Día 26

5 10 2013

(5 de octubre, 2013)

Ponferrada – Villafranca del Bierzo: 22,35 km

A Roncesvalles: 572,59 km

A Santiago de Compostela: 188,22 km

Salimos del albergue a las siete en punto, pero no hacia el camino, sino hacia el hotel donde nuestro colega francés, generoso, nos invita a un desayuno continental que nos da gasolina para toda la jornada y un poco más. Jornada no muy larga y prácticamente plana, con pequeñas subidas y bajadas.

Salgo del hotel y voy conversando con el colega vasco hasta pasado Columbrianos. Él ha estado en Cuba, y aunque salió muy decepcionado de allí, le falta información fiable para explicar la radical distancia entre sus expectativas y la realidad. Un escolástico de la izquierda habría intentado encajar con calzador de hierro la realidad en el molde de sus prejuicios, pero él no puede sustraerse de lo que vio.

Comienzan los extensos viñedos del Bierzo en plena vendimia. Intercambiamos “buena vendimia” por “buen camino” y entre Fuentes Nuevas y Camponaraya me detengo para quitarme chubasquero y abrigo, porque vengo sudando a mares y al parecer no va a llover. Mi colega continúa y no lo alcanzaré, dado que me detengo a tomar fotos en el Consejo Regulador de la denominación de origen Bierzo y en el pueblo de Cacabelos, donde me bebo un expreso y llamo a casa.

En una ermita local un señor me pide con entusiasmo que selle la credencial. No puedo negarme. El pueblo rezuma prosperidad. Se nota que los vinos del Bierzo han ganado, por derecho propio, los paladares de un público más exigente.

Entre el trasiego de tractores y camionetas transportando uva, y campos donde vendimian familias completas, continúo hacia mi destino siempre al margen de la carretera. A los bordes del camino y en las guardarrayas de los campos donde se vendimia no aparecen herrumbrosas carretas ni carromatos tirados por burros, sino un surtido de coches entre los que no escasean los BMW, los Volvo y los todoterrenos con lujosas denominaciones de origen.

El campesino no es ya la última pieza del edificio social.

Villafranca del Bierzo es no sólo un pueblo próspero (con chalets de alto estanding, como condecoraciones de dinero, en sus suburbios de las montañas que rodean el valle), sino también hermoso. La iglesia románica de Santiago (1186), el templo gótico de San Francisco (1285), el castillo-palacio de los marqueses Peña Ramino (1514), los palacios de la Rúa del Agua y, al final de esa calle, la excolegiata de Santa María. Así como la fachada de San Nicolás el Real (1649). Frente a la vetustez de tanta piedra, el agua por todas partes y los puentes que sirven de mirador otorgan a la piedra, en compensación, una calidad fluida, líquida y etérea.

El Albergue de La Piedra es excelente. El edificio se construyó adosado a una gran roca de la abrupta ladera y ésta asoma en diferentes estancias, comenzando por la recepción. Sus hospitaleros, una joven pareja de Madrid, son no sólo atentos y laboriosos, sino excelentes interlocutores.

En el centro del pueblo, degustamos un almuerzo muy de la tierra, amenizado con una especie de tuna de mayores que ensaya con sus mandolinas un par de mesas más allá.

Por la noche, nuestro colega francés me propone caminar mañana juntos y continuar así el curso práctico de español con la asistencia técnica del inglés.

Me espera otra noche de sueño tropeloso y despertares intermitentes, algo que ya se va haciendo norma en el camino.





Día 25

4 10 2013

(4 de octubre, 2013)

Foncebadón – Ponferrada: 26,60 km

A Roncesvalles: 550,24 km

A Santiago de Compostela: 210,57 km

 

Hoy se anuncia lluvia a partir de las once, de modo que habrá que intentar avanzar lo más posible en la montaña antes de que empiece. El francés y yo somos los primeros en estar listos y arrancamos a caminar con la seguridad de que los otros ya nos alcanzarán, especialmente la chica argentina que vive en Almería, quien va a toda velocidad por el camino.

Hacemos de noche más de hora y media, desde las siete y cuarto hasta más allá de las ocho y media. A la Cruz de Fierro, uno de los hitos emblemáticos del camino llegamos cuando apenas clarea. Continuamos, mientras amanece, por los bellísimos Montes de León, tapizadas de verde, hasta alcanzar el punto más alto del camino, 1.490 metros, donde se yergue una torre repetidora.

De Manjarín en adelante las bajadas se repiten, una tras otra, a cual más abrupta y pedregosa, verdaderos desriscaderos. La peor pesadilla para el caminante: una bajada encajonada, tapizada de piedras sueltas de diferentes tamaños, barro y humedad por las lluvias recientes.

En las subidas, voy más rápido que mi compañero francés quien tiene un marcapasos y sufre falta de aire, y lo espero en la cima. En las bajadas, él desciende a paso largo o corriendo, como si algún cromosoma de cabra alpina se hubiera incrustado en su ADN, y me espera abajo. Yo prefiero bajar con cuidado, contrarrestar la gravedad con mis bastones, porque me temo que el Apóstol no pagaría la factura del dentista.

El paisaje de monte bajo, robles y castaños es impresionante. Las nubes anudadas al cuello de las montañas. El sol que amanece tenue, dubitativo, comienza a iluminar nuestras espaldas.

En El Acebo hacemos un alto para beber un café y allí nos dan alcance nuestros compañeros que habían salido más tarde. El pueblo, pulcro y cuidado, vive en buena medida de la afluencia de peregrinos que pernocta en sus albergues y hace allí sus comidas. Y en el bar han aprovechado la arribazón de caminantes para elevar los precios a niveles madrileños. Incluso los pajarillos acuden en tropel a picotear las migas de pan que caen de los bocadillos, entrenados, ellos también, para sacar provecho del peregrino.

