(10 de octubre, 2013)
Portomarín – Palas de Rei: 25,06 km
A Roncesvalles: 690,19 km
A Santiago de Compostela: 70,62 km
Con el perdón de algún lector asiduo (si lo hubiera), aquí he vuelto a corregir las distancias. En Bercianos del Real Camino me contaron que éstas habían cambiado, con lo que modifiqué la norma de cálculo, pero al parecer no era tan así. Corrijo entonces la distancia recorrida y la pendiente y tendré que reajustar todas las anteriores acumuladas, no la distancia diaria que sí es correcta.
La de anoche no fue una noche de sueño tropeloso como esas a las que ya estoy habituado, sino verdaderamente rara. A las diez y media me caía de sueño y dormí de un tirón hasta las dos, cuando, ante la imposibilidad de dormirme de nuevo, me levanté y escribí hasta las cuatro. Regresé a la cama, y me dormí de nuevo profundamente de cinco a siete. Menos mal que el camino se acaba, porque si en adelante mi sueño va a ser como una serie de TV, por episodios, lo llevo crudo.
Salí desayunado a las ocho y me interné en la niebla, más espesa que ayer. Pero antes falté a una promesa. Ayer me bebí un café en una cafetería del pueblo y descubrí con asombro, pese a mi experiencia, que el café siempre puede ser peor. Juré, como Scarlett O’Hara en Lo que el viento se llevó, que jamás volvería a tomar un café en ese sitio. Pero hoy, temiendo que fuera el único abierto en los próximos kilómetros, reincidí. Con idéntica pesadumbre en el paladar. En los siguientes quinientos metros había, al menos, cuatro establecimientos abiertos.
Antes de salir, reservo en el Mesón de Benito, de Palas de Rei, atinada elección, como comprobaré más tarde. En Sarria me contaba un peregrino leonés que tuvo que visitar varios hospitales y parar un par de días porque no en uno, sino en tres albergues diferentes se cundió de chinches que tenían la intención de comérselo vivo. Entonces me explicó que él arrancaba a caminar sin saber dónde llegaría cada día, y que al llegar se quedaba en el primer albergue que encontrase, sin averiguar antes condiciones, calidades, u opiniones de otros peregrinos. Aunque es norma que los albergues sean limpios y confortables, en algunos los servicios son muy viejos, destacan por su poca higiene o ha habido brotes de chinches. Y el único modo de evitarlo es informarse. Aunque vayas a cumplirle al Apóstol con la mayor devoción del mundo, es excesivo pedirle a Santiago que esté al tanto de cada chinche y cada peregrino, y que evite el encuentro por intercesión divina. No me fastidies, carallo, para eso está Internet, dirá el santo.
Salvo la trepada inicial para salir del valle del Miño, casi toda la jornada es de suaves ascensos y descensos, o largas planicies que hacen de la marcha un paseo.
Hasta pasadas las diez y media no se levanta la niebla. Todo el camino discurre paralelo a la carretera, y voy cruzando una Galicia que recuerda cada vez menos el pasado: maquinaria, tractores, plantas de procesamiento, fábricas, trasiego de camiones. Conociendo Suiza, siempre he pensado que Galicia es una Suiza no domesticada. Pero aquí la doma del monte avanza deprisa.
Cerca de Gonzar sello la credencial y luego atravieso lo más rápido posible Castromaior (tampoco me gusta el vigente Castromenor, por ello lo evito siempre que puedo).
Antes del Hospital da Cruz, en un sitio donde la carretera corta el camino, se detiene un coche, bajan cuatro personas en atuendo de peregrinos, sacan del maletero sus mochilas bonsái y arrancan a caminar con el entusiasmo de un cantaor flamenco por bulerías. Se ve que llevan muchos kilómetros (de autovía). Si es lo que me imagino, seguiré sin entenderlo. Engañarse a sí mismos es imposible. Y si son creyentes, tampoco pasarán inadvertidos al omnisciente, a menos que confíen en que su acción coincida con un parpadeo de Dios.
Capillas, cruces de peregrinos, pazos y cruceiros van apareciendo entre Vendas de Narón, donde me bebo un refresco, y Ligonde, a nueve kilómetros, dos horas, de mi destino.
Entro al Consello de Monterroso que, de ser guatemalteco, sería brevísimo, en homenaje al escritor latinoamericano que con más tino ahorraba las palabras. Pero este tiene 114 kilómetros cuadrados, demasiado para que al despertar el dinosaurio todavía estuviese allí. Andaría huido por los Montes de Vacaloura.
La entrada a Palas de Rei, demasiado grande para los 800 habitantes que le conceden la guías, discurre por un extenso parque donde empiezan a aparecer albergues de peregrinos. Yo debo continuar hasta la entrada del pueblo. En el albergue me da la bienvenida Manuel (en inglés, francés, gallego, hasta que le digo que hablo castellano desde mi más tierna infancia) con un inusual apretón de manos. No sé cómo le sentará a un sueco, pero los cubanos somos gentes de contacto físico, de tocarnos al hablar. El tacto tiende puentes por donde transitan las palabras.
Medio tocayo, su padre nació en La Habana, y sus abuelos en la misma zona de Galicia (muy cerca de aquí, por cierto) donde nacieron los míos. Curioso, entra a este blog mientras me ducho y almuerzo, y echamos una larga conversación de sobremesa. Coincidimos en que el camino es una experiencia personal, intransferible, y que cada peregrino debe encontrar sus razones, sus motivos y su propio paso. Supeditarse al de otros durante muchas etapas no suele dar buen resultado.
Tres jornadas, 65 kilómetros, me separan de Santiago. Pero posiblemente demore meses en digerir todas las experiencias del camino. A veces, mientras estoy en la ruta, me asalta la sensación de que llevo años, siglos caminando. Y puede que sea cierto. Aunque antes no lo supiera.
Yo soy un asiduo lector. Te sigo día a día, por amigo, y porque me interesa la aventura que te has propuesto al adentrarte en ese doble camino: el de la realidad que trasiegas y el de la palabra con que la cuentas. Un abrazo. Froilán