El día de la ira (cuento del libro Los forasteros)

29 09 1987

                                                                                                A Luis Felipe Bernaza

Creo recordar que alguna vez me llamé Hsun Ko, que fui decapitado por robar medio cesto de grano en el valle de Wei. No he vuelto a hallar, en parte alguna del mundo ni del tiempo, un ritual semejante para rebanar el cuello a un labrador. Hay muchas maneras de matar a un hombre, pero generalmente las dignidades de la muerte tienen una suerte de parentesco con las dignidades de la vida, como si la muerte fuera una condecoración o una medalla. He visto mariscales y príncipes ahorcados, muy marciales y circunspectos; he visto esclavos y fugitivos en posturas grotescas o pueriles, rescatando del polvo sus tripas una a una, momentos antes de comprender que vísceras y esperanzas son ya superfluas. Pero también he visto, porque no hay ley que no tenga su compensación o su desquite, hombres humildísimos cuyo lujo fue la muerte ─ sin un después para recordarla─, y sátrapas arrodillados, implorando clemencia en un charco de excrementos y miedo. Y quizás me acuerdo hoy de todo esto, porque la muerte tiene dos aceras, dos márgenes. Y yo, que viví siempre (y eso es para mí una larguísima palabra) en la orilla carcomida por la erosión y el oleaje, acabo  de cruzar al otro lado. Los sueños de estos jóvenes me sirvieron de puente. La muerte no es sino alegoría, más tenebrosa o grata que cualquier otra (según los propósitos de cada quien y de la muerte).

Entre mi espalda y la corteza de este árbol se establece una complicidad, un diálogo en el idioma de la savia, que aprendí durante aquellos tiempos en que fui árbol. Mucho después que mi cabeza fuera expuesta quince días al escarnio público, a seis pies sobre el polvo de la plaza y a 4.5 millones de años‑luz bajo Alfa del Centauro. En las tardes, cuando las mujeres revolvían la sopa de mijo para sus maridos recién llegados de los campos, mi cabeza abría con cuidado los ojos para atisbar el crepúsculo allá en el fondo del valle. Son los únicos atardeceres que nunca he conseguido olvidar. Cierta vez tenía el sol tan dentro de los ojos, que no me percaté del niño deslumbrado al pie del poste, inventando el asombro. Pude cerrar los párpados, hacerle creer en las ilusiones ópticas apañadas por el sol que se apaga, pero preferí mirarlo, hacerle guiños, muecas para desmenuzar su miedo. Al día siguiente, le hablé con voz gangosa y dulce de decapitado. Fui inventando leyendas, consejas y refranes que él aprendió con la avidez de su memoria intacta. Después las  contaba a sus padres, que le pegaban y se resistían a creer en una cabeza que inventa fábulas con voz y ojos de atardecer. Porque sólo creían en evidencias y eran incapaces de sospechar, como los niños, de las verdades demasiado evidentes. Mi cabeza fue sepultada en el sendero de Tsu‑Nan, a diez leguas del cuerpo, para que nunca se encontraran; y que así me pisaran todos los caminantes. A la mañana siguiente, el chico encontró el sitio exacto y se sentó a llorar la pérdida de su único amigo. Mucho más tarde supe que insubordinó a veinte mil campesinos contra los señores. Lo decapitaron por su pueblo, no por una cesta de grano roído. Mientras él crecía y hasta mucho después de su muerte, mi cuerpo y mi cabeza fueron salvando la distancia con infinita paciencia. A veces una corriente subterránea nos alejaba, un sismo nos ponía en vecindad inminente, para burlarse más tarde de nosotros (yo mi cabeza, yo mi cuerpo).

Supe de tesoros guarecidos, de minerales que esperarían aún durante siglos, intocados, y de animales fabulosos que abandonaron sus fósiles en el limo tibio de los mares y en una memoria del hombre que es anterior a la memoria.  Peregrinación tan dilatada se me evade, y a veces la convoco, la llamo, trato de convencerla, pero no doy con ella en ese laberinto que guarda (o disimula) mis recuerdos.

Al cabo, mi cuerpo y yo nos encontramos en un valle asediado por piedras grises. Éramos un diminuto lago de fondo salino que no tardó en evaporarse sin acceder a la mirada de los hombres. Vagué entonces por los cielos de dos continentes: llovía aquí, ascendía de nuevo, cobrando cierta conciencia de nube que no me era demasiado ajena. Así fui río, laguna, pantano, poza, acequia, sin olvidar mi nombre, o mejor, mis nombres, o mejor aún, cualquier nombre. Porque el hombre es él y no sus nombres, aunque transite por apariencias de roca, de bambú o de paloma.

Aquel deambular de nube a río, siempre con sobresaltos de lluvia, terminó durante un chubasco en cierta isla del mar Egeo. La tierra, con la lengua acezante entre las fauces, bebió todo mi cuerpo, se relamió y me vertió en la fuente de un pueblito engarzado entre cuatro montañas. Rebosé el ánfora que una muchacha preñada transportó con cuidado hasta su casa. Así, meses después, nací con nuevo cuerpo, con una infancia más, acaso no muy distinta de las otras porque la he olvidado. De aquel tiempo recobré, hace tan sólo unos meses, la certeza de haber muerto joven. Hojeaba un libro de arte, en la biblioteca que fundó la dirección del Frente, cuando una ilustración me devolvió  la estatuilla de madera que me fuera encomendada por los sacerdotes durante alguna cronología anterior a las cronologías. Mientras mi cuchilla iba desnudando la madera de su apariencia vegetal, para conferirle un empaque más humano (y más sospechoso también), la diosa de las serpientes se me fue convirtendo en cierta muchacha sitiada entonces por mis deseos. Porque  las artes manuales son, en el fondo, artes del corazón. Sus pechos despiadados, su cuello prolongándose en una misma curva hasta las caderas, sus manos ofrecidas, su rostro huyéndose a bordo de los ojos: todo me denunciaba ante los sacerdotes, que consideraron mi fidelidad inconsciente a la muchacha, infidelidad consciente a los dioses. Sacrilegio acreedor de la muerte por hambre en los acantilados infranqueables de la costa oeste. Dispuse del tiempo necesario para comprender mi único sacrilegio: instalar en el rostro de la diosa unos ojos para ver siempre y lejos: ojos de amor, que ningún dios tendría. Los sacerdotes se habrían encargado de arrancárselos.

No sé por qué vericuetos de la historia, vine a despertar de ese letargo que provoca la infancia, en Keuylit‑oghlu‑yayla, entre Ilgin y Kowanna, en el suroeste de la meseta. A ese lugar asocio ciertas correrías con otros muchachos de mi edad, hasta el muro de piedra donde la imagen de un hombre permanecía en pie sobre otro, flanqueado por leones; todos sobrecogidos ante el sello real. Cobré conciencia exacta de aquel mundo, si no más cruel, de una crueldad más explícita que los anteriores, cuando fui reclutado, con la adolescencia pendiente, en el ejército que partía hacia el país de Absina. Desechado como guerrero, me encomendaron a los artesanos: ayudante para la reparación de armas. Nos encaminamos hacia el sur de Horms y de ahí a Damasco. Leones merodeaban en la noche alrededor del campamento, pero no se atrevían, porque los hititas eran los reyes del desierto, y cada quien sabe el lugar que le corresponde. Caíamos sobre los poblados como la ira de Dios: súbita e implacable. Vi cuando hicieron prisionero a De Quinza, transpuse en un año la distancia entre el Líbano y el Eufrates, y me agazapé en la retaguardia de Shubiluliuma cuando libró, en nombre de Hatti, la batalla contra Mitanni. Marchamos entonces hacia Alepo, nos dispusimos a saltar sobre Kinza. La noche antes del asalto, un grupo de guerreros gasgas atacó por sorpresa. Nuestros hombres combatieron desnudos, sin despertar. La guerra era hasta tal punto una función incondicionada, que aniquilaron a los asaltantes para recordarlo apenas, al día siguiente, como parte de un sueño. Yo me refugié en la carpa de los armeros, entre corazas, mazos de flechas y láminas romas de hierro sin muertos aún en la conciencia. Sentí pasos y un cuerpo que se deslizaba dentro de la tienda. Salí de mi escondite, presuponiendo a alguno de los maestros. Tropecé con un gasga aterrorizado por la matanza, por el tajo que le abría el brazo izquierdo del hombro al codo, y por sus diez o doce años de edad tatuados desde (y hasta) esa noche por el miedo. Le mostré un reducto al fondo, entre ruedas por reparar, y se ocultó como un animal, sin mirarme. Pero lo habían seguido. Dos guerreros se encargaron de sacarlo a lanzazos, apilándolo sobre los otros, que formaban una pequeña colina al sur del campamento.

Al día siguiente cercenaron mis brazos, taponeando con emplastos el muñón, para evitarme una muerte descansada.  Echaron mis brazos, muertos de antemano, en un pozo cavado en la arena, y allí me enterraron hasta el cuello. Mi destino sería lento, poblado de espejismos y pesadillas de sed y sol. De ello me libraron los leones dos noches después.

Fui entonces  migrando por los cuerpos de distintos animales: desde serpientes y salamandras hasta escorpiones y ratas del desierto. Vagarosa ocupación que me condujo a través de los arenales, siempre hacia el oeste.

Mi regreso a la condición (mejor sería decir a la apariencia) humana se consumó por la misma vía: el beduino nunca pensó que saciándose con una serpiente, se estaba convirtiendo en mí.

La incertidumbre enmascara los recuerdos de ese tiempo en que fui circunciso y esclavo en Egipto, desposeído de toda identidad, salvo la de haber nacido en Ur Kasdim (nunca supe por qué), de la que también fui gradualmente enajenado, porque los esclavos no nacen en ninguna parte. El acarreo de bloques sobre rodillos y, a veces, sobre esclavos y siempre sobre nuestra imaginación. Dieciséis, veinte horas de trabajo. Higos secos, azotes, untos de aceite rancio.

La estampa más precisa de aquella vida me llega, tamizada, desde algún pliegue del tiempo (la pieza suelta del rompecabezas); cuando cerca de Siguem aparecieron en mi tienda los hombres de Leví. Me aprestaba para la hospitalidad ritual cuando ellos acometieron con sus espadas. Una ira inédita, una ira que no había vuelto a sentir hasta hoy, echó mano a la daga. En ese momento, la tienda, los objetos, los hombres estallaron en sus verdaderos colores y yo, que no sospechaba una realidad emancipada de la cárcel blanca y negra en que mi miedo la había encerrado, tuve un deslumbramiento. Los hebreos sablearon una figura inmóvil de sorpresa,  pero entonces nada era más importante para mí que aquella visión. Ni la muerte. De los colores clareados por la agonía fue emergiendo la imagen de aquel circunciso que fui, (asesinado ahora por circuncisos), arrojado a la intemperie por los capataces, para que el sol y las hienas se discutieran su piel grisácea. Desde entonces sé que se pueden sufrir dos muertes a la vez y que no hay una igual a otra. La de hoy será distinta, puede que definitiva. Lo sospecho. Como si el instinto de la inmortalidad amainara. Juancho y Miguelito no saben que las heridas no duelen, que la muerte no duele. La vida es lo único que duele. Y no siempre. Hubo un tiempo en que no dolía. Fue en una aldea de Samnio, en Liguria. Yo era niño y feliz, o todo lo feliz que puede ser un niño. La conciencia de mi pasado no era sino presentimiento al revés que se escurría dentro de algunos sueños o me miraba desde el espejo de la laguna, mientras esperaba sonsacar alguna trucha con mi cebo de lombrices. Aquello me divertía. Era como el cine veintidós siglos antes de Lumiére y Charles Chaplin. Fui uno de los primeros en ver las legiones. Había trepado al Monte Rosa, todo de piedras opacas, pero así son los nombres —cuestión de matices que yo no percibía hasta hoy—. Ellos atravesaban el valle: todos a un tiempo: campo sembrado de picas centelleantes que hubiera decidido marchar hacia mi casa. Corrí a su encuentro atravesando la aldea, pero no me dejaron continuar cuando conté lo que había visto. Sin armas para la defensa ni plazos para la huida, el tiempo se adensó hasta tragar vidas completas: hombres que envejecieron y se encorvaron; muchachas que alcanzaron sus primeras sangres; niños que mudaron los dientes. La legión apareció arrastrando un largo camino de cosechas incendiadas y viñedos tonsurados. Cuando comenzó el saqueo, me acerqué para mirar los hombres y las armas.  Uno de ellos me devolvió a mis padres ensartado en la espada. Puede que esa vida pendiente continuara en una aldea de Flandes, donde fui labrador mientras tomaban las Galias, desaparecía el Estado visigodo y Roma se apagaba en un estertor de saturnales. Treinta años cultivé mis campos sin excesivos sobresaltos para aquellos tiempos, y me morí de viejo a los cuarenta, el mismo día que Clodoveo, en el 511. No sé si fue antes o después que asistí en Limoges a una rara competencia: cierto caballero sembró monedas de plata en uno de sus campos; otro, hizo quemar vivos treinta de sus mejores caballos. Al final, como nadie pudo dirimir la porfía, estuvieron a punto de esclarecer los resultados por las armas. Una resaca de hambre y peste asolaba entonces Europa. Mientras los señores discutían, varios siervos comenzamos a cortar pedazos carbonizados de caballo. Ya la discusión había alcanzado el puño de las espadas, cuando nos descubrieron. Nuestra insolencia de aprovechar aquella carne, merecía castigo. Fuimos ahorcados en los cedros del coto.  Al pie de nuestros cadáveres, los señores hicieron las paces y sellaron alianzas para siempre. Y no recuerdo si fue antes o después, porque el curso de alguna entre aquellas muertes, desembocó en un período de diseminación, en que mi cuerpo alimentó la tierra y fue trigo, y cebada, y mieses por recoger, y sangre y huesos de muchos hombres que se sucedieron recibiéndome y segregándome; hasta que logré reunirme en uno solo, perpetuarme e ir siendo, sucesivamente, yo, mi hijo, mi nieto, juglar, siervo, artesano, monje, porquerizo y esclavo otra vez, en Atenas. Irene había horadado los ojos de Constantino en agosto del 797 y se ataviaba con trajes de basileus en los dípticos consulares; se hacía conducir en un carro tirado por cuatro caballos blancos, las bridas sostenidas por cuatro patricios (blancos) investidos de las más altas dignidades. Los esclavos de la Hélade trabajamos a favor de los hijos de Constantino, deportados en Atenas. Irene impartió órdenes rigurosas a los soldados de Bizancio: cientos de esclavos fuimos cegados. Muchos arrimamos nuestro incierto destino a la sombra del agradecimiento. Pero ya no éramos servibles, sino despojos de una esperanza frustrada. Fuimos arrojados por los herederos a un mundo donde los videntes raras veces sobrevivían a la adolescencia.El hambre y la peste disputaron por nuestros destinos, pero al final se los repartieron equitativamente e hicieron las paces, como los señores de Limoges. En tiempos de ovejas, los lobos no disputan.

