La reinvención del mito

2 12 2003

Cuando un escritor se pone a la tarea de contar una historia, no son pocos los retos: la novedad del tema  o del tratamiento, la profundidad, los desafíos del lenguaje, el perfecto encaje entre la materia narrativa y el punto de vista, la carpintería del oficio. Basta que falle alguno de estos mecanismos para que la estructura íntegra se desmorone.

Asomarse a la propuesta de Juana de Arco. El corazón del verdugo, de María Elena Cruz Varela, es  una experiencia inquietante. Ante todo, descubrimos que la autora nos entrega una historia mil veces contada, tanto que ha devenido mito en la cultura occidental: la adolescente-mártir inmolada en nombre de su fe y de su patria. Ello entraña un reto adicional: revelarle al lector que lo supuestamente sabido no lo es tanto, y conducirlo, de sorpresa en sorpresa y sin que decaiga la atención, hasta el final.

En segundo lugar, María Elena, a quien conocemos por el depurado pero muy contemporáneo lenguaje de su poesía, pretende transmitirnos con autenticidad —la autenticidad del lenguaje, desde luego—unos personajes que vivieron en la Francia del siglo XV, una nación en proceso de fraguarse y de fraguar su lengua, a partir del maridaje entre decenas de dialectos locales.

Y, por último, ya dentro de la estructura de la novela, la autora insiste en mostrarnos que el texto es, ni más ni menos, una novela, y que está siendo escrita en este instante; pretendiendo además que al devolvernos a la historia nos sumerjamos en ella y la hagamos nuestra con la autenticidad de lo vivido.

De modo que comenzamos  la lectura con las precauciones de quien se adentra en terreno minado, sin saber si saldremos indemnes por la última página.

La historia, tal como nos la cuenta María Elena Cruz Varela, evade  toda pretensión de linealidad que tanto se repite en la literatura que inunda los anaqueles de los supermercados. Cuatro narradores no sólo conjugan sus voces, sino que nos hablan desde cuatro tiempos diferentes. En la primera parte, bajo el nombre genérico de “Visitaciones”, en doce capítulos escuchamos el padre Henri de Voulland, elegido guardián de un secreto sobre la muerte de la doncella en la hoguera, veinte años atrás. Alternándose con estos, “El cuaderno de notas de Anna Magdalena” (del uno al diez) nos remite al conflicto de alguien que identificamos como la autora, quien está escribiendo la historia de Juana de Arco, mientras su relación de pareja se ve abocada al naufragio. Un making off de la novela explicita así que el resto es historia contada, pura ficción literaria. Pequeñas zonas de estos capítulos nos arrojan a otro tiempo a su vez: la relación entre Anna Magdalena y Johann Sebastián Bach, imaginada por la autora. Ya en la segunda parte, hay un claro cambio de tercio: desaparece la autora y su historia inmediata, que sólo regresa justo antes del final. Y es en esta parte cuando el tema central de la novela cobra un tempo allegro, gracias a la rápida alternancia de siete capítulos denominados “La ruta del deshacimiento”, y otros siete bajo el títuloEl corazón del verdugo”. En los primeros, a través de una tercera persona semiomnisciente, tradicional en las novelas del género, podemos seguir las aventuras del padre Henri de Voulland, que concluirán en la revelación de la trama urdida para propiciar la muerte de Juana. En los segundos, nos habla en primera persona el manuscrito del padre Jean Le Maistre, viceinquisidor en el juicio de Juana y testigo de la conspiración tramada veinte años atrás. La novela concluye con un epílogo, una coda y el último “cuaderno personal” de la autora. Y no hay nada casual en esta estructura.

Durante la primera parte, las “Visitaciones” despiertan en el lector un creciente interés, en la medida que el secreto confiado al padre Henri de Voulland otorga al argumento un ritmo de thriller. Paralelamente, los “Cuadernos”ralentizan la lectura, sumergiéndonos en un tempo tenso pero pausado, adagio, el de una relación en quiebra cuyo interés dependerá de la empatía de cada lector con los patrones comunes de todo naufragio, pero no del argumento en sí. Sin embargo estas zonas tienen, dentro de la estructura, dos cualidades que vale la pena señalar: sirven de estímulo y de prueba. Lo primero, porque el lector ha cerrado la última “Visitación” en un momento álgido de la trama, de modo que la lectura demorada del siguiente “Cuaderno” no hace más que redoblar su ansiedad para continuar las aventuras del padre Henri. Una técnica que los novelistas radiales han sabido aprovechar con enorme eficacia. Y lo segundo, porque tras revelarnos que esta historia del siglo XV está siendo escrita justo en este momento, la autora (y los lectores) tienen la oportunidad de comprobar hasta qué punto la escritura, la ficción, ha alcanzado ese grado de veracidad que permite al lector vivir la historia, no leerla. En ambos casos, el propósito se cumple.

Una vez en la segunda parte, la propia autora parece arrastrada por el argumento e incapaz de interrumpirlo, de modo que se agiliza la alternancia entre “La ruta del deshacimiento” y el carácter confesional de “El corazón del verdugo”, hasta alcanzar al final un ritmo trepidante. Hay otra dosis de sabiduría narrativa en estas elecciones, porque si la tercera persona le permite narrar perfectamente todos los planos y escenarios en “La ruta del deshacimiento”, el empleo de la primera persona y, en especial, de la primera persona escrita, enEl corazón del verdugo”, los toques sutiles de diario, de bitácora, confieren a esta zona la autenticidad imprescindible como elemento que mueve toda la trama, y aportan verosimilitud a la desazón de este hombre atormentado al recordar el corazón incombustible de Juana de Arco, por mucho alquitrán que se le aplicara.

Es obligado un paralelo entre el personaje central y su autora. Entre Juana de Arco, agredida sexualmente, forzada a vestirse con ropas de hombre y, al fin, asesinada por un poder que no pudo silenciarla, y María Elena Cruz Varela, condenada a dos años de prisión en Cuba por la Carta de los diez, redactada por el grupo Criterio Alternativo que ella presidía. María Elena también se enfrentó a poderes absolutos cuya respuesta fue la condena. Pero en ningún momento este paralelo se trasluce como metáfora o parábola. Sólo un elemento podría servirnos de pista para el enroque sutil de papeles que (quizás inconscientemente) propone la autora: en una novela sobre Juana de Arco, la protagonista nunca aparece, como sí aparece, apenas maquillada, la autora. Aunque jamás esta presunta suplantación funciona como alegoría.

María Elena ha conseguido fraguar una historia que se rige por sus propias leyes y que interesa, para decirlo en términos cortazarianos, al reducido círculo de sus personajes. Razón por la cual interesa también al lector. A ello contribuye, sobre todo en los papeles del padre Jean Le Maistre, un lenguaje “añejado” por recurrentes giros y algunos vocablos estratégicamente colocados, sin propósitos facsimilares, que crean  en el lector, eso sí, cierto “sabor medieval” de la palabra.

Podrán hacerse de esta obra lecturas feministas, políticas, historicistas y, sin dudas, habrá críticos más enterados que yo para tales menesteres, pero ninguna de esas lecturas sería pertinente si ante todo no fuera una novela que convoca con eficacia la sensibilidad y el interés de los lectores.

Y en eso hay un factor que escapa a la mera carpintería del oficio. No es casual que en entrevista concedida a raíz de obtener por esta obra el premio Alfonso X El Sabio, María Elena declarara que «Juana de Arco me utilizó para contar su historia», añadiendo más tarde que «convivió conmigo durante un año, en el que traté de ver su figura desde mí misma, con infinita ternura, sin ajustes de cuentas».  Y eso también explica la ausencia de Juana como personaje. La autora no ha intentado suplantarla, sino reivindicar el mito, rehacerla en los cauces de la memoria. Y permitir al mismo tiempo que en cada uno de nosotros siga existiendo la Juana de Arco que hemos imaginado.

 

La reinvención del mito, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena Letra, n.° 30-31, otoño/ invierno, 2003-2004, pp. 279-280. (Cruz Varela, María Elena; Juana de Arco. El corazón del verdugo; Ediciones Martínez Roca, Madrid, 2003. 291 pp.).