Cuando llevamos horas caminando juntos y ya tenemos cierta confianza, me aventuro a preguntar a mi compañero francés las razones por las cuales hace el camino. Me cuenta que años atrás, en apenas dos meses, murió su esposa y él sufrió un infarto mientras nadaba en un lago. Tras una operación a corazón abierto, un injerto de vena y un marcapasos, comenzó la rehabilitación. Le advirtieron que no podría hacer grandes esfuerzos, como el ciclismo, pero que si conseguía hacerlo, el Camino de Santiago sería excelente para él. Así lo hizo por primera vez, aunque no en su totalidad. Ahora lo concluye.

Ayer, conversando con nuestro amigo el piloto, me contó que su primer camino fue cuando estaba a punto de nacer su hijo, como una suerte de agradecimiento previo al Apóstol porque todo saliera bien. Su próximo hijo nacerá en diciembre y repite la experiencia con la convicción de que el resultado será el mismo.

Se confirma que cada camino es personal, intransferible. Aunque todos los peregrinos sigan el mismo sendero, no hay dos que sigan la misma senda.

Desde la montaña tenemos a la vista Ponferrada. A la vista no significa a mano. Faltan más de doce kilómetros. El panorama es de postal, salvo la columna de humo de una central eléctrica.

Si Riego de Ambrós es un hermoso pueblo que atravesamos en minutos, Molinaseca, a apenas siete kilómetros de Ponferrada, es un decorado de cine. Coqueto como pocos, el pueblo, plagado de grandes casas antiguas y modernos chalets en las afueras, parece ser un suburbio de lujo para los ponferradinos que se lo puedan costear. Allí bebemos una cerveza y un refresco, junto al puente romano, en la orilla del río, mientras por los altavoces se escucha una avalancha de boleros: sobredosis de amores desdichados, mujeres perversas y desengaños náufragos en océanos de alcohol. Una inyección de entusiasmo para continuar el camino si antes no te echas a la bebida o te suicidas. Según un parroquiano, la camarera está deprimida. Y con esa banda sonora, en breve se lanzará del puente.

Desde aquí hasta nuestro destino pisamos siempre suelo urbanizado.

Llegamos al único albergue de Ponferrada, a pesar de que la ciudad tiene setenta mil habitantes y es final de etapa en muchas guías, el Albergue Parroquial San Nicolás de Flue, el municipal. Mi colega francés continúa hacia un hotel que está en el otro extremo de la ciudad, donde ha dejado su coche cuando vino de Francia. Se quedará allí esta noche, y mañana continuará el camino. Cuando llegue a Santiago, vendrá en tren a recogerlo y regresará en él a casa.

El albergue dispone de 170 plazas a cambio de la voluntad, y una hospitalera italiana entre autoritaria y maternal que a mí, que “ya no soy tan joven” (sic), me coloca en la parte baja de la litera en una habitación poblada por vascos. El albergue tiene buenas instalaciones, pero algunas un tanto singulares. Justo frente a unas duchas para hombres y mujeres han colocado urinarios, lo que es extremadamente embarazoso para ellas.

En el restaurante Mencía, cerca del albergue, me sirven por diez euros el que será uno de los mejores menús del camino: cuatro platos, vino, postre, café y chupito de orujo. Y el camarero insiste en que puedo repetir o cambiar de plato si alguno no me gustase. Y si no quedase satisfecho, no tendría que pagar la consumición, algo, cuando menos, infrecuente. A mitad de menú, aparecen las colegas argentinas y terminamos de comer juntos. A la salida, encontramos al resto de los compañeros que acaban de comer opíparamente en otro restaurante del centro. Algún edicto municipal establecerá en Ponferrada la norma de saciar al peregrino.

Acompaño a mi colega granadino al Hospital de la Reina, un centro privado pero que nació con el compromiso de atender gratuitamente a los peregrinos. Así lo hacen.

Mi visita al Castillo de los templarios es memorable. Ochocientos años de historia, la biblioteca templaria y la exposición “Templum Libri” que reúne muchos de los libros más bellos de la historia: religión, literatura, heráldica, botánica, historia natural, medicina, arte. Un verdadero regalo. El camino de papel complementa el camino de la historia que vamos pisando cada día sobre huellas que se remontan a dos milenios de Occidente.





Día 24

3 10 2013

(3 de octubre, 2013)

Astorga – Foncebadón: 25,13 km

A Roncesvalles: 523,64 km

A Santiago de Compostela: 237,17 km

 

Anoche estuve trabajando hasta las once menos cuarto, cuando amenazaban con apagar el salón biblioteca.

Ocupamos la habitación el militar madrileño, nuestro colega francés, un alemán que no ha hablado una palabra desde que entró y yo. Casi todos están acostados cuando llego.

Noche intranquila, de despertares múltiples. Duermo por etapas, como el camino.

A las cinco y media nuestro francés se levanta y comienza a preparar su mochila. A las seis en punto se encienden las luces, justo cuando podría echar otra horita de sueño. Me preparo para el camino. Cerca de las siete, cuando estamos listos para partir, el alemán sigue durmiendo el sueño de los justos, a prueba de peregrinos mediterráneos.

En el bar Sonrisas tomamos un excelente desayuno por dos euros y partimos el francés, el militar madrileño y yo, que cubriremos juntos toda la etapa. Los tres mantenemos un paso más o menos semejante. Cuando estamos a punto de salir, llegan los otros colegas. La argentina de Almería ha estado curando a nuestro compañero granadino. A las pocas etapas de su viaje, tenía los pies destrozados: ampollas de cinco o seis centímetros de diámetro, uñas desprendidas. Tuvo que permanecer una semana ingresado en un hospital para peregrinos de Logroño, pero sus heridas no están completamente cerradas. Tiene que curarse cada mañana, lo que lleva su tiempo. A pesar de ello, camina con un buen humor a toda prueba.

El camino discurre paralelo a la carretera, pero el tráfico es escaso. A medida que vamos subiendo desde los 869 metros de Astorga hasta los 1.149 metros de Rabanal del Camino, no sólo cambia la orografía sino también la vegetación, el clima, el ozono de la montaña pone su acento en el resuello con cada repecho que ascendemos. La lluvia, por momentos de cierta intensidad, pero no tanta como se esperaba, nos acompaña durante casi todo el viaje.