Varias veces fui instrumento de premeditaciones ajenas. En 1212, me uní a la procesión que venía tras la huella de Esteban desde junio y desde Cloyes, cerca de Vendme. La conciencia explícita nos empujaba hacia el rey, para ponernos al servicio de Dios. La conciencia implícita nos empujaba a huir de nuestros padres y pueblos, conminados por el hambre. Llegamos en número de treinta mil a Marsella. Los pescadores, asustados, vieron descender aquella plaga de niños, como una pesadilla, por el valle del Ródano. Embarcamos en siete grandes bajeles, para que los historiadores tuvieran su  Cruzada de los Niños, materia curiosa para investigaciones y asombros de sobremesa. Íbamos buscando a Dios, es cierto. Ya habíamos perdido toda esperanza en los hombres. A los dos días de navegación, no nos sorprendió una tempestad. La aguardábamos. Nuestra nave se estrelló contra Reclus, un peñón discriminado por la Isla de San Pedro, un colmillo del océano cariado de naufragios. Entonces comprendimos, con esa lucidez de los ahogados, que Dios tampoco nos daría de comer. Que ante la disyuntiva, se había librado de nosotros. Algunos cadáveres fueron arrojados a la costa por el océano hastiado. Así Gregorio IX podría edificar la iglesia de los Santos Inocentes, sobre un cimiento de huesos a medio crecer.

Mi cuerpo fue pasto de los peces, que a su vez fueron pasto de otros peces. Ya a los peces con conciencia de peces durar les era difícil. Más aún a los peces que fui, embargados por mi conciencia de hombre. Muchas permutas de devorador a devorado me condujeron del Mediterráneo al Atlántico sur. Asistí a los desechos del Amazonas: vasto comedero que se adentra tres mil kilómetros en el mar. Fui bordeando la costa hasta sumirme en la intimidad del Caribe. Regresé al sur a bordo de especies oscuras y grasientas. Remonté la costa oeste del continente, porque la Cruz del Sur me empavorecía. Era como si Dios me estuviera buscando para castigar mi antihumana obstinación de ser yo mismo, al margen de los disfraces que la naturaleza tuviera a bien endilgarme.

Me capturaron frente a la costa de Chala. Sólo el Inca era dueño de las redes de chasquis, en cuyas canastas fui conducido a la mesa del señor; aderezado con valiosos condimentos, horneado, apetecible. Pero el Hijo del Sol me echó a un lado, aun sin sospechar que estuvo a punto de ser yo.

Los sirvientes dieron cuenta de mí. Perseveré en una casta de lacayos, ayudantes, peones y funcionarios menores. No creo haber sido chasqui; aunque quizás toda mi vida no sea sino un oficio de chasqui, en que mis muchos cuerpos han servido de mensajeros para transmitir mi conciencia. Lo que nunca me fue revelado, hasta hoy, era el nombre del destinatario. Ahora sé que eran Juancho, Miguelito, mis nietos, sus amigos. No siempre los mensajes tienen que disfrazarse de mensajes.

Recuerdo cuando las crecidas arrancaron el puente colgante de Huacachaca, sobre el Apurimac, en la aldea de Cajas. Los ancianos hablaban con cierta nostalgia de los tiempos anteriores a los capaccunas, cuando no rendían tributos al Sol, porque el Sol éramos nosotros. Pero aquello parecía una leyenda, o una nostalgia peligrosa. El pachaca Curaca, al compás de los tiempos, me obligó a participar en la reparación del puente.  Tuvimos que abandonar las siembras para trenzar cabuyas hasta el grueso de un hombre. Preparados los cables, nos repartimos en dos grupos a ambas márgenes. Debíamos empezar por la armazón.  Bien tensa ya la primera cabuya, los de la otra ribera  la dejaron escapar. Al caer me arrastró, junto a otros dos, hasta el fondo del río. Curaca envió un grupo de hombres al rescate del cable, mientras nuestros cuerpos se perdían de vista entre remolinos y hervores de crecida.

Faltaban veinte lustros para que los incas creyeran en el regreso de Viracocha, el dios blanco. Y era la muerte blanca que venía desde las armerías de Toledo, en manos de Pizarro. Nunca lo ví. Estaba demasiado lejos en ese entonces. Pero sí a Cortés, y más aún a Pedro de Alvarado, cuando rogó a Monctezuma que todos los señores, sus vasallos, hicieran un mitote como ellos sabían, para celebrar la fiesta de Toxcatl. Los señores acudieron desarmados y con sus mejores trajes, que era un lujo mirarlos. Yo tañía los atabales. Los españoles se fueron repartiendo entre los bailarines, según un azar rigurosamente planeado; de cuatro en cuatro, cegaron los accesos. Mis atabales gloriaban a Huichilobos y Tezcatepuca, cuando de pronto enmudecieron. Ya no tenía brazos con qué tocar. Me asombró la recurrencia. Pero ahora no había sentido compasión por ningún enemigo. Sin tiempo para salir de mi asombro, el mismo hombre me cercenó la cabeza, que fue rodando hasta el centro del salón. Desde el piso mi cabeza vio a los señores corriendo de un lado a otro, decapitados o enredándose los pies con sus intestinos. Al final, fuimos arrojados a los campos. Ya había cundido el rumor entre la fauna: los viejos tiempos terminaron, decían. Fieras desconocidas asolan el mundo desde la costa al sol. Y se desbandaban. Yo me apresuré a huir, pumas abajo, mientras en la meseta de aquel país condenado estallaba la rebelión tardía de Tenochtitlán.

Más de un siglo fui molécula de agua, sales disueltas: mi vasto cuerpo ocupaba decenas de kilómetros, deambulaba según el ritmo de las mareas y los avatares de las corrientes. Evitaba las rutas de los hombres. Temía regresar a una condición sin esperanzas. Prefería el anonimato de ser mar, guarecer de azul mi vulnerable transparencia. Gustaba descender con las aguas frías a los fondos de naufragios, porque era el único sitio donde los hombres no me parecían peligrosos. Pero allí tuve la premonición de que yo también sería náufrago. Náufrago quería decir hombre. Supe que algún día de abril de 1721, el bergantín “Victory” sería sorprendido por una tormenta frente a Nueva Guinea, que mi cadáver alimentaría una semilla y que entonces sería árbol, y que la selva me protegería de los acechos, de las humillaciones y del hambre. Pero antes viví en una aldea de las colinas Oban, en las estribaciones del Níger. Por poco tiempo; el suficiente para que el abuelo me contara las historias de cómo el sol y la luna subieron al cielo, la del cazador Atikawt, y la historia de la calabaza. Pronto vinieron los iyó desde Undo y nos encadenaron en largas ristras, que a veces arrastraban uno o dos días a alguien que ya había muerto. Bajamos por las márgenes del río Kwa. En Atakpa fuimos cambiados por telas de algodón, quizás tejidas en las factorías de Manchester por mis lejanos descendientes de alguna vida anterior.

La mitad de mi aldea fue dispersada por los fondos del océano Atlántico. El resto, vendido en el mercado de San Cristóbal de La Habana.

En el hato Pedregales trabajé como esclavo doméstico de los Mendoza, hasta que un rejuego de la suerte me condujo a los cañaverales. La violencia del cambio me dio ánimos para escapar: serpenteando fincas y pantanos, ocultándome de día en las casimbas y huyendo de noche a través de las estrellas y el miedo, hasta la finca Las Mercedes, donde me refugié cosa de un año; aunque Cáceres ya había dicho, contradiciendo la “usansa de la tierra”, que un esclavo por más de un día en cualquier finca, sería considerado fugitivo. Don Esteban tenía sus leyes, que diferían bastante de los edictos oficiales, y me recordaba un poco por el andar y sus perderse de ojos en el horizonte, a aquel Esteban cuyos huesos deberían errar ahora por el fondo del Mediterráneo. Pero yo temía. Días antes vinieron los rancheadores de Sabana Grande y vi cebarse a los perros en Jacinto. Por eso la próxima vez que acompañé a Don Esteban hasta Caleta Jaramillo, al sur de Guasimal, llevé envueltas en un trapo las pocas monedas que había conseguido reunir. Concluído el negocio de pieles con el bergantín “Rebeca”, de Robert Jenkins, me acerqué al contramaestre y le ofrecí mi dinero a cambio de un espacio para llegar a Europa. Guardó el envoltorio sin mirarlo y me embarcó de contrabando con el resto de la carga. Días antes del arribo a  Kingston, Jenkins me hizo subir, me revisó con cuidado y discutió fuerte con el contramaestre en un inglés borrrascoso que yo entonces no entendía, pero que entendí cuando me vendieron en el puerto a otros ingleses: los oficiales del “Victory”, en ruta comercial hacia la India. Cuando leí el nombre en la proa, supe cuál sería su destino y el mío, al margen de nuestro tránsito fugaz por Buenos Aires y Valparaíso. Por eso, aun bajo las peores circunstancias, conservé siempre una sonrisa que me valió muchas burlas, y a ellos, muchos muertos.

El 14 de abril, mientras el jefe de un guardacostas español mutilaba a Robert Jenkins, dando lugar a la “Guerra de la oreja de Jenkins”, desatada por los adversarios de Walpole en la Cámara de los Comunes, el “Victory” pasaba a engrosar las abultadas relaciones de naufragios del siglo XVIII. Y yo consumé mi destino de árbol.

Al principio temía a los hervíboros, a las plagas, al salitre, a los diluvios de primavera, al viento. Después fui cobrando cuerpo y madera, corteza y confianza en mí mismo.

Ya era uno de los robles más corpulentos de Nueva Guinea cuando me derribaron. Despojado del que era mi orgullo, huí de las hachas vasos arriba (lo que hasta entonces fuera arriba). Acosado, terminé en el taller de un artesano, que me convirtió en máscara funeraria tatanua, de mandíbula prominente y ojos astutos.

En 1825, Herr Friedrich Von Ranke, de paso por algunas islas en su condición de agente de la Compañía Comercial de Hamburgo, etnólogo de la Sociedad Imperial de Estudios Extranjeros, y testaferro político de la Confederación Germánica, me adquirió para su colección de forasterías. En el oficio de objeto, el peor de cuantos he soportado, permanecí más de veinte años en la mansión de Munich, conservando mi idiosincrasia,  a pesar de la promiscuidad con estatuas africanas de ácana, supuestas reliquias católicas, huesos apelmazados en las catacumbas de París y códices mayas. Mi identidad humana ya estaba siendo transgredida, contaminada por un cierto espíritu objetuario, cuando un incendio desperdigó por todo el sur de Alemania y Francia las cenizas de bienes hurtados a tres continentes, a veinticinco siglos, a vidas sucesivas apiladas, invertidas, si no en la materia de los objetos, sí en su significado.

