Feliz Navi… Clic

18 12 2000

La Navidad se nos viene encima desde finales de noviembre: promociones, invitación al consumo desaforado, Papaítos Noeles en las tiendas y, en breve, los Tres Reyes Magos, que en eso los países católicos ganan por superioridad numérica. Paisajes nevados en la tele, aunque en tu barrio ni llueva. Tradición y comercio imprimen su sello a diciembre. Incluso en Cuba, donde los hoteles ostentan desde hace algunos años arbolitos naif con nieve de algodón y Papitos Noel made in Taiwán.

Más allá de la parafernalia consumista y dulzona que nos devuelve a enero más gordos, asqueados de turrón y confraternidad familiar, la navidad es una especie de ley de punto final que ocurre una vez al año: el yerno brinda con la suegra que odia, los hermanos que se detestan lloran de arrepentimiento sin consecuencias (año nuevo, odio nuevo) la borrachera en el hombro del otro; familiares semilejanos se abrazan y se besuquean con un fervor que parece genuino. Y a veces lo es, que de todo hay en la viña del Señor Santa Claus.

Pero hay algo hermoso en el bolero navideño: la excusa para olvidar y perdonar, aunque sólo sea una vez al año, o de querer más explícitamente a los que queremos, y sentir la entrañable pertenencia a ese grupo tribal, protector, necesario, que es la familia. Algo inalcanzable para la dividida familia cubana que se debe conformar el 24, el 31 de diciembre, con llamar a la Isla —los isleños carecen en moneda nacional de ese derecho— y sentir que nos tocamos, que nos abrazamos, que nos deseamos hapi niu yiar feliz año mi hermanito, a través de un frágil hilo de cobre que atraviesa el mar. En ese momento no importa si de un lado hay cava y del otro cervecitas (gran reserva, a juzgar por el precio) de la shooping, no importa si de un lado nieva y del otro suda hasta el pernil que resolvimos. En ese instante parece que estamos juntos. Y eso es casi un lujo.

Pero este año ni siquiera esa comunión virtual con la familia parece probable. ¿Por qué?

Según un editorial de Granma en “el Decreto Ley 213 del Consejo de Estado, aprobado el 25 de octubre pasado sobre bases absolutamente legales, Cuba estableció un impuesto del 10% a las comunicaciones telefónicas, que estaría vigente hasta la recuperación de los fondos congelados y posteriormente robados. Dichos fondos serían totalmente dedicados a los servicios de salud de nuestro país”.

¿A qué fondos se refiere y en qué consistió el robo?

Se trata de “fondos congelados que se adeudaban a Cuba por más de 30 años de servicios de comunicaciones “y que el embargo norteamericano impide abonar a la Isla. El robo es la autorización norteamericana a emplear parte de esos fondos para indemnizar a los familiares de los pilotos de Hermanos al Rescate derribados por Mig cubanos en febrero de 1996.

El nuevo impuesto de US$0,245 por minuto (añadido a la abusiva tarifa de US$1,20/minuto en funciones), estaría en vigor hasta que se recuperen los fondos enajenados para las indemnizaciones. Es decir, recaudar unos 30 millones de dólares adicionales a los 80 que recibe el gobierno cubano por los servicios telefónicos. Y La Habana anuncia incluso la posibilidad de “adoptar medidas adicionales adecuadas hasta que dichos fondos sean reintegrados”.

Las autoridades norteamericanas alegan que el nuevo impuesto viola los acuerdos suscritos entre las empresas telefónicas estadounidenses y la Empresa de Telecomunicaciones de Cuba S.A. (ETECSA), y no se autoriza su pago, de modo que La Habana amenaza con el corte de las comunicaciones a mitad de diciembre.

Vayamos por partes.

El embargo norteamericano es arcaico, inmoral, prepotente y de una ineficacia demostrada durante 40 años; de modo que esos fondos jamás debieron estar congelados, y su legítimo dueño es el gobierno cubano.

Sobrevolar el espacio aéreo cubano es un delito, pero el derribo de las avionetas fue, obviamente, un crimen contra esos hombres y contra el pueblo cubano, al sabotear un momento de distensión entre Estados Unidos y Cuba. Si bien es correcto que se indemnice a las familias de los asesinados, también es cierto que el dictamen de un tribunal norteamericano no es internacionalmente vinculante. No imagino al gobierno norteamericano indemnizando, por orden de un tribunal de Guadalajara, a la familia de un inmigrante ilegal mexicano muerto por agentes en la frontera. Y no hablo de justicia o injusticia, sino de práctica internacional, salvo acuerdos internacionales o bilaterales que obliguen a las partes.

La ineficacia económica de las autoridades cubanas es proverbial. Capaces de dilapidar durante 30 años la ayuda soviética, una vez que ésta se suprimió, volvieron la vista hacia el nutrido exilio, la nueva vaca lechera a la que ordeñan 800 millones de dólares al año, más de lo que rinde la zafra azucarera. Cierto que no se trata de aportaciones directas, sino de ayuda familiar, destinada a paliar la miseria de los cubanos en la Isla. Circunstancia aprovechada por el Comerciante en Jefe para imponer los precios más disparatados, obteniendo una plusvalía de abuso, no gracias a su eficiencia, sino a su condición de monopolio. El chantaje emocional al exilio y el asalto a shooping armada a los cubanos de la Isla son hoy los sectores más prósperos de la economía cubana. Desde el litro de leche a US$1,50, la venta de pasaportes, permisos de salida y visados en dólares, hasta las tarifas telefónicas más altas del planeta. Es el “impuesto revolucionario” —similar al que cobra ETA a los empresarios vascos para comprar las pistolas con que matarlos después— que debe abonar quien desee emigrar, o el exiliado que pretenda ayudar a su familia, traerlos de visita o viajar a la Isla. ¿Es legal? Obviamente, en su condición de gobierno soberano, Cuba establece los impuestos, tasas, gravámenes y tarifas que le da la gana. Por algo disfruta del monopolio, incluso sobre la vida de los once millones de cubanos que residen en la Isla. Y al exilio simplemente lo chantajea: si amas a los que quedaron en la Isla, paga. ¿Es moral? Ya eso es otro cantar.

Los fondos fueron congelados por el embargo, y su enajenación parcial, obra de un tribunal norteamericano. En cambio, pagará el impuesto el exiliado de a pie, a quien lo transferirán las telefónicas con una subida de tarifas. Y los más afectados serán los cubanos confinados en la Isla, en nombre de los cuales y por su felicidad, gobierna el Pater Nostrum FC, quien dicta contra ellos pena adicional de incomunicación.

Desde ese punto de vista, es absurdo que un rey vaya contra sus propios súbditos. Pero, ¿es absurdo? En lo absoluto. Primero, la medida continúa una tradición de beligerancia que ha fomentado el mantenimiento del embargo durante 40 años: un precio que FC paga gustoso mientras rinda dividendos políticos, excusas a su desgobierno y concite cierta simpatía internacional hacia Cuba. De paso, intenta poner al exiliado de a pie contra la zona más anticastrista de su comunidad. En segundo lugar, esto es parte de una larga operación contra la familia que comenzó a inicios de los 60: el concepto de que la primera familia es la Revolución, por lo que se penaba cualquier intercambio con los parientes del exilio, incluso los más cercanos; las escuelas al campo y en el campo, las becas que transferían la custodia de los hijos al Estado para formar el hombre nuevo, libre del pecado original de las viejas generaciones (sus padres); las reiteradas barreras impuestas a la reunificación de las familias y los mítines de repudio a los desertores de la gran familia revolucionaria. La deificación del Gran Padre, ser intocable y cuya familia inmediata permanece oculta para acentuar la idea de que su verdadera familia es la multitud. Todo forma parte de un mismo engranaje que ha favorecido la disgregación de la familia cubana, poniendo la devoción ideológica por encima de la filial. Del mismo modo que FC dirige el país como su finca particular, en la familia cubana sólo puede haber un Patriarca. Cualquier fidelidad debe ser supeditada a la Fidel-idad.

