(9 de octubre, 2013)
Sarria – Portomarín: 22,75 km
A Roncesvalles: 665,13 km
A Santiago de Compostela: 95,68 km
Despierto a las seis, pero me quedo trabajando hasta pasadas las nueve, primero en el albergue y luego en un bar de las inmediaciones. Mientras estoy en el bar veo pasar a, ¿quién si no?, mi amigo coreano que me saluda efusivo.
Después de trepar el empinado casco viejo de la ciudad, salgo de Sarria por el Ponte Aspera, puente románico de cuatro ojos (siglo XIII) y me adentro en un bosque encantado, aunque un tanto lúgubre, de árboles antiquísimos.
La etapa será una copia de la de ayer, con subidas, bajadas, repechos, largas planicies y, sobre todo, la abrumadora presencia de la niebla, que me acompañará hasta pasadas las once de la mañana, cuando levante brevemente para volver a disolver el paisaje.
En medio de la niebla, el olfato se agudiza: tierra mojada, hierba, la leña ardiendo en un hogar, que me recuerda la finca en el campo donde veraneaba de niño. Y, sobre todo, el permanente olor de las vacas que no invoca en lo absoluto el aroma de esas mismas vacas transformadas en filetón a la plancha.
En Barbadelo entro a un bar para sellar la nueva credencial, porque la anterior ya se llenó hasta la última página. Desde aquí hasta Santiago deberé sellar al menos dos veces al día. Basta caminar cien kilómetros para obtener la Compostela y, al parecer, algunos se mueven por la ruta en coche coleccionando sellos y no kilómetros de camino. Ignoro las motivaciones. Si es por razones religiosas, difícil será engañar a Dios. Si es por razones espirituales, no puedes engañarte a ti mismo. Y hasta donde alcanzo, ninguna empresa mejora el salario por hacer el Camino de Santiago y demostrarlo documentalmente.
A la salida del pueblo, espera una chica, tablilla en mano, para pedir dinero en nombre de la Asociación de Sordos. Le hablo en lengua de signos y no comprende nada, desde luego. Es una de las tantas chicas rumanas que pululan por España con el mismo timo sin tomarse el trabajo de aprender lengua de signos. No esperaba encontrar a ninguna en medio del camino, en este pueblo perdido. Alerto a los peregrinos, pero ya ha timado a un par de norteamericanas que venían delante.
Además de los viejos conocidos que voy encontrando aquí y allá, noto la arribazón de nuevos caminantes, los cienkilometreros. Se les detecta por el lustre de las botas, las ampollas frescas y los pasos aun dubitativos.
Ya es para nosotros habitual desplazarnos hasta un sitio que llamamos aeropuerto, encerrarnos en una cápsula de abolir distancias, y descender a cinco o diez mil kilómetros después de algunas horas encajados en un asiento de la clase turista. Sin ello no tendríamos la visión global del mundo que hoy disfrutamos. Cualquier hijo de vecino, no un Marco Polo o un Cristóbal Colón, ha puesto el pie en varios continentes, ha presenciado decenas de ciudades y ha conocido personas de múltiples razas, culturas y lenguas. Quizás eso a muchos nos haga más comprensivos, más tolerantes, más abiertos a la otredad de lo que un día fuimos, cuando todo hombre nacía y moría en veinte kilómetros a la redonda y su mundo se reducía a su clan, aldea, tribu. El otro era siempre un enemigo potencial.
Cerrar los ojos mirando la Torre Eiffel y abrirlos mirando la de Pisa tiene su encanto, que a los antiguos habría resultado encantamiento. Caminar también tiene el suyo. Ver como poco a poco lo que antes quedaba frente a la mirada se pierde a tus espaldas, cómo se alternan prados, repechos, aldeas, cumbres, tiene la propiedad del tacto. Vas tocando el paisaje con tus pasos. Es otro tu sentido de la geografía, la equivalencia entre tiempo y distancia. Posiblemente el sudor y el cansancio, el paso largo o el penoso ascenso, se conviertan en marcadores fluorescentes en los márgenes del libro de los paisajes.
Mis pies recuerdan aun el descenso vertiginoso de los Pirineos entre una vegetación densa, una muralla verde. Las elevaciones cada vez más suaves del resto de Navarra. Los extensos viñedos de La Rioja. Las llanuras de Castilla León, con sus trigales como un mar dorado que mira impávido al caminante. Las montañas de León hasta trepar a la frontera de Galicia, y ahora este nuevo mar de crestas, bosques y prados guarnecidos por las cimas. La memoria de mis pies servirá de recordatorio a la memoria de mi cabeza cada vez que intente invocar el camino.