 





La lotería de Dios (fragmento de la novela El restaurador de almas)

30 08 2002

Portada Restaurador de almas 203

A pesar de los disturbios que en el alma de la remediana grey ha puesto la mudada:  exaltación de los fans, pero sobre todo resignación exhausta de los más –vegueros, albañiles o ganaderos trocados en exploradores y geógrafos: peregrinos sin santuario, exiliados sin destino–, alguno conserva ánimo suficiente para ejercer sus manías e inclinaciones, sin supeditarlas a razones de fuerza mayor o seguridad nacional, que tan cómodas resultan. Y por si fuera poco, no es uno, sino dos, aunque por ahora sólo uno se vea: el emérito y persistente sobrenaturista Juan de Espinosa Montero, en este claro de bosque cercano al sitio donde el remedierío emigrado acampa en torno al Cura. Bajo el claror de Luna que desciende hasta ellos por la claraboya de la fronda, Juan trata de convencer a Leonarda: se lo pide en nombre de la verdad científica, del ineluctable progreso de la raza humana, que discurre por el camino del saber; y que no tenga vergüenza, que él es como un cirujano que aplicará sanguijuelas celestiales a su alma conturbada (¿conturqué?), endiablada, Leonarda. No un simple varón que ofenda tu recato. No ha terminado cuando ya la negra deja caer el jubón y empieza a zafarse la camisa, que de tantas cintas y contracintas y nudos casi marineros, lleva sus buenos diez minutos. Pero por fin cae a tierra, y es lo primero que ve Juan. Por no ofender el pudor de Leonarda, ha dirigido su mirada a la hierba salpicada de luna. Pero ella:

─¿Usted no quería examinarme?

Juan preferiría esperar a que el strip-tease se hubiera consumado, para  rastrear las posibles marcas diabólicas en el cuerpo de la posesa, pero piensa ahora que mejor poco a poco, no sea demasiada la impresión. Y levanta los ojos muy lentamente hasta tropezar con los de ella, pero por el camino algo (algos) lo ha(n) sobresaltado.

─Efectivamente.

Y se dedica al estudio de ciertas manchitas irregulares en sus hombros, pero las miradas no cesan de escurrirse hacia abajo. Por mucho que Juan las reprenda, son miradas por cuenta propia, empecinadas en esa pareja de menhires horizontales; y como de todos modos tiene que examinarlos, Juan obedece a sus ojos y salta el prólogo, pasando directamente a los capítulos uno y dos. Lo bien que empieza esta novela: Un par de senos que se comban con el donaire de las calabazas chinas y el tamaño idem, robustos en la base y de morro afilado para terminar en dos pezones casi negros, extensos como dobles doblones si los hubiera, circundados por un vello finísimo que Juan examina ahora, y las goticas minúsculas de sudor en la piel (qué ganas de lamerlas, Dios mío) y los poros tan finos que ni se ven, y la piel sedosa, pareja como ébano pulido. Qué tetas, Señor, piensa el Juan plebeyo y vulgar que yace dentro del sobrenaturista, pero el alma científica lo silencia. Va a tocar. Su mano se contiene. ¿Sería necesario?

─Toque sin pena, Señor, toque sin pena ─muy seria ella, pero los ojos desternillados de la risa, por el tembleque en las manos de Juan y el sudor en su frente y ese aire de yo no fui cuando ella sabe que si fue, o será, que es algo todavía por ver.

Y Juan desliza sus dedos por la circunferencia toda, descubriendo que de tan erectos, ni un papel puesto debajo sostendrían estos senos (que Dios hizo un día de inspiración) ─no es bobo el Maligno─, y no como Matilde Rojas ─recuerda una experiencia ida─, que habría corrido hasta la costa portando una Biblia bajo cada teta. Y acerca la palma al pezón más cercano, y lo rodea con los dedos, presiona atento, como quien busca quistes y excrecencias, pero este material es de primera, y para probarlo, diríase, los pezones se disparan, se arrugan y crecen bajo sus palmas con el entusiasmo de montañas recién nacidas. Leonarda hace un gesto levísimo de placer y casi gime, pero no. Sólo vibra un poquitín, sin querer, pero queriendo. La mano efectúa un masaje circular dos o tres veces, y los pezones a punto de salirse de sus órbitas; pero Juan teme que este no sea precisamente el camino de la verdad científica y se inhibe. Los pezones quedan como a la expectativa durante unos instantes y sólo se aplacan a medias, porque Juan examina ahora la espalda, donde Satán debió inscribir sus mensajes. Va palpando la superficie, al tiempo que Leonarda se comba cañaveral en viento de cuaresma, pero más felino, más suavecito papi que me erizas toda. Juan coloca sus manos sobre las clavículas y presiona la base del cuello, tan delicadamente, que ella se encoge de hombros, los ojos divagantes, y sus caderas reculan unos centímetros hasta chocar con la bragueta de Juan: un topetazo descuidado; y es como si dieran la alarma de combate allí donde el espíritu del hombre de ciencia no debía permitirlo. Juan nota que un animal hasta ahora dormido bosteza, se estira y ruge. Tiene hambre. Separa sus manos de los hombros. Ella se compone mientras Juan respira hondo, pero su problema no es en el sistema respiratorio. Y ahora que palpa los costados de la negra, ahora que llega hasta la cintura y por obra satánica ella casi se quiebra: feroces las nalgas que vienen a su encuentro, casi lo muerden y Juan a punto de huir, pero no puede apartar los ojos, que saltan como cabritos por encima del hombro, para caer en esas proas afiladas qué tetas, Dios, pero qué tetas. Tan marineras, que dan ganas de navegar a bordo de esas tetas toda la Mar Océana sin tocar puerto. Juan se aleja unos pasos. Resuella. La negra se repone y una bocanada de aire fresco le alcanza para joder un poco:

─¿Se siente mal su merced?

─Me siento todo ─musita él, inaudible para Leonarda─. No es nada. Continúe.