La etapa es una subida suave pero continua hasta los cinco kilómetros finales, lo que nos permite conversar de lo divino y de lo humano. El francés es un alumno aventajado de Lengua Castellana y prefiere caminar con hispanos para practicar el idioma. En caso de necesidad (nada infrecuente) continuamos la conversación en inglés. Nuestro colega militar es piloto de aviones de transporte y, lógicamente, necesita el inglés a diario para comunicarse con las torres de control, especialmente en sus misiones en África, Afganistán y Asia Central. A pesar de que es parco, nada proclive a la narrativa de sus aventuras, sus historias de Afganistán, Dakar, la isla de Gorée, en Senegal, desde donde embarcaban los esclavos hacia América, o las misiones en el cuerno de África, son fascinantes. Nuestro amigo francés cuenta de sus años en el ejército de su país y su trabajo en las centrales nucleares. Pero, además, intercambiamos anécdotas, libros, películas, historias familiares. Hasta que atravesamos el bello pueblo de Rabanal del Camino. Desde ahí hasta Foncebadón ascendemos desde 1.149 metros a 1.439 en cinco kilómetros. La subida nos exige reservar el aliento. Silencio e introspección.

Foncebadón era una aldea abandonada donde ahora crecen varios albergues. Quedarse en Rabanal del Camino había sido más cómodo hoy, pero mañana deberíamos empezar, a oscuras, con cinco kilómetros de escalada. Y la próxima etapa a Ponferrada se estiraría hasta los 32 kilómetros.

El albergue Monte Irago, privado, va de regular hacia abajo. Un solo baño y una sola ducha para todos los peregrinos, un menú de regular a flojete y un hospitalero que no cesa de pronunciar sentencias de libros de autoayuda y cursos de yoga por correspondencia. Reivindica que no hay wifi para que los peregrinos se comuniquen entre ellos, como si durante el camino fuéramos mudos. Pero hay ordenadores con acceso a Internet por monedas. La tacañería elevada a preceptiva moral. Pero estoy cansado y comiendo. No me gusta discutir con la boca llena.

De noche optamos por un bocadillo en la bella tienda que han habilitado a veinte pasos un par de jóvenes muy amables, y para terminar, un postre de conversación.

A pesar del cansancio, esta noche será, también, intermitente.





Día 23

2 10 2013

2 de octubre

San Martín del Camino-Astorga: 24,16 km

A Roncesvalles: 515,95 km

A Santiago de Compostela: 286,05 km

 

Otro día, y aun nos queda mañana, de camino junto a la carretera. Esta tendría que haber sido una etapa musical, pero dejé los auriculares enterrados en el fondo de la mochila y, como se anunciaba lluvia, esta iba cubierta con su forro, así que por pura vagancia pasé casi toda la jornada escuchando la música de los camiones y los coches al circular por la carretera a cien kilómetros por hora.

Mañana no cometeré el mismo error. Pondré a los camiones una banda sonora de Miles Davis, B. B. King y Bach.

Anoche estaba realmente cansado. Apagaron la luz a las diez, leí media hora y me dormí sin pausas hasta las cinco de la mañana. Fui a asearme haciendo el menor ruido posible, pero a mi regreso, los otros siete compañeros de habitación ya estaban despiertos. Me tocó el dormitorio de los madrugadores. Dos chicas argentinas, una de las cuales vive en Almería, un granadino, un vasco, un francés, un joven soldado de Torrelodones que llegó de Madrid en mi mismo tren, y el correcaminos húngaro.

Después de un copioso desayuno en el albergue y una conversación con el granadino y el vasco que queda aplazada porque tenemos que salir, abandono el albergue a las siete y cuarto de la mañana. Se anuncia agua, de modo que llevo polainas, chubasquero y he forrado la mochila. Aproveché el viaje a Madrid para comprar un forro a la mochila y dejar allí el poncho que el viento convierte en estandarte de la infantería peregrina. Ahora voy más cómodo y perfectamente protegido: las polainas evitan que el agua entre en las botas, el forro protege la mochila, el chubasquero, la cabeza y el tronco, y como dice el refrán, “para comer pescado hay que mojarse el culo”, y para ir a Santiago, también. Lo malo de esa indumentaria impermeable, es que cuando me quito polainas y chubasquero, estoy empapado de sudor aunque haga frío. La única que no ha sudado es la mochila.

Pasados los primeros siete kilómetros y medio de camino paralelo a la N-120, con el tráfico (por suerte) más ligero de la mañana, la ruta se desvía hacia el norte para pasar por Puente Órbigo, un pueblecillo agradable después de tanta carretera. Cruzo el puente del Passo Honroso donde en 1434 don Suero de Quiñones se apostó con nueve colegas y retó a todo caballero que quisiera cruzar el puente a batirse con él y con los suyos. Se creó un atasco monumental. En un mes se quebraron más de trescientas lanzas, todo para que don Suero impresionara a su dama, doña Leonor de Tovar. Hoy existen  modos menos tremebundos de ligar. Aunque queden sus casos patológicos. Tal como hizo en su día don Suero tras imponer peaje de guerra en el puente, continúo viaje hacia Santiago, aunque no con el mismo propósito.

Pasado Hospital de Órbigo, puedo elegir entre continuar el andadero paralelo a la carretera, o desviarme hacia el norte para pasar por Villares de Órbigo y Santibáñez de Valdeiglesias, pueblos típicos de la Maragatería, como se conoce esta zona de Castilla León. La elección sería fácil si el desvío hacia el norte no añadiera siete kilómetros a los 24 que ya deberemos recorrer. Me resigno a la carretera y continúo.

El paisaje de maizales y camiones es invariable hasta que abandonamos la carretera cerca del crucero de Santo Toribio, un maravilloso mirador sobre el pueblo de San Justo de la Vega, la ciudad de Astorga y el monte Teleno. Se cuenta que en este punto se detuvo Santo Toribio a su salida de la ciudad y, volviendo la vista hacia ella, exclamó “De Astorga, ni el polvo”, mientras sacudía sus sandalias para no llevarse ni ese souvenir. (Lejos estaba de adivinar que la ciudad lo nombraría su santo patrón). Pero ahora, en lugar del santo, hay apostado un guitarrista ambulante que entona la misma canción de bienvenida al peregrino de turno, cambiando la nacionalidad. No siempre rima igual neozelandés que canadiense, pero se agradece el esfuerzo. En la tarde se aposta en la Plaza Mayor para cantarle a los ciclistas que llegan a esa hora.