Muchos sicoanalistas se referirían a su padre autoritario e intolerante, dueño de finca (mira qué casualidad), al hecho de que jamás haya hecho pública a su familia, o que sus numerosos hijos hayan sido criados por una recua de guardaespaldas, como pruebas de que un Gran Padre con 11 millones de hijos (y otros dos millones de hijos descarriados) desprecia por razones matemáticas a la diminuta familia tradicional. Yo, que apenas he leído a Freud por arribita, obviaré esas consideraciones. Sólo constato los hechos.

Todo esto nos permite concluir que cortar las comunicaciones justo antes de las navidades, la fecha más familiar del año, puede ser injusto al penalizar a inocentes cubanos de las dos orillas por culpas que le son ajenas; taimado, al hacerlo en el momento del año en que más duele (y, por tanto, acentúa la posibilidad de que el exilio se pliegue al chantaje); inmoral, en la medida que contribuye a un estado de beligerancia que no ha reportado sino infelicidad a nuestro pueblo. Es todo, menos ilógico. La coletilla de que el dinero se destinará a la salud pública es punto menos que risible. Jamás el gobierno cubano ha dado cuenta de sus gastos, de modo que si se utiliza en equipamiento antimotines, ni nos enteraremos. Tampoco temen las autoridades cubanas a la suspensión de las remesas familiares: saben que los pobres mortales no estamos dispuestos a permitir que sus amados súbditos, es decir, nuestros familiares, pasen hambre, aunque el precio sea subvencionar su desgobierno. FC cuenta con que somos humanos, una debilidad ideológica que él no se permitiría.

Fidel Castro no cree en los Reyes Magos. Sabe que el Poder, ese regalo que él se hizo hace más de 40 años, no se obtiene con una cartica en el zapato. Y para mantenerlo está dispuesto a las mayores privaciones, el sacrificio y, si llegara el caso, la inmolación (del pueblo cubano, por supuesto). Sabe que en estos casos, una piedra en el zapato es más efectiva que una cartica.

 

“Feliz Navi… Clic”; en: Cubaencuentro, Madrid,18 de diciembre, 2000. http://www.cubaencuentro.com/lamirada/2000/12/18.html.

 





Remember, Sampson, Remember

1 12 1997

Remember The Maine

(William R. Hearst, 1895)

 

Acodado en la amura, en esta noche del 2 de julio de 1898, el Almirante William Thomas Sampson (Palmyra, NY, 9-2-1840) contempla un prodigioso espectáculo que quizás nunca se repita: la entrada a la bahía de Santiago de Cuba iluminada desde el mar por los potentes reflectores del Iowa, sobre la que se ciernen, flotando en conos de luz, los altos artillados del Morro y la Socapa: colmillos de la bahía. Sampson lamenta que fracasara el intento de cegar la entrada hundiendo el Merrimac, reduciendo la escuadra de Cervera a cuatro patos en un estanque. Sabe que tras la victoria fulminante de Dewey en Filipinas, los lectores adictos al sensacionalismo de Hearst y Pulitzer claman por otra batallita que arrase a la marina española de este lago (norte)americano, el Caribe. El presidente Adams ya codició públicamente la Isla en 1820 y, en 1823, el doctrinario Monroe exponía una curiosa geografía: “el cabo Florida y Cuba forman parte de la desembocadura del Mississippi y de los demás ríos que desembocan en el Golfo de Méjico”; de modo que en el 26 logró frustrarse el intento de independizar las islas por las naciones latinoamericanas reunidas en el Congreso de Panamá. Una república antiesclavista a sus puertas era intolerable para el Sur; no así comprarla, como propuso en el 53 el Documento de Ostende ─pero entonces el Norte no estaba dispuesto a adquirir una milla más de territorio esclavista y sureño─. Después de la derrota confederada, el presidente Cleveland apostó por la autonomía de Cuba como paso previo a la anexión, y no reconoció la beligerancia de los cubanos, a pesar de que España, con 210.000 soldados, es incapaz de evitar que 34.500 mambises dominen las tres cuartas partes del territorio. Cleveland aducía que los cubanos “no tienen un gobierno civil”. Pero al Almirante le consta que no es cierto. Recuerda la grata impresión que le causó, en las dos entrevistas que sostuvieron, el General Calixto García: alto, elegante, culto, y portando como una condecoración la cicatriz del tiro con que intentó suicidarse antes que caer prisionero. Las palabras de los políticos, piensa Sampson, tienen un doble fondo, como baúles de mago. Y recuerda el mensaje del presidente MacKinley al Congreso del 11 de abril:

“Comprometer a los Estados Unidos a reconocer a un gobierno en Cuba podría sujetarnos a molestas y complicadas condiciones (…) a la aprobación o desaprobación de dicho Gobierno; tendríamos que someternos a su dirección, asumiendo el papel de mero aliado amistoso”.

El Almirante sabe que la opinión pública norteamericana apuesta por la independencia de la Isla, como los senadores Bailey, Stewart y sobre todo Redfield Proctor, quien se refirió a “la capacidad de de sus muchos patriotas y educadores [cubanos], los grandes sacrificios realizados, el temperamento pacífico de su pueblo, y las aptitudes para un buen gobierno propio…. y la estabilidad de las instituciones republicanas”. Y que, al cabo, lograrían la inclusión de la Enmienda Teller, según la cual

“…los Estados Unidos (…) niegan que tengan ningún deseo ni intención de ejercer jurisdicción, ni soberanía, ni de intervenir en el gobierno de Cuba, si no es para su pacificación, y afirman su propósito de dejar el dominio y gobierno de la Isla al pueblo de éste, una vez realizada dicha pacificación”.

Enmienda aprobaba con el apoyo de honrados partidarios de la lucha cubana, convencidos antiimperialistas, y de los intereses tabacaleros y azucareros que temen el ingreso de Cuba en la Unión. Poco antes de morir, en 1902, Sampson escuchará el rumor, recogido documentalmente por algunos historiadores, de que los representantes cubanos, por medio de un tal Samuel Janey, compraron conUS$2.000.000en bonos al 6%, emisión 1896-97 (que no se harían efectivos de no hacerse efectiva la República), los votos de algunos políticos. El 31 de diciembre de 1932, la República de Cuba deberá aún, por ese concepto, US$7.650. Tampoco el decrépito Sherman, Secretario de Estado, está por la anexión (propone que Cuba se anexe a México); ni los demócratas: Su plataforma electoral hablaba de “nuestra simpatía hacia el pueblo de Cuba en su heroica batalla por la libertad y la independencia”, aunque otros, en The Evening Post of NY, invocan sin cesar el peligro negro, como Cleveland y su Secretario Olney, que anunciaban la partición de la Isla en una república blanca y otra negra, comentando que lo mejor sería sumergir la Isla durante un tiempo, para así adquirirla, pero sin cubanos. Qué fauna, piensa Sampson. Ni los articulistas de The Manufacturer, porque al adquirir la Isla, Estados Unidos adquiriría una población “con todos los defectos de la raza paterna, más el afeminamiento, la pereza, la moral deficiente, la incapacidad para la ciudadanía, falta de fuerza viril y de respeto propio” y una negrada al nivel de la barbarie, de modo que “el negro más degradado de Georgia está mejor preparado para la presidencia que el negro común de Cuba para la ciudadanía americana”. Habría entonces que “americanizar a Cuba por completo, cubriéndola con gente de nuestra propia raza”. Como recomendaba al General Miles, jefe supremo del ejército, el Subsecretario de Guerra, J. G. Breckenridge:

“Es evidente que la inmediata anexión de estos elementos [la población cubana] a nuestra propia Federación sería una locura y, antes de hacerlo, debemos limpiar el país (…) destruir todo lo que esté dentro del radio de acción de nuestros cañones (…) concentrar el bloqueo, de modo que el hambre y su eterna compañera, la peste, minen a la población civil y diezmen al ejército cubano.

‘Este ejército debe ser empleado constantemente en reconocimientos y acciones de vanguardia, de modo que sufra entre dos fuegos, y sobre él recaerán las empresas peligrosas y desesperadas”

Sampson se encoge de hombros: Esos mismos políticos le prohibieron bombardear La Habana.

Cuando el Almirante Sampson presidió la comisión investigadora del hundimiento del Maine, ya barruntaba que en breve se vería frente a la flota de Cervera. Al cabo, el presidente MacKinley decidió apelar a

“la causa de la humanidad, la defensa de la vida e intereses de ciudadanos norteamericanos radicados en Cuba, los gravísimos perjuicios al comercio y negocios mercantiles de nuestros ciudadanos, la destrucción gratuita de la propiedad y la devastación de la Isla”.

Ya las exportaciones de Cuba a Estados Unidos habían ascendido de 54 a 79 millones de dólares entre el 90 y el 93, y las importaciones, desde 18 a 24 millones sólo entre 1892 y 1893. Ello cuadruplicaba el comercio de la Isla con su Metrópoli. Más la creciente importación de maquinaria norteamericana tras la abolición. Y los 50 millones invertidos, según el Secretario Olney, la mitad en la industria azucarera, devastada ahora por la guerra. Inadmisible, piensa el Almirante. Sin olvidar lo que afirmaba hace dos meses el Senador Thurston: “La guerra con España aumentará los negocios y ganancias (…) una acción en una empresa americana valdrá más dinero del que vale hoy”.

Pero en lo que debe concentrar su atención hoy el almirante Sampson es en la reunión que tendrá mañana con el General William Rufus Shafter (Galesburg, Michigan, 16-10-1835, 140 kilos) ─si la montaña no viene a mi…─, traído a la carrera desde la Florida para que con sus tropas de tierra tomara las fortificaciones que guardan la entrada de la bahía y así poder desmantelar las minas y entrar a por el combate final con Cervera. El Almirante monta en cólera de nuevo al recordar el mensaje de Shafter: que fuerce con mis buques la entrada de la bahía para evitar más bajas a los suyos. Es increíble que no se dé cuenta: sus infantes son reemplazables; nuestros barcos, no. Y si no puede, que solicite ayuda al hermano que Jesse James, que se ofreció a invadir Cuba con sus cowboys; o a Búfalo Bill, que proponía pacificar la Isla con indios salvajes. Qué pintorescos. Y Sampson sonríe a su pesar. Mañana aclararemos las cosas, o decidirá Washington. Al dirigirse a su camarote, el jefe de la escuadra norteamericana ignora que una decisión más grave impide esta noche dormir a Cervera: desvelado en cubierta, mira a los hombres que han de morir mañana.

Mientras navega hacia Siboney a bordo del Nueva York para reunirse con Shafter en la mañana espléndida de este domingo 3 de julio de 1898, jaspeada aún a tramos por girones de la niebla nocturna, Sampson se pregunta cómo una España venida a menos se ha embarcado en esta guerra contra la Unión. Les costará el doble de lo que habrían ganado vendiendo la Isla a su debido tiempo, calcula. Quizás el presidente Sagasta estuviera de acuerdo con Martínez Campos, quien, según el Cónsul inglés en Santiago de Cuba, confesó en octubre del 95 su deseo de que Estados Unidos reconociese la beligerancia de los cubanos. Iremos a la guerra y, con algunos buques hundidos, España abandonará Cuba sin más descrédito y con el honor nacional a salvo. Perder una guerra con la potencia del siglo XX no es lo mismo que perderla frente a un puñado de insurrectos.

Pero Sampson no puede distraerse más en divagaciones políticas, porque escucha el disparo de una pieza naval y se dirige corriendo a cubierta para presenciar desde lejos como el primer buque de Cervera, el María Teresa, sale de la bahía a toda máquina. Da orden de girar en redondo y enfila hacia la batalla inminente con el mal presentimiento de que Schley, su eterno rival quedado al mando mientras él bajaba a tierra, dirigirá la batalla que él lleva un mes preparando y con la sensación de ridículo por ser el primer almirante que conducirá una batalla naval en botas de montar y espuelas.

Se acerca a toda máquina al escenario del combate, lo suficiente para ver como Schley desde el Brooklyn eleva las señales, transmitiendo las órdenes de combate, y se ve aparecer, directamente hacia los barcos norteamericanos, para eludir el bajo que existe en la entrada, al Vizcaya, al Cristóbal Colón y al Almirante Oquendo. Cerrando la marcha, vienen los cazatorpederos Furor y Plutón. Rebasada la boca, los buques tuercen inmediatamente a estribor, intentando alejarse hacia Occidente. Ahora el María Teresa, con Cervera a bordo, enfila directamente contra el buque insignia norteamericano, el que más estorba la salida española por cerrar el círculo al oeste. Dispuesto viene el almirante a partirlo en dos con tal de abrir brecha a los suyos. Y Sampson contempla maldiciendo la extraña maniobra que hace ahora Schley ─ya le costará un expediente disciplinario─: El Brooklyn gira a estribor, alejándose de la batalla, y abriendo paso a Cervera. Dispuesto a perseguir a los españoles ─como diría Schley─, pero a prudencial distancia. Y cruzándose en la ruta de los otros barcos norteamericanos que vienen a toda máquina en persecución del enemigo. El Texas tiene que frenar con toda su potencia para evitar un choque, y la escuadra queda por un momento en completo desorden ante la desesperación de Sampson, que aún dista de darles alcance. El humo de las andanadas de ambos bandos nubla toda visión, y durante un buen rato no puede saber qué está ocurriendo. Al cabo, una ráfaga de brisa despeja la humareda, y puede ver al Plutón y al Furor. Sólo con ellos se cumplió su plan original: hundirlos uno por uno en la boca. Especialista en torpedos, Sampson respira aliviado. Y recuerda aquel torpedo que en Charleston hundió su Patapsco. Salvó la vida de milagro.