Y sin hacérselo repetir, ella zafa cintas y libera cierres para quedar desnuda de cuerpo entero ante la Luna y ante los ojos encabritados de Juan de Espinosa Montero, sobrenaturista que era hasta ahora mismo, pero ya no se sabe, hechizado como está ante el soberbio nalgamento de la negra, que se vuelve hacia él con una lentitud desesperante. Ayúdame, Señor, en este trance. Y convoca en su auxilio todos los poderes del cielo, las palabras mágicas, los conjuros propiciatorios y hasta las santas reliquias, que si dispusiera al menos de una cabeza de San Dionisio, una sola de las siete en existencia, todas confirmadas como auténticas, de donde se desprende que debió ser un santo de insusual inteligencia. Y Leonarda ya de perfil, culiparada y los pechos miracielo. Dios mío. O algún culero del niño Jesús, que para esta morena no hay talla; o una de las catorce herraduras (sin contar los repuestos) del burro en que huyó la Santa Familia. Y ahora concluye el giro, despacio, muy despacio, suavecito es como me gusta más. O pedazos del cántaro con que Nuestra Señora iba a la fuente; hasta que se rompe, Señor, no me tientes así, ¿eres tú o es el otro?; o jirones de la túnica de la Virgen María; cordones de las sandalias de San Pedro; que ni cordones lleva Leonarda en esta hora, desnuda como su madre la echó, pero mucho más desarrollada. Y Juan evita dirigir sus ojos a ese vórtice que lo atrae como un imán, y sus ojos de fierro que se insubordinan y acuden allí, oh, Señor; aunque tan sólo fuera alguno de los setenta y cinco clavos que constan en los registros de reliquias y que sin lugar a dudas fueron empleados para clavar a Cristo. Un alfiletero, el pobre, piensa Juan tratando de evadirse de lo otro, y se arrepiente de inmediato porque si el Cura llega a oírme los pensamientos. Pero hasta los susodichos clavos serían atrapados por el campo magnético de ese pubis negrísimo y selvático; trenzas se podría hacer la negra en ese triángulo de vellos duros y húmedos donde se hunden ahora los ojos de Juan para no regresar[1]. Aunque él se resista con una terquedad digna de mejor suerte, es demasiado ardua la tarea en esta tierra donde escasean las mujeres y viven en soltería, baracutey, la mayor parte de los pobladores; pero no en soledad, que prolíficos y amancebados son, fornicadores de negras, yeguas y mujeres ajenas. Ni aunque el sobrenaturista apriete duro el trozo de ágata cornalina, remedio comprobado contra los derrumbes, tormentas y demás catástrofes. La caída de su científica parsimonia, en contraste con lo que sucede en otros confines de su anatomía, y la catástrofe de su virtud, son inminentes: consecuencia de esta tormenta que bambolea su alma como un ciclón otoñal con vientos de doscientos kilómetros por hora. Dios se apiade de mi. Pero la piedrecilla será tan efectiva en este trance como aquella que el Rey Alfonso de Castilla le regalará al papa Juan XXI, y que hallarán sólidamente aferrada en lo que quede de su siniestra mano después que el techo se desplome sobre su cabeza. Y por fin logra Juan acercarse, logra pensar en pajaritos, en fórmulas para la piedra filosofal y otras boberías que lo aparten del pecado. Examínala como si fuera de madera, muchacho. Y trata de seguir su propio consejo, pero en ese momento el diablo, que con bíblica asiduidad se disfraza de serpiente, asoma el hocico: un majá de dos palmos se acerca reptando por la hierba. La negra teme sin distinciones a esos reptiles: sea un jubo mocho o una anaconda, porque su sola visión podría encanecerla hasta las raíces. Y de un salto se echa en brazos de Juan de Espinosa Montero, quien espanta de una patada al ofidio, ya bastante asustado el pobre del gentío que se ha aposentado en sus parajes. Su merced me ha salvado. Y la piel de Leonarda, recién lavada en el río, pone un perfume suculento en el olfato de Juan; y ella no se baja hasta no estar bien bien bien segura de que el monstruo se ha ido, y entonces lo hace muy muy muy despaaaaaacio, de modo que su pubis roza la bragueta de Juan y después el vientre y el ombligo juguetón se ensaña en ese objeto rígido que no es precisamente el ágata cornalina, pero sube de nuevo, porque vi una sombra, su merced, y me pareció que había regresado, fíjese a ver, fíjese, al tiempo que los enormes pechos, los pezones soliviantados por tanta examinadera y jugueteo, aprisionan el rostro de Juan, obnubilan su pensamiento científico y los demás pensamientos (menos uno), y él siente un enorme alivio cuando su lengua atrapa un pezón al vuelo y empieza a lamerlo goloso, puro chocolate; y Leonarda ay su merced, ¿qué hace?, pero no se baja ni un milímetro, más bien afinca sus piernas por detrás a las corvas de Juan, que trabajo le cuesta sostenerla con esas manitas que se pierden en la inmensidad alpina de sus nalgas, y ahora la negra es sólo ay, su merced, que ya sabe lo que está haciendo y trata de bajarle las calzas con los pies, pero no puede, y es él a manotazos, qué rico, su merced, qué rico, mientras con la otra mano la sostiene y el calor de su pubis: grito que le traspasa la ropa. Y Leonarda contorsionándose como si Changó la montara, que todavía no, pero ya veremos, y el sexo humeante frotándose y frotándose, humedece los dedos de Juan, estás hirviendo, mami, así, muévete así, y es que los pechos de la negra lo abofetean sin misericordia, y él muerde, lame, succiona con un hambre atávica de bebito destetado antes de tiempo, hasta que su mano logra zafar-correr-bajar-rasgar sus calzas y la verga, casi me ahogo, coño, emerge desesperada, que ese calor y ese aroma acre del sexo palpitante la enloquecen como nunca antes, y busca, pero ni falta que hace, porque el triángulo voraz apenas la presiente, cuando ya la siente, pero todavía, y los umbrales, dámela toda, papi, hasta que halla la boca del monstruo, o es hallada, que eso nunca se supo, y se hunde entre los labios pulposos y morados y jadeantes, como si la mordieran, y en el mismo pórtico el glande salta hacia delante, rojo y frutal, fresa pedunculada, y Leonarda se deja caer sobre la verga, sabiendo que ya ha sido atrapada y no podrá escapar si no es maltratada y flácida y feliz, por eso se mueve con una rotación de caderas que siembra en el subconsciente de Juan la sensación de que allá adentro una manito sabia (¿la de Satán?) le zarandeara el alma, tanto que sus rodillas se doblan; y ruedan por la hierba sin desprenderse y es él sobre ella, afincando los pies en la tierra para hundirse hasta el final, pero ruedan y es ella sobre él, ella la que se yergue ahora y con ambas manos tras la nuca lo amenaza te voy a sacar la vida, macho, y toda la intrígulis del asunto se ve ahora clarísimo desde la copa del almácigo, donde el loco ha hecho su nido, entre dos ramas gruesas como muslos, armando una hamaca de aspillera que le pica en las espaldas ─chinches locas si lo de él es contagioso─. Y mira ahora todo el procedimiento y descubre una nueva utilidad de ese aparato que se le quiere salir ahora de los calzones dime tú si se me vuelve loca la pirinola, ─piensa el loco─, y apenas dos intentonas de volverlo a su lugar, cuando descubre lo rico de manosear aquello sin un propósito definido (orinar, por ejemplo) y vuelta otra vez a las calzas y vuelta a sacarlo, y no son muchas las manipulaciones antes que el calambre más sabroso de su vida le recorra el sistema nervioso central, casi lo tumbe de la hamaca, no sienta la más mínima picazón durante minutos y minutos, y un surtidor pegajoso le salpique hasta el cuello de la camisa. Cuando se repone del (gusto) (susto), todavía las palpitaciones le tienen la respiración entrecortada. Nunca en su vida orinar le había dado tanto placer; pero algo sospecha, porque se lleva la mano a la nariz y entonces sabe que ese líquido perlado ─la Luna es engañosa, habría que analizarlo mañana─ y de aroma dulzón, no es orine. Ya más calmado, dirige de nuevo su vista al animal duplo que jadea sobre la hierba y piensa si no sería posible adicionar una especie de palanca movible en una abrazadera sujeta a la rueda delantera, dos mejor, de modo que accionándolas con las manos, el ruedocípedo se desplace con más velocidad, menor gasto de fuerza muscular y sin necesidad de ir pateando el camino. Y se sume en los cálculos de materiales, distancia radial, disposición de la palanca que en la abrazadera entre y salga, entre y salga, entre y salga, y mira hacia abajo y parece que se le está volviendo loca de nuevo la pirinola. Y mira bien el procedimiento. Y el ruedocípedo. Y entra y sale, entra y sale, y el ruedocípedo se va embalando por el mismo camino; pero es distraido de su precursor invento por unos pasos en la hierba y no es la milicia que se acerca: Doña Pascuala Leal, la viuda que todavía se acuerda, viene a comprobar los resultados de la investigación practicada en su esclava y desemboca al claro. Pero está claro que Leonarda y Juan no pueden escucharla, de tan ausentes, idos o más que idos, pero ya serán venidos, como si el universo se hubiera compactado en un mínimo punto, en una sensación intransferible que sube ahora al estallido último y agónico, y tal parece que la tierra fuera a abrirse, pero no para tragar entera a la infausta Villa, como ha anunciado el Cura, sino para dejarlos caer en un vacío sin vértigo, en un flotar antigravitatorio; mientras la viuda espera con toda su santa calma, así se le desbanden los recuerdos. Demasiado pronto se le fue Miguel, piensa la viuda y recuerda el alivio primero, de no temer más sus embestidas sin prólogo, que fue cediendo lugar a una tristeza del alma, suplantada por una nostalgia del cuerpo. Un vacío del vientre que se ha ido amansando con los años, al tiempo que una tristeza dulzona, como de fruta pasada, ocupaba su lugar. Una suerte de agradecimiento tardío que por diez minutos no se trocó en odio. Los diez minutos que se demoró en llegar aquel día, cuando Miguel descubrió solita a Leonarda, la negra recién comprada, y la atacó por detrás, empalándola de un encontronazo contra el fogón apagado. Y la negra se revolvió como una posesa, hasta que Don Miguel le apretó el gaznate. Por suerte fué rápido y efímero como un gallo. Si no, la ahoga. Todavía Leonarda respiraba hondo, clamando por el aire que le habían hurtado, cuando ya Don Miguel bebía un vaso de vino, a buen recaudo la verga babeante. Entró entonces la Señora Pascuala. Leonarda hizo silencio, por miedo a Don Miguel y por lástima a su ama. Desde entonces anduvo ojo avisor el día entero, y no escasearon las amenazas de gritar, secundadas por un trinchante o un largo cuchillo de cocina, que la salvaron de una segunda embestida. Pero Doña Pascuala nunca lo supo, y su memoria ha ido salvaguardando los buenos recuerdos, más frescos cada día, que no fue hace tanto tanto tiempo, aunque ahora ese plazo le resulte inabarcable y lóbrego y cesa el remeneo y sólo un estertor sacude al sobrenaturista Juan de Espinosa Montero y a la posesa Leonarda, y las sonrisas y los silencios susurrados y:

─Por los quejidos, parece que Leonarda endiabló al exorcista.

La voz viene primero como una referencia lejana, pero inmediatamente el homo restaura el sapiens y ambos saltan, buscando a tientas la ropa ¿dónde coño?, no por la oscuridad, sino por esa claridad interior de donde (se) vienen y que los encandila. Hasta que ella se esconde a sus espaldas y él se cubre con la falda de Leonarda su culebra ya rastrera ─única en el reino animal que no infunde pánico a la negra─, columbrada y tasada de refilón por la viuda, con resultados muy satisfactorios. Y entonces, sólo entonces puede balbucear:

─Mire, Doña Pascuala, excúseme. Yo… Mire…

─Ya he mirado bastante.

─Déjeme explicarle…

─Aunque enviudé hace mucho, no tiene que explicarme nada. Todavía lo entiendo.

─Doña Pascuala, yo… ─cuchicheo de Leonarda al oído, mientras trata infructuosamente de ocultar tanta exhuberancia tras la exigua espalda de su Don Juan─. Quiero proponerle algo.

─Mientras no sea lo mismo que a la negra.

