas It’s a Sony la corrupción, mientras Vázquez y Adriano te tienden las manos desde arriba:
─Salta, coño, salta.
Y tú saltas.
Y te ves en el aire, sobre la frontera de la cerca, como si no hubiera sucedido en la realidad real, sino en un video que viste alguna vez en casa de Chuchito.
Continúas podando cuesta arriba, pero el alambre de la cerca ha inoculado en tí aquella tarde cuando dos tipos de catadura nada dudosa les dieron la bienvenida al Mundo Libre (así mismo dijeron, aunque aquello parecía el Mundo Preso) y Vázquez, Adriano y tú (Chuchito los mirada desde afuera) encontraron un trocito minúsculo de hierba pisoteada donde sentarse a hacer planes, los tres mosqueteros, uno para todos y todos para uno, aquí, allá y donde sea, tú verás que cuando estemos allá, tú verás que, pero esa misma noche vino el padre de Vázquez y lo miró y no dijo nada y Vázquez se levantó y sin despedirse saltó la cerca para saltar la otra cerca un mes y medio más tarde, cuando un yate vino por el Mariel en busca de toda su familia. Quedamos nosotros, dijo Adriano; no nos podemos rajar. Y aquella noche durmieron acurrucados con el espacio indispensable para apoyar las espaldas en la cerca. Tú verás cuando lleguemos allá. Tú verás.
Al día siguiente, muy temprano, apareció tu padre. Si no sales de ahí, te voy a matar. Pero tú sabías que no. Si saltabas de regreso . No te vayas a rajar como Vázquez. Si saltabas. No te vayas a rajar, coño. Oiga, deje al muchacho tranquilo, que ya tiene edad para decidir. Cállese usted y no se meta. Sale. No salgas. Sale, quesinotevoya. Ya estás adentro. No te vayas a rajar. Sale. Pero si salgo, si salgo me mata. No. A pesar de que su padre estuvo parado frente a la cerca casi veinticuatro horas. A pesar de que no bebió ni comió durante veinticuatro horas. A pesar de que su padre lo estuvo mirando durante veinticuatro horas. NO (a pesar de).
Cuando se fue, respiraste aliviado, como quien ha estado esperando en un hospital de campaña que le amputen una pierna. Despiertas de la anestesia, y la ves yaciendo, como un objeto extraño, sobre un trozo de tela blanca. Todavía no sentías dolor, ni picazón entre los dedos fantasmas del pie. O del alma, porque te habías amputado un padre.
De los días siguientes sólo recuerdas el hambre y, sobre todo, la sed que precedió a la noche, la sed que no te permitió dormir, y por eso lo viste todo desde tu nido, en la copa del flamboyán. Sucedió al pie del árbol, mientras Adriano dormía aferrado a su rama, mientras tu lengua se hinchaba en la boca como llena de arena. Al principio no te diste cuenta, pero después el ruido del forcejeo subió, mitigado por la distancia, y saliste del letargo, mitad sed mitad sueño, y los viste allá abajo, al pie del árbol: Uno de los hombres le aguantaba los brazos a la mujer y otro le mantenía abiertas las piernas. A pesar del hombre que la oprimía contra el suelo y se movía y se movía, ella, con la ropa hecha jirones, levantaba la cabeza para mirar a un tipo medio calvo que lloraba con cara de infeliz (hasta lástima daba) y se le empañaban las gafas con el lloriqueo. Lo tenían arrodillado, con una cuchilla apoyada en el cuello, y le tiraban de los pelos (levanta la cabeza, coño) para que mirara para que mirara. Y ella, con ojos como de loca o de fiera, miraba llorar a su marido y le decía maricón maricón ─sin gritar─. Entonces, el que estaba arriba de ella (y se movía y se movía) le dijo cállate, puta, cállate. Y de un puñetazo la dejó medio desmadejada sobre la hierba; pero enseguida ella se repuso y se quedó mirando fijamente hacia el copito del érbol, como si con ella no fuera. Te miró con los ojos ausentes, te miró, con los ojos vidriosos desde muy muy lejos, te miró. Y era Xiomara. Tú la viste, pero ella no te estaba mirando. Aunque sabías que no era, pero era. Sus ojos te atravesaban para perderse en algún sitio. Entonces cerraste los tuyos y esperaste durante horas a que el silencio fuera casi perfecto. Cuando volviste a abrirlos, ya ellos no estaban. Te deslizaste por las ramas, alcanzaste el tronco y fuiste resbalando hacia abajo con mucho cuidado, no fueras a pisar a alguien y se despertara, y se rompiera aquel silencio tan extraño allí donde el silencio no existía. Caminaste sin hacer ruido sobre la yerba aplastada, sorteaste los cuerpos ovillados, recostados unos a otros, los cuerpos de cabezas colgantes, los ronquidos, las frases mutiladas, evadidas de los sueños. Buscaste un sitio de la cerca donde ellos no estuvieran, porque ya habían organizado guardias para evitar las deserciones, y para evitar las intromisiones también, porque ya somos demasiados. Y salté. Como nunca volveré a saltar en mi vida, ni aunque me prometan o me persigan. Salté. El tobillo derecho se me viró al caer, pero me levanté como si rebotara y corrí hasta tropezar con un policía.