Prosigue la caza rumbo al oeste. Pero el Nueva York lleva quince minutos de retraso respecto a su escuadra, enzarzada con los navíos españoles que huyen a toda máquina pegados a la costa y disparando sus cañones de popa. El María Teresa está tocado de muerte: los puentes y cubiertas de madera arden, las piezas rodeadas de llamas hacen imposible la defensa. Un proyectil ha roto los conductos de agua e impide sofocar el incendio. Las municiones estallan, causando más estrago que las ajenas. Cuando embarranca en la costa, sólo quedan tres barcos enemigos. El siguiente no tarda en encallar, envuelto en llamas hasta la cofa. Fuerza al máximo la máquina del Nueva York, y logra acortar ligeramente la distancia, lo suficiente para ver cómo nueve millas más adelante embarranca el Vizcaya, acribillado. Milla a milla va dando alcance al resto de sus buques, lanzados tras el último español, el Colón, muy marinero y que los aventaja claramente en velocidad. Será difícil impedirle refugio en la bahía de Cienfuegos. Habrá que entrar en su busca (si las defensas de tierra y las minas no lo impiden), piensa Sampson. La persecución se prolonga. Tres horas más tarde, advierte con sorpresa un parón del enemigo. Piensa en una avería de las máquinas. No sospecha que el Colón ha quemado su última paletada de carbón de alta calidad. El carbón inferior que cargó en Santiago anula su única ventaja. Todos los buques le cañonean; incluso el Nueva York logra cuatro disparos. Al fin, el último buque de la escuadra española gira lentamente a estribor y encalla.

Tras 9.433 cañonazos de la escuadra norteamericana, Sampson comunica: “La flota a mis órdenes ofrece al país como regalo por la fiesta nacional del cuatro de julio la totalidad de la flota de Cervera”.

“Después de un combate desigual con fuerzas más que triples de las mías, toda mi escuadra quedó destruida (…) Hemos perdido todo y necesitaré fondos”, informa Cervera, prisionero en el Iowa.

La escuadra española es ya puro recuerdo. El Imperio, nostalgia. La Historia Made In USA acaba de empezar frente a la costa sudoriental cubana.

 

“Remember, Sampson, Remember”; en: El País. Memorias del 98, Madrid, diciembre, 1997.

 





De cómo el lobo feroz se hizo cómplice de la Caperucita Roja

1 01 1997

La misteriosa explosión del acorazado Maine con 276 tripulantes a bordo fue el motivo necesario para que Estados Unidos entrara en la guerra anticolonial cubana, justo cuando España sólo dominaba las ciudades importantes. La teoría de la fruta madura, la Doctrina Monroe refrendada por la U.S Navy, fue la causa. A mediados del XIX, la metrópoli económica de Cuba era ya el vecino del Norte, que acaparaba casi el 60% de su comercio; no España.

Ahora, la ley Helms-Burton dispara sus andanadas económicas contra la Isla. Si entonces Estados Unidos se enfrentó a un Imperio venido a menos que intentó en vano una coalición europea en su ayuda, y al final se resignó a capitular ante la potencia emergente, nunca ante los mambises, verdaderos artífices de la independencia, esta vez se enfrenta a intereses económicos de sus aliados.

En 1898, Estados Unidos acudió a salvar a la colonia martirizada, aunque para ello algunos propusieran un método sui géneris, como se desprende del memorándum de J. G. Breckenridge, Secretario de Guerra norteamericano:

[la población cubana] “consiste de blancos, negros y asiáticos y sus mezclas. Los habitantes son generalmente indolentes y apáticos. Es evidente que la inmediata anexión de estos elementos a nuestra propia Federación sería una locura y, antes de hacerlo, debemos limpiar el país (…) destruir todo lo que esté dentro del radio de acción de nuestros cañones (…) concentrar el bloqueo, de modo que el hambre y su eterna compañera, la peste, minen a la población civil y diezmen al ejército cubano. Este ejército debe ser empleado constantemente en reconocimientos y acciones de vanguardia, de modo que sufra entre dos fuegos, y sobre él recaerán las empresas peligrosas y desesperadas”.

Un siglo después, los cañones modelo Helms-Burton intentan salvar a los nativos de la dictadura castrista y forzar un tránsito a la democracia… de los que sobrevivan a su aplicación. El restablecimiento de los derechos humanos merece cualquier sacrificio, incluso el de la vida… de los cubanos.

La Helms-Burton, o Ley para la libertad y la solidaridad democrática cubanas, de 1996, “procura sanciones internacionales contra el Gobierno de Castro en Cuba, planificar el apoyo a un gobierno de transición que conduzca a un gobierno electo democráticamente en la Isla y otros fines”. Su presupuesto básico es sancionar y reparar “el robo por ese Gobierno [el de Castro] de propiedades de nacionales de los Estados Unidos”, haciendo de ello un instrumento para la democratización de Cuba. He leído varios artículos que invocan el carácter justiciero de la Ley, que salvaguarda el sagrado derecho a la propiedad. Ninguno ejemplifica con el terrateniente expropiado o la United Fruit Company. Suenan demasiado a monopolio, expoliación, riqueza desmedida flotando en un océano de miseria. Se invoca al pobre galleguito que sufragó su bodega con años de sudor y malcomer, para que Fidel se la quitara. Yo recordé al chino de Genios e Industria que vino huyendo de Mao, montó su almacén, apareció Fidel y terminó de asalariado en Miami. Pero el chino y el gallego, así sean ciudadanos norteamericanos, sólo podrán recuperar su bodega “si el monto de la reclamación supera la suma o el valor de 50.000 dólares sin considerarse los intereses, gastos y honorarios de abogados” (sic.). De modo que ya sabemos quiénes serán los presuntos beneficiarios.

Y será el presidente de Estados Unidos quien determine cuándo existe un gobierno de transición[1]. Dimanar de elecciones libres e imparciales y una clara orientación hacia el mercado, sobre la base del derecho a poseer y disfrutar propiedades, son las condiciones adicionales para que el mismo presidente concluya que se trata de un gobierno elegido democráticamente, momento en que la felicidad reinará en la Isla, ya que el bienestar del pueblo cubano se ha afectado, según la ley, por el deterioro económico y por “la renuencia del régimen a permitir la celebración de elecciones democráticas”. La primera razón es obviamente correcta. La segunda, indemostrable. Taiwán, Corea y Chile, por un lado; Haití, Nicaragua y Rusia, por el otro, demuestran que la democracia de las urnas y la democracia del pan no forman un matrimonio indisoluble. Pero, ¿es verdaderamente democracia y derechos humanos lo que se reclama para Cuba? Si nos atenemos a la historia de nuestro continente, un pliego de demandas como éste habría hecho inadmisibles a Somoza, Pinochet, Duvalier, Batista, Trujillo, etc., etc., dictaduras apoyadas y, con frecuencia, instauradas por Washington. Y habría garantizado la existencia de Allende, Jacobo Arbenz, Joao Goulart. Pero aceptemos que la política norteamericana ha cambiado. ¿Acaso el petróleo concede un tinte democrático a las feroces dictaduras árabes? ¿Por qué los chinos mantienen el status de nación más favorecida? Cedo la palabra al destacado periodista norteamericano Robert Novak:

“¿No será que estoy inclinando la cabeza ante el poderío chino y ensañándome con la débil Cuba? Confieso que así es. (…) Mantener buenas relaciones con el creciente gigante de Asia es un interés nacional indiscutible”.

No coments.

Sólo me queda claro un derecho que Occidente defiende sin reticencia: “la garantía del derecho a la propiedad privada”, como reza la ley.

