Crónica del eslabón y la montaña

29 07 1989

 

Recién inaugurada esta mañana de noviembre, lo despierta el humillo que viene desde el horno de cal, y el aroma que despide la cocina inspeccionada por el celo matriarcal de Trinidad Valdés Amador. Las puertaventanas entreabiertas dejan pasar un chorro de luz, una delgada lámina de luz donde flotan partículas de polvo, semillas volanderas, insectos, jirones de nubes, guedejas de azul cielo.

Se levanta despacio, con el hábito del dolor en el cuerpo, pero ahora es el dolor en la imaginación. Le duele Don Nicolás, le duele Lino Figueredo, le duele Ramón Rodríguez Álvarez, sentenciado a los catorce años de su vida; le duelen Juan de Dios, Delgado y el negrito Tomás. Todos esos dolores se le enconan en el cuerpo justo antes de despertar, le empalidecen el chorro de sol por donde entra noviembre recién amanecido.

Mientras se viste, escucha martillos a lo lejos, trastear de cazuelas sobre los fogones, tintineo de cucharillas, relinchos apagados, cantos de pájaros, cloquear de gallinas, el silbo del viento que recorre las islas escurriéndose por la juntura entre dos tablas, y el fru fru de la falda de Doña Trinidad, que se mueve incesante de un lado a otro, que está, como Dios, o como dicen que está Dios, en todas partes. Menos allá en presidio, piensa y termina de ponerse los botines. Abre de par en par las hojas y entra a oleadas la luz, el vaho húmedo que flota sobre la grava del camino, el reloj de sol, más preciso que nunca en estos meses, la marea de pinos lejanos que se encrespa en dirección al horizonte.

Toma de la esquina superior derecha del armario un eslabón de hierro, pulido a fuerza de frotarlo entre sus manos, y se detiene un momento apoyado en el marco. La creciente luminosidad, tamizada por el verdor de los pinos, es sustituida en sus recuerdos por una marea de luz enceguecedora cuando el sol estallaba allá, en la cantera, contra la piedra blanquísima, y era como el reflejo de todas y cada una de aquellas muertes cotidianas. Pero retornan los pinos, la brisa fresca en esta mañana de noviembre. Y se encamina, pulcro de traje y de zapatos, al corredor grande, donde tropieza con los buenos días y la sonrisa de Doña Trinidad, esposa de Sardá, el bueno, el catalán maestro de obras y amigo de su padre, desde cuando Don Mariano era celador allá en el puerto de Batabanó, por donde sacaba sus dos goletas cargadas de materiales el maestro Sardá. Y para Doña Trinidad son sus primeras palabras de la mañana, amables pero transidas de cierta decepción prematura del mundo, a pesar de usted, señora; decepción que lo tiene agarrotado desde antes del 28 de septiembre, cuando el gobernador otorgara el indulto, desde mucho antes que aquí, en El Abra, soltaran sus grilletes. Y que no cesa. Aunque se aplaca, levemente. Se aplaca.

Camina despacio a causa de la hernia y tropieza con la plancha de hierro desde donde una mano, fundida en alguna factoría yanqui, lo saluda con sorna. La llaga en el tobillo ha mejorado, pero la de la imaginación sigue igual. Recuerda su entrada por el puerto de Júcaro: azul y verde, aroma de marismas, pinares y sudor, salitre y cielo.

Intercambia algunas frases con el viejo calesero negro. En la tarde, irán juntos a Gerona en busca de correspondencia, y él se limitará a prestar sus oídos a la sabiduría intuitiva de este hombre que habla a sus caballos durante cada viaje.

Bordea la casa de los Sardá, el rosal grande, y se detiene al pie de la montaña que se recorta contra el azul sin distracciones. Empinada la cuesta, arbolada a tramos, las rocas saliéndole por los costados, como un costillar de mármol. Y vuelve a las despiadadas rocas de la cantera, allá en San Lázaro, vuelve a las llagas, a las palizas, purulencias y miasmas de la prisión. Y esa es la integridad nacional. Bellas palabras. ¿Verdad, señores? Y piensa más aún en la montaña, y palpa el eslabón, lo aprieta entre los dedos. ¿Cuántos eslabones habrá que partir para alcanzar la cima de la montaña? ¿Cuántos?

Desaparece. Los pasos ensimismados, dolidos, entre los árboles. Hay distancias que reconfortan y él las necesita.

Tiene diecisiete años.

Tres meses en presidio, abonando plazos a la muerte.

Faltan dos para que abandone las islas, deportado a España en el vapor Guipúzcoa.

Hoy, quince de noviembre de 1870, tiene diecisiete años.

Sueña.

 

“Crónica del eslabón y la montaña”; en: Somos Jóvenes, n.º 116, La Habana, julio, 1989.

 





Silvio Rodríguez: mi amor con el futuro

29 06 1989

“…sé que el pasado me odia

y que no va a perdonar mi amor

/con el futuro”

Silvio Rodríguez

(“Nunca he creído que alguien me odia”)

Más allá de la verja

de cerca peerles, más allá del pequeño jardín que quizás frecuente de vez en vez el Rey de las flores, empieza el mundo cotidiano de Silvio Rodríguez. Junto al umbral, dos pequeños cuadros con unicornios: uno perfectamente azul, otro de ese color desvaído que confiere la distancia.

Del otro lado de los unicornios aparece la sonrisa sugerida de Silvio, su saludo en voz queda, su mano seca y breve (como en voz queda también) estrechando la mía. Una taza de café fuerte se abre paso entre los casetes, libros, adornos, ceniceros, partituras que invaden la mesa de centro. Silvio ha hecho un alto en la tarea de ordenar la biblioteca y evacuar los papeles que se le han ido acumulando en dos años y medio sin pausas. De ahí esa sensación de desorden, de casa saqueada por gendarmes inescrupulosos. Quizás después del ordenamiento venga un desorden más racional.

Una frase de Guimarães Rosas en Gran Sertón: Veredas—”Vivir es peligroso”— hace el papel de preámbulo, mientras las palabras fluyen y refluyen, como un oleaje, antes de tensarse hacia este juego de preguntas y respuestas, de ataques y contraataques, que es una entrevista:

—¿Qué es la honestidad? ¿Cambia el concepto de honestidad con los años? ¿Se amolda el hombre a una honestidad de perfil ancho, más permisiva, menos extremista?

—No creo que la honestidad tenga que tener como ingrediente el extremismo, aunque pueda padecer de él. La honestidad es una de las más altas aspiraciones del espíritu exigente. Estoy convencido de que todos nacemos preparados para ella; es la educación social y familiar, influida a su vez por el desarrollo histórico, lo que nos aparta desde el inicio de ese hombre nuevo que todos somos potencialmente. Por eso la honestidad es una búsqueda dolorosa en cualquier tiempo de la vida, y hallazgo para los más exigentes, para los más rigurosos de voluntad. Aún así, se puede errar siendo honesto, y se puede acertar por lo contrario. Pero no creo que esto obligatoriamente nos amolde, con los años, a una “honestidad de perfil ancho”, porque lo que nos ensancha es precisamente la honestidad sin adjetivos mediatizadores, sin apellidos. La “anchura de la honestidad” tampoco la veo como un repliegue hacia posiciones menos comprometidas —o permisivas, como tú dices—, sino a la capacidad de sorpresa que tenga el continente de comprensión. Hace poco me hablaron de que hay quienes afirman que la verdad es distinta cada día, y esto es entender la verdad como si fuera un objeto de consumo, plástico desechable. Me parece, eso sí, que un día es siempre distinto del otro y que la verdad, como cualquier cosa que se respete, tiene que estar preparada para ello.

 

Para no arrancarse el corazón

—Todo creador lo es, en cierta medida, porque un sector de su niñez, de su adolescencia, no lo abandona nunca. Afirmo yo, aunque también esa afirmación resulta discutible. ¿Te ocurre? ¿Qué piensas de quienes pierden adolescencia y niñez con el curso de los años?

—Bueno, maravillarme es una de las cosas que más me ayudan a vivir. Quizás estoy un poco parcializado por eso. No hace mucho comenté algo sobre el susto de la maravilla: una sensación inefable. Quizás haya gente que sufra tanto sus sufrimientos —y valga la redundancia—, que en la desesperación intenten despojarse de todo vestigio de la niñez, pero yo dudo que lo consigan, cuando menos totalmente, porque la juventud tiene vida propia y es ella la que no quiere abandonarnos. Habrá quien viva en esa guerra absurda; pero pobre de él, porque es como quererse arrancar el corazón.

—”Los años son, …

pues, mi mordaza, oh mujer; / sé demasiado, me convierto en mi saber” ¿Cómo has sentido eso en el plano personal y como creador?

—No conozco canciones más desgarradoramente ciertas sobre lo que el paso del tiempo significa para nosotros, los mortales, que las escritas por Pablo Milanés. Y no lo digo sólo porque: “El tiempo pasa y nos vamos poniendo viejos…”, sino sobre todo porque: “Los años mozos pasaron y ahora saber que hay que ser y hay que estar…”. La pregunta se las trae. Yo pienso a menudo en eso, lo que no quiere decir que tenga respuesta. Como creador, los años me han reportado una claridad en el oficio. Aparece la posibilidad de hacer más con menos. Ir más directamente a lo que uno quiere decir y cómo, porque uno se ha enfrentado varias veces al mismo problema.

—Aunque frente al hecho creativo creo que uno siempre se encuentra desnudo, como la primera vez, y de nada vale la experiencia.

—Esa es la contrapartida. Uno a la hora de crear pierde un poco de objetividad, y no hay que olvidar el papel del azar, las zonas de la creación que son totalmente aleatorias, en las que para nada vale la experiencia, por mucha que tengas; porque en ese momento, en esas circunstancias, uno pierde todas las armas.

El canto: esa insurgencia

—”¿Y qué hago yo aquí donde no hay nada / grande que hacer?” ¿Recuerdas a Villena? Es una preocupación ética que ha atacado a casi todas las generaciones, y en especial a la tuya (el ejemplo del Che, las guerrillas, irse a combatir). ¿Cómo se manifestó eso en ti en su momento? ¿El tiempo y el trabajo creador te han conciliado con tu tiempo y tu lugar?

—Ese poema de Rubén, “El gigante”, y otras señales de entonces, fueron entrañables formas de relacionarme con la llamada “generación del 30”, porque mi promoción, casi 40 años después, sintió lo mismo. La Revolución de Fidel y el paso del Che cristalizaron esos mismos sentimientos que eran parte de nuestra levadura histórica, en la juventud de aquel tiempo. Para mí fue una obsesión abrumadora. La frustración de no poderme convertir en guerrillero me llevó a plantearme mi trabajo, tanto creativamente como en la relación con el público, como una forma de insurgencia. Esta hambre de épica revolucionaria fue la causante en parte de que en el 69 subiera a un barco de pesca y navegara durante más de cuatro meses por la costa occidental africana; la misma necesidad hizo que me entrenara militarmente, para después viajar dos veces a Angola en 1976. Aún a principios de la década del 80 intenté enrolarme en una expedición revolucionaria a un país más cercano. Conozco gente que por el 69 o el 70 fueron capturados cuando trataban de abandonar ilegalmente la isla. Su propósito era incorporarse a las guerrillas de Latinoamérica. Por entonces también se me ocurrió esa idea, pero afortunadamente no la puse en práctica. Era la época en que los trovadores hicimos las primeras canciones autocríticas en la sociedad revolucionaria, y aquella novedad no fue bien vista por algunos; tanto, que a veces las canciones —y con ellas los cantores— eran interpretados como contra la Revolución, y se tejían leyendas absurdas sobre nosotros. Imagínate lo que hubiera inventado la maledicencia si me capturan en un intento de salida ilegal. ¿Quién hubiera convencido a aquella gente que lo que quería era hacerme guerrillero? A lo mejor ni tú me estuvieras haciendo ahora esta entrevista. Hay días que pienso que nunca he estado más satisfecho de mí que en aquellos años. Aunque todavía me siento capaz de ser guerrillero.

