(8 de octubre, 2013)
Triacastela – Sarria: 18,37 km
A Roncesvalles: 642,38 km
A Santiago de Compostela: 118,43 km
Cuando desayuno y termino de preparar la mochila, son las siete y quince. Cruzo al bar de enfrente, pido un café, corrijo el post de antes de ayer y termino el de ayer que subo ya revisado. Cuando concluyo son las nueve y cuarto de la mañana. Reservo el albergue de Sarria por teléfono y echo a andar.
Hoy deberé decidir entre dos rutas: una que va hasta Sarria a través de Samos, unos 24 kilómetros, y la otra, que va por San Xil (poco más de 18 kilómetros). Esta última arranca con una fuerte pendiente, pero más tarde se horizontaliza. La otra es mucho más plana. La ruta por San Xil, que es el camino original, ofrece la mejor panorámica de la Galicia profunda (granjas, pequeñas aldeas, campos), mientras la otra ha sido trazada con fines comerciales, para que pase por el mayor número de pueblos. El encanto de ésta es el monasterio de Samos, el gran monumento del camino en Galicia, aparte de Santiago, que han ocupado los monjes casi ininterrumpidamente desde el siglo VI.
De uno me interesa especialmente Samos. Del otro, todo el camino: esa Galicia rural, profunda, bellísima, de la que huyeron mis abuelos, y no precisamente de su estética, sino del olvido, la soledad y la pobreza. Me decido por la última.
Saliendo de Triacastela el paisaje es bucólico: penachos de vegetación en las cimas, prados que las mejores podadoras del mundo, las vacas, han convertido en campos de golf, arroyos y riachuelos por todas partes y el rocío matinal coagulado en la punta de las hierbas en goticas que brillan al sol del amanecer como puntadas de luz, gemas de agua.
Tras pasar A Ferrería y A Balsa, aldeas de bolsillo, el camino se enseria cuesta arriba hasta el Alto de Riocabo (907 m). Camino empedrado, pero no tanto como la subida a O Cebreiro. En los ascensos está vedada la conversación, pero no el soliloquio. Entablo un ameno diálogo conmigo mismo. “Gracias, LM, por dejar de fumar”. “No hay de qué. A mí también me convenía”. “Ya lo sé. De no ser así, estaría largando (más) el aliento en esta cuesta”.
Después de San Xil, tras un repecho de la carretera, el camino se vuelve llano y la vista a la izquierda, espectacular: montañas y colinas hasta donde alcanza la mirada y, en los valles, lagos de niebla. De un lago blanco de neblina emerge, como una isla, una pequeña cresta.
Junto a mí pasan dos jóvenes que me miran extrañados hablar con mi mano derecha. Debo aclarar que en ella hay una grabadora. No he enloquecido de camino. Dictando notas y tomando fotos debo andar atento para que no me ocurra lo de ayer y termine en una Galicia más profunda que la planificada.
Una nueva pendiente bastante abrupta corta los estratos de roca que asoman como las teclas de un gran órgano de catedral, y numerosas piedras sueltas obligan a caminar con cuidado. Aunque el camino está repleto de castañas que caen de los árboles, no me quiero pegar un castañazo. Y dispongo sólo de dos tobillos. Fabricado en 1954, para mí no hay ya piezas de recambio.
Entre Fontán y Fontearcuda atravieso bosques de castaños y robles, preámbulo del valle sepultado por la niebla. Es como caminar por una de esas leyendas gallegas de meigas y aparecidos. Las vacas son sustituidas por ovejas y el sol (apenas se sospecha) es algo que alumbra allá en lo alto, pero sólo salpica el suelo de vez en cuando.
Me detengo a beber un zumo y a abandonar a la naturaleza los restos del anterior, y reemprendo el camino por una senda encajonada como el cauce de un arroyo de montaña. Al doblar un recodo aparece un perro, luego un pastor y detrás treinta y cinco vacas blancas, manchadas, marrones, todas con las ubres hinchadas de leche. Como si me pasara por delante, sobre sus propias patas, la sección de lácteos del supermercado: entera, desnatada y semi. Me aparto todo lo posible (las damas primero) para evitar una pisada accidental. Una vaca pesa seis o siete yo. Cierra la comitiva otro pastor, pero alemán.
Penetro de lleno en el corazón de la niebla (no de las tinieblas, Conrad). No se divisa nada más allá de cuarenta pasos. Un cuervo insiste en graznar desde alguna rama invisible. Añade un detalle Edgar Allan Poe a este paisaje.
La carretera está mojada como si hubiera llovido. Las gotas se condensan en mi ropa y en mi piel, porque en realidad voy atravesando una finísima llovizna que disputa a la gravitación universal su empecinada decisión de mantenerse suspendida en el aire, ni nube ni lluvia.
Aparece, fantasmal en medio de la niebla, una iglesia cerrada, como tantas en Galicia, sin párroco desde hace muchos años. Estas iglesias me recuerdan a mi abuelo gallego, un anticlerical militante que odiaba a los curas con la misma intensidad que a los políticos, y eso es mucho decir. Drástica sería la opresión del clero en aquella Galicia de principios del siglo XX para despertar un odio semejante.
Buscaba la Galicia de mis abuelos, y aunque oriundos de Pontevedra, la encontré en Pintín, en Furela, en Fontearcuda, en Montán, en Aguiada, en San Pedro do Camiño. Microscópicas aldeas con cuatro o cinco casas que hoy tienen coche a la puerta, Internet, TV vía satélite y teléfonos móviles. Hace cien años eran sólo viejas casas de piedras oscuras (y más oscuras por dentro a causa del humo), donde con frecuencia convivían humanos y animales, con puertas de un metro cincuenta y ventanucos mínimos por la humedad y el frío, en las que sólo cabía la soledad y la pobreza. Esa Galicia olvidada, donde jamás llegaba la mano del gobierno como no fuera para movilizar a los jóvenes hacia oscuras guerras en países exóticos (Cuba, Melilla, Filipinas), de donde regresaban (en el mejor de los casos, cuando regresaban) tan pobres como antes, pero con la memoria historiada (gracias, Borges) de cicatrices.
Gracias a la guerra de Melilla, de la que huyó el joven Gelasio, tengo un par de abuelos gallegos. Quizás sin ella también los habría tenido. La guerra contra la miseria no pactaba treguas ni armisticios. La niebla (un tanto melancólica) contribuye a invocar aquella Galicia. Posiblemente me acompañe hasta el final de esta etapa. Según me cuentan en Pintín, ayer levantó pasadas las dos de la tarde. Justo en Pintín, según el mapa, ya se ve Sarria desde el alto, pero hoy sólo se ven los árboles cercanos.
Después de esta naturaleza paulatina, resultaría sorprendente para mis mayores la dinámica feroz del trópico: aguaceros apocalípticos que duran quince minutos y escampan de golpe, momento en que el sol, diligente, comienza a evaporar los charcos.
La niebla es del mismo color que los ojos de mi abuelo, tristes incluso cuando se reía. Quizás porque perdió muy pronto a su mujer y a dos hijos, y tuvo que sacar adelante, él solo, a los tres restantes, ejerciendo los oficios más duros, los peor pagados. En sus 96 años no acumuló un gramo extra de grasa ni una carantoña de más. Lo recuerdo siempre dispuesto a ayudar, pero ni una sola caricia, como si fueran igualmente entecos su cuerpo y sus sentimientos. Sólo una vez, cuando a los cuatro años una niña me partió la cabeza de una pedrada (mi primera discusión seria con una dama, mi primera desilusión) y él me llevó a la Casa de Socorros de la calle San Lázaro. Nunca más me abrazó así.
También mi abuela, la asturiana, tenía los ojos grises, pero los suyos se reían a carcajadas cuando decía o hacía alguna de las suyas. Con esa alegría no pudo ni la viudez temprana, ni la hazaña de sacar adelante seis hijos con sus propias fuerzas. Quizás porque nació en Piedras Blancas, cerca del mar, y mi abuelo era hombre de tierra adentro.
Soy el primero en llegar al albergue Oasis, un verdadero hotel de peregrinos. Impecable. Y atrapo la única cama de una sola altura, sin vecino en los altos o en los bajos. Entonces me doy cuenta de que la niebla se ha condensado, goticas diminutas, en los pelos de mis brazos. El cromosoma que se ocupa de mi pilosiodad sufre un desfase geográfico. Mientras desaparecen los pelos de mi cabeza, más me crecen en los brazos. No es raro que la niebla los confundiera con la hierba y me condecorara con un rocío portátil.
Después de almuerzo, camino por Sarria: la iglesia románica de Santa María (siglo XIII), los restos del castillo de Sarria (siglo XIV), la iglesia del Salvador (siglo XI), con portada gótica aunque de planta románica. En la terminal de autobuses averiguo que hay uno hacia Samos a las seis de la tarde. Decido aprovechar lo mejor de ambas rutas y visitar el monasterio.
A las seis y veinte ya estoy en Samos, donde se levanta, monumental, casi Escorial, diría, el doble claustro y la iglesia flanqueados por el río. Mientras espero, porque la visita guiada al monasterio no comienza hasta las siete, voy al albergue de peregrinos, un tanto desangelado, y a la edificación más antigua del conjunto: la capilla mozárabe del Salvador o del Ciprés (siglo IX), junto a un altísimo ciprés al que se atribuyen mil años.
La visita no decepciona, aunque las actuales edificaciones son del XVII y XVIII, muy reconstruidos la iglesia y los dos claustros después de los incendios del siglo XVI y de 1951. Los espacios imponen, y los frescos efectuados en los años 60 recogen escenas de la vida de san Benito, aunque a los compañeros del santo les han puesto rostros de personajes locales del siglo XX. Por las fotos de Franco visitando el monasterio, supongo que habrá entre ellos muchos fachas de pro.
Uno de los doce monjes que habitan el convento me pregunta de dónde soy. “Cubano”. “¿Del exilio?”. “No”, le respondo. “De los que consideran sus compatriotas a todos los cubanos, vivan donde vivan. De los que aspiran a que esa pregunta sea algún día superflua. Aunque vivo en Madrid”.
El monje nos cuenta que Samos fue el primer albergue y hospital de peregrinos de Europa, en funciones desde el siglo X, y que ello basta para probar que el camino original pasaba por Samos, no por San Xil, como afirma la mayoría de los textos. Tiene lógica, desde luego. Habría que consultar el Calixtino, la más antigua fuente de información sobre el camino. Pero será otro día. Esta noche dormiré de un tirón desde las diez y media hasta las seis de la mañana, algo que ya me venía haciendo falta.
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