─Se la compro, Doña Pascuala. Le compro a Leonarda. Y ofrezco muy buen precio ─Intervalo de duda─ . De todos modos, Doña, está endiablada.

─Los dos ─masculla Doña Pascuala Leal antes de irse.


[1] Otros ojos habían observado la escena sin ser vistos: los del Güije de la Bajada, conjunción de sueños, que se ha trepado de un salto a un altísimo ocuje y desde allí duda si echarles una meadita o pegar un alarido que suene a diablo de esos que tanto mienta el de la sotana prieta, o… Pero al cabo se dice que éstos, de tan ensimismados, capaces son de no asustarse, y de un brinco se dirige al claro, donde se apretuja el remedierío. Algún

Aguanilé-O

armará su desparrame y su cagazón, que ya bastante cagados vienen huyendo tras el cura y delante de los demonios.





La Tierra Prometida (fragmento de la novela El restaurador de almas)

1 07 2002

Portada Restaurador de almas 203

Una brisa de tierra húmeda viene a ramalazos desde el este, donde nubarrones oscuros son sajados por el filo del horizonte. Nubarrones de lluvia, nubarrones de esperanza y miedo que asedian siempre a esta Villa; vecina por igual de la brisa húmeda procedente de la costa; de los barcos sin luces ni bandera que atracan sigilosos para intercambiar aperos ingleses y lienzos flamencos, por salazones y tabaco de la tierra, comercio tan prohibido como fructífero, y de los otros barcos: los de bandera negra y negras intenciones que zarpan desde la vecina Isla de la Tortugas. A ellos se ha referido hoy el Padre en su sermón, y todos los vecinos se estremecieron ante el nombre de Juan David Nau, que hace apenas cuatro años dejó su huella de sangre frente a las costas de la Villa. Pero quien más lo recuerda es el Capitán Salvador Hernández de Medina, nacido en Bayamo, tierra del bravo Golomón y los mentados sucesos del Obispo Altamirano secuestrado por el pirata Girón. Casado en Remedios con María Vidal, defendió la Villa en el 52; y hasta sufrió por pura casualidad la toma de Puerto Príncipe en el 64. Morgan y sus herejes se adentraron arrasándolo todo desde Santa María. De ida, recaudaron cincuenta mil pesos, quinientas reses y sal. Pero no era suficiente. Su condición  de forastero en la villa, salvó al Capitán de las torturas por indagar el paradero de caudales y alhajas. Presenció vientres abiertos en canal, decapitaciones y amigos desmembrados, que entregaban su alma entre rugidos, unos por empecinamiento y otros por no tener nada que denunciar, como no fuera unos pocos apereros de labranza y la vega en que durante años se les fuera la vida. Hasta los documentos del cabildo y los libros bautismales fueron pasto de la furia. Con aquel recuerdo enturbiando su mirada, el Capitán dirigió en el 67 la partida de remedianos que atravesó el estrecho hacia la isla donde, según noticias, podía estar aún Juan David Nau. La chalupa bogaba con precaución hacia la playa. Juan de Morales, demasiado joven para sobreponer el miedo a la curiosidad, tuvo que contener sus energías y acompasar el remo a la cautela de los otros. El Capitán, presto como un resorte a saltar, oteaba el hilillo de humo que se levantaba desde algún punto de la costa y ondeaba en la brisa, como una contraseña o un aviso.

 

Juan David Nau no había cumplido aún los treinta y siete años cuando salió de la Isla Tortuga, comandando un puñado de hermanos de la costa a inicios del 67. A pesar de sus dos buques perdidos y ninguna victoria definitiva, como aquellas de Henry Morgan que eran la comidilla y la envidia de todos los hombres libres de la mar, fue elegido de nuevo capitán por su fiereza, por el don de convencer a los hombres con una mirada. A medio cerrar sus heridas, ya andaba enrolando piratas para una nueva partida contra los españoles. Odio y venganza eterna les había jurado desde aquel día en Campeche: Su tripulación en pleno fue sorprendida y pasada a cuchillo por los soldados del Rey. Libró la vida tendiéndose, embadurnado de sangre, entre mutilaciones y cabezas sajadas. Más tarde  resucitó con sigilo, se enjuagó las costras en el río y cambiando el traje por el de un español muerto en la refriega, consiguió de dos negros ─a cambio de libertad prometida y jamás cumplida─ un bote con que llegar a La Tortuga. La historia se difundió a la velocidad del rumor entre los barcos de bandera negra, alimentando la leyenda del hombre que a los veinte años fuera engagé de un viejo bucanero en La Española y antes de los treinta, uno de los piratas más temibles del siglo.

 

Álvaro Godínez, que será recordado como sabio en el oír con los cinco sentidos, allá en una tierra lejanísima que por hoy ni siquiera sospecha, detuvo con un gesto a Juan de Morales, que se empinaba en su sitio para atisbar la playa. Pero también él traía en tensión hasta el último nervio, y los músculos se le resistían a este bogar en dirección a la amenaza. Recordaba los sobresaltos de medianoche por un disparo que los hacía cobijarse a medio vestir en la manigüa; los gritos de los torturados; sobre todo aquella primavera del 52, cuando los franceses se hicieron dueños de la Villa y sus diez años fueron asolados para siempre por el rostro de mortal indefensión de su padre, atravesado por una pica y enarbolado como un estandarte por aquel gigante de ojos inocuos y rostro patibulario. Pero se sacudió al padre de la memoria y continuó bogando, en obediencia al Capitán Medina, que amainaba los remos con un gesto: soto voce parecía decir la palma aleteando hacia abajo. Porque nunca se sabe si una celada los aguardaría bajo la columna de humo que emergía de una chalupa despanzurrada sobre la playa. La distancia no permitía conjeturarlo. Ni qué eran aquellas manchas oscuras diseminadas sobre la enceguecedora claridad de la arena. Medina sospechó por primera vez que fuera cierto el mensaje enviado por Juan David Nau al Capitán General. Pero ni aún así se avenía a ceerlo. Ningun barco se vislumbraba entre el sedoso verde aqua del mar y el azul desleído del cielo, en aquel abril mediado de 1667.

 

Los vientos del norte, que arreciaron en febrero sobre la costa septentrional de Cuba, ayudaron a la captura de dos botes por Juan David Nau y su tropa, frente a Boca de las Carabelas. Más seguros, se apostaron en la cayería, al acecho de algún mercante suculento. Aunque era malo el tiempo para la navegación, no supusieron que discurrirían meses de espera. Como tampoco que dos españoles habían presenciado la captura de los botes, que darían la alarma en la Villa de Remedios, que la población se aprestaría a la defensa y clamaría por refuerzos a La Habana. Pero aunque no lo adivinaran por entonces, se enterarían de todos modos.

 

Cuando el bote distaba un tiro de arcabuz de la playa, ya habían transcurrido dos meses desde que la mala nueva de piratas al acecho en los cayos quebrara la amodorrada paz de la Villa. En San Cristóbal de La Habana se negaron a creer que se tratara del mismo hombre. Por muerto lo tenían en aquella acción de Campeche. De todos modos, aparejaron una fragata ligera con diez piezas de las mejores y ochenta hombres armados por dotación. Tan seguros del triunfo, que incluso un negro de apellido Escobedo, verdugo por oficio, fue enrolado con órdenes precisas. Un negro que, ya a escasa distancia de la costa, los remedianos del Capitán Morales puedieron distinguir junto a la chalupa averiada. Agitaba algo con una rama en la hoguera, denunciada por el humo. Las manchas sobre la arena fueron cobrando forma. El gris impersonal que otorga la distancia fue sustituido por azules, amarillos, verdes, y el herrumbre de la sangre seca.

 

La fragata enviada desde San Cristóbal de La Habana, se acercó sin demasiadas precauciones a la cayería, confiando en la superioridad de sus piezas. Juan David Nau supo que sería un suicidio darle batalla abierta en la mar. Enmascaró sus botes y vigiló los movimientos del enemigo, en espera de su hora. Anochecía cuando la fragata fondeó a dos tiros del sitio donde Nau esperaba. Los españoles hicieron fuego en la playa y cenaron, vigilados por los ojos hambrientos de los piratas: tres semanas a ripios de carne guisada con millo machacado una vez por día. Ni una galleta, ni una gota de vino, ni una lasca de queso guardaban las bodegas. Y el hambre activó el odio, y el odio concedió al brazo más fuerzas que un asado o una garrafa de aguardiente: Aún no amanecía cuando un enjambre de balas picoteó los costados de la fragata adormilada, quedando tiempo apenas a los españoles para echar mano a las armas, antes que el grito en cuatro idiomas que barría la playa se convirtiera en abordaje.