La libertad de mis convicciones

—¿Has sufrido censuras? ¿Autocensuras? ¿Dispones en este momento de toda tu libertad como creador?

—He sufrido censura pocas veces, porque siempre han sido mis amigos los que me han sugerido que no diga tal o más cual cosa. El enemigo no puede censurarme, aunque pueda, si quiere, eliminarme. Aceptar censura de tu antagonista es aceptar que le temes y eso no me parece muy digno. Sin embargo, a mí me ha censurado ocasionalmente algún compañero de trinchera para, según su análisis, poder seguir contando conmigo, para poderme defender en caso necesario. Sólo esto me ha hecho acatar, en esas escasas ocasiones, ese tipo de censura; la confianza en la visión de un compañero de probada valentía. Pero cuando la mala fe, la estupidez o la cobardía han intentado reprimirme, no han podido. Autocensuras no he padecido. He sabido aguardar por mi propia claridad cuando mis limitaciones no me han dejado encontrar la forma constructiva de plantear un problema. Siempre he dispuesto —y dispongo— de toda la libertad creadora de mis convicciones.

(Una llamada telefónica me deja a solas frente al enorme retrato del Che, que fuma un largo tabaco y mira de soslayo hacia la silueta de Chaplin que se recorta contra la ventana, sobre el sofá cubierto por una manta y cojines con motivos andinos. Aunque Chaplin es muchos Chaplin: una foto al otro extremo de la sala, en una estantería llena de juguetes y estatuillas, otra con el Chicuelo).

Volando sin asidero

—¿Qué vínculos o desvinculaciones encuentras entre los conceptos sexo y amor? ¿En qué medida pueden ser plenos juntos y/o separados?

—Bueno, nos educan para que pensemos que el sexo es un complemento del amor, pero casi nadie es muy escrupuloso a la hora de practicar con el ejemplo. Por todas partes se ve cada vez más libertad o promiscuidad (marque con una cruz) sexual. Mientras tanto, aquellos amores a prueba del tiempo, la distancia y otras calamidades, cada vez se dejan ver menos. Veo cierta analogía entre la inmadurez que lleva al joven a un estado de frenesí sexual cuando “descubre” estos dulces demonios, y lo que sucede a escala universal. Hasta hace pocos años, el sexo era un tema abordado muy pudorosamente por la información masiva. El desarrollo tecnológico ha contribuido a acelerar la propagación de las ideas y a veces me parece que las cosas pasan tan de prisa, que cuesta trabajo que algunos conceptos se sedimenten. El pensamiento está recibiendo cada vez más matices positivos y negativos, y esto implica una inestabilidad de los valores. Esta crisis de valores se refleja en la conducta, y al generalizarse puede dar una impresionante visión de caos. Es como si el mundo estuviera en una especie de adolescencia emocional. El amor y el sexo son como dos cuerpos volando sin asidero dentro de ese vehículo encabritado.

Una sonrisa plena, transparente

—¿Resulta molesto eso de ser una figura pública y que la gente te señale con el dedo por la calle, que pierdas ese sector de la intimidad que concede el anonimato?

—Si la cosa se redujera a eso, sería una bicoca, como diría Meñique. Tener imagen pública es mucho más que estar expuesto; podría decirse que esa es la parte visible del iceberg. La parte sumergida, la responsabilidad, es el verdadero coloso de este asunto —Involuntariamente, miro hacia la ventana, donde cuelga un gallardete con una frase extraída de alguna traducción de El Pequeño Príncipe: “Cada quien es responsable por siempre de aquello que ha cultivado” —. Ser reconocido en cualquier sitio te compromete, cuando menos, a intentar una conducta adecuada a tu entorno. Incluso te puede inducir a exagerar. Porque si eres persona que saluda bajito, y no te oyen, hay quien pueda pensar que eres mal educado —cuando no das con el que piensa que estás envanecido y que no saludas porque desprecias a los demás—. Si eres distraído, estás frito, porque ahí mismo empieza a funcionar esa mítica que las personas públicas llevan como su sombra. Hay otra cara de eso, de la que se habla poco. Es cuando el cariño que cotidianamente te expresa la gente te ayuda a sobrellevar un problema que tengas. Yo he salido a la calle deprimido y he regresado con alivio a casa, gracias a que alguien, en una esquina, en el instante de sorpresa al reconocerme, me ha obsequiado una sonrisa plena, transparente.

Vindicación de la soledad

—¿En qué dosis necesitas la soledad, no sólo como ingrediente para la creación, sino también para pensar, para vivir? ¿Has sentido algo así como la soledad del corredor de fondo que se ha escapado del pelotón?

—Bueno, el mundo, además de ilustrar, distrae. Quizás de ahí venga lo necesaria que es cierta dosis de soledad. La soledad ha sido un poco calumniada, creo yo. No sé si como reflejo de la imagen del burgués perdido en su mansión. Nadie recuerda que Lenin, al ver fracasada una perspectiva política, creo que cuando vivía en Londres, se fue unos meses a las montañas, bastante desconsolado, según Walter, y tras la meditación regresó fortalecido, con nuevos bríos. Tampoco se suele recordar que Jesús hizo lo mismo, marchándose al desierto. La soledad no es siniestra; todo depende de sus resultados. Para el que trabaja con ideas, es útil; lo que no quiere decir que en medio de la multitud no se pueda pensar. Yo he compuesto canciones en lugares y situaciones muy poco solitarios, pero haciendo esfuerzo extra. La concentración que facilita la soledad ha sido buena asistente del trabajo. Y como siempre tengo algo por hacer, difícilmente me aburro estando solo. Por cierto, en uno de los libros de notas de Hemingway, Norberto Fuentes encontró el siguiente apunte: “Las visitas y el teléfono son los principales enemigos del trabajo”. Quizás en una época sentí esa soledad del corredor, no porque yo me sintiera solo, como porque el medio me hacía sentirme solo, rechazado. Decía lo que necesitaba decir, pero el roce con el medio me hacía sentirme solo. Lo asumí, porque era como yo pensaba que debían hacerse las cosas, por eso en “Debo partirme en dos” dije:

“Yo quisiera cantar encapuchado

y luego confundirme a vuestro lado

aunque así no tuviera amigos ni citas…”

Pablo y yo lo hablamos a menudo. Quizás precisamente con él, porque ha sido entre nosotros uno de los más preocupados por el paso del tiempo, y lo ha sabido expresar con nitidez. Pero no era porque yo me sintiera solo. Siempre necesité hacer canciones para el momento que estaba viviendo, no para mañana. De ahí que no me sintiera solo.

Soy un animal con sensaciones

—Como creador tienes una responsabilidad social con el público, y una responsabilidad contigo mismo, en tanto tienes que ser absolutamente honesto en el momento de la creación. ¿Cómo funciona esa dualidad para ti en el momento de la creación y después? ¿Cómo conjugas ambas cosas?

—En mí predomina lo intuitivo. Soy un animal con sensaciones. Cuando hago canciones o cualquier otra cosa creadora, la responsabilidad no está sentada frente a mí con una regla que azota mis manos —y muchos menos mi cabeza—. Yo gozo lo que hago, lo que construyo. El trabajo es una recreación de mi sustancia, aunque con frecuencia tenga que sudar fuerte para resolver una dificultad expresiva. Luego resulta que está terminada una canción y entonces la miro (la miro escuchándola) y me hago preguntas, porque aprendí que las canciones sólo te pertenecen mientras las estás haciendo. Luego cobran vida propia; porque se te desprenden como el huevo a la gallina. Por eso las miro y me digo: Termine en el sartén o en pollito, esto no es más que un huevo puesto. Yo soy la ponedora. ¡A trabajar! Aunque pueda parecer más viril aquella frase, también de Hemingway: “Cuento terminado, león muerto”; me parece el mismo sentir.

Mi juego predilecto

—El trabajo del creador suele ser obsesivo. Por eso a veces es tan importante saber trabajar como saber descansar. ¿Cómo descansas tú?

—La creación es una fiesta. Un ejercicio divertido para la inteligencia y para el hambre de saber. A veces los ensayos, los conciertos, las grabaciones y las giras dejan poco espacio para mi juego predilecto, que es ponerme a inventar canciones. Por eso la mayor parte de las composiciones de los últimos años sólo han podido aparecer en los días de vacaciones. Y te juro que esos instantes de trabajo han significado un magnífico descanso. ¿Quieres más café?

—Siempre.

 

(Pero aunque Silvio sale a buscar el café, me deja en compañía de otro Silvio pintado por Guayasamín, que me mira desde la pared con ojos redondos como pelotas o como mundos —quién sabe, estando Guayasamín de por medio—. Quedo también en compañía de una foto de mujer donde el pelo es aureola y el rostro ha sido usurpado por una oquedad de sombra. Cabalgando hacia ella, media docena de unicornios de cristal).

Obsesiones

—Todo creador tiene un limitado número de obsesiones a partir del cual compone un universo narrativo, poético, creativo en general. ¿Cuáles son tus obsesiones, las ideas básicas que bucean o sobrenadan en toda tu obra? Digo, si puedes formularlas explícitamente, lo que no siempre sucede.

—Creo que cualquier asunto puede ser motivador para la creación, más cuando se tiene bien engrasada la maquinaria del oficio. Cuentan que Maupassant escribió algunos de sus más famosos cuentos luego de preguntar en la tertulia de sus amigos sobre qué querían que hablara su narración del siguiente día. Yo estoy lejos de semejante eficacia, aunque consciente de que la creación está compuesta por una considerable zona artesanal. Necesito inspirarme y sobre esto tengo poco control. Pudiera decir que tengo una balanza con un eje central. Eje de la inercia, que siempre está pesando dos sentimientos continentales: felicidad e infelicidad. Cuando una de estas dos motivaciones pesa más, se produce una chispa que pudiera terminar en canción. Debajo de cada una de estas palabras se podría hacer una larga lista temática que podría resumirse en: lo que me hace feliz y lo que no.

La fantasía no existe

—Sé que sientes una especial predilección por la ciencia ficción y por la literatura fantástica. ¿Qué nexos hallas entre la fantasía imaginada por el hombre y la fantasía real de lo cotidiano?