¿Cómo restablecer en Cuba ese derecho?, es una pregunta que intenta responder el tándem Helms-Burton: En teoría, logrando, mediante medidas de presión, el desmoronamiento del gobierno cubano. En la práctica, estrangulando al pueblo cubano por cualquier medio, incluso “un embargo internacional obligatorio” de la ONU, hasta que la subversión brutal a cualquier costo sea el único y estrecho pasadizo hacia la supervivencia probable.

Claro que aun las más drásticas medidas (no importa sobre quién recaigan) están justificadas, dado que “el Gobierno de Cuba ha planteado y continúa planteando una amenaza a la seguridad nacional de los Estados Unidos”. Y reitera en varios párrafos “las amenazas de terrorismo constantes del Gobierno de Castro”, e incluso advierte que “la terminación y explotación de cualquier instalación nuclear” y “cualquier nueva manipulación política del deseo de los cubanos de escapar que provoque una emigración en masa hacia los Estados Unidos, se considerará un acto de agresión que recibirá la respuesta adecuada…”. De esto, cualquier lector ingenuo derivaría que el monstruoso embargo y las continuas amenazas que la potencia castrista impone a los pobrecitos Estados Unidos justifican cualquier medida defensiva, y que, según el derecho de reciprocidad, el gobierno cubano puede decidir qué instalaciones nucleares norteamericanas son admisibles.

Y un lector no tan ingenuo detectaría que la ley padece cierta amnesia, resultado quizás del “Síndrome Mariel”: la emigración cubana pos revolucionaria, que muy en sus inicios pudo ser política ─Estados Unidos acogió incluso a criminales de guerra buscados por la justicia cubana, con lo que sentó un pésimo precedente que Castro ha retomado─, se convirtió muy pronto en mayoritariamente económica; con la diferencia (respecto a los mexicanos, por ejemplo, que sí emigran masivamente) de que siempre fue objeto de manipulación política por ambos bandos: Estados Unidos obstaculiza la emigración legal y alienta la ilegal. Cuba abre y cierra a conveniencia la válvula de escape. Unas dantescas elecciones donde los cubanos sólo han votado con sus cadáveres, arrastrados por la Corriente del Golfo a algún cementerio secreto del Atlántico Norte.

La “amenaza castrista” permite a la ley incluso apelar a la extraterritorialidad y sancionar a terceros países, dado que “El derecho internacional reconoce que una nación puede establecer normas de derecho respecto de toda conducta ocurrida fuera de su territorio que surta o está destinada a surtir un efecto sustancial dentro de su territorio” (sic). No sólo a entidades y personas que “trafiquen con propiedades confiscadas reclamadas por nacionales de los Estados Unidos”, sino a quienes aporten personal técnico, asesor o colaboren de algún modo con la central nuclear de Juraguá, obra del actual gobierno cubano en colaboración con la Unión Soviética (EPD); a quienes establezcan con Cuba cualquier comercio en condiciones más favorables que las del mercado; donen, concedan derechos arancelarios preferenciales, condiciones favorables de pago, préstamos, condonación de deudas, etc., etc. Es decir, todo lo que proporcione al Gobierno Cubano “beneficios financieros que mucho necesita (…) por lo cual atenta contra la política exterior que aplican los Estados Unidos”. De modo que el planeta Tierra y sus alrededores quedan advertidos: Cualquier acción que contradiga la política exterior norteamericana hacia Cuba queda terminantemente prohibida. El resultado, hasta ahora, es que sólo dieciséis empresas han suspendido sus negocios con Cuba. ¿Razones? Helms y Burton no tomaron en cuenta que esas actividades económicas son también beneficiosas para los inversionistas. Como la primera ley del capital es la ganancia, la primera libertad democrática es la libertad de empresa, y el primer deber de un gobierno es defender a sus ciudadanos, y si son empresarios, más aún, la protesta ha sido unánime: la Unión Europea está dispuesta a dar batalla y prepara sanciones si al fin Clinton decide aplicar la ley tal cual; México y Canadá han elevado protestas formales; incluso la hasta ayer dócil OEA ha repudiado la ley, consiguiendo de rebote la solidaridad hacia el pueblo cubano (que, de un modo u otro, se convierte en apoyo al gobierno de Fidel Castro). En lugar de quedar “aislado el régimen cubano”, la ley ha conseguido aislar a Estados Unidos.

Está claro que Fidel Castro jamás aceptará las decisiones de una corte norteamericana, de modo que no será él quien pague las propiedades que expropió. ¿Quién las pagará entonces? Aunque la Ley Helms-Burton estipula que el presidente de Estados Unidos podrá derogarla una vez se democratice la Isla, las reclamaciones anteriores a esa fecha tendrán que ser satisfechas (incluso la voluntad de satisfacerlas es condición para que el nuevo gobierno sea aceptable); de modo que se da el contrasentido de que una ley dirigida contra Castro sólo afectará al gobierno de transición o al “democráticamente electo” que lo suceda ─justo el gobierno que, al menos teóricamente, propugna la ley─. Gobierno que no sólo heredará un país arruinado por el desbarajuste económico, sino también una deuda que no contrajo. A lo que se sumará la mediatización impuesta por las preferencias de Estados Unidos sobre el futuro político de Cuba. Aunque la ley Helms-Burton afirma “No dispensar ningún tratamiento de preferencia a persona o entidad alguna ni influir a su favor en la selección que haga el pueblo cubano de su futuro gobierno”, veta, de entrada, a los Castro, y, de salida, exige el levantamiento de interferencias a Tele y Radio Martí (lo lógico sería su desmantelamiento una vez concluida la beligerancia), que se convertirían en medios de propaganda electoral no sujetos a la equitativa distribución de espacios entre formaciones políticas que la propia ley exige a las futuras autoridades cubanas. Como si no bastara la diferencia “de león a mono amarrao” entre cualquier formación política que recién aparezca en la Isla y la solvencia de las formaciones políticas del exilio, en especial las que constituyen fuertes lobbies de presión en Washington. Si el propósito es fomentar el nacimiento de una democracia precaria, está muy bien pensado.

Al parecer, el famoso pragmatismo norteamericano falla cuando se trata de lidiar con Fidel Castro, superviviente del embargo y del desastre económico, del rechazo internacional, el descontento y el éxodo, incluso de la caída de la URSS. Lección clara: la ley del garrote sólo consigue incrementar el repudio mundial hacia una política incompatible con el derecho internacional (e ineficaz, de contra), y aunque el embargo (que la ley pretende recrudecer) haga más difícil la vida del cubano de a pie, su efecto político es contradictorio: en 37 años, cada presión no ha hecho sino consolidar al pueblo alrededor del líder y frente al enemigo externo. “Ahí viene el lobo”, grita la Caperucita Roja. Y el lobo viene, como si se hubieran puesto de acuerdo para comerse a la abuelita que hace la cola para el pan en La Habana Vieja. De modo que el embargo carga las culpas que le corresponden y todas las demás, de contrabando. Si alguna vez Estados Unidos comprendiera esto y levantara el embargo, la ineficaz burocracia cubana desfilaría en manifestación denunciando “esa nueva maniobra del Imperialismo”.