─¿A dónde va?
─
─¿A dónde va? ¿Quiere agua? ¿Comida?
─No.
─¿Quiere ir al baño?
─No.
─¿A dónde va?
─A mi casa.
Regresas ahora con la podadora hasta la cerca y ves la figura estrafalaria del hombre que se levanta de un banco en el separador central, se estira, mueve los ojos en dirección al Sol y lo saluda con un gesto de viejos conocidos, se sacude la ropa y cruza la calle hacia tí. Qué tipo más raro.
El hombre se para frente a la tarja de la acera y lee en voz alta:
«Aquí murió valientemente el soldado Pedro Ortiz Cabrera, mientras custodiaba la embajada del Perú el día 1ro de abril de 1980, en cumplimiento de su deber».
El Pueblo de Cuba
Basta que te mire a los ojos para desactivar cualquier precaución, cualquier prejuicio:
─Joven, ¿podría regalarme una flor para mi solapa? Por favor ─y se indica el ojal. La desnudez de ese ojal es casi obscena.
─Un momento.
Regresas con una rosa roja a medio abrir. Le cortas el tronco, las hojas, pero no las espinas, porque a lo mejor se ofende, como a los hombres no .
─Los hombres también nos pinchamos, joven. Muchas gracias. ¿Usted es el jardinero?
─Sí.
─¿Conoce a Machado?
─¿Es jardinero?
─No. Antonio Machado. El poeta.
─Creo que en la escuela .
─Si usted es jardinero, no olvide:
Érase de un jardinero
que hizo un jardín junto al mar
y se metió a marinero.
Estaba el jardín en flor
y el jardinero se fue
por esos mares de Dios.
─Y muchas gracias.
Dejándote a cambio una sonrisa de uso personal, intransferible, el hombre vuelve a su banco, donde en pocos momentos aparecerán, salidos de quién sabe dónde, decenas de niños que lo conocen desde siempre.