—Yo creo que la fantasía no existe. Fantasía es un término insuficiente para ciertas actitudes de la imaginación, porque la imaginación no puede crear sin fundamento. Incluso los desvaríos de la locura tienen su origen en señales recibidas que no pueden ser organizadas porque se padece de cierta patología. Creo que hasta el absurdo puede tener cierto sentido. Las obras fantásticas que menos recomendaría, son las que invitan a hacer lo que el avestruz; pero aún estas obras me parecen producto más de la desesperación que de la lucha de clases, como se ha dicho. Es difícil, por no decir imposible, que algo salido del hombre no refleje de algún modo la realidad. Podemos tomar, por ejemplo, la ensoñadora leyenda de Cenicienta: no puedo dejar de ver la amarga ironía de quien la concibió; como también es obvio que se trata de una historia de desigualdades e injusticias, que toma partido por la bondad. Creo que la literatura fantástica y la ciencia ficción tienen algo en común: su aliento metafórico. En el mejor de los casos, poético. Y en ese trasfondo, veo también analogía con lo que se ha llamado realismo mágico. Dice García Márquez que le gusta leer a Conrad y a Saint Exupery porque abordan la realidad de un modo “sesgado” que la hace parecer poética, aún en instantes en que pudiera ser vulgar. Pero te repito: la fantasía no existe. El hombre, quiéralo o no, es un espejo, y su imaginación es también parte de la realidad. Lo más grande que conozco al respecto lo escribió Raúl Roa García, en su libro sobre Rubén Martínez Villena: “La imaginación de la realidad suele ponerle rabo a la realidad imaginada”.

Parto de sobresaltos rítmicos

—A veces siento que en tus canciones la consonancia del verso, por obligaciones musicales, monta sobre la idea, la arrastra, y no viceversa.

—Es probable que tengas razón, y ojalá no lo hayas “sentido” demasiadas veces. En un principio, porque no me daba cuenta de este aspecto formal, me ocupaba poco de consonancias y asonancias. Después, leyendo mis propios textos, había cosas que me sonaban feas y me di cuenta que era mi carencia de escrúpulos ritmáticos. Claro que éste no debe ser el valor primario de un texto, pero es parte de una coherencia formal que debe ser consciente. Sin embargo, esto es sólo una escaramuza de mi combate artesanal, porque generalmente parto, para escribir los textos, de ciertos aires melódicos, de densidades armónicas, de sobresaltos rítmicos de la música. En medio de todo este berenjenal trato de ser respetuoso con la idea, aunque a veces las canciones empiezan a decir cosas ellas solas, sin consultar conmigo. En estos últimos casos, me entero de lo que quieren decir cuando han terminado de manifestarse a su antojo.

El aliento es más importante que el estilo

—Hay sectores de tus letras netamente vallejianos (sobre todo en los inicios), martianos (me vienen a la mente El rey de las flores y Ojalá, que también tiene de Góngora), y un tono más conversacional que salpica hasta tu obra más reciente. ¿No tienes prejuicios poéticos?

—Prejuicios no, pero, cuando menos, elementos de juicio, espero que sí. Siempre me ha parecido que el aliento es más importante que el estilo. Primero lo puse en práctica intuitivamente; después llegué a la conclusión. Cada trabajo es una experiencia en sí misma, aunque forme parte de todo un quehacer. Desde que comencé tuve inclinación por la diversidad, de modo que cada canción fuera una aventura singular. Por otra parte, como tú señalas, es cierto que al principio estaba fuertemente influido por Vallejo. Lo leía mucho, lo absorbía porque me identificaba con el carácter de su obra. Todavía se me sale un poco. Y esto lo digo sin pesar, porque aunque nunca me quise parecer a nadie, ni siquiera a mí mismo, tampoco me avergüenzan las buenas señales.

Martí y otras influencias

—¿Cuáles son las lecturas a las que regresas como el asesino al lugar de los hechos? ¿Tus pintores, aparte de Chagall? ¿Tus músicos?

—Tengo muchas lecturas favoritas y quizás fuera largo meterme a inventariar todo eso, pero a Martí regreso tan a menudo que lo que resulta es que nunca lo he dejado. Desde hace casi tres décadas lo visito, cuando menos, varias veces al año. Otro tanto me sucede con la pintura y con la música. Pero te voy a mencionar algunos nombres indelebles: Van Gogh, Carlos Enríquez, Sindo Garay, Bethowen y The Beatles.

—¿Qué incidencia ha tenido en tu música y en la de los más recientes trovadores cubanos, la música brasileña?

—La música brasileña me llegó, a través de Martín Rojas, hace bastantes años, en canciones de Caymi, Joao Gilberto y Tom Jobin. Poco después de aquello, aparecieron las primeras cosas del tropicalismo y me impresionó especialmente la música de Gilberto Gil. Los músicos que después conformamos el Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC llegamos a hacer un concierto de canciones brasileñas para manifestar nuestra identidad con aquel movimiento, en muchas cosas similar al nuestro. Se me han quedado rasgos más o menos visibles (o audibles) y el ejemplo obvio es Pequeña serenata diurna, aunque lo de entonces y lo de ahora se ha homogeneizado en mi propio mundo. Me parece que la influencia brasileña es más evidente en algunas composiciones de algunos trovadores de hoy, pero es probable que sea una etapa y que ese carácter tan marcado termine fundiéndose con todo lo que les está marcando e influyendo, y esto de lugar a la acabada expresión de cada uno.

Y terminar (¡al fin!)

—Si pudieras hacer una breve relación de las diez cosas que más amas, ¿cuáles incluirías?

—Seguro no incluiría preguntas como esta, que parece ingenua y es como para partirte la cabeza en dos, pensando. Rápidamente te podría decir algunas como el universo, Cuba, la Revolución, mi familia, San Antonio (mi pueblo), las artes, los duendes, hacer el amor y terminar (¡al fin!) entrevistas tan largas…

“Silvio Rodríguez: Mi amor con el porvenir”; en: La Gaceta de Cuba, La Habana, junio, 1989.





El hombre que sembró el sol

29 04 1988

En la isla de Suchu, del archipiélago

japonés, nació Masako Harada.

En la tierra del Sol naciente

discurrió su infancia el hombre que

vendría a sembrar el Sol de sus orígenes

en otra isla, la de los Pinos, que con

el tiempo se llamaría de la Juventud.

Hay que repetir, repetir. El hombre no puede cansarse. La buena suerte siempre llega antes que la muerte. Diez años estuve sin vender, viviendo de los préstamos, pero yo se lo decía a los cubanos: Repite, siembra de nuevo. Ya llegará la suerte. Todo pasa.

Sí, fue el 6 de abril de 1925.

Pero antes… Habíamos salido el primero de febrero de Kobe en el buque Lakuyo. De ahí a Yokohama, Hawai, Honolulu, San Francisco y no sé cuántos puertecitos de la costa pacífica centroamericana, antes de llegar a Panamá, subiendo y bajando personas. Éramos 34 o 35, casi todos jóvenes, sin familia. Veinte años tenía yo. Sí, en 1904. Y de La Habana fui para la colonia Mayaguara en Condado, Trinidad. Qué lindos los cañaverales: altos, verdes. Pero cortar caña no era como me habían dicho allá en la isla de Sucheu, en la provincia Fukuoka, donde yo nací. En el campo, claro. Siempre he sido campesino, agricultor, guajiro. Allá trabajábamos nueve o diez horas para ganar veinte centavos de yen, y un yen valía medio dólar. Entonces aparecieron algunos que habían trabajado en Cuba cinco, siete años, y traían los bolsillos llenos de dinero. Y nos contaron que aquí bailando alrededor de los cañaverales con una guataca se podían ganar quince dólares al día. Entonces salió un anuncio en el periódico de una oficina donde se podían apuntar los que quisieran venir. Cobraban cierto dinero por el viaje y los papeles.

Pero en Mayaguara todo fue distinto. Vivíamos en una barraca larga y sin saber nada de español (que todavía no sé mucho). El capataz nos enseñó a cortar la caña: pica abajo, quita las hojas, corta en trozos así y echa para la pila. Al lado había unos haitianos. Ellos ya estaban acabando y nosotros no habíamos llenado la primera. Veníamos contratados tres meses a cortar caña para una fábrica de azúcar. A la primera semana no habíamos ganado ni un peso. No alcanzaba ni para pagar la comida. Y el pica pica y el sol. Ni bañándonos se quitaba. Y arriba la maleta que se me llenó de agua en el primer aguacero, que parecía una inundación aquello. La gente antigua nos decía: ¿Para qué viniste aquí? No era a bailar con una guataca como nos habían dicho.

Una semana después, cinco malditos huimos y no pagamos ni la comida. Yo fui a parar a la colonia Kindelán, donde estaba Sato, un paisano, y guataqueamos a cinco pesos por semana. Al mes pudimos mandarle al capataz el dinero de la comida que no habíamos pagado. Pero después llegó el tiempo del agua y Sato nos dijo que el trabajo se había terminado. Fui a varios centrales y no encontré trabajo. Terminé atendiendo hortalizas en Baraguá con otros seis japoneses jóvenes.

Ahí fue donde me dijeron: Ve para la Isla de Pinos, siembra ají y tomate. Y vine: el 29 de mayo de 1926. Cuando eso la isla estaba llena de pinares y los cocodrilos, jicoteas, grullas, las jutías y las iguanas andaban por donde quiera. Empecé a trabajar con Yamanashi, que llevaba tres años cultivando en la zafra de ají y berenjena. Fue en ese tiempo, el 19 de septiembre, cuando vino el ciclón del 26. Aquello fue lo más grande de la vida. Casi todas las casas eran de madera y el ciclón se las llevó. El agua entraba así, de lado, por el agujero de los clavos, como si fueran piedras. El agua pinchaba como punzones.

Toma. Toma un poco de vino. Harada Club. Fue un barril que hice hace quince años con pasas y mandarina. Los muchachos lo descubrieron el otro día limpiando el desván. Ah, lo del ciclón. Yo vivía en La Columbia, al otro lado del cementerio americano. Después que pasó no quedaba ni una sola hoja verde en toda la mirada. A las tres semanas fue que empezaron a salir los retoñitos primeros de las palmas arrancadas, así de este tamaño. Empezó el viento a las nueve de la noche, o a las ocho, no me acuerdo bien, que esta cabeza mía ya no sirve. Es como calabaza podrida. Y el viento no dejaba oír nada, ni hablando al oído de otra persona. Y entonces, a las doce y media o la una se hizo un silencio, que hasta los grillos que quedaron se oían. Pero eso fue como diez minutos. Después empezó otra vez, pero del lado contrario, y acabó de acabar lo que quedaba. Los relámpagos alumbraban igual que el día y el agua de la mar trepó los ríos y se regó por los campos. Ahí cada uno salió por su lado. Yo crucé medio nadando medio caminando, un trillo y una zanja, y como el agua seguía subiendo, me abracé a una mata de toronjas. ¿Dónde estaban los demás? No sé. Y entre cansancio y sueño, me quedé como que dormido, abrazado a la mata aquella. Y dormido todavía, oigo una voz como de lamento. Contesté y fui por el camino de la voz hasta donde estaba el vecino de nosotros, en una mata de mangos, al lado de la casa de los americanos. Llamaba a los japoneses perdidos enseñándoles el rumbo. Yo fui el último en llegar. Nadie se había perdido. Pero todos teníamos un frííío. Ni fósforos había para hacer comida. En los bajíos, como el lugar de nosotros, toda la siembra se perdió y pasó como un mes antes que llegara un barco con comida para nosotros, y consiguiéramos semillas para volver a sembrar.