Pero me asombra más, incluso me aterroriza, que la comunidad cubana de Miami se decante abrumadoramente por la solución Helms-Burton; sabiendo ─no hay que ser muy perspicaz─ que con ley o sin ella, si a alguien faltará lo elemental no será a Fidel Castro, sino a mi hermana y a tus primos, cuyo único derecho es el de soportar el peso de la pirámide, para que ahora se le sienten encima Helms, Burton y un millón de exiliados. No importa cuántos mueran por falta de un medicamento o de una intervención quirúrgica (que en el último año se han reducido casi a la mitad). Es el castigo por haberse quedado en Cuba. El gobierno norteamericano, que —a mediano y largo plazo, obviemos ese cíclico interés cuatrienal por el exilio cubano— responde a sus intereses, puede pasar por alto esta pequeña circunstancia. Los cubanos, no. Si lo que se pretende es una Cuba mejor, libre y democrática (ningún político reconocerá lo contrario), deberán tener en cuenta algo que Tucídides ya sabía hace dos milenios: que la ciudad no son sus murallas sino sus gentes. Y los habitantes de la Isla serán los primeros en sospechar de quienes pretenden inmolarlos “por su bien”. Alguno ha afirmado que se trata de “alentar” a los cubanos a “derrocar la dictadura”. Una especie de “Sublevación o Muerte”. Solo que quienes instan al martirologio ya votaron con los pies y sólo lo verán por televisión.

“Duro oficio el exilio”, dijo Nazim Hikmet. Duro oficio el insilio, añadiría yo, pensando en los que permanecen en la Isla. Lo cierto es que para ninguna orilla de la cubanía han sido un lecho de rosas estos 37 años. Va siendo hora de que la política sea un acto de servicio; que el odio, la desconfianza y la revancha no sean el pavimento de nuestro destino. Que los nostálgicos se acostumbren a que la Cuba de 1958 y la de 1984, esas no volverán, como bien dijo Bécquer. Hora de preguntarnos con realismo: ¿Cuál sería el camino menos doloroso de Cuba hacia el futuro? Pero antes: ¿de qué futuro hablamos?

Obviamente, la ultracentralizada economía socialista, tal como se ha puesto en práctica, sólo genera ineficiencia. Y la distribución equitativa de la miseria ha resultado al cabo, más injusta. El teorema de una clase gubernamental que encarne y ejerza, sin control democrático, la voluntad popular, sólo ha servido de coartada ideológica a la autocracia. En cambio, la voluntad socializadora ha permitido índices educacionales y sanitarios propios del desarrollo.

La pregunta se completa: ¿Cuál sería el camino menos doloroso de Cuba hacia una sociedad democrática y una economía de mercado, atemperada por una política social que reduzca la distancia entre los más y los menos favorecidos? Respondamos por exclusión:

Aplicar a rajatabla las fórmulas neoliberales, aún cuando se implante por decreto una democracia representativa de corte occidental, no haría sino incurrir en la fórmula rusa: Hambre con democracia. Fórmula que en buena parte del Tercer Mundo ha demostrado su ineficacia, porque la primera democracia es la del pan.

Mantener el statu quo sería peor: Desde el desplome económico, que colocó al gobierno cubano entre la espada y la pared, es decir, entre el embargo y su propia ineficiencia, más que gobernar, han ejercido el equilibrismo sobre la cuerda floja del descalabro. Evitando introducir profundas transformaciones económicas (que pondrían en peligro el monopolio del poder político), han optado por vender en porciones la Isla (capitalismo para extranjeros que subvencione el socialismo para cubanos) y paliar la miseria mediante tímidas aperturas. Pero sin un plan coherente y a largo plazo. ¿Pruebas? En apenas cinco años, el gobierno ha contradicho reiteradamente su propio discurso: Desde la negativa rotunda al Mercado Libre Campesino, hasta su reapertura; desde “el capital extranjero sólo operará mediante empresas mixtas en cooperación con el Estado”, hasta empresas 100% extranjeras; desde las condenas a prisión por tenencia de dólares hasta su despenalización; desde la caza de jineteras hasta la admisión de que son “las más cultas del mundo” (FC, verbigracia); desde la prohibición de la pequeña empresa privada, hasta la proliferación del timbiriche ─aunque acosado hasta la asfixia por restricciones e impuestos; no así el inversionista extranjero, de quien depende que los niveles de miseria no alcancen el punto crítico de la desesperación─. Puras medidas de supervivencia cuya única lógica es la perpetuación del poder. Así se incumpla una verdad universal postulada por José Martí hace cien años: “Gobernar es prever”.

El terror a la aparición de una burguesía nacional, sumado a la acelerada venta del país al capital foráneo, es la mejor combinación para que un día los cubanos heredemos un país que no nos pertenezca. La negativa a cualquier fórmula democrática (por tímida y paulatina que sea), incluso al diálogo con la oposición más amable, sumado a un vago proyecto de sucesión dinástica que ya nadie cree viable, pueden producir, por un error de cálculo o tras la muerte del líder, un vacío de poder en que todo sea posible: desde un neo estalinismo tropical hasta la rebatiña entre facciones, el reparto del pastel en la piñata de la burocracia, la entrega incondicional al mejor postor, o la peor y menos probable: la confrontación civil. De modo que la perpetuación del statu quo resulta óptima para el cumplimiento del axioma: “Después de mi, el caos”. ¿Cuál sería entonces el camino menos doloroso…?

Una transición ordenada y rápida bajo la égida de Fidel Castro es pura ciencia-ficción. Salvo raras excepciones, ninguna autocracia se suicida.

Tampoco hay indicios de que las tímidas reformas transgredan lo indispensable para mantenerlo en el trono “hasta que la muerte nos separe”, y evitar otro agosto del 94, más peligroso mientras menos posibilidades tenga de abrir la balsa, perdón, la válvula de escape.

¿Queda alguna opción? Quizás. Aunque el riesgo de desnacionalizar la Isla deje de ser mera hipótesis; no quedaría otro camino que la inversión masiva de capital, precisamente lo que la nueva ley pretende evitar. La solución Breckenridge-Helms-Burton o la pasiva espera a una transición dictada por la necrología son soluciones infinitamente más penosas. ¿Y esas inversiones no apuntalarían al gobierno actual? A corto plazo, sí. Pero también aliviarían la dramática supervivencia de los cubanos que viven en la Isla, cuyo sufrimiento no puede ser la moneda con que se compre una presunta “transición democrática”. Y, a mediano plazo, cada empresa que se deslice a otro tipo de gestión demostrará la ineficacia de la economía estatal ultracentralizada al uso, debilitará los instrumentos de control del individuo por parte del Estado. La descentralización de la economía desverticalizará paulatinamente la sociedad, abrirá nuevos márgenes de libertad y concederá al pueblo cubano una percepción más universal, más abierta, una noción más clara de sus propios derechos, o de su falta de derechos, en contraste con los que se otorgan al extranjero en su propia tierra; desmitificando el camino trazado desde arriba como el único posible. Amén de que la dinámica del capital exigirá nuevos espacios, nuevas aperturas.

Y a esta reflexión no es ajeno el gobierno cubano, de ahí que le infunda más pánico la inversión (descentralizadora) que el embargo (aglutinador) y sólo muy cautelosamente la vaya permitiendo. Aunque más teme toda iniciativa privada de los cubanos, porque el dueño de una paladar contrae, con su independencia económica, el germen de su independencia política.

A fines de los 70, cuando los cubanos de Miami recién llegados a La Habana abrieron sus maletas, demolieron veinte años de propaganda. Hoy, los turistas y los empresarios extranjeros corroen más que cualquier embargo las doctrinarias exhortaciones al sacrificio. Muchos empiezan a sospechar que el porvenir no queda hacia delante, por la línea trazada que se pierde más allá del horizonte y cuyo destino es por tanto invisible, sino hacia el lado. Más al alcance de la mano.