El amor humano sin subterfugios sólo vine a experimentarlo en un tiempo difícil de colocar en la Historia. Porque las ficciones se deslizan por una dialéctica sin baches, cronológica. No así la realidad: despeinada, inconexa, empedrada de olvido. Ocurrió siendo un mísero cudra de Dhamiari. Me enamoré de una muchacha vaicyas, de los dvijas que pueden nacer dos veces. El sistema de castas me atribuía tan sólo una vida. Quién sabe cuál de mis tantas. Y mi sangre era impura. Y mi piel intocable. Sus hermanos nos sorprendieron cierta noche bajo el follaje de la luna, en la ribera occidental del Mahanadi. Mi cuerpo, mutilado a cuchilladas, fue arrojado al río. El de ella, mutilado a desprecio, fue arrojado a los caminos. Ella envidió mi suerte de estar muerto y yo envidié su suerte: una memoria efímera.

Pero aquella vez, cuando fui ceniza en el viento, también alcancé otra especie de amor: aboné un árbol cerca de Beancon, y el árbol se pobló de columpios, de niños, de corazones tallados a cuchilla, de citas clandestinas entre enamorados, entre conspiradores.

Usé mis frutos para reasumir un cuerpo de campesino joven, deslumbrado cuando emigró en busca del mundo y descubrió París. Allí me sorprendieron los turbulentos setenta, trabajando como auxiliar de linotipista en un taller de la calle Lefevre. Eran los tiempos de la ciudad sitiada, cuando Favre, Simon, cuando Luis Julio Trocho. Mi amigo Jean Valjean fue elegido oficial y me invitó a ingresar en la Guardia Nacional, pero tuve miedo de inmiscuirme en asuntos de política que no habría entendido. El bonapartista Vinoy estaba al frente del ejército de París; Auvelle de Paladines, de la Guardia Nacional. Thiers intentó el 18 de mayo quitar los cañones a la Guardia, para firmar su paz con Bismark, que no era la paz de los franceses. El dos de abril, las tropas de Versalles habían atacado Courbevoie y se produjeron las matanzas de Bellevie. El 21 de mayo cayeron sobre París. Ví al pintor Coubert, al zapatero Serailler venido desde Londres, al húngaro Frankel, a Elizabeth Dimitrieff, la rusa, y a los polacos Wroblewski y Dombrowski, el mejor estratega, inhumado en la historia al frente  de su barricada, en la calle Myrrha, el 23 de mayo. El príncipe de Sajonia rodeó París. Los fé dé rés  que huían, eran detenidos y entregados a las tropas de Versalles, para ser fusilados en el sitio. Algunos prusianos, espantados, soltaban a sus prisioneros. Treinta mil muertos en ocho días. Más que todos los alemanes en toda la guerra. Yo tuve suerte: fui uno de los cincuenta mil detenidos, a pesar de que no había participado abiertamente en la Comuna. Fuimos deportados a América en pontones. Durante un mes disimulé mis fiebres. Los enfermos eran lanzados por la borda. Segunda vez que me conducían a América.

Conquistadores y emigrantes, esclavos y deportados, fugitivos y aventureros: todos hemos venido a dar en este continente como verdugos o víctimas.

Aquí me transmití por generaciones, busqué sitios propicios para sembrar frijoles y maíz, para sembrar mis próximas vidas y que se deslizaran como siempre, entre las riberas de la muerte, pegadas a la orilla carcomida por la erosión y el oleaje. Aquí tuve hijos, nietos, los mejores que recuerdo en un siempre tan siempre. Tuve hasta ayer, que me los mataron los contra en el alto de Jícaro.

Miguelito vino con los otros del BLIN. Habíamos de irnos, explicó. Se esperaba una incursión de las grandes en esta dirección. Y yo recogía ya mis pocos bártulos, cuando se me acercó: “Oigame, viejo”, y ahí dijo lo de los muchachos. Entonces me vino la ira, la misma ira de aquella vez en mi tienda de Palestina. Y el monte todo cobró sus colores. Y los pájaros fueron azules y rojos y amarillos, y los árboles dejaron de tener troncos negruzcos y follaje gris. Y todo en el monte fue verde. Y no quise perder esos colores como había perdido a mis nietos, a los dos juntos, que si me hubieran dejado tan sólo uno. Como perdí a Jean, a mi amigo de Wei, a mi Kantama a orillas del Mahanadi, y tantas cosas que los recuerdos han tenido la bondad de esconder, porque si no ya fuera loco o muerto de recuerdos. Entonces le bajé despacio del hombro el hierro de matar. “Explícame cómo se maneja este trasto. Me voy al cachimbeo con ustedes”. Y Miguelito no supo qué decir, porque hay palabras para convencer a un hombre, pero ninguna sirve para desconvencer a un viejo que no quiere perder los colores del mundo junto con los nietos. Y mientras esperábamos en la quebrada, les hice mil historias increíbles que fueron ciertas. Dudaron. Pensaban igual que los otros del pueblo: “Mire que usted inventa cosas, Don Serafín; eso es que lee mucho”. Las creen ficciones. Hay verdades que desbordan nuestra tímida credulidad humana. Ignoran que algunas ficciones parecen más reales que la realidad, porque la realidad tiene más imaginación que los hombres. “Y como sabe usted palabras”, me decían los muchachos. Claro, cuatro mil años aprendiendo palabras son demasiados años, demasiadas palabras. Pero todas juntas no me sirvieron para ver el mundo de esos colores que tiene ahora, o que ha tenido siempre y nunca para mis ojos neblinosos de miedo. Y demasiadas palabras también hacen daño, les dije; más valen pocas y bien usadas, que andarse perdiendo en un laberinto de palabras para buscar la única, la exacta, y que al final te hayas demorado tanto, que no la necesites.

Ahí empezó la balacera. Y mientras más perdía yo los residuos del miedo, más abrillantado se volvía el mundo. Me entretuve mirando un chorlito dorado, y recordé aquel otro que se posó en la milpa donde cultivé maíz hace medio milenio o cosa así, y yo pensé lo feo el pajarito ese, pero ahora me deslumbró con el oro viejo de su plumas. Quedé suspendido de su aleteo. Fue  entonces cuando me dieron, aquí, en la vecindad del corazón. Después que todo terminó, dejamos (DEJAMOS, y lo pienso en mayúsculas) muertos y huidos a los matarifes de mis nietos, Miguelito y Juancho me recostaron a este árbol, en lo que viene el médico. Aunque ellos lo saben: para qué, si ya me estoy muriendo solo.  No necesito ayuda, porque morirse es lo más fácil. Para vivir sí que hace falta ayuda. Y ellos piensan que me estoy muriendo para siempre. Pero yo sé que esta vez sí me estoy muriendo para siempre, porque ya vi lo que me faltaba por ver, que eso me tenía detenido en una vida trashumante y entrecortada. Ahora me deslumbra el color rojísimo de mi sangre. Y ellos se asombran de que un viejo tan viejo (y eso sin saber lo tan viejo que puede ser este viejo) venga a deslumbrarse con un líquido tan habitual en estos tiempos. Un adelanto de todo lo mío que la Tierra va a recibir, por fin, después de tantísimos siglos y tantísima paciencia; que ninguna mujer espera a un hombre sin urgencias; y soy yo quien se urge de prórrogas y dilaciones.

Ahora que llevo dentro todos los colores del mundo, entiérrenme sin ruido ni letreros al pie del mango grande de la escuela.

Y guarden el secreto.





Ombra y luce (cuento del libro Los forasteros)

29 09 1987

“La suponéis atenta a los

relatos desenfadados de

Boccacio. (Desconfiad! El

propio Vinci, el gran

maestro de la ilusión, se

ha dejado engañar…”

Heinrich Rank; Ueber Kunst und Literatur, Berlín, 1912

“Ombra y luce, ombra y luce”, repite mientras manipula con idéntica habilidad colores y conceptos. Al fondo, un río dibuja su última S antes de desaparecer entre las rocas, antes de adentrarse en el páramo de la sombra y la luz, moviéndose siempre, como el agua, “la última de aquella que pasó y la primera de la que vendrá, como el tiempo presente”, como una nota tañida por sus manos en la lira de braccio, en el estupor de la tarde, en el último bostezo del medioevo.

El hombre se detiene en los siniestros umbrales del olvido. Sin miedo a caer, la luz juega sus malabares con la tarde. Cae, en cambio, desde los recuerdos, la amiga de Fiésole que lo escuchó sin sospechar que conversaba consigo mismo: “Mira la luz y considera su belleza; abre y cierra los ojos, y vuelve a mirarla: lo que de ella ves antes no era, y lo que era, ya no es”.  Camina hasta una silla en el extremo de la habitación. La antesala de la noche tiene sus ritos, su voz de mercaderes, perros nostálgicos y pasos que se pierden. El hombre y el cuadro se miran largamente a los ojos. No hay equívocos ni subterfugios. El hombre y el cuadro se miran largamente a los ojos. La cortesana del velo de gasa, la llamaría alguien. Un siglo más tarde, otro italiano, retomando a Vasari, cree identificarla con la hija de Antón María di Noldo Gherardini, la esposa de Francesco di Bartolomeo di Zanobi. Mientras, Adolfo Venturi asegura que se trata de Constanza Avalos, duquesa de Francavilla, pintada en Roma por Leonardo hacia 1502 a petición de Julián di Médicis. Por ahora, es tan sólo una mujer que lo mira imperturbable desde el cuadro, y le descubre en las manos un antiguo cansancio de tanto amasar la eternidad (indómita materia). El se sonroja sorprendido. Aunque quizás no sea la hija de Antón María, la mujer de Francesco, la amiga de Julián, ni siquiera la hija, la mujer o la amiga de alguien. Solemos pertenecer a las cosas que nos pertenecen, sobre todo si se trata de esta mujer que ha venido naciendo durante dos años. Entonces todo era más sencillo, menos confuso que ahora. Bastaba deambular por el bosque, en la ladera norte, atrapando vuelos de aves en el aire, desmenuzando la arquitectura de las hierbas, la armazón oculta de los troncos. Apareció al pie de una encina. O mejor, parecía haber estado siempre al pie de la encina. Leonardo se sentó frente a ella y durante varias horas urdieron el silencio. Quizás por eso, la segunda vez que se encontraron la miró con los ojos desnudos, y la aviesa intención de secuestrar su sonrisa, de obligarla a sonreír para siempre, aunque sucedieran masacres, inundaciones, homicidios, terremotos, violaciones, epidemias, gases tóxicos, armas convencionales (sarcástica palabra), aun cuando el cielo se nublara de satélites atentos al menor descuido.

Dos años. La fiesta en el palacio de los señores di Varochi: los trajes desenfrenados, la frottola, la venerable ancianidad del vino y las carnes grasientas no lograban contener el tedio que supuraba entre columnas, bailes y bostezos. Desde la fiesta del Paraíso por la boda entre Juan Galeazzo Sforza e Isabel de Aragón, y la justa por las de Ludovico el Moro con Beatriz de Este, todo era tedio para él. Todo menos ella. “Creía que aprendía a vivir, pero era a morir a lo que estaba aprendiendo”, fue lo primero que usurpó su nostalgia cuando la vio sobre el banco del jardín. Intercambiaron poquísimas palabras que eran, de todos modos, superfluas. Las ideas de la mujer fluían hacia él sin tener que salvar los escollos, las frases con que usualmente tropiezan en su curso los sueños. Las ideas ascendían desde el fondo de su cerebro para ser absorbidas inmediatamente por ella. El canto de un búho cercenó bruscamente aquel trasiego de palabras que no requerían disfrazarse de palabras. Minutos después, ella accedía a posar para él, con el sosiego de quien confirma una hipótesis largo tiempo defendida[1], con la naturalidad de quien no esperara otra cosa. Acudió puntual al día siguiente. Leonardo, acostumbrado a estudiar con detenimiento sus temas, se vio sometido a total registro: ella parecía ir grabando cada losa rota, cada desconchado en las paredes, cada mueble, cada página de sus manuscritos, que leía con asombrosa facilidad. Mientras, él recibía con nitidez de sueño cada detalle. Los documentos iban desfilando por su memoria un folio tras otro, línea a línea, palabra por palabra, a medida que ella los iba hojeando. Cuando cerraba los ojos, la imagen se hacía aun más pavorosamente real, de modo que, al abrirlos, los objetos adquirían apariencia de meras reproducciones. Optó por mantenerlos abiertos, extraviados en algún lugar entre las vigas del techo. Hasta allí iban las imágenes a buscarlo. Apenas se dio cuenta cuando ella se marchó, tan impalpable como había venido. Esa noche se excedió un tanto en el vino y, al día siguiente, en el paseo por las márgenes del río. La mujer apareció siempre a la misma hora durante varias semanas. El se sometía a aquella recapitulación de los que, siglos después, se conocerían como Códices de Madrid. Por ahora, voluminosos cuadernos atestados de notas, bocetos y observaciones sobre mecánica, fundición, ingeniería militar, geometría, óptica, perspectiva.