 

La quilla del bote rozó la arena de esa misma playa y los remeros se echaron  al mar para vararlo a unos pasos de la fogata. El Capitán Medina se aproximó al negro, que masticaba y sonreía de algún chiste siniestro que debía  estar leyendo en el horizonte, porque su mirada atravesaba a los hombres sin verlos.

─¿Escobedo?

Pero tampoco escuchaba. Con la parsimonia de un rumiante, mascaba y sonreía, extraviado en un terror sin regreso. Medina pasó una mano ante los ojos del negro, pero éste continuó en sus visiones distantes. La mirada del Capitán resbaló por la ramita hasta la hoguera y se levantó de golpe, con una expresión de repugnancia que apenas si emuló a Juan de Morales, quien desde el desembarco se encaminó hacia aquella mancha oscura y palpitante que bullía al extremo de la playa. Un cambio de la brisa lo abofeteó con el hedor de la carroña: millares de cangrejos moviéndose sobre los cuerpos decapitados por decenas: en posiciones grotescas o marciales, vestidos o desnudos, mutilados o casi íntegros. Y sobre los cangrejos, una nube de insectos que siseaba  como aceite hirviendo. Juan de Morales reculó sin poderse contener. El rostro verdoso. Una resaca inapelable subió desde su estómago. Pero dos hombres ya lo habían alcanzado y se contuvo. Intentó refugiarse de la visión en los arbustos que cerraban el arenal. Entonces descubrió, colgadas de las ramas como frutas, decenas de cabezas nimbadas de moscas, la mirada perdida en dirección al horizonte que se tragó a Juan David Nau y sus hombres a bordo de la fragata artillada. Juan de Morales resistió el espectáculo de la masacre con una entereza más que digna de sus diecisiete años recién cumplidos, pero un vómito interminable lo arrodilló en la arena al percatarse del pene cercenado que los piratas embutieron en cada boca entreabierta; como si les concedieran para el viaje un último puro de Vuelta Arriba por cabeza.

 

Casi un día duró la resistencia de la fragata, pero poco podían hacer los artilleros contra la horda dislocada de los piratas. Tres abordajes fueron repelidos con una saña que obligó a Juan David Nau a ordenar retirada para lamerse las heridas a prudencial distancia de las armas españolas. Hasta que vieron el agua ensangrentada chorrear por los desagües del buque. Un último ataque bastaría: Aunque todavía los españoles abrieron brecha con el fuego graneado, no tardó en ser enarbolado un trapo blanco y las armas fueron arrojadas por la borda. Juan David Nau fue el primero en pisar la cubierta tapizada de cadáveres. Su orden fue ultimar a los heridos y recluir al resto en la bodega. Treinta y ocho hombres de los ochenta se apiñaron en el vientre de la fragata.

 

Juan de Morales y Pedrín Márquez fueron arrumbados por el Capitán Morales en el fondo del bote. Apenas si habían podido arrastrase hasta allí por su cuenta después de vaciarse sobre la arena. Pedrín, a la altura de sus veinticinco, ya no era el muchachito que cayó postrado en el río frente a la desnudez de Doña Ana de Reinoso, primera de las mujeres que han alebrestado su imaginación hasta ese día; pero ni así pudo reponerse del dantesco paisaje de aquel cayo (¿para qué habré venido? Mamá tenía razón). Pero sus colores regresaron antes que los de Juan de Morales, inmóvil en el fondo del bote a causa de un desfallecimiento, una ausencia de si, que es como un sucedáneo de la muerte.

 

Y ese desfallecimiento, ese sucedáneo de la muerte se parece a la que sentirá cuatro años después Juan David Nau, quien ha venido a dar al Golfo de Darién, tierra de indios bravos. Su expedición a Nicaragua terminó en fracaso. En Puerto Cabello poco pudo obtener, aún cuando decenas de vecinos fueron atormentados a machetazos para revelar sus escondrijos. Aquel mulato que echó al mar atado ─pasto de tiburones─, le abrió el camino a San Pedro, pero tendrían que salvar emboscadas donde perdió la mitad de su tropa antes de alcanzar el pueblecito miserable, incendiado por despecho al cabo de quince días. El resto murió en el asalto a una urca sin botín, o se dispersó en los bosques. La pérdida del buque que hasta aquella tierra fatal lo había conducido, selló su destino. Por eso siente ahora un desfallecimiento, una ausencia de si, que es como un sucedáneo de la muerte; mientras los indios comedores de carne humana le arrancan los dos brazos y se le empieza a ir en oleadas la vida. Primero, el alarido de la mutilación; después, el horror de ver sus propios brazos dorándose a la brasa, el hedor de la chamusquina. Más tarde, una lasitud casi confortable donde flotan recuerdos; hasta que una pierna le es cercenada, pero ya ni lo siente. Y es entonces apenas un vaivén, un flotar

 

Como el vaivén que mecía las percepciones semicerradas de Juan de Morales, cuando la barca se alejó y los hombres remaron con energía para que la resaca no los regresara a la playa donde setenta y nueve hombres irían disolviéndose en el olvido.

 

Y un olvido selectivo acosa en su hora última a Juan David Nau, cebándose inclusive en su viaje de gloria a Maracaibo, tomado tras rendir el fuerte de la barra, y de ahí a Gibraltar, donde tras gran mortandad puso fuego, amenazando hacer lo mismo a Maracaibo, pero los vecinos juntaron el rescate; no sin que todo ornamento de valor fuera desmontado. El olvido perdona los recuerdos más viejos de su infancia, y aquella tarde frente a Boca de las Carabelas, cuando cumplió la venganza que jurara tendido entre los cadáveres de Campeche. Su mirada paneó los rostros de aquellos españoles que habían resistido como leones, dejándole muerta o sin remedio a la tercera parte de su tripulación. Muchos le sostuvieron la mirada con una audacia que él sabía admirar. Pero en ese momento un tal Escobedo, cenizo de pavor, se arrodilló a sus pies para confesarle, a cambio de su vida, que había embarcado con órdenes precisas de ahorcar a todos los piratas, comenzando por él. Y el negro se reía de puro miedo, sin poder contenerse.

 

Mientras el bote de los remedianos se alejaba de la playa, donde setenta y ocho cadáveres eran desmenuzados por los animales, el verdugo Escobedo continuaba sonriendo, como de un chiste macabro que fuera leyendo en el horizonte; o de su propio terror ante la ira de Juan David Nau.

En aquella ocasión, el pirata, saliendo de la bodega, ordenó le fueran subidos los prisioneros uno por uno. Y es su último recuerdo en esta hora del Darién, cuando ya la vida lo abandona: uno por uno los esperó a la salida de la claraboya para irles rebanando personalmente el cuello. Excepto al último, que envió con una misiva al Capitán General de La Habana, notificando el destino de sus hombres. Los cuerpos rodaban escaleras abajo: surtidores de sangre que bañaban a los prisioneros, y las cabezas se fueron amontonando en cubierta: treinta y seis, una por cada año de la vida de Juan David Nau. Pocos más le fueron asignados ─por la Divina Providencia o por los indios del Darién─, pero bastaron para afamar el sitio donde había nacido, las Arenas de Olona, y que adoptó como sobrenombre durante veinte años: L’Olonnais para los franceses, El Olonés para los españoles.

 