En un bar de San Justo de la Vega, el primero desde Hospital de Órbigo, reencuentro a mis compañeros de habitación de anoche que, al parecer, forman un grupo (tejido por el azar y el camino) desde varias jornadas atrás. Bebo una caña y continúo en su compañía hasta el Albergue Municipal Siervas de María, excelente en sus instalaciones.

La ducha nos quita de encima no menos de diez kilómetros, y salimos a comer un menú. Lo adecuado habría sido pedir un cocido maragato, que se come en orden inverso: carne, verduras y por último la sopa. Pero está muy sobrevalorado, como podemos comprobar en los restaurantes locales. La conversación es más suculenta que el menú, aunque nos desquitaremos en la noche con unas tapas en el bar Cubasol, al que acudimos en una tarde de lluvia. Albergues, anécdotas, personajes que han quedado atrás o adelante en el camino. Somos soldados veteranos, avezados peregrinos que en 20 días hemos reunido un universo de historias que no se parecen a nuestras vidas anteriores. Una vida incrustada en nuestra vida habitual, entre dos paréntesis: Roncesvalles y Santiago.

En la tarde visitamos el peregrino francés y yo la catedral y el Museo del Camino, en el edificio obra de Gaudí. Pero el museo está cerrado, aunque admiten la entrada libre a los jardines y a la tienda. La catedral también estás cerrada hasta mañana a las nueve. Menos mal que no tenemos ninguna necesidad espiritual urgente. Dios atiende en horario de oficina y no hay Urgencias Espirituales las 24 horas.





Día 22

1 10 2013

1 de octubre

León-San Martín del Camino: 26,15 km

A Roncesvalles: 491,79 km

A Santiago de Compostela: 308,21 km

 

Un día de extremos. Despierto en Madrid, al lado de mi mujer, a las 6:00, y me acuesto en San Martín del Camino, entre León y Astorga, pasadas las diez de la noche, en la misma habitación que nueve desconocidos (o recién conocidos, si lo prefieren).

A las 7:30 tomo en Chamartín, la estación norte de Madrid, un tren a León, donde llego a las 10:15. En la catedral me sellan la credencial, y en la Casa Unamuno, albergue universitario y de peregrinos, consigo una nueva,  porque la mía se está llenando.

Bajo una lluvia pertinaz abandono el bello centro de León, que conozco de visitas anteriores. Ningún peregrino deberá perderse esta ciudad, “plena de todo tipo de felicidades”, según el Calixtino, y que llegó a tener en el Medioevo 30 hospitales de peregrinos. La catedral, con sus 1.765 metros cuadrados de vidrieras. Las plazas Mayor y de Santa María del Camino. El Barrio Húmedo. La colegiata de San Isidoro. La casa de Botines, obra de Gaudí. Y el espectacular museo de León.

Día de paraguas, sería bueno para perderse en sus callejas, museos, templos y palacios, pero además de que ya conozco la ciudad, el camino me llama. Aunque se hace esperar. Salir de León cuesta lo suyo. Los ocho kilómetros hasta la Virgen del Camino es una sucesión de barrios, urbanizaciones, polígonos industriales, naves y el perenne ruido de la carretera. Y numerosísimas bodegas subterráneas más o menos sofisticadas, donde almacenan edl vino o los emnbutidos, o los ahúman. Algunas se han convertido en sitios de reunión de los jóvenes a quienes, desde tiempos inmemoriales, les ha tirado lo underground.

Más adelante, el  enlace entre distintas carreteras y autovías obliga a desvíos por la imposibilidad de cruzarlas. Llegando a Valverde de la Virgen, el camino se encauza invariable en paralelo a la carretera N-120. Diecisiete kilómetros de maizales infinitos a la derecha y una interminable hilera de autos y camiones a la izquierda. Diecisiete kilómetros escuchando el tráfico a alta velocidad (de los maizales no tengo quejas) no es la banda sonora idónea para un camino que invita a la meditación, no a taponarse los oídos.

Llego al albergue Vieira cerca de las cinco. Excelente hospitalidad e instalaciones.

En mi habitación somos casi todos hispanohablantes, un suceso raro en este camino de Babel. La última cama la ocupa un joven húngaro que ha hecho el viaje de Roncesvalles a aquí, casi 500 kilómetros, en diez días. No sé si intenta romper algún récord o si esa es su velocidad habitual. Con unos cuantos húngaros así, quiebra el transporte público.

Declino la invitación a participar en la cena. Lo siento por eludir la vida social, pero una cena copiosa a esta hora me derribaría sobre el colchón y no me permitiría escribir una letra. Ni pensar. En esas circunstancias parece que todo el cuerpo, hasta la última neurona, se dedicara en exclusiva a la digestión. Proceso que ha generado una de las palabras más universales del castellano: la siesta.





Días 20 y 21: El week end del peregrino

30 09 2013

(29 y 30 de septiembre, 2013)

 

Hace muchos años, cuando era geólogo y me dedicaba a caminar las montañas de mi país con una piqueta, una brújula y una mochila rusa que se iba llenando, paulatinamente, de muestras de roca, aprendí que el agua no siempre sabe igual. Cuando asciendes una montaña, y estás a 1.100 o 1.200 m de sudor y esfuerzo, un trago de agua tibia de una cantimplora de aluminio puede saber mejor que un Moët & Chandon gran reserva.

Diecinueve días lejos de los míos, me convencen de que son ellos, efectivamente, con quienes quiero pasar el resto de mi vida. Cuando 25 años con una mujer se te hacen cortos, cuando descubres que los años pueden otorgar encantos que no concebía a los 30, es que has tenido la suerte de protagonizar un milagro.