Durante millones de años, hasta que fue domesticada la primera bestia, los homínidos abandonaron África y trashumaron a todo el planeta por el simple expediente de colocar un pie después del otro. El paso era la medida de todas las distancias. Volver durante un mes a ese estadio primero es una lección de lo que verdaderamente somos en relación con nuestro mundo, del espacio que ocupamos en la naturaleza una vez desprovistos de medios mecánicos.
Varios kilómetros más adelante, una vaca se evade de su prado perseguida por el pastor e invade el camino, con el consiguiente desparrame de peregrinos, aunque, por suerte, no éramos muchos en este tramo. La vaca con vocación de toro, tras recorrer doscientos metros de camino, se pierde en un prado vecino.
Ya empiezan a aparecer los hórreos, algunos muy antiguos, con esa pátina de respetabilidad que otorga el tiempo. Otros de reciente factura, trucados, y algunos horreorosos. También cruces de hormigón o madera que ciertos peregrinos se encargan de condecorar con cintas, sombreros, camisetas, pañuelos, fotos del perro, “I love you, Frank” en una hoja arrancada de un cuaderno. Una quincallería kitsch que, lejos de embellecer, encanalla el paisaje. Por favor, peregrinos, esperen al próximo árbol de navidad. La naturaleza está mejor cualificada para el diseño que vosotros.
En Mercadoiro, a siete kilómetros de mi destino, me como un pincho de tortilla acompañado por una caña. La tortilla más amarilla que recuerdo. No sé si es un homenaje a las flechas amarillas del camino, pero me aclaran que son huevos de gallinas de patio, caseras, alimentadas con maíz. Habitualmente para hacer los últimos kilómetros conecto mi motor de tortilla española. Ya de paso, zafo mis botas y sacudo de ellas unas piedrecitas minúsculas, de menos de un milímetro, pero que al andar resultan tan molestas como si llevara la Gran Piedra en el izquierdo y Gibraltar en el derecho.
Por fin la cima se abre al valle y aparece Portomarín sobre una elevación flanqueada por el río Miño, que aquí se embalsa.
Hoy en la mañana, un peregrino suizo que viaja en bicicleta reivindicaba, en un exceso geométrico, que posiblemente el camino original seguía el trazado más rectilíneo de las modernas autovías. Ignora que aquel peregrino, pobre y con frecuencia enfermo (no el rey, el general o el dignatario con su corte de edecanes), que viajaba con una calabaza de agua y el morral vacío, solía evadir los densos bosques, poblados por lobos, osos y ladrones, necesitaba pasar por las aldeas donde pedir cobijo y ayuda, y eso haría de ese camino original un trazado zigzagueante, diseñado por la necesidad antes que por la geometría.
Continúo junto a un gran prado de florecitas amarillas que haría muy feliz a Senel Paz, y el camino está cubierto de pequeñas láminas de mica que refulgen al sol, con lo cual ando como Lucy en el camino and with diamonds, una referencia que haría muy feliz a mi amigo Sacha.
A todo se acostumbra uno. Con frecuencia ni me percato de que llevo a la espalda una mochila de 12 o 13 kilos, peso excesivo de acuerdo a todas las recomendaciones, pero en mi caso necesario: el portátil, los cables, el cuaderno, la guía y un par de documentos son los kilos que sobran. Pero hoy sí me percato. Viene molestándome desde hace un par de kilómetros, posiblemente porque no esté bien ajustada. Deberé revisar las cinchas cuando llegue. Y soy el primero en llegar al albergue Portosantiago, que aunque reúne en un mismo salón nueve literas, tiene instalaciones comodísimas, más propias de hotel que de albergue.
La entrada de la ciudad es magnífica, tras atravesar el largo puente sobre el Miño y ascender una escalera de piedra. Sólo falta escuchar los pífanos y los clarines en las torres anunciando tu llegada. Y, más adelante, en la plaza, ver la guardia en formación frente a la singular iglesia-fortaleza, maciza aunque dotada de amplias vidrieras y un rosetón enorme en plena fachada.
Hoy he llegado a las tres menos cuarto, aunque habitualmente no suelo estar en el camino más allá de las dos. Es un castigo continuar caminando con el sol muy alto, aunque algunos peregrinos suelen andar hasta las cinco o seis de la tarde, bien porque vayan a paso de paseo dominical y parando en todos los chiringuitos, bien porque quieran cubrir distancias de treinta o más kilómetros. Creo que veinticinco kilómetros es una etapa prudente. Son los que debo recorrer mañana, así que deberé salir más temprano que hoy.
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