El arte de crecer

1 06 1999

Desde que asomé a esa edad de la duda que suele ocurrir entre los catorce y los dieciséis años, en La Habana fervorosa de 1968 a 1970 -Fervor cerrado por reparaciones-, empecé a descubir que no coincidía el número con el billete, es decir, que entre la realidad retórica y la realidad objetiva y fuera de nuestra conciencia (según la misma retórica) existían hiatus que mi adolescencia era incapaz de explicar. Como aún no estaban tan de moda los conflictos generacionales, me acerqué con inocencia a mi padre, intentando que subsanara mis dudas (meros errores de apreciación seguramente), pero una y otra vez insistió en lapidar con discursos mi incomprensión de los otros discursos, de modo que al cabo, desistí. Muchos años después, cuando Fidel Castro proclamó el Proceso de Rectificación y aclaró que «ahora sí vamos a construir el socialismo», mi padre apagó la tele para no escuchar a Fidel negar a Fidel, o para no barruntar la idea de que durante un cuarto de siglo se había dedicado con fervor a comer catibía en conserva.
Todos hemos tenido un padre, un tío, un hermano así, suscrito al fervor perpetuo, incapaz del politeísmo, y menos aún del ateísmo político. Personajes lineales capaces de explicar lo inexplicable y maquinar argumentos, que García Márquez envidiaría, si la deidad mayor del Olimpo Político necesitara coartada. Son seres de una fe conmovedora, como de beatas que se creen literalmente la Biblia de cabo a rabo.
A esa especie pertenece Ramón Matamoros, hijo de mambí y abuelo de una jinetera, que Mario Guillot nos presenta en la novela corta Familia de Patriotas (finalista del Premio Ateneo-Ciudad de Valladolid, 1997). En segunda persona, un narrador que se nos muestra entrañable, por momentos tierno y con dosificada asiduidad irónico, va presentando a Ramón Matamoros a través de una combinación de ataques por los flancos: en su relación con Eduardo, el yerno muerto en Angola; con Flora,  Florita y Tatiana, su mujer, hija y nieta respectivamente; con Agustín, su padre mambí; o defendiendo a la Revolución con las armas y el trabajo. Una serie de aproximaciones que van edificando el personaje con la paciencia de un puzzle, superponiendo en ocasiones datos, pero iluminando casi siempre zonas de su personalidad hasta ese momento en tinieblas, o apenas vislumbradas.
Si bien el narrador enfoca desde afuera a Ramón Matamoros, al asumir la retórica revolucionaria, al conceder a sus aplicaciones y explicaciones sólo de vez en vez el beneficio de la duda, al ironizar en cuidadas dosis sobre el mundo de tareas del Partido, Movilizaciones y Lucha Antiimperialista en que habita el personaje, el narrador se adentra sin rubor en la dialéctica interior de su criatura, logra despojarlo de la aridez de un esquema y convertirlo en alguien creíble, por el que llegarnos a sentir una enorme piedad. Y posiblemente esa sea la mayor virtud de Familia de Patriotas: lograr que el fanatismo, la certeza indudable que ni pruebas necesita en su apoyo, el fervor de este elegido, capaz de clasificar a las personas de carne y hueso por estricto orden de tamaño político, alcance una dimensión humana que es, sin dudas, una dimensión trágica: la del hombre abandonado por su propia obra.
Si hay personajes unidimensionales (y, por fuerza, superficiales) como Eduardo; si lamentamos el dibujo leve esquemático, de Florita, cuya evolución desde la fe a la desilusión requeriría un tratamiento más detallado; si echamos de menos un planteo más extenso y rico de Tatiana, la nieta jinetera; no es menos cierto que el protagonista cumple sobradamente nuestras expectativas y el interés con que lo hemos seguido; salvo el final catastrófico, que no voy a develar, y que me resulta innecesario; o ciertas moralizaciones del último capítulo que son prescindibles.
Si a eso sumamos una oralidad cuidada, dosificada y sin estridencia, una dramaturgia que nos atrapa desde la primera palabra, y el verismo de quien se mete en la carne y la sangre de la palabra, podemos incorporar felizmente esta familia de patriotas en la familia de nuestra literatura, con el atisbo de que recibiremos de Mario Guillot nuevas alegrías de la palabra.

El arte de crecer, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena Letra.n.º 12-13, primavera/verano, 1999, pp. 239-240. (Guillot, Mario: Familia de Patriotas. Exmo. Ayuntamiento de Valladolid, 1998).





El premeditado azar de la cuerda

1 10 1996

En la costa norte de Cuba Central hay una región donde cualquier espeleólogo se perdería con gusto para siempre. Miles de cavernas: archipiélago subterráneo que subyace al otro. En aquellos tiempos me interesaban tanto los laberintos de la Tierra como los de la imaginación, y tuve el privilegio de recorrer algunas. Tras la lectura de El azar y la cuerda, cuentos de Atilio Caballero (nacido frente por frente a esas cuevas, en la costa sur de la Isla) una de ellas convoca mi memoria. Discurría, extensa y casi horizontal, a poca profundidad. Dado su tortuoso juego de galerías, la oscuridad era total. Pero de repente podías chocar contra una columna de luz: una claraboya, abierta por un desplome de la bóveda, permitía minúsculos pero frondosos bosquecillos. Los tránsitos entre la intimidad de la sombra y la lujuriosa fronda que poblaba la luz eran tan súbitos (y memorables) como efímeros.

Ya se sabe que de los escritores cubanos, y en especial de los que viven en Cuba, se espera incluso una sintaxis política. Pero quien busque en este libro, escrito y publicado en Cuba, una narrativa al servicio de la circunstancia ─circunstancial, diríamos─, quedará felizmente defraudado. Desde Dark Side of the Moon, declaración de intenciones, arte narrativa que hace las veces de pórtico, Atilio nos advierte que no se trata de describir, testificar o enjuiciar. La subjetiva visión individual, lo exterior trasuntado a través de la agónica experiencia personal, son las materias primas con que intenta construir sus ficciones:

«La percepción se legitima a través de lo particular, porque la realidad exterior nunca es la misma cuando es observada por más de una persona» (p. 8)

De modo que el ejercicio narrativo se convierte en espeleología de la naturaleza humana, búsqueda de los resortes más oscuros e inmanentes, signado a trechos por atisbos de luz, cuando la realidad exterior asoma en las colas que la mujer del amigo exiliado en Rusia no desea hacer (“Un aire que bate”), en el presunto troque de tenedores de plata por quincallería y champú (“Una tranquila sobremesa…”), ininteligible para ajenos, en la kafkiana muerte sin confirmación burocrática (“Los caballos de la noche”) o en el inquietante final de “Manguaré, buena música”, «porque, del otro lado, los policías cruzaron la calle» (p. 40).

Como nos dice Atilio en la página 9, «Observo a mi alrededor y no puedo hacer otra cosa que interpretar».  Pero su ejercicio de interpretación es el equivalente metafórico de comprobar que el siete y medio de su pie encaja perfectamente en la huella fósil de quien huyó corriendo sobre la lava. No se trata de datar la erupción o diseccionar el metabolismo del volcán, sino de convocar la angustia, el miedo, la soledad o la esperanza de salvación.

Tampoco deberá pretender el lector de El azar y la cuerda una dramaturgia al uso, ni el obediente cumplimiento de decálogos u otras preceptivas cuya validez no discuto ─los hombres, niños al fin y al cabo, necesitamos que nos cuenten una historia, masticando pernil de mamut a la orilla de una hoguera o por Internet─, pero que distan de la intención y el cumplido propósito de Atilio: operar con la materia prima en su estado prístino: el juego de espejos entre la vida y la muerte en “Los caballos de la noche”, la evasión salvadora en “Manguaré, buena música”, la amistad y esas trampas que tiende la distancia en Un aire que bate, o la soledad abisal que trasunta “Steinway & Sons”. No se trata de contar una historia, sino de arrancar un fragmento de la realidad (incluyo en este concepto continentes completos de la imaginación) y condensarlo de tal modo que las evidencias salten, como tigres, al cuello de los lectores.

El tratamiento del idioma dista tanto, por su parte, de cierto slang facilongo como del protagonismo barroco (que, en ocasiones, oculta el vacío del qué bajo la cáscara del cómo: puro cobertor de palabras). El idioma es aquí una herramienta, no exenta de dosificadas alegrías y lujos verbales. Aunque no se pretende la implacable precisión de un láser, sino el efecto de círculos concéntricos y espirales que nos van conduciendo de los arrabales al centro, ya que, según Atilio:

«Mallarmé pensaba, con mucha razón, que nombrar un objeto priva al lector del placer de ir descubriéndolo poco a poco, ayudado por la sugerencia de las palabras que no lo nombran”.(p. 12)

Efecto conseguido a pesar de la reincidencia filosofante, raras veces imprescindible y frecuentemente innecesaria. Vicios ensayísticos o alardes bibliográficos, lo cierto es que restan fluidez a los textos, adensan el discurso sin añadir otra cosa que acotaciones al margen, ofensivas para la percepción del lector atento e inteligente. El lector que, precisamente, exige este libro, dada su necesidad de hallar cómplices y no de conquistar mercados.

Al final del libro, tropezamos con “De Rerum Novarum”, cuyo sorprendente arranque nos saca de un discurso cuidadosamente homogéneo para dejarnos caer en los pastizales de la alegoría, pero no es sino el prólogo a “La escalera de Jacob (Coloquio-Pieza Narrativa Dialogada)”, que apela al ejercicio de la parábola sin explicitar moraleja alguna, dejando caer esa inquietante cuerda, como una invitación.

Confirmación de algo que ya Atilio nos anunciaba al inicio:

«Yo perseguía una ilusión, y ahora padezco la inmovilidad del perseguido. No hay testigos, y tengo la impresión de estar tartamudeando la visión del último invitado. Bien visto, nunca los hubo, aunque pienso que de esa forma es mucho mejor: la presencia del otro convierte en espectáculo lo que desde el inicio está concebido como experiencia personal”.(p. 9)

Libro, en suma, que exige con la misma intensidad que entrega, que devela sin revelar, persiste en cierta anfibología conceptual porque, como todo buen texto literario, nos descubre que la ambigüedad es no sólo una materia prima respetable, sino imprescindible. Un libro que no se conforma con la superficie esmeralda del mar lamiendo un arenal vigilado por escuadrones de palmeras (cuando vienes a ver ya estás preso dentro de una postal turística camino a Hamburgo Vía Air Mail); sino que intenta bucear, no sólo porque el mar es su espesor más que su superficie, sino porque a ras de fondo yacen los peces y los corales vivos, no etiqueteados en la vitrina del bazar. Aunque los folkloristas de la literatura puedan argumentar en su defensa que es una temeridad aventurarse a la vecindad de los escualos.