Leonardo repasaba la página 187 del primer manuscrito ─esquemas para la fundición de la estatua ecuestre de Francesco Sforza─, interpuesta entre sus ojos y la tarde, cuando comenzaron a ocurrir tachaduras, sustituciones, cambios en algunos bocetos, y adiciones en los márgenes que aclaraban detalles de incierta factura en el original. El estupor de los primeros momentos no le permitió moverse, aun cuando estaba seguro de que aquello no aparecía en su cuaderno. Se encaminó después al sitio donde la mujer leía la página 187, sin modificaciones,  intacta. Varias veces se acercó dubitativo. Pero el original se mantenía impávido.  Pasaron algunos días antes de aceptar que aquellos cambios sólo se estaban operando en la clandestina realidad de sí mismo, no en la vulgar realidad de los objetos. A veces era una solución imprevista, un diseño elegante o la puertecilla al final de ciertos callejones sin salida. Algo que desde el inicio llamó su atención fue que las observaciones nunca afectaban los premeditados errores que, por precaución, siempre incluía en sus diseños de nuevos mecanismos[2].

Durante el tiempo que ella permanecía absorta en los documentos, Leonardo evitaba cualquier movimiento, por temor a espantar esas visiones que iban componiendo el más raro diálogo: ideas despobladas de palabras. Después se sentaba ante los pliegos desnudos e iba vistiéndolos hasta bien entrada la noche.

Cierto día, cuando la tabla permanecía aún como un espejo sin rostro sobre el caballete de roble, ella lo invitó a caminar. Transpusieron las márgenes de la ciudad, cruzaron pastizales, caballadas inquietas, chozas y sembrados; se adentraron en el bosque donde el olor de los abetos tenía en esa época la misma consistencia que en las sierras de su niñez, humedecidas por el pequeño Streda, al pie de Vinci. Desde entonces se acostumbraron a caminar cada tarde entre los árboles. Leonardo arrancaba flores, cortezas, tallos de arbustos, hierbas espigadas en los claros del bosque. De inmediato, todo se despejaba: el tejido leñoso, la constitución celular, los vasos trasegando la savia, los minúsculos estomas, las funciones vitales de la clorofila. Todo colaboraba con las noches, cuando llenaba, entre feliz, sorprendido y exhausto, resmas de papel como nunca antes[3]. El día que descubrieron un águila herida junto al tronco de un pino, Leonardo estudió las alas, la disposición imbricada y exacta de las plumas, su vocación por las cañadas del aire. En ese momento, sin dejar de sentir en el tacto los desbocados latidos del águila agonizante,  las alas se convirtieron en objetos rígidos, esbeltos y plateados; el cuerpo, en un huso de metal desconocido. Asustado, soltó el ave, que se arrastró penosamente sobre la hierba. Miró a los ojos de la mujer y fueron apareciendo extraños animales o (¿quién lo sabría?) máquinas voladoras. Se desprendían de la tierra y ejecutaban piruetas, corcoveos de potro cimarrón, se despeñaban cielo abajo o hincaban el hocico en los flancos del cielo, poseídos, hechizados, enfurecidos de estrellas. Más tarde se desarticulaban,  mostrando una anatomía inasible, aun para Leonardo. Cuando cesaron las visiones, el águila quedó definitivamente inmóvil y la brisa se hizo cargo de los pinos, ya anochecía. La mujer descansaba en él una mirada vagarosa y un ligerísimo rictus entre burla y ternura había copado la comisura de sus labios. Cerca de la medianoche, mientras ella dormía, el hombre se alejó con efuerzo del pesado aroma que la arropaba. Se afanó sobre sus papeles, pero sólo pudo extraer de los recuerdos algunos bocetos perfectísimos y veinticinco líneas de brumoso texto. Crecía la madrugada. El rostro de la mujer en el bosque se dibujaba con tanta nitidez que Leonardo traza, casi de un tirón, el primer boceto para el cuadro. El sol y la sonrisa más discutida de la historia, nacieron juntos ese 12 de agosto de 1502.

El tres de agosto, Leonardo viaja a Cesena. Allí recibe, a fines de mes, una carta firmada el dieciocho en Pavia, durante su visita a Luis XII, por César Borgia, duque de Valentinois. Le encarga, como arquitecto e ingeniero general, la inspección de todas las fortificaciones de sus estados. El invierno transcurre mientras visita Imola, Forli, Toscana, Umbría, Siena, Rímini, Urbino, Chiusi, Pesaro, Sinigaglia, Orvieto, Perusa y Roma. Cumple con minucioso desgano sus obligaciones. Durante la noche, cuando la imaginación es plaza sitiada por los recuerdos, dibuja nuevos bocetos que se van acumulando copiosos en una carpeta de becerro con los bordes carcomidos por el uso[4].

El cuatro de marzo regresa a Florencia. La mujer, como movida por un presentimiento o una certeza, lo espera. Leonardo ya sabe cómo será el cuadro, aun cuando no sepa cómo es la mujer.

Por esa fecha es elegido para integrar el consejo que decidirá  el emplazamiento del David de Miguel Ángel. La rivalidad entre Leonardo y Miguel Ángel se encona. Pier Gorderini, Gonfalonero Vitalicio de la República, adjudica a Leonardo una pared en el Palazzo Vecchio para pintar su versión de la batalla de Anghiari. Miguel Ángel solicita (y obtiene) otra, donde aparecerá la batalla de Cascina. Comienza una batalla entre batallas; quizás la más pública entre las guerras del arte. La más sangrienta también: corceles enardecidos por el olor de la muerte, hombres acuchillados y acuchillantes, picas, alabardas, tajos y alaridos se van abriendo paso cada mañana en los bocetos de Leonardo. Un instante congelado en la pared que sólo espera su oportunidad para precipitarse sobre el salón y concluir la matanza. Como un grito, la pintura pugna por salir de las fronteras en que Leonardo la ha encarcelado; pero también como una premonición, como una advertencia.

La mujer es ahora el remanso en las tardes. Él regresa extenuado de la guerra y se echa a descansar en sus ojos[5]. Va instalándola en un paisaje lunar, fabricado con rocas, montañas neblinosas y caminos sin término.

El veinticuatro de octubre recibe la llave de la sala pontificia de Santa María Novella y acuerda la terminación de la batalla para febrero de 1505. Levanta un original andamio para acelerar el trabajo y concluye sus observaciones sobre el vuelo de las aves.

La mujer lee en silencio, pero algo se ha quebrado durante la ausencia de Leonardo: las visiones[6] y enmiendas, el bosque, los paseos usurpados por la guerra. Sólo queda el misterio, esa frágil materia con que va construyendo un rostro.

Se acerca el fin en esta tarde ventosa de septiembre, mientras repite “ombra y luce”, como una letanía o un talismán para detener los recuerdos. Sobre una mesa yacen, en pecaminosa promiscuidad, sus recientes investigaciones sobre la transformación de los cuerpos sólidos y la fórmula de Plinio para un encausto especial, empleado por los romanos, a base de resina y colofonia —destilado de la trementina— que dará a los colores un brillo de esmalte después de secado al fuego. El hombre y el cuadro se miran largamente a los ojos. “La gracia de la sombra gradualmente privada de colores demasiado marcados”, no es ahora una  recomendación, sino un hecho, un rostro, un tiempo detenido al pie de cierta encina, una mujer que desapareció hace ya cinco días con el paso furtivo de la noche[7].

Leonardo registró la ciudad piedra a piedra, pero en Florencia se apagan demasiado pronto las huellas de una sombra que huye. Una sombra, porque la mujer real vivirá desde ahora sobre la tabla. Y él lo sabe. Empuña los pinceles y trabaja de madrugada.

Aún faltan meses para que Plinio destruya en una hora su obra maestra; Vasari no ha invocado el latir de una arteria en el pecho de la mujer, en un cuadro que, por otra parte, nunca vio; Marsilio Ficino no ha asegurado que “la belleza  del cuerpo no consiste en su sombra material, sino en la luz y en la forma”; y está por nacer la Magdalena Doni de Rafael; cuando la claridad del veintinueve de septiembre de 1504 comienza a filtrarse por debajo de la puerta y, en medio de la habitación se inaugura, inconclusa y eterna, una sonrisa.


[1]La hipótesis fue, más que formulada, intuída por el académico Sarracino hace cinco años. Aquel día Viera cruzó hacia una mesa del fondo y se sentó a comer despacio de frente a nosotros. Había ingresado al instituto una semana antes y era la primera vez que la veíamos fuera de sus acostumbrados predios en el centro de documentación. McLowry y yo nos miramos con una complicidad instantánea y sonriente. Sarracino, en cambio, la sometió a un implacable bombardeo. Aun cuando en sus miradas el erotismo no aparecía ni como elemento traza (y quizás por ello) la sonrojada muchacha se decidió a buscar algo en el fondo del plato. Sarracino continuó, implacable, con el mismo tacto que habría empleado para tratar a una momia persa, y la expresión que el bacilo descubrió en el rostro de Koch. Viera ripostó con una mirada frontal y una sonrisa oblicua. “Exactamente. No puede ser de otro modo. ¿Se dan cuenta?”. Pero en ese momento era casi imposible descubrirlo, entre el pelo demasiado corto y el sayak demasiado largo. Sin esperar respuesta (que de todos modos no habría obtenido), abandonó el almuerzo intacto e hizo rumbo a la mesa donde Viera ya había traspuesto la leve frontera entre el asombro y el susto.

[2]Ya por entonces, ella había publicado una lenta monografía sobre esas imprecisiones (Mixtificación profesional, Ed. Prisma, La Habana) a partir de los códices y una reconsideración de las apuntadas por Lord Richie‑Calder (Leonardo and the Age of the Eye, McGraw Hill, New York).

3Al cabo, ellas alimentarían dos gruesos volúmenes, que hoy denominamos Códices de Anjou. A la muerte de Leonardo, esos cuadernos fueron adquiridos por un comerciante veneciano de apellido Martucci. En uno de sus frecuentes viajes al Oriente, los ofreció, en prueba de buena voluntad y para redimir ciertas rutas comeciales, al entonces Gran Visir del Imperio Otomano, Solimán Ibrahim Bajá. Se transmitieron, en la confortable compañía de tapices, pedrería y metales, durante tres generaciones. En 1616 fueron trasladados a Constantinopla con otros bienes, en concepto de pago al truculento Ahmed Rachid, acuchillado después por un lancero, durante la sublevación de los jenízaros. Ejecutado Osmán II en 1622, cuando apenas contaba dieciocho años, y restablecido en el trono Mustafá I, los manuscritos pasan a integrar de nuevo el patrimonio imperial hasta finales del siglo XVIII. Después de las derrotas infringidas al desfallecido imperio por Romanzov, y la paz de Kuchuk Kainarjí (21 de julio de 1774), el Zar toma posesión de los cuadernos. En 1809 aún permanecían en el Kremlim. Es en esa época que se procede a su marcado según el método Varnak. El rastro se pierde a raíz de la invasión napoleónica y el incendio de Moscú. Algunos sugieren su traslado a Esmolensco con los objetos saqueados por las tropas del coronel Bondois, siendo llevados a Occidente después de la guerra. Pero resulta inconcebible suponer a un ejército diezmado y famélico acarreando dos pesados volúmenes sin valor inmediato. De cualquier modo, lo cierto es que el rastreo ganma permite localizarlos, durante la primavera de 1861, en la minúscula tienda de un anticuario, Charles Levasseur, en el número 456 de la Rue d’Anjou, en París. Adquiridos inmediatamente, los códices son investigados por un grupo especial de nuestro departamento.

4Durante su traslado a Francia en 1516, invitado por Francisco I, se produce la pérdida de estos bocetos, sin que haya sido posible, hasta el momento, localizarlos.

5Si de algo Sarracino nunca tuvo dudas fue de sus ojos. A nosotros, en cambio, nos resultaron inescrutables en los primeros momentos. Todo se aclaró a medida que pasaban las semanas: Viera engordó, se dejó crecer el pelo y se sometió a un complejo de pruebas taxonómicas. El método convencional para el análisis volumétrico del cuadro no dio resultado. Se ensayó entonces la exposición de  microrrelieves con emisores cuánticos, obteniéndose una maqueta con margen de error +‑0,005%. La coincidencia resultó, hasta para el académico, asombrosa. Después de esto, presentó el proyecto al consejo. Se aprobó el viaje de dos investigadores. Una indagación detallada y los materiales fotográficos presentados a su regreso, demostraron la imposibilidad de que las presuntas damas italianas hubiesen servido (ni siquiera lejanamente) de modelos. Fue entonces que el consejo decidió la ejecución total del proyecto. El entrenamiento duró dos años. Cinco semanas antes de la muerte de Sarracino, Vera salió a cumplir la misión más rara que este instituto haya encomendado jamás: sonreír.