Redescubres también el tacto aterciopelado de tus libros, el olor de tu dormitorio, la textura de las sábanas y tu mullida huella en el colchón, más otras percepciones sobre las que, pudoroso, correré tupido velo. Lo cierto es que dos días, un week end de peregrino, pasan volando y, llegada la noche del lunes, preparo de nuevo la mochila para concluir las próximas catorce jornadas del camino. Nadie me obliga. He decidido hacerlo, y una cosa que diferencia a los hombres de otras especies es que, con frecuencia, tomamos decisiones e incluso las cumplimos sin negarnos a pagar su coste. Alto o bajo, doloroso o placentero. Posiblemente gracias a eso hemos sobrevivido al mamut y al tigre dientes de sable. Ellos disponían de mejores armas, pero carecían de nuestra empecinada perseverancia. Somos unos bichos curiosos, inquietos, en ocasiones impredecibles, emprendemos tareas inexplicables o absurdas, pero que contribuyen a explicar lo que somos. Animales singulares, capaces, por igual, del altruismo y la abyección, de la grandeza y la miseria.

Lo cierto es que este bicho que soy se prepara esta noche para dar mañana cumplido final a un sueño mucho tiempo soñado. Podría quedarme disfrutando la buena compañía y los placeres del hogar. Pero siempre me quedaría un sueño trunco, una ilusión por cumplir. Un propósito (personal, intransferible, ilógico quizás, pero mío) atragantado.

Mañana me espera el camino, de nuevo, el cansancio, el sudor, los despertares en tinieblas, las incomodidades del vivir colectivo. Pero espera también el cumplimiento de un propósito que aún no sé exactamente a qué misterioso impulso debe su comienzo, pero que seguramente se articulará con esos otros propósitos un tanto ilógicos también: soñar con mundos inexistentes, contar historias, fabricar universos de palabras.





Día 19

28 09 2013

(28 de septiembre, 2013)

Mansilla de las Mulas – León: 18,18 km

A Roncesvalles: 448,20 km

A Santiago de Compostela: 312,61 km

 

Comienzo a caminar a las siete en punto de la mañana. Queda una hora o más para que se haga de día.

Cae una llovizna muy fina que arrecia cuando apenas he caminado 500 metros. Me veo obligado a colocarme las polainas y sacar el poncho que me cubrirá tanto a mí como a la mochila, aunque su colocación es un verdadero incordio.

En la oscuridad del camino brillan, con un reflejo plateado, los charcos de lluvia, como pocetas que pueden tener un pie de profundidad, y que se han acumulado durante la noche en este suelo arcilloso. De hundirme en ellos no hay peligro de ahogamiento, pero están garantizadas las ampollas cuando la piel se reblandezca.

Iluminar el camino es hoy imprescindible para evitar los charcos. En 1977, cuando hice el levantamiento geológico del área Bayate Norte para mi tesis de grado, me vi obligado a cruzar una y otra vez ríos y arroyos por los vados. El resultado de caminar la mitad del día con una laguna dentro de cada bota fue devastador para mis pies, a pesar de que tenían poco más de veinte años y estaban aún en garantía.

Andar de noche el camino de Santiago es una experiencia interesante. Estás solo, más solo si cabe. El camino de hoy acentúa esa soledad: gravilla fina o tierra apisonada, flanqueado por una hilera de árboles que se recortan, negro sobre negro, refulge bajo el alumbrado central de la Vía Láctea, aunque sea noche sin luna. Posiblemente nunca más esté tan a solas conmigo mismo. Los pasos, el camino, la tiniebla y la suave fosforescencia de la gravilla bajo las estrellas.

Antes de ayer me llamó uno de los madrileños, que me lleva una jornada de ventaja, para contarme que habían visto de nuevo, cerca de Frómista, al hombre de negro. Lo adelantaron, le desearon buen camino, y él respondió en alguna jerga incomprensible. Lo único que nos queda por pensar es que se trata de un funcionario público en paro al que han ofrecido un contrato temporal como fantasma, para otorgar al Camino una dosis adicional de misterio.

Mis pasos me conducen hacia un horizonte vagamente luminoso, como si me dirigiera al amanecer, que ocurrirá a mis espaldas. Es el próximo pueblo que, en esta oscuridad, refulge con ínfulas de ciudad.

A las ocho de la mañana, media hora antes del primer punto de destino, adelanto, ¿a quién si no?, a mis colegas coreanos que cuando me ven hacen una alegre reverencia, dado que soy como su amigo desconocido, el que les ha acompañado desde Roncesvalles aunque no hayamos cruzado una palabra.

El camino está ahora jalonado de pequeños pueblos, como suele suceder en las cercanías de una gran ciudad, la cuarta gran ciudad de este camino: Pamplona, Logroño, Burgos, y ahora León.

Atravieso, aún de noche, Villamoros de Mansilla y en Puente Villarente me bebo un café con el que me obsequian un pincho de tortilla. Raro acompañamiento que despacho porque no he tomado nada desde que me levanté. Llamo a mi mujer, que me responde con una voz de ultratumba. Yo estoy a 6 kilómetros de mi despertar, y ella, a cinco segundos del suyo. Ya hemos acordado que no vengan ella y mi hijo hoy a León. Serían dos pasajes de ida y vuelta, una o dos noches de hotel, cuando hay una solución más razonable y económica.

Camino los 12 kilómetros que me faltan para llegar a León bajo una lluvia pertinaz y un viento del sur que hace ondear el poncho como si yo estuviera envuelto en una bandera. Quien inventó este poncho consideró que la lluvia siempre caería de arriba hacia abajo y que el viento estaría prohibido. Dado que las condiciones aquí son otras, en Valdelafuente me veo obligado a entrar a un taller de mecánica, ponerme mi chubasquero, y envolver mal que bien la mochila con el poncho. Cargo de nuevo mis bártulos y continúo los 8 kilómetros hasta la ciudad.

Pregunto en León donde queda la estación de ferrocarriles y, dado mi aspecto de peregrino, todos me indican cómo llegar caminando, otros cinco kilómetros que cubriré en una hora. A nadie se le ocurre que un peregrino también puede tomar un autobús en estos casos.