Retornas a la poda, pero los recuerdos no son tan dóciles como la hierba, y en la 132 que tomaste a la salida de la embajada, aquel hombre vuelve a levantarse, ahuyentado por la peste que traes de allá adentro, impregnada hasta en tus pesadillas. Antes de entrar, esperas en el parque de la esquina a que tu padre salga hacia el taller. Ay mijito, yo pensé que no te volvía a ver, lo recibió su madre. ¿Tienes hambre? ¿Quieres café? ¿Te preparo un baño? Vuelves a disfrutar el agua tibia, el desayuno caliente, la sábana con olor a hervidura que hizo crujir tus sueños durante varias horas, lo que duró el sentirte, por primera y única vez, huésped de honor en tu casa; soñarte recién llegado de la alfabetización, por ejemplo, del Escambray, de Girón, de la Sierra, por ejemplo, con el tufo a sudor y cansancio y mugre de los héroes. Pero te duraron poco los sueños. El rumor ascendente y los gritos te despertaron:
─Que se vaya que se vaya ─te sacó del letargo─, que se vaya la escoria ─despegó tus párpados precintados de legañas y sueño viejo, de noches arbóreas y sed y hambre─, que se vaya que se vaya que se vaya ─un estallido frente a la puerta del cuarto. Te arrodillaste de un salto en la cama, desglosaste tu sueño de los gritos y tropezaste con los ojos tristísimos de tu madre, sentada en el butacón recostado contra la puerta, contra los golpes contra la puerta, contra los gritos─, que se vaya que se vaya la escoria que se vaya ─y no empezaste a entender hasta que viste al Piti, el flaco del cuarto seis que compartía contigo masarreales, pitenes de pelota y abracados por bolas más o menos después de un manigüiti, trepado a la reja de la ventana─ que se vaya la escoria que se vaya ─y aunque lo viste flexionar hacia atrás el brazo, no previste el huevo que vino a estrellarse contra tu hombro derecho, dejándote anonadado, lo suficiente para que el Piti flexionara de nuevo el brazo, pero no tanto como para impedirte saltar y cerrar la ventana, justo en el momento que el huevo salía despedido, para estrellarse contra la jamba y salpicarle la cara al flaco, jódete cabrón—, que se vaya la escoria que se vaya —y los golpes y tu madre llorando en el butacón contra la puerta, contra los golpes, ay mijito, perdóname, es que estoy muy nerviosa—, que se vaya la escoria que se va —grito silenciado de cuajo, como si lo cortaran con un hacha. Murmullos y sonido de pies que se alejan, de suelas contra las baldosas y un clic de llave en la cerradura, pero no puede abrir la puerta, porque está atrancada por dentro, y se escuchan tres golpes secos.
—Abre, vieja. Soy yo.
Cuando tu madre abre, descubres que las dos hojas de la puerta están garabateadas de tiza (que se vaya la escoria que se vaya), y descubres a tu padre en medio de los insultos —pierna que regresara sola, saltando calles, escaleras y pasillos, después de la amputación.
—¿Usted qué hace aquí?
—Viejo, por favor.
—Usted se calla. Y usted . Para mí es como si ya se hubiera ido. Cuando regrese, no quiero verlo. Ya yo no tengo hijo.
Y te detienes antes de volver a la poda en sentido contrario, como te detuviste aquella noche, el puño alzado e indeciso, frente a la puerta de tío Román. Como te detuviste frente a la sonrisa inmóvil, congelada, de Chuchito, de Mayda, de Luly, cuando apareciste en el pre dos días más tarde; frente a la mirada inmóvil de Xiomara.
—Qué ganas de verte, mi amor, tú no sabes. ¿Qué te pasa? Respóndeme.
Pero Xiomara ya no era Xiomara:
—¿A quién? Escucho voces pero no sé de dónde.
Xiomara te miró con los ojos ausentes, te miró, con los ojos vidriosos desde muy muy lejos, te miró. Sus ojos te atravesaban para ir a perderse en algún sitio.
—Escucho voces como de alguien que se fue —Xiomara caminando hacia la escalera— ¿A quién voy a responderle si no hay nadie? —caminando hacia la salida, entrando como un fantasma del pasado en el mediodía, disolviéndose en la luz como un fantasma que desapareció sin dejar huellas, sin acudir siquiera al mitin de esa tarde que se hizo noche. Aquella noche cuando vahaste sin rumbo por las calles, hasta el beril del día siguiente, cuando llegaste a casa de tío Román.
—¿Qué te pasó, muchacho? Habla. ¿Qué te pasó?
Pero te faltaban aún dos días de silencio descubriendo todas las grietas, desconchados y manchas de humedad en el cielo raso, antes de vestirte.
—Vengo dentro de dos horas, tía
Y caminaste hasta el comité militar:
—Mire, teniente, yo quiero presentarme de voluntario para pasar el servicio militar.
—¿No estudias?
—No. Quiero pasar
—Ya me lo dijiste. Dame tu carné militar. Nosotros te citaremos. Espera el telegrama.