Ya cuando eso había como 35 ó 45 japoneses más. En las tierras de por aquí no había melón, ni zanahoria, ni tomate. Bueno, había de todo, pero venía de Miami, envuelto en papelitos encerados, y como el 90% de la tierra era de los americanos… Empezamos a sembrar, y a mí Yamanashi me dio un lugar en Columbia, una finquita de 20 acres, de los cuales sembré tres y todo se vendió. Además, por 400 pesos me dio un arado, dos carretas, tres o cuatro guatacas y un caballo. Yo empecé con buena suerte. Cuando pagaban cinco dólares por una caja de ají, era muy buen precio. Sin embargo, en 1928 el norte vino muy frío y New York pagaba hasta quince por caja. Entonces empecé a sembrar melón también. Al principio, cuando le brindábamos melón a los cubanos, huían porque les parecía sangre. Era el melón Tom Whatson, muy muy rojo. Hasta que empezaron a probar y qué rico, dame otro pedazo, y al final casi tengo que poner guardia para que no me comieran los melones. Melón de agua y pepino. Mucha gente se hizo de dinero con el pepino. Si vas a Gerona verás muchas casas grandes. Son casa de pepino. Aquí llegamos a coger melones de 100 libras. Para eso hace falta buena semilla. Los de ahora llegan, algunos, hasta 70 libras.

Como ya andaba más desahogado, quería casarme en Japón. Tenía un amigo que se llamaba Fuyo. Y como yo no quería moverme de aquí, Fuyo me dijo: Cásate con mi hermana. Y sin saber ni cómo era, mandamos cartas a mi familia y al papá de Fuyo, para que mi papá me buscara a la muchacha, y los de ella conocieran a los míos, que así se hacía entonces, y los hijos callados, sin saber nada. Ella era de Kagoshima, con una provincia por el medio, la de Kumamoto. Ya nos habíamos casado por papeles y nunca nos habíamos visto. Nos mandamos fotos, eso sí. La familia hizo acuerdo y la mandaron sola para Panamá. Yo fui a buscarla. Allí le vi la carita por primera vez. Estaba al pie del barco, sin moverse. Desde ese día estamos juntos Kesano y yo: agosto 30 de 1929. Ya el año que viene cumplimos las bodas de… Bueno, ya hace nueve años cumplimos las bodas de oro, ¿no? Cincuenta años.

Después de verle la carita allá en Panamá, compré una máquina de coser Singer y salimos rápido para acá. Cuando eso, ya yo andaba por una finca en La Fe, no muy buena, y por eso en 1930 vine para aquí, y de esta finca no me he movido desde hace más de 60 años. En el 31 nos nació el primer hijo y, después, uno más o menos cada dos años. Doce en total. A uno me lo mató un rayo a los veinticuatro años. Quedan Miguel (Akio), Fulgencio (Kasuko), José (Hashuo), María (Fumiko), Severino (Osam), el sexto fue el que se me murió, la séptima es Beba (Nieko), Franco (Siguelo), Isal (Maruko), César (Shigueo), Jorge (Toishi) y Ángel, el último, que no tiene nombre en japonés. De los once vivos quedan diez en Cuba, porque una de las hijas se casó con un esposo que le vino de Japón; pasó diez años en Cuba y se fue para allá, porque a él no le gustó el socialismo. Dicen que ahora es rico. Qué cabeza para guardar dinero. Lo que no le gustaba era el trabajo del campo.

Tú verás el domingo, que es día de las madres. A Kesano le llegan diez o quince cajas de cake. El día de los padres, no. Dos o tres cajas. Papá vale poco.

¿Los años 30? Fueron muy malos. Había buena siembra, pero no se vendía, menos los años de sequía, cuando todo iba mal. Los precios subían, pero no había cosecha. Diez años seguidos así, casi sin vender. Pidiendo prestado, volviendo a pedir prestado. Hasta en 13.000 pesos estuve empeñado. Y 13.000 eran muchos pesos para un pobre. Suerte que yo nunca he tomado ni he sido mujeriego (para mujer, nada más que la de la casa). Mario, un chino, me prestó durante diez años. Sí, para que tú veas, allá los chinos y los japoneses no se llevan bien. Pero aquí, con el paso del tiempo, no hay chinos ni japoneses ni árabes ni judíos. Todos somos cubanos. Y casi todas las bodegas, tintorerías, las fondas, eran de chinos. Y yo ni un centavo tenía, y seis muchachos entre uno y doce años. Fue muy difícil. Ya yo andaba buscando cuántos gajos de mango me harían falta para ahorcarme junto con toda mi familia, cuando el 11 de febrero de 1942 estalló la guerra. Los niños estaban comiendo boniatos del que se le tira a los cochinos, y nosotros, hojas de boniato sancochadas con sal. El melón bueno se pudría en el campo, porque el melón maduro no espera, y había que regalarlo. No compraban el tomate porque las plazas estaban llenas. Si quería mandarlo a La Habana, tenía que pagar el flete por anticipado, y con qué. Diez años sin vender. Y Kesano, mi mujer, cargada de niños y guataqueando. Día y noche. A veces, cuando cortaba una mata de ají en la oscuridad, ella lloraba. Pero todo el mundo decía: Harada trabaja. Préstale, el pobre. Un día ganará.

Por eso yo estoy muy agradecido a los cubanos, ricos y pobres, que siempre me ayudaron. Por eso, cuando empezó este gobierno, yo miré extrañado, pero luego vi los precios fijos. Oiga, qué bueno eso. Antes no. Había poca mercancía y los precios altos, o al revés. Y este gobierno vino comprando todo lo que hubiera. Y todo lo recibían. En 1965 gané mucho dinero, y así fui casa por casa pagándole a cada uno lo que le debía. Aunque algunos ya pensaban que me iba a morir debiendo. Qué bien dormí esa noche.

Pero, bueno, para seguirte el orden; en febrero de 1943 fue cuando se aparecieron cinco soldados y me dijeron: Harada, tienes que ir con nosotros a la cárcel. Lo sentimos mucho, es una orden. Y ahí me llevaron al presidio, a un campo de concentración para japoneses, por aquello de que Cuba estaba en guerra con Japón y eso. Figúrate, no podía darles comida a los muchachos. Tuve que ir. Pero el pueblo sabe mucho. Los que me habían prestado tanto, los cansados de prestar, cuando me llevaron vinieron a ver a la señora: ¿Quiere sembrar algo? ¿Necesita semilla, abono? Tenemos hasta comprador para la cosecha. Diez días después le trajeron semilla, un poquito de abono, medicina. Ella sembró todo esto. Ya sabía cómo hacer los camellones, los pasos entre las semillas, los días de poner el abono, la medicina. Y cuando ya las plantas tenían el tamaño bueno, vinieron de Gerona a buscarlo todo. Ella y los muchachos, con un caballo, sacaron los melones hasta el camión, pero el camión se demoró y pasaron tres o cuatro noches, con lámparas, hasta los niños durmiendo al lado de los melones para que no se los llevaran.

La señora vivió de su inteligencia y su trabajo veinte veces mejor que yo. Un negociante compró todo y quedó dinero hasta para comprar tela y hacer ropa para los muchachos, y una muda para mí. Y lo mismo con los pepinos. Es chiquita, pero trabaja. Trabaja mucho. Hasta ahora, a sus 77 años, no hay quien se le ponga al lado guataqueando, sembrando. Yo me salvé. No le vi la carita antes de casarme, pero me salvé de todas maneras. Ella llegó el 30 de agosto de 1929, descansó un día y al otro se fue conmigo a limpiar la finca, a cortar palos con el hacha. Muy valiente esta mujer. Y más esos tres años que estuve preso, hasta diciembre de 1945. La comida era mala y poca, pero después que salí del campo y comencé a ver lo que estaba pasando por el mundo, me dije: era mala y poca, pero era.

Trescientos cincuenta japoneses presos, todos mayores de veinte años, porque a los menores los dejaban en sus lugares. Venían de toda Cuba. Pero eso fue cosa de aquel gobierno, porque la guerra era allá, pero nosotros aquí hubiéramos seguido sembrando. En algunas fincas que se quedaron vacías, el gobierno puso cuidadores. Y algunos después no querían irse. Hasta incendiaron dos casas.

Entre el 45 y el 46 hubo buena cosecha. La finca había estado tres años produciendo poco. El mercado estaba vacío y el pepino en alza. Fíjate que los embarques subieron a 2.000, 5.000 pesos cada uno. Y ahí es cuando yo le recordaba a la gente lo que les había repetido: Sigan sembrando. No lo dejen. La mala suerte viene, pero la buena también. Hay que aguantar, hay que repetir. La buena suerte siempre viene antes que la muerte.

Entre el 52 y 59, la Isla fue zona franca para los negociantes y para los norteamericanos, pero a nosotros eso no nos benefició nada. Hubo algunos, como un hermano del médico Ramírez Corría, que empezó a comprar y comprar tierras. Y yo entre el 51 y el 52 aproveché para comprar esta tierra mía, no nos fueran a botar después de veinte años trabajando aquí. Hasta 16 caballerías, que era lo que yo tenía en 1959. No, con la primera Reforma Agraria no, pero con la segunda, como el límite era de cinco caballerías, vinieron los interventores. Entonces fui a hablar con Crespo, el que era como el Manresa de ahora. Sí, el que fue después el primer embajador de Cuba en Japón y allí en su oficina le dije: yo tengo 16 caballerías, pero la mayor parte no es buena tierra, no sirve nada más que para potrero. La siembra hay que hacerla pedacito a pedacito. Ellos consultaron y me dijeron: Vaya para su casa. Su finca se queda así. Me dejaron las once caballerías restantes. El secretario luego vino, y como yo tenía propiedad, me dijo: esto es tuyo. Usted, Harada, siga como hasta ahora.

Fidel vino en 1961. Lo miró todo. Vino para comer melón. No estaba de cortar, pero alguno lo había maduro. Otra vez vino por aquí cerca y le llevamos unos melones al muelle, donde tenía una lancha, y otra vez vino y habló con la mujer… Sí, ese barrilito de cerveza y esas botellas las envió él y nos las bebimos con los demás japoneses de la comunidad. Porque tú sabes que no soy yo solo. Aquí hay varias familias: está la familia Tukunaga, Kubo, Mirato, la familia Shuco, sí, como una colonia, pero no.

No es que yo sea cónsul. Los cubanos son muy habladores y dicen cosas. Yo hace doce años que no trabajo por lo de la piedras en los riñones. Ayudo aquí a todas las familias japonesas de la Isla, porque ellos sí trabajan, hago algunas gestiones, firmo a veces papeles en lugar del embajador, buscaba allá en La Habana a los muchachos becados. A veces recorría tres o cuatro escuelas secundarias. Y todavía hoy, de hombres, cuando me ven por ahí me saludan: Hola, papá, abuelo. Pero, qué va, yo soy analfabeto. Los que sí son famosos son los melones. Fíjate que hasta Oriente caminé y la gente me decía: ¿Usted no es Harada, el de los melones?