A las 12 y 51 minutos tomo el tren con destino a Madrid. Una señora observa mi mochila con su vieira, y me pregunta si acabo el camino aquí. No. Regresaré el próximo martes para continuarlo hasta Santiago. También los peregrinos tienen fin de semana, y estoy completamente seguro de que el apóstol no se moverá de Santiago en los próximos días. Eso sí es tomárselo con calma, riposta la señora con un retintín de sospecha, como si alguien la hubiese nombrado Jefa de Tráfico del Camino de Santiago, y velara por el cumplimiento de los itinerarios de los peregrinos. Más calma tiene el apóstol, le respondo, que no se ha movido de su sitio en 1.965 años.

A las 4:10 de la tarde llego a mi casa, beso a los míos, que me han esperado para almorzar juntos, y disfruto de esos mínimos (y máximos) placeres que te depara el hogar y la buena compañía.





Día 18

27 09 2013

(27 de septiembre, 2013)

Bercianos del Real Camino – Mansilla de las Mulas: 26,46 km

A Roncesvalles: 430,02 km

A Santiago de Compostela: 330,79 km

 

Por la mañana, después de dormir como un tronco hasta las seis en punto, me preparo, y cuando estoy listo para salir, entra Rosa, la hospitalera, y reprende cariñosa a un francés por tomarse unos huevos duros cuando ella ha preparado para todos un espléndido desayuno, al precio de levantarse, como todos los días de lunes a domingo, a las cinco menos cuarto de la mañana, para tenerlo todo listo cuando los peregrinos se despierten.

Gracias al ungüento que me recomendó la doctora palentina, ya han remitido mis erupciones en las piernas, y vuelvo a salir en pantalones cortos para que se ventilen las pantorrillas. Pero en esta zona las hierbas de los bordes se enciman al camino y debo andar ojo avizor, sobre todo ahora que ha amanecido, para eludir cardos y ortigas (rosas blancas no hay y tampoco, hasta donde se sabe, tienen efectos urticantes).

He ido perfeccionando mi sistema de esquiador de secano. Tirar hacia delante los bastones, hincarlos firmemente y apoyarme en ellos para adicionar su impulso en el paso hacia delante. Eso me otorga un plus, de modo que en estas llanuras ando a una velocidad de crucero de cinco kilómetros por hora, que no está nada mal.

La de hoy es una etapa relativamente larga, más de 26 kilómetros, aunque prácticamente llanos. Los 7 km hasta El Burgo Ranero los hago de noche, Iluminando el camino con la tenue lucecita de mi linterna de cuerda, cuyo dínamo debo accionar cada cinco o diez minutos. Son más prácticas las linternas que se fijan en la frente, pero requieren baterías, lo cual es un peso adicional.

Es el amanecer más dorado que he visto nunca. Como si no se tratase de luz reflejada. Parece que este resplandor dorado saliera de las hierbas y los trigales, y se reflejara en el cielo.

Al pasar por El Burgo Ranero me bebo un café y continúo. Esta es la parte más pesada de la etapa. Trece kilómetros sin ver un solo pueblo, por una llanura interminable, y paralelo a la carretera, que aunque con poco tráfico, enturbia el silencio del camino. Los arroyos y canales que atraviesan la ruta otorgan, en cambio, la música del agua.

Llegando a Reliegos, en un túnel bajo la línea del tren aparecen nuevos carteles. Según uno de ellos, “Hay algo más emocionante que matar, dejar vivir”.

A la entrada del pueblo, comienza a lloviznar, y tenemos que sacar capas, ponchos y protectores, porque hasta Mansilla de las Mulas quedan aún más de 6 kilómetros.

Llamo por teléfono a la Alberguería del Camino y reservo una cama, con lo que puedo continuar con la confianza de que a mi llegada tendré garantizado el hospedaje.

Mansilla de las Mulas es un pueblo bastante grande que tiene en la entrada una estatua al peregrino más original que la mayoría. En ella los peregrinos no aparecen de pie con el manto ondeando al viento, desafiantes, la mirada avizorando el horizonte al mejor estilo del obrero y la koljosiana en el anuncio de Mosfilm. Están sentados, recostados unos a otros, extenuados, apoyados en sus báculos, buscando sus cantimploras. Disfrutan un momento de reposo o acaban de concluir una etapa. Agotados como nosotros, ellos tienen una desventaja: seguirán agotados en la piedra para siempre (o el parasiempre que dure la estatua), mientras nosotros nos recuperamos.

Después de caminar medio pueblo, llego a la Alberguería del Camino, y resulta que es un hostal donde, efectivamente, me han reservado una cama. Al preguntarle por qué no me advirtió que no se trataba de un albergue, la dueña me responde que yo pedí una cama y ella me ha reservado una, sólo que la cama está dentro de una habitación individual, que cuesta seis veces más que un albergue habitual. Si me lo hubiera advertido con antelación, posiblemente me quedaría, pero me molesta que me engañen de esa manera. Le doy las gracias y me dirijo al albergue municipal donde, por seis euros, tendré una cama, una ducha, un sitio a cubierto, lo cual me hará bastante falta porque desde ahora ha empezado a llover y no escampará en toda la noche.

Almuerzo con los peregrinos gallegos, a quienes encuentro por casualidad en la calle, y una profesora de Barcelona que los acompaña. De regreso al albergue, la tarde cae súbitamente tamizada por la lluvia. El gris me contamina como si no fuera un color, una atmósfera, sino una enfermedad.

No tengo deseos de escribir y me dedico a leer hasta pasadas las 12 de la noche cuando, por fin, me vence el sueño. Me acuesto con la certeza de lo que haré mañana.





Día 17

26 09 2013

(26 de septiembre, 2013)

Terradillos de los templarios – Bercianos del Real Camino: 23,59 km

A Roncesvalles: 403,56 km

A Santiago de Compostela: 357,25 km

 

Todavía no sé dónde voy a dormir esta noche. Por suerte, como el caracol, llevo mi casa a cuestas. Pensaba pernoctar en Sahagún, sitio donde la historia ha cuajado en cada piedra, para verlo con detenimiento, pero un peregrino de León me advierte que para lo que hay que ver bastan un par de horas. La grandeza pasada se ha compactado en dos horas de visita. Si es así, continuaré quince kilómetros más o, en el peor de los casos, 10,65 kilómetros, para cumplir una etapa de 24 a 30 kilómetros, y acercarme más a León, por si mi mujer y mi hijo vienen el sábado. Llegar temprano y aprovechar el día.