Pero después del examen médico, que tuvo lugar dos días más tarde, esperaste casi un mes sin que el telegrama (Fue lo mejor que hiciste, mi sobrino) te sacara (Paciencia, eso a veces se demora) del letargo (No te preocupes por buscar trabajo, si de todas maneras ) como si cada día fuera una fotocopia del anterior (¿Por qué no te llegas por allá? A lo mejor el telegrama se extravió. Tú sabes). Y tú volviste al comité militar.
—¿Se acuerda de mí, teniente?
—Tu nombre es . Ya me acuerdo. Mira, no te voy a engañar. En el CDR nos contaron lo de la embajada. En esas circunstancias, no podemos admitirte. ¿Me copias?
Las fuerzas armadas
La defensa del país
No es que haya ninguna ley que lo prohíba
Pero yo no puedo no puedo no
¿Me copias?
—Olvídate de eso —te dijo tío Román—. En mi trabajo creo que hay una plaza de ayudante.
(Pero la comprobación del CDR).
—No te preocupes. En la empresa de Javier están dando unos cursos.
(Pero la comprobación del CDR).
—No te vuelvas loco. Espera. Dice María que por allá hay.
(Pero la comprobación del CDR).
Y al final:
—Hablé con tu padre. Está cerrero. Me da pena, pero no quiere que regresese ni hoy ni nunca. Y . Tú sabes que aquí vivimos muy estrechos, con las niñas y . ¿Por qué no te vas a lo de tu abuelo?
Por eso te fuiste a Cabaiguán, pero las yucas y los plátanos eran tan aburridos, y tu abuelo que te miraba con unos ojos transparentes de no ver. Y Prieto hablando con los gladiolos y las azucenas cuando creía que nadie lo miraba; pero tú velabas aquellas conversaciones a través de la cerca, hasta un día:
—¿Estás viendo lo que yo veo? —le preguntó el viejo Prieto a un lirio—, parece que hay un mira mira de Palmira escondido detrás de la cerca. Hombre que mira y no habla, como las flores. ¿Lo dejamos escondido o lo dejamos entrar? ¿Sí? ¿Tú crees? Bueno. Sale de ahí, muchacho, que el negro viejo ni muerde ni pica. Y las flores, menos. Ven acá. Mira a ver qué dice el crisantemo ese. A mí toda la vejez se me ha ido para las orejas. Ríete. Ríete. Aquí hace falta una risa de vez en cuando, que la risa sin dientes de los viejos parece mueca, y las flores se asustan. Ríete. Ríete.
Y el administrador del museo, que pasa en ese momento, le hace señas al chofer de la pipa: Se tostó. Míralo como se ríe solo. Porque con el viejo aprendiste a reír otra vez, con una risa más sabia, menos estridente, que no asustara a las flores; a reírte así, por el mero gusto.
Pero la risa se te acabó aquel día, cuando tu abuelo te esperaba en la talanquera de la finca: Tu padre, dijo.
Cuando llegaste a La Habana, ya tu padre no reconocía a nadie, pero te llamaba bajito, como si la voz no le pudiera salir entre los dientes apretados.
Cuarenta horas más tarde, en el cuartico, más lóbrego y estrecho después del Sol y las flores, le hiciste un tilo a la vieja, la acostaste y le pasaste despacio la mano por las sienes sudadas, hasta que se durmió. Bebiste un poco de tilo y te metiste en la boca un caramelo de limón antes de empezar a colgar tu ropa en los percheros vacíos que encontraste en el ala derecha del escaparate: el ala de tu padre.
Buscas un caramelo en el bolsillo y encuentras la carta que no tuviste tiempo de leer esta mañana, que tuviste miedo de leer en la guagua, y aquí, aquí menos, después que el administrador te dijo el día que empezaste a trabajar:
—Mira, yo te pongo a prueba. Y si das la talla, no te ocupes de lo demás. La plaza es tuya. No te preocupes por la comprobación del CDR. Para jardinero no hace falta.
Estrujas la carta entre los dedos y notas algo rígido. Te pica demasiado la curiosidad. Sacas el sobre con borde a franjas azules y rojas, lo rasgas y de entre las hojas sale una foto en colores de Adriano, casi irreconocible con el pelo ondeado y castaño muy claro, él que nunca fue rubio, apoyando la espalda en un carro blanco y larguísimo de esos de película, con el brazo derecho sobre los hombros de una rubia grande y dientona y durita ella y muy tetona, con un escote hasta aquí, y una grabadora bien Sony y descomunal en la otra mano. A lo mejor ni la rubia es tuya. Y en el reverso, con tinta negra: «Te lo dije, comemierda».