¿Ah, eso? Me lo enviaron de la escuela Tashiro. Sí, en 1969 yo me operé de cataratas, pero no quedé bien, y el hermano de mi señora me invitó a Japón y mandó el pasaje de ida para que me volviera a operar. Me curé y estuve allá más de diez meses. Después, para regresar, Fidel me regaló el pasaje, las medicinas, los espejuelos, todo me lo regaló él. Y fue en ese viaje cuando visité la escuela Tashiro. Hablé mucho sobre Cuba a los niños. Les expliqué que los majás aquí eran muy grandes, y que había peces de cien libras. Pensaban que yo estaba exagerando, entonces les mandé una caja con una piel de majá, otra de cocodrilo, un carapacho de carey, un huevo de cocodrilo vacío, un alacrán, el anzuelo grande con que se pescan los tiburones y como mil sellos cubanos. Cuando regresé a la escuela esa en 1982, todo estaba puesto en unas vitrinas muy bonitas. Mis hijos y yo formamos una cooperativa aquí en la finca. Anapistas somos cinco, pero trabajan mi esposa, los dos hijos mayores, y un viejo inmigrado que no tenía familia, Datsuo Wakafoji, aunque ya no ve bien y trabaja unas veces sí y otras no. Sí, las 16 caballerías.

La granja, con 250 personas, no produce nunca como yo, aún cuando los años sean como estos últimos con la seca. Se trabaja bien, con todo y que los muchachos se roban la fruta. Yo sí no vendo nada. Todo para Acopio, y el autoconsumo para la casa.

No, yo soy japonés, pero esta isla es el mejor lugar para vivir. Allá me decían: Si en cinco o diez años no haces dinero, regresa. Yo no hice mucho dinero, pero no regresé. Y ya llevo 68 años. Clima bueno, gente buena. Ya se sabe que en ningún lugar es como en Cuba. Aquí estoy esperando para morirme, e ir para arriba arriba, pero para el cielo de Cuba. Aquí llegué en 1925 con $3.60, y ahora tengo mujer, once hijos, veintiséis nietos y cinco bisnietos. Más de cincuenta en la familia. Y todos son cubanos.

“El hombre que sembró el sol”; en Somos Jóvenes, La Habana, 1988





Ese ojo no es suyo

1 01 1987

Atlántico noroccidental

Septiembre de 1981. Buque Playa Varadero. Cuadrante 3 O. Zona Flemish Cap (Terranova). 18:00 Hora local.

El jefe de refrigeración, Oscar Galano, de veintiocho años, manipula una válvula de amoníaco cuando se produce una sobrecarga en la línea y ésta revienta lanzándole un chorro a la cara.

Mientras llega a la enfermería, ha hecho un paro por asfixia. En una carrera contra el tiempo, el masaje cardíaco y la ventilación mediante el resucitador, logran sacarlo del paro antes de tres minutos.

Ambos ojos presentan una extensa quemadura química de hasta un 75% en la córnea y conjuntiva, y el aspecto de una malla corroída por el amoníaco. Se neutraliza su acción mediante ácido acético y se hace un amplio lavado con suero fisiológico y soluciones desinfectantes. Se aplican antibióticos de uso local (cloranfenicol y suero antibiótico por vía endovenosa) y hemoterapia irrigatoria cada una hora. Esto es, inyectar su propia sangre en la conjuntiva del ojo para evitar la muerte de los tejidos por falta de irrigación, al ser destruida parte de la red arterial.

Cuarenta minutos después del accidente, cuando Hermis termina su trabajo, ya el buque navega a toda máquina hacia Saint Jones, Newfoundland, Canadá, donde hacen arribada forzosa tres días después.

El cónsul de España recibe el caso en puerto y lo entrega al jefe de oftalmología del Hospital Central, donde permanece once días antes de ser remitido a La Habana.

Pacífico sudoriental

Tres de septiembre de 1983. Buque Río Los Palacios. Grado 36 S. 23:30 Hora local.

Se presentan dificultades con el transmisor de red. El capitán Francisco Cangas ordena al radiotelegrafista que compruebe las pilas alcalinas de 1,2 volts en telegrafía. Pantoja toma una, la mide.

—¡Qué raro! Miren esto. Primera vez que veo una pila con defecto de fábrica.

Varios compañeros se acercan.

Van pasándola de mano en mano. El último es el sobrecargo, Miguel Hernández Brito. Mientras la sostiene a unos treinta centímetros de sus ojos, estalla como una granada. Corren hacia él.

—¡No me toquen los ojos! Llamen a Hermis.

—A ver, Miguelito, quédate quieto.

Ambos ojos, pero sobre todo el izquierdo, están llenos de partículas de carbón y metal incrustadas que afectan los párpados exterior e interior, la córnea, la conjuntiva y la esclerótica, dañadas también por la solución alcalina.

Hermis neutraliza con ámpulas de bicarbonato e irriga muy lentamente con suero fisiológico. Después, con instrumental quirúrgico elemental, extrae una por una las esquirlas durante dos horas y veinte minutos. El mar fuerza cuatro impide el acceso del médico, que se encuentra en otro barco. Por eso, después de resecar, se decide navegar rumbo a puerto lo más rápido posible.

Días después pasan el caso, en una ballenera, al Super BTM soviético Nikolai Boronian, más rápido, que se dirige a El Callao. Mantienen el tratamiento durante los nueve días que faltan para llegar a puerto.

Hermis

Durante una maniobra entre el trasbordador Océano Ártico y el pesquero Río Arimao, en el sudeste del Atlántico, a causa de un bandazo de los barcos se parte uno de los cabos, tensado como cuerda de guitarra, y golpea, velocísimo látigo, al marinero Alberto Marquetti.

Manuel Galindo, médico del Océano Ártico, y yo, pasamos al Arimao.

Ya en ese momento, Hermis Basso Valdés, enfermero naval desde 1980, había resecado la profunda herida desde los labios hasta la base del mentón, y se disponía a coser. Apenas un vistazo, dos o tres preguntas, y Galindo le dejó el caso. Quedaba en buenas manos.

Hermis en un hombre alto, delgado y conversador, que en sus 32 años ha navegado durante cuatro campañas en el Atlántico Noroccidental, dos campañas en el Pacífico Sudoriental y ahora en el Atlántico Sudoriental, en siete u ocho buques diferentes.

Pero, por encima de todo, Hermis es un hombre que ama su trabajo. Le gusta hablar de lo que hace, leer (sobre todo libros de medicina), practica acupuntura desde hace ocho años, juega dominó y discute fuerte de casi todo, mezclando con una naturalidad libre de remordimientos los términos clínicos más sofisticados con el argot de los barrios menos ortodoxos de Marianao.

Antes de que anochezca, ya Marquetti duerme con 27 puntos exteriores y 10 interiores en su mentón. Un fino trabajo de alta costura.

Dos finales

Cuando el capitán Néstor Gómez, director de la base de Saint Jones, recoge a Oscar Galano en el hospital de esa ciudad para su remisión a Cuba, se produce el siguiente diálogo:

—Muchas gracias, doctor, por salvarle la vista al muchacho.

—A mí no. Feliciten al oftalmólogo que lo trató en el barco.

Puerto de El Callao, Perú. Día 12 de septiembre de 1983. Hermis llega con Miguel Rodríguez a una clínica particular, donde un especialista norteamericano lo chequea rigurosamente.

—No hay nada más que hacer. Esperar la recuperación. ¿Usted lo atendió?

—Sí.

—Felicidades, doctor.

—No soy doctor. Soy enfermero naval.

—Entonces lo felicito dos veces.

Días más tarde, en el Hospital Hermanos Ameijeiras, donde Miguel Rodriguez fue remitido desde Lima, el profesor decide que el ingreso no es necesario y, antes de enviarlo a su casa, le comenta:

—Ese ojo no es suyo, mi amigo. Es del enfermero que lo atendió.

“Ese ojo no es suyo”; en: Somos Jóvenes, n.º 87, La Habana, enero, 1987.





En el nombre del pueblo: Irma Elena

22 09 1985

La niñez se desliza por sus ojos con un regusto de prehistoria efímera. Una prehistoria de doce años, porque fue entonces cuando Irma Elena desembocó en la historia.

 

Preludio

Cuando estaba estudiando, yo me iba a meter a las manifestaciones, aunque no tenía ningún conocimiento de lo que era la historia. Salíamos a hacer pintas, a pegar afiches. No estaba del todo integrada. Era una colaboradora nomás. Más bien empecé porque me gustaba andar en esos revoltijos, ver a los guardias corriendo y que nos echaran balazos. Ganas de andar fregando, de andar carrereando por ahí. Con las charlas políticas y eso me fui dando cuenta de que no era salir a manchar. Entonces comienzo a madurar, sobre todo después que un compañero, que cayó ya, me recluta y me explica el por qué de la lucha.

Sí, en esa época tomamos una iglesia. De allí salió la manifestación. Fue masacrada. Tomamos algunas emisoras, el Ministerio de Educación. Ya entonces me dedicaba de lleno al trabajo con las masas. Mi primera manifestación fue en el parque Libertad, en el centro de San Salvador, en repudio a una masacre de campesinos que pedían tierra para trabajar.

¿Mis padres? Bueno, ellos pensaban al principio que me dedicaba a la prostitución: llegaba tarde a dormir o no llegaba. Pasaba semanas sin venir. O llegaba manchada de pintura. Y entonces supieron en lo que andaba. Me dijeron: “Andate, que no queremos tener problemas con los enemigos”. Y me echaron de la casa. Eso fue después que me vieron en actividades políticas.

 

Después que me incorporo de lleno al Frente, recibo educación militar. Primero fue el trabajo de masas, después, durante  la ofensiva general de 1981, participé en ataques y toma de poblaciones. Los tres años antes de mi captura, el Partido me encomendó el trabajo clandestino sin salir de San Salvador.

Fue en la misma ciudad, en plena calle. Sí, me capturó la Guardia Nacional. Yo estaba “quemada”. Habían decidido sacarme por eso. Pero hubo unos atrasos y entonces me cayeron. El Partido no considera que me hayan puesto el dedo.

 

El último círculo

Yo estaba realizando una tarea. Varios hombres vestidos de civil comenzaron a caminar detrás de mí. También una camionetilla Cherokee de vidrios polarizados. Allá las usa mucho el Escuadrón de la Muerte. Cuando vi que era conmigo la cosa, comencé a caminar rápido, y ellos aceleraron su paso. Seguidamente me agarraron, porque cuando intenté correr, ya la Cherokee se me había atravesado delante. Por detrás venían los dos hombres. Al mismo tiempo me estaban apuntando. En ese momento yo lo que pensé fue correr con idea de que me tiraran. Porque siempre pensamos: antes que nos capturen, es preferible que nos maten. Pero ellos me agarraron cuando intenté correr. No me tiraron, porque la idea era agarrarme viva. Me viraron hacia atrás los brazos. Cuando me llevaron a la puerta de la Cherokee, yo me abrí, me agarré de la puerta y ahí me dieron un culatazo en la espalda. No me pudieron meter. Caí al suelo e intenté correr de nuevo, pero me volvieron a pegar otro culatazo, que ese sí me venció.