En La Habana, ciudad que por falta de mantenimiento constructivo e inversión inmobiliaria puede ser declarada inhabitable en un 50% a fin de siglo, se invierte el cemento en una red de refugios antiaéreos (“Ahí viene el lobo”, de nuevo). Pero el gobierno sabe que no hay refugio posible si el bombardeo es con dólares. Helms y Burton todavía no se han enterado.

 

“De cómo el lobo feroz se hizo cómplice de la Caperucita Roja”; en: Encuentro de la Cultura Cubana, n.º 3, invierno, 1996-1997, pp. 31-37.

 


 [1]Es condición necesaria que ese gobierno de transición haya legalizado todas las actividades políticas, dado la libertad a los presos políticos, disuelto la Seguridad del Estado, los Comités de Defensa y las Brigadas de Acción Rápida; se haya comprometido a realizar elecciones libres a más tardar en 18 meses bajo supervisión internacional, dando espacios equitativos de difusión a las diferentes formaciones, haya levantado las interferencia a Radio y TeleMartí, respete los derechos humanos, establezca un poder judicial independiente y permita la libertad sindical, de expresión y de prensa, garantice la distribución de la asistencia al pueblo cubano, demuestre su voluntad de tránsito de la «dictadura comunista» a la «democracia representativa», permita el establecimiento de observadores internacionales, extradite a delincuentes buscados en Estados Unidos, reponga la nacionalidad cubana a los exiliados y devuelva o indemnice a los estadounidenses expropiados desde 1959. Y sobre todo, ese gobierno tendría que excluir expresamente a Fidel y Raúl Castro.





Helms, Burton y la Caperucita Roja

1 06 1996

Mientras Dinamarca, país que pocas inversiones tiene en Cuba, veta el reglamento comunitario contra la Ley Helms-Burton aduciendo que vulnera su Constitución; la Cumbre Iberoamericana rechaza terminantemente la Ley. Pero quizás se habla demasiado y se sabe poco de esa Ley que «procura sanciones internacionales contra el Gobierno de Castro en Cuba, planificar el apoyo a un gobierno de transición que conduzca a un gobierno electo democráticamente en la Isla y otros fines». Su presupuesto básico es sancionar y reparar «el robo por ese Gobierno (el de Castro) de propiedades de nacionales de los Estados Unidos», haciendo de ello un instrumento para la democratización de Cuba. He leído varios artículos que invocan su carácter justiciero. Se invoca al pobre galleguito que sufragó su bodega con años de sudor y malcomer, para que Fidel se la quitara. Yo recordé al chino de Genios e Industria, que vino huyendo de Mao, montó su almacén, apareció Fidel y terminó de asalariado en Miami. Pero el chino y el gallego, así sean ciudadanos norteamericanos, sólo podrán recuperar su bodega «si el monto de la reclamación supera la suma o el valor de 50 000 dólares sin considerarse los intereses, gastos y honorarios de abogados» (sic). De modo que ya sabemos quiénes serán los presuntos beneficiarios.

Y será el Presidente de los Estados Unidos quien determine cuándo existe un gobierno de transición. Dimanar de elecciones libres e imparciales y una clara orientación hacia el mercado, sobre la base del derecho a poseer y disfrutar propiedades, son las condiciones adicionales para que el mismo Presidente concluya que se trata de un gobierno elegido democráticamente, momento en que la felicidad reinará en la Isla, ya que el bienestar del pueblo cubano se ha afectado, según la ley, por el deterioro económico y por «la renuencia del régimen a permitir la celebración de elecciones democráticas». La primera razón es obviamente correcta. La segunda, indemostrable. Taiwán, Corea y Chile, por un lado; Haití, Nicaragua y Rusia, por el otro, demuestran que la democracia de las urnas y la democracia del pan no forman un matrimonio indisoluble. Sólo me queda claro un derecho que Occidente defiende sin reticencia: «la garantía del derecho a la propiedad privada», como reza la ley.

)Cómo restablecer en Cuba ese derecho?, es una pregunta que intenta responder el tándem Helms-Burton: En teoría, logrando mediante medidas de presión el desmoronamiento del gobierno cubano. En la práctica, estrangulando al pueblo cubano por cualquier medio, incluso «un embargo internacional obligatorio» de la ONU, hasta que la subversión brutal a cualquier costo sea el único y estrecho pasadizo hacia la supervivencia probable.

Claro que aún las más drásticas medidas (no importa sobre quién recaigan) están justificadas, dado que «el Gobierno de Cuba ha planteado y continúa planteando una amenaza a la seguridad nacional de los Estados Unidos». Y reitera en varios párrafos «las amenazas de terrorismo constantes del Gobierno de Castro», e incluso advierte que «la terminación y explotación de cualquier instalación nuclear» y «cualquier nueva manipulación política del deseo de los cubanos de escapar que provoque una emigración en masa hacia los Estados Unidos, se considerará un acto de agresión que recibirá la respuesta adecuada…». De ésto cualquier lector ingenuo derivaría las siguientes conclusiones:

11. El monstruoso bloqueo y las continuas amenazas que la potencia castrista impone a los pobrecitos Estados Unidos justifican cualquier medida defensiva. Y

21. Según el derecho de reciprocidad, el gobierno cubano puede decidir qué instalaciones nucleares norteamericanas son admisibles.

Y un lector no tan ingenuo detectaría que la ley padece cierta amnesia: la emigración cubana post-revolucionaria, que muy en sus inicios pudo ser política ─Estados Unidos acogió incluso a criminales de guerra buscados por la justicia cubana, con lo que sentó un pésimo precedente que Castro ha retomado─, se convirtió muy pronto en mayoritariamente económica; con la diferencia (respecto a los mexicanos, por ejemplo, que sí emigran masivamente) de que siempre fue objeto de manipulación política por ambos bandos: Estados Unidos obstaculiza la emigración legal y alienta la ilegal. Cuba abre y cierra a conveniencia la válvula de escape. Unas dantescas elecciones donde los cubanos sólo han votado con sus cadáveres, arrastrados por la Corriente del Golfo a algún cementerio secreto del Atlántico Norte.