 

El premeditado azar de la cuerda, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena Letra. n.º 2, otoño, 1996, pp.157-158 (Caballero, Atilio: El azar y la cuerda. Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1996. 92 pp.)

 





La hora fantasma de cada cual

30 03 1994

Confieso que empecé a leer con desconfianza La hora fantasma de cada cual, libro de cuentos (¿cuentos? ¿novela? ¿cuentinovela? ¿novelicuento?, quién sabe, qué importa) de Raúl Aguiar. Una parte del libro —la menos feliz, por cierto— había caído en mis manos durante la última edición del premio Caimán Barbudo. La rebasé con rapidez y me adentré en la segunda parte. Y entonces esa magia que es toda buena literatura hizo su aparición. El antiteque cedió espacio hasta desaparecer, dejando al descubierto eso de humano que siempre vale en el hombre, lo que hace trascender el proceso de escritura desde un laborioso juego malabar con las palabras, a una entrega, sin esperanzas de reciprocidad, a esa quinta dimensión que es la imaginación humana. Sólo entonces la sintaxis cede espacio al corazón, los personajes cobran cierta vida que de algún modo nos trasciende y el punto final firma un compromiso que el escritor ya no está autorizado a eludir. Un compromiso que desde este momento Raúl Aguiar ha contraído con nosotros, sus lectores.

Hay tareas más arduas que otras, y no es de las más livianas aquella que alguna vez tentó a Dostoievski: descubrir el rostro oculto de la sociedad, ese que la pacatería prefiere susurrar y no decir. Un rostro en que hay tanta humanidad como en cualquier otro, y a veces más al desnudo. De ese mundo se encarga Raúl, sortea con suerte remolinos y escollos, devolviéndonos a salvo y magullados en la otra orilla. Por eso nos queda, al cabo de las páginas, esa sensación dolorosa y feliz de una excursión con paisajes, montañas, manigua densa y roquedales: el cansancio de los caminos y la tentación de regresar mañana, el año próximo, en el siguiente libro.

 

Presentación del libro La hora fantasma de cada cual, 1994

 





Fragmentos de la novela Aventuras eslavas de Don Antolín del Corojo y Crónica del Nuevo Mundo según Iván El Terrible, 1989

29 07 1989

Capítulo VI

De lo que avino a un enanito de Blancanieves que se hizo comunista, con nociones de sustología y parición del aguacate, hedor y lucha de clases y la fatigada ascensión al cielo de don Antolín del Corojo, el Tabaquito huérfano, helicópteros y semáforos, con flauta y sin pasaporte, la esmerada plática del hermano Evangelio y los dedos en lata, los silbidos hacen cola y otras admirables razones de Antolín el Grande

Portada Aventuras-eslavas 176Patidifuso me quedé con aquello de irme pa Rusia. Va y mañana vienen a decirme: Antolín, lo hemos seleccionado para una excursión a la Luna. Y Antolín ahí, de lo más tranquilo; porque eso de ir a la Luna ya no tenga gracia. Pero aquello de Rusia. Que si fuera ahora en la actualidad. Mira tú. De turismo y discutido. Cualquiera va. Bueno, amarré a ponerme nervioso y se me cayó la cesta, y el desparrame de gardenias fue que ni en las novelitas de Corín Tellado. Pero me hice ahí mismo un confesionario padentro: Ven acá, Antolín, ¿qué nerviosera es la tuya, negrito? (…) Mírate a tí mismo personalmente: el guajirito Antolín, Antolín el Chiquito, Antolincito el rebijío del Corojo, y la Revolución, de grandísima que es, lo manda pa las tierras de Rusia, a viajar los países como un personaje de novela. Empecé a decirle que sí a Manolito, que si no me ataja todavía estuviera el guajiro diciendo SÍ SÍ  SÍ  SÍ . Vamos pa la casa y se lo contamos a mi vieja. Como él no había comido, cuando llegamos le dije: Vieja, caliente algo para Manolito y para mí, que venimos desfondados del cuello pabajo. Y mientras cocinaba —bueno, cocinar, cocinar, no tanto, porque un arroz con huevos fritos y boniato hervido casi no se cocina—, Manolito y yo elucubrando cómo le entrábamos a Mamá. Hasta que me decidí: hay que entrarle por el directo y como cosa hecha, antes que le dé la calambrina y la indefinición. Mamá, me voy a estudiar pa Rusia con los Jóvenes Rebeldes. Ni me quiero acordar del aspaviento y la lloradera que se armó en mi casa. Yo tengo como creencia cierta que es desde ese día que no pare el aguacate. Como que los árboles también tienen sus neurosis y con Mamá pegando alaridos allá, no digo yo el aguacate, hasta la palma real, que debe ser más asentada, se amarra a no dar palmiche para más nunca más. Entre más yo le explicaba, más se aspavientaba Mamá. Una tragedia griega, pero en el Corojo. (…)

—Ay, mi hijito, que no voy a verte más en esta vida. Mira que Consuelo se encontró antes de ayer un dedo en una lata de carne rusa. Y un dedo de negro, que allá en Rusia no hay. Dice el hermano Evangelio que es como un mundo aparte, un purgatorio, y que a la entrada tienen una cortina grandísima de hierro. Y al que pase y vea lo que hay de la cortina padentro, a ese no lo dejan vivo, para que no cuente después las atrocidades que suceden.

Y por cuenta de la gritería entra tío Néstor, que nunca estuvo ni con los batistianos ni con los rebeldes, ni con los indios ni con los caobois, pero siempre buscaba su acomodo. Pega a enterarse de las noticias y le dice a Mamá:

—Mejor lo dejas ir, mi hermana, no sea que de todas maneras te lo lleven. Fíjate que eso de las latas no es cosa comprobada y si se queda aquí a lo mejor el día menos pensado te lo movilizan para el monte y ahí te devuelven a Antolincito en una lata de madera. Y eso sí es cosa comprobada. Con un Antolín en el monte alcanza para toda la familia. Además, si esto se cae, puede que sea mejor tener bien lejos al vejigo, que los americanos se la van a arrancar a todos los comunistas, empezando por tu marido, que la Revolución le trastornó el seso.

(…)

Y a las seis menos cuarto, que no se me olvida, nos montamos en el tren lechero hasta La Habana, donde nos recogió un camión de los Jóvenes Rebeldes a la una o las dos de la madrugada.

(…)

Pensar que yo, Antolín Mena Carvajal, Antolín el Chiquito, que había ido solo a Pinar de Río dos veces y por asuntos de familia, estaba ahora en La Habana, solito solo, y en que me iba para Rusia y a montar barco y a correr el mundo como un capitán de quince años. Bueno, de dieciséis, pero eso no le hace. Y en el piensa piensa me trabó el ¡De Pie!, pero lelo como estaba fui el último en lavarme los dientes y salí atrás de todo el mundo. Aunque no era más que cruzar la calle —bueno, LA CALLE, que ahí en Carlos III los carros fu fu fu, pasaban medio volando medio corriendo—. Y yo en la acera, esperando a que acabaran de pasar cuando en ese instante, figúrate tú, todos los carros se empiezan a parar al lado mío. Y yo: ¿por qué se pararán los carros esos? Entonces viene por detrás de mí El Helicóptero y me grita: Pasa, comemierda, que tienes la roja puesta. Así estaba yo de aguajirao en aquel tiempo, que ni desayuné ni nada por andar velando a los demás para cruzar con ellos al regreso.

(…)

Ya yo estaba bastante mal de la gripe, que al final resultó pulmonía; pero no decía ni hola, porque enfermo sí no me iban a embarcar y se me caía el viaje. Primero muerto.

(…)

Yo creo que la navegadera iba todavía por frente a Matanzas, cuando me ingresaron. Ya estaba más del lado de allá que del lado de acá. Y pega los médicos rusos a halarme, hasta que me volvieron a poner de este lado. A la salida de La Habana fue cuando se me empeoró, con el llovizneo de aquella tarde y los cielos grises. Una tristeza de los elementos que era lo peor de lo peor para irse en barco. Óigame, negrito, cuando el aparato aquel pegó a moverse y despega y despega del muelle. Poquito, un poquito más, y rápido por el canal pafuera, y yo empecé a ver las calles que se iban patrás y la gente Adiós Adiós (Ay Dios, oía yo) y los pañuelos y las banderitas (…) —y éramos nosotros mismos yéndonos de la costa pafuera, hasta Rusia sin parar—; ahí me pegaron a pasar por la cabeza el capitán Nemo, Mamá, la Isla Misteriosa, Angelita, el «Titanic», Robinson Crusoe, Papá, el quimbombó de la vieja, las clases de Geografía, la cortina de hierro, un dos tres cuatro arriba los pobres del mundo, y si me muero por el camino, seguro me echan al mar como en El Corsario Negro. Ya el Morro parecía una puntilla parada, un fósforo sin caja, y La Habana ni engurruñando los ojos casi se veía. No diga usted el Corojo.