Me pusieron las esposas, me vendaron, me quitaron el reloj. En ese momento yo pensé que lo único que tenía cerca era la Guardia Nacional. Empecé a hacer el cálculo del tiempo que iba a demorar. Exactamente. Me llevaron a la Guardia Nacional, en el centro de San Salvador. Me llevaron del pelo, a empujones, y empecé a caminar. Adentro me desnudaron, porque saben que si uno queda vestido, lo que hacen muchos compañeros antes de ser torturados, es ahorcarse. Después, desnuda, empezaron a golpearme. Mientras, me insultaban, me decían palabras obscenas y me manoseaban. Seguidamente me dejaron ahí tirada y se fueron. Regresó otro y me levantó del pelo. Me llevó a la sala de interrogación, donde empezaron a preguntarme por mi nombre legal, la organización a que pertenecía, las tareas que me había asignado el Partido, qué tareas había cumplido yo, cuántos guardias había matado, cuántos buses había quemado, y una serie de preguntas más. Yo me negaba. Lo que decía era que yo no había participado en nada, que estaba estudiando. Incluso dije que era evangélica, porque sucede que a esa religión la respetan un poco. No que la respeten, sino que en esa religión hay cuerpos del régimen infiltrados. Me dijeron que eso era mentira y me siguieron insultado. Después, me llevaron de nuevo al cuarto y continuaron golpeándome. Empezaron a manosearme y abusaron de mí. Luego me acostaron en una cama y me pusieron los choques eléctricos. Me echaron agua fría, me conectaron unos cables en las puntas de los pies, atrás de las orejas, bueno, yo me estremecía toda y caía desmayada. Cuando volvía en mí, me preguntaban lo mismo. Y yo me negaba. Pasó ese día y esa  noche.

Al siguiente día, me golpearon, me dieron puntapiés, me halaron el pelo y seguía vendada. Al tercero me pusieron la capucha, que es una bolsa plástica de cemento o cal. Se la meten a uno por la cabeza y se la atan al cuello. En esos momentos uno empieza a perder la respiración y cae desmayado. Al cuarto día, me pusieron los choques eléctricos. Al quinto, me hicieron una tortura que llaman “el avioncito”: le halan los brazos hacia atrás y  la abren a una y se le sube un hombre en la espalda y empieza a retorcerte. Todos los huesos empiezan a estirarse. Yo insistía en que no pertenecía a ninguna organización y me decía: Si tantos compas han caído en manos del régimen y han resistido, ¿por qué yo no voy a resistir si yo tengo fuerzas también y lucho por una causa?  Entonces me levantaba la moral y me decía: Tenés que hacerle huevo, que es como nosotros decimos. Tenés que afrontarlo. Pasé ocho días sin tomar agua, sin comer. Y me resistía a pedirles e implorarles. Los choques eléctricos me dejaban la boca seca y la lengua como partida. A los ocho días pedí que me dieran agua. Lo que hicieron fue llevarme un bote de leche con orines. Cuando sentí que eran orines, pero a saber de cuánto tiempo, porque era un hedor tremendo; yo me les quedo viendo y les digo que no quería. Entonces me los lanzaron encima. Luego me llevaron comida, a los diez días, pero los frijoles estaban hasta con gusanos y el arroz, con esa natilla verde que le sale cuando está podrido.

En el décimo día me llevaron a la sala de interrogación. Me hicieron las mismas preguntas, me ofrecieron cierta cantidad de dinero y el pasaporte en ese momento, para enviarme a Estados Unidos. Yo les dije que no. Entonces me dijeron que me iban a pasar a los tribunales si yo colaboraba con ellos. Y eso es una maniobra, porque uno piensa  que si la van a presentar a los tribunales no la torturarían más; pasará al juzgado y de ahí a la cárcel. Yo esperaba que alguien llegara, ver asomarse a la Cruz Roja Internacional, para que vieran que yo estaba allí. Pero estaba en una celda aislada, y lo único que se oía eran lamentos, gritos de los compañeros torturados. Puede que fueran reales, de alguien que estaba siendo torturado, pero quizás fuera una grabación, porque se escuchaba todo el día. Yo estaba toda  adolorida y morada. Me dolían hasta las uñas y el pelo. Me preguntaba hasta cuándo. A los veinte días me sentía bastante bastante débil, me sentía morir, ya lo único que quería era que me llevara un golpe, que me mataran mejor. Pero como a los veinte días me dije: Bueno, esto es un hecho. Van a matarme. Aunque sea de palabra tengo que defenderme yo. No me puedo morir con la boca cerrada. Así a los veinte días yo empiezo a insultarlos. Les decía que eran unos perros. Ya estaba decidida pues. Y lo peor para ellos es que a una mujer, que es más sensible, no logren doblegarla. Eso los enfurece más y hace que se ensañen. Se sienten débiles.

A los veintiún días me dijeron: esta es la última vez que te damos, pero si no colaboras con nosotros, te vamos a matar. Que conocían dónde vivía mi familia y la iban a matar. Y yo les dije que si mi familia iba a morir, pues yo también iba a morir, pero yo no iba a colaborar. Entonces les dije que sí, que estaba organizada, pero que no les iba a decir nada más.

Yo no sabía cuándo era de día y cuándo era de noche, porque había estado todo el tiempo vendada en un cuarto donde no entraba la claridad y había perdido la noción del tiempo. Era una celda pequeñita. Cuando una vez logré aflojarme un poco la venda, vi que las paredes estaban llenas de sangre y había pintadas muchas consignas: “Compañeros, no se dobleguen ante el enemigo”, “Compañeros, sigamos adelante”, “Patria o muerte”, pintadas por compañeros que habían estado en esa celda. Esa fue mi única comunicación con ellos: las consignas en las paredes.

En los veintidós días comí sólo una vez y tomé agua dos veces. Cuando comí fueron unos frijoles que estaban mejor que los de la primera vez. Y me los pude comer, pero me dieron diarreas. Lo hice en la misma celda y estuvo allí hasta que se secó.

No. No hubo días peores. Los veintidós días fueron una tortura. Hubiera preferido morirme veintidós veces. Pero nunca me dieron ganas de llorar, sino una rabia, un odio.

A los veintidós días, en la madrugada (creo) me dicen que me ponga un blúmer, que me iban a dar una vuelta, que me iban a sacar a pasear. Entonces me dije: Bueno, hoy sí  se me llegó la hora. Ese paseo que dicen, es que me van a dar mecha, o sea, a matarme. Me vestí y me metieron esposada, vendada, en no sé qué tipo de vehículo. Empezaron a dar vueltas y vueltas alrededor del lugar donde me iban a dejar tirada. Por fin me bajaron. Sentí que era grava y había mucho viento. No sé qué lugar sería, pero tenía que ser muy elevado, por la brisa. Me hacen un interrogatorio, y lo que hice fue insultarlos. Sentí en ese momento que me daban un golpe en la cabeza. Caí y sentí otro golpe, y me chorreó algo espeso por la cara. Y comencé a sentir el olor a sangre. Como ya me habían quitado las esposas, pienso que los dedos los perdí en la angustia que yo sentía que metía las manos. En el momento que me golpeaban la cabeza yo tenía como la alucinación de que era una pesadilla. No sé si era el paso de la muerte o qué sé yo. ¿Será que estoy dormida y es una pesadilla y quiero despertar? Me seguían dando y me seguían dando, pero ya a mí no me dolía. El cuerpo lo tenía remallungado con tanto golpe que me habían dado. Sentía que se me movía la cabeza. Los brazos los sentía calientes y un leve ardor, hasta que perdí el conocimiento por completo.

Después (me imagino yo), como muchos casos que han sucedido, de que hay mucha gente de la población civil que ve, y mucha gente no se va. Lo que hacen es quedarse allí escondidas. Esa gente no se fue. Y lo que hizo fue que después me entregó a la Cruz Roja internacional. Mi captura ya había sido denunciada a ellos y a la Comisión de Derechos Humanos.

Después me suturaron. Tengo 38 heridas, casi todas de machete. Siete en la cabeza. Dos hundimientos craneales. Perdí la visión de un ojo por un culatazo. Perdí tres dedos y la movilidad de la mano derecha. Estuve tres días en estado de coma, por los golpes en la cabeza. Por eso el Partido elaboró dejarme por un tiempo adentro. Por supuesto, con grandes medidas de seguridad. Y así, cuando ya estaba un poco restablecida, salí del país.

Desconozco si mi familia sabe algo de mí y de mi hermano. ¿Mi hermano? Fue capturado después de mí y torturado. Ahora debe tener dieciséis años. Desconozco si está vivo.

—¿Qué nombre te damos en esta entrevista?

—Irma Elena. Fue una comandante nuestra que cayó y fue masacrada.

—¿Qué edad tienes?

—¿Yo? Veintitrés. Cuando me capturaron tenía 22 años.

 

“En el nombre del pueblo (I) Irma Elena”; en: Somos Jóvenes, n.º 71, La Habana, septiembre, 1985.

 





Álvarez Cambras: la medalla invisible

20 08 1985

Se graduó de ortopédico en La Habana y posteriormente en
La Sorbona. Trabajó en un hospital cantonal de Suiza.
Ha tratado a algunos jefes de Estado y a numerosas
personalidades en decenas de países. Es el creador del fijador externo.
Ha dictado cursos sobre el fijador en Francia, Bélgica, España,
Kuwait y Nicaragua.

Ocho y cinco minutos de la mañana. Entramos a la oficina forrada en madera. “Un minuto, por favor”, mientras nos indica dos sillas frente al buró tapizado de documentos. “Tenemos que terminar este informe”.
Al fondo, en la pared, trofeos, copas, libros, revistas médicas. Sobre una mesa auxiliar: cinco teléfonos e intercomunicadores. A la izquierda, una foto, tomada desde un ángulo insólito, donde aparecen Fidel Castro y este hombre de mediana estatura con una respuesta siempre a mano.
Alrededor de la mesa, médicos e ingenieros van saltando de un asunto a otro entre llamadas telefónicas. Se discute sobre acero, rigidez y contenido de carbono, se dispone el alta de un dirigente de las organizaciones juveniles checoslovacas, se discuten ciertos casos: un boxeador cubano, un diplomático iraquí, un general del ejército chino. Alguna llamada pendiente en el teléfono cuyo auricular, colocado sobre una cajita de música, alivia la espera haciendo oír “Noches de Moscú”. Por fin:
—Vamos al lado, por favor, si no…
(Ya son las nueve y diez)

—Doctor, ¿qué es más difícil, una operación o una reunión?
—La reunión. Y más tensa.

—¿Cuándo decidió qué iba a ser?
—Por la medicina me decidí a los quince años. Hasta entonces me inclinaba hacia la arquitectura o la ingeniería. La profesión de mi padre me sedujo.

—¿Y por la ortopedia?
—En 1954. A causa de una manifestación. Ya estudiaba medicina desde el 52. La policía reprimió la manifestación y terminamos en la sala Gálvez del hospital Calixto García. Me enyesaron y después colaboré con los médicos mientras curaban a los compañeros. Desde entonces trabajé en esa sala hasta que fui alumno oficial.

—¿Qué hacía entre los catorce y los veinte años? ¿En qué invirtió su adolescencia?
—A los catorce cursaba el bachillerato y no me preocupaba mucho por los problemas sociales.