El sol no acaba de salir, pero ya la claridad inunda el campo y es como caminar por un mar dorado con algunos acentos verdes, los árboles, no tan numerosos como debieran. Los humanos llevan dos mil años desarbolando esta región para sembrar alimento. Aunque, ya en mi destino, me enteraré por el hospitalero que casi todo este cereal que se cosecha en la zona se destina a fabricar biodiésel.

Una buena parte del camino, al menos hasta Moratinos, es de tierra y pasto seco apisonado, la más confortable superficie para el caminante. Sin asperezas, como una moqueta de pelo corto, firme pero elástica y, sobre todo, sin piedras. En Moratinos diviso una pequeña colina, al parecer arcillosa, donde han cavado puertas, se supone que para cobijar en su interior a los animales. Pero se trata de bodegas. No solo de vino. Aquí se conservaban las salazones, los quesos y los embutidos. Y antes de la refrigeración, todo.

Los grafiteros no se ocupan aquí del fracking ni de la opresión española, sino del esparcimiento. Los carteles en las paredes piden “Más opio y menos trigo”. “Porras y porros”. (Y no se refiere a las porras policiales, sino a los churros king size).

El camino se desplaza paralelo a la carretera hasta Sahagún. Desayuno en un bar y aprovecho que tienen wifi para hacer algunas gestiones pendientes. Luego dedico dos horas y media a visitar esta “Cuna y panteón de reyes, santos y sabios”, como reza la divisa local. “Llena de toda clase de prosperidades”, dice el Calixtino de Sahagún. Su esplendor data de la época romana, por su situación como cruce de caminos, y se consolidó con Alfonso VI. Se veneran aquí los santos Facundo y Primitivo, cuyos despojos decapitados fueron rescatados por los vecinos del río Cea, donde al pasar veré un visón silvestre ajeno a estas históricas tragedias. Sahagún influyó en la reforma cluniacense, impulsó la ruta jacobea y se convirtió en núcleo comercial de primerísima importancia. Basta visitar, cosa que hago, los monumentales restos de la abadía de San Benito, la capilla-iglesia de San Juan de Sahagún, la iglesia de San Tirso y el Santuario de la Virgen Peregrina (muy coqueta con su vestido, su sombrero, su báculo y el niño al hombro), actual Centro de Interpretación del Camino de Santiago, donde me entregan un documento que da fe de que este peregrino ha alcanzado lo que era, hasta el trazado del aeropuerto de Santiago de Compostela, el centro geográfico del camino.

Abandono Sahagún hacia las dos y cuarto de la tarde. Llegar a El Burgo Ranero (18 kilómetros) me tomaría cuatro horas. Y es posible que a las seis no encuentre albergue disponible. Opto por Bercianos del Real Camino, a casi once kilómetros, donde llego pasadas las cuatro y media. En el albergue parroquial todo está lleno y me indican que vaya a otro, el Santa Clara, que es privado. Cuando llego, hay un matrimonio americano esperando. Rosa, la amabilísima hospitalera, les explica que solo quedan una habitación privada con cama de matrimonio por 25 euros, y dos camas en litera por la voluntad, es decir, lo que quieran dar. Sus caras indican que no han comprendido nada. Les traduzco. Se deciden por la cama matrimonial y la habitación privada, para suerte mía y de un peregrino que viene haciendo el camino de Madrid y aparece en ese momento.

Acabo de rebasar la mitad del camino con un golpecillo de suerte, porque si no, habría tenido que caminar otros siete kilómetros hasta El Burgo Ranero. Se anuncia lluvia para el fin de semana. Alegría para el campesino. No tanta para el peregrino.

Conversando más tarde con la pareja norteamericana, descubro que no ha sido tanta suerte como benevolencia por su parte. Comprendieron rápidamente que si optaban por las literas, nos obligaban (al menos a uno) a buscar otro albergue.

Una vez acomodado y duchado le pregunto a Rosa, la hospitalera, si tienen wifi y ordenadores de monedas. Sí al wifi, no al ordenador de monedas, me responde. Pero te presto el mío si lo necesitas. Termino mis posts pendientes. Ceno en el restaurante del pueblo, en cuyo salón sólo hablamos castellano el camarero y yo, y comparto mesa y conversación con un danés, un norteamericano de New York y una chica pelirroja y pecosa que más irlandesa no puede ser.

De regreso al Albergue Santa Clara, Rosa me presta su portátil para subir mis posts. A diferencia de otros hospitaleros, Rosa y Santiago son, ante todo, avezados caminantes que conocen de primera mano las bellezas y las extenuaciones del camino, por lo que atienden a los peregrinos con un sentido casi maternal de la hospitalidad, tratando en cada momento de resolver las pequeñas dificultades de cada uno. Me cuentan que ya con el albergue repleto han recibido peregrinos agotados a altas horas. Los han llevado en su propio coche hasta el siguiente pueblo, donde han conseguido alojamiento. No creo que muchos hospitaleros hagan algo semejante, y menos aun los hosteleros eventuales que han aparecido a partir de la creciente popularidad del Camino. Hacer al menos una etapa sería un excelente aprendizaje para ellos. Conocer de primera mano el estado en que llegan sus presuntos huéspedes.

No es que para ser hospitalero sea condición imprescindible haber hecho el camino, pero, dado que el peregrino es un cliente con unos requerimientos específicos, el hospitalero debe estar sensibilizado con las rudezas del peregrinar. Su huésped no es un turista que acaba de aparcar su coche, ni un ejecutivo recién aterrizado.