6La insólita capacidad de Viera para la transmisión, no  fue detectada hasta mucho tiempo después de iniciado el proyecto, que ya entonces había sido transferido a nuestra dirección. Interrumpir estas emisiones involuntarias resultó sumamente difícil, dadas las condiciones en que tenían lugar. Cuando se logró, ya una parte considerable de la información era irrecuperable.

7Desde su regreso, evitamos hablar del proyecto. El instituto me exoneró temporalmente para que pudiéramos venir juntos a este balneario de Faomé, en la costa oriental de Tahití. Las noches son tan diáfanas, el mar tan tibio y los atardeceres tan memorables como anuncian los prospectos turísticos; pero en el interior de nuestra cabaña, apenas intercambiamos comentarios intrascendentes y hacemos el amor convencional, feroz, de dos náufragos arrojados por el curso embravecido del tiempo en una misma orilla. No es fácil amar a una mujer cuyo rostro se extravió, irremisiblemente, a mil doscientos años de distancia.





Ese enorme país (cuento del libro Los amados de los dioses)

29 08 1987

                                                                                                A Silvina Stamponi

Acabo de entregarle el silencio. Hasta ahora no supe que lo traía conmigo. Y el mínimo gesto de la entrega apagó el cabeceo de las hojas al viento, las voces y los ómnibus, los insectos, las fábricas, los gorriones, los niños. Busqué al azar, porque la muerte y el silencio —dos parientes antiguos— viven en la trastienda de las radiofotos, muerden en las mayúsculas. Los encontré feroces, esperando, en la esquina de la última página.

Enrollé entonces el diario, enrollé el silencio y la muerte, y anduve con ellos en el bolsillo, enmascarados, haciéndose los inocentes. Soñé comprar todos los diarios, alimentar incendios; pero habría sido en vano. Ellos le saltarían desde las pantallas, aullarían por cada bocina o vendría un comentario de vecino con la muerte por dentro.

La llamé. Atravesamos (la muerte y yo) esta ciudad aterida de enero, para encontrar a Silvia, para que rastree ahora las palabras mientras nos sumergimos en la parte más honda del silencio.

La Paz. 27 de enero (AFP). Los restos de la mayoría de los desaparecidos argentinos se encuentran en el fondo del mar…

Sus ojos van de un renglón a otro: sinsontes inquietos que encontré cierto verano. “¿Te gusta el mar?”. “Me gusta”. “Lástima no ser mar”. Y salimos de puerto izando las canciones. Ocho días nos quedaban por delante en esa isla de babor a estribor, de proa a popa. Ocho días para llenarle el aire con el amor que iba creciendo dentro, para que naufragara en él y recibirla en el fondo de mí.

…dentro de camiones cerrados (containers) que fueron llevados a algún punto austral por tres buques de la Armada.

Casi pierde la espalda cuando le unté la crema, porque tenía miedo de poner la suavidad en los dedos, equivocarme y que fuera ternura a la escuelita número 29 de Barrio Morón, donde fue la alumna más difícil de su madre, que consolaba después sus rigores de maestra, camino de la casa: “Mamá, mamá —pedía— comprame la suerte”. Y ella pagaba un boleto al viejo tano a cambio de caramelos, figuritas de plástico, hebillas para el pelo. Después atravesaban los canteros de siemprevivas, glicinas azuladas de flores, pensamientos; hasta el blanco chalet del librero que un día se cayó con retumbe de sismo para mostrarle, chica aún, el poder de la literatura subversiva que esconden las paredes

…los restos de otras víctimas se hallan en cementerios clandestinos y en una cárcel provisional que se instaló en Villa Carlos Paz…

Frente al faro Roncalli, a poco menos de un kilómetro, habían anclado el barco. “Vamos a nado” —le propuse—. Y me aceptó (o se aceptó) el reto. Fuimos un hambre de recuerdos suspendidos entre el fondo y el cielo, entre el barco y  la playa. Un kilómetro: la calesita de avenida Libertador y las mudanzas perpetuas de Chacarita a Paternal, de Boedo a la calle Nazca en Barrio Flores; donde su padre abrió un negocio de reparar televisores para ocultar el verdadero negocio de reparar la patria. Ochocientos metros: el Gordo Carlos haciéndose elefante de carga para que ella lo cabalgara, hablando de mulatas (“¡Ah, mulatas!”) y riéndose de que en Cuba cogiéramos las guaguas, los vasos, los cuadernos (“son capaces de coger cualquier cosa”). Y Marta: “Carlucho, por favor, que la niña…”. Pero la niña andaba por el tercer planeta de El Principito, ajena a los coger por tomar. Y ahora me burlo yo de que tomen los ómnibus como agua, autos como coñac; de las atragantadas que se darán tomando un tren. Quinientos metros: su primer viaje a Cuba en 1977. Ciudad Libertad, la pañoleta de pionera, el abuelo Manuel que fabricó para ella  todo un zoológico con semillas del monte; la escuelita de Higueras, el Che y saberle al padre (risa, chiste, ojos azules, sueños) saberle hombre de lágrimas y un silencio tan espeso como éste.

…donde con explosivos de alto poder fue sepultado todo el campo de concentración.

Cuatrocientos metros hasta el barco anclado frente al faro Roncalli: su padre abandonando la universidad porque “es más importante construir pueblos que camiones”. Su padre preso en Jujuy, torturado en Villazón, prófugo en Córdoba; entrenándose duro para que los mineros de Cochabamba no duraran treinta y cinco años ni engañaran con coca el hambre milenaria.

Trecientos metros hasta el barco: los cuentos que escuchó cierta vez al Congo Vázquez tras la puerta entornada, mientras ellos la creían dormida (“un beso, mami; un beso, papi; hasta mañana”), de las cárceles Fronterita y Las Mesadas. Los esposaron en parejas desde Brigada Guemes a Famaillá, arrodillados y manos a la nuca en el piso de un avión de transporte. Los milicos que dieron ley de fuga a Barcanni y Mendoza. Los tiros se escucharon en el patio y después declararon a la prensa que un comando trató de rescatarlos. Los palos, la picana, el submarino con jabón en polvo y un médico calculando la inmersión por el pulso, mientras se ahogaba dentro de la pileta. Las quemaduras de cigarrillos en los muslos fueron lo demasiado y ella gritó y tuvieron que acostarla entre Giarcarlo y Marta esa noche y cuentos van y cuentos vienen, príncipes, princesas, encantamientos, y palabras y manos en la frente, para que huyera de su infancia el espanto.

…un lugar que se llamaba el Olimpo, donde se seguía un proceso sumario y se les ejecutaba.  

El barco ya a cien metros: en el Chile de Allende, su madre preparaba berres en bolsos y maletas, contrataba las casas y hacía las fachadas al Partido. Silvia salía por las tardes de compras con sus cupones de la Canasta Popular, aunque entre la escasez, la bolsa negra y los acaparadores, no había qué.

Y subimos por fin a la cubierta: cuando sostengo la escala, la alzo por ella hasta la borda y se desploma bajo la toldilla de proa, rígida como ahora, agarrotada de cansancio (hoy es el miedo y anda suelta la muerte). Le di masajes en las piernas y los brazos, aflojando la fatiga. Hoy no podría (aunque quisiera) aflojar su dolor con el masaje de mis ojos. Cada renglón viene cargado de palabras que atraviesan como balas sus ojos.

Había varios Olimpos y el grueso se hallaba en Ushuaia, donde en un momento hubo hasta 10 000 combatientes.

Anochecía más allá de las ocho. Ella y yo a la expectativa sobre la arena mientras, despacio, se acercaba a las aguas del golfo el sol rojo y enorme. El hervor de la mar (menos escuchado que supuesto) cuando se zambulló. Como se zambulleron ellos, uno tras otro, en la extensa rojez de su tristeza: Braulio dinamitado con otros periodistas en el kilómetro veinte de la carretera a Mar del Plata; Carlos incinerado en Chuquisaca; la foto de Soler ahuyentándole el sueño una y otra noche; Fabiana, Antón, Odalys. Sacudí suavemente su pelo, pero los muertos no caen como frutas y sólo se pudren en la tierra, nunca en la memoria. Se repliegan, eso sí, cuando la piel viene a la piel, se abren los besos y así la noche entera entre la arena y las estrellas.

…fue instalada una cárcel provisional al pie de unos cerros, los que, al ser dinamitados, la sepultaron totalmente con más de mil personas adentro.

Sollozaba muy quedo cuando me desperté. “¿Qué te pasa? Dímelo, anda”. Se había soñado en el septiembre de Santiago de Chile, haciendo aquella enorme cola en el minimax, organizada a tiros por los carabineros. Vio pasar de nuevo los camiones cerrados. “Del Cordón Industrial” —comentó alguien—. Milicos a ambos lados con medio cuerpo fuera de los autos y los fusiles apuntando a la gente. “Del Cordón Industrial” —repitieron—. Y se fijó entonces en las gotas cayendo entre las tablas, por las juntas, a través de los goznes: arroyitos sobre el asfalto. Ese día llegó con el horror y la sangre en los zapatos a la casa de la calle Yllio, donde las sorprendió el golpe. Giancarlo estaba en México. Marta y ella permanecieron aún quince días o más, mientras salían otros compañeros. Colocaron la bandera en el frente, como exigía la Junta, y tapiaron en el fondo los documentos y los libros. “Si usted tiene un vecino o conocido extranjero, denúncielo, es su enemigo” —decía la tele—. “Los ciudadanos que deseen exilarse, tendrán que hacerlo por medio de la parroquia más cercana”. Acudieron y el cura dijo que “no, señora, no ocurrirá nada. Los militares darán las garantías necesarias. No tiene que preocuparse sin razón, pero si insiste puede ir a un lugar…”. Allí las esperaba el cartel: No hay más capacidades. Se sintieron desnudas, descubiertas en medio de la calle; tan indefensas como aquel hombre con un disfraz tan burdo de mujer, el mismo día del golpe,   que daba risa y lástima, porque era disfrazar de payaso a la muerte.

…en el campo de concentración de Ushuaia fueron ametrallados una mujer y dos hombres cuando trataron de escapar.

Dos días más tarde pudieron entrar al refugio de la ONU, junto con una brasileña muy joven y su niña, que le decía mamai. Trasladadas a una iglesia metodista, durmieron de seis a ocho por habitación durante nueve días: el uruguayo gordo que extrañaba su mate con masitas de Montevideo cada vez que lograban una pizca de hierba, conseguida quién sabe de qué modo; Daniel, venezolano cetrino con dos balas en la pierna derecha, que aprendió a leer en la guerrilla porque su padre (terrateniente de Trujillo) nunca quiso, para que no se le espantara a la ciudad “comido el seso de ideas raras que vienen en los libros”; tres argentinos más, seis bolivianos y tantos otros que no recuerda a pesar de los dos meses transcurridos después en una colonia de vacaciones a la salida de Santiago. Allí cumplió doce años y nació su temor a los helicópteros. Le habían preparado una pequeña fiesta al sol, sobre el pasto que rodeaba el edificio amarillo de tres plantas. La sueca le regaló un coral tallado en flor y los demás, un pulóver azul. Entonces vinieron ellos. Volaron sobre el campo haciendo saltar platos,  manteles, volcando mesas, sillas. Los seguían con la mira de las ametralladoras y hacían ademanes de disparar, hasta que se cansaron. “Son juegos de milicos” —decía la sueca para tranquilizarla—; “les gusta demasiado jugar a que te mato”. Amenazaron con allanar y se hizo una pira con documentos, cartas y papeles. No ha olvidado aún aquel humo que olía a flores secas y pólvora, a parientes y sucesos lejanos.

…había doce (entre hombres y mujeres) detenidos por el ejército, interrogados en La Paz por sus vínculos con la subversión en Bolivia, y entregados a tropas argentinas en la frontera…

Colgados de maletas y bolsos, al cuello, en las muñecas, llevaban membretes de Repatriados en rojo Ferrari, e iban acompañados por la sueca, entre carabineros a un lado y otro de la pista, y desde el edificio hasta el avión. Se deshicieron rápido de los rótulos, porque al llegar al aeropuerto argentino de Ezeiza ya algunos habían sido detenidos. Era la multinacional de los esbirros. A ellas sólo las llamaron por audio a las oficinas de Inmigración: “Siéntense, por favor”, y ahí las dejaron esperando, muertas de pánico, mientras telefoneaban. Al fin: “Disculpen la molestia. Fue un error”.