—¿Qué le peocupaba?
—Mi juventud. Tampoco en esa época había preocupación posible por la política. Sólo una sensación de asco. A los diecisiete, en el 52, nuestra reacción fue inmediata frente al golpe de Estado. Inmediata y explosiva: lo primero que hicimos fue ir a la Plaza Roja de la Víbora y organizar una manifestación. Eran las once de la mañana. La policía nos disolvió. Se rumoreó que estaban dando armas en la universidad y allí estuvimos hasta las seis de la tarde, pero no pasó nada. Regresamos al instituto de la Víbora y allí hicimos otra manifestación, reprimida más duramente. En septiembre del 52 ingresé en la Universidad. Entre el 52 y el 54 estudiaba, participaba en las luchas estudiantiles, las huelgas por el diferencial azucarero, mítines de apoyo, paros del transporte… El día 31 de diciembre tomamos la Casa de los Colonos, el edificio del diferencial azucarero, frente al teatro Martí. Esperamos el año en la cárcel. Ahí fue cuando cumplí los veinte años.

—Me han informado que usted tiene varios triunfos deportivos, que ha roto récords mundiales y ha ganado medallas olímpicas. ¿Cómo es eso?
—Bueno, no exactamente. He ayudado. Algunos de los casos más interesantes fueron las dos medallas de Juantorena en Montreal. Unos meses antes de la olimpiada, no cuadraba como corredor a causa de un neuroma plantar (quiste benigno muy doloroso en la planta del pie). Lo operamos y le hicimos corrección del pie plano. En el caso de María Caridad Colón… —Hay una interrupción para anunciarle visita: un grupo de cubanos residentes en Estados Unidos, y la espera de una delegación sudafricana en la tarde—. María Caridad sufrió, un día antes de su presentación en Moscú, una distensión con sacrolumbargia y siatargia. Decidimos hacerle un tratamiento especial en el mismo estadium que la libraría del dolor, pero le explicamos que el primer tiro sería el decisivo, que diera el máximo. Tú sabes cuál fue el resultado. En el mundial de La Habana, Stevenson sufrió una lesión muy dolorosa en el dedo gordo del pie. Sobre ese dedo descansa la movilidad. El tratamiento permitió que hiciera todas las peleas y obtuviera el título. Pero el esfuerzo principal fue de él, que terminó con el dedo muy hinchado. También recuerdo a Ruperto Herrera, a Margarita Skeep, a León Richard, que fue el primero en usar el fijador y que aún sigue compitiendo a pesar de la fractura en la tibia. En Laipzig, Juantorena se seccionó el tendón de Aquiles…

—Es el único en el mundo que haya seguido corriendo después de eso. Gracias a su operación.
—La operación influye, pero es sobre todo gracias a su coraje.

—¿Algún recuerdo especial?
—De Margarita Rodríguez en Montreal. Estaba muy mal el día antes, pero ganó medalla de oro. En ese momento saltó y me dio un beso. Dicen que me iba a buscar un problema con mi mujer.

—¿Cuál ha sido su mayor satisfacción desde el punto de vista humano relacionada con su trabajo?
—Este hospital. Cuando llegamos aquí el primero de enero de 1969, era un hospital chiquito y en malas condiciones. Pronto tendrá 700 camas y en tres o cuatro años podrá autofinanciarse. Producimos casi todos los equipos ortopédicos y, en especial, los fijadores. Se exportaron el año pasado por valor de US$400.000, y evitaron US$800.000 de importaciones. Esto se está convirtiendo en un complejo ortopédico. Durante los últimos cinco años, ha sido el mejor hospital de especialidades del país, y eso es una labor de todos: su prestigio internacional (hay lista de espera de extranjeros para ingresar).

—¿Me permite salir un momento?
—Sí, como no —algo perplejo.

—Cuénteme la historia de esta foto —mostrándole la foto donde  aparece con Fidel Castro.
—Fue el primero de mayo de 1983. Yo regresaba del extranjero y el Comandante me llamó para que le contara mis impresiones. Estaba muy contento ese día.

—¿Usted operó a Alain Delon?
—Mira —riendo, nos ofrece un ejemplar de Ici Paris con un gran titular: “Alain Delon operè à Cuba”, donde se explica su operación, realizada por Álvarez Cambras en el hospital Frank País y aparece la foto y se describe el Hermanos Ameijeiras—. Todo es mentira. Quizás la leyenda procede de un ministro o viceministro de comercio exterior que por el físico y por el nombre (Alan) se parecía un poco. Dos días después de su alta, teníamos cola  de muchachas en la puerta preguntando por Delon. A él  lo ví en Montecarlo casualmente.

—¿Cuál es el personaje más interesante que usted ha tratado?
—El primero no te lo puedo decir.

—¿El segundo?
—Tampoco. Ni el tercero. Ni… Pero si quieres, pon a Velasco Alvarado. Era un hombre extraordinario.

—¿Su mejor consejo a los jóvenes que buscan un objetivo para la vida?
—Que piensen desde temprano cuáles son sus esperanzas de futuro, sus intereses esenciales, hasta dónde pueden llegar. Y que sus sueños se entronquen con los sueños de nuestro país. Que entonces se organicen para llegar, que lo hagan todo para llegar. Que luchen.

“Rodrigo Álvarez Cambras: The Invisible Medal Winner”; en: Resumen Semanal de Granma (en inglés), La Habana, 1985.
“Álvarez Cambras: la medalla invisible”; en: Somos Jóvenes, n.º 70, La Habana, agosto, 1985.





En el nombre del pueblo: Milton

12 08 1985

El soldado que se quiso salir,

se murió. Y el que quiso vivir

más, ese se rindió.

 

Milton

 

 

—Yo soy de San José, al norte del Salvador. Mis padres son de clase media. Tenían 500 manzanas de algodoneras. Ponían a trabajar gente y veían cómo era el trabajo, lo que podían gastar y todo eso. Nosotros somos seis hermanos. Dos nos incorporamos: el más pequeño y yo, que soy el tercero.

 

—¿Cómo te incorporaste a la guerrilla?

—Yo viajaba de San Miguel a la capital, San Salvador, a visitar a unos amigos. En el trayecto, había muchos retenes del enemigo. Allí bajaban de los buses a la gente: niños, mujeres y todo. En las paradas hay como unas graditas. Entonces a los niños, como de unos cinco años, los agarraban de la mano y los aventaban para allá. A las mujeres ancianas, de un empujón las aventaban para allá. A toda la gente los bajaban de los buses  y los ponían con las manos sobre el busto. Entonces allí, mirando la actuación de ellos con la gente de la población, mirando lo que hacían, yo comprendí que no era justo.

 

—¿Se lo dijiste a tus padres?

—No. Yo no les podía decir nada, pues mis padres están al contrario de eso. Pues yo visitaba a un amigo. Era teniente efectivo del régimen. Nos habíamos conocido antes, en el estudio. En el 80 salió a los Estados Unidos mandado por el gobierno salvadoreño para recibir entrenamiento de cómo torturar a una persona. Él me contaba que recibió ese entrenamiento en Fort Benny, Carolina del Norte. Yo no le decía nada, pero aquello me ponía mucho en qué pensar, ¿cómo puede ser esto?

 

—¿Discutiste con él?


—No, era bastante criminal y yo tenía miedo. Aunque era mi amigo, él no creía en amistad. “Si mi padre fuera y me mandaban a torturarlo, yo lo torturo”, decía. A él, como le pagaban tanto, pues… Me pasaba el día con él. Regresaba y veía el tratamiento que le daban a la gente. Veía a los que activaban en las calles y las patrullas del régimen destruidas por el FMLN. Yo tenía una tía que visitaba en el campo, y los compañeros del FMLN pasaban por allí. Entonces, casualidad que una vez tuve una conversación con ellos, y eso a mí me gustó mucho. Por eso me fui con ellos a la montaña, y allí me siguieron explicando, y yo seguí entendiendo. Tenía diecisiete años. Entonces pedí un fusil. Así fue como me organicé. Aprendí muchas cosas que no sabía en la ciudad: política y otras cosas.

 

—¿Dónde estuviste?

—En el oriente del país. En la parte más elevada del Salvador y la parte más rica en producción de café, henequén, cacao. Morazán, San Miguel, San Vicente…

 

—¿Viviste en zonas bajo control?

—Sí. Ya hay bastantes zonas bajo control.

 

—¿Cómo es la vida allí?

—La vida es buena, porque a la gente los tratan bien. Tienen un gran apoyo de nosotros y nosotros de ellos. Para mejorar la vida de los campesinos, se les da tierra y todo lo que necesitan para laborarla. Hay escuelas y algunos maestros que dan clases, y los propios miembros del ejército. Allí es donde han aventado las operaciones más fuertes. Morazán es la primera zona bajo control. Allí está Radio Venceremos. Por eso es que quieren a toda costa bajarla. Es la zona más rica y está bajo control. Otra es en el centro de Guazapa. Allí bombardean a la población civil como en Chalatenango. A veces regresábamos después de activar y veíamos las casas destruidas, los muertos. En otras, los guardias se meten y encuentras después las campesinas violadas, cadáveres degollados, mutilados. Y es a los campesinos.

 

—¿Cómo se incorporó tu hermano?

—Yo me enteré de que mi hermano se había incorporado en un pueblo donde lo vi llegar con otros compañeros. Y me impresionó porque era un niño.

 

—¿Qué edad tenía?

—Doce años, pues. Le preguntó a una compañera si yo era yo. Y vino. “Va a que vos sos mi hermano”. Sí, le digo. Y me abrazó. “Yo quiero organizarme”, dice. Pero estás muy pequeño para combatir. “Yo siento deseos”. Y quedó con los compañeros. Como al mes me di cuenta que él estaba en una escuela militar recibiendo un cursillo. Allí platicamos más. Como un día.

 

—¿En qué tipo de combates participaste?

—Tomas de cuarteles, de pueblos, desalojamiento de posiciones del enemigo.

 

—¿Y el día que te hirieron?

—Ese día fuimos a la toma de un pueblo. Allí estaba una compañía  del ejército salvadoreño: 160 soldados. Ellos nos sintieron porque para llegar había que pasar por ciertas poblaciones donde había bastantes perros que hacían bulla cuando lo veían a uno. Eso era como a las dos de la mañana. Y como en los cuarteles les meten una cosa en la cabeza: que no tienen que rendirse, que no tienen que correrse de nosotros, que tienen que hacer frente al ataque, ellos dijeron: Bueno, estos no van a poder entrar aquí. Porque se creían los mejores soldados del ejército salvadoreño. Nosotros éramos cuatro columnas. Entramos al pueblo y empezamos a combatir a las propias cinco de la mañana. En el primer encuentro que les hicimos se veían bastante fuertes. Pero ya a las nueve de la mañana, cuando la aviación vino, los teníamos rodeados. El soldado que se quiso salir, se murió, y el que quiso vivir más, ese se rindió. Allí capturamos a 135 soldados con todo el mando de la compañía y los tres de las secciones.

 

—¿Y los soldados?

—Muchos son cipotijos de quince o dieciséis años. Los arrastran a pelear y cuando los capturas, se arrodillan, imploran. Ellos venían con sed, porque durante el combate no podían tomar agua. Entonces les dimos agua y comida de la que guardábamos para nosotros. Recibieron una atención bien, porque nosotros atendemos igual a todos los soldados. De ahí fuimos a la zona bajo control porque ya habían pedido refuerzos. Después fueron entregados a la Cruz Roja.

 

—¿Cómo te hirieron?