La Ley Helms-Burton está destinada a defender los intereses de las grandes corporaciones norteamericanas a costa de quien sea. Pero aún más, la «amenaza castrista» permite a la ley apelar a la extraterritorialidad y sancionar a terceros países, dado que «El derecho internacional reconoce que una nación puede establecer normas de derecho respecto de toda conducta ocurrida fuera de su territorio que surta o está destinada a surtir un efecto sustancial dentro de su territorio» (sic). No sólo a entidades y personas que «trafiquen con propiedades confiscadas reclamadas por nacionales de los Estados Unidos», sino a quienes aporten personal técnico, asesor o colaboren de algun modo con la central nuclear de Juraguá (obra del actual gobierno cubano en colaboración con la Unión Soviética (e.p.d.); a quienes establezcan con Cuba cualquier comercio en condiciones más favorables que las del mercado; donen, concedan derechos arancelarios preferenciales, condiciones favorables de pago, préstamos, condonación de deudas, etc, etc. Es decir, todo lo que proporcione al Gobierno Cubano «beneficios financieros que mucho necesita (…) por lo cual atenta contra la política exterior que aplican los Estados Unidos». De modo que el planeta Tierra y sus alrededores quedan advertidos: Cualquier acción que contradiga la política exterior norteamericana respecto a Cuba, queda terminantemente prohibida.  El resultado hasta ahora: sólo 16 empresas han suspendido sus negocios con Cuba. )Razones? Helms y Burton no tomaron en cuenta que esas actividades económicas son también beneficiosas para los inversionistas; y como la primera ley del capital es la ganancia, y la primera libertad democrática es la libertad de empresa, y el primer deber de un gobierno es defender a sus ciudadanos, y si son empresarios, más aún, la protesta ha sido unánime: La Unión Europea está dispuesta a dar batalla y prepara sanciones si al fin Clinton decide aplicar la ley tal cual; México y Canadá han elevado protestas formales; incluso la hasta ayer dócil OEA ha repudiado la ley, consiguiendo de rebote la solidaridad hacia el pueblo cubano (que de un modo u otro se convierte en apoyo al gobierno de Fidel Castro). En lugar de quedar «aislado el régimen cubano», la ley ha conseguido aislar a los Estados Unidos.

Está claro que Fidel Castro jamás aceptará las decisiones de una corte norteamericana, de modo que no será él quien pague las propiedades que expropió. )Quién las pagará entonces? Aunque la Ley Helms-Burton estipula que el Presidente de Estados Unidos podrá derogarla una vez se democratice la Isla, las reclamaciones anteriores a esa fecha tendrán que ser satisfechas (incluso la voluntad de satisfacerlas es condición  para que el nuevo gobierno sea aceptable); de modo que se da el contrasentido: Una ley dirigida contra Castro sólo afectará al gobierno de transición o al «democráticamente electo» que lo suceda ─los que, al menos teóricamente, propugna la ley─. Gobierno que no sólo heredará un país arruinado por el desbarajuste económico, sino también una deuda que no contrajo. A lo que se sumará la mediatización impuesta por las preferencias, posiblemente decisivas, de Estados Unidos sobre el futuro político de Cuba. Aunque la ley Helms-Burton afirma «No dispensar ningun tratamiento de preferencia a persona o entidad alguna ni influir a su favor en la selección que haga el pueblo cubano de su futuro gobierno», de entrada veta a los Castro, y de salida exije el levantamiento de interferencias a Tele y Radio Martí (lo lógico sería su desmantelamiento una vez concluida la beligerancia), que se convertirían en medios de propaganda electoral no sujetos a la equitativa distribución de espacios entre formaciones políticas que la propia ley exige a las futuras autoridades cubanas.  Como si no bastara la diferencia «de león a mono amarrao» entre la solvencia de las formaciones políticas del exilio, en especial la que constituye el lobby de presión más fuerte de Washington, y cualquiera que recién aparezca en la Isla. Si el propósito es fomentar el nacimiento de una democracia precaria, está muy bien pensado.

Los efectos de la Ley Helms-burton, pueden ser diametralmente contradictorios, y entorpecer más que facilitar una transición democrática en Cuba. Pero ya eso es una tradición en la política norteamericana hacia la Cuba revolucionaria. Al parecer, su famoso pragmatismo falla cuando se trata de lidiar con Fidel Castro, superviviente del bloqueo y el desastre económico,  del rechazo internacional, el descontento y el éxodo, incluso de la caída de la URSS. Lección clara: la ley del garrote sólo consigue incrementar el repudio mundial hacia una política incompatible con el derecho internacional (e ineficaz, de contra); y aunque el bloqueo (que la ley pretende recrudecer) haga más difícil la vida del cubano de a pie, su efecto político es contradictorio: en 37 años, cada presión no ha hecho sino consolidar al pueblo alrededor del líder y frente al enemigo externo. Ahí viene el lobo, grita la Caperucita Roja. Y el lobo viene, como si se hubieran puesto de acuerdo para comerse a la abuelita que hace la cola para el pan en la Habana Vieja. De modo que el bloqueo carga las culpas que le corresponden, y algunas más de contrabando. Si alguna vez Estados Unidos comprendiera ésto y lo levantara, la ineficaz burocracia cubana desfilaría en manifestación denunciando «esa nueva maniobra del Imperialismo».

Pero me asombra más, incluso me aterroriza, que la comunidad cubana de Miami se decante abrumadoramente por esta solución; sabiendo ─no hay que ser muy perspicaz─ que con ley o sin ella, si a alguien faltará lo elemental, no será a Fidel Castro, sino a mi hermana y a tus primos, cuyo único derecho es soportar el peso de la pirámide, para que ahora se le sienten encima Helms, Burton y un millón de exiliados. No importa cuántos mueran por falta de un medicamento o de una intervención quirúrgica (que en el último año se han reducido casi a la mitad). Es el castigo por haberse quedado en Cuba. El gobierno norteamericano, que a mediano y largo plazo (obviemos ese cíclico interés cuatrianual por el exilio cubano) responde a sus intereses, puede pasar por alto esta pequeña circunstancia. Los cubanos, no. Si lo que se pretende es una Cuba mejor, libre y democrática (ningun político reconocerá lo contrario), deberán tener en cuenta algo que Tucídices ya sabía hace dos milenios: que la ciudad no son sus murallas sino sus gentes. Y los habitantes de la Isla serán los primeros en sospechar de quienes pretenden inmolarlos «por su bien». Alguno ha afirmado que se trata de «alentar» a los cubanos a «derrocar la dictadura». Una especie de «Sublevación o Muerte». Sólo que quienes instan al martirologio sólo lo verán por televisión.

Aunque el riesgo de desnacionalizar la Isla deje de ser mera hipótesis; no quedaría otro camino que la inversión masiva de capital, precisamente lo que la nueva ley pretende evitar.  )Y esas inversiones no apuntalarían al gobierno actual? A corto plazo, sí. Pero también aliviarían la hoy dramática supervivencia de los cubanos que viven en la Isla, cuyo sufrimiento no puede ser la moneda con que se compre una presunta «transición democrática». Y a mediano plazo, cada empresa que se deslice a otro tipo de gestión demostrará la ineficacia de la economía estatal ultracentralizada al uso, debilitará los instrumentos de control del individuo por parte del estado. La descentralización de la economía desverticalizará paulatinamente la sociedad, abrirá nuevos márgenes de libertad y concederá al pueblo cubano una percepción más universal, más abierta, y de ahí una mayor noción de sus propios derechos, o de su falta de derechos, en contraste con los que se otorgan al extranjero en su propia tierra; desmitificando el camino trazado desde arriba como el único posible. Amén de que la dinámica del capital exigirá nuevos espacios, nuevas aperturas.

Hoy los turistas y los empresarios extranjeros corroen más que cualquier bloqueo las doctrinarias exhortaciones al sacrificio. Muchos empiezan a sospechar que el porvenir no queda hacia delante, por la línea trazada que se pierde más allá del horizonte y cuyo destino es por tanto invisible, sino hacia el lado. Más al alcance de la mano.

En La Habana, ciudad que por falta de mantenimiento constructivo e inversión inmoviliaria puede ser declarada inhabitable en un 50% a fin de siglo, se invierte el cemento en una red de refugios antiaéreos (Ahí viene el lobo, de nuevo). Pero el gobierno sabe que no hay refugio posible si el bombardeo es con dólares. Helms y Burton todavía no se han enterado.