Introduces de nuevo la foto en el sobre y lo guardas en el bolsillo del pantalón. Empiezas a recoger con el rastrillo la hierba cortada y el rastrillo de tu memoria recoje recuerdos, intenciones, aspiraciones, sueños, frustraciones y miedos. Los va apilando sin orden: Erase de un jardinero, It’s a Sony, que se vaya, patriaomuertevenceremos, los huevos fritos, Adriano, los videos, la rubia, que hizo un jardín junto al mar, cuatro latas de agua, el pantalón se me rompió, los ojos vidriosos desde muy lejos, el cuido es lo primero, muchacho, que se vaya, cuando regrese, no quiero verlo, el sexo apretado y caliente de Xiomara, prohibido prohibir prohibir, el carro blanco, el bloqueo, y se metió a marinero, la Super‑Q, escucho voces como de alguien que se fue, expulsión deshonrosa de la UJC, los hombres también nos pinchamos, voluntario, yo quiero, voluntario, el diversionismo, que se vaya la escoria, Christian Dior, a lo mejor el telegrama, estaba el jardín en flor, pin pon fuera, la defensa del país, ¿me copias?, apátrida, los principios, la cola para la cola de la cola, creo que hay una plaza, un curso, gusano, los rascacielos de New York, pero la comprobación en el CDR, y el jardinero se fue, tu padre está cerrero, la raya roja, si das la talla, no te ocupes, el cuartico apuntalado, se cae, se cae, vivimos muy estrechos, con las niñas y, que se vaya, que se vaya, Pierre Balmain, me llamaba bajito, como si la voz no le saliera, pega la oreja a ver qué dice el crisantemo, por esos mares de Dios, salta, coño, salta, y saltas de nuevo, y los recuerdos, intenciones, aspiraciones, sueños, frustraciones y miedos que tu memoria ha rastrillado quedan expectantes, mientras permaneces paralizado en el aire, justo sobre la frontera de la cerca, y tu desconcierto es total, porque no sabes desde dónde ni hacia dónde has saltado, aunque de un lado y otro te esperan, te hacen señas, y sus manos, y sus gritos, aunque no sabes de dónde vienen, porque ellos no tienen rostro (sabes que tan pronto caigas, en el lugar donde caigas, les nacerán rostros que por ahora desconoces, temes) y por eso te eternizas en el aire, aunque sabes que la eternidad es una materia sumamente frágil, y a pesar de que aleteas desesperadamente, sientes que caes hacia un lado (u otro) de la cerca, y no sabes hacia cuál, porque la duda se ha adueñado de tí como una alimaña pegajosa y no puedes librarte de ella, como tampoco has podido librarte de aquel mitin de repudio, que se vaya la escoria que se vaya, después que Xiomara desapareció sin dejar huellas, tu único alivio, que no te viera dando vueltas al Obelisco de Marianao vestido de hombre sandwich, que se vaya la escoria que se vaya, con
«OJO: ANTISOCIAL Y GUSANO»
escrito por el frente y
«SOY UN HIJO DE PUTA»
en grandes letras rojas a tu espalda.
Doscientos, trescientos estudiantes gritando. Y Mayda, y Luly y Chuchito gritando: que se vaya que se vaya que se vaya la escoria que se vaya. Y te dan de pronto un golpe en la cabeza, que se vaya, y un empujón, que se vaya, no le den más, caballeros, que se vaya quesevaya quesevayalaescoriaquesevaya, diez, quince cuadras, hasta que se aburrieron y te dejaron ir, entontecido, mudo, hasta el banco de un parque donde te sentaste durante horas a mirar con los ojos ausentes, con los ojos vidriosos desde muy lejos, atravesando las burlas y los gritos, las risas y los árboles, para perderse en algún sitio, con los cartones aún colgando del cuello.
Tan bien colgados, que en siete años no has podido quitártelos.
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