—Fue en el asalto a una trinchera. La bala incendiaria me atravesó a lo largo el brazo derecho. Entró por aquí, ¿ves?, cerca del codo, y salió por acá.

 

—¿Y tú qué hiciste?

—Me quedé parado como un gran rato, pero después me senté hasta que perdí el conocimiento. La pérdida de sangre había sido mucha, porque la bala me había cortado las dos venas y los tendones. Fue en un cafetal. No me entró miedo ni nada, pero como a los diez  minutos caí al suelo. Otros compañeros me atendieron, pero yo no sentí nada. Vine a recordar como a los tres días. Después estuve como diez meses curándome la herida.

 

—¿Qué edad tienes?

—Veintiún años.

 

“En el nombre del pueblo (II) Milton”; en: Somos Jóvenes, n.º 70, La Habana, agosto, 1985.





Raúl Sendic: defender es vivir

11 02 1985

El 16 de marzo, Raúl Sendic Antonaccio cumplirá  sesenta

años. Confinado en la prisión de “Libertad” (un sarcasmo de la

dictadura), muestra hace doce años que el único antídoto

contra la incomunicación y la tortura, es la dignidad.

De él nos hablan sus hijos: Raúl Fernando y Ramiro

Sendic Rodríguez.

—¿Quién es Raúl Sendic?

Raúl Fernando (RF): Sobre eso hay dos anécdotas: En el 79, durante la visita, estábamos a dos metros uno del otro. Lo que te cuento era en el cuartel del Paso de los Toros. Había una reja por el medio y yo tenía las manos en la reja. Eso no estaba permitido. Había que tenerlas debajo de las piernas. Es un gesto inconsciente de acercamiento que uno hace. Uno de los militares me dijo: Baje las manos de la reja. Papá se enojó: Ponéte cómodo nomás. Él no tiene por qué molestarte. El militar, viendo que él se había molestado, dice: Sendic, saque la mano de la reja. Y Papá: No señor, no la saco nada. Bueno, entonces le corto la visita. Está bien. Córtela —respondió papá—. Y dirigiéndose a mí: Perdonáme, Raulito, pero tenemos que dejar que nos pisoteen lo menos posible. Eso fue en el 79. Ahora, cuando se termina la visita, está permitido despedirse por la ventanita. Nos despedimos y cuando me levanté, el se quedó parado mirándome. Sería para saber si había crecido. Desde que llegó, yo estaba sentado. Yo también quería verlo. Nos quedamos parados. Entonces el militar le dice: Recluso, usted vaya nomás. Él no se movió. Como estaba la pared por el medio, el militar no podía hacer nada. Entonces me sacó a mí. Cuando lo dejé de ver, seguía parado ahí, sin hacerle caso. Son dos anécdotas, pero una misma  actitud. Ese el Raúl Sendic.

—¿Cómo ocurrió ese último encuentro con tu padre?

RF: Fue emocionante; sobre todo el cambio. El cambio estaba en mí, que le atribuía una nueva dimensión, no en él, que seguía con la misma entereza de siempre. Tal vez lo nuevo sea que haya resistido todo este tiempo, porque para eso se necesita una entereza moral que hay que ir renovando.

—¿Ninguna otra diferencia?

RF: Claro, físicamente se le notan un poco los años. Y la herida en el rostro, que avanza, porque la deformación del hueso ha ido deformando la cara. Y eso sigue avanzando sin atención médica.

—¿Cómo fue el encuentro?

RF: Primero me hicieron una revisión completa. No se puede entrar con dinero, ningún tipo de papel, anillos, ningún instrumento de metal (salvo el reloj). Me pasaron al locutorio a mí primero. Allí había una mesa con un vidrio en el medio, una ventanita para saludar y teléfonos a ambos lados. Después que estuve sentado, entró el. Bueno, lo primero fue la sonrisa. Nosotros decimos que a papá cuando sonríe se le desarma la cara.

—¿Cómo transcurrió la conversación?

RF: A través del cristal no nos podíamos saludar. Empezamos a hablar de la familia. Antes de entrar se me advirtió que tenía que tocar sólo temas familiares y de estudio. No se podía hablar de política, ni siquiera de política internacional.

—¿Además de los temas familiares, pudieron hablar sutilmente de los temas políticos?

RF: Hablamos de Cuba, de Nicaragua, usamos ciertas claves. Por medio de ellas lo actualizamos de la situación de la lucha. A uno de nuestros comentarios sobre la Revolución Cubana, él  nos decía: Nunca nos han fallado y nunca nos fallarán. Porque él siempre toma como patrón para hacer determinados análisis lo que piensan los cubanos. Eso, entre otros temas familiares, porque la Revolución Cubana  es también parte de la familia. Y fue muy importante para él, que durante doce años ha mantenido la lucha con escasez de información.

—¿Tú te preparaste para la entrevista?

RF: Sí. La situación era bastante difícil. El ministro del Interior había leído un comunicado prohibiendo incluso a la prensa hablar sobre nuestra visita. Había un clima bastante tenso. Habían reconocido días antes haber matado a un compañero. Por eso se preparó muy bien la visita. Sobre todo él. Cuando le pregunté si quería que le empezara a hablar, que le contara, me dijo que no, que él había preparado esa visita y me iba a preguntar. Entonces fue preguntando las cosas que le interesaban. Tomando elementos.

—¿En ningún momento los interrumpieron?

RF: No, nunca contaron la conversación. Había uno parado escuchando. Y como la conversación es por teléfono, se graba. Después entró otro muy armado, para provocar. Se paraba muy cerca a escuchar y miraba con mucha insistencia. Bueno, nosotros lo ignoramos.

—¿Cómo son sus condiciones actualmente?

RF: Difíciles: Torturado periódicamente, aislado, mal alimentado y con problemas de salud: la hernia, el balazo, algunos problemas bronquiales, está corto de vista. Eso es algo que le ha aparecido ahora, pero como no le han recetado lentes… Una vez le llevamos unos que le sirvieron por un tiempo, pero como eran comprados al azar… A pesar de todo, hace ejercicios en la celda. Antes no podía, por la hernia; pero se construyó un aparato curvo de madera, como un plátano, que la sostiene cuando se lo aprieta con la faja. Esto impide que salga y de esa forma no le molesta. Es muy grande y le impediría los movimientos. Antes sólo podía estar acostado boca abajo o en cuclillas. Ahora puede hacer ejercicios y canta en la celda, para entrenar los músculos de la cara. Eso demuestra que es todo lo contrario de lo que quiere hacer creer la dictadura: que los presos políticos son personas destruidas. Y es todo lo contrario.

(En el momento de la entrevista, Sendic estaba en “La Isla”, el lugar de máximo castigo, donde llevan a los presos sancionados: una celda de un metro y medio por dos, sin luz. Sólo luz artificial que se enciende desde afuera, de modo que a veces lo tienen  con luz durante varios días, y otras, durante varios días en la oscuridad. El agua también se abre desde afuera. Es decir, toman agua cuando los militares quieren).

—Pero él estuvo en un pozo, ¿no?

RF: Sí. Mucho tiempo. Bueno, aquí la cama es de cemento. Al preso normal le dan un colchón por la noche y se lo quitan por la mañana para que no pueda dormir de día. Él tiene que dormir en el cemento. Abajo tiene un agujero grande de ventilación. En invierno es una heladera. Lo tenían sin ropa. A él y a los otros. La misma situación es para los nueve.

—¿Todas las celdas son de presos políticos?

RF: En “La Isla” sí. En el penal hay presos comunes. Los usan mucho para provocar a los presos políticos, pero en “La Isla” no hay. Eso demuestra que se mantiene la condición de rehenes. Pero nosotros decimos que aunque esté en el mejor hotel de Montevideo, la condición de rehenes es la misma. Es, ante todo, una situación política.

—¿Hay casos necesitados de atención médica aparte de Sendic?

RF: Todos. Pero los hay más graves.

—¿Más que Sendic?

RF: Sí. Está Adolfo Wassen Alaniz. Hizo una huelga de hambre hace poco. Tiene un cáncer que ya ha hecho metástasis en algunos lugares y no ha sido tratado como es debido. La huelga duró casi un mes. Empeoró mucho, pero demostró que antes de morirse simplemente de cáncer, prefiere morir luchando.

—¿Cuáles son tus primeros recuerdos de él?

Ramiro Sendic (R): Bueno, el primer recuerdo concreto de él es en Punta Carretas, la cárcel más grande de Montevideo. Allí era mucho menos limitada la visita. Es un recuerdo muy definido. Después fue la fuga. El movimiento le puso a la operación “El abuso”, porque se fugó con 108 presos más. Fue un abuso.

—Y a ti, ¿por qué te decían que estaba preso tu padre?

RF: De lo que me decían no me acuerdo, pero nosotros sabíamos que estaba preso por tupamaro.

—Esa palabra sí la conocían. ¿Pero no lo vinculaban con la jefatura del movimiento?

RF: No.

R: No. Incluso a nosotros se nos provocaba bastante en la escuela: las maestras, los compañeros. Si protestábamos por cualquier cosa, nos decían: Cállate, vos sos el hijo de un tupamaro. La primera vez que lo vimos, en el 73, después del balazo, estaba supercambiado. Tenía la cara deformada. Nosotros éramos bastante chicos y se nos preparó, se nos dijo que no iba a ser igual que antes.

—¿Los impresionó?

RF: Impresiona.

R: Lo que pasa es que nos habían exagerado, y lo vimos hasta más lindo de lo que pensábamos. Esa fue la única vez que lo vimos en “Libertad”. Después lo sacaron en septiembre y empezamos a verlo en los distintos cuarteles.

—Entonces, ¿ustedes no tienen recuerdos de él en familia?

RF: No. Pero, a pesar de eso, nuestra relación era, y es, una relación normal de padre‑hijo.

—¿Cómo ocurrió para ustedes el cambio de visión desde padre hasta líder político?

RF: Hay un proceso de descubrimiento. Claro, nosotros partimos de una educación en la casa. Mamá nos explicaba que era bueno y que por eso era tupamaro. Desde chiquitos sabíamos que él tenía razón. Lo que no sabíamos…

—Hasta dónde llegaba esa razón.

RF: No sabíamos bien por qué. Pero, además, en la convivencia de la visita uno aprende a odiar a los fascistas. Uno aprende que ellos son la injusticia en el poder. Entonces se odia y uno no puede evitarlo. Empezamos a valorar a papá a partir  del conocimiento de la Revolución Cubana y de lo que él quería hacer, que es esto. Además, conocer su biografía completa. Así empezamos a valorarlo. Es un proceso que no termina, porque se evalúa mejor en la medida que él representa una concepción cada vez más válida para Uruguay.

—¿Es difícil ser el hijo de un héroe?

—RF: Es difícil, pero tiene sus ventajas.

—¿Por qué es difícil y por qué tiene sus ventajas?

RF: Bueno, la ventaja es que uno tiene un ejemplo cerca, y es difícil, porque hay que estar a la altura de ese ejemplo. La meta es ser continuador: materializar las ideas de papá, que son las que ya aparecían en la Segunda Declaración de La Habana: Lo que hay que hacer es hacer.

Defender es vivir”; en: Somos Jóvenes, n.º 64, La Habana, febrero, 1985.