De ahí salieron directo a César Díaz 1250, donde las esperaba Juan, el tío cariñoso y triste de los tiempos difíciles. Fue la época de la matanza en Monte Chingolo, de las cárceles del pueblo, de Azul y los secuestros, y la guerrilla en Tucumán. Por eso se mudaron a San Nicolás y de ahí a Melincué, Villa del Parque (discreto barrio de figurar). No había leído Hamlet, pero le habría asombrado lo de ser o no ser, porque era y no era Silvia:

Silvia: escuela de prestigio a la mañana.

Silvia: clases particulares de guitarra.

Silvia: los vecinos, las amiguitas.

Silvia: hockey en avenida San Martín,

Club Comunicaciones, frente a la pizzería.

Silvia: animar cumpleaños infantiles las tardes de domingo.

Mientras era, o mejor, pasaba a ser

María Eugenia para la juventud guevarista.

María Eugenia: carga resmas de papel a la imprenta.

María Eugenia: distribuye folletos.

María Eugenia: compra los víveres para catorce hombres.

Silvia, la niña bien, y María Eugenia, la que era y la que no era, tenían que empujar el presupuesto vendiendo Avon de puerta en puerta. “Señora, buenas tardes. Crema facial Avon, especial para su cutis…”; cuando hubiera querido decirle: “Andá, soltá la plata y quedátelo entero, con estuche y frasquitos de muestra. Andá, vieja, haceme la gauchada”. Pero: “…por supuesto, Señora, como guste. Pruebe esta otra…”. Y tragarse los portazos, los desdenes y lástimas de pequeñoburgueses. Y había que dormir las ocho horas. Einstein tenía razón: como ideología de embajador, es elástico el tiempo. Más elástico que su identidad en los papeles donde fue, sucesivamente, hija de padre desconocido y sobrina de su propia madre.

…entre ellos Giancarlo y Marta Adelphi…

Ahora se ha condensado el centelleo de sus ojos en dos lágrimas largas. Le oprimo el hombro y contengo cada sollozo que me entra por los dedos, como si se negara a creerlos en el extremo sur del sufrimiento, atenazados en un cepo de hielo donde los verdugos son presos de sus presos, de la soledad que incuba allí sus huevos. Todo está calculado: los guardianes sin rostro no tendrán libertad mientras quede algo vivo. Se van mutando así en bestias mudas, acorraladas como ratas de laboratorio con una sola salida del laberinto: la que atraviesa los cadáveres.  Silvia trata de recordar las manos‑caricia‑refugio‑hogar de su madre y le saltan sin uñas, desolladas, inertes; suplica a la risa de su padre, pero sólo aparece la ensangrentada oquedad donde estuvo su risa, encarcelada ahora entre los labios tumefactos. Y se ovilla, espasmo tras espasmo, arrugando entre los dedos el silencio y la muerte. Dejo que el diario ruede al suelo: indefensa víbora que acaba de morder. Su cuerpo se enquista, tratando de ofrecer la menor superficie posible a la inclemencia de la muerte, aunque sepa que ella viene por dentro y de nada valdrá. Veo materializarse entre los árboles los muros feroces de Ushuaia, pavonados de gritos. Ellos están al centro, ocultos tras un círculo de gendarmes grises. Las luces de mercurio se encienden, el viento ondula las ramas y los papeles abandonados a su suerte. Caen en desorden los gendarmes, derribados por el perfume a hombres sin miedo, risas de niños y mar, que trae el viento. La luz los carcome, les chamusca los bordes, los disuelve. Quedan ellos: a medio hablar en el centro del parque (como en las fotos de Rosario), flotando entre las copas de los árboles y las cajas de cigarros arrugadas salpicando la hierba; felices de volver aunque no puedan transgredir los límites mortales de mis ojos. Silvia se yergue y ellos se esconden. Recojo el periódico. Lo sostengo como a una bestia turbulenta que pudiese de súbito abalanzarse sobre ella a dentelladas y zarpazos. Me lo quita con un cansancio que parece dulzura.

La mayoría de los desaparecidos estaban en Ushuaia, donde se les eliminó con armas convencionales y voltaje eléctrico…

Sus padres vuelven, pero ahora a través de su memoria: las vacaciones del 75 en Punta Alta y Bajo Hondo. Corría descalza por las márgenes del arroyo y se echaba al agua con la quietud de saberla amiga, cómplice; el agua. Escuchaba las historias del abuelo hasta muy adentro de la noche: resecos llanos de Sicilia interrumpidos aquí y allá por peñascales y cabras. El barco atestado de peregrinos que no oraban de frente a ninguna Meca; sino huían de espaldas a las callejuelas artríticas de sus pueblos, a las castas impuestas por la suprema ley de la vendetta.  Despertaba escuchándolo hablar a las gallinas del cobertizo en su italiano tortuoso. “Las gallinas se tranquilizan con mi voz, laburan más y engordan”. Marta la acompañaba hasta el arroyo y leía casi toda la tarde. Giancarlo estaba en Bahía Blanca. Al tercer día, vino de madrugada para quedarse apenas hasta la noche entrante. Fue la última vez que vieron al abuelo, a las gallinas cebadas con el pienso de su voz.

…pero muchos quedaron con vida. Fue entonces que se decidió eliminarlos totalmente.

En el 76 —evoco sus palabras a la salida del cine, bajo las salpicaduras de la fuente en el hotel Nacional, mansa sobre mi pecho entre acre olor a sexo y almohadones—vivíamos en San Nicolás entre General Paz y San Alberto (mala compañía: santos y generales), a media cuadra del almacén. Aquella tarde salí por las compras de siempre: “Silvita, andá, traéte tres kilos de boliche, cinco de papas, la sal, morrones y pasta de tomate. No te olvidés las medicinas para Eduardo. ¿Llevás la plata?”. Andate. Un beso. Subí por la calle San Alberto hasta General Paz y San Martín. Crucé la calle. Papi estaba en la casa desde el día anterior y mami andaba de habitación en habitación como perro con dos colas. Había que andarse a cuatro ojos para que los soplones no nos batieran. En la farmacia me demoré un ratazo por la cantidad de gente y tomé por San Martín para entrar a la ferretería. Llegando a San Nicolás, tropiezo con el chico del jardinero que venía sin aliento: “Desaparecé, Silvita. Andá te digo. Perdéte. Los milicos están sacándolos a tu viejo y a Doña Marta de la casa”. Todo se me cayó. Los frascos rotos. El chico no podía conmigo y yo intentaba loca echar a correr. Me arrastró hasta un zaguán justo en el momento que los autos cruzaron San Martín abajo. Lo demás, para qué…ya lo sabes…”. Y supe lo demás armando unas con otras las imágenes sueltas: Gabriel Urquijo, el zapatero anarquista de noventa años y su mujer. A su casa corrió Silvia tragando la impotencia con lágrimas. Los compañeros del Partido que prepararon sus documentos nuevos y la sacaron, casi a la fuerza, vía Brasil. “Vos estás muy quemada, piba, ¿no lo entendés?”. Desde Sao Paulo voló a Lima (olores rancios, cielos encapotados) y, al final, el avión de Cubana de Aviación, donde apenas cabía su dolor, sobrevoló las aguas del Caribe.

…los desaparecidos nunca van a ser encontrados, finalizó.

Permanece un momento desorientada en el extremo de las palabras. Sostengo sus manos; se levanta y nos perdemos despacio entre los árboles, mientras apresto mi corazón, puerto seguro, para acogerla después del tránsito por ese enorme país de los desaparecidos donde le han deportado a demasiada gente.





Sensitiva (del libro Sin perder la ternura)

29 07 1987

Sensitiva (Mimosa pudica,L.): Leguminosa silvestre

de hojas compuestas, con foliolos pequeños y flores rosadas

en cabezuelas. Al menor contacto con una parte

de la planta, toda se cierra. Los estudios botánicos

discuten si se trata de simple irritabilidad

por causas mecánicas, o verdadera sensibilidad vegetal.

La única vez que lo dije, Carlos se rió tanto. No supe cómo explicarle que cada uno tiene su difraz de árbol, o de arbusto, o de bejuco parásito, o de hierba. Fui incapaz de traducirle a nomenclatura botánica el día que ella entró al aula con su falda de cuadros. La integral se detuvo en la pizarra a medio calcular, alzó los ojos y de puro mirarla, su ecuación casi le pide el divorcio. Pero Teresa no hizo caso. Nos fue salpicando de goticas minúsculas que se escurrían de sus ramas; mientras atravesaba las filas hasta el fondo, no sé bien si del aula o de nosotros. Fueron cuarenta ojos lamiéndola desde las piernas al cabello oscuro. Cuarenta ojos transparentándole la ropa, mientras sus senos arañaban nuestros buenos y malos instintos, como un rastrillo de jardinero sobre el cemento crudo de los parques. Carlos no podía entender de espinas, hojas, tallos velados bajo sus caderas. Menos aún que sus hojas se cerraran intactas apenas acercarse las manos. Yo no supe explicarle.

Primero fue, para los ligones de pupitre, un mogote de ésos que no se sabe por dónde escalar: paredes verticales de caliza. Y los alpinistas profesionales de muchachas nuevas le daban vueltas buscando un asidero para encaramarse hasta sus labios. «La raspadura», le decía Julio, «por las moscas, tú sabes». Y eran bandadas de moscones a su alrededor, dándole vueltas como si Dios hubiera fabricado a Teresa con puro dulce de coco. Un par se lanzaron a trepar sus flacos, pero no hubo manera de llegarle. Y regresaron disfrazados de zorras sin la uvas. Después de tantos siglos, siguen verdes. Aunque los argumentos sean otros: «Lo rebuenísima que está, por eso se da tanta lija». «¿Qué se ha creído ésta?» O «Mejores que ella las he tenido en posición horizontal y sin aretes».

 

Sí. Duriba, con b. Vicedecano. ¿Marcia me dijo? Marcia: ¿Me dijo usted que su tesis es de Sicología? ¿Y no había ningún otro tema acorde con la sociedad que estamos construyendo? Pues mire, jovencita: En esta Universidad las cosas son diferentes: Aquí estudian los que van a edificar el país. Formamos revolucionarios. ¿Comprende? Y quien no esté a la altura de esa misión histórica, sobra. Yo sé que hay millones por ahí con desequilibrios. Pero esos que se vayan al siquiatra. Yo llevo veinte años sin descansar, trabajando para la Revolución, sin atender casi a mis hijos y a mi mujer para ocuparme ahora… (…de esta muchachita con sus casos patológicos raskolnikov dostoievski crimen y castigo aunque no haya matado a nadie ni que uno se acordara después de cuatro años). Sí. Será la segunda o la tercera causa de muerte en adolescentes. Como si fuera la décima. ¿Y qué quería saber?

Al principio parecía seca como la arena de un reloj. Iba cayendo, turno a turno, desde Algebra Lineal hasta Física I, para depositarse al fondo de la guagua después del mediodía. Descubrimos su risa cuando Carlos, dormido, se cayó del pupitre en pleno seminario de Cálculo. Una risa vegetal, de arbusto nuevo, que se siguió burlando en la memoria hasta el fin de la clase.

Si en un país como éste cada uno pusiera por delante sus minucias personales, estaríamos tratando todavía de intervenir las empresas privadas, jovencita (y el decano Julio César tuviera su negocio no se habría limpiado en la Limpia del Escambray de su trastienda burguesa ni sería decano claro que no es lo mismo dispararle a un tipo que te puede matar o a un bulto que se escurre en un cerco que ir limpiando ésto de gentes que no se han puesto a la altura del Proceso Revolucionario blandenguerías de burgueses rehabilitados todavía quieren vivir como les da la gana relajada la disciplina y) No. La escucho. La escucho.

Yo era entonces «el flaco de los espejuelitos que se sienta en la tercera fila». Ni siquiera Gabriel. Y ella quedaba a nueve asientos de distancia: en otro continente. Cuando empezaron a llover las tareas de Dibujo, recobré mi nombre: «Gabriel, un isométrico»; «Gabriel, esta tuerquita, hermano, que no sale»; «Gabriel, la vista lateral izquierda». Y a ella no le salían ni dibujos infantiles de papás y mamás como alambritos. Aproveché un receso para cambiarle sus seis planillas, condecoradas a toda página con ceros rojos, por otras seis, impregnadas aún de café fuerte, humo y madrugada. Al día siguiente, en el último plazo, cruzó el aula para entregarlas al profesor —que quizás esperaba un suspenso con oportunidad para revalidar, cualquiera de estas noches, a solas en la cátedra—. Al ver los impecables dibujos, guardó desolado los folios de papel alba en la carpeta azul, no en la fatídica negra. De regreso, ella me dejó una mirada muy larga dentro de los ojos, una sonrisa y su mano sobre mi hombro antes de alcanzar su sitio allá en el fin del mundo. Nunca me dio las gracias.