Día 16

25 09 2013

(25 de septiembre, 2013)

Carrión de los Condes – Terradillos de los templarios: 26,84 km

A Roncesvalles: 379,97 km

A Santiago de Compostela: 380,84 km

 

Hoy me despedí con un café cortado de mi compatriota el hospitalero, quien hizo el camino el año pasado y ha regresado éste como voluntario. Emigró en 1961 y ha vivido todo el tiempo en New Jersey, donde trabajaba para la televisión hasta que se jubiló. Descendiente de chino e inglés, nunca ha regresado a la isla porque allí no tiene familia. Coincidimos en que el futuro de Cuba pasa por una democracia plural en que todos tengan derecho a la palabra, desde los comunistas a los conservadores, pero emitir esa opinión le ha traído disgustos con tirios y troyanos. Me comenta que en Carrión de los Condes vivió hasta hace unos meses un cubano que en las tertulias del bar defendía con fervor el castrismo. Era un anciano cuya hija había emigrado a este pueblo y que en su ocaso lo trajo a vivir con ella para evitarle las penurias y carencias de la isla. Pero él se negaba a variar su discurso, anclada la memoria en las ilusiones de su juventud. Murió meses atrás. Descanse en paz.

Me recomienda el servicio de transporte de mochilas que funciona en todo el camino, a razón de unos tres euros por trayecto, y que al parecer él empleó en su momento. Yo prefiero llevar mi propia mochila, no por un prurito de hombría caminera, sino porque el peregrino debe ser una unidad sellada con la casa a cuestas, previniendo un cansancio o un entusiasmo súbito, albergues llenos o un cambio de planes que lo obligue a pernoctar antes o después de lo previsto. Además, es parte de la lección de vida que ofrece el camino: carga sólo lo esencial. El resto es superfluo, peso muerto que deberás acarrear sin más provecho que la tendinitis. A otras escalas, lo mismo te ocurrirá el resto de tu vida. He escuchado a peregrinos supuestamente puristas llamar con desprecio turigrinos, mitad turistas mitad peregrinos, a estos que encomiendan sus bártulos. Pero volvemos a lo mismo. Son muchos los propósitos y los modos de hacer el camino. Cada cual sabe sus razones y sus posibilidades. Habrá quien no quiera y quien no pueda. El “purista” argumenta que es injusto que un caminante aligerado llegue antes al alberque y le quite el sitio. Con idéntica lógica, tampoco es justo que un joven de veinte años llegue antes que un anciano de ochenta.

Tenía pensado concluir hoy mi camino en Calzadilla de la Cueza, 17,38 kilómetros, pero revisando en la mañana las opiniones sobre los albergues, encuentro que el que tiene mejor prensa es el albergue Los templarios, en Tejadillo de los templarios, a 26,84 kilómetros, y opto por acercarme allí y estar a tres horas de camino de Sahagún, mi meta de mañana, una localidad a la que cualquier peregrino debería dedicar un tiempo.

Hoy el camino es extraordinariamente aburrido. Una línea recta que se pierde en un horizonte plano, sin accidentes geográficos y casi sin árboles. Tan monótono, que lo único que podemos hacer es permitir a los pies que cumplan su trabajo minuciosa, metódica y mecánicamente, y echar a volar la imaginación. Hacer lo que muchas veces en la vida cotidiana nos está vedado. Dedicar cinco, seis horas a pensar. Un tractor a lo lejos, un pájaro que sobrevuela el camino, el ruido en sordina de la autovía que se divisa a unos quinientos metros, y los pasos sobre la gravilla. Esa es la banda sonora del camino hoy.

Sigo indagando las razones personales de cada uno para hacer el camino, pero no he hallado a nadie que acuda a cumplir una promesa o a pedir un milagro al apóstol, aunque no dudo que los haya. O será que quienes así lo hacen ocultan una fe literal que es ya moneda rara en nuestros tiempos. El peregrino clásico de la Edad Media emprendía el camino casi invariablemente por esas razones con una fe a toda prueba. El Camino debió ser una procesión de agradecidos y de enfermos que con frecuencia no alcanzaban su destino. Hoy la fe es un artrículo mucho más metafórico.

En el horizonte asoma la torre de una iglesia y poco a poco se empieza a ver un cementerio. El mapa anuncia la inminencia de Calzadilla de la Cueza, pero no aparece. Es otro pueblo subterráneo. De pronto, rebasado un pequeño alto, en un profundo valle asoman de la nada, como una ilusión quijotesca, las primeras casas a menos de trescientos metros. Hasta Terradillos de los templarios faltan 9,46 kilómetros, dos horas de camino que, según el mapa, parecen más entretenidas que las anteriores. Aunque no demasiado, como comprobaré en breve.

Llegando a Ledigos, siento una sensación extraña. Mi pie izquierdo está completamente dormido. Y dormido no significa anestesiado. Duele como de costumbre pasados los diez o doce kilómetros. De ese dolor no te libra nadie. La sensación es tan extraña que me detengo y a los cinco minutos vuelve a su estado normal. Recupero con alivio el cansancio habitual, el dolor de todos los días. Un dolor soportable y reversible.

Coincido en el albergue Los templarios, de excelentes instalaciones pero situado en medio de la nada, con unos gallegos de Santiago a los que había perdido la pista en Burgos. Me preguntan por el grupo que el azar reunió en el albergue de Zubiri, al pie de Roncesvalles. Les cuento que el valenciano, el alicantino y la enfermera canaria regresaron a sus lugares. Sólo disponían de algunos días para el camino, que continuarán el año próximo. Nuestra amiga canadiense está a dos o tres jornadas atrás. Sufrió una intoxicación alimentaria y tuvo a su lado a la enfermera para auxiliarla. Los bancarios madrileños me llevan una jornada de ventaja y dos o tres el malagueño. Es el Camino, que junta y dispersa, y que al final se atiene a la antología de la memoria. De los que salimos de Roncesvalles con los únicos que coincido en trayectos y albergues, casi invariablemente, es con el coreano de las reverencias y su mujer.

El atardecer es espectacular, especialmente para los gallegos, hombres de horizontes montañosos, cerrados. Uno de ellos me dice que estos horizontes abiertos son como el mar, como caminar sobre las aguas de un océano, cuando parece que todo el mundo es puro cielo.