Capítulo VII

Discreto, nuevo y confuso coloquio sobre la etimología inconclusa del cha cha cha, semiótica de los malicones y sitios de perdición, higiene de los caimanes o el peligro de las importaciones, estilagas, milicianos y rock&roll, con nociones de Culosofía, Manolito el Suápiti y el sistema cubano de información o la prensa plana no tan plana, indigestión de realidad o las visiones de Iván y otros sucesos que adornan y acreditan esta grande historia.

                                                             

 

Este capítulo será confuso como las primeras impresiones, confuso como la Teoría de la Relatividad para mi abuela, los asesinatos de Agatha Christie, los trámites para una permuta, las novelas de Hermann Broch, o la solución al último teorema de Fermat —de paso, por si algún lector se aburre de este confuso capítulo, lo invito a demostrar que no hay números enteros x, y, z que satisfagan la ecuación xn+yn=zn, cuando n es un entero mayor que dos. Aunque los matemáticos le vienen dando vueltas a eso hace trescientos años, puede que usted tenga más suerte y descubra, gracias a esta novela, su talento matemático. O, en caso contrario, puede que se convenza de lo entretenida que es la literatura.

Este capítulo será tan confuso como los acontecimientos que tienen lugar en las retinas de un ruso, habituadas a recibir abedules, ranas hibernadas en los arroyos hasta la próxima primavera, troikas, distancias nevadas y otros paisajes Turgueniev, que de pronto obtienen la imagen de La Habana 1960.

(…)

Lo cierto es que los sentidos de Iván comenzaron a adentrarse en una ciudad donde los autos se movían a cien kilómetros por hora, donde el lechón asado no sabía a lechón asado (ejemplo de relatividad), gracias al fuego proporcionado por la madera olorosa de la guayaba; una ciudad donde cada fruta era un capítulo aparte en los anales de los sabores, y un coctel de frutas, el apretado resumen de un finalista desconcertado antes de la última prueba. Entonces la lengua de Iván fue sintiéndose cada vez más impotente, más abandonada. Empezó a padecer crisis de personalidad. Si las orejas son dos, y los ojos, y los brazos, ¿por qué yo tan sola y húmeda y encarcelada tras los dientes? La lengua hacía lo humanamente posible, pero por mucho que separara la piña del caimito, el mango de la fruta bomba, era incapaz de responder cuál era cuál y le ordenaba a la garganta: trágatelo y líbrame de esta carga, pachalusta, entre remordimientos y complejos de inferioridad.

Una ciudad donde en cualquier parte los acechaban altoparlantes gritando rock&roll y cha cha cha. Donde, lo que es peor, nadie sabía por qué el cha cha cha se llamaba cha cha cha. Donde, además, eso no le importaba a nadie y cualquiera sabía distinguir el cha cha cha del danzón, del danzonete prueba y vete, de la guarachita, del bolero, del son, y más aún del Concierto número uno de Chaikovski para piano y orquesta. Donde cualquiera sabía bailar cha cha cha, cantar cha cha cha y soñar cha cha cha (…) Iván comenzó a sospechar posibles etimologías en el sonido de las hojas del cocotero mecidas por los alisios tropicales, en el ronroneo de la soga que sostiene la hamaca en el cuadro La siesta, en el crepitar de los chichachacharrones de viento, el siseo de los churros al naufragar en el aceite hirviente, el almidonado crujir de un faldo dril cien con cadena de oro dieciocho, Santa Bárbara veintidós, camisetilla, tacos dos tonos y bacán de Prado y Neptuno incluido, o en el acezante quejido de una faja atenazada, como América Latina entre el subdesarrollo y las transnacionales, entre la fuerza centrípeta de la saya y la fuerza centrífuga de las nalgas.

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Una ciudad bella, limpia (entonces), moderna, con Ten Cents, superoferta para las amas de casa, y niños vendiendo periódicos, oiga, señor, cómpreme la noticia, y hasta el negrito que anunciaba las últimas internacionales y domésticas cantando, bailando, haciendo cuentos de relajo y que vendía mucho más que los otros: “Oye la noticia, monina: lo de Stevenson el fuácata. No te lo pierdas. Fue a darse bombo y le dieron hasta por el bombo. Fue mucho lo que le pusieron. Un papelazo de competencia. Lo que dice la vieja mía, caballeros: el que nace pa changuí, ni aunque se pinte de cheche”. La ciudad del Tikoa Club, del Two Brother’s Bar, del Sloppy Joe’s, los Forshane Shoes y del Caballero de París obsequiando estampitas y recibiendo muy digno las limosnas, como si se tratara de meras contribuciones de aquestos sus vasallos, y la ruleta gira y gira en el Salón Rojo del Capri, hagan juego señoras y señores, el banco pierde y se ríe, el punto gana y se va, y más niños a medio la limpieza señor, el Diamante de Neptuno, y milicianos adelante, milicianos a marchar, sólo tenemos un ideal, y los night‑clubs amor, amor que falsa eres, tú me engañaste y con tu traición, ven mi corazón te llama, y el casimir erecto contra el dacrón húmedo de las damas, y el niño mami mami, cómprame ese avioncito, camina, muchacho, siempre tienes que pararte delante de la vidriera de Los Reyes Magos. Y posadas donde se fornica contra reloj. Y el ciego, por el amor de Dios, señor, la Caridad del Cobre me pidió que fuera, ella sabe lo mío, y marchando vamos hacia un ideal, y las mulatas de Tropicana impecablemente vestidas con tres estrellitas ubicadas estratégicamente en el nombre del hijo, en el epíritu y en el santo, meneando el caderamen según una órbita elíptica que ni Kepler, y cantando en son de guarachita que somos socialistas palante y palante, y los hombres a media calle girando ciento ochenta grados al paso de un apocalíptico, prodigioso y extrovertido culo, y fue entonces cuando Iván sospechó la cultura tropical del culo. El culo totémico, homenaje a ancestrales divinidades paganas. El culo como atributo de la personalidad. El culo mito, ritual, inspiración, activando la espoleta del genio poético: mami, si te pones cascabeles, eso suena mejor que la orquesta sinfónica; niña, mañana mismo voy pal oculista, porque estoy viendo doble, en esa Sierra Maestra yo me alzo cuando tú quieras. El culo unidad y lucha de contrarios. El culo intermediario, porque en Belascoaín y Zanja una reyerta con asomo de cabillas envueltas en periódicos fue zanjada por un culo talla extra que apareció, inocentemente (si puede hablarse de la inocencia de los culos) en la acera de enfrente. El culoulouloulo (con eco). El culo ambivalente y contradictorio, objeto de discordia y concordia nacional. El culo mitológico de Paulina, la del bidet. El culo de puntilla, el de manzana, el culo melocotón, el palangana (para los menos exigentes en cuestiones de estilo). El culo corazón, quizás el que de un modo más inmediato toque las fibras sentimentales del hombre. El culo socialista, por lo equitativo. El culo tímido, por lo noculo. El culo equilibrista, tan al borde de la caída siempre. El culo evocador, en fin, nostálgico, ¿te acuerdas de aquel culo? El culo resignado del viejito: niña: con lo que tú tienes y con lo que yo sé… El culo de carné y el panorámico, el culo VW y el culo Cadillac, fueron introduciendo a Iván en los misterios de la Culosofía.

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Y mientras, Manolito el Suápiti voceando: “Entérense con María Cruz. Dice que a la tercera va la vencida. Ciento seis abriles y le dio pasaporte a la incultura. Ya no hay quien tupa a la ocamba. Clara como el dril cien. Vaya, Revolución, el Hoy, con las viejas más viejas y los pollos más pollos. No se lo pierda, señor. Festival de rubias en La Habana. No se preocupe, que hasta sin espejuelos se les ven los chichones en la fotografía. Vacilen el rubietaje que nos mandaron los checos. Nada de nada, que estas checas están más buenas que las otras checas, aunque no sirvan para lo mismo. Directas de Uropa, caballeros. Directas de Uropa”.

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Entonces Iván empezó a reponerse de sus visiones, se dijo a sí mismo que el cambio de horario, la humedad relativa del aire, la dieta quizás. Y poco a poco empezó a comprender, a pesar de la confusión que permea toda esta historia y, por extensión, este capítulo. Un capítulo que será, como anuncié al principio, muy confuso. Tanto, que todavía no sé cómo voy a escribirlo.