Teresa fue el odio de las muchachas que no querían desnudarse después frente al espejo. Vino entonces su risa, su modo de llevar la belleza como algo que le hubiera caído y no se diera cuenta. Hacer un moño a Lidia, la Vizca, en diez segundos, para que pareciera menos fea; o sus libretas: juegos a los ceritos, palomas y flores torcidas, entre las que naufrabagan algunas notas huérfanas de clases. Con el paso de las semanas, cayeron, uno a uno, los alpinistas. Se acercaron a ella, una por una, las muchachas.

El tipo más hijoeputa del aula era el enano. Recomendaban cualquier libro, y él se aparecía a la mañana siguiente con el suyo y otro de regalo («por si no lo tenía, profesora»). Y entre la desbandada del receso: «Profesor: mire a ver si está bien el ejercicio». O peor: «¿Por qué yo saqué cuatro y Berta cinco, si pusimos lo mismo en el examen y yo le repasé la asignatura?». Por eso cuando ya estaba alcanzando la escalera, en plena contrarreloj, lo cargaban entre dos hasta una cuadra de distancia, y con su paso de enano, media tracción, decían los jodedores, siempre llegaba tarde. O lo trepaban en el laboratorio de inorgánica a la banqueta, mientras el instructor se hacía el bobo; lo alejaban de mesas y paredes. No podía tirarse. Teresa lo bajó dos o tres veces. No por eso fue menos hijoeputa.

Al principio, Teresa no les hacía caso. Ellos pasaban, le abrían la portezuela: «te llevo cómoda, niña»; «¿me estabas esperando?»; «a donde tú me digas». Todos iguales: medios tiempos, entradas, cinco bolígrafos y agenda, barriga cervecera sustraída provisionalmente por una inspiración profunda para abultar los pectorales. Todos con fotos en la cartera de mujeres bien peinadas y niños, todos con olor a Populares Superfinos, colonia Fresca y gasolina estatal.

Sigo pensando que mejor se ocuparía de las escuelas en el campo o qué sé yo, en vez de hurgar los retorcimientos mentales de una pu… prostituta. Claro que me consta. Desde que llegó todos lo sabían. Con aquellos muslos provocativos y la sayita enseñando más de lo que tapaba (por lo menos indicaba donde había que mirar si no eras maricón), sobre todo cuando se sentaba en los banquitos del patio. ¿Involuntario? Negativo. Era un gesto muy estudiado, jovencita. El vendedor y su mercancía, para ser exactos (y que uno no se la pudieran sacar de la cabeza). Riéndose y haciendo contorsiones en el banco, le saltaba la saya cortiquísima y los muslos a veces hasta la entrepierna. El día menos pensado venía sin ropa interior. Y no de gratis, entendámonos. Mientras sus compañeros esperaban disciplinadamente el ómnibus, ella se iba en un carro distinto todos los días. ¿Casual? Casual un día, pero no todos todos todos. Quién me va a hacer el cuento (ni que fueran comemierdas para ponerle gratis el transporte a ella precisamente). Hasta el Decano. No. Nunca la llevó, pero a veces bajábamos y ella estaba a la caza en la parada y (y a Julio César se le veían las ganas de pasar como los otros y abrirle la puerta pero las canas por lo menos se las respeta) yo le notaba cierta inclinación, pero habría sido injusto con los demás alumnos, y en su posición política (qué posición ni posición que ya no puede con una hembra como ella a los sesenta años ganas no le faltaban será por eso que se aflojó después siempre se aflojan el burguesón de atrás que se les sale).

Después sí aceptó: Ladas rojos, azules, Moskovich, Fiat, Peugeot, VW, Volgas negros, un viejo Ford cola de pato. Nunca muy seguido en el mismo. «Servicio de recogida y gratis, viejo», se reía Julio. «Si yo tuviera su culo, cogería botella en helicóptero».

A las nueve de la noche, en el parque de Calzada, me senté, prendí un cigarro mientras leía (Mozart, Wagner, Chaikovski) en la fachada del Amadeo Roldán. Teresa apareció de pronto con las libretas aún, la misma ropa, los ojos semicerrados, al borde de la noche y del banco. «Ninguno sirve, Gabriel». Deshice la colilla bajo el tacón. «Ustedes los hombres, Gabriel, ninguno sirve». Quité los libros de sus piernas, no fueran a mojarse con el llanto que le salía sin sollozos ni espasmos. Como un río viejo, a punto de perderse. El cincuentón del Lada 1500, atento siempre y educado —flores en la guantera, podrías ser mi hija, no tengas miedo, hay hombres por ahí que no respetan, mis niñas son de tu edad, o poco menos, el trabajo, las preocupaciones, ¿tus estudios?— la había invitado a casa. «Ya le he hablado de tí». «Quiero que conozcas a mi esposa». Pero no. Era el apartamento de un amigo, sospecho. El hombre no encontraba ni el interruptor de la luz, ni el azúcar, ni el café, ni las tazas. Teresa quiso irse, pero la educación del hombre se fue escorando entre «no seas boba», «si estamos bien aquí» y «la experiencia de los hombres maduros»; hasta irse a pique en forcejeos y botones arrancados. Al fin, ella pudo patearlo y huir, la blusa rota, las hojas plegadas sobre sí: un amasijo verde con espinas. «No todos». «Tienes razón, no todos». Fuimos en silencio hasta su casa, en la calle Obispo, junto al bar de alcohólicos sinónimos: ojos inyectados en Coronilla con menta la desnudaban a la vez de cien modos, la echaban en cien camas distintas. Teresa no me invitó a subir. «Hasta mañana».

De niño pasaba horas mirándolas. Esperando que les volviera la confianza de abrir las hojas, dejarse acariciar, oler el viento. Llegué a domesticarlas con el tacto del aire, del sol, la noche. Pero aquellos tipos eran capaces de arrancar a Teresa con raíces y todo, por no ser viento en sus hojas. Yo le hablé del arca, del diluvio. Me llamó Noé. Porque cuando arreciaba sobre ella la tristeza, venía a oírme contar —guerras, amores, días lluviosos que iba sacando para ella de los libros—, a meterse en mi arca: un cofre donde mullirse con interiores de palabras. No se dio cuenta que bajarían las aguas, que el arca encallaría sobre el techo de un monte, que la abandonarían a su suerte: polvo de árboles y mar. Hasta que afuera escampaba y volvía a su uniforme de Teresa.

Cogía botellas como quien sube al ring o va a la guerra. Pretendían comprarla con gasolina y aceptó: tú compras, pero yo no pago. Un juego sórdido: nunca se sabía quien ganaba a quién. Burlarse era su única venganza, su única agua para lavarse de la piel los ojos turbios. Muchos pensaron que pagó. Algunas muchachas también: una libreta que no se presta, una mirada a sedal, una respuesta breve (demasiado breve). Otros que no, que sabía retirarse justo a tiempo. Siempre estuve seguro: pagó de sobra: la sonrisa se le volvió vieja.

Pero lo peor fue que de cinco aprobó dos en el primer semestre. Y nadie sabe cómo.

Cuando pidieron el informe (si lo dejo Julio César manda unas referencias que ni vanguardia nacional de lo babeado que lo tenía la muy puta), fuimos absolutamente objetivos: empezando por lo docente: Esa muchacha no suspendió el receso porque no se examina. Y eso no es parcial ni subjetivo, como pensaría alguno. Nunca falta quien lo piense si es cosa de actitud o de moral. Pero un suspenso es más objetivo que el Habana Libre y ella los coleccionaba. No por bruta. Se veía a una legua que para otras cosas era bien bicha. Pero mirando por la ventana o jugando a los ceritos no se pueden obtener sino ceritos.

Aquel domingo habíamos ido en camiones descubiertos al trabajo oblivuntario. Hasta las tres de la tarde aceitamos las bisagras agachándonos sobre los surcos. Y en cada movimiento las miradas se cortaban sobre el pantalón, increíblemente intacto, de Teresa. Entre ellas, la de Marlon Duriba, profesor de Introducción a la Especialidad, vicedecano, lejano como Dios (o como el Dios de Dios) y responsable de nosotros, o mejor, del trabajo voluntario. Miradas untuosas, como ranas sorprendidas en un fregadero. A las tres, el cielo adoquinado anunció lluvia, y la parcela estaba limpia de malas yerbas y sobrada de malos estudiantes. «A los camiones, caballeros», fue el grito de abordaje. Teresa y Maribel se llevaron la medalla de oro en campo arado: los cien metros no tan lisos. No había cinta que romper en la meta; sólo la cabina del camión, el único resguardo donde sobrevivir a la emboscada de la lluvia. Allí se acurrucaron ellas, para contento del chofer. Duriba entonces les abrió la puerta. No pudimos oír bien, pero fue algo como bájense, todos los alumnos tienen que ir arriba. Teresa lo obedeció con desgano (desprecio) mientras mascullaba: «Estos ma….yimbones». Se lo soltó en el oído sin soltárselo a la cara. Marlon las empujó sobre el camión con unos ojos más fríos que de costumbre. Montó junto al chofer (que no agradeció el cambio) y ordenó la salida. El lunes citaron a Teresa para consejo disciplinario. Solicitaban su expulsión por ofensas al vicedecano y falta de respeto. Todos testificamos que había dicho mayimbones, no maricones (que entre eufemismos burocráticos consignaba el informe). La cosa terminó en amonestación y nota al expediente. Aunque no terminó sino meses, nueves meses después.

Ni que nos dejáramos arrastrar por viejas rencillas: aquello del trabajo voluntario donde fue a exhibirse, como siempre, con los pantalones a reventar (marcándole hasta los lunares de la nalgas encajado en un surco entre las piernas cómo podía caminar menos correr por eso me encabroné para trabajar tendría que agacharse despacio pensando gozando gozando que la miraran después más viva que nadie corrió como un venado con pantalones y todo ni idea de compañerismo que se jodan los demás mientras yo resuelva no entiendo que los otros la defiendan no importa lo que haya dicho pero la falta de respeto estaba ahí en los ojos siempre no ese día todos los días insolente cuando no la risa ninguna muchacha decente se ríe así descarada enseñando todo lo que podía ni pudor ni un carajo lo menos que puede tener una mujer por muy puta ni antes que uno las sabía de bayú). Ni se respetaba en público, para que usted me entienda, ni se cuidaba la lengua, que hay cosas que una mujer decente no puede decir.

El caso David Crockett comenzó cuando Israel, un rubio Robert Redford, estudiante de quinto año, alumno ayudante de Física I, seis pies cuatro pulgadas y VW destartalado (pero VW a fin de cuentas), la invitó a salir. Acreedor del odio general (masculino), compró ese día acciones para el odio perpetuo. «Me jode que no se arrugue, que no sude, que no se manche el pantalón de tiza» (Abel). «Se tragó un tenedor ese cabrón, mira lo tieso que anda para no pincharse» (René). «¿Y la caída de ojos? Un parpadeo más y acaba en maricón» (Javier). «Tan planchado, no le deben quedar ni pliegues en el culo» (Manuel). Nos dimos cuenta desde que empezó a darnos clases. El pase de lista se clavaba en Teresa, como si fuera un escollo con el número quince. Sus palabras, como pelotas saltando de pupitre en pupitre, siempre iban a chocar en los ojos magnéticos de Tere. Y ella sabía cómo no entender, cómo dudar; y cómo necesitar talleres, aclaraciones especiales: «Cuando usted pueda, eso de los diagramas que es tan complejo. No me imagino. Usted explica bien, pero yo nunca…». Hasta que una tarde, Teresa no tuvo que conseguir transporte a puro dedo (y con la ayuda de su restante anatomía). Se fue en el VW del profe riéndole los chistes. A la mañana siguiente, él llegó agitando la melena como el león de la Metro. Pero Teresa estaba en lo suyo: al final del aula, pintando cosas en la libreta. Dos veces la llamó a la pizarra, pero ella, como siempre, ni idea. Israel comentó en el receso con los de quinto que la había llevado al Reloj Club, que le hizo esto y lo otro. Y el comentario rodó lo suficiente para que Mario le dijera a Rafael: «¿te enteraste?», y para que la Vizca lo oyera, y para que Teresa lo escuchaba todo con los oídos de la Vizca. Cuando Israel entró para la clase práctica, Teresa estaba en asamblea general con las muchachas, impartiéndoles información nada subliminar: «Yo te digo que no. Fachada nada más, carrocería. Pero a la hora de la verdad, nada de nada. Lo que tiene ése es una croquetica». La carcajada le apagó el rugido, le despeinó el melenaje al león de la Metro, lo arrugó un poco. Y desde entonces fue David Crockett, Israel Croqueta o, simplemente, Croquetica para toda la Facultad y su alrededores.

Ni las prostitutas de antes hacían los cuentos de lo que hicieron con fulano o con mengano. Por su culpa el pobre Israel, un excelente cuadro de la Juventud, un ingeniero valioso, andaba apenado por los pasillos. No como ella: fresquísima, encantada de la vida.

