(5 de octubre, 2013)
Ponferrada – Villafranca del Bierzo: 22,35 km
A Roncesvalles: 572,59 km
A Santiago de Compostela: 188,22 km
Salimos del albergue a las siete en punto, pero no hacia el camino, sino hacia el hotel donde nuestro colega francés, generoso, nos invita a un desayuno continental que nos da gasolina para toda la jornada y un poco más. Jornada no muy larga y prácticamente plana, con pequeñas subidas y bajadas.
Salgo del hotel y voy conversando con el colega vasco hasta pasado Columbrianos. Él ha estado en Cuba, y aunque salió muy decepcionado de allí, le falta información fiable para explicar la radical distancia entre sus expectativas y la realidad. Un escolástico de la izquierda habría intentado encajar con calzador de hierro la realidad en el molde de sus prejuicios, pero él no puede sustraerse de lo que vio.
Comienzan los extensos viñedos del Bierzo en plena vendimia. Intercambiamos “buena vendimia” por “buen camino” y entre Fuentes Nuevas y Camponaraya me detengo para quitarme chubasquero y abrigo, porque vengo sudando a mares y al parecer no va a llover. Mi colega continúa y no lo alcanzaré, dado que me detengo a tomar fotos en el Consejo Regulador de la denominación de origen Bierzo y en el pueblo de Cacabelos, donde me bebo un expreso y llamo a casa.
En una ermita local un señor me pide con entusiasmo que selle la credencial. No puedo negarme. El pueblo rezuma prosperidad. Se nota que los vinos del Bierzo han ganado, por derecho propio, los paladares de un público más exigente.
Entre el trasiego de tractores y camionetas transportando uva, y campos donde vendimian familias completas, continúo hacia mi destino siempre al margen de la carretera. A los bordes del camino y en las guardarrayas de los campos donde se vendimia no aparecen herrumbrosas carretas ni carromatos tirados por burros, sino un surtido de coches entre los que no escasean los BMW, los Volvo y los todoterrenos con lujosas denominaciones de origen.
El campesino no es ya la última pieza del edificio social.
Villafranca del Bierzo es no sólo un pueblo próspero (con chalets de alto estanding, como condecoraciones de dinero, en sus suburbios de las montañas que rodean el valle), sino también hermoso. La iglesia románica de Santiago (1186), el templo gótico de San Francisco (1285), el castillo-palacio de los marqueses Peña Ramino (1514), los palacios de la Rúa del Agua y, al final de esa calle, la excolegiata de Santa María. Así como la fachada de San Nicolás el Real (1649). Frente a la vetustez de tanta piedra, el agua por todas partes y los puentes que sirven de mirador otorgan a la piedra, en compensación, una calidad fluida, líquida y etérea.
El Albergue de La Piedra es excelente. El edificio se construyó adosado a una gran roca de la abrupta ladera y ésta asoma en diferentes estancias, comenzando por la recepción. Sus hospitaleros, una joven pareja de Madrid, son no sólo atentos y laboriosos, sino excelentes interlocutores.
En el centro del pueblo, degustamos un almuerzo muy de la tierra, amenizado con una especie de tuna de mayores que ensaya con sus mandolinas un par de mesas más allá.
Por la noche, nuestro colega francés me propone caminar mañana juntos y continuar así el curso práctico de español con la asistencia técnica del inglés.
Me espera otra noche de sueño tropeloso y despertares intermitentes, algo que ya se va haciendo norma en el camino.
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