(12 de septiembre, 2013)
Pamplona/Puente la Reina: 23,89 km)
A Roncesvalles: 68,27 km
A Santiago de Compostela: 692,54 km
En el albergue de Pamplona, cuyas instalaciones son excelentes, me despierto a las cinco y media, saco con cuidado mis bártulos hasta el vestíbulo, donde preparo la mochila intentando hacer el menor ruido posible. Desde que empecé el camino no logro dormir mis tradicionales seis horas de un tirón. Cinco a lo sumo y con frecuentes despertares. Cuando regreso a la litera, en la de al lado el vecino coreano está haciendo unos estiramientos casi circenses.
Dedico más de media hora a prepararme. Todas las guías recomiendan que la mochila no exceda el diez por ciento de tu peso corporal, pero creo que más importante que uno o dos kilos sobrantes es que la mochila esté equilibrada, con los objetos más pesados al fondo y cerca de la espalda, que se reparta correctamente la carga y que las cinchas ajustadas te permitan sentirla como parte de tu propio cuerpo, no bamboleándose mientras caminas. Hay quienes vienen al camino con mochilas muy pequeñas y colgando de ella bolsas con la merienda, zapatos, saco de dormir, bolsa de aseo, quincallería que desequilibra al caminante.
Anudo con cuidado mis botas, de modo que la presión sea firme sin estrangular el pie, y que el doble nudo quede bien apretado y no se zafe en toda la jornada. Hay quien emplea zapatillas deportivas para hacer el camino, o sandalias. Pero la bota es el calzado de la inmensa mayoría. Su gruesa suela evita la molestia de las piedras, la puntera reforzada, dolorosos golpes, y la sujeción del tobillo ayuda a prevenir torceduras que te sacan del camino inmediatamente.
Salgo de Pamplona en compañía del malagueño atravesando el campus de la Universidad de Navarra. Cuando estamos a punto de abandonar la ciudad y adentrarnos en la oscuridad, vemos una silueta que nos espera justo donde la luz acaba. Es una jubilada canadiense que prefiere peregrinos desconocidos a malo por conocer. Caminaremos juntos varios kilómetros hasta el amanecer.
Cerca de Galar, una larga cuesta y todos los cigarros que me he fumado en mi vida me obligan a hacer un alto al pie de un árbol solitario, junto a la cruz en homenaje a un peregrino belga muerto en el camino. Desde que bajamos de Roncesvalles se vienen sucediendo estas cruces. El primero fue un japonés de 64 años.
Le digo al malagueño que continúe. Es la regla del camino. Del mismo modo que cada cual viene al camino por sus propios motivos, cada cual debe ir a su paso. Ya volveremos a encontrarnos.
Un par de tabletas de Isostar más tarde para recuperarme, y continúo. Paso por Zariquiegui, donde un grupo de peregrinos beben su café, pero no me detengo. Continúo hacia el Alto del Perdón, con sus 700 metros de altura que voy subiendo desde los 483.
Arriba, donde una cordillera de molinos de vientos custodia el alto, bate fuerte la brisa y han colocado unas hermosas siluetas de caminantes recortadas en planchas de acero. Allí me alcanza la enfermera canaria que continúa a su paso ladera abajo.
El descenso es casi peor que la subida, por un pedregal donde te puedes partir un tobillo. Por suerte los bastones, como dos patas adicionales, permiten amortiguar la bajada y evitar una caída. Por algo los cuadrúpedos son mamíferos más estables que los bípedos.
Dicen que la subida al alto del Perdón te indulta de tus pecados anteriores. La bajada, de los siguientes.
Una vez en Uterga, el camino es suave y amigable hasta Puente la Reina, donde he reservado en el albergue privado Jakue, un hotel que se ha adaptado a los tiempos y ha reconvertido parte de su espacio en un confortable albergue para peregrinos, con cubículos de cuatro personas e impecables instalaciones sanitarias.
Estando allí, aparece el malagueño, a quien creía ya en Puente la Reina. Resulta que lo adelanté en Zariquiegui, donde se detuvo a desayunar. Juntos comemos un excelente menú de peregrino servido por el tabernero más parlanchín del camino. Tras subir al Alto del Perdón, nos cuenta, tenemos dispensa para nuestros pecados. Excepto no pagar la cuenta aquí, indago yo. Exactamente, eso es pecado mortal. No tiene perdón, me contesta.
Para la cena nos unimos con el valenciano y el alicantino, que han parado en otro albergue, y en un restaurante ocupado casi completamente por nativos, trasegamos un entrecot de proporciones pantagruélicas. A menos que quiera continuar rodando hasta Santiago, esto deberá ser la excepción, no la regla.
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