La fiesta por el fin de semestre fue en casa de Natacha. A las diez, Tere no había llegado. Primero nos preguntamos «¿Estará enferma?». La noche fue adquiriendo un etílico azul: «No se preocupen, caballeros: debe estar divirtiéndose más que todos nosotros. Para eso tiene carro» (ese era un alpinista despechado). Pero yo estaba preocupado. Atravesé el patio comunal de la casona que el tiempo degradó desde mansión a cuartería. Ella me abrió la puerta, el pelo sobre el rostro, la palabra Gabriel pastosa entre los labios y una bata a punto de desvanecerse. Volvió brusca la cabeza y el movimiento del pelo me dejó ver, sólo un momento —la distancia entre el gruñido y una mano arrastrándola hacia atrás—, el amasijo negro violáceo de cejas y pestañas donde hasta ayer estuvo su ojo izquierdo. El padre dijo algo en ese esperanto mundial de los borrachos, mientras me salpicaba de babas la camisa. Bajé despacio, pero los escalones crujieron como si al caserón se le pudriera el esqueleto.

Teresa enarbolaba aquel día una sonrisa de diseño. Abajo, el estruendo de la moto fue disolviéndose entre distancia y frenazos de guagua. La vi abrirse despacio, amedrentada al principio. «Es sencillo», decía, «divorciado, el pobre». Parques y bares. Cines en tandas de cuatro horas que se redujeron a tres, a dos, a voy mañana, no puedo hoy. Tardes apuntalando la espera con mitos para seguir creyendo. Por fin, asomaron la esposa y los dos hijos: conejos salidos de un sombrero. Y Teresa parecía que plegara las alas y el pico rojo. Paloma que regresaba húmeda sin la rama de olivo.

(y todavía Julio César la justifica como justifica a todo el mundo claro aunque su actitud sea intachable uno sabe de dónde le viene ese humanismo pequeñoburgués de pasarle la mano a la gente que no se lo merece de perdonar actitudes porque tiene actitudes que perdonarse en la trastienda la lucha de clases no es un juego de quimbumbia que al final los equipos se abrazan y salen juntos a tomarse un refresco aunque el equipo de nosotros haya ganado hay cosas que no pueden perdonarse ni a mis propios padres que en el sesenta y cinco se fueron y no les importó demasiado dejarme o les importó pero yo tampoco me iba a ir y eso no tiene arreglo ni disculpa ni perdón ni olvido aunque ya casi haya aprendido a olvidarlos después de tanta carta sin abrir echada a la basura se fueron y al carajo aunque sea mi madre la revolución nunca me ha abandonado por un pedazo de jamón ni me abandonó entonces ni me va a abandonar nunca)

Dicen que fue cirrosis. Murió en mayo. Nadie sabía que estuviera tan grave. Nos enteramos por casualidad a media tarde. Cuando llegamos, diez o quince personas enmascaraban cuentos y risas de soslayo en los sillones. La madre de Teresa, al fondo, arrugada como quien vio desde siempre perseguidos los sueños y convirtió la inocencia en astucias para sobrevivir. Debió ser bella, pero no hay cultivo que resista el guardiente por aspersión durante tantos años. Tere permanecía con los ojos secos, impávidos. (Por fin se murió ese hijoeputa). Último acto de la obra donde siempre representó el papel de huérfana. Un hombre que se aleja a lomos de la muerte. Telón. Aplauso en la platea.

Yo sé, joven, que la infancia y la adolescencia de esa muchacha fueron difíciles. Y lo discutí varias veces con Julio César. Yo sé lo del padre: un borrachín. (un tipo mierda pero cuánta gente no viene de tipos mierdas verrugas pústulas sociales Julio César) Pero era una familia humilde, proletaria, no se crió entre burgueses con deformaciones de clase. Y la extracción clasista es esencial para incorporarse al Proceso. (no jodas Julio César no hay putas por deformación genética aunque esta muchacha venga a plancharle los pliegues sicológicos con su trabajo de diploma y sus estadísticas) Uno tiene que evaluar actitudes y no se puede andar con flojeras que ni la ayudan a ella ni al país. Cuántos compañeros no he visto sancionar, porque metieron la pata hasta la ingle, y después salen a flote, echan palante. Tienen buena sangre aunque se hayan equivocado. A ninguno se le ocurriría la solución de ella, que es la más fácil. De acuerdo. No será. Pero es la más a mano. La que la saca definitivamente del problema.

Pidió la baja antes de terminar el segundo semestre. Con la muerte del viejo disminuyeron los ingresos, y ella me dijo que «trabajando ayudaré; después… en curso para trabajadores termino la carrera». Le gestionamos un estipendio, un préstamo. Pero no. Aunque el padre siguiera agonizándolas como en los últimos diez años, se habría ido. No se puede resolver un integral de volumen con mariposas, pajaritos y flores torcidas. Su irresponsabilidad —pensábamos entonces— es impecable, o casi.

Ellos no me vieron en La Torre, pero podrían haber virado de cabeza el mirador y poner La Habana a contemplar sus ojos, fijos en aquel hombre que se sentía dueño de su respiración y de sus manos. Nunca como mi arca y mi paloma. De nuevo parecía que entre sus senos hubiera salido el sol; esta vez sin eclipses.

Bien entrado diciembre, a la salida de un laboratorio con David Crockett (el autor y su obra), apareció Tere por sorpresa. Traía una felicidad perfectamente nueva: estratégica, no táctica. Y no la de antes: aquella felicidad de emergencia, de primeros auxilios. Contó que daba clases al cuarto grado en una escuela primaria. Que fue Vanguardia el semestre pasado. Había matriculado Inglés por examen de ingreso, y estaba propuesta para pasar un curso de capacitación por un año en Alemania. Se casaría en febrero, antes de irse a Europa, con su jefe de cátedra, el dueño de sus manos en la Torre. Traía una carta de la escuela solicitando a la facultad algunos documentos imprescindibles para el viaje. Desempacó la sonrisa, que de algún modo le había retoñado, y nos obsequió una porción per cápita.

Y eso nadie lo podía predecir. Los posgrados para adivino no han empezado. A todos nos asombró que ella, precisamente ella, (desfachatadamente viva) fuera a hacerlo. Tan increíble como el cambio que supuestamente dio en seis meses. Yo sigo sin creérmelo. Pero nuestra responsabilidad no era esa, sino el tiempo que estuvo aquí. Lo único que consignamos en el informe fue eso: su actitud durante su paso por la Facultad. No fuera después a pedir asilo político por ahí y vinieran con que no lo advertimos. Si otros no cumplen con sus obligaciones, allá ellos.

Del resto nos enteramos a retazos: cuentos de cuentos, comentarios de segunda y hasta tercera mano, pasajes deshilvanados que se iban juntando para armar la geometría de un desenlace. Aprovechando los precios y la escasa demanda del invierno, Teresa y su casipresunto marido se fueron a Jibacoa por el fin de semana. El domingo, ya de regreso, comieron en Bacunayagua. El tipo de La Torre pudo ir soltándole entonces, entre el café y los postres, entre el paisaje y la noche, todo lo que le traía atragantada la ternura desde el jueves: la carta de la Facultad que declaraba a Teresa persona non confiable. Y le contó el discurso de la directora en el Consejo, explicándoles que no sólo se suspendía el viaje de Teresa a Alemania, sino que su conducta en la Universidad, incompatible con la función docente, la obligaba a iniciar un proceso para su separación de la enseñanza.

─El lunes te llamarán a la dirección para comunicártelo, Teresa. Tú sabes que yo te amo, que no creo en nada de eso. ¿Me comprendes? Tiene que haber un error. Pero los documentos dicen… ¿me comprendes? Yo sé que no puede ser, pero, de momento, tú sabes. Los documentos. Así que te lo ruego. Compréndeme. Tú sabes que yo te amo, por ahora no podemos.

─¿No podemos qué?

─Cuando se aclare… entonces… pero por ahora no podemos. Mi trayectoria como dirigente de la educación, ¿entiendes lo que digo, Teresa? No es que yo no te quiera, pero no puede ser… Tú y yo. O si nos viéramos en sitios discretos, y que los de la escuela no… Por ahora, ¿entiendes?

Ella entendió.

Bajó las escaleras mientras él se demoraba con la cuenta.

Cuando él llegó hasta la carretera, ella caminaba sobre el puente hacia el centro de la noche.

Él se apresuró para alcanzarla, pero ella lo detuvo:

─Párate. No camines, o me tiro.

Él tuvo miedo. Por ella o por él. Cualquiera sabe.

No pudo ver los ojos de Teresa, enmascarados por la distancia y la noche.

Yo los imagino turbulentos de golpizas ebrias, sueños rotos y náuseas.

Él corrió hacia ella huyendo de su miedo.

Ella echó a volar, como queriendo abrazar todo Bacunayagua, en busca de la ramita de olivo que me quedé esperando.

Intentó llenar un kilómetro de vacío con veinte años de ausencias.

Quizás haya sido demasiado drástico proponer su expulsión. Aunque, sinceramente, no la querría de maestra para mis hijos. Pero eso no fue decisión nuestra. Ni tengo elementos para opinar. Algo más de lo que se dice habría, cuando el novio la abandonó. Se iban a casar, creo. Allá él. (aunque Julio César diga que en el fondo tenía una veta de bondad no jodas Julio César una cabrona de primera bondad bondad cuidar animalitos desamparados aunque se mueran no sé cuantos niños por minuto en los países subdesarrollados entregar moneditas a los mendigos de Ciudad México y lavarse las manos con Avon una bondad que yo no trago ni se puede medir ni tocar ni se puede escribir actitud comunista ante la vida sino actitud bondadosa ante la vida y qué coño es eso)

La encontraron con las primeras luces y sellaron el ataúd. Ni la madre pudo verla. «Hecha pedazos», sollozaba la Vizca. Y aunque yo crea lo contrario, no lo digo. Aunque piense que se ha plegado para siempre sobre sí misma. Porque no quiero que Carlos se ría, menos ahora que sus hojitas yacen aferradas como puños. Y ni el aire puede venir a rozarle los labios; ni yo, que nunca me atreví, porque mis dedos son torpes como garras.





Lo que ocurrió cuando el bichito azul perdió la cola (del libro El planeta azul)

29 04 1987

Sobraba tanto mar para ellos solos, que la hierba verde y el primer bicho azul se aburrían un poco. Entonces él la visitaba.

—En algunos lugares el mar es tan caliente que las aguas se asustan y vuelan a las nubes. En otros, hace tanto frío que se vuelven duras y más blancas que la arena de las playas. No se parecen a las aguas de aquí, porque siento que queman si las toco, pero no queman de verdad.

Como el mundo era nuevo y muchas cosas no tenían nombre, el bicho azul no supo que había visto el hielo.

La hierba lo escuchaba asombrada y hasta le daba un poquitín de envidia, porque su amigo podía ver tantas cosas extrañas.

En cierta ocasión, el animal vio un volcán bajo el agua. Se asustó del calor y de las piedras, que subían envueltas en una piel de fuego. «Cuando le cuente esto» —se dijo— «a mi amiga la hierba». Y nadó muy rápido para encontrarla. Tan apurado iba, que cuando su cola se trabó entre dos piedras del fondo, no le dio tiempo a detenerse y ¡zas!, perdió la cola.

Al no sentir dolor, miró extrañado y vio una nueva cola saliendo muy azulita en el lugar de la otra. Así les ocurre ahora a lagartijas y chipojos, que si pierden la cola, les sale otra en el mismo lugar.

Pero cuando miró la cola que había perdido, entonces sí se quedó con la boca abierta. A la vieja cola le habían nacido dos ojos y una boca pequeña.

Le preguntó:

—¿Y tú quién eres?

—¿Yo? Un bicho azul.

—¿De dónde saliste?

—De tu vieja cola, ¿no lo ves?

Y sin hacerle demasiado caso, el otro se marchó, porque quería verlo todo con sus ojos nuevos.

El primer animalito quedó tan impresionado, que en el camino enganchó varias veces la cola entre las piedras y cada vez nació un nuevo bicho de la cola perdida.

Cuando se lo contó a la hierba, ésta le preguntó:

—¿Me ocurrirá lo mismo a mí?

—No sé. ¿Quieres probar? Si nacen nuevas hierbas, no te aburrirás tan sola entre las piedras.

(Las piedras hablan poco y en voz baja, como bien saben los geólogos y las hierbas).

—Me da  miedo. ¿Y si duele?

—A mí no me dolió.

—Bueno. Córtame un pedazo, pero chiquito chiquito para que no me duela.

Cuando el pedacito de hierba tocó la arena, le nacieron raíces y empinando las hojas, saludó:

—Hola. Soy una hierba verde.

Así el mar se pobló de hierbas verdes y de bichos azules. Y los mares están desde entonces muy contentos con tanta compañía en sus aguas. A veces, cuando creemos que el oleaje bate la costa, es la risa del mar: